“Si la juventud es un defecto,
es un defecto del que nos curamos demasiado pronto.”
James Russell Lowell
El Refugio estaba justo en los límites de la civilización. Zarzaquemada acababa en la carretera de Villaverde, a la cual daba el edificio en el que pasábamos las horas del estío. Más allá, había campo para jugar y caminos para recorrer en bicicleta.
Una mañana de primeros de julio vimos desde el Refugio a una pandilla que conocíamos bien. Unos chulitos con los que de pequeños habíamos tenido auténticas batallas con tiragüitos que fabricábamos con el cuello de las botellas de leche y globos. Batallas que acababan cuando alguno recibía un golpe tan fuerte que salía llorando hacia su casa luciendo un nuevo moratón. Cuando nos pasaba a uno de nosotros, nos sentíamos derrotados, como si fuera lo peor que nos podía suceder. Me doy por satisfecho con que ninguno acabara tuerto en aquellos temerarios combates.
Aquella mañana estaba la pandilla rival por excelencia jugando al fútbol en una explanada al otro lado de la carretera. Los vimos desde la segunda planta en la que pasábamos la mayoría del tiempo y se nos ocurrió retarles a jugar un partido. Ellos aceptaron el reto y nos citamos para esa misma tarde.
El fútbol debería ser un deporte de caballeros, pero a nosotros nos fue invocando en aquel partido viejas rencillas que creíamos olvidadas. Nos presentamos puntualmente los seis en la explanada donde acordamos disputar el partido. Marcamos las porterías con unas piedras grandes midiendo con pasos su longitud. Una vez estuvo todo preparado, empezamos a disputar –en el más amplio sentido del verbo – un partido de seis contra seis.
Nada más comenzar me acordé de un cardenal en el muslo que lucí dos veranos atrás como consecuencia de una pedrada en una de nuestras contiendas bélicas. Sentí el golpe de la piedra a toda velocidad contra mi pierna y me parapeté tras el banco. En unos segundos el dolor me pareció insoportable. Intenté frotarme fuerte para calmarlo como cuando mi profesor me daba con la regla en la palma de la mano por no hacer las tareas; pero cuanto más me tocaba, mayor era el sufrimiento. Apretaba los dientes para soportar el dolor que me abarcaba de la cadera a la rodilla sin poder evitar que inmensos lagrimones me resbalaran por la cara. No podía irme llorando en ese momento ante mis adversarios y dejar que me vieran con el rostro mojado por las lágrimas, hubiera sido concederles la victoria y no quería decepcionar a mis amigos.
Félix, que estaba parapetado a mi lado en el mismo banco, me vio acurrucado y acongojado e intentando, sin éxito, retener los lagrimones que me producía el dolor; comprendió la situación. Inmediatamente cogió una china del suelo y cargó con ella el tiragüitos, asomó el busto por encima del banco y se tomó unos segundos para apuntar, arriesgando el físico. Era una osadía permanecer más de dos segundos así porque podía ser blanco de todos los disparos, pero aguantó el tiempo necesario para localizar su objetivo. Entonces con pulso firme como el de un francotirador soltó el globo. Lanzó una piedra que impactó en las gafas de uno de aquellos niños.
–¡Joder!, ¡gilipollas! – se oyó gritar desde el otro lado de las líneas enemigas – Me habéis roto las gafas, gilipollas.
Aquella era una señal inequívoca de alto el fuego, habíamos ganado la batalla.
Me imaginaba al chico con la cara roja del disgusto, llorando y con el cristal de las gafas quebrado, pero no podía asomarme para verlo por mí mismo. No podía levantarme, no hasta que se hubieran ido nuestros rivales y alguien me ayudara, porque casi no podía andar.
Usando a Cabezabuque como muleta llegué a casa, contento por nuestra hazaña y le conté a mi padre todo lo sucedido. Incluí en el relato de nuestra gesta la mala leche con la que los otros niños me habían dado, lo bien que había yo disimulado el dolor y el acto heroico de Félix. Contaba tan emocionado nuestra victoria que no presté atención a los gestos de mi padre conforme iba trascurriendo la narración. Así que cuando terminé de hablar no sabía si me iba a felicitar o si se iría a hablar con el padre del niño que me había dado la pedrada para que no volviera a suceder.
En lugar de eso, comenzó a regañarme. Que si no me daba cuenta del peligro, que si su padre –mi abuelo al que no había llegado a conocer – se había quedado tuerto por una chiquillada similar, que si no iba a pisar la calle en lo que quedaba de verano y alguna otra cosa que no llegué a escuchar. Pero hubo una frase que me marcó y me ha acompañado toda la vida: “Eres un hombre con pelos en los huevos para estar jugando todavía como un niño pequeño.”
No hay que ser muy listo para comprender lo que mi padre quería decir, pero me resultaba extraña esa relación que había establecido entre mi vello púbico y mis ganas de jugar. Sí, me había empezado a crecer el vello en la zona genital durante el curso pero yo lo consideraba una parte más del crecimiento. No más importante que haber aumentado una o dos tallas de pie.
También me había desconcertado el hecho de que mi padre se detuviera en un detalle sin importancia –al menos yo no se la daba – o que me lo echara en cara como yo si no me hubiera enterado de que el vello púbico me había convertido en un adulto que, para deshonra suya, se comportaba como un niño.
Por supuesto, en cuanto me levantaron el castigo volví a jugar como siempre, pero a veces regresaba a mi mente la frase de mi padre en mitad de un juego y me sentía culpable por divertirme.
Por eso, según empezaba el partido, volví a pensar una vez más “A lo mejor un tío con pelos en los huevos, como yo, no debería estar ahora jugando al fútbol”. Y todo lo ocurrido dos veranos antes volvió a estar presente como si hubiera sucedido esa misma mañana.
Estaba en el campo, frente al chico que me había arreado la pedrada –nunca le vi hacerlo pero estaba convencido de que fue él – que había sido el principio del fin de mi niñez y quería que esa tarde se llevara un recuerdo mío tan vívido como el que me quedaba a mí de aquel día, en forma de patada en la espinilla.
Nada más comenzar, cuando el pobre se disponía a rematar, le golpeé con fuerza la pierna de apoyo.
Aquella falta provocó una trifulca. Algunos chicos del equipo contrario me obsequiaron con lindezas acordes con la entrada que acababa de realizar. El penalti lo tuvo que tirar otro. Él jugó el resto del partido a la pata coja. Pero marcaron gol en el lanzamiento del penalti y los ánimos se calmaron un poco. Ellos obtuvieron lo que buscaban y yo también.
Unos minutos después se produjo el suceso que precipitó el final del partido “amistoso” de fútbol. Amalia era nuestra atacante, se quedaba en punta buscando siempre desmarcarse. Habíamos robado el balón e íbamos a iniciar el contraataque cuando un defensa rival agarró a nuestra delantera de la suya. Seguramente fue de manera involuntaria, pero Amalia no se molestó en pedir explicaciones o en insultarle indignada, directamente le soltó un codazo que hizo que el chico gritara en un tono agudo muy propio del heavy y sangrara copiosamente por ambas fosas nasales mientras gritaba. Tuvimos que sujetar a Félix que parecía pensar que el chaval no había tenido suficiente castigo y se lanzaba como poseído dispuesto a enderezarle la nariz golpeando por el otro lado.
Así acabó el partido amistoso tras jugar quince minutos, con una pelea y varios lesionados.
A veces hoy, cuando me cruzo en la calle o en el metro con alguien que sufre una cojera, busco en ese rostro a aquel muchacho que pude lisiar de por vida durante el partido.