TRES

Ya estaba lista para fingir que era feliz, siempre y cuando consiguiera no caerme de las alturas, claro. Hacía siglos que no me ponía tacones, amparada en mi premisa de «no pretendas ser quien no eres o nunca serás tú misma» (otra de mis pajas mentales que ha dado la vuelta al mundo). Nunca he compartido con mi género la costumbre de caminar al borde de la torcedura de tobillo para parecer más alta, esbelta o atractiva… Más follable, vamos. Nunca me ha hecho falta echar mano de florituras para despertar pasiones. Pero esa noche era diferente, debía concentrarme en algo que no fuera asesinar a mi ex a sangre fría. Un paso, dos… (¡ay, que me caigo!)…, tres…, ya casi estoy… ¡Por fin! Me agarré al pomo de la puerta e inmediatamente volvió a retumbar en mi cabeza el último portazo que Carlos dio en mis narices. Entonces aún estaba a tiempo, pero ahora ¿qué podía hacer? Muy sencillo, «queremos que vuelva Daniela Santos». Mi hija y mi ex se habían puesto de acuerdo para hundirme en la miseria. Como si fuera tan fácil volver a ser quien siempre deseaste dejar de ser. ¿Quién diablos era Daniela Santos? Una jovencita con muchos sueños y ni un duro en la cartera que necesitaba a los hombres para financiarse el ascenso a los cielos. «Y ahora que lo tengo todo pretenden que me comporte como si no tuviera nada. “La época de lucha pasó, ahora toca gozar” (de mi recién empezado libro El cielo es para todos). Son ellos los que deben despojarse de su pesimismo. Les he dicho mil veces que la única manera de triunfar es sabiéndote ganador antes de comenzar el juego, pero no me han hecho caso. Se han dejado llevar por las señales equivocadas y ahora soy yo la que debe pagar por ello».

«Riiing, riiing…».

El teléfono fijo sonó justo en el instante en que iba a dejar atrás mi casa vacía. El estómago se me transformó en una bola de billar y mi pulso echó a galopar desbocado. Respiré honda y profundamente para poder contestar. Cintia me había enseñado cómo hacerlo si me sobrevenía una crisis de ansiedad. Aquello era mucho peor, era el aviso de una parada cardiorrespiratoria en toda regla. Inspirar por la nariz, retener el aire en el diafragma cinco segundos y soltarlo lentamente por la boca. Respiración de rescate, así la llamaba nuestra entrenadora. Ese era el momento de probar su eficacia. El miedo a que fuera uno de ellos me impidió recrearme en la relajación y contesté con la voz entrecortada.

—Di…, di…, ¿diga?

—…

—¿Quién es?

—…

—Dani, hija, ¿eres tú?

—…

—No sé quién eres, pero no tiene gracia —contesté a la vez que colgaba.

Yo quería que fuera ella…, mi niña…, pero posiblemente fuera Carlos. Al muy cabrón no le bastaba con quitarme lo que más quería y dejarme tirada como una colilla. Por lo visto, quería comprobar si estaba pasando el duelo en casa. Y yo voy y lo cojo, ¡qué rabia! Ainnnnnsss, ¡menuda metedura de pata! No pienso volver a descolgar ese maldito aparato mientras viva. Mejor, voy a desconectarlo de la pared para ni siquiera escucharlo. Desconecté no ese, sino todos los de la casa y me tiré a las calles en busca del aire que me faltaba.

Cuando llegué al restaurante, ya estaban todas sentadas y excitadas. Era una noche importante. Habíamos conseguido pasar a la siguiente fase del Complete Fitness a pesar de mi retraso (o precisamente gracias a él) y, además, habíamos quedado las primeras. Mis tacones habían causado el efecto esperado. Me sentía poderosa, con fuerza para aguantar aquella reunión de mujeres cover sin desfallecer. Pensaba que andar por encima de una misma solo te hacía parecer más deseable ante los demás, pero esa noche me sorprendí al comprobar que el rollo funambulista me ponía cachonda. Me sentía capaz de sobrellevar el abandono de mi familia, segura de querer seguir siendo Estela Cruz, con más gracia… y sí, también más follable, por qué no decirlo.

—Ahí llega la mujer de los abductores de hierro, recibámosla como se merece —exclamó Cintia.

