CINCO
Cassandra consiguió que algo cambiara entre nosotras. La confesión sobre la bisexualidad de su novio y su no suicidio posterior habían roto para siempre la barrera de oro y diamantes que nos separaba. Aquella noche en su buhardilla, tras encontrarla semiinconsciente y borracha, compartimos esa parte de nosotras que siempre dejábamos bajo la almohada. Nuestra amiga estaba fuera de peligro, pero aún tendrían que transcurrir unas horas hasta que pudiera pasar un control de alcoholemia sin ser detenida. Alzó la botella de whisky y nos propuso un juego.
—Venga, seguro que vosotras también tenéis motivos para esconderos del mundo y pegar un buen lingotazo. ¿Quién empieza? —dijo mientras le pasaba la botella a Berta.
—Eeeh… Bueno… ¿De qué va esto?… ¿Secretos ocultos? —repuso Berta.
—Sí, eso mismo —afirmó Cass—. Venga, dejemos de fingir de una vez que nuestras vidas son perfectas.
—De acuerdo, supongo que no hay salida, ¿no?
—No —dijimos las tres al unísono.
—Vale, vale, voy. —Y tras pegar un buen trago soltó la perla gorda—: Tengo un amante. ¿Vale eso como secreto oculto?
—Vas de coña —le dije atónita.
Ninguna dábamos crédito. Precisamente Berta, que era de las cuatro la que tenía una vida más ordenada y tradicional. Con su maridito notario y sus dos niños de revista.
—¿Desde cuándo? —preguntó Paloma.
—Desde hace bastante.
—¿Cuánto es bastante? —insistió Paloma.
—Un año —dijo bajando la mirada.
—¡Eso no es bastante, eso es un huevo! —exclamó Cass.
—Prefiero no entrar en detalles. Lo tengo y punto. No estoy orgullosa, porque Lucas no se lo merece. Todo empezó como un juego…
—¿Quién es? —le pregunté curiosa. Berta no estaba dispuesta a decir más. Bebió otro trago de la botella y se la pasó a Paloma.
—Yo ya he cumplido, ahora te toca a ti —le dijo con voz temblorosa.
—¿Yo? Yo no tengo secretos para vosotras.
—Venga ya, a otro con ese cuento. Suéltalo de una vez —le cortó Cass convencida de que la presentadora callaba mucho.
—Después de Estela —contestó pasándome la botella.
Bebí y casi vomito de la arcada que me entró. El único alcohol que bebo sin mezclar con refrescos es algún que otro tequila, y para eso tengo que estar muy pedo. ¡Qué asco!
—No seas cobarde, Paloma, te toca a ti. —Y de nuevo le pasé el whisky.
Paloma nunca se salía del guion de su vida. No se la veía en fiestas, ni en cenas con el equipo, ni de vacaciones… Nada. De su casa a la tele y de la tele a su casa. Los paparazzi estaban cansados de perseguirla sin poder sacar nada mejor que sus entrenamientos con Cintia o la salida de algún restaurante después de una comida de trabajo o con nosotras. Si quedábamos de noche, solía ponernos alguna excusa, casi siempre relacionada con la elaboración de su lista de diez preguntas. Estaba claro que se las curraba, y mucho, pero tenía que haber algo más. Esa noche, nuestras sospechas se hicieron realidad.
—Bueno chicas, la verdad es que sí que hay algo —empezó diciendo mientras apretaba los labios para no romper a llorar—. Llevo meses intentando quedarme embarazada. Inseminaciones, fecundaciones in vitro, nada funciona. Los médicos dicen que mi cuerpo no presenta ninguna anomalía que me impida ser madre, así que supongo que el problema está en mi mente —dijo con la mirada clavada en el infinito. Y bebió durante unos segundos que se nos hicieron eternos—. Tu turno —añadió pasándome el whisky.
—¿Y el padre? —le pregunté.
—Ni idea. En cada ocasión eligen un donante diferente.
—Ah —respondí boquiabierta—. ¿Y cómo lo llevas?
—Más o menos. Creo que lo conseguiré.
—Seguro, toda lucha tiene su recompensa —le respondí convencida.
—Eso espero. Es tu turno —me contestó pasándome la botella.
¿Mi turno? ¡Qué fuerte! Si por lo menos Cass hubiera intentado suicidarse, aquello tendría un sentido. Me parecía demasiado soltar mi verdad así, sin más. Bebí primero, necesitaba tiempo. Las tres me observaban fijamente, sin duda mi confesión era la más esperada. Yo, la reina de la happy hour, tenía que sacarme las tripas allí mismo. ¿Qué les podía contar para saciar su sed? ¿Que había sido jinetera a los diecisiete años, o que Carlos me había abandonado con mi hija, a la que posiblemente se estaba tirando? Me decidí por la opción B. Lo de puta era demasiado, aunque ellas seguro que le quitarían importancia. Me dirían que lo entendían, que cualquiera en mi situación habría hecho lo mismo. Pero el tiempo pasaría y poco a poco se irían apartando. Yo sé de qué va esto. Por mucha fama y dinero que tuviera, no querrían de amiga a una profesional del sexo, aunque ya no ejerciera. Y yo no quería eso, porque empezaba a quererlas.
