J. J. AFFLICK
Fue concertada una cita para el día siguiente.
En el preciso instante en que Giles y Gwenda se alejaban de la casa en su coche, la señora Cocker salió corriendo de la misma, gesticulando. Giles, al verla, paró el vehículo.
—El doctor Kennedy al teléfono, señor.
Giles se apeó, entrando en la vivienda para atender la llamada.
—Giles Reed al habla.
—Buenos días. Acabo de recibir una carta bastante rara. La ha escrito una mujer llamada Lily Kimble. He estado hurgando un buen rato en mi memoria para tratar de recordarla... Pensé que sería una de mis pacientes, primero... Esto me despistó. Ahora me inclino a creer que estuvo trabajando en esa casa. Seguro, casi, que su nombre era Lily, si bien no me acuerdo del apellido.
—Aquí hubo una Lily. Gwenda se acuerda de ella. Recuerda que le puso un lazo al gato.
—Gwennie debe gozar de una memoria muy feliz.
—Sí, desde luego...
—Bueno, yo quisiera hablar unas palabras con usted acerca de este caso..., pero no por teléfono. ¿Estará usted ahí si yo voy a verle?
—Nos disponíamos a salir para Exeter. Si lo prefiere, podríamos pasar por su casa. Nos coge de camino.
—Perfectamente. Les espero.
A su llegada allí, el doctor les explicó:
—No me gusta hablar de ciertas cosas por teléfono. Siempre he tenido la impresión de que las operadoras de nuestra centralita escuchan las conversaciones. Aquí está la carta de la mujer.
Extendió el papel sobre la mesa. Aquel texto, evidentemente, era obra de una persona carente de instrucción. Lily Kimble había escrito lo siguiente:
—Es maravilloso —comentó Gwenda— Esta Lily... ¿se da cuenta?... no cree que fuese mi padre quien lo hizo...
Sus palabras estaban cargadas de júbilo. El doctor Kennedy fijó en ella una fatigada mirada.
—Me alegro por ti, Gwennie —dijo, afablemente—. Espero que aciertes. Bueno, creo que lo mejor que se puede hacer es lo siguiente: voy a contestar ahora mismo esta carta para decirle que se presente aquí el jueves. La comunicación por ferrocarril es buena. Si cambia de tren en el empalme de Dillmouth podrá presentarse en este lugar poco después de las cuatro y media. De esta forma, en el caso de que esa tarde vengáis vosotros, podremos charlar con ella todos.
—Magnífico —repuso Giles, consultando su reloj—. Vamonos, Gwenda. Tendremos que darnos prisa. Estamos citados —explicó— con el señor Afflick, de «Daffodil Coaches», un hombre normalmente ocupado, según nos ha dicho él mismo.
—¿Afflick? —Kennedy frunció el ceño—. ¡Desde luego! Se trata de la carretera. Sin embargo, ese apellido se me ha antojado vagamente familiar en otro sentido...
—Helen... —sugirió Gwenda.
—¡Dios mío! No será aquel tipo, ¿eh?
—Pues... sí, sí que lo es.
—Era una rata, un miserable... ¿Cómo ha podido abrirse paso en el mundo un hombre como ése?
—Desearía hacerle una pregunta, señor —declaró Giles—. Usted impidió que continuara relacionándose con Helen... ¿Por qué? ¿Fue esto debido solamente a la... posición social de Afflick?
El doctor Kennedy miró con severidad al joven.
—Soy un hombre anticuado, amigo mío. De acuerdo con el estilo actual, un hombre vale tanto como otro cualquiera. Indudablemente, esta idea tiene un gran sentido moral. Ahora bien, yo estimo que cada uno nace en un estrato social y que manteniéndose dentro del mismo tiene las máximas probabilidades de conseguir la felicidad. Por otro lado, juzgué desde el principio que ese tipo era un indeseable. Lo cual, por otra parte, resultó quedar demostrado más tarde.
—¿Qué es lo que hizo, concretamente?
—No lo recuerdo con exactitud. En líneas generales, parece ser que intentó facilitar información reservada, referente a un cliente, que había obtenido en las oficinas de la firma Fane, empresa donde trabajaba, a cambio de dinero.
—Encajaría muy mal aquel golpe, al ser despedido, ¿verdad?
Kennedy respondió seco, lacónico:
—En efecto.
—Habría otro motivo, seguramente de más peso, para que a usted no le agradara como amigo de su hermana... ¿Observó algunas irregularidades o algo extraño en su conducta?
—Puesto que ha sacado a colación el tema, le contestaré con toda franqueza. A mi parecer, y según pudo observarse sobre todo después de haber sido despedido de la firma Fane, Jackie Afflick dio muestras de hallarse un tanto desequilibrado. Se observó en él una incipiente manía persecutoria. Es posible que esto se corrigiera posteriormente, al lograr ir adelante en la vida, pero nunca me gustó.
—¿Quién lo despidió? ¿Walter Fane?
—No sé si fue él personalmente quien lo echó de la firma. Simplemente, perdió su empleo...
—¿Alegó acaso que había sido tratado injustamente?
Kennedy asintió.
—Ya... Bueno, Gwenda,
es tarde, tendremos que correr como el viento. Hasta el jueves,
señor.