Algunos de vosotros tal vez conozcáis mi fabulosa memoria. Es cierto: no necesito la mente de metal de un ferruquimista para memorizar una hoja de texto en un instante.

42

Bien —dijo Elend, usando una barra de carbón para rodear otra sección del mapa de la ciudad que tenía delante—. ¿Qué tal aquí?

Demoux se rascó la barbilla.

—¿Grainfield? Es un barrio de nobles, mi señor.

—Lo era —dijo Elend—. Grainfield estaba lleno de casas de primos de los Venture. Cuando mi padre se marchó de la ciudad, lo hicieron la mayoría de ellos.

—Entonces supongo que encontraremos las casas llenas de refugiados skaa.

Elend asintió.

—Sácalos de allí.

—¿Disculpa, mi señor? —dijo Demoux.

Los dos se hallaban en la gran cochera de la fortaleza Venture. Los soldados se movían a toda prisa en la espaciosa sala. Muchos no vestían uniforme; no trabajaban en asuntos oficiales de la ciudad. Elend ya no era rey, pero habían acudido a su llamada.

Eso quería decir algo, al menos.

—Tenemos que sacar a los skaa de esas casas —continuó Elend—. Las casas de los nobles suelen ser mansiones de piedra con un montón de habitaciones pequeñas. Son enormemente difíciles de calentar, pues requieren una chimenea o una estufa en cada habitación. Las casas de inquilinos de los skaa son deprimentes, pero tienen grandes chimeneas y habitaciones amplias.

Demoux asintió lentamente.

—El lord Legislador no podía permitir que sus obreros se congelaran —añadió Elend—. Esas casas de inquilinos son la mejor manera de procurar el bienestar de una gran población de gente con recursos limitados.

—Comprendo, mi señor —dijo Demoux.

—No los obligues, Demoux. Mi guardia personal, aunque se haya reforzado con voluntarios del ejército, no tiene autoridad oficial en la ciudad. Si una familia quiere quedarse en la casa de aristócratas que ocupa, déjala. Pero asegúrate de que sepa que hay una alternativa a la congelación.

Demoux asintió y se dispuso a transmitir la orden. Llegó un mensajero. El hombre tuvo que abrirse paso entre una marea organizada de soldados que recibían órdenes y trazaban planes.

Elend saludó con la cabeza al recién llegado.

—Estás con el grupo de demolición, ¿cierto?

El hombre asintió mientras hacía una reverencia. No iba de uniforme; era soldado, pero no de la guardia de Elend. Era un hombre joven, de mandíbula cuadrada, cabeza calva y sonrisa sincera.

—¿Te conozco? —dijo Elend.

—Te ayudé hace un año, mi señor —contestó el hombre—. Te conduje al palacio del lord Legislador para ayudarte a rescatar a lady Vin…

—Goradel —dijo Elend, recordando—. Eras el guardia personal del lord Legislador.

El hombre asintió.

—Me uní a tu ejército a partir de ese día. Me pareció que era lo que había que hacer.

Elend sonrió.

—Ya no es mi ejército, Goradel, pero te agradezco que vengas a ayudarnos hoy. ¿Qué noticias traes?

—Tenías razón, mi señor —dijo Goradel—. Los skaa ya han saqueado las casas vacías en busca de muebles. Pero no han pensado en las paredes. La mitad de las mansiones abandonadas tienen los muros forrados de madera por dentro, y un montón de las casas de inquilinos son de madera. La mayoría tiene el techo de madera.

—Bien —dijo Elend. Contempló al grupo de hombres convocados. No les había contado sus planes: simplemente había pedido voluntarios para que le ayudaran con unos trabajos. No esperaba que acudieran centenares.

—Parece que estamos reuniendo a un buen grupo, mi señor —dijo Demoux, acercándose.

Elend asintió, y dio permiso a Goradel para retirarse.

—Podremos intentar llevar a cabo un plan aún más ambicioso que el que había planeado.