—¿Estás insinuando que Carlos y Daniela pueden estar liados? —soltó Berta tras mi confesión.
—Eso mismo.
—No me lo trago —dijo Cass.
—Entonces, ¿por qué viven juntos? —pregunté.
—Porque es su familia. Tú siempre nos has dicho que ella lo quiere como a un padre —me contestó Berta.
—Es lo que yo creía —dije mientras las lágrimas salían disparadas de mis ojos con vida propia.
—Lo siento Estela —me dijo Cass mientras me abrazaba.
Las demás se sumaron al abrazo y seguimos bebiendo hasta agotar la botella. Primero lloramos, luego reímos y, cuando amaneció, nos retiramos. Ya éramos amigas.
Y por fin llegó la gran noche. La top model Cassandra Prado iba a sentarse en la silla «eléctrica» de Paloma, de la que era amiga íntima, para confesarse. La audiencia estaba expectante. En las redes sociales pedían que no tuviera compasión. Ahora era cuando tenía que demostrar su profesionalidad y entrar a matar, como hacía con todos sus invitados. Ninguna conocíamos sus diez preguntas. Paloma se había pasado la semana encerrada en casa sin contestar nuestros mensajes. Le daba miedo que cualquier comentario nuestro pudiera influir en su objetividad. El Fiti no había estado calladito, sino todo lo contrario. Entró por teléfono en un par de programas diciendo que nosotras éramos las que habíamos provocado la infidelidad de Cassandra, como si la hubiéramos drogado o algo parecido. Paloma sabía la verdad, porque había estado allí, nosotras también, pero permanecimos calladas. ¿Sería capaz Paloma de preguntarle sobre el gran secreto que guardaba el Fiti? Y en caso de que lo hiciera, ¿diría Cass la verdad? Berta llegó con tiempo de sobra a mi casa. Queríamos tenerlo todo preparado cuando empezara el programa para no tener que levantarnos.
Estábamos de los nervios. Llamamos a Cass para desearle suerte y lo que nos dijo nos dejó más atacadas todavía.
—Suerte, Cass, estate tranquila que todo saldrá bien. Y no digas nada que no quieras decir, Paloma lo entenderá —le sugerí a la modelo.
—Diré lo que me pida el cuerpo. Desde la comunión que no me confieso, así que creo que ha llegado el momento —me contestó envalentonada como nunca.
—Ten cuidado, que ya sabes lo que pasa luego —le advertí.
—Me importa un pito lo que pase luego, lo que tengo que frenar es lo que está pasando ahora. Te dejo que entro en dos minutos —me soltó la tía.
—Berta está conmigo, te manda fuerza —dije rápido.
—Dale un beso y dile que de eso me sobra.
Vaya tela, nuestra amiga había puesto la directa. Llegó el japo a domicilio que habíamos pedido para cenar, subimos el volumen de la tele y nos preparamos para lo peor. Nosotras, que conocíamos bien a Paloma, la notamos diferente. Y no era para menos, nunca un programa fue tan duro para ella.
—Buenas noches. Esta semana el personaje que se sentará frente a mí es una muy buena amiga. Me habéis rogado desde las redes que sea objetiva, que no me deje nada en el tintero, y que demuestre con ella mis dotes de «descuartizadora». Que no tenga compasión, decís otros. Quiero que sepáis que os entiendo. Yo misma he dudado de si sería capaz de hacer bien mi trabajo, de conseguir extraer de ella la verdad. Solo vosotros podréis decir si lo he conseguido al terminar esta entrevista. Ahora, si os parece, vamos a recibir con un fuerte aplauso a nuestra invitada. Top model internacional, ha conquistado las pasarelas de medio mundo con una belleza sin aditivos y con su manera de moverse sobre ellas. Su último romance con Juan Martos, conocido como el Fiti, la convirtió en una de las mujeres más envidiadas del país. Un bailaor admirado e idolatrado por el público femenino que ahora la repudia llamándola fulana. El motivo: pillarla besándose con otro. Ella ha querido venir a contar su verdad, sus diez verdades. Con todos ustedes, Cassandra Prado.
Cass apareció en el plató vestida con un minivestido rojo sangre que a cualquiera menos a ella le habría hecho parecer una putona. Su piel blanquecina, su delgadez de líneas perfectas y su manera sinuosa de caminar conseguían que siempre se la viera perfecta. Porque ella era elegante sin querer, de manera innata. Con ese vestido, que a mí me habría llevado a forrarme en una noche en La Habana, ella podría subir a recoger un Oscar. Así de diferentes somos. Berta y yo nos miramos boquiabiertas.
