Alendi necesitará guías para cruzar las montañas de Terris. He encargado a Rashek que se asegure de que sean él y sus amigos de confianza los guías elegidos.
54
El bastón de Vin se rompió cuando lo descargó contra la cara de un koloss.
Otra vez no, pensó llena de frustración, se giró y clavó el pedazo roto en el pecho de otra criatura. Se volvió y se enfrentó cara a cara con uno de los grandes, que medía al menos metro y medio más que ella.
El koloss la atacó con su espada. Vin brincó y la hoja chocó estrepitosamente contra el empedrado roto. Vin saltó, sin necesidad de que ninguna moneda la catapultara, hasta la altura de los ojos de la horrible criatura.
Siempre parecían sorprendidos. Incluso después de verla luchar contra docenas de compañeros, parecían extrañados de que esquivara sus golpes. Por lo visto, para ellos tamaño equivalía a poder; un koloss más grande siempre derrotaba a un koloss más pequeño. Un humano de metro y medio no podía ser ningún problema para un monstruo tan grande.
Vin avivó peltre mientras daba un puñetazo en la cabeza a la bestia. El cráneo crujió bajo sus nudillos y la criatura cayó de espaldas mientras ella volvía al suelo. Sin embargo, como siempre, otro koloss ocupó su lugar.
Vin se estaba cansando. No, ya había empezado a luchar cansada. Había recurrido demasiado al peltre y luego usado un camino de clavos para cruzar todo el dominio. Estaba exhausta. Solo el peltre de su último frasco la mantenía en pie.
¡Tendría que haberle pedido a Sazed una de sus mentepeltres vacías!, pensó. Los metales ferruquímicos y alománticos eran iguales. Podría haber quemado el metal… aunque probablemente un aro o un brazalete hubiesen sido demasiado grandes para tragarlos.
Se apartó para esquivar el ataque de otro koloss. Las monedas no detenían a esos seres y todos pesaban demasiado para que los apartara de un empujón sin tener anclaje. Además, sus reservas de hierro y acero eran extremadamente bajas.
Mató a un koloss tras otro, ganando tiempo para que Sazed y los suyos consiguieran una buena ventaja. Algo era diferente esta vez, distinto a cuando había matado en el palacio de Cett. Se sentía bien y no era solo porque estuviera matando monstruos.
Era porque comprendía su propósito. Y estaba de acuerdo con él. Podía luchar, podía matar, si era para defender a aquellos que no podían defenderse. Kelsier era capaz de matar por venganza o por ira, pero eso no era suficiente para ella.
Y no permitiría que volviera a serlo.
La determinación impulsaba sus ataques contra los koloss. Usó una espada robada para cercenar las piernas de uno, y luego lanzó su arma contra otro, empujándola para atravesarle el pecho. Tiró de la espada de un soldado caído, hasta que la tuvo en la mano. Se echó hacia atrás, pero casi tropezó al pisar otro cadáver.
Qué cansada estoy, pensó.
Había docenas, tal vez incluso centenares de cadáveres en el patio. De hecho, se estaban amontonando delante de ella. Escaló el montón mientras las criaturas volvían a rodearla. Se arrastraban sobre los cadáveres de sus hermanos caídos, la ira brillando en sus ojos inyectados en sangre. Los soldados humanos se hubieran rendido, buscando contrincantes más fáciles. Los koloss, sin embargo, parecían multiplicarse mientras los combatía: los demás oían los sonidos de la lucha y se unían a la refriega.
El peltre la ayudó cuando de un golpe le cortó el brazo a un koloss y la pierna a otro antes de alcanzar la cabeza de un tercero. Esquivaba y se agachaba, brincaba, permanecía fuera de su alcance, matando a tantos como podía.
Pero por firme que fuera su determinación, tanto como su reciente decisión de defender, sabía que no podía continuar combatiendo, no de esa forma. Era solo una persona. No podía salvar Luthadel ella sola.
—¡Lord Penrod! —gritó Sazed ante las puertas de la fortaleza Hasting—. Tienes que escucharme.