—Mi señor, ¿estás seguro de que quieres empezar a derribar la ciudad a nuestro alrededor?

—O perdemos edificios o perdemos a gente, Demoux —contestó Elend—. Tendrán que ser los edificios.

—¿Y si el rey trata de detenernos?

—Entonces, obedeceremos. Pero no creo que lord Penrod ponga pegas. Está demasiado ocupado intentando que la Asamblea apruebe una ley para entregar la ciudad a mi padre. Además, probablemente lo mejor para él sea tener a estos hombres aquí, trabajando, que sentados en los barracones preocupándose.

Demoux guardó silencio. Elend hizo lo mismo: ambos sabían lo precaria que era su situación. Había pasado muy poco tiempo desde el intento de asesinato y la transferencia de poder, y la ciudad era un caos. Cett seguía enclaustrado en la fortaleza Hasting, y sus ejércitos habían tomado posiciones para atacar la ciudad. Luthadel era como un hombre con un cuchillo en la garganta. Cada vez que respiraba, le cortaba la piel.

Poco puedo hacer al respecto, pensó Elend. Tengo que asegurarme de que la gente no se muera de frío en las próximas noches. Sentía el terrible frío a pesar de la luz del día, la capa y el refugio. Había mucha gente en Luthadel, pero si conseguía suficientes hombres para derribar los edificios, podría hacer algún bien.

—¡Mi señor!

Elend se volvió para ver cómo se acercaba un hombre con un poblado bigote.

—Ah, Felt —dijo—. ¿Traes noticias?

El hombre se ocupaba del problema de la comida envenenada, sobre todo de cómo estaba colándose en la ciudad.

—Sí, mi señor —asintió—. Interrogamos a los refugiados con un alomántico encendedor, y nada. Luego me puse a pensar. Los refugiados me parecieron una posibilidad demasiado obvia. ¿Extraños en la ciudad? Naturalmente, serían los primeros de quienes sospecharíamos. Supuse que, con todos los problemas que ha habido con los pozos y la comida y todo lo demás, alguien tenía que estar entrando y saliendo de la ciudad.

Elend asintió. Habían vigilado estrechamente a los soldados de Cett en la fortaleza Hasting, y ninguno de ellos era responsable del sabotaje. El nacido de la bruma de Straff seguía siendo una posibilidad, pero Vin no creía que estuviera detrás de los envenenamientos. Elend esperaba que la pista, si podían dar con ella, los llevara hasta alguien de su propio palacio y que se descubriera qué miembro de su personal de servicio había sido sustituido por un kandra.

—¿Bien? —preguntó.

—Interrogué a los encargados de los pasos de la muralla —continuó Felt—. No creo que tengan la culpa.

—¿Pasos de la muralla?

Felt asintió.

—Pasajes ocultos para salir de la ciudad. Túneles y cosas similares.

—¿Esas cosas existen? —preguntó sorprendido Elend.

—Por supuesto, mi señor —dijo Felt—. Moverse entre ciudades era muy difícil para los ladrones skaa durante el reinado del lord Legislador. Todo el que entraba en Luthadel era sometido a un interrogatorio. Así que se buscaban formas de entrar a escondidas en la ciudad. La mayoría de esas vías han sido cortadas: aquellas por las que solía subir y bajar la gente con cuerdas, por las murallas. Unas cuantas siguen operativas, pero no creo que estén dejando entrar a los espías. Cuando el primer pozo fue envenenado, a todos los encargados de los pasos les entró la paranoia de que ibas a ir por ellos. Desde entonces solo han dejado salir de la ciudad a los que quieren huir del asedio, pero no entra nadie.

Elend frunció el ceño. No estaba seguro de qué pensar acerca de que estuvieran desobedeciendo su orden de cerrar las puertas y no dejar salir a nadie.

—A continuación —dijo Felt—, me centré en el río.

—Ya pensamos en eso —dijo Elend—. Las rejas que cubre el agua son todas seguras.

Felt sonrió.