—Va a muerte —le dije.
—Más bien a matar —me respondió Berta sin apartar la mirada del televisor.
Paloma se colocó debajo de su foco, miró a Cass y guardó uno de sus más que conocidos silencios. A pesar de las muchas veces que la había visto hacerlo, en aquella ocasión casi me da un parraque. Por fin desenfundó.
Primera pregunta: «¿Por qué aceptaste nuestra invitación?».
Primera respuesta: «Por rabia. Escuchar al Fiti criticándome ha sido uno de los golpes bajos más duros de mi vida, y mira que llevo unos cuantos. A lo mejor no soy yo la única fulana de esta historia».
¡Toma, toma y toma! La cosa empezaba fuerte. No parecía que nuestra amiga fuera a dejarse nada para los postres.
Segunda pregunta: «¿Estás arrepentida de lo que hiciste en aquella discoteca?».
Silencio sepulcral en plató. Paloma había dado en el clavo. Por mucho que el personaje tuviera claro a lo que iba, siempre había preguntas que no se esperaban. Esa era una de ellas. Cassandra se quedó sin palabras.
—¿Y? —insistió Paloma.
—Sí, tal vez sí. Debí dejarle antes de besarme con otro. Pero si alguien me mandó a los brazos de ese tío fue precisamente él. Estaba decepcionada, cabreada y con muchas ganas de sentirme deseada de verdad por un hombre.
A partir de ahí, el interrogatorio se desvió hacia los inicios de su relación, el carácter machista del Fiti y otros aspectos de su vida necesarios para llegar al clímax final, y para que Cass cogiera confianza. Se la veía cómoda y con ganas de sincerarse.
Novena pregunta: «¿Qué ocurrió para que le fueras infiel?».
Primera gran incógnita despejada. Paloma se había atrevido a invocar al diablo. Berta y yo nos cogimos de la mano y apretamos fuerte. ¿Diría ahora Cass la verdad? Vaya si lo dijo, con todas y cada una de las letras. La bomba nuclear me pilló con la copa de vino en la boca. Escupí sin poder evitarlo y salpiqué el mantel, mi camiseta y el jersey de Berta. Aun así, ninguna le dimos importancia y seguimos con la mirada fija en la tele.
Novena respuesta: «Sí, unos días antes le había pillado unas fotos con un brasileño. Le pedí que me lo explicara y me confesó que era bisexual. Al principio le creí, pero ahora estoy convencida de que en realidad es gay y que estar conmigo le venía muy bien para acallar rumores».
Se había atrevido, ya no había marcha atrás. Las fans del Fiti estarían tirándose de los pelos. Paloma consiguió que su cara reflejara sorpresa, como si acabara de enterarse de semejante bombazo.
Décima y última pregunta: «¿Sigues enamorada?».
De nuevo a Cass le costó arrancar. Meditaba sus respuestas, porque no quería defraudar a Paloma y a su audiencia, y porque se lo había tomado muy en serio. Cada palabra que pronunciaba estaba llena de ella, nada de medias verdades.
Décima respuesta: «Sí, pero ya no le deseo».
Y en ese momento, Cass rompió a llorar, y nosotras con ella. A pesar de las lágrimas, su tez seguía inmaculada, el carmín rojo de sus labios permanecía intacto, la sombra de ojos en su sitio… y su postura en aquella incómoda silla seguía siendo la de una top.
Al salir del programa, Paloma y Cass vinieron a casa. Le advertimos de lo que se le venía encima, pero ella seguía fuerte. Él se lo había buscado llamándola fulana en un programa de televisión y, de momento, se sentía feliz con su venganza.
—Si siempre hiciéramos lo que debemos y no lo que nos apetece, el mundo estaría lleno de cobardes, además de ser tremendamente aburrido, ¿no creéis, chicas?
Todas estábamos de acuerdo con esta afirmación, pero también conocíamos las consecuencias de saltarse las normas. La resaca de la libertad puede ser tan dura que, al final, llegas a la conclusión de que vivir a medias es la mejor manera de vivir, por mucho que nos pese. Cass todavía era joven, estaba en el mejor momento de su carrera y creía que tenía el power. Pero es precisamente cuando uno se cree imbatible cuando el enemigo encuentra atajos sorprendentes para derrocarte. Cass acabaría pagando su soberbia de aquella noche y las tres lo sabíamos. Contagiadas por el valor de nuestra amiga, levantamos nuestras copas para brindar por las «fulanas» del mundo que tienen los santos ovarios de contestar como se merecen a los hombres que las machacan.
En un momento de máxima euforia, sonó el teléfono de casa. Era raro que alguien a esas horas me llamara al fijo. Les mandé callar y contesté.
