—Es... es ella, sí, Gwenda.
Uno de los agentes hizo una llamada telefónica. Poco más tarde, hacía acto de presencia en la casa el forense, un hombre de corta talla, muy activo.
Y fue entonces también cuando la señora Cocker, la calmosa e imperturbable señora Cocker, salió al jardín... pero no impulsada, como hubiera sido de esperar, por una mala curiosidad, sino con el único fin de coger unas cuantas hierbas de las que solía utilizar en la cocina, éstas de ahora destinadas a la comida del mediodía. Y la señora Cocker, cuya reacción ante la noticia del crimen, el día precedente, habíase traducido en un gesto de enérgica censura y en una preocupación por el efecto que podía causar eso en la salud de Gwenda (pues la señora Cocker estaba convencida de que el cuarto de los niños no tardaría en estar ocupado, en cuanto transcurriera el número de meses normal), tropezó sin querer con el terrible descubrimiento, lo cual la afectó hasta el extremo de alarmar extraordinariamente a la joven.
—Es horrible, señora. Nunca he podido soportar la visión de unos huesos humanos... Y están aquí, en el jardín, junto a la menta, a la manzanilla, a las otras plantas. El corazón me late muy de prisa... Siento unas palpitaciones que... Si yo me atreviera, señora, le pediría un poco de coñac.
Asustada por los aspavientos de la señora Cocker, por el tono ceniciento de su rostro, Gwenda se había apresurado a salir en busca de un poco de licor.
Acercó la copa a los labios de la señora Cocker, para que ésta lo sorbiera.
Y la señora Cocker dijo:
—Esto es precisamente lo que necesitaba, señora...
De repente, su voz se quebró. Ahora, su aspecto fue tan alarmante que Gwenda dio un grito llamando a Giles, quien, a su vez, requirió el auxilio del forense de la Policía.
—Por suerte, me encontraba yo aquí —dijo el hombre después—. Sin los auxilios inmediatos de un médico, esta mujer habría fallecido.
El inspector Primer se llevó la botella de coñac, hablando de su contenido en voz baja con el forense. Seguidamente, el policía preguntó a Gwenda cuándo se había servido ella, o Giles, una copa de aquel licor.
La joven contestó que habían pasado unos días sin acordarse de él. Habíanse ausentado, habían estado en el Norte. Las últimas veces que se acercaran al mueble-bar había sido para beberse unas copas de ginebra.
—Pero ayer —explicó Gwenda— estuve a punto de servirme un poco de coñac. Ahora bien, como no me gusta, Giles decidió abrir una botella de whisky.
—Tuvo usted suerte, señora Reed. Si llega a probar el coñac, dudo de que hoy estuviera con vida.
—Giles sintió la misma tentación..., pero al final optó por servirse también whisky.
Gwenda no pudo evitar un estremecimiento.
Se encontraba ahora sola en la casa. La Policía se había marchado. Giles había acompañado a los agentes tras una improvisada comida a base de conservas (puesto que la señora Cocker había sido llevada al hospital). Pensando en los acontecimientos de la mañana, la joven los veía a veces como algo irreal, como las imágenes de un fantástico sueño.
Una cosa se destacaba con claridad en su mente: la presencia en la casa el día anterior de Jackie Afflick y Walter Fane. Cualquiera de ellos había podido verter una sustancia venenosa en la botella de coñac. ¿Cuál había sido el fin de las inexplicables llamadas telefónicas? Ahora lo comprendía: depararles la oportunidad de envenenar el licor. Gwenda y Giles se habían aproximado demasiado a la verdad. Podía ser también que hubiera una tercera persona que entrara en la casa por la abierta ventana del comedor, mientras los dos estaban en casa del doctor Kennedy, aguardando la llegada de Lily Kimble... Esa tercera persona habría hecho las llamadas telefónicas, quizá, para que las sospechas recayeran en los dos hombres.
Tal suposición, se dijo Gwenda, carecía de sentido. Una tercera persona habría telefoneado a uno de los dos hombres solamente. Esa tercera persona hubiera querido un sospechoso, no dos. Por otro lado, ¿quién podía ser? Erskine, sin lugar a dudas, no había salido de Northumberland. Cabía la posibilidad de que Walter Fane telefoneara a Afflick, pretendiendo luego haber sido él quien recibiera la llamada. O a la inversa... En uno de los dos recaía todo. La Policía, dotada de más recursos que ellos, con más experiencia que ella y su marido, identificaría al culpable. Y entretanto, los dos hombres serían vigilados. No estarían en condiciones... de intentar de nuevo algo censurable.
Gwenda tornó a estremecerse.
Costaba trabajo habituarse a la idea de que alguien había tratado de matarle a una. «Esto es peligroso», había dicho miss Marple al principio de todo. Pero ella y Giles no habían participado realmente de esa creencia. Ni siquiera después de haber sido asesinada Lily Kimble, habíasele pasado por la cabeza el pensamiento de que hubiese alguien que abrigaba el propósito de matarla, con Giles. Y todo porque los dos se habían acercado demasiado a la verdad de lo sucedido dieciocho años atrás. Todo porque estaban descubriendo lo que había pasado entonces... y la identidad del causante del hecho...
Walter Fane y Jackie Afflick...
—¿Cuál de los dos? —murmuró la joven.
Gwenda cerró los ojos, viéndolos con los ojos de la imaginación a la luz de lo último que había conocido.
El tranquilo Walter Fane estaba sentado en su despacho... Era como la araña, plantada en el centro de su tela. Sereno, de aspecto inofensivo. Una casa con las cortinas de sus ventanas corridas. Una casa con un cadáver dentro. Un cadáver que databa de dieciocho años atrás..., pero que continuaba allí. ¡Qué siniestro le parecía el tranquilo Walter Fane ahora! Walter Fane, quien de niño se había lanzado con un impulso asesino sobre su hermano. Walter Fane, con quien no había querido casarse Helen, una vez allí, en su patria, y otra en la India. Habíale rechazado en dos ocasiones. Una doble vergüenza. Walter Fane, tan sereno, tan carente de emociones, que solamente se revelaba como era, quizás, en los momentos de auténtico arrebato...
Gwenda abrió los ojos. Acababa de convencerse a sí misma de que Walter Fane era el hombre buscado...
Pero debía detenerse a considerar a Afflick. Con los ojos abiertos...
Un traje a cuadros chillón, unas maneras de individuo dominante —un tipo precisamente opuesto a Walter Fane—, un hombre nada reprimido, ni tranquilo. Éste era Afflick. Pero probablemente había adoptado aquella pose a causa de un complejo de inferioridad. Cuando una persona no está segura de sí misma, tiene que alardear de algo, ha de afirmarse, ha de mostrarse altanera, despótica, imperiosa. Así lo aseguran los psiquiatras. Helen lo había rechazado porque no era de su categoría... La herida habíase ido enconando. Él había decidido ser algo en la vida. Sintióse perseguido. Todos le atacaban. Había perdido su empleo a causa de una falsa acusación, hecha por uno de sus «enemigos». Seguramente, eso permitía ver que Afflick no era un sujeto normal. Y del acto de matar, un nombre como él, podía extraer una sensación de poder. Aquella faz jovial tenía mucho de cruel en realidad. Era un hombre cruel. Su delgada y pálida esposa lo sabía, por cuya razón le temía. Lily Kimble habíale amenazado y Lily Kimble había muerto. Gwenda y Giles habían tenido intervención en el caso, por lo cual Gwenda y Giles debían morir también. Y ya se las arreglaría él para comprometer a Walter Fane, quien le dejara en la calle años atrás. Las piezas de este puzzle encajaban perfectamente.
Gwenda hizo un esfuerzo para dejar a un lado estas reflexiones. Había de volver a la realidad. Giles pediría su té nada más volver a casa. Tenía que fregar la vajilla utilizada para la comida...
Gwenda se enfundó ambas manos e inició su trabajo. ¿Por qué no seguir cuidándoselas, como había hecho siempre?
Una vez limpias las piezas, fue colocándolas en la platera. A continuación, procedió a ordenar los restantes utensilios.
Luego, todavía absorta en sus pensamientos, subió a la otra planta. Se dijo que debía lavarse unas medias y un par de ligeras blusas, por lo cual decidió no quitarse los guantes.
Pensaba en estas cosas primordialmente, pero por debajo de ellas algo la estaba importunando...
Walter Fane o Jackie Afflick, se había dicho. Uno de los dos. Había dado con argumentos en contra de cada uno. Quizá fuera esto lo que la preocupaba. Porque, en rigor, era mucho más convincente destacar a uno. Tenía que estar segura. Y Gwenda vacilaba...
De existir otra persona... Pero no podía haber nadie más. Porque Richard Erskine había sido eliminado. Richard Erskine encontrábase en Northumberland cuando Lily Kimble fuera asesinada, cuando el coñac había sido envenenado. Desde luego, había que prescindir de Richard Erskine.
La alegraba esta circunstancia porque Richard Erskine había sido desde el principio de su agrado. Richard Erskine era atractivo, muy atractivo. Era una pena que estuviera casado con una mujer... megalítica, de ojos recelosos, de voz de bajo...
Una voz de bajo, una voz hombruna...
La idea cruzó por su cabeza dejando en ella una secuela de ansiedad.
Una voz hombruna... ¿Habría sido la señora Erskine, y no Richard, quien contestara a las preguntas de Giles, por teléfono, la noche anterior?
No, no... Seguramente, no. Desde luego que no. Giles se habría dado cuenta de eso. Y ella también. Además, la señora Erskine podía no haber tenido la menor idea sobre la identidad del que llamaba. Desde luego, era Erskine quien había hablado. Y su esposa, como él dijera, se hallaba ausente.
Su esposa se había ausentado...
Tal vez... No. Esto era imposible... ¿Habría sido todo obra de la señora Erskine? La señora Erskine podía haber sufrido un arrebato de locura, a causa de los celos. ¿Era en realidad una mujer la persona que Layonee viera en el jardín aquella noche, al asomarse por la ventana?
Oyó de repente un golpe abajo, en el vestíbulo. Alguien acababa de entrar en la casa por la puerta principal.
Gwenda salió del cuarto de baño, dirigiéndose a la escalera para mirar... Sintióse aliviada al ver que se trataba del doctor Kennedy.
—Estoy aquí —dijo.
Gwenda fijó los ojos ahora en sus enguantadas manos, húmedas, brillantes, de un fuerte tono rosado... Y éstas le recordaron algo...
Kennedy levantó la vista, protegiéndose los ojos con una mano.
—¿Eres tú, Gwennie? No puedo verte la cara... Mis ojos están deslumbrados...
Entonces, ella profirió un grito...
Estaba contemplando unas garras de mono, había oído aquella voz en el vestíbulo...
—Fue usted —manifestó con voz entrecortada—. Usted la mató... mató a Helen... Ahora lo comprendo todo. Fue usted... Usted, sí...
Él subió unos escalones, en dirección a la joven. Lentamente. Sin apartar la vista de Gwenda.
—¿Por qué no me dejaste en paz? —inquirió—. ¿Por qué tuviste que remover esto? ¿Por qué provocaste su... vuelta? Precisamente cuando yo había comenzado a olvidar... a olvidar. Hiciste que volviera a mi memoria Helen... mi Helen. Lograste resucitarlo todo nuevamente. Me vi obligado a matar a Lily... Y ahora tendré que matarte a ti. Como maté a Helen... Sí, cómo maté a Helen...
Estaba cerca de ella ahora... Había extendido los brazos. Buscaba su garganta. Gwenda lo sabía. Había una expresión naturalmente burlona en aquella cara, de rasgos correctos, de hombre entrado en años... Su rostro era el de siempre, pero los ojos... los ojos eran los de un demente...
Gwenda fue retirándose ante él poco a poco. Un grito parecía haberse helado en su garganta. Había gritado una vez, pero ahora ya no podía... Y si no gritaba nadie podría acudir en su auxilio.
Además, no había nadie en la casa... Allí no estaba Giles, ni la señora Cocker, ni siquiera miss Marple, que hubiera podido andar por el jardín. Nadie... Y si conseguía gritar era imposible que la oyeran desde la casa vecina, porque la misma quedaba a bastante distancia. Se había quedado muda, realmente. Estaba demasiado asustada para poder proferir una voz. Aquellas horribles manos que se le aproximaban implacablemente la aterrorizaban...
Gwenda había estado retrocediendo. Finalmente, su espalda quedó apoyada en la puerta del cuarto de los niños... Las horribles manos de su atacante no tardarían en ceñirse a su garganta...
Un ahogado gemido se escapó de entre sus labios.
Y luego, de pronto, el doctor Kennedy se detuvo, retrocediendo. Un chorro potente de agua jabonosa se estrelló contra sus ojos. Lanzó una exclamación y, angustiado, se llevó las manos a la cara.
—Ha sido una suerte que yo me encontrase en estos instantes desinfectando tus rosas, querida Gwenda, para acabar con el pulgón, que no las deja crecer.
Era miss Marple quien
acababa de hablar así. Su voz sonó jadeante, pues había subido
hasta la planta superior casi a la carrera...