—Sí que lo son. Envié a algunos hombres a bucear y encontraron varios candados en el fondo, manteniendo en su sitio las rejas.

—¿Qué?

—Alguien las ha abierto, mi señor, y luego las ha colocado en su sitio para que no sospecháramos. De esa forma, pueden entrar y salir nadando a placer.

Elend alzó una ceja.

—¿Quieres que sustituyamos las rejas? —preguntó Felt.

—No. No, cambia los candados y coloca guardias. La próxima vez que intenten entrar en la ciudad, quiero que se queden atrapados.

Felt asintió y se marchó con una sonrisa en la cara. Sus talentos como espía no habían sido de mucha utilidad últimamente, y parecía disfrutar con las tareas que Elend le encargaba. Elend anotó mentalmente que tenía que pensar en poner a Felt a trabajar en la localización del espía kandra… suponiendo, claro, que el propio Felt no fuera el espía.

—Mi señor —dijo Demoux, acercándose—. Creo que podría darte una segunda opinión sobre cómo se producen los envenenamientos.

Elend se volvió.

—¿Sí?

Demoux asintió e indicó a un hombre que se acercara. Era joven, de unos dieciocho años, con la cara y la ropa sucias de los obreros skaa.

—Este es Larn —dijo Demoux—. Un miembro de mi congregación.

El joven inclinó la cabeza ante Elend, nervioso.

—Puedes hablar, Larn —dijo Demoux—. Dile a lord Venture lo que viste.

—Bueno, mi señor. Traté de informar de esto al rey. Al nuevo rey, quiero decir —se ruborizó, avergonzado.

—Muy bien. Continúa.

—Bueno, sus hombres me echaron. Dijeron que el rey no tenía tiempo para mí. Así que acudí a lord Demoux. Supuse que él me creería.

—¿Sobre qué? —preguntó Elend.

—Inquisidores, mi señor —dijo el hombre en voz baja—. He visto a uno en la ciudad.

Elend sintió un escalofrío.

—¿Estás seguro?

El joven asintió.

—He vivido en Luthadel toda mi vida, mi señor. Vi las ejecuciones muchas veces. Reconocería a cualquiera de esos monstruos. Lo vi. Los clavos en los ojos, alto, la túnica, moviéndose de noche. Cerca de la plaza del centro de la ciudad. Te lo prometo.

Elend compartió una mirada con Demoux.

—No es el único, mi señor —informó Demoux—. Algunos miembros de mi congregación dicen haber visto a un inquisidor en los alrededores de Kredik Shaw. Al principio no les hice caso, pero Larn es de fiar. Si dice que ha visto algo, es que lo ha visto. Es casi tan bueno como un ojo de estaño.

Elend asintió lentamente y ordenó que una patrulla de su guardia personal vigilara la zona indicada. Después volvió a centrarse en su empresa para recuperar madera. Dio órdenes, organizando a los hombres en equipos, y envió a algunos a empezar el trabajo y a otros a reunir reclutas. Sin combustible, muchas fraguas de la ciudad habían cerrado y los obreros estaban ociosos. Tendrían algo en lo que ocupar el tiempo.

Elend vio determinación en los ojos de los hombres cuando empezaron a dispersarse. Conocía esa firmeza en la mirada y los brazos. Provenía de la satisfacción de hacer algo, de no estar sentados esperando que el destino, o los reyes, actuaran.

Elend volvió al mapa e hizo unas cuantas anotaciones. Con el rabillo del ojo, vio entrar a Ham.

—¡Así que aquí están todos! —dijo Ham—. Los campos de entrenamiento están desiertos.

Elend alzó la cabeza, sonriendo.

—¿Has vuelto a ponerte el uniforme, entonces?

Elend miró su uniforme blanco. Diseñado para destacar en una ciudad sucia de ceniza.

—Sí.

—Lástima —dijo Ham con un suspiro—. Nadie tendría que llevar uniforme.

Elend alzó una ceja. El avance del implacable invierno había obligado a Ham, finalmente, a ponerse una camisa bajo el chaleco. Pero no llevaba ni capa ni abrigo.

