Sé lo que argumentaréis. Estamos hablando de la Anticipación, de cosas predichas, de promesas hechas por nuestros grandes profetas de antaño. Naturalmente, el Héroe de las Eras encajará en las profecías. Encajará a la perfección. Esa es la idea.
39
Straff Venture cabalgaba tranquilamente en el brumoso crepúsculo. Aunque hubiese preferido ir en un carruaje, le parecía importante viajar a caballo y presentar a las tropas una imagen imponente. Zane, y no era de extrañar, prefería caminar. Trotaba junto al caballo de Straff. Los dos dirigían un grupo de cincuenta soldados.
Incluso teniendo a los soldados cerca, Straff se sentía indefenso. No era solo por las brumas, y no era solo por la oscuridad. Todavía recordaba el contacto de la muchacha en sus emociones.
—Me has fallado, Zane —dijo.
El nacido de la bruma alzó la cabeza, y, quemando estaño, Straff distinguió su ceño fruncido.
—¿Fallado?
—Venture y Cett viven todavía. Y encima enviaste a la muerte a un puñado de mis mejores alománticos.
—Te advertí que podrían morir —dijo Zane.
—Por un propósito, Zane —dijo Straff severamente—. ¿Por qué necesitabas a un grupo de alománticos secretos si ibas a enviarlos a una misión suicida en medio de una reunión pública? Puede que creas que nuestros recursos son ilimitados, pero te aseguro que esos seis hombres no pueden ser sustituidos.
Straff había necesitado décadas de trabajo con sus amantes para reunir a tantos alománticos ocultos. Había sido un trabajo placentero, pero trabajo de todas formas.
En un intrépido gambito, Zane había destruido a una tercera parte de los hijos alománticos de Straff.
¡Mis hijos muertos, nuestra jugada descubierta y esa… criatura de Elend todavía vive!
—Lo siento, padre —dijo Zane—. Creía que el caos y la multitud aislarían a la muchacha y le impedirían usar monedas. Supuse que funcionaría.
Straff frunció el ceño. Sabía bien que Zane se consideraba más competente que su padre: ¿qué nacido de la bruma no hubiera pensado tal cosa? Solo con una equilibrada mezcla de sobornos, amenazas y manipulación mantenía a Zane bajo control.
Sin embargo, al margen de lo que pensara Zane, Straff no era ningún necio. Supo en aquel mismo momento que el joven estaba ocultando algo. ¿Por qué enviar a esos hombres a la muerte?, pensó Straff. Sin duda con intención de que fracasaran… De lo contrario los habría ayudado a combatir a la muchacha.
—No —dijo Zane en voz baja, hablando para sí como hacía a veces—. Es mi padre… —Se calló y alzó bruscamente la cabeza—. No. A ellos tampoco.
Lord Legislador, pensó Straff mirando al loco susurrante que lo acompañaba. ¿Dónde me he metido? Zane se volvía cada vez más impredecible. ¿Había enviado a esos hombres a morir por celos, por sed de violencia, o simplemente se sentía hastiado? Straff no creía que se hubiera vuelto contra él, pero era difícil asegurarlo. Fuera como fuese, no le gustaba tener que confiar en Zane para que sus planes funcionaran. No le gustaba tener que confiar en Zane para nada.
Zane miró a Straff y dejó de hablar. Ocultaba bien su locura, casi siempre. Era tan bueno ocultándola que a veces Straff la olvidaba. Sin embargo, seguía acechando bajo la superficie. Zane era la herramienta más peligrosa que Straff había usado jamás. La protección de un nacido de la bruma se imponía al peligro de la locura de Zane. A duras penas.
—No tienes que preocuparte, padre —dijo Zane—. La ciudad seguirá siendo tuya.
—Mientras esa mujer viva, nunca será mía —dijo Straff. Se estremeció.
Tal vez se trata de eso. El ataque de Zane fue tan descarado que todos en la ciudad saben que yo estaba detrás, y cuando ese demonio de nacida de la bruma se recupere vendrá por mí para vengarse. Pero si ese es el objetivo de Zane, ¿por qué no me mata él mismo? Lo que hacía Zane no tenía sentido. No tenía que tenerlo. Esa era, tal vez, una de las ventajas de estar loco.
Zane sacudió la cabeza.
—Creo que te sorprenderás, padre. De un modo u otro, pronto no tendrás nada que temer de Vin.
—Ella cree que intenté asesinar a su amado rey.
Zane sonrió.
—No, no lo creo. Es demasiado lista para creer eso.
¿Demasiado lista para ver la verdad?, pensó Straff. Sin embargo, sus oídos amplificados por el estaño oyeron roces en las brumas. Alzó una mano para detener la comitiva. En la distancia apenas pudo distinguir las manchas fluctuantes de las antorchas de la muralla. Estaban cerca de la ciudad, incómodamente cerca.
La procesión de Straff esperó en silencio. Entonces, de las brumas, ante ellos, surgió un hombre a caballo acompañado de cincuenta soldados propios. Ferson Penrod.