—¿Sí? ¿Quién es?
—Estela, ¿se puede saber dónde os habéis metido? Llevo horas intentando contactar con alguna de vosotras.
—Cintia, perdona, es que con la emoción de la noche ninguna estamos con el móvil en la mano. Ha sido fuerte, ¿verdad?
—¿Fuerte? ¿De qué me hablas? —preguntó.
—¿No me digas que no lo has visto? Teníamos que haberte avisado.
—¿Avisarme, de qué?
—Cass era el personaje de la semana en el programa de Paloma.
—¿Cómoooo? ¿Por qué?
—Bueno, es un poco largo de explicar.
—Vale, ¿ella está bien?
—Perfectamente —le dije mientras la observaba reír a carcajadas recordando algo con las chicas.
—Entonces mañana me lo contáis. Tenéis que estar a tope, ¡es la final! Lo recordabais, ¿verdad?
—Sí, sí, claro.
—Vale, os llamaba solo para concretar. A las nueve, las cuatro en mi casa.
—Vale, Cintia, gracias por llamar. Allí estaremos.
Cuando colgué, les conté que Cintia no había visto nada del programa, y no les extrañó. Vivía en su mundo de entrenamientos y boxeo, y el resto le daba igual. Le había mentido, ninguna nos habíamos acordado de la final de Complete Fitness. Los últimos acontecimientos nos tenían absorbidas. Mi separación de Carlos y el embarazo de mi hija ya no me parecían el fin del mundo. A mi alrededor, mis amigas vivían sus propios dramas y seguían sonriendo. Paloma deseando ser madre sin conseguirlo, Berta con un amante y sintiendo pena por su marido, y Cass con el gran marrón que ya conocía toda España y que se haría más grande a cada hora. Incluso llegué a sentirme afortunada, porque era libre para volver a empezar. Además, estaba convencida de que mi hija volvería a casa una vez que tuviera el bebé, para que la ayudara a criarlo. Y yo lo haría encantada. Nos despedimos rápidamente, teníamos que dormir algo si no queríamos quedar las últimas y cargar con la decepción de nuestra entrenadora. Eso no podía ocurrir. Llevábamos entrenando casi un año. La final consistía en hacer un recorrido de quince kilómetros en tiempo récord a través de la montaña. Primero corriendo, luego en bici y, para acabar, descenso de barranco. Iríamos en coche desde casa de Cintia al lugar de la competición, situado en la sierra de Madrid. Su ayudante nos llevaría las bicis y el resto del material necesario.
Tuve que tomar una pastilla para conciliar el sueño. El programa de Paloma y la posterior reunión en casa me habían excitado como para no pegar ojo en dos semanas. Me sorprendió lo rápido que me hizo efecto, normalmente pasaba al menos media hora dando vueltas en la cama. Despertarme me costó mucho más, además de que lo hice con unas ganas irrefrenables de vomitar. Algo del oriental que pedimos debía de estar en mal estado, porque no era normal lo que salía por mi boca. Recordé el vómito del día que salimos las cuatro, cuando pillé al Fiti con un tío en los baños. ¿Habría pillado algún virus estomacal? Lo último que me apetecía era esa final. Tener un cuerpo diez había dejado de ser para mí una prioridad, ahora estaba más concentrada en poner en forma mi mente, que andaba descarrilada y cuesta abajo. Sonó el móvil. Era Daniela, me llamaba para desearme suerte. Al despertarse, había escuchado en la radio que las cuatro participaríamos en la final. Disimulé mi malestar general y le dije que estaba en plena forma y que lo daría todo para ganar. Me pidió que la acompañara al ginecólogo esa semana y me puse loca de contenta. Un primer acercamiento que confirmaba mis sospechas de que volvería a casa con el niño entre sus brazos.
Una vez en la Sierra juntamos nuestras manos con las de Cintia para desearnos suerte. Lo daríamos todo, aunque nuestro estado físico no fuera el ideal después de brindar sin parar la noche anterior por el yo confieso de Cass. En la carrera a pie, quedamos las primeras de los tres grupos que habíamos llegado a la final. Pero en el tramo de bicicleta acusamos el cansancio. Las piernas de las chicas de Aravaca eran más resistentes, y solo contemplar sus gemelos ya te acobardaba. Cuando empezamos el descenso de barranco, íbamos segundas. Berta fue la primera en bajar, luego Paloma y Cass, y yo la última. Habíamos conseguido adelantar a nuestras rivales y, de repente, ocurrió algo inesperado que esfumó nuestro sueño de vencer. Me desmayé en plena caída quedando suspendida e inconsciente. Fueron solo unos segundos, pero cuando me recompuse las de Aravaca ya habían llegado a la meta. Ellas se llevaban el oro, nosotras la plata y las Sanse el bronce. Mis amigas y Cintia se mostraron muy preocupadas por mí. Me mojaron con agua la nuca y las muñecas, y me obligaron a beber. Yo me encontraba bien, no sabía qué me podía haber ocurrido. De vuelta a Madrid, Cintia se empeñó en acompañarme a la clínica privada donde tenía a mi médico de cabecera. Las demás también quisieron venir. Yo me dejé querer; desde que no tenía a Carlos para darme mimos, estaba falta de cariño. De camino, llamé a mi médico, me recibiría de inmediato. Pasé a la consulta mientras las cuatro esperaban fuera. Tardé mucho en salir. Lo que me dijo tras reconocerme me dejó en estado de shock. Al final, el médico me despachó muy amablemente, tenía pacientes esperando. Aparecí en la sala de espera con el semblante más blanco que sus paredes. No tenía claro si quería compartir lo que me sucedía con ellas o reservármelo para mí.
—Estela, ¿qué te ha dicho? —me preguntó Cass.
Vi en sus ojos un brillo especial. Ella, cuya vida estaba pasando por la centrifugadora, estaba más preocupada por mí que por todo lo que estaban diciendo los medios desde primera hora de la mañana. Eso me conmovió, pero no tanto como para abrirme en canal. Todavía dudaba sobre si había hecho bien en contarles lo de Carlos y Daniela. Me gustaba que me admiraran y que pensaran que mi vida era perfecta. Incluso estaba enganchada a aquella adoración. Ahora ya no era lo mismo, que te abandonen tu pareja y tu hija en el mismo momento no es como para sentir envidia. Y lo que acababa de comunicarme aquel médico terminaba de arreglar mi triste vida. Sentirían lástima de mí y me consolarían. Y nada me apetecía menos. Cuando compartes tus penas, tú mismo te colocas en la fila de los fracasados. Y cuando te cuelgan el cartel de infeliz, es muy difícil deshacerte de él. Desde que salí de Cuba, pasé a formar parte de la fila de los afortunados, y no entraba en mis planes cambiar de bando. Así que la respuesta me vino sola.
—Nada grave, chicas. Ha sido solo una reacción de mi cuerpo a tanto estrés. Siento que nos hayamos perdido la entrega de medallas por mi culpa.
—¿Qué dices? ¿Y quedarnos a ver cómo esas pijas marimachos nos restregaban el oro? Nos has hecho un favor —apuntó Paloma.
Todas intentaron quitarle hierro al asunto, incluso Cintia, a la que yo sabía que esos finales de fiesta le hacían mucha ilusión. Después de un año luchando para quedar entre las mejores, no poder disfrutarlo tenía que dolerle mucho. Consiguió que no se le notara. Al volver a su casa, cada una cogimos nuestro coche para ir en busca de la ansiada ducha y el descanso. Cogí mi Mercedes y lo descapoté para sentir el fresco en mi cara. Aún no había recorrido ni cien metros cuando di la vuelta. Tenía que hablar con Cintia. Un ataquito de estrés no era razón de peso para abandonar un podio. Sabía que eso le quitaría el sueño.
—Estela, ¿qué haces aquí? ¿Te has olvidado de algo?
—Sí, me he olvidado de decirte la verdad.
—¿La verdad de qué?
Y sin ni siquiera pasar dentro de su casa, allí mismo en el quicio de la puerta, se lo solté.
—Estoy embarazada. —Y tal cual lo dije me abracé a ella dispuesta a empaparle el hombro con mis lágrimas.
—Tranquila, pequeña, tranquila —me decía acariciándome la cabeza.
—Es lo último que esperaba en este momento —añadí como pude.
—Vaya tela, yo tampoco lo hubiera imaginado. Enhorabuena.
—No sé si es tan buena noticia, pero…, en fin…, gracias.
—¿Quieres pasar y lo hablamos?
—No, gracias. Todavía no me he hecho a la idea como para hablar de ello. Además, estoy agotada y necesito un baño. Solo he vuelto porque quería que tú lo supieras. Siento haberte fastidiado un día tan importante.
—No has fastidiado nada, tonta. Oye, si quieres cualquier cosa, aquí me tienes.
—Lo sé. —Y volví a abrazarla para despedirme.