Elend volvió al mapa.

—Me sienta bien —dijo—. Parece lo apropiado. Además, ese chaleco tuyo es un uniforme como cualquier otro.

—No, no lo es.

—¿No? —preguntó Elend—. Nada anuncia más a gritos a un violento que ir por ahí en invierno sin abrigo, Ham. Has usado tu indumentaria para influir en la reacción de la gente ante ti, para que sepa quién eres y lo que representas…, que es esencialmente para lo que sirve un uniforme.

Ham vaciló.

—Es una interesante forma de verlo.

—¿Qué? ¿Nunca has discutido algo así con Brisa?

Ham negó con la cabeza mientras se volvía a mirar a los grupos de hombres y escuchaba a los que Elend había nombrado para dar las órdenes.

Ha cambiado, pensó Elend. Dirigir esta ciudad, todo esto lo ha cambiado incluso a él. El violento era más solemne, estaba más concentrado. Naturalmente, era más responsable de la seguridad de la ciudad que el resto de la banda. A veces costaba recordar que, pese a su espíritu libre, Ham era un hombre de familia. No solía hablar mucho de Mardra ni de sus dos hijos. Elend sospechaba que era por costumbre: Ham había pasado gran parte de su matrimonio alejado de su familia para mantenerla a salvo.

Toda esta ciudad es mi familia, pensó Elend, viendo cómo los soldados partían a hacer su trabajo. Algunos pensaban probablemente que algo tan simple como reunir leña era una labor mundana, o de poca relevancia en una ciudad amenazada por tres ejércitos. Sin embargo, Elend sabía que el helado pueblo skaa recibiría el combustible con tanto agradecimiento como la salvación de los ejércitos.

La verdad era que Elend se sentía un poco como sus soldados. Sentía satisfacción, incluso entusiasmo por hacer algo, cualquier cosa, que sirviera de ayuda.

—¿Y si se produce el ataque de Cett? —preguntó Ham, mirando a los soldados—. Buena parte del ejército estará dispersa por la ciudad.

—Aunque tuviéramos mil hombres en mis equipos, no haría mella en nuestras fuerzas. Además, Clubs opina que habrá tiempo de sobra para reunirlos. Hemos preparado mensajeros. —Elend volvió a mirar el mapa—. Además, no creo que Cett vaya a atacar todavía. Está a salvo en la fortaleza. Nunca llegaremos a él: tendríamos que apartar a demasiados hombres de las defensas de la ciudad, y eso nos dejaría expuestos. De lo único que realmente tiene que preocuparse es de mi padre…

Elend se calló de pronto.

—¿Qué? —preguntó Ham.

—Por eso está Cett aquí —dijo Elend, parpadeando sorprendido—. ¿No lo ves? Se ha dejado a sí mismo sin opciones, adrede. Si Straff ataca, los ejércitos de Cett acabarán luchando junto a los nuestros. Su destino y el nuestro están unidos.

Ham frunció el ceño.

—Parece una maniobra desesperada.

Elend asintió, recordando el encuentro con Cett.

—Desesperada —dijo—. Un buen trabajo. Cett está desesperado por algún motivo…, un motivo que no he podido averiguar. De todas formas, al entrar aquí se sitúa con nosotros en contra de Straff, queramos la alianza o no.

—Pero ¿y si la Asamblea le entrega la ciudad a Straff? ¿Y si nuestros hombres se unen a él y atacan a Cett?

—Ese es el riesgo que corre —dijo Elend—. Cett nunca ha pretendido librarse de la confrontación que hay en Luthadel. Pretende tomar la ciudad o ser destruido.

»Está aguardando con la esperanza de que Straff ataque, temiendo que se la entreguemos sin más. Pero eso no sucederá mientras Straff tenga miedo de Vin. Un empate a tres bandas. Con los koloss como cuarto elemento que nadie puede predecir.

Alguien tenía que hacer algo para romper el equilibrio.

