CAPÍTULO UNO

UNA CASA

Gwenda Reed se detuvo, un tanto temblorosa, cuando avanzaba por el embarcadero.

Los tinglados portuarios y las restantes construcciones de aquel lugar, todo cuanto abarcaba su vista, oscilaba levemente, ascendía y descendía de una manera imperceptible...

Y fue en tal momento cuando ella tomó su decisión, una decisión que le haría vivir más tarde momentos memorables.

Para trasladarse a Londres no utilizaría aquel tren que enlazaba con un barco, que era lo que había planeado al principio.

A fin de cuentas, ¿por qué había de proceder de otro modo? Nadie la esperaba, nadie la estaba esperando. Acababa de abandonar aquel crujiente buque en que pasara tres días, muy movidos, cruzando la bahía y subiendo hasta Plymouth, y lo último que deseaba era meterse en un vagón de ferrocarril, lento, agobiante, tan incómodo como el barco. Buscaría un hotel, un hotel bien firme, erguido sobre la sólida tierra. Y se metería entre las ropas de un lecho que no crujiera, que no se moviera lo más mínimo. Así se quedaría dormida, y a la mañana siguiente... ¡Oh, sí! ¡Qué magnífica idea! Alquilaría un coche, sin prisas, efectuaría un desplazamiento por el sur de Inglaterra, en busca de una casa, una bonita casa, la que ella y Giles habían proyectado encontrar. En efecto, la idea no podía ser mejor.

De esta forma, podría ver algo de Inglaterra, de aquella Inglaterra de que Giles le hablara, que Gwenda no había visto nunca, aunque al referirse a ella hiciera lo que la mayoría de los naturales de Nueva Zelanda: llamarla su «patria». De momento, Inglaterra no se presentaba a sus ojos particularmente atractiva. Aquél era un día gris, la lluvia era inminente, y soplaba un viento desagradable. Plymouth, pensó Gwenda, mientras avanzaba lentamente la cola formada frente a las oficinas de «Pasaportes y Aduanas», no debía ser lo mejor del país.

A la mañana siguiente, sin embargo, sus impresiones eran radicalmente distintas. Brillaba el sol. Desde la ventana de su habitación disfrutaba de una vista excelente. Y el mundo de los alrededores había dejado de oscilar, de cabecear. Habíase inmovilizado. Aquello era ya Inglaterra, por fin. Y allí estaba ella, Gwenda Reed, una mujer de veintiún años, casada. La fecha del regreso de Giles a Inglaterra era incierta. Tal vez la siguiera en un plazo de varias semanas. Quizá tardara hasta seis meses. Él le había sugerido que le precediera, dedicándose mientras tanto a buscar una casa que reuniera determinadas condiciones. A los dos les seducía la idea de poseer un hogar fijo. El trabajo de Giles les exigiría algunos desplazamientos periódicos. En ocasiones, Gwenda viajaría también, pero no siempre sería esto lo más aconsejable. Con todo, les agradaba enormemente pensar que dispondrían de un hogar, de un lugar exclusivamente suyo. Recientemente, Giles había heredado de una tía suya algunos muebles. En su proyecto, pues, había tanto de sentimental como de práctico.

Puesto que tanto Gwenda como Giles se hallaban razonablemente acomodados desde el punto de vista económico, su plan no ofrecía serias dificultades.

Gwenda se había negado al principio a buscar la casa por sí sola. «Es una tarea que debemos acometer juntos», objetó. Pero Giles repuso, riendo: «La verdad es que yo no entiendo mucho de casas. Lo que a ti te guste me gustará a mí. Un pequeño jardín, desde luego, una construcción que no vaya a ser unos de esos horrores modernos que se ven por ahí..., no demasiado grande, además. Como emplazamiento, me agrada la costa del Sur. De todas maneras, no muy metida tierra adentro.»

Gwenda preguntó a Giles si había pensado en una población concreta. Él respondió negativamente. Se había quedado huérfano muy joven (los dos habían vivido idéntica experiencia en tal aspecto), yendo a parar a diversas casas de parientes durante las vacaciones, no existiendo ninguna que supusiera un particular recuerdo. Aquélla había de ser la vivienda de Gwenda... En cuanto a lo de esperarle para elegir juntos su futuro hogar, ¿qué pasaría si se veía retenido seis meses? ¿Qué haría Gwenda a lo largo de ese tiempo? ¿Ir de hotel en hotel? Nada de esto. Ella buscaría una casa y se acomodaría en la misma.

«Lo que tú quieres en realidad declaró Gwendaes que me haga cargo de todo el trabajo.»

Sin embargo, le complacía la idea de encontrar aquel hogar, de arreglarlo a su gusto, de instalarse en él, esperando la llegada de Giles.

Llevaban tres meses casados. Amaba mucho a su marido.

Después de haber desayunado en la cama, Gwenda se levantó, estudiando su plan de acción. Pasó un día entero viendo Plymouth, ciudad que le agradó. Al siguiente, alquiló un cómodo «Daimler» con chófer, iniciando su recorrido por Inglaterra.