Ahora ya me iba con la conciencia más tranquila, aunque mi mente daba más vueltas que un tiovivo. Conduje a casa por inercia, sin detenerme en mirar señales de tráfico o indicaciones. Qué curiosa es la vida. Carlos y yo habíamos intentado durante mucho tiempo tener un bebé sin conseguirlo. Mi gran frase tatuada de «lo que tú creas, así será» parecía valer para todo menos para concebir una vida en mi vientre. Con la premisa de vivir feliz y sonreír al mundo cada mañana, al final olvidamos nuestro sueño. Decidimos disfrutar de nuestro amor y de Daniela, a la que Carlos, salvo por la cuestión genética, consideraba su hija. Eso decía entonces. Llegué a casa, me preparé un baño de sales mágicas y me sumergí en el agua calentita. Qué gusto estar sola, pensé. Para poder mirarme de perfil en el espejo y tocarme la tripita sin miedo a ser descubierta. Todavía no se notaba nada, estaría de poco más de cuatro semanas. Ni siquiera me había dado tiempo a echar de menos la regla. Aun así, el tiempo jugaba en mi contra, y debía pensar cómo decírselo a las principales partes implicadas: Carlos y Daniela. Vueltas y más vueltas, sales y más sales. No había forma de que mi cabeza diera con la manera perfecta. ¿Y si Carlos estaba enrollado con aquella rubia del restaurante? O lo que era peor, ¿y si estaba enamorado de mi hija y ese bebé que esperaba Dani iba a ser para él como el que nunca tuvo conmigo? A ser padre postizo ya estaba acostumbrado. Igual se vería obligado a volver conmigo por pena, o pondría cara de «por qué justo ahora». Daniela me había dicho que él me quería muchísimo y que estaba sufriendo con esta separación, pero yo no tenía indicios de ello. Una llamada, un mensaje en el móvil, no sé, algo. Solo pensar que la noticia le viniera grande, o a deshora, hacía que se me paralizaran las piernas. De momento, mi «lentejita» era lo más querido del mundo. Si Carlos y Daniela rechazaban mi embarazo, todo iría peor. La nueva Estela estaba descubriendo que, por mucho que las cosas vayan mal, siempre puede surgir algo que te acabe de hundir en la miseria, así que debía estar alerta. Hacía tantos años que vivía instalada en el buenrollismo, que esto me quedaba grande. De repente, todo en mi vida sucedía a pares. «Al doble abandono se suma ahora un doble embarazo, y no sé qué tal le sentará a mi hija —me pregunté—. Desde pequeña sintiéndose siempre inferior a su famosa y aclamada madre, y ahora que por fin cobraba protagonismo con su embarazo, voy yo y aparezco con otro bombo». No daría crédito, tampoco yo, a que iba a ser madre de un bebé y hermana de otro al mismo tiempo. En un momento en el que tanto Carlos como mi hija me habían abandonado por mi práctica exacerbada del optimismo. Me miré las manos, tenía las yemas de los dedos tan arrugadas que me di cuenta de que era el momento de salir al mundo. Me habría quedado sumergida los nueve meses siguientes, hasta coger a mi bebé en brazos y llevárselo a ellos. Seguro que así lo aceptarían. Me puse el camisón y subí directa al mirador para continuar con mi último libro. Estaba inspirada. «Es más probable que te suceda algo extraordinario cuando no lo esperas, que cuando te pasas el día repitiendo en voz alta tu lista de deseos», escribí. Tenía unas ganas irrefrenables de cuestionar todo lo que había dado por cierto en mis tres libros anteriores. Seguí aporreando el teclado con fuerza: «Poner mala cara a la vida no te lleva al fracaso, sino a descubrir a esa parte de ti que esperaba más de ella» o «nunca un golpe de suerte duró toda una vida», fueron algunas de las ideas que plasmé esa mañana en mi nuevo libro. Estaba disfrutando de lo lindo rajándome a mí misma. Desmontando a Estela Cruz era lo más sincero que había hecho en mi vida. Estaba esperando un hijo, no imaginaba mejor regalo del cielo. Y lo había concebido realmente cabreada, triste y hastiada de todo. Si el mejor fruto llegaba de esta manera, también podía llegar un buen trabajo, un coche nuevo o una reconciliación amorosa. Mis libros no decían toda la verdad, y quería ofrecer a la gente la oportunidad de darle la vuelta y cuestionar la eficacia de mi propio método. «¿De verdad el único poder reside en uno mismo? ¿Eres solo tú quien puede hacer que tu vida sea fantástica?». Nueva respuesta de la nueva Estela: «No. Siempre habrá personas y circunstancias a tu alrededor que pueden acabar con tus ilusiones. Podrás levantarte y volver a intentarlo las veces que quieras, pero igual pasas así el resto de tu vida. Algunos lo intentan, otros fracasan y unos pocos lo consiguen». «¿Tener salud de hierro, amor y riqueza depende de tu actitud?». Nueva respuesta: «No. Una actitud optimista te mantiene dormido, sin fuerza para cambiar las cosas». De nuevo escribí durante horas, hasta caer rendida sobre mis notas. Entonces me levanté y lo dejé estar. Ya no pensaba someter a mi cuerpo a los excesos a los que le tenía acostumbrado. Nada de tabaco negro, ni alcohol, ni pastillas para dormir. Quería que todo fuera bien. Al día siguiente tenía sesión de regresión con Lucía. Me moría de ganas de contárselo. A ella sí, a mi mejor amiga que no sabía que lo era. De hecho, para mí era mucho más que una amiga, era la madre que tanto añoraba. Me acaricié la tripa y pensé en ella, en mi madre, la de verdad. La que dejé sin mirar atrás a los diecisiete años. Tenía ganas de llamarla, de contarle que iba a ser abuela. También quería contárselo a mi padre y a mi hermano. Las lágrimas volvieron a mis ojos. Ahora entendía mi facilidad de los últimos días para desmoronarme. Tenía las hormonas alteradas. Cogí el teléfono, era buena hora para llamar. Empecé a marcar el prefijo para hacer una llamada internacional, luego el de Cuba y, antes de marcar todos los números que me separaban de casa, colgué. Cómo iba a decirles la verdad así sin más, cuando llevaba mintiéndoles los últimos veintitrés años. Poniéndoles excusas para no traerlos a España y mandándoles buenas sumas de dinero para que no se cuestionaran nada. Con mi nacionalidad española podía haber ido a verles en cualquier momento, como una turista más. No podía llamar ahora como si nada para decirles que iban a ser abuelos. Ya lo eran de una mujercita de veinte años a la que ni conocían. Y que además también estaba embarazada. Hubiera seguido toda la noche mortificándome. Por suerte, el sueño me venció.