—Demoux, ¿puedes hacerte cargo de esto?

El capitán Demoux miró alrededor y asintió.

Elend se volvió hacia Ham.

—Tengo una pregunta para ti, Ham.

El violento alzó una ceja.

—¿Hasta qué punto tienes ganas de hacer una locura en este momento?

Elend condujo su caballo a la salida del túnel y se asomó al desolado paisaje que rodeaba Luthadel. Se volvió y contempló la muralla. Era de esperar que los soldados hubieran recibido su mensaje y no lo confundieran con un espía o un explorador de cualquiera de los ejércitos enemigos. Prefería no acabar en las historias de Tindwyl como el ex rey que murió abatido por una flecha de sus propios hombres.

Ham ayudó a salir del túnel a una mujer pequeña y encogida. Como Elend había supuesto, Ham había encontrado un pasadizo adecuado en la muralla para sacarlos de la ciudad.

—Bien, aquí estáis —dijo la anciana, apoyada en su bastón.

—Gracias, buena mujer —contestó Elend—. Has servido bien a tu dominio hoy.

La mujer bufó, alzando una ceja, aunque era casi ciega. Elend sonrió, sacó una bolsa y se la tendió. Ella la agarró con dedos retorcidos, pero sorprendentemente diestros, y examinó el contenido.

—¿Tres de más?

—Para que dejes aquí un explorador esperando nuestro regreso.

—¿Regreso? —preguntó la mujer—. ¿No escapáis?

—No. Tengo asuntos que tratar con uno de los ejércitos.

La mujer alzó de nuevo la ceja.

—Bueno, no es asunto de la abuela —murmuró, volviéndose hacia el agujero—. Por tres monedas, puedo encontrar un nieto que espere aquí unas cuantas horas. Sabe el lord Legislador que tengo bastantes.

Ham la vio marchar con una chispa de afecto en los ojos.

—¿Cuánto tiempo hace que conoces este túnel? —preguntó Elend, viendo cómo un par de hombres fornidos cerraban la entrada oculta en la piedra. Medio excavado, medio tallado en la pared de la muralla, el túnel era una hazaña notable. Incluso después de haber oído hablar de la existencia de esos pasadizos, seguía sorprendiéndole atravesar uno que estaba a pocos minutos a caballo de la mismísima fortaleza Venture.

Ham se volvió hacia él mientras la falsa muralla se cerraba.

—Oh, lo sé desde hace años y años. La abuela Hilde solía darme dulces cuando era un crío. Naturalmente, era una forma barata de conseguir publicidad discreta para su paso de la muralla. Cuando crecí, solía usarlo para sacar a Mardra y los niños de la ciudad cuando venían de visita.

—Espera —dijo Elend—. ¿Creciste en Luthadel?

—Claro.

—¿En las calles, como Vin?

Ham negó con la cabeza.

—Como Vin, no —dijo con voz apagada, observando la muralla—. No creo que nadie creciera como Vin. Tuve padres skaa… Mi abuelo era noble. Me mezclé con los bajos fondos, pero tuve a mis padres durante buena parte de mi infancia. Además, era un niño… y bastante corpulento. —Se volvió hacia Elend—. Supongo que eso constituye una gran diferencia.

Elend asintió.

—No vas a clausurar este lugar, ¿verdad? —preguntó Ham.

Elend se volvió, sorprendido.

—¿Por qué tendría que hacerlo?

Ham se encogió de hombros.

—No parece exactamente el tipo de empresa honrada que tú aprobarías. Es muy probable que haya gente escapando de la ciudad todas las noches tratando de aprovechar este agujero. Se sabe que la abuela Hilde acepta el dinero y no hace preguntas… aunque refunfuñe un poco.

Ham tenía razón. Probablemente no me hubiese hablado de este lugar de no haberle preguntado por él. Sus amigos caminaban por un alambre, cerca de sus antiguos contactos con los bajos fondos; sin embargo, se esforzaban en construir el gobierno por cuya creación tanto habían sacrificado.

