CAPÍTULO DIEZ

HISTORIA DE UN CASO CLÍNICO

«Saltmarsh House» quedaba cerca de diez kilómetros de la costa, tierra adentro. Contaba con un buen servicio de trenes para Londres desde la ciudad de South Benham, a ocho kilómetros de distancia.

Giles y Gwenda fueron introducidos en una gran sala con los sillones enfundados en telas de cretona con profusión de adornos florales. Una anciana de agradable aspecto con los cabellos blancos, entró en la habitación, llevando en las manos un vaso de leche. Los saludó con un movimiento de cabeza y tomó asiento cerca de la chimenea. Su mirada se fijó en Gwenda, e inclinándose hacia ella le habló casi en un susurro:

¿Se trata de tu pobre pequeño, querida?

Gwenda la miró a su vez, desconcertada.
—No, no —respondió, no sabiendo qué decir.

—¡Ah! —La anciana dama movió la cabeza, sorbiendo un poco de leche de su vaso. Luego añadió, con toda naturalidad—: Las diez y media... Ésta es la hora. Siempre a las diez y media. Es curioso. —Bajó un poco más la voz, manifestando—: Detrás de la chimenea. Pero no digas que te informé yo.

En este momento, entró allí una empleada uniformada de blanco, rogando a Giles y a Gwenda que la siguieran.

Penetraron en el estudio del doctor Penrose, quien se puso en pie para saludarlos.

Sin poder evitarlo, Gwenda pensó que el doctor Penrose parecía estar algo loco. Daba la impresión de estarlo más, por ejemplo, que la anciana dama de la sala de espera... Ahora bien, con todos los psiquiatras, quizá, ocurría lo mismo.

—Recibí su carta y la del doctor Kennedy —declaró Penrose—. He estado estudiando el historial de su padre, señora Reed. Recordaba perfectamente su caso, pero quise refrescar la memoria a fin de estar en condiciones de responder a todas las preguntas que desee formularme. Tengo entendido que hace poco que fue impuesta de los hechos relativos a su padre...

Gwenda explicó que se había criado en Nueva Zelanda, con los familiares de su madre, y que lo único que había sabido sobre su padre era el fallecimiento en una clínica de Inglaterra.

El doctor Penrose asintió.

—Así fue. El caso de su padre, señora Reed, presentaba ciertos rasgos bastante peculiares.

—¿Quiere usted ser más explícito? —solicitó Giles.

—Su obsesión era muy fuerte. El comandante Halliday, claramente atormentado por sus nervios, mostrábase categórico al afirmar que había estrangulado a su segunda esposa en un arrebato de celos. Muchos de los detalles habituales en estos casos estaban ausentes en el de su padre, y no me importa decirle, señora Reed, con toda franqueza, que de no haber sido por la seguridad del doctor Kennedy en cuanto a que la señora Halliday continuaba con vida, yo me habría inclinado en aquellos días por tomar la declaración de su padre exactamente, dándola por válida.

—¿Tuvo usted la impresión de que él, realmente, la había matado? —inquirió Giles.

—He dicho «por aquellos días». Más tarde, tuve motivos para revisar mi opinión, ya que me familiaricé más con el cuadro mental y el carácter del comandante Halliday. Su padre, señora Reed, no era concretamente un tipo paranoico. No tenía impulsos violentos, ni se sentía perseguido. Era un hombre de suaves modales, amable, equilibrado. No era lo que la gente en general llama un loco, ni resultaba peligroso para los demás. Mostraba, en cambio, esa fija obsesión acerca de la muerte de su esposa; y para explicar tal manía estoy convencido de que hubiéramos tenido que retroceder muchos años atrás en el tiempo... para ir a alguna experiencia infantil. Procedimos así al fin, aunque he de reconocer que los métodos de análisis no nos dieron la deseada pista. Cuesta mucho trabajo vencer la resistencia de un paciente ante los análisis. A veces, esto se lleva varios años. En el caso de su padre, nos faltó tiempo.

El doctor hizo una pausa, y levantando de pronto la cabeza, declaró:

—Yo presumo que el comandante Halliday se suicidó.

—¡Oh, no! —gimió Gwenda.

—Lo siento, señora Reed. Creí que usted lo sabía. Quizá tenga razón al asignarnos parte de la culpa de lo ocurrido. Admito que con una vigilancia adecuada hubiera podido evitarse el hecho. Pero, francamente, nunca juzgué al comandante Halliday un presunto suicida. No mostraba una tendencia a la melancolía, no le veía caviloso, ni desesperado. Se quejaba de insomnio y mi colega le prescribió unas tabletas para que pudiera dormir. Fingió tomarlas cuando en realidad se las guardó para, más tarde, de una vez...

Penrose extendió ambas manos, expresivamente.

—¿Sentíase terriblemente desgraciado?

—Yo diría que lo que le atormentaba era la idea de su culpabilidad. Deseaba verse castigado. Había insistido al principio de todo en llamar a la Policía. Habiéndole asegurado insistentemente que no había cometido ningún crimen, negóse a dejarse convencer. Se le habló una y otra vez de eso, viéndose obligado a admitir que no recordaba realmente haber llevado a cabo aquella acción —El doctor Penrose tocó los papeles que tenía delante—. Su relato sobre los acontecimientos de la noche en cuestión no presentó alteraciones, fue siempre el mismo. Contó que había entrado en la casa cuando acababa de oscurecer. No había servidores en la vivienda. Penetró en el comedor, como era su costumbre, para tomar una copa. Luego, utilizó la puerta de comunicación con el salón. Tras esto ya no recordó nada, nada en absoluto, hasta el momento de encontrarse en su dormitorio, contemplando el cadáver de su esposa, que había sido estrangulada. Sabía que esto era obra suya...

Giles interrumpió a Penrose:

—Perdone, doctor, pero, ¿por qué lo sabía?

—No abrigaba ninguna duda. Durante meses había estado concibiendo absurdas y melodramáticas sospechas. Él me dijo, por ejemplo, estar convencido de que su esposa habíale administrado algunas drogas. El comandante Halliday había vivido en la India. En las salas de justicia de ese país os relativamente frecuente el caso de la esposa que envenena al marido valiéndose de plantas como el estramonio. Había sufrido a menudo alucinaciones en las que se producían confusiones de tiempo y lugar. Negó enérgicamente que creyera a su esposa infiel, pero pienso que ésta fue la causa generadora.

«Parece ser que lo que ocurrió verdaderamente fue que entró en el salón, leyendo la nota en que su esposa le anunciaba que lo dejaba, y que su forma de eludir este hecho era preferible «matarla». De ahí la alucinación.

—¿Quiere usted decir que él la amaba mucho? —preguntó Gwenda.

—Evidentemente, señora Reed.

—¿Y él no reconoció nunca... que era una alucinación?

—Tuvo que reconocer que debía serlo... Pero interiormente su creencia permaneció inalterable. La obsesión era demasiado fuerte para ceder ante la razón. Si nosotros hubiéramos podido dar con el oculto complejo de la infancia...

Gwenda se apresuró a interrumpir al doctor Penrose. No le interesaba lo más mínimo el tema de los complejos infantiles.

—Pero usted está completamente seguro, ha dicho, de que él no hizo aquello...

—¡Oh! Si es esa cuestión lo que la preocupa, señora Reed, puede tranquilizarse. Kelvin Halliday, por muy celoso que se sintiera, no era un criminal.

El doctor tosió brevemente, mostrando a Gwenda una pequeña libreta de negras tapas y aspecto corriente.

—Usted, señora Reed, es la persona más indicada para conservar esto. Contiene anotaciones hechas por su padre durante el tiempo que estuvo aquí. Al entregar sus efectos personales a sus albaceas, una firma de abogados, el doctor Macguire, por entonces superintendente de la clínica, retuvo esto como parte del historial médico. El caso de su padre ya quedó recogido en el libro de mi colega, bajo sus iniciales tan sólo, naturalmente: «Señor...». Si desea conservar este Diario...

Gwenda extendió ansiosamente una mano.

—Muchas gracias —dijo—. Para mí tiene un gran interés.