—Straff —dijo Penrod, asintiendo.
—Ferson.
—Tus hombres lo hicieron bien —dijo Penrod—. Me alegro de que tu hijo no tuviera que morir. Es un buen chico. Un mal rey, pero un buen hombre.
Un montón de hijos míos han muerto hoy, pensó Straff. El hecho de que Elend siga vivo no es afortunado… Es irónico.
—¿Vas a entregar ya la ciudad? —preguntó.
Penrod asintió.
—Philen y sus mercaderes quieren garantías de que tendrán un título que iguale el que les prometió Cett.
Straff agitó una mano.
—Me conoces, Ferson. —Prácticamente solías humillarte ante mí en las fiestas cada semana—. Siempre cumplo los acuerdos comerciales. Sería un idiota si no satisficiera a esos mercaderes… Ellos son quienes me pagarán los tributos de este dominio.
Penrod asintió con la cabeza.
—Me alegro de que pudiéramos llegar a un acuerdo, Straff. No me fío de Cett.
—Dudo que te fíes de mí.
Penrod sonrió.
—Pero a ti te conozco, Straff. Eres uno de nosotros: un noble de Luthadel. Además, has forjado el reino más estable de las dominaciones. Eso es lo que todos buscamos en estos momentos. Un poco de estabilidad para este pueblo.
—Hablas casi como ese necio hijo mío.
Penrod vaciló, luego sacudió la cabeza.
—Tu hijo no es ningún necio, Straff. Es solo un idealista. En realidad, me entristece ver caer su pequeña utopía.
—Si te entristeces por él, Ferson, entonces también tú eres un idiota.
Penrod se envaró. Straff sostuvo la orgullosa mirada del hombre hasta que el otro bajó los ojos. El intercambio fue sencillo, casi insignificante… pero sirvió de recordatorio.
Straff se echó a reír.
—Vas a tener que acostumbrarte a ser un pez pequeño de nuevo, Ferson.
—Lo sé.
—Anímate —dijo Straff—. Suponiendo que este traspaso de poder se haga como prometiste, no tendrá que morir nadie. Quién sabe, tal vez te deje conservar esa corona tuya.
Penrod alzó la mirada.
—Durante mucho tiempo esta tierra no tuvo reyes —dijo Straff tranquilamente—. Tenía algo más grande. Bueno, yo no soy el lord Legislador… pero puedo ser emperador. ¿Quieres conservar la corona y gobernar como rey a mis órdenes?
—Depende del coste, Straff —contestó Penrod con cierta precaución.
No está completamente sometido, entonces. Penrod siempre había sido muy listo: el noble más importante que se había quedado en Luthadel, y su juego había funcionado.
—El coste es exorbitante —dijo Straff—. Ridículamente.
—El atium —sugirió Penrod.
Straff asintió.
—Elend no lo ha encontrado, pero está ahí, en alguna parte. Fui yo quien extrajo esas geodas: mis hombres se pasaron décadas cosechándolas y llevándolas a Luthadel. Sé cuánto recogimos y sé que la cantidad que volvió a los nobles es mínima. El resto está en la ciudad, en alguna parte.
Penrod asintió.
—Veré qué puedo encontrar, Straff.
Straff alzó una ceja.
—Tienes que recuperar la práctica, Ferson.
Penrod vaciló durante unos instantes. Finalmente inclinó la cabeza.
—Veré qué puedo encontrar, mi señor.
—Bien. Ahora, ¿qué noticias traes de la amante de Elend?
—Se desplomó después de la pelea —dijo Penrod—. Tengo una espía entre el personal de cocina y dice que le llevó un cuenco de guiso a su habitación. Lo devolvieron frío.
Straff frunció el ceño.
—¿Podría esta mujer tuya suministrarle algo a la nacida de la bruma?
Penrod palideció un poco.
—Yo… no creo que eso sea aconsejable, mi señor. Además, ya conoces la constitución de los nacidos de la bruma.
Tal vez está realmente incapacitada, pensó Straff. Si actuamos… El frío contacto de ella en sus emociones le volvió a la memoria. Aturdimiento. Nada.
—No tienes nada que temer de ella, mi señor.
Straff alzó una ceja.
—No tengo miedo, soy cauteloso. No entraré en esa ciudad hasta que mi seguridad esté garantizada. Y hasta que así sea, tu ciudad corre peligro por culpa de Cett. O, peor, ¿qué pasaría si esos koloss deciden atacar, Ferson? Estoy en negociaciones con su líder y parece capaz de controlarlos. Por ahora. ¿Has visto alguna vez los resultados de una matanza koloss?
Probablemente, no. Straff no los había visto hasta hacía muy poco. Penrod tan solo negó con la cabeza.
—Vin no te atacará. No si la Asamblea vota ponerte al mando de la ciudad. La transferencia será perfectamente legal.
—Dudo que le preocupe la legalidad.
—Tal vez —dijo Penrod—. Pero a Elend sí. Y, donde él manda, la muchacha obedece.