Me desperté diferente. Iba a ser madre, ¡guau! De momento ese día tenía una cita importante. Mi sesión de regresión con Lucía. Ella podría arrojar luz a mis dudas. Como siempre, tuve que esperar. La psicoanalista sin horario fijo, a la que no podía acudir nadie con una agenda apretada. Yo, por suerte, era dueña de mi tiempo. Una hora después entré y, en lugar de sentarme como siempre en el diván, me acerqué a ella y la abracé. Enseguida retrocedió sorprendida. No estaba acostumbrada a que nadie traspasara su espacio.
—Eh, eh, ¿qué pasa? ¿A qué viene tanto arrumaco?
—Lucía, voy a ser madre.
—¿Querrás decir abuela? Ya me lo dijiste.
—No, no, quiero decir madre. Estoy embarazada —dije orgullosa esbozando una gran sonrisa. Nada me hacía más feliz que pronunciar esa palabra. Em-ba-ra-za-da. Yo, que ya había dado por desahuciado a mi aparato reproductor.
—¿En serio? Ja, ja, ja. ¡Lo conseguiste! Bravo, Estela, bravo. —Y me abrazó como nunca antes lo había hecho.
Al final iba a resultar que ella también me quería, lo sabía. Algo me decía que un poco de cariño me iba cogiendo con el tiempo, aunque luchara contra sí misma para no mostrarlo. Aquí se descubrió.
—Sí, eso parece. Aunque tú bien sabes que ya no lo buscaba. Ha venido, sin más.
—Así es como vienen los grandes cambios de la vida, sin más. Me alegro mucho, en serio. Y ahora, ¿podemos empezar ya la regresión? Tengo una conferencia importante a mediodía y no me gustaría llegar tarde.
Hala, ya está, se acabó, eso era todo. La magia se había esfumado. Lucía volvía a ser Lucía, y yo volvía a ser su paciente. La que la quiere como es, y la que a partir de entonces esperaría con ansia que en algún otro momento bajara la guardia y volviera a parecer humana.
—Empecemos. Oye, y no será malo para el bebé, ¿verdad? —pregunté con miedo.
—Si fuera malo, no lo haríamos —respondió seca.
—De acuerdo, estoy preparada entonces —contesté animada.
De nuevo me indujo una relajación profunda y me acompañó en mi viaje a mi infancia en Cuba. Volvimos al punto donde lo habíamos dejado. A esa tarde en la que yo estaba sola en casa jugando con mi mamainé. Alguien me pone una mano en el hombro. Lucía, sabiendo que aquí ocurría algo que me hacía convulsionar, desvió mi atención hacia otro lado.
—Estela, no hagas caso de esa mano, sigue mirando tu muñeca, ¿cómo es?
—Muy bonita, de color. Y va vestida con un vestido azul turquesa sobre el que lleva un delantal de hilo.
—Muy bien, ¿recuerdas quién te la regaló?