Entonces todas se levantaron y me dedicaron un fuerte aplauso que me sonrojó y emocionó.

—Gracias, chicas, pero nunca lo habría conseguido sin vosotras.

Lo cual no era del todo cierto. Imaginarme a mi hija en brazos de Carlos fue lo que encendió el motor oculto que guardaba entre las piernas, pero eso no pensaba contárselo. Sería como rajar un Matisse, un Van Gogh o un Dalí. ¿Por qué estropear la perfección? Nuestra relación estaba bien así, con fisuras, medias verdades y muchos secretos debajo de la almohada.

—Lo importante es que confiaste en ti misma. Eso te llevó a lograrlo —me dijo Cintia.

—Lo sé, de hecho no paro de repetirlo en mis libros —asentí.

—Claro, ¿cómo no vas a saberlo? Parezco tonta.

—«Lo que tú creas, así será» —dije enseñando mi tatuaje.

Y todas reímos como tontas. El buen rollo se instaló en aquel lugar elegido por Cintia. El último grito en Madrid, que parecía inventado para acoger a mujeres como nosotras. Fantásticas por fuera y llenas de taras por dentro. Pocos hombres en la sala, tampoco hacían falta. A la conquista de la noche. Finalidad: olvidar que más allá de ese salón de grandes ventanales rodeado de sauces llorones la vida con la que soñamos de niñas se nos estaba escapando. Nuestros príncipes ya empezaban a croar como ranas, y nuestra agenda de baile permanecía oculta en algún lugar recóndito. Escuchando nuestro alboroto, nadie habría sospechado nuestras carencias, pero yo conozco a mi género. Una mujer feliz no ríe tanto, ni tan alto. Nosotras usamos la estridencia como medio para no escucharnos. ¡Qué locura! Ahora que tenía el corazón hecho un asco me impactaba mucho más nuestra sesión continua de happy hour. Tal vez fuera la única con un marrón en su vida del tamaño de la catedral de Burgos. Mi adoctrinamiento positivista había calado hondo, tal vez demasiado. Logré estar a la altura gracias al efecto del champagne rosado, e incluso logré mantener la atención en la disertación que hizo Berta sobre el giro de 180 grados que le había dado la Thermomix a su vida. Una vendedora con grandes dotes de oratoria había conseguido colarse en su casa y allí estaba ella, abducida por un aparato que acabaría relegado al olvido en pocas semanas o incluso días. Pero hacía tanto tiempo que a nuestra amiga no se le iluminaba la cara de esa manera que optamos por aguantarla. Hasta un punto, claro, tampoco íbamos a permitir que nos aguara la fiesta. Había cosas mucho más interesantes de las que hablar, como que nos contara quién diablos era esa cantante famosísima y supersexy que había acudido a ella en busca de ayuda. Esperé educadamente a que acabara de explicar cómo convertir un cochinillo en longanizas para toda la familia en cinco minutos y estallé hastiada:

—¡Basta! ¡Basta! ¡Basta!

—Estela, ¿qué te pasa? —me preguntó extrañada.

—¿Que qué me pasa? Que llevas hablando de un robot de cocina más de quince minutos sin respirar y no puedo más. Ya sabemos lo que es una Thermomix y, si no la tenemos, como entenderás, no es porque no podamos pagarla, sino porque no nos da la gana. Todas las que estamos en esta mesa tenemos cocineras, ¿para qué querríamos ese aparato? Corta el rollo y dinos qué cantante ha ido a verte esta semana. Nos tienes en ascuas.

—Eso, eso, desde que nos lo dijiste, no he parado de darle vueltas. Tantas que casi no puedo concentrarme en mi personaje de la semana —añadió Paloma.

—A mí me da que debe de ser Shakira, después de parir una mujer envejece, por mucha dieta y baile que le ponga a la cosa —dijo Cass.

—Pero si tú no has parido —le espeté.

—Ya, pero os veo a vosotras y con eso me basta.

—Serás… —le recriminé.

—De verdad que flipo con vosotras, solo os importan los chismes.

—Venga, dinos quién es ella.

Pero Berta era extremadamente discreta. En un arranque de emoción nos había dicho que alguien muy muy famoso, una cantante, había acudido a ella para que le ayudara a borrar el paso del tiempo de su rostro. Y ahora reculaba. No quería de ninguna manera desvelarnos su identidad. Confiaba en nosotras, pero su ética profesional estaba por encima de todo. Nosotras, encantadas con la idea de que una mujer cañón se estuviera estropeando, estuvimos jugando al quién es quién un buen rato.

