La sortija de veinte duros

 

“La timidez es un gran pecado contra el amor.”

Anatole France

Han pasado más de veinticinco años desde mi último día de colegio. Esperé con mis calificaciones en la mano en un pasillo a la salida de clase para desnudar el alma ante mi primer amor. Veía pasar a chicas y chicos excitados y dichosos ante las inminentes vacaciones. Vestían por última vez sus uniformes de pantalón o falda azul marino –casi siempre manchados con el polvillo blanco de la tiza de las pizarras – y polo blanco. Reían felices por el desahogo de dejar definitivamente el colegio. Nerviosos ante la nueva vida que se les presentaba tras el verano: dejar su etapa de colegiales para afrontar una nueva vida como chicos de instituto. Un cambio que suponía crecer, abandonar definitivamente la niñez y entrar en la adolescencia. Aquellas calificaciones con las que salían de clase eran un certificado que les acreditaba estar capacitados para afrontar su nuevo reto.

Los colegiales habíamos oído hablar del instituto a nuestros hermanos mayores. El lugar donde todos los chicos tenían novia con la que en algunas ocasiones acababas casándote. Donde se tuteaba a los profesores como si fueran colegas. Nuestro colegio también daba clases de Bachillerato pero ¿quién querría quedarse allí a estudiar? El colegio al que íbamos estaba fundado por ex-seminaristas y ex-monjas que formaban el profesorado más pintoresco que yo he conocido nunca. Teníamos que llamar a los profesores con el título de Don y a las profesoras anteponiendo el Señorita a su nombre de pila. Creo que allí sigue siendo la norma de tratamiento habitual.

Aquel colegio de los años ochenta no se parece casi en nada a los de la actualidad. Ahora nadie imagina a un maestro fumando en el aula, sentado en su mesa ante toda su clase. Si el profesor de hoy llegara completamente colorado y con claros síntomas de estar beodo inmediatamente un tropel de padres indignados le denunciaría en la Consejería de Educación. Recuerdo que don Miguel se pasaba los exámenes haciendo aros en el aire con el humo de sus Camel mientras nosotros resolvíamos ecuaciones de segundo grado. No sé si habrá tenido más tarde problemas respiratorios por fumar tanto pero don Rafael, el profesor del rostro colorado, murió de cirrosis. Y no fue por comer muchas golosinas. Hace veinticinco años no solo se respetaba al maestro de escuela, también se les temía. Están penados hoy castigos como encerrar a un niño en un armario o darle pescozones y golpes en las palmas de las manos con una regla de madera por no saberse las tablas de multiplicar. En cambio, todas estas y muchas más eran prácticas habituales en mi colegio. Los maestros han castigado impunemente hasta hace, relativamente, poco tiempo.

Hay muchos detalles distintos en los colegios de este siglo respecto a los de los años ochenta, pero hay otros que no cambiarán jamás. Esa sensación de libertad y alivio tras nueve meses de curso escolar. Como si alguien te diera un relevo tras sujetar una viga de acero durante horas. De hecho, el comienzo de las vacaciones aún me provoca esa misma liberación veinticinco años después. Con el verano llega el calor, tienes todo el tiempo del mundo por delante y planeas un montón de actividades. Sin embargo, las vacaciones se acaban volando, sin que te dé tiempo nunca de ir a la piscina, al río, al campo, a visitar Madrid ni a realizar la mayoría de los planes que hiciste un mes antes.

Yo experimentaba la misma sensación de libertad que los demás chavales. El mismo anhelo de enterrar en la memoria aquella institución estricta en la aplicación de las normas que los alumnos debíamos acatar sin rechistar. Había terminado la E.G.B. y esperaba a Amalia con las calificaciones que acababa de recoger en la mano en medio del corredor de paredes blancuzcas que lo hacían un lugar aséptico y triste, en el que las únicas fuentes de luz del radiante sol de la calle eran las puertas abiertas de las cuatro aulas que estaban situadas a un lado y a otro. Los gritos y las risas de aquel día contrastaban con el silencio que habitualmente reinaba en el centro. Llegaba el verano y las vacaciones, tras estar todo el curso tonteando con Amalia, sentía que se me habían acabado las excusas para no pedirle salir. Yo no era guapo, simpático o carismático, y no tenía una scooter, con lo que carecía de las cualidades que más valoraban las chicas de mi clase. Pero ella era distinta. A lo largo del curso habíamos creado un vínculo que nos permitía contarnos cualquier cosa con toda confianza. Nos ayudábamos, nos escuchábamos y nos contábamos todo, casi todo. No esperaba que cambiara demasiado nuestra relación, pero quería denominar noviazgo a nuestra amistad. Para eso había comprado un anillo de cien pesetas en un puesto de baratijas en las fiestas de San Juan, con el aro de plástico de color plateado, algo rayado ya de compartir bolsillo toda la semana con un tirachinas y un par de chapas. Tenía también el anillo una bola rojo pasión que lo hacía tan llamativo que hubiera sido fácil encontrarlo de haberlo perdido en cualquier pajar.

Yo permanecía en pie en el pasillo acariciando la sortija de plástico que llevaba en el bolsillo. Observaba cómo Amalia se despedía de sus amigas esperando el momento oportuno para acercarme. Aguardaba también para acumular el valor que necesitaba para hacerle esa proposición. Quería que fuese un momento mágico; los dos a solas y mirándonos a los ojos; entonces le mostraría el anillo y le rogaría que lo aceptara y  que fuera mi novia.

La miraba continuamente –había sido así durante todo el curso –, no apartaba la vista de sus ojos verdes, su nariz respingona y sus finos labios mientras hablábamos. Pero también me sorprendía a mí mismo observándola en otros muchos momentos,  me encantaba verla reírse con los chistes de Arévalo. Amalia tenía una risa sonora, abierta y sincera capaz de sacarme del decaimiento de exámenes y deberes a diario.

En ese momento comenzó a caminar hacia mí. Sin duda iba a ser mi oportunidad, sería mi momento de gloria. Sentí un cosquilleo en el vientre, los latidos de mi corazón cada vez más alborotado y la sangre palpitar por mis sienes, mis extremidades y mi pene. Coloqué el boletín con las notas que me acababan de entregar para ocultar la contracción muscular que estaba sintiendo más abajo de la cintura. Amalia iba a pasar por mi lado por fin, el momento que esperaba estaba llegando. Venía charlando con la borde de su amiga Gema y el miedo a no lograr ocultar el bulto traidor me dejó paralizado y mudo.

Acababa de llegar el verano a Leganés y hacía mucho calor, pero yo empecé a sudar por el ardor que yo mismo generaba. La adrenalina tomaba el control de mis actos, sentí que los nervios se estaban apoderando de mí y me hice el distraído para intentar asaltarla más tarde. Amalia al pasar por mi lado me saludó. Sólo ella me llamaba por mi nombre de pila en el colegio –nunca me gustó que me llamaran por mi apellido como si estuviéramos en el ejército y mucho menos cuando nos trataban de usted con aire de superioridad docente –, y mi nombre en sus labios sonaba especial. Me hizo un leve gesto de despedida con la mano, esa tarde, o como mucho al día siguiente, nos veríamos en el barrio.

Mi cabeza sentía fijación por Amalia y no la apartaba de mis pensamientos, sin embargo mis hormonas hacían que estuviera en un estado de excitación permanente y tuviera una erección en cuanto sentía una mujer a menos de treinta centímetros de mí. Con aquellas perspectivas afectivas y sexuales aventuraba un porvenir de célibe depravado. Yo estaba seguro de que un pervertido sexual se gestaba en mi interior irremediablemente. Ahora comprendo que mi situación no era en nada diferente al del resto de adolescentes de la década, probablemente de la Historia. En parte no pronuncié ni una palabra por cobardía, pero por otra parte hablar con una chica con una enorme erección que golpeaba mi pantalón como el alien de la película de Ridley Scott a punto de salir del cuerpo allí en medio, hubiera revelado al pervertido sexual en potencia que creía llevar dentro.

Me he justificado durante varios años ante mí mismo pensando que si hubiera estado sola… la hubiera pedido salir. Pero con mil quinientas personas en el colegio, entre alumnos y profesores, había que ser iluso para esperar un momento de intimidad. Me había quedado sin novia y con un anillo en el bolsillo que iba a tener que portar esperando el momento oportuno para regalarlo.

Me quedaba todo el verano para decírselo a Amalia. A lo mejor era más apropiado dejarlo para una tarde de verano a una hora en la que el calor no fuera tan intenso, tras un rato agradable de charla y consuelo en las que se desahogaba de las discusiones que mantenía a menudo con sus padres. Después de que se riera un par de veces sería el momento propicio, el mejor para declararle mi amor y poner en práctica el plan que tenía muy estudiado.

Guardé la sortija de plástico en el bolsillo de mis pantalones cortos y esperé todo el verano a que llegara ese momento. Pero el día parecía no llegar nunca.

Resulta evidente que nuestra historia de amor nació sin esperanza de vida, si es que llegó a existir alguna vez. Lo cierto es que aquel anillo acabó siendo el regalo de otro chaval más resuelto ante las chicas que yo. Con el que se procuró un verano cojonudo de magreos en el parque Picasso, mientras yo casi me ahogaba a base de duchas frías.