—Mi abuela. Ella también está conmigo, ha venido a comprobar que estoy bien. Me pone la mano en el hombro y nos miramos. «Hola, abuela», le digo. Y ella me pide que le pase la muñeca para peinarla. «No la puedes llevar así», me dice, y coge un cepillo que hay sobre la mesilla. «Qué calor hace, mi niña…». Quiere sentarse en la cama, se la ve fatigada. Pero en lugar de sentarse, se desploma en el suelo. «Abuela, abuela», la llamo. Le sale espuma por la boca, sus pupilas dan vueltas. «¿Qué te pasa, abuelita?». No contesta. Corro a la calle a pedir auxilio. «¡Mi abuela! ¡Mi abuela! ¡Que alguien me ayude!». Un vecino me acompaña dentro de la casa y, al verla tendida en el suelo convulsionando, me pide que le muestre dónde está el teléfono. Llama a una ambulancia. La espera es eterna, ella aguanta. Es tan fuerte como las rocas del Malecón. Mi abuela, que había permanecido erguida a pesar de todos los palos de la vida, se había desmoronado por primera y última vez ante mis ojos. Los de su nieta del alma, a la que todas las noches susurraba al oído canciones de cuna. La única que lograba que mi corazón dejara de latir tan rápido. Llegó la ayuda, la colocaron en una camilla. El vecino y los hombres de blanco me dicen que espere en casa. «Cuando lleguen tus padres, les dices dónde está tu abuela y os venís a verla». Yo quería ir con ella, gritaba que me dejaran subir a la ambulancia, pero nadie me escucha. Le agarro la mano. «Abuelita, te vas a poner buena, te quiero, abuela, sé fuerte», le susurro al oído para que me oiga. «Enseguida vamos». Entonces ella me aprieta la mano, me ha escuchado, sigue luchando. Muere de camino al hospital, nos enteramos cuando llegamos mis padres y yo una hora más tarde. «No puede ser, no puede ser, ahora me moriré yo», le grito a mi madre fuera de mí. Ella me da una bofetada y yo corro escaleras abajo hasta llegar a la calle. Allí emprendo de nuevo mi huida, ya nada me ata a esa maldita isla. Quería correr hasta caer muerta y así estar de nuevo a su lado, en el cielo. Solo soy una niña y ya quiero morirme.
Poco a poco Lucía me devuelve a la realidad. Me pasa un pañuelo y me sorprende encontrar mi cara empapada en lágrimas. No recuerdo nada, pero tengo una sensación extraña, de mucha pena. Lucía me lo cuenta todo. No recordaba nada de aquello. ¿Cómo podía ser posible? Ella me lo explica.
—Cuando vivimos un episodio muy traumático en nuestra infancia, pueden ocurrir dos cosas. Que no puedas dejar de pensar en ello, o que tu mente lo borre por completo como defensa. La terapia de regresión trata lo segundo.
Le agradecí a Lucía que me ayudara a recordar, aunque supusiera sumar más preguntas a mi atribulada mente. Había crecido con la idea de que mi abuela había muerto de un ataque al corazón mientras trabajaba. ¿Por qué mi familia me lo había ocultado? ¿Quién más lo sabía? Lloré durante años por su ausencia y mi madre no quiso contarme que me había elegido para despedirse. No lo entendía. Menos mal que la tenía a ella, a Lucía, que dejó la libreta y la pluma sobre la mesa, y se dispuso a hacer aquello que me enganchaba a su diván. La psicoanalista se convertía en consejera.
—Estela, es el momento de volver.
—¿Ahora? ¿Otra regresión? Estoy agotada, Lucía, mejor mañana. Lo de hoy ha sido demasiado.
—No me has entendido, es el momento de coger un avión y volver a tu casa. Allí te esperan las respuestas que yo ya no puedo darte.
—¡¡¡¿¿¿Cómooo???!!!
—Sí, aquí ya hemos acabado.
—No me digas eso, Lucía, no creo que pueda vivir sin venir a verte.
—Lo siento, Estela, mi agenda me impide perder el tiempo con casos cerrados. Podemos tomar un café el día que quieras.
Lloré. Empezaba a estar cansada de ese eterno estado lacrimógeno. Me pasó pañuelos y se mantuvo fría. Me sequé las lágrimas, me levanté y me di media vuelta para irme. No podía articular palabra y cuando estaba a punto de cerrar la puerta y desaparecer, Lucía insistió.
—Lo del café iba en serio, cuando quieras —y añadió—: Buen viaje —dando por sentado que le haría caso.
La miré, asentí con la cabeza y me fui. Como siempre, Lucía tenía razón, había llegado la hora del cara a cara. Ya en la calle, me topé con una agencia de viajes. Era precipitado, lo sabía, pero si no lo hacía cabía la posibilidad de que pasaran otros veinte años planeando mi vuelta. Cuando me pongo cobarde, no hay quien me gane. Así que abrí la puerta y entré, guiada por la euforia de estar haciendo lo correcto… por fin. Cogí el catálogo de Cuba, miré las fotos de sus playas, leí los nombres de sus ciudades… y apenas pude disimular mi ansia cuando una empleada se dirigió a mí.
—Hola, ¿puedo ayudarla en algo? —me dijo mientras me indicaba que me sentara.
—Por supuesto, querría volar a Cuba, a La Habana concretamente. Y quiero hacerlo cuanto antes —le contesté entusiasmada como una niña.
—¿Un billete para La Habana entonces?
—No, dos, serán dos billetes.