Hacía buen tiempo, disfrutando mucho con su desplazamiento. Vio algunas posibles residencias en Devonshire, pero ninguna en definitiva encajaba en sus deseos. No tenía prisa. Continuaría buscando. Frente a los anuncios de los agentes de la propiedad inmobiliaria, aprendió a leer entre líneas y a prescindir de descripciones entusiastas, con lo cual se ahorró algunas gestiones que no la hubieran llevado a ninguna parte de todos modos.

Un martes por la tarde, seis días después de su llegada allí, cuando el coche descendía por una carretera algo elevada para adentrarse en Dillmouth, en las cercanías de esta todavía encantadora playa veraniega, Gwenda vio el clásico rótulo de «Se vende» a un lado del camino, divisando fugazmente entre los árboles una pequeña y blanca villa de estilo victoriano.

Inmediatamente, Gwenda se sintió atraída por ella. Fue casi como si hubiera reconocido «su» casa. Estaba segura de eso. Imaginóse el jardín, las alargadas ventanas... Se hallaba convencida de haber dado con lo que necesitaba.

Estaba ya muy avanzado el día, así que decidió encaminarse al «Royal Clarence Hotel». A la mañana siguiente, utilizando las señas de los agentes que viera en el rótulo, se apresuró a visitarlos.

Más tarde, en posesión de un permiso para ver la propiedad, se encontró dentro de un largo salón de corte antiguo que daba a una terraza pavimentada con grandes losas, desde la cual se descubría una extensión de césped con rocalla y florecientes arbustos. Por entre los árboles que había hacia el fondo del jardín veíase el mar.

«Ésta es mi casa —pensó Gwenda—. Éste es mi hogar. Lo veo ya, como si conociera en todos sus detalles la vivienda.»

Abrióse la puerta, entrando en la estancia una mujer de elevada estatura y gesto melancólico, que husmeaba como si tuviera un catarro nasal.

—¿La señora Hengrave? Los agentes de la firma «Galbraith & Penderley» me han dado una autorización para ver la casa. Desde luego, es muy temprano todavía, pero...

La señora Hengrave se sonó la nariz, replicando con una mueca de tristeza que era igual. Empezaron a recorrer la vivienda.

Sí. Ésta no resultaba muy grande. Se había quedado anticuada, pero ella y Giles podían dotarla de otro cuarto de baño, o de dos más. La cocina tendría que ser modernizada. Había detalles aprovechables. Con un nuevo fregadero y el equipo al día...

Distraídamente, mientras pensaba en sus planes, Gwenda oyó la voz de su acompañante, refiriéndole las circunstancias que rodearan la última enfermedad del difunto comandante Hengrave.

Mecánicamente, Gwenda pronunció unas palabras convencionales de condolencia, de simpatía y comprensión. Todos los familiares de la señora Hengrave vivían en Kent... A ella le hubiera gustado vivir cerca de ellos, pero al comandante le agradaba mucho Dillmouth, había sido durante numerosos años secretario del Club de Golf...

—Sí... Claro... Sería terrible para usted... Es muy natural... En efecto, cuando en una casa hay un enfermo... Desde luego... Debió usted de pasar lo suyo...

Mientras tanto, Gwenda pensaba en lo que a ella le interesaba verdaderamente: «Éste debe ser el armario para la ropa blanca... Una habitación doble, desde la que se ve el mar... A Giles le gustará. Esta pequeña habitación ha de ser de gran utilidad... El cuarto de baño... Espero que la bañera esté encajada en caoba... ¡Pues sí! Magnífico! Y en el centro del pavimento... No efectuaré aquí el menor cambio... Se trata de un mueble de época.»

¡Qué bañera tan enorme!

Podía ser decorada con frutas, veleros, gansos. Cualquiera era capaz de imaginarse allí que estaba en el mar... «Ya sé lo que voy a hacer: convertir la oscura habitación posterior en un par de cuartos de baño con azulejos verdes y tubería cromada... Las conducciones podrán ir por encima de la cocina. Y éste lo reservaremos tal como está...»

—Una pleuresía —gimió la señora Hengrave—, que al tercer día de enfermedad se convirtió en pulmonía doble...

—Terrible —comentó Gwenda—. ¿No hay otro dormitorio al final de este pasillo?

Lo había, y era precisamente la clase de estancia que ella imaginara, casi redonda, con una ventana en saledizo, en forma de arco. Habría que introducir modificaciones, no obstante. Se hallaba en buen estado, pero, ¿por qué había gente como la señora Hengrave, tan aficionada a los empapelados de color mostaza?

Volvieron sobre sus pasos, a lo largo del pasillo. Gwenda murmuró, reflexiva:

—Seis... no... siete dormitorios, contando el pequeño y el ático...

Las tablas del pavimento crujían levemente bajo sus pies. Tenía ya la impresión de ser ella quien vivía ahora allí, y no la señora Hengrave. La señora Hengrave era una intrusa, una mujer que gustaba de cubrir las paredes de las habitaciones con papel de color mostaza, que había hecho poner un zócalo pintado en su salón. Gwenda echó un vistazo a la hoja mecanografiada que llevaba en la mano, en la que se reseñaban las características de la propiedad y su precio.

En el curso de unos días, Gwenda se había familiarizado con los valores de los inmuebles. La suma pedida no era muy elevada. Desde luego, la casa tendría que sufrir enormes reformas, pero aún así... Anotó mentalmente las palabras «Se estudiarían otras ofertas.» A todo esto, la señora Hengrave debía de tener mucho interés en volver a Kent para vivir cerca de los suyos...

Habían empezado a bajar por la escalera cuando, de repente, Gwenda se sintió estremecida por una oleada de irracional terror. Fue la suya una sensación enfermiza, que desapareció con la misma rapidez con que se presentara. No obstante, dejó en su ser como una secuela una nueva idea.

—Supongo, señora Hengrave —dijo Gwenda—, que sobre esta casa no circulará por ahí ninguna leyenda rara de encantamientos o fantasmas...

La señora Hengrave, un escalón más abajo, interrumpió su relato sobre los rápidos progresos de la enfermedad de su marido para levantar la vista, como ofendida.

—Que yo sepa, no, señora Reed. ¿Es que le han referido algo de ese tipo en relación con la vivienda?

—¿No ha visto usted o sentido nunca nada extraordinario personalmente? ¿No ha muerto nadie aquí?

Una pregunta desafortunada, pensó Gwenda, una fracción de segundo más tarde, ya que, evidentemente, el comandante Hengrave...

—Mi esposo murió en el Hospital de Santa Mónica —contestó la señora Hengrave, severamente.

—¡Oh, sí! Ya me lo dijo antes.

La señora Hengrave continuó hablando en el mismo tono glacial:

—Esta casa fue construida, probablemente, hace un siglo. Lógicamente, a lo largo de este tiempo han debido de morir algunas personas aquí. Yo lo único que puedo decirle es que la señorita Elworthy, a quien mi esposo compró esta vivienda, hace siete años, gozaba de una salud excelente, y se disponía a trasladarse al extranjero para trabajar en las misiones. Ella no se refirió a defunciones familiares...

Gwenda hizo lo posible para atenuar la melancolía de que daba constantes muestras la señora Hengrave. Habían vuelto a entrar en el salón. Tratábase de una estancia tranquila, encantadora, dotada de un ambiente muy grato para Gwenda. Su momento de pánico le parecía ahora totalmente incomprensible. ¿Qué era lo que le había pasado? En aquella casa no había nada raro.

Después de preguntar a la señora Hengrave si podía ver el jardín, la joven avanzó por la terraza.

«Aquí tendría que haber unos escalones», pensó Gwenda, bajando hasta el césped.

Pero por allí las forsitias se habían desarrollado enormemente, impidiendo que se viera el mar.

Gwenda asintió, como respondiendo a un secreto pensamiento. Ella cambiaría aquel estado de cosas.

Echó a andar detrás de la señora Hengrave. En el lado opuesto de la extensión de césped dieron con unos peldaños. Observó que muchas matas habían sido dejadas a un lado, creciendo con exceso, y que la mayor parte de los arbustos necesitaban una poda cuidadosa y a fondo.

La señora Hengrave señaló en tono de excusa que el jardín andaba precisado en general de un buen repaso. Todo lo que permitía su situación económica en la viudez era contratar los servicios de un jardinero dos veces por semana. Por añadidura, el hombre solía faltar a su compromiso con frecuencia.

Inspeccionaron el pequeño aunque adecuado huerto, regresando a la casa. Gwenda explicó que tenía que ver otras viviendas y que, pese a que «Hillside» (¡qué nombre tan corriente!) le gustaba muchísimo, no podía tomar una decisión sobre la marcha.

La señora Hengrave se separó de ella con una mirada de curiosidad y un último y prolongado husmeo.

Gwenda visitó nuevamente la oficina de los agentes, haciendo una oferta en firme, sujeta al informe del inspector. El resto de la mañana la dedicó a pasear por Dillmouth. Era ésta una encantadora y anticuada población veraniega de la costa. En su extremo «moderno» había un par de hoteles y algunos bungalows, pero la formación geográfica del lugar con el obstáculo de las colinas habían impedido el crecimiento de Dillmouth; que a nadie hubiera favorecido, quizá.

Después del almuerzo, Gwenda fue informada telefónicamente por los agentes de que la señora Hengrave había aceptado su oferta. Sonriendo maliciosamente, Gwenda se encaminó al edificio de Correos y Telégrafos, desde donde puso un cable a Giles.

«He comprado una casa. Besos. Gwenda.»

«Eso le animará a venir cuanto antes —se dijo Gwenda—. Y le hará ver también que no doy tiempo a que la hierba pueda crecer bajo mis pies.»