—No soy rey —dijo Elend, guiando a su caballo—. Lo que haga la abuela Hilde no es asunto mío.

Ham lo alcanzó con aspecto de alivio. Sin embargo, Elend vio que su optimismo se esfumaba a medida que lo que estaban haciendo iba calando en él.

—No me gusta esto, El.

Dejaron de caminar mientras Elend montaba.

—Ni a mí tampoco.

Ham tomó aire y asintió.

Mis antiguos amigos nobles habrían tratado de hacerme desistir, pensó Elend, divertido. ¿Por qué me he rodeado de gente leal al Superviviente? Esperan que sus líderes corran riesgos demenciales.

—Iré contigo —dijo Ham.

—No. No servirá de nada. Quédate aquí hasta que regrese. Si no lo hago, cuéntale a Vin lo sucedido.

—Claro, se lo contaré —dijo Ham amargamente—. Luego me dedicaré a arrancarme sus dagas del pecho. Asegúrate de que regresas, ¿de acuerdo?

Elend asintió, sin apenas prestarle atención. Sus ojos estaban concentrados en el ejército que se veía en la distancia. Un ejército sin tiendas, carruajes, carros de comida ni sirvientes. Un ejército que se había comido la vegetación del terreno en un amplio círculo alrededor de su posición. Los koloss.

El sudor hacía que las riendas estuvieran resbaladizas en sus manos. Aquello no era como cuando había ido al campamento de Straff y a la fortaleza de Cett. Esta vez estaba solo. Vin no podría sacarlo si las cosas iban mal; estaba todavía recuperándose de sus heridas y nadie más que Ham sabía lo que Elend estaba haciendo.

¿Qué le debo a la gente de esta ciudad?, pensó. Me rechazaron. ¿Por qué sigo insistiendo en protegerlos?

—Reconozco esa expresión, El —dijo Ham—. Volvamos.

Elend cerró los ojos, dejando escapar un suspiro. Los abrió y se lanzó al galope.

Habían pasado años desde que había visto a los koloss, una experiencia debida únicamente a la insistencia de su padre. Straff no se fiaba de las criaturas, y nunca le había gustado tener guarniciones estando ellos en el Dominio Septentrional, a solo unos cuantos días de marcha de su ciudad natal de Urteau. Esos koloss eran un recordatorio, una advertencia del lord Legislador.

Elend espoleó a su caballo, como utilizando el impulso del animal para acicatear su propia fuerza de voluntad. Aparte de una breve visita a la guarnición de koloss de Urteau, todo lo que sabía de las criaturas lo había sacado de los libros. Pero la instrucción de Tindwyl había hecho mella en su antigua confianza.

Tendrá que bastarme la que me queda, pensó mientras se acercaba al campamento. Apretó los dientes, frenando su animal a medida que se aproximaba a un pelotón de koloss.

Eran como recordaba. Una criatura grande, la piel repugnantemente agrietada y rota por las marcas de crecimiento, dirigía a unas cuantas bestias de tamaño mediano, cuyos desgarros sangrantes empezaban a asomar en las comisuras de sus labios y los bordes de sus ojos. Un puñado de criaturas más pequeñas, la piel suelta y arrugada bajo los ojos y los brazos, acompañaba a sus superiores.

Elend refrenó su caballo y se acercó al trote a la bestia más grande.

—Llévame con Jastes.

—Baja del caballo —dijo el koloss.

Elend miró a la criatura directamente a los ojos. Montado, era casi de la misma altura.

—Llévame con Jastes.

El koloss lo miró con aquellos ojos como cuentas ilegibles. Tenía una arruga de un ojo a otro, por encima de la nariz, y una arruga secundaria que le llegaba hasta las fosas nasales; la nariz tan apretada que se le torcía y se le aplastaba.

Ese era el momento crucial. Según los libros la criatura haría lo que le ordenaban o simplemente lo atacaría. Elend esperó, tenso.