—¿Es rubia o morena? —preguntó Paloma.

—Depende de la portada de su disco —respondió Berta.

—¿Gorda o flaca? —añadí yo.

—En forma.

—Es Shakira, seguro —volvió a insistir Cass.

—No creo que Shakira necesite de momento muchos retoques —apuntó Cintia.

—No seas ingenua, Cintia. La gente, y más si es famosa, acude a las consultas de estética antes de necesitar algo.

—Eso es verdad. Hoy en día ya no se trata tanto de devolver la juventud como de ayudar a que se alargue lo máximo posible —explicó Berta.

—¿Entonces es Shakira?

—Yo no he dicho eso.

—¿Nariz grande u operada? —volvió a la carga Cass.

—Nariz a secas —respondió Berta, que empezaba a cansarse del jueguecito.

—¿Tiene bigote? —pregunté ya de guasa.

En ese momento, trajeron los entrantes y todas nos pusimos a devorar como hienas. Cintia nos controlaba nuestra nevera, nuestra compra y nuestra dieta. Esa noche nos invitaba a un festín calórico como premio por nuestro esfuerzo y había que aprovechar. Comimos, brindamos y conversamos de cotilleos que no nos afectaran personalmente. Cuando quedábamos en petit comité, solíamos hacernos confidencias que podrían salirnos caras de ver la luz. En grupo, era distinto. Y además estaba Cintia. Ella era amiga, sí, pero también era nuestra entrenadora personal. Como lo era de otros. Su círculo era muy variado y nosotras debíamos limitar mucho el alcance de nuestras confesiones.

Y con los postres llegó lo mejor. Tema hombres. Que no nos hicieran falta físicamente en aquella mesa no quería decir que pudiéramos prescindir de hablar de ellos y de lo que provocaban en nuestras vidas. Ahora sí que estábamos a gusto, explayándonos sobre temas que nunca defraudan. Cuernos, divorcios, casados salidos en busca de amante, dolores de cabeza, posturas perdidas… Historias que nos hacían retorcernos de la risa. Berta, casada y con dos niños, decía que la gente está muy equivocada. Que la fórmula mágica para conservar un matrimonio no consiste en ser señora en la calle y puta en la cama, sino en ser una señora muy puta.

—¿Y cuál es la diferencia? —le preguntó Cass.

—Parece mentira que seas tú la que me haga esta pregunta.

—Oye, bonita, que yo desfilaré muchas veces semidesnuda, pero eso no quiere decir que sea puta.

—A ver cómo te lo digo para que no te ofendas. Eres puta en sentido figurado.

—¡¿Cómo?! —preguntó Cass sin dar crédito.

—Pues que eres igual de divertida, liberal, alegre, abierta y dispuesta en casa que fuera. ¿O me equivoco?

—Sí, claro, dicho así ya te voy entendiendo.

—Yo no, la verdad —respondió Cintia flipando con la conversación.

—Yo te lo explico —se arrancó Paloma—. Que nunca debes dejar de lado a esa parte salvaje que hay dentro de ti. Ni en la cama ni fuera de ella. ¿Lo pillas?

—Sí, sí, ahora sí —contestó Cintia.

Yo, cuando surgía el tema puta o similares, me quedaba un poco bloqueada. No quería que nada hiciera suponer cuál era mi pasado. Y por miedo a soltarme demasiado, prefería estar callada. Aunque estaba pasándomelo realmente bien escuchándolas. Y en mitad de todo este puta sí, señora no, el teléfono de Cass empezó a sonar.

—Cass, ¿no piensas contestar? —le dije extrañada.

—No —me cortó seca.

El móvil paró de sonar, para volver a arrancar a los pocos segundos. Parecía suplicar a su dueña que descolgara, pero ella hacía oídos sordos. Cass lo silenció, pero estábamos todas tan atentas que la vibración era todavía más desesperante. «¡Que lo coja de una vez!», pensaba yo. Ante nuestras miradas de extrañeza, finalmente Cass se levantó y salió al jardín de los sauces llorones para hablar con su novio en la intimidad.

Cassandra es nuestra baby. Veintiséis añitos y toda una vida por detrás. Dice que somos unas niñatas aunque tengamos treinta y muchos. Que en la vida se madura a base de sufrir, y que de eso nosotras no tenemos ni idea. Conmigo se mete mucho. No entiende cómo tengo la osadía de aconsejar a quien no conozco lo que debe o no debe hacer para ser feliz. «No todos podemos reír cada mañana para atraer más risa, ni comportarnos como si la vida fuera una fiesta cuando en realidad es una mierda. Lo increíble es que a ninguno de tus lectores le haya dado por incendiarte la casa. Seguro que viendo las llamas arrasando todo cuanto tienes te sería más difícil troncharte de risa». Estos son algunos de los muchos reproches que me hace por dedicarme a promover la autoayuda. Yo le pregunto si se le ocurre un método mejor para arreglar su vida. Ella me contesta que solo los tontos pueden obviar la realidad y sonreír como si nada. Y así seguimos, a veces durante horas, enzarzadas en una discusión sin salida. Las dos estamos convencidas de por qué nos comportamos de una manera totalmente diferente a la de la otra. Aun así, pongo mucho énfasis en intentar convencerla, porque me recuerda a mí. Una infancia truncada y un presente brillante como una patena. A los doce años, se escapó de casa harta de los abusos de su padrastro y del pasotismo de su madre. Estuvo un tiempo escondida en casa del hermano mayor de un amigo del colegio, hasta que la convencieron para que acudiera a la policía a denunciar a sus padres. Y así lo hizo, y con su estremecedora historia consiguió que asuntos sociales se hiciera cargo de ella. Desesperada por la huida de su hija, la madre de Cassandra acudió a declarar y contó toda la verdad convencida de que así la recuperaría. Ella también se consideraba una víctima de aquel degenerado. Pero ocurrió lo contrario. La confirmación de que todo era cierto la alejó de su hija para siempre. Cass pasó a una familia de acogida, luego a otra, y a otra. Era una niña conflictiva y rebelde. Al cumplir los dieciocho, consiguió trabajo bailando en una discoteca y se fue a vivir a un piso compartido con otras compañeras. Una noche, mientras bailaba en el podio, alguien se fijó en ella. Un hombre de unos cuarenta y tantos que le propuso participar en un desfile para su propia marca. Ella no lo dudó. Solo por caminar en línea recta ida y vuelta unas cuantas veces le pagarían lo mismo que toda una noche bailando rodeada de babosos. Un chollo. El desfile fue un éxito y aquel empresario empezó a ver crecer su negocio. Fascinado por Cassandra, pensó que ella había sido su talismán. La contrató en exclusiva y la convirtió en su estrella, el broche de oro con el que cerraba todos sus desfiles. Al poco tiempo, abrió una cadena de tiendas que le encumbraron. Las fotos de Cassandra ocupaban diarios, revistas, vallas publicitarias, autobuses y todo tipo de soportes publicitarios. Y lo mejor de todo es que nunca tuvo que tirárselo. Él la quería como un niño de ocho años quiere a un primer amor. Le decía: «Si tú y yo tuviéramos algo, la magia se esfumaría». Ella alucinaba, sabedora de que habría hecho todo cuanto le hubiera pedido para seguir en las pasarelas. Le alucinaba el trabajo y se dio cuenta de que había nacido para ello. No se trataba solo de caminar, era mucho más. Dejar de trabajar con él fue una decisión dura. Le quería como al padre que no tuvo y le debía todo cuanto era. Pero llegaron las ofertas de París, Milán, Nueva York y no tuvo más remedio que emprender el vuelo. Tras cinco años protegida, era el momento de caminar sola. Él la animó a conocer mundo, seguro de que todo lo que le esperaba era bueno, «nadie puede detener el ascenso de un ángel», le decía. Y tenía razón, desde los veintitrés años hasta ahora, cada paso que da es un éxito más en su carrera.

A los cinco minutos, Cass ya estaba de vuelta. Tenía los ojos vidriosos. Sin duda los sauces hicieron honor a su nombre mientras nuestra amiga hablaba con el Fiti, el bailaor flamenco del que estaba enamorada y enganchada.

—¿Todo bien, pequeña? —le pregunté.

—Sí, sí, todo perfecto —me mintió.

—¿Seguro? —insistí.

—Pues mira, no, pero supongo que tú prefieres que te diga que sí y sigamos esta fantástica velada como si nada —me contestó.

—Tampoco es eso —le dije algo molesta por su altivez.

—¿Ah, no? Creía que eras tú la que abogaba por plantarle buena cara a los momentos jodidos de la vida y hacer como si nada.

—No es exactamente así, y lo sabes, pero paso de discutir. No pienso pagar yo lo que sea que el capullo del Fiti te acaba de liar.

No pude callármelo, aquel tipo me caía al hígado. Se creía que era el primer gitano que taconeaba en un escenario, y no tenía ni idea. Era bueno, sí, pero demasiado engreído. Una gracia innata también hay que trabajarla.

—Chicas, se pueden hablar las cosas con más cariño… —medió Berta.

—Sí, sí, venga, vamos a brindar, que la noche es joven —exclamó Paloma levantando su copa.

—La noche sí, pero vosotras ya no tanto —añadió Cass.

Eso nos hizo reír. A todas menos a ella. La modelo rompió a llorar. Al principio bajito, intentando reprimirse, luego a raudales, rollo catarata. Le puse mi mano en el hombro y se desmoronó, encogiendo su cuello de cisne para refugiarse en mi pecho como una niña.

—No hace falta que nos cuentes nada si no quieres —le dije.

—Estela, lo siento —se disculpó.

—¿Y por qué vas a sentirlo?

—Por dudar siempre de tu método. Como ves, el mío no funciona mucho mejor.

—Tonterías, a ti te va de lujo. Esto es solo una pelea de enamorados.

—No, no es solo eso…

Cintia, Berta y Paloma asistían atónitas a la escena. Cass estaba a punto de cruzar la línea. Ninguna de nosotras lo había hecho nunca. Y mis ojos color avellana habían sido los elegidos. Mi amiga los miraba fijamente, como quien busca puerto para amarrar su bote tras un fuerte temporal.

—Cuando se trata de hombres nunca es solo eso, por desgracia —argumentó Paloma buceando en sus recuerdos.

—Deberíamos pasar de ellos y juntarnos entre nosotras, el mundo está mal hecho —opinó Cintia.

—Son egoístas, egocéntricos y tienen un humor de perros. Yo no sé ni por qué aguanto al mío —añadió Berta.

—Ojalá mis problemas fueran esos —dijo Cass en estado hipnótico.

—¿Tan grave es? —le preguntó Paloma.

—No os podéis hacer una idea… —respondió ella.

Cass seguía mirándome fijamente, como si las demás no importaran, como si solo quisiera contármelo a mí. Me daba la impresión de que nuestra pequeña listilla adivinaba en mis ojos que yo también guardaba un gran secreto. Su mirada felina me paralizó entera, era incapaz de articular palabra.

—¿Te ha puesto los cuernos? —sugirió Paloma.

—Es algo mucho peor.

—No hay nada peor —dijo Berta.

—Sí, sí lo hay, al Fiti le gustan los hombres —dijo al fin Cassandra.

El tiempo se paró de pronto. Habíamos pasado de cero a cien en cero coma. No estábamos preparadas para esto. ¿Cómo encajar algo así en un contexto de mujeres que tenían todo cuanto deseaban con solo chasquear los dedos? ¿Qué decir? ¿Cómo consolarla? Se suponía que éramos fabulosas, que nuestra vida era fácil y divertida. Pero esto no tenía nada de divertido. Alguien tenía que romper el glaciar que se había formado entre nosotras. Ella seguía con su mirada clavada en la mía, así que las demás también se callaron esperando mis palabras. Ojalá fuera a Carlos al que le gustaran los hombres, en lugar de estar acostándose con mi pequeña Daniela, pensé. No podía decir eso, estaba claro. Los segundos pasaban… Ninguno de los miles de consejos de mis tres libros me parecía apropiado para aquello. Por primera vez en mi vida me quedé sin palabras, sin argumentos. Así que lo único que se me ocurrió fue negar la evidencia para ganar tiempo.

—Eso no puede ser, tú nos has contado lo bien que lo pasáis en la cama… —respondí torpemente.

—Sí, bueno, en realidad lo que él me ha dicho es que es bisexual, que se enamora de las personas, no de su sexo, y que ahora se ha enamorado de mí —nos explicó.

—Entonces, ¿cuál es el problema? —dije.

—Estela, no empecemos, ¿eh? No me salgas aquí con tu rollo «veamos siempre el lado bueno de las cosas» —contestó Cass imitando mi voz de osito feliz.

—Lo que tú digas —respondí sin fuerzas para la batalla.

—Está claro cuál es el problema. Hoy me quiere a mí y mañana puede querer acostarse con cualquiera, hombre o mujer.

—Demasiada competencia, te entiendo —dijo Berta con cara de flipada.

—¿Y te lo acaba de decir por teléfono? Pues demasiado entera te veo. Yo estaría por los suelos —añadió Paloma.

—No, qué va, lo sé hace tiempo. He intentado dejarle, pero me persigue. La de hoy es una de tantas llamadas que me hace suplicándome que no le deje.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Cintia.

—Le sigo queriendo, eso seguro…

—¿Entonces? —pregunté yo arriesgándome a un nuevo cabreo de mi amiga. Realmente, no veía la razón para no estar con él. Que te roben a tu hija sí es una razón de peso, pero ¿esto?, ¿hoy en día? Que me expliquen dónde está el drama, porque no lo pillo.

—Porque ya no le deseo —sentenció Cass.

—¿En serio? Qué raro —apuntó Berta.

—Desde que lo sé, solo puedo imaginármelo con otros hombres, penetrándoles por detrás, acariciándoles el pecho, entrelazando sus lenguas… y se me revuelve todo. Incluso me rayo pensando que solo le gustan los hombres y que para lo único que me quiere es para acallar los rumores, para que no le descubran.

—Y tú ¿cómo te enteraste? ¿Te lo contó él?

—Qué va… Le pillé unas fotos en el ordenador de casa revolcándose con un brasileño en las playas de Ipanema. No pudo negar la evidencia.

»Me confesó llorando que había estado con algunos hombres, que por favor le guardara el secreto, que su carrera dependía de ello… Yo, en el momento, le abracé, le dije que podía confiar en mí y que seguiría a su lado. Me fui a mi casa en estado de shock, reposé la noticia bomba y algo se cerró para siempre.

—¡Tu almeja! —se me escapó. Y al contrario de lo que creía, mi amiga no levantó la mano para asestarme una bofetada, sino que se rio conmigo. Y todas reímos.

—¡Eso mismo! Ja, ja, ja, yo no lo habría podido decir más claro, ja, ja, ja. Y ahora bebamos algo, chicas. Se suponía que estábamos de celebración. No more tears tonight, please!

—¿Estás segura? Tú eres nuestra amiga y, si estás mal, ya saldremos otro día —dijo Berta la sensata.

—Otro día podría estar muerta, querida. Ni hablar. Necesitaba esta noche como el comer y no entraba en mis planes esta confesión a lo Topacio. Os invito a una ronda de tequilas.

—¡De acuerdo! Estamos juntas en esto. Si te quieres emborrachar hasta perder el sentido, lo haremos contigo.

Todas necesitábamos ese tequila para que nuestras caras desencajadas volvieran a su sitio. Cassandra era, de las cinco, la más auténtica, la que menos parte de ella dejaba aparcada en casa. Nos había contado cómo fue su infancia, sus trabajos en la noche, sus principios en la moda… (nada que no hubiera salido en prensa, por otro lado), pero aquello era demasiado. Un rayo había atravesado aquellos sauces llorones que nos rodeaban para acabar aterrizando ante nosotras. Su luz despojó nuestras caras de tanto maquillaje como llevábamos y, por un rato, fuimos un grupo de mujeres vulnerables y reales, sin fama ni dinero, sin joyas ni marcas. Lo que no supimos entonces era que esa luz venía para quedarse.

El alcohol nos ayudó a recuperar el tono anterior al cataclismo y salimos de aquel restaurante como entramos, como cinco mujeres de éxito a las que la vida les sonríe con una gran carcajada. Cass no volvió a tocar el tema de la bisexualidad del Fiti, y nosotras nos comportamos como si su confesión jamás hubiese ocurrido. Decidimos que ya era hora de bailar y acudimos a una discoteca del centro. Un antro oscuro y feo donde la gente va tan colocada que ya puedes ser Demi Moore que se la sopla. Con conseguir llegar al baño sin caerse tienen bastante. Cuando queríamos desmelenarnos sin ser fotografiadas, teníamos que ir a sitios así. En otros lugares, más normalitos, puedes pasarte la noche firmando autógrafos, haciéndote fotos y soportando el etílico aliento de jóvenes ávidos de colgarse la medalla de que han hablado con un famoso. Lo mismo les da que seas tú o cualquier otro.

Nos sentamos en una esquina con sofás en media luna. Solo de imaginarme cómo se vería la tapicería si dieran las luces, me entraban arcadas. Todas bailábamos menos Cass, a la que no parecía importarle la intrahistoria de ese terciopelo mugriento. Escogió un chaval, yo diría que al azar, y comenzó a restregarse con él cual culebra mientras le metía la lengua hasta el esófago. Hicimos como si nos pareciese normal, como si no supiéramos que seguía siendo la novia del bailaor de flamenco del momento, que llenaba teatros, ocupaba todas las portadas y tenía locas a la mitad de las mujeres del país. Y en esos momentos sentí envidia de mi amiga. Ojalá yo pudiera estirar el brazo, agarrar a uno de tantos y dejar que sus labios me hicieran olvidar los de Carlos. Al principio, él y yo también solíamos enrollarnos así, a lo bruto, sin importarnos el mundo. Empecé a encontrarme mal, necesitaba vomitar. Me dirigí apresuradamente al baño. Como siempre, cola en el de las chicas y ni un alma en el de tíos. Me metí en el de hombres y me topé de cara con uno haciendo pis. Se giró y me enseñó el pito con cara de salido. Una nueva arcada, esta vez irrefrenable, me arrancó el vómito, que salió disparado. El picha brava se apartó para que no le manchara y me puso cara de asco. Me quedé sola, aquello no paraba. Empujé con fuerza una de las puertas de los retretes para descargar mi torrente. Y allí estaba él, inclinado sobre la taza y a punto de meterse por la nariz lo que parecía una raya de coca. A su lado, un chico joven y guapo que con toda probabilidad era gay. Primero, porque era demasiado guapo para ser hetero, y segundo, porque estábamos en un local de ambiente. El Fiti me miró y se quedó petrificado.

—Estela, ¿qué haces aquí?

—Eh…, nada… Es que me encuentro fatal y quería vomitar. Adiós —dije, tapándome la boca para no soltar otro chorro teledirigido.

Les dejé, me metí en la puerta contigua y acabé de echar al demonio que llevaba dentro. ¡Qué asco! Al salir me enjuagué la boca con agua y jabón de manos. El Fiti y su Adonis salieron del baño. El novio de mi amiga me agarró del brazo y acercó su boca a mi oído para que solo yo pudiera oírle.

—Por favor, no le digas a Cass que me has visto.

Asentí con la cabeza sin tener muy claro en ese momento si lo haría o no. Solo pensaba en salir corriendo y llevármela de allí. Si el Fiti la pillaba con ese chaval, se podía armar.

De camino al rincón donde estábamos situadas, me topé con alguien que conocía. Un escritor muy famoso. ¡Qué suerte la mía! Al parecer, no éramos las únicas que queríamos pasar inadvertidas.

—Estela, ¡qué sorpresa!

—Sí, es verdad, también para mí. Disculpa, tengo prisa —le contesté apresuradamente.

—¿Prisa? Tranquila, Cenicienta, ya son más de las doce —me dijo agarrándome de la cintura.

¿Sería posible que ese tío que tanto se metía con mis libros me estuviera echando los trastos? No daba crédito. Intenté deshacerme de él, lo notó y, como para acabar de joderme la vida, me dijo:

—Disculpa, es que ayer vi a tu Carlos muy bien acompañado y pensaba que ya no estabais juntos.

—¿Cómo? ¿Que qué? ¿Lo viste? ¿Con quién? —pregunté sin poder disimular mi ansia por saber todos los detalles.

La revelación de mi colega me hizo olvidarme del Fiti y de mi amiga convertida en lagarta despechada. No pensaba dejar escapar aquella oportunidad de saber algo más.

—¿No tenías prisa? —preguntó con sorna.

—Ya no. Cuenta.

—Estaba cenando en el Marvin con una chica.

—¿Una chica? ¿Qué chica?

—No sé quién sería, pero bastante joven. Ella estaba de espaldas. Era rubia, con el pelo muy largo. ¿He metido la pata? No parecían estar escondiéndose.