A menos que tenga tan poco control sobre ella como yo sobre Zane, pensó Straff estremeciéndose. Dijera lo que dijese Penrod, Straff no iba a tomar la ciudad hasta que aquella horrible criatura hubiera sido eliminada. Para ello solo podía confiar en Zane.
Y esa idea lo asustaba casi tanto como la propia Vin.
Sin más discusiones, Straff le hizo un gesto a Penrod, despidiéndolo. Penrod se dio la vuelta y regresó a las brumas con su séquito. Incluso con su estaño, Straff apenas oyó a Zane aterrizar a su lado. Se volvió a mirar al nacido de la bruma.
—¿De verdad crees que te entregará el atium si lo encuentra? —preguntó Zane en voz baja.
—Tal vez. Tiene que saber que no podrá conservarlo…, no tiene el poder militar para proteger un tesoro como ese. Y, si no me lo entrega…, bueno, probablemente sería más fácil quitarle el atium que encontrarlo por mi cuenta.
Zane pareció considerar satisfactoria la respuesta. Esperó unos momentos, contemplando las brumas. Entonces miró a Straff con una expresión curiosa.
—¿Qué hora es?
Straff consultó su reloj de bolsillo, algo que ningún nacido de la bruma podía llevar. Era demasiado metal.
—Las once y diecisiete —dijo.
Zane asintió y se volvió a mirar la ciudad.
—Ya debería haber hecho efecto.
Straff frunció el ceño. Entonces empezó a sudar. Avivó estaño, cerrando los ojos. ¡Allí!, pensó, advirtiendo una debilidad en su interior.
—¿Más veneno? —preguntó, evitando que el miedo se le notara en la voz, obligándose a no perder la calma.
—¿Cómo lo haces, padre? —preguntó Zane—. Creía con toda seguridad que este te pasaría inadvertido. Y, sin embargo, aquí estás, tan campante.
Straff empezaba a sentirse débil.
—No hace falta ser un nacido de la bruma para detectarlos, Zane —replicó.
Zane se encogió de hombros, sonriendo de aquella manera tan aterradora: agudamente inteligente pero extrañamente inestable. Se limitó a cabecear.
—Vuelves a ganar —dijo, y se abalanzó hacia el cielo agitando las brumas a su paso.
Straff hizo inmediatamente dar la vuelta a su caballo, tratando de mantener el decoro mientras lo acicateaba de regreso al campamento. Podía sentir el veneno. Lo sentía robarle la vida. Lo sentía amenazándolo, superándolo…
Cabalgó, quizá demasiado rápido. Es difícil parecer fuerte cuando te estás muriendo. Finalmente, echó a galopar. Dejó atrás a sus guardias, que lo llamaron sorprendidos hasta que echaron a correr para no perderlo.
Straff ignoró sus quejas. Espoleó el caballo. Notaba que el veneno lo aturdía. ¿Cuál había usado Zane? ¿Gurnuez? No, había que inyectarlo. ¿Tómfola, tal vez? O… quizás había encontrado un veneno que Straff ni siquiera conocía.
Esperaba que no fuera ese el caso. Si Straff no conocía el veneno, entonces Amaranta probablemente tampoco, y no podría incorporar el antídoto a su poción curativa.
Las luces del campamento iluminaron las brumas. Los soldados dieron la voz cuando Straff se acercaba y a punto estuvo de ser empalado por uno de sus hombres, que apuntó su lanza contra el caballo al galope. Por fortuna el hombre lo reconoció a tiempo. Straff lo arrolló a pesar de que bajó la lanza.
Straff fue directamente a su tienda. A esas alturas sus soldados se dispersaban, preparándose para una invasión o algún tipo de ataque. Era imposible que pudiera ocultarle aquello a Zane.
Tampoco podré ocultar mi muerte.
—¡Mi señor! —dijo un capitán, corriendo hacia él.
—Trae a Amaranta —ordenó Straff, bajando del caballo.
El soldado vaciló.
—¿Tu amante, mi señor? ¿Por qué…?
—¡Ahora! —ordenó Straff, abriendo la puerta de su tienda. Se detuvo nada más entrar, con las piernas temblorosas, mientras la puerta volvía a cerrarse. Se frotó la frente con una mano vacilante. Demasiado sudor.
¡Maldita sea!, pensó frustrado. Tengo que matarlo, contenerlo… Tengo que hacer algo. ¡No puedo gobernar así!
Pero ¿qué? Había permanecido noches despierto, había malgastado días tratando de decidir qué hacer con Zane. El atium que usaba para sobornarlo ya no parecía una buena motivación. La iniciativa de Zane de masacrar a los hijos de Straff en un intento obviamente inútil de matar a la amante de Elend demostraba que ya no era de fiar, ni siquiera en cierta medida.
Amaranta llegó con sorprendente rapidez e inmediatamente empezó a preparar su antídoto. Poco después, mientras Straff engullía el espantoso bebedizo y sentía al instante sus efectos curativos, llegó a una incómoda conclusión.
Zane tenía que morir.