El primo de Alemania

 

“La gente no hace amigos,

los reconoce.”

Vinicius de Morais

Viví mi adolescencia en una época en la que se empezaban a dejar atrás las estrecheces de las décadas anteriores, pero aún los sueldos no permitían grandes lujos. Éramos pobres, pero muy dignos. Heredar la ropa, los libros de texto o la bicicleta de un primo era habitual. Siendo un chaval, el único dinero que llegabas a ahorrar era el que te daban tus familiares en tu Primera Comunión, que ellos te guardaban en una cartilla y nunca sabías cuándo te iban a dejar gastarlo. La única utilidad real que tenía ese dinero a esa edad era la de fardar de las nueve mil pelas que te habían dado en tu comunión.

De la miseria que nuestros padres contaban que habían pasado solo quedaba eso, las historias de los abuelos.

Todos teníamos algún familiar que había tenido que emigrar fuera de España para buscarse la vida, supongo que en todas las familias hay uno. Como hacíamos con todo, competíamos a ver quién tenía el tío más rico y más lejano: Argentina, Australia, Bélgica, Alemania, Francia…, pero todos eran tíos como el de Alcalá, de esos que solo llegabas a ver en las más viejas fotos de la caja de galletas. Todos menos uno, el tío de Repelente Palomino.

El tío de Palomino, cuyo apodo debe a su repelente carácter que hacía que te retiraras de él como si llevara malolientes palominos en los gayumbos, vivía en Alemania y venía a pasar unos días en Leganés todos los veranos. Cada año traía un mercedes nuevo. Durante esa semana, los muchachos de la zona nos pasábamos las horas mirando el coche, asomándonos para ver cuánto marcaba el cuentakilómetros o cómo era la tapicería o lo anchas que tenía las ruedas. Los chicos de la Pandilla intentábamos demostrar cierta excelencia no asomándonos con los morros pegados a la ventanilla, pero vigilábamos aquella muestra de la ingeniería alemana desde alguna sombra cercana.

En esta vida solo ha habido una Mercedes que me hiciera babear más que los del tío de Palomino, pero en vez de ruedas tenía dos piernas delgadas y, sobre ellas, una minifalda que ocultaba lo justo para que mi imaginación calenturienta empezara a echar humo como un automóvil viejo.

La otra gran atracción durante esos días era el primo extranjero de Palomino. Cuando salían los dos parientes a la calle, le rodeábamos y empezábamos a interrogarle: ¿En qué ciudad vives?, ¿Cómo se vive allí? ¿Hay muchos Mercedes en tu ciudad? ¿Has visto a Hitler alguna vez? ¿Cómo se dice coche en alemán? ¿Hay tebeos? ¿Cómo se dice maricón en alemán?... Parecía que no pudiéramos parar de preguntar. Era una ocasión única para hablar con el primo exótico de Palomino, al menos hasta el año siguiente en que volveríamos a hacerle las mismas preguntas. Como si en un año arschficker pudiera no significar lo mismo.

Piojo Rubio no había vuelto a salir con nosotros y yo me planteé si Palomino era tan repelente como para no poder sustituir al miembro que nos faltaba en La Pandilla. Yo estaba seguro de que el grupo aceptaría a su primo de mil amores, pero Palomino había sido siempre un poco problemático.

El debate interno se cerró el último día que pasó el primo de Palomino en Leganés. Él decía que en Alemania jugaban al fútbol en un pabellón deportivo que tenía porterías con redes y que era un delantero estupendo. Decidimos que antes de que se fuera íbamos a jugar un partido con porterías de verdad. En aquellos días de verano la población infantil estaba diezmada por las vacaciones. Los que no estaban en el pueblo, se habían ido a la playa. No nos fue difícil reunir doce o catorce niños aburridos, huérfanos de amigos, que se arremolinaban alrededor del primo de Palomino sin nada mejor que hacer que oírle hablar en alemán y admirar el Mercedes de su padre.

Esa tarde saltamos la valla del colegio León Felipe, uno de los más próximos a nuestras casas, para jugar en la cancha de fútbol sala.

Nos repartimos en dos equipos y comenzamos el partido. Palomino y su primo jugaban con Amalia, Redford, Félix y conmigo. Todos buscábamos al primo de Palomino para centrarle el balón. Nos sentíamos como si fuésemos del Real Madrid, en un campo con porterías de verdad y con un delantero centro internacional, aquello iba a ser inolvidable.

Llevaríamos quince minutos de partido –el resultado es lo de menos, pero me gustaría aclarar que nosotros íbamos ganando– cuando se abrió la puerta de la casa del conserje y por ella salió un enorme pastor alemán con cara de que le hubieran interrumpido su siesta. Apenas dio tres pasos hacia nosotros cuando salimos corriendo a una velocidad digna de una olimpiada, una prueba de sesenta metros valla con perro rabioso siguiéndonos.

Las complicaciones llegaron al tratar de saltar de nuevo la verja para salir del colegio. Salvarla para entrar había sido fácil, sin apremios ni cansancio, pero la salida resultó más complicada. Los nervios propios de llevar pegadas al culo las fauces de una bestia que anhela mordértelo hicieron que Palomino no calculara bien el salto hacia fuera y se quedara colgando de la chaqueta del chándal en lo alto de la valla de hierro fundido.

Palomino no se había hecho más que un par de rasguños, pero se le habían clavado dos barras verticales de la verja en la chaqueta del chándal, atravesándola y dejándole colgado y balanceándose ligeramente, mientras movía las piernas en el aire. Nos pedía a gritos que lo bajáramos, así que le ayudamos a sacar los brazos de la chaqueta para descolgarlo.

En cuanto puso los pies en el suelo y vio los dos sietes que se había hecho en la chaqueta del chándal, empezó a llorar y a recriminarnos que se había roto por nuestra culpa, que le había costado diez mil pesetas, que le íbamos a comprar otro chándal igual entre todos y algunas cosas más que no se le entendían entre los sollozos y los sorbetones de mocos que le colgaban de la nariz.

Nunca pagamos la chaqueta a Palomino, que la lució con aquellos sietes remendados el resto del año, pero después de aquello no me molesté en hablar con la Pandilla para proponerlo como miembro. Entre otras cosas, no podía verlo sin recordar lo ridículo que se le veía colgando de la valla del León Felipe y moviendo inútilmente las piernas, como si fuera montado en una bicicleta invisible, mientras Redford le decía:

– Vaya un arschficker estás hecho, Repelente Palomino.