No hubo respuesta. Los soldados de la muralla guardaron silencio, aunque Sazed notó su incomodidad. No les gustaba ignorarlo. En la distancia la batalla seguía en pleno apogeo. Los koloss gritaban en la noche. Pronto seguirían a Sazed y la creciente banda de miles de hombres de Ham, que esperaban en silencio a las puertas de la fortaleza Hasting.
Un mortecino mensajero se acercó a Sazed. Era el mismo que Dockson había estado enviando antes. Había perdido su caballo en alguna parte y acompañaba a un grupo de refugiados en la Plaza del Superviviente.
—Lord terrisano… —dijo el mensajero en voz baja—. Yo… acabo de volver del puesto de mando. La fortaleza Venture ha caído…
—¿Lord Dockson?
El hombre negó con la cabeza.
—Encontramos a unos cuantos escribas heridos, ocultos fuera de la fortaleza. Lo vieron morir. Los koloss siguen en el edificio, rompiendo ventanas y saqueando…
Sazed se volvió a contemplar la ciudad. Tanto humo oscurecía el cielo que parecía que las brumas se hubieran levantado ya. El terrisano había empezado a llenar su mentestaño de olfato para evitar el hedor.
La batalla por la ciudad podía haber terminado, pero ahora comenzaría la verdadera tragedia. Los koloss habían dejado de matar soldados y masacrarían al pueblo. Había cientos de miles, y Sazed sabía que las criaturas aumentarían alegremente la devastación. No saquearían. No cuando hubiera todavía gente que matar.
Sonaron más gritos en la noche. Habían perdido. Habían fracasado. Y la ciudad caería verdaderamente.
Las brumas no pueden tardar, pensó, tratando de no perder por completo la esperanza. Tal vez eso nos proporcione cierta cobertura.
No lograba sacarse de la cabeza a Clubs, muerto en la nieve, con el disco de madera que Sazed le había dado ese mismo día al cuello a modo de colgante.
No le había protegido.
Sazed se volvió hacia la fortaleza Hasting.
—Lord Penrod —dijo en voz alta—. Vamos a intentar escapar de la ciudad. Agradecería tus tropas y tu liderazgo. Si os quedáis aquí, los koloss atacarán y os matarán.
Silencio.
Sazed se volvió y suspiró mientras Ham, todavía con el brazo en cabestrillo, se unía a él.
—Tenemos que irnos, Sazed —dijo Ham en voz baja.
—Eres atrevido, terrisano.
Sazed se volvió. Ferson Penrod se había asomado a la muralla. Todavía tenía un aspecto inmaculado con su traje de noble. Incluso llevaba un sombrero para protegerse de la nieve y la ceniza. Sazed apenas vestía un taparrabos. No había tenido tiempo de preocuparse por la ropa, más cuando su mentelatón le evitaba el frío.
—Nunca he visto pelear a un terrisano —dijo Penrod.
—No es algo común, mi señor —respondió Sazed.
Penrod alzó la cabeza y contempló la ciudad.
—Va a caer, terrisano.
—Por eso debemos irnos, mi señor.
Penrod negó con la cabeza. Todavía llevaba la fina corona de Elend.
—Esta es mi ciudad, terrisano. No la abandonaré.
—Un noble gesto, mi señor —dijo Sazed—. Pero estos que me acompañan son tu pueblo. ¿Los abandonarás en su huida hacia el norte?
Penrod vaciló. Luego volvió a negar con la cabeza.
—No habrá ninguna huida hacia el norte, terrisano. La fortaleza Hasting es una de las estructuras más altas de la ciudad. Desde aquí podemos ver lo que están haciendo los koloss. No os dejarán escapar.
—Puede que se dediquen al pillaje —dijo Sazed—. Tal vez podamos dejarlos atrás y escapar.
—No —dijo Penrod, y su voz resonó fantasmagórica en las calles nevadas—. Mi ojo de estaño dice que las criaturas han atacado ya a la gente a la que mandaste escapar por la puerta norte. Ahora los koloss vienen hacia aquí. Vienen por nosotros.
Empezaron a resonar gritos en las calles lejanas y fueron aproximándose. Sazed supo que las palabras de Penrod eran ciertas.
—¡Abre las puertas, Penrod! —gritó—. ¡Deja entrar a los refugiados!
Salva sus vidas durante unos patéticos instantes más.
—No hay sitio —respondió Penrod—. Y no queda tiempo. Estamos condenados.
—¡Tienes que dejarnos entrar! —gritó Sazed.
—Es extraño —dijo Penrod, con voz cada vez más débil—. Al quitarle el trono al muchacho Venture le salvé la vida… y acabé con la mía. No he podido salvar la ciudad, terrisano. Mi único consuelo es que dudo de que Elend hubiese podido hacerlo tampoco.
Se dio media vuelta para marcharse y desapareció tras la muralla.
—¡Penrod! —gritó Sazed.
No volvió a aparecer. El sol se ponía, las brumas se levantaban y los koloss se acercaban.
Vin abatió a otro koloss y saltó hacia atrás, empujándose contra una espada caída. Se mantuvo apartada de la manada, respirando entrecortadamente, sangrando por un par de cortes menores. El brazo empezaba a adormecérsele: una de las criaturas se lo había golpeado. Podía matar, mejor que nadie que conociera. Sin embargo, no podía hacerlo eternamente.
Aterrizó en un tejado, luego se tambaleó y cayó de rodillas sobre un montón de nieve. Los koloss gritaban y aullaban tras ella, y supo que la perseguirían como perros de presa. Había matado a cientos, pero ¿qué eran unos cientos en comparación con un ejército de más de veinte mil?
¿Qué esperabas?, pensó. ¿Por qué seguir luchando cuando sabías que Sazed había escapado? ¿Creías que los ibas a detener a todos? ¿Pretendías matar a todo el ejército de koloss?
En una ocasión había impedido que Kelsier aniquilara a un ejército entero. Era un gran hombre, pero no era más que un solo hombre. No podría haberlo hecho… como no podía hacerlo ella.
Tengo que encontrar el Pozo, se dijo con decisión, quemando bronce mientras los golpeteos, que había estado ignorando durante la batalla, se volvían cada vez más fuertes en sus oídos.
Y, sin embargo, seguía con el mismo problema que antes. Ahora sabía que el Pozo estaba en la ciudad, podía sentir los martilleos a su alrededor. Pero eran tan potentes, tan omnipresentes, que no distinguía su procedencia.
Además, ¿qué prueba tenía de que encontrar el Pozo iba a ayudarla? Si Sazed había mentido sobre su emplazamiento (incluso había llegado a dibujar un mapa falso), entonces, ¿sobre qué más había mentido? El poder podía detener las brumas, pero ¿de qué podía servirle a una Luthadel en llamas y moribunda?
Permaneció arrodillada, llena de frustración, golpeando el tejado con los puños. Había demostrado ser demasiado débil. ¿De qué había servido que regresara, de qué servía que estuviera decidida a proteger si no podía hacer nada para ayudar?
Permaneció allí unos instantes, jadeando. Por fin se puso en pie con esfuerzo y saltó, lanzando una moneda. Sus metales casi se habían agotado. Apenas tenía suficiente para unos cuantos saltos más. Acabó cerca de Kredik Shaw, la Colina de las Mil Torres. Vio una de las torres del palacio que se alzaban sobre la ciudad oscura.
Estaba ardiendo.
Kredik Shaw permanecía en silencio, aislada, sin que los saqueadores la hubieran tocado. Sin embargo, a su alrededor Vin veía luz en la oscuridad. Las brumas brillaban con un resplandor espectral.
Es como… como aquel día de hace dos años, pensó. La noche de la rebelión skaa. Excepto que, aquel día, la luz procedía de las antorchas de los rebeldes que marchaban contra el palacio. Esa noche, una revolución distinta estaba teniendo lugar. Podía oírla. Se obligó a avivar su estaño, aguzando el oído. Oyó los gritos. La muerte. Los koloss no habían terminado la matanza destruyendo al ejército. Ni de lejos.
Solo habían empezado.
Los koloss los están matando a todos, pensó, temblando, mientras los incendios ardían frente a sus ojos. El pueblo de Elend, el que dejó atrás por mi culpa, está muriendo. Yo soy su cuchillo. El cuchillo del pueblo. Kelsier me lo encomendó. Debería poder hacer algo…
Se dejó resbalar por el tejado inclinado y aterrizó en el patio del palacio. Las brumas se congregaron a su alrededor. El aire era denso. Y no solo por la nieve y la ceniza: oía alientos de muerte en sus corrientes, gritos en sus susurros.
Se quedó sin peltre.
Se desplomó. La oleada de cansancio fue tan fuerte que todo lo demás carecía de importancia. De repente supo que no debería haber confiado tanto en el peltre. No debería haberse esforzado tanto. Aunque pareciera la única solución.
Notó que empezaba a sumirse en la inconsciencia.
Pero había gente gritando. Podía oírla…, la había oído antes. La ciudad de Elend…, el pueblo de Elend… muriendo. Sus amigos estaban allí, en alguna parte. Amigos cuya protección Kelsier le había confiado.
Apretó los dientes, apartando el agotamiento un instante más, y pugnó por incorporarse. Escrutó las brumas, volviéndose hacia los sonidos fantasmales de la gente aterrorizada. Empezó a correr hacia ellos.
No podía saltar: se había quedado sin acero. Ni siquiera podía correr muy rápido; pero a medida que forzaba su cuerpo a moverse, este respondía mejor. Se sacudió el aturdimiento que le había provocado recurrir tanto tiempo al peltre.
Salió de un callejón, resbalando en la nieve, y se encontró con un grupito de personas que corrían delante de un grupo de koloss. Lo formaban seis bestias, pequeñas pero peligrosas. Mientras Vin miraba, una de las bestias abatió a un anciano, casi partiéndolo en dos. Otro agarró a una pequeña y la estampó contra la pared de un edificio.
Vin se abalanzó hacia delante, dejando a los skaa que huían, y sacó sus dagas. Todavía estaba agotada, pero la adrenalina la ayudó un poco. Tenía que seguir moviéndose. Seguir moviéndose. Detenerse era morir.
Varias de las bestias se volvieron hacia ella, ansiosas por luchar. Una intentó atacarla, y Vin se dejó resbalar en el barro, acercándose, antes de hacerle un corte profundo en la pantorrilla. El koloss aulló de dolor cuando su cuchillo se hundió en la piel fofa. Vin consiguió arrancarlo cuando una segunda criatura atacaba.
¡Me siento tan lenta!, se desesperó, poniéndose en pie a duras penas antes de esquivar el golpe de la criatura. La espada del koloss la roció de agua helada. Vin saltó hacia delante, hundiendo una daga en el ojo de la criatura.
Súbitamente agradecida por todas las veces que Ham la había hecho practicar sin alomancia, se apoyó en un edificio para darse impulso. Impulsándose hacia delante, dio un empujón con el hombro al koloss tuerto, que gritaba y daba manotazos a la daga, y lo lanzó contra sus compañeros. El koloss que tenía a la niña pequeña se volvió, sorprendido, cuando Vin le clavó su otra daga en la espalda. No cayó, pero soltó a la pequeña.
¡Lord Legislador, estas criaturas son duras!, pensó. Su capa ondeó cuando tomó a la niña en brazos y echó a correr. Sobre todo cuando tú no lo eres. Necesito más metales.
La niña que Vin tenía en brazos chilló cuando sonó el aullido de un koloss, y Vin se dio media vuelta, avivando estaño para no caer inconsciente por la fatiga. Sin embargo, las criaturas no la estaban siguiendo: discutían por una prenda de ropa que llevaba el hombre muerto. El aullido volvió a sonar, y esta vez Vin advirtió que procedía de otra parte.
La gente empezó a gritar de nuevo. Vin alzó la cabeza y se encontró con que aquellos a quienes acababa de ayudar se acercaban a un grupo aún más grande de koloss.
—¡No! —Vin alzó una mano. Pero mientras ella peleaba se habían alejado demasiado. Ni siquiera hubiese podido verlos de no ser por el estaño. Solo pudo ser testigo de cómo las criaturas se abalanzaban sobre el grupito con sus gruesas espadas.
»¡No! —volvió a gritar Vin, y las muertes la sobresaltaron, la aturdieron, un recordatorio de todas las muertes que había sido incapaz de impedir.
»¡No! ¡No! ¡No!
Sin peltre. Sin acero. Sin hierro. No tenía nada.
O… tenía una cosa. Sin pararse a pensar en qué la impulsaba a hacerlo, lanzó una andanada aplacadora, amplificada por el duralumín, contra las bestias.
Fue como si su mente chocara con Algo. Y, entonces, ese Algo se quebró. Vin se detuvo, sorprendida, todavía con la niña en brazos, mientras los koloss detenían, petrificados, su espantosa masacre.
¿Qué he hecho?, se preguntó Vin repasando su mente embotada, tratando de entender por qué había reaccionado como lo había hecho. ¿Por pura frustración?
No. Sabía que el lord Legislador había creado a los inquisidores con una debilidad: quitándoles un determinado clavo de la espalda, se morían. También había creado a los kandra con una debilidad. Los koloss tenían que tener una debilidad también.
TenSoon dijo que los koloss eran… sus primos, pensó.
Se irguió, y la oscura calle de pronto quedó en silencio a excepción de los gemidos de los skaa. Los koloss esperaban y ella pudo sentirse en sus mentes. Como si fueran una extensión de su propio cuerpo, lo mismo que había sentido cuando tomó el control del cuerpo de TenSoon.
Primos, en efecto. El lord Legislador había creado a los koloss con una debilidad: la misma debilidad de los kandra. Se había reservado un modo de mantenerlos a raya.
Y de repente comprendió cómo los había controlado durante todos aquellos largos años.
Sazed se encontraba al frente de su gran grupo de refugiados, rodeado de nieve y ceniza indistinguibles en la brumosa oscuridad. Ham estaba sentado a su lado, con aspecto mareado. Había perdido demasiada sangre; un hombre sin peltre hubiese muerto ya. Alguien le había dado a Sazed una capa, pero la había usado para envolver con ella al comatoso Brisa. Aunque apenas decantaba su mentelatón para obtener calor, Sazed no sentía frío.
Tal vez estaba demasiado aturdido para que le importara.
Alzó las manos ante sí, cerró los puños y los diez anillos brillaron a la luz de la única linterna del grupo. Los koloss se acercaban por los oscuros callejones, sus siluetas oscuras apiñadas en la noche.
Los soldados de Sazed retrocedieron. Les quedaban pocas esperanzas. Solo Sazed, un erudito delgado y calvo, casi desnudo, plantaba cara en medio de la silenciosa nieve. Él, que predicaba las religiones de los caídos. Él, que al final había renunciado a la esperanza. Él, que debería haber tenido más fe que nadie.
Diez anillos. Unos pocos minutos de poder. Unos pocos minutos de vida.
Estuvo esperando mientras los koloss se congregaban. Las bestias estaban extrañamente silenciosas. Detuvieron su avance. Permanecieron inmóviles, una línea de oscuras siluetas amontonadas en la noche.
¿Por qué no atacan?, pensó Sazed, frustrado.
Un niño lloró. Entonces los koloss empezaron a moverse de nuevo. Sazed se envaró, pero las criaturas no avanzaron. Se disgregaron, y una figura silenciosa se abrió paso entre ellas.
—¿Lady Vin? —preguntó Sazed. No había tenido aún oportunidad de hablar con ella desde que lo había salvado en la puerta. Parecía exhausta.
—Sazed —dijo ella, cansada—. Me mentiste sobre el Pozo de la Ascensión.
—Sí, lady Vin.
—Eso no es importante ahora. ¿Qué haces desnudo delante de las murallas de la fortaleza?
—Yo… —Sazed miró a los koloss—. Lady Vin, yo…
—¡Penrod! —gritó Vin de repente—. ¿Estás ahí arriba?
El rey se asomó. Parecía tan confuso como Sazed.
—Abre las puertas —gritó Vin.
—¿Estás loca?
—No estoy segura —respondió Vin. Se dio media vuelta, y un grupo de koloss avanzó, en silencio, como siguiendo una orden. El más grande tomó a Vin en brazos, alzándola hasta que casi estuvo a la altura de la muralla. Varios guardias retrocedieron.
»Estoy cansada, Penrod —dijo Vin. Sazed tuvo que decantar su mentestaño auditiva para escuchar sus palabras.
—Todos estamos cansados, niña —respondió Penrod.
—Yo estoy particularmente cansada. Cansada de juegos. Cansada de que muera gente por las discusiones entre sus líderes. Estoy cansada de que se aprovechen de las buenas personas.
Penrod asintió en silencio.
—Quiero que reagrupes a los soldados que te queden —dijo Vin, volviéndose para contemplar la ciudad—. ¿Cuántos tienes aquí?
—Unos doscientos.
Vin asintió.
—La ciudad no está perdida: los koloss han luchado contra los soldados, pero no han tenido mucho tiempo para volverse contra la población todavía. Quiero que envíes a tus soldados a encontrar a todos los grupos de koloss que estén saqueando o matando. Proteged a la gente, pero no ataquéis a los koloss si podéis evitarlo. Enviad un mensajero de mi parte.
Recordando la testarudez de Penrod, Sazed supuso que el hombre pondría objeciones. No lo hizo. Se limitó a asentir.
—¿Qué haremos entonces? —preguntó Penrod.
—Yo me encargaré de los koloss —dijo Vin—. Iremos a reclamar la fortaleza Venture primero… Voy a necesitar más metales, y allí hay acumulados de sobra. Cuando la ciudad quede asegurada, quiero que tú y tus soldados apaguéis esos incendios. No debería ser demasiado difícil: no quedan muchos edificios que puedan arder.
—Muy bien —dijo Penrod, volviéndose para dar sus órdenes.
Sazed vio en silencio cómo el enorme koloss bajaba a Vin al suelo. Se quedó quieto, como si fuera un monstruo hecho de piedra y no una criatura que respiraba, sangraba y vivía.
—Sazed —dijo Vin en voz baja. Él notó la fatiga en su voz.
—Lady Vin —respondió. A su lado, Ham finalmente salió de su estupor y alzó la cabeza, sorprendido de ver a Vin y a los koloss.
Vin continuó mirando a Sazed, estudiándolo. A este le resultó difícil sostenerle la mirada. Pero ella tenía razón. Podrían hablar de su traición más tarde. Había otras tareas más importantes.
—Soy consciente de que probablemente tienes trabajo para mí —dijo Sazed, rompiendo el silencio—. Pero ¿puedo excusarme? Hay… una tarea que deseo realizar.
—Por supuesto, Sazed —dijo Vin—. Pero primero, dime, ¿sabes si los demás han sobrevivido?
—Clubs y Dockson han muerto, mi señora. No he visto sus cadáveres, pero los informes son de fuentes de fiar. Puedes ver que lord Hammond está aquí, con nosotros, aunque ha sufrido una herida grave.
—¿Brisa? —preguntó ella.
Sazed indicó con la cabeza al bulto que yacía acurrucado junto a la pared.
—Vive, afortunadamente. Su mente, sin embargo, parece estar reaccionando mal a los horrores que ha visto. Podría ser simplemente una especie de conmoción. O… podría ser algo más duradero.
Vin asintió y se volvió hacia Ham.
—Ham. Necesito peltre.
Él asintió, aturdido, y sacó un frasquito con su mano útil. Se lo lanzó. Vin lo apuró y de inmediato su fatiga pareció disminuir. Se enderezó y sus ojos cobraron vida.
Eso no puede ser sano, pensó Sazed con preocupación. ¿Cuánto ha estado quemando?
Con paso más enérgico, Vin se volvió hacia los koloss.
—¿Lady Vin? —la llamó Sazed, haciendo que se girara hacia él—. Todavía hay un ejército ahí fuera.
—Oh, lo sé —respondió Vin, recogiendo una de las grandes espadas de los koloss. Era unos centímetros más alta que ella.
—Soy bien consciente de las intenciones de Straff —dijo, cargándose la espada al hombro. Luego se volvió hacia la nieve y la bruma, y se encaminó hacia la fortaleza Venture, seguida por su extraña guardia de monstruos.
Sazed tardó buena parte de la noche en cumplir la tarea que se había impuesto a sí mismo. Buscó cadáver tras cadáver en la noche helada, muchos de ellos cubiertos de escarcha. La nieve había dejado de caer y se había levantado viento, endureciendo el fango y convirtiéndolo en resbaladizo hielo. Tuvo que quebrar algunos cadáveres para darles la vuelta y ver sus rostros.
Sin el calor de su mentelatón no hubiera podido cumplir su horripilante labor. Incluso con él tuvo que buscarse ropa cálida: una sencilla túnica marrón y un par de botas. Continuó trabajando toda la noche, mientras el viento levantaba a su alrededor copos de nieve y hielo. Empezó en la puerta, naturalmente. Ahí estaban la mayoría de los cadáveres. No obstante, tuvo que pasar luego a las calles y los callejones.
Encontró el cadáver cerca del alba.
La ciudad había dejado de arder. La única luz que Sazed tenía era la de su linterna, pero fue suficiente para revelar el trozo de tela aleteando en un banco de nieve. Al principio, pensó que era otra venda ensangrentada que no había conseguido su propósito. Luego vio un destello de amarillo y naranja y se acercó (ya no tenía fuerzas para correr) y rebuscó en la nieve.
El cuerpo de Tindwyl crujió levemente cuando le dio la vuelta. La sangre del costado estaba congelada, naturalmente, y tenía los ojos abiertos. A juzgar por la dirección de su huida, había estado dirigiendo a sus soldados a la fortaleza Venture.
Oh, Tindwyl, pensó, acariciándole el rostro. Todavía estaba suave, pero horriblemente frío. Después de años de sufrir los abusos de los criadores, después de sobrevivir a tanto había encontrado aquello. La muerte en una ciudad a la que no pertenecía, con un hombre (no, un medio hombre) que no se la merecía.
Liberó su mentelatón y dejó que el frío de la noche lo barriera. No quería sentir calor en este momento. Su linterna aleteó insegura, iluminando la calle, cubriendo de sombras el cadáver helado. Allí, en aquel callejón congelado de Luthadel, contemplando el cadáver de la mujer que amaba, Sazed advirtió algo.
No sabía qué hacer.
Trató de pensar en algo adecuado que decir, algo adecuado que pensar, pero de repente todo su conocimiento religioso le pareció hueco. ¿Qué sentido tenía darle un entierro? ¿Qué valor había en pronunciar las oraciones de un dios muerto hacía mucho tiempo? ¿De qué servía él? La religión de Dadradah no había protegido a Clubs; el Superviviente no había acudido al rescate de los miles de soldados que habían muerto. ¿Cuál era el sentido?
Nada de lo que Sazed sabía le proporcionaba consuelo. Aceptaba las religiones que conocía, creía en su valor, pero eso no le daba lo que necesitaba. No le aseguraban que el espíritu de Tindwyl siguiera viviendo. En cambio, le planteaba preguntas. Si tanta gente creía en tantas cosas distintas, ¿cómo podía ninguna de ellas ser cierta?
Los skaa consideraban a Sazed sagrado, pero en ese momento advirtió que era el más profano de los hombres. Era una criatura que conocía trescientas religiones, pero no tenía fe en ninguna de ellas.
Así, cuando sus lágrimas cayeron y casi empezaron a congelarle el rostro, le ofrecieron tan poco consuelo como sus religiones. Gimió, inclinándose sobre el cadáver congelado.
Y pensó: Mi vida ha sido un engaño.