—No, no, para nada. ¿Y solo cenaban o algo más?

—Hombre, si besarse en la boca puede considerarse algo más, sí lo había, sí.

Se me cayó el mundo a los pies. Todos mis miedos se confirmaban. Daniela y Carlos estaban liados. Y aquel capullo, que rechazaba públicamente mis libros, pero que me quería llevar al huerto, fue el encargado de darme la estocada mortal. Seguro que disfrutó viendo cómo mis ojos se quedaban sin vida. Aun así, siguió con el jueguecito del toqueteo.

—¡Suéltame! —le espeté.

—No seas rancia. Podrías aliviar tus penas en el salón de mi casa. Te invito a la última copa.

—Ni de coña. Y que lo sepas, yo tampoco soporto…

En mitad de la frase, vi cómo un chaval aterrizaba en la pista de baile. El joven provenía exactamente del rincón donde estaba Cass. «¡Mierda, me olvidé de mi amiga!», pensé. Aparté de un empujón a mi colega el baboso y corrí a comprobar qué estaba pasando. Dos guardas de seguridad del local agarraban al Fiti por los brazos. Debían impedir que volviera a arremeter contra el chico que se estaba enrollando con su novia. Había sucedido lo que precisamente yo debía haber evitado. El bailaor pilló a mi amiga y hizo lo que hace un gilipollas, liarse a hostias. Yo, mucho más impactada por lo que acababa de decirme el escritor que por aquella pelea, frené en seco tan solo unos metros antes de llegar adonde estaban mis amigas. El local seguía oscuro, pero mi mente lo tuvo claro. Ya no pintaba nada allí. Que se apañaran ellos solitos. Tenía algo mucho más importante de lo que ocuparme y que no podía esperar. Quería recuperar a mi hija. A Carlos ya no. Él había dejado de importarme. Un hombre que es capaz de traicionarte con lo que más quieres no merece nada. Pero Daniela lo merecía todo de mí. Le abriría los ojos, le haría ver que, si ese hombre había sido capaz de engañarme con ella, el día de mañana podría hacerle lo mismo con otra. Pero para que mi hija volviera a confiar en mí debía hacer lo que me había pedido, «que vuelva Daniela Santos». Yo sabía lo que significaba aquello. Debía dejar de creer que todo se puede conseguir con una sonrisa y bajar de la nube de optimismo y felicidad en la que vivía cómodamente instalada. A mí me gustaba ser Estela, la afamada escritora que lo tiene todo. Pero sin ella, sin mi única hija, Estela no era nada, no tenía nada. Sentí el impulso de llamar a Lucía. Ahora sí quería sentarme en su diván para volver a Cuba, para recuperar la parte de mí que dejé en aquella isla. Eran las tres de la mañana, lástima. ¿Qué podía hacer? No podía esperar. Si dormía, corría el riesgo de dejarme el valor en la almohada. No lo haría. Por primera vez pensé que podían tener razón, que debía recuperar mi esencia. ¿Y cómo hacerlo sin ayuda de mi terapeuta? Pensé en algo por lo que empezar, hasta que saliera el sol y pudiera plantarme en su consulta. «¡Ya está! Recurriré a la mejor de las terapias. ¡Escribiré!». En el trayecto, sentada en el taxi, miles de ideas se fueron agolpando en mi mente. Debía plasmarlas cuanto antes, no dejarlas escapar. Ya en la calle, con los tacones en la mano, anduve hasta la puerta de mi casa, abrí el gran portalón y, de dos en dos, fui subiendo los escalones que me separaban de mi meta. Encendí la lámpara de mi mesa ovalada, descorrí las cortinas del mirador, puse en marcha el ordenador y llevé a cabo mi maquiavélico plan urdido en los últimos quince minutos. Doble clic en la carpeta «El cielo es para todos», un nuevo clic en «Seleccionar todo» y otro en «Eliminar». Para que aquello fuera realmente efectivo, no debía quedar nada. Mi mano temblorosa buscó el icono de la papelera, botón derecho del ratón y «Vaciar papelera permanentemente». Doscientas cuarenta y tres páginas fueron engullidas por la papelera en décimas de segundo. Ahora sí. Misma carpeta, nuevo título: Desmontando a Estela Cruz. Mi nuevo libro estaba en marcha.