“La juventud anuncia al hombre como la mañana al día”
John Milton
En aquellos años nos pasábamos el verano en la calle. Las videoconsolas tenían unos gráficos penosos que no daban más que para jugar con dos palitos y un puntito al tenis, yo estaba convencido de que este tipo de juegos no tenía ningún porvenir. Las ciudades no estaban plagadas de centros comerciales y como tampoco había dinero para ir todos los días al cine o a los parques acuáticos, nos divertíamos con cualquier cosa.
De vez en cuando quedábamos toda la pandilla para hacer una excursión en bici –cicloturismo lo llaman ahora -. Más allá de la carretera de Villaverde a la que daba el Refugio había campo, con caminos de gravilla que nos encantaba recorrer; más allá del campo, un polígono industrial y tras él, la población vecina, Getafe. No solíamos ir hasta allí, lo habitual era que nos quedáramos dando vueltas por los caminos hasta que teníamos sed y nos acercábamos al almacén de Trinaranjus que había en el polígono. Los empleados nos saludaban como a viejos amigos, siempre se interesaban por nuestras notas, por cómo estábamos pasando el verano y nos daban un par de refrescos bien fresquitos a cada uno. Aquella era una parada habitual de descanso desde donde aquel día continuamos hasta Getafe. Me arrepentí de esa decisión todo el verano.
Era una tarde despejada y calurosa, la primera semana de julio de aquel verano, en el que decidimos que a unos chicos de nuestra edad se les empezaban a quedar pequeños los recorridos por el campo y el polígono. Félix propuso acercarnos hasta el centro comercial de Getafe III donde había aseos y podríamos descansar y beber agua antes de regresar. A todos nos pareció buena idea, como casi todas las de Félix.
Getafe III era una zona de chalets recién construida y muy moderna. Disponía del único centro comercial de la zona sur de Madrid. Y estaba lo suficientemente alejada para poner en práctica nuestro plan para esa tarde.
El hermano mayor de Piojo Rubio le había enseñado a nuestro amigo cómo fabricar petardos caseros, así que llevábamos en las mochilas unos cuantos que habíamos elaborado previamente con unas pastillas de clorato potásico de la farmacia. La mecha la hicimos con un hilo que llenamos del fósforo de una caja de cerillas.
Nada más llegar al aparcamiento en superficie del centro comercial nos dividimos en dos turnos para ir al servicio mientras la otra mitad de la pandilla cuidaba de las bicicletas. Piojo Rubio, Redford y Cabezabuque se fueron en el primer turno y cuando regresaron, nos tocó a Félix, a Amalia y a mí. En cuanto se quedaron solos, Piojo Rubio sacó un petardo para ir probando, ya no podía esperar más para el “experimento científico”. Sacó el mechero e intentó encender el primer petardo. Algo fallaba, sin esperar a estudiar el motivo, intentó encender otro y otro más después, Redford observó uno de los petardos, al momento se dio cuenta del problema, se había desprendido el fósforo que habíamos impregnado en las mechas. Antes de emitir su juicio comprobó que el fósforo estaba suelto por la mochila.
Félix y yo estábamos mientras en un servicio de caballeros del centro comercial. Habíamos llegado acalorados y nos goteaba agua por todas partes tras lavarnos bien con agua fría la cara, el cuello y los brazos. Empezamos a jugar salpicándonos por los pasillos del centro. En cuanto salió Amalia del baño de mujeres se unió al juego. Cuando regresamos del lavabo riéndonos y con las camisetas empapadas de agua, encontramos a nuestros amigos intentando encender un fuego con papeles de la calle para tirar dentro los petardos. En cierto sentido era la solución menos arriesgada puesto que desconocíamos la fuerza con la que explotarían los petardos y era muy peligroso encenderlos sin mecha. Así que en vez de censurarles, les ayudamos a encontrar un buen sitio para encender el fuego. Nos pusimos a prender unos cuantos folletos publicitarios de Alcampo que encontramos abandonados en un carro de la compra bajo una escultura de hierro con el símbolo de Getafe III.
Cuando estuvimos seguros de que no se apagaría empezamos a tirar dentro los petardos que en cuanto se calentaban un poco, estallaban.
A pesar de que nuestros petardos caseros eran más grandes que los que comprábamos en los frutos secos en navidades, el estruendo que causaban era menor. Pero no nos importaba demasiado, estábamos orgullosos del éxito de nuestro “experimento científico”.
Estábamos al aire libre y no éramos conscientes de lo molesto que resulta el ruido de los petardos al explosionar, a esa edad no es desagradable. Acabábamos de tirar el último al fuego cuando se presentaron dos guardias de seguridad buscando el origen del humo y de los estallidos. Venían por mi espalda y no me percaté de su presencia hasta que uno de ellos me agarró de la camiseta; el otro consiguió atrapar a Cabezabuque. El resto de la pandilla escapó en sus bicicletas a toda prisa.
Nos llevaron a un cuarto con una placa en la puerta que ponía SEGURIDAD. Me pareció una sala pequeña para vigilar un centro tan grande. Yo imaginaba que el departamento de seguridad de un megacomplejo como aquel sería un sitio mucho mayor y lleno de artilugios modernos como la sala de mandos de la Enterprise, pero aquel lugar era un poco decepcionante. Una consola con cuatro pulsadores y un par de monitores pequeños que iban alternando las imágenes en blanco y negro de diferentes zonas del centro ocupaba un tercio de la estancia, en el resto solo había una mesa y cuatro sillas alrededor.
Nos sentaron frente a la mesa y al otro lado se acomodó uno de los guardias con un folio en blanco y un bolígrafo.
– ¿Sabéis el peligro que supone hacer una fogata y encender cohetes tan cerca de un coche? –empezó diciendo. Calló unos segundos para dar cierta solemnidad a su pregunta. Nosotros sabíamos que no había una respuesta correcta y no contestamos. Luego continuó:
– ¿Sabéis que si el fuego llega a alcanzar un depósito de gasolina habría podido ocurrir alguna desgracia?
Habíamos puesto en práctica nuestro “experimento científico” en el lugar que nos pareció más seguro del aparcamiento. Pero no merecía la pena contestar, así que hice como cada vez que iba a casa con las notas, poner el piloto automático; dejar que continuaran con la bronca y cada vez que había una pregunta contestar “lo siento” con carita de arrepentimiento. Siempre funcionó con mi padre ¿por qué no intentarlo en esa situación? Así pasaron unos tres “lo siento”, o sea unos seis minutos antes de que le quitara el capuchón al bolígrafo y nos pidiera nuestros datos para apuntarlos en el folio que había traído.
Cabezabuque y yo nunca habíamos robado ni habíamos dado motivos para que nos detuvieran. Pero a Piojo Rubio le habían pillado un par de veces y siempre nos contaba que le cogían los datos para denunciarlo si volvía a aparecer por el establecimiento. En alguna ocasión le pedían que le diera el teléfono en orden inverso para comprobar que le daba el número correcto. Pero casi nunca avisaron a sus padres que era lo que en ese momento nos preocupaba a nosotros. Decepcionarlos era lo peor que me podía pasar.
Después de que tomaran mis datos juré, con toda sinceridad, que no iba a volver por allí jamás. Lo mismo hizo Cabezabuque pero aún así, cuando se despidieron nos anunciaron:
–En los próximos días, vuestros padres tendrán noticias nuestras.
Según salíamos del cuarto de seguridad pude ver a nuestros amigos en el monitor de la consola corriendo por los aparcamientos. Miré a Cabezabuque para señalárselo y éste me hizo la seña universal de silencio con el índice en vertical sobre los labios. Él también los había visto igual que yo pero no quería que pillaran al resto de la pandilla. Seguro que mi amigo estaba tan preocupado por las consecuencias como yo pero parecía muy sereno, en cambio yo estaba descompuesto imaginando lo que ocurriría en casa cuando se enteraran de aquella gamberrada.
El viaje de vuelta en las bicicletas apenas lo recuerdo. Yo iba distraído, temiendo que al llegar a casa ya hubieran llamado a mis padres.
Entré inquieto en casa, tenso, esperando que la bronca empezara en cualquier momento. En cambio me saludaron y mi madre me dijo lo que había para cenar, nada fuera de lo común. Pensé que los guardias de seguridad habían decidido dejarme, al menos, un día más de vida.
Las siguientes jornadas, aprovechaba cualquier descuido para dejar el aparato telefónico mal colgado. Viví con tensión e incertidumbre durante varias semanas, sentía escalofríos cada vez que sonaba el timbre del teléfono. Aquello me sirvió como advertencia para no meterme en más problemas, al menos durante unos días.
No volví a pisar la sala de seguridad de ningún centro comercial en un caso similar hasta diez años después, aunque en esa ocasión era yo el que iba de uniforme y asustaba a un par de chiquillos que intentaban robar un paquete de galletas rellenas de chocolate.