—Ven —replicó el koloss, volviéndose hacia el campamento. El resto de las criaturas rodearon el caballo, y la bestia corcoveó, nerviosa. Elend sujetó las riendas con fuerza e instó al animal a avanzar. Respondió con miedo.

Tendría que haberse sentido mejor tras esa pequeña victoria, pero la tensión tan solo aumentó. Se acercaban al campamento. Era como ser engullido. Como dejar que un corrimiento de tierras te arrollara. Los koloss alzaban la cabeza al verlo pasar, observándolo con sus ojos rojos e inexpresivos. Muchos otros continuaban en silencio alrededor de las hogueras donde cocinaban, ajenos a todo, como hombres que han nacido cortos de sesera.

Otros peleaban. Se mataban entre sí luchando en el suelo ante sus compañeros, a quienes poco importaban. Ningún filósofo, científico o erudito había podido determinar exactamente qué irritaba a los koloss. La avaricia parecía una buena causa. Sin embargo, a veces atacaban cuando había comida de sobra y mataban a sus compañeros por un pedazo de carne. El dolor era otra buena causa, al parecer, al igual que el desafío a la autoridad. Reacciones viscerales. Y, sin embargo, parecía que había ocasiones en que atacaban sin causa ni motivo.

Y, después de luchar, se expresaban tranquilamente, como si sus acciones fueran perfectamente lógicas. Elend se estremeció al oír aullidos y se dijo que probablemente no tendría problemas hasta que llegara a Jastes. Los koloss normalmente solo se atacaban entre sí.

A menos que entraran en un frenesí sangriento.

Descartó ese pensamiento y se concentró en las cosas que Sazed había mencionado sobre su viaje al campamento koloss. Las criaturas llevaban las anchas y brutales espadas de hierro que Sazed había descrito. Cuanto más grande era el koloss, más grande era la espada. Cuando un koloss alcanzaba tal tamaño que necesitaba una espada mayor, solo tenía dos opciones: encontrar una que hubiera sido descartada, o matar a alguien y quedarse con la suya. Una población de koloss podía ser controlada burdamente aumentando o disminuyendo el número de espadas disponibles.

Ninguno de los eruditos sabía cómo se reproducían las criaturas.

Como Sazed le había explicado, los koloss llevaban unas extrañas bolsitas atadas a la espada. ¿Qué son?, pensó Elend. Sazed dijo que los koloss más grandes tenían tres o cuatro. Pero el que lidera mi grupo tiene casi veinte. Incluso los koloss pequeños del grupo de Elend tenían tres bolsas.

Esa es la diferencia, pensó. Haya lo que haya en esas bolsas, ¿podría ser el motivo por el que Jastes controla a las criaturas?

No había forma de saberlo, excepto pedirle a un koloss una de las bolsas… y dudaba que fuera a dársela.

Mientras caminaba, advirtió otra cosa curiosa: algunos koloss llevaban ropa. Solo los había visto en taparrabos, como había confirmado Sazed. Sin embargo, muchos de aquellos koloss usaban pantalones, camisa o falda. No llevaban la talla que les correspondía, y la mayoría de las piezas les quedaban tan ajustadas que habían reventado. Otras eran tan anchas que tenían que atárselas. Elend vio a algunos de los koloss más grandes con una especie de pañuelos atados alrededor del brazo o la cabeza.

—Nosotros no somos koloss —dijo de repente el koloss jefe, volviéndose hacia Elend mientras caminaban.

Elend frunció el ceño.

—Explícate.

—Tú piensas que somos koloss —dijo, con los labios demasiado tirantes para pronunciar adecuadamente—. Somos humanos. Viviremos en tu ciudad. Os mataremos y luego la tomaremos.

Elend se estremeció, comprendiendo de dónde procedía la ropa que llevaban. Procedía de la aldea que los koloss habían atacado, aquella cuyos refugiados había acogido en Luthadel. Parecía tratarse de un nuevo grado de desarrollo del pensamiento koloss. ¿O siempre había estado reprimido por el lord Legislador? Elend el erudito estaba fascinