Con el porte de Johnny Weissmüller

 

“La timidez es la desconfianza del amor propio,

que deseando agradar teme no conseguirlo”

Moliere

En los barrios obreros de una ciudad dormitorio como era Leganés en los años ochenta se escuchaba  durante las tardes de estío, el barullo de niños divirtiéndose por las calles. Corrían con un bocadillo de chorizo o de salchichón en la mano, jugaban al escondite o al rescate, daban patadas a la pelota –a veces improvisada con papeles de la calle – o saltaban a la comba.

Destacaba de vez en cuando de entre el griterío de los chiquillos la llamada de alguna madre desde la ventana haciéndose oír “¡Fulanito, sube a casa!”.

Aparte de Barón Rojo y Obús sonando en loros grandes como maletas de viaje, ésta era la banda sonora del barrio durante mi niñez.

De entre todos los rincones donde jugué, había uno en el que me gustaba especialmente estar, el esqueleto de un edificio en construcción. Una obra abandonada que se quedó en los cimientos, con cuatro o seis alturas pero sin una sola pared. Solo estaban los suelos de ladrillo y rampas por escaleras. Pero para mí, a pesar de que estaba lleno de escombros, era un palacio donde no solía ir nadie y podíamos charlar tranquilamente mis amigos y yo.

El Refugio, que era como denominábamos a aquel lugar de reunión del grupo, ofrecía también intimidad a los yonkis que acudían allí a veces a picarse. Era la razón –aparte de por los cascotes y los desperdicios que había por los suelos –por la que a mis padres no les gustaba que frecuentáramos el edificio fantasma.

Los chicos de la misma quinta que vivíamos en mi calle teníamos una pandilla. Cuando no teníamos dinero para sesión del cine del domingo por la mañana o para jugar al futbolín y al pinball en los recreativos –que por desgracia pasaba muy a menudo – comprábamos pepinillos, flashes de un duro o palodú, según la época, y nos sentábamos en el segundo piso del edificio abandonado. Pasábamos la tarde charlando y riéndonos con cualquier ocurrencia. Sigo pensando que la niñez se acaba cuando dejas de mearte de risa con cualquier tontería, tengas la edad que tengas.

En la pandilla había una actividad que no dejábamos sin hacer ningún verano. Íbamos a la piscina municipal en peregrinación un par de veces. Nos hubiera gustado ir una vez por semana pero los sueldos de nuestros padres no daban para tanto. Tampoco había piscinas comunitarias en nuestro barrio en las que colarnos.

Quedábamos en el Refugio a las diez de la mañana para ir todos juntos desde allí, cada uno con su mochila a la espalda. En la mía no llevaba más que el bañador, la toalla, un bocadillo y una botella de agua –por supuesto – de plástico. Pero siempre había quien además llevaba una baraja de naipes o un walkman. La mochila de Amalia era secreta. No parecía más grande que la mía pero a lo largo de los años la vi sacar de ella crema bronceadora, pañuelos de papel, compresas, cepillo para el pelo y seguramente guardaba otros objetos que nunca llegamos a ver.

A las diez y media, si estábamos ya todos, salíamos hacia la piscina. Llegábamos una hora antes de la apertura y esperábamos haciendo cola junto a la valla del recinto a pleno sol hasta que abrían. Cuando entrábamos en las instalaciones, refrescarnos era una necesidad imperiosa. Nos lanzábamos a la piscina como si fuera la primera vez que veíamos el agua. No salíamos del vaso hasta la hora de comer.

El día de piscina era también el de los complejos, y el vestuario es el lugar más temido por un adolescente acomplejado. Nada más cruzar la puerta del recinto, Amalia iba hacia el vestuario de señoras; los demás en dirección contraria, al de caballeros.

No sé cómo serían los vestuarios femeninos, pero los masculinos eran fríos, oscuros y terroríficos. He tenido varias pesadillas a lo largo de mi vida con esa estancia. Una gran sala rectangular en la que la mitad del espacio era diáfano, con un gran banco a lo largo de la pared donde cambiarse de ropa. Aquella no era opción para desvestirse. Siendo adulto me he desnudado en multitud de vestuarios sin ningún pudor pero con mis inseguridades y mis complejos de los catorce años no mostraba mi desnudez en un sitio público a la vista de cualquiera. El lugar menos malo eran las cabinas hechas con planchas metálicas que ocupaban la otra mitad de la estancia. Cubículos de un metro por un metro que resultaban estrechos e incómodos para desvestirte y que estaban descubiertas hasta la rodilla.

En el vestuario me quité los slips con cuidado de que no cayeran los calcetines que llevaba siempre allí metidos para que me abultara el paquete. Cada mañana sacaba del cajón dos pares enrollados como una pelota. Uno me lo ponía en los pies y el otro que me metía enrollado dentro de mis calzoncillos.

Salí a la pradera erguido, sacando pecho y metiendo tripa tanto como podía, con miedo de que notaran que con el bañador puesto habían menguado mis atributos masculinos. Aquella era una gran ocasión para impresionar a Amalia. En todo momento trataba de imitar los andares, las posturas, el estilo de Johnny Weissmüller. El mejor tarzán que ha existido.

Cabezabuque ya estaba esperando fuera y nos fuimos a buscar una sombra en la que dejar las mochilas.

En cuanto llegaron todos a la sombra que habíamos buscado, salimos galopando por la pradera hacia la piscina. Obviando los seis la prohibición de correr. Sin echarnos bronceador, a esa edad nadie piensa en protegerse, ni del sol.

Los que no sabemos nadar muy bien tememos las ahogadillas como a las pirañas en un río o a los tiburones en el caribe. Sin embargo, en todas las pandillas tiene que haber un miembro al que le guste hacerlas; en la nuestra era Cabezabuque, parecía no saber jugar a otra cosa.

Durante más de una hora chapoteamos, nadamos y jugamos en el agua todos juntos. El primero en salirse fue Redford que estaba tiritando y empezaba a ponerse algo cerúleo. Luego fue Amalia quien se quedó sentada al borde de la piscina esperando a que se le secara el bañador antes de volver a la sombra. Así, poco a poco, acabamos solo Félix y yo dentro del agua. Entonces mi amigo tuvo la malísima idea de echar una carrera, de dos largos de longitud en la piscina olímpica.

Sin duda, era mucha distancia para mí que nadaba de año en año y que desde el verano anterior, durante las vacaciones en La Manga del Mar Menor, no había practicado la natación. Pero Amalia estaba allí mirando, si me negaba a competir quedaría como un gallina y quería conservar mis posibilidades de impresionarla intactas y a ser posible ganar la carrera.

Así fue como comenzó la fatídica competición. Félix salió más rápido y poco a poco iba ganando algo de distancia. Llevábamos tres cuartos del primer largo cuando me dio un calambre. Sentí cómo el gemelo derecho se endurecía, el dolor no me dejaba sacudir las piernas para avanzar, no conseguía mantenerme a flote y empecé a bracear sin ton ni son para no hundirme.

Félix concentrado en su objetivo no se percató de lo que me estaba sucediendo. Y allí seguía yo, braceando en la zona del vaso con una profundidad de más de cuatro metros a punto de ahogarme.

Entonces unos brazos fuertes me rodearon el cuello y empezaron a arrastrarme hacia el borde de la piscina más cercano.

Yo seguía chapoteando sin orden ni concierto mientras gritaba “Déjame solo. Déjame que yo solo puedo”. No quería que me rescataran como a un inútil delante de Amalia. Pero aquella obsesión porque no me ayudaran era peor, no hacía sino conseguir que tragara mucha agua.

Me dejaron boca arriba, semiinconsciente sobre el suelo y me apretaron la tripa para que expulsara el agua de los pulmones. En cuanto recuperé el resuello seguí gritando “Déjame solo, déjame que yo puedo”. Todos los usuarios y empleados de la piscina, que a esas alturas se habían concentrado alrededor, observaban la escena con curiosidad. También Félix, que había salido de la piscina, me miraba con cara de preocupación.

Lástima no era el sentimiento que pretendía despertar en Amalia. No había conseguido impresionarla como yo quería, pero el susto que se llevó no iba a olvidarlo fácilmente.

Me sentí mejor el resto del día, tumbado en mi toalla en la umbría de los chopos canadienses y con las atenciones de Amalia que estaba pendiente de mí en todo momento. No conseguí impresionarla con mi porte ni con mis dotes de nadador pero seguramente Johnny Weissmüller nunca se sintió tan satisfecho como yo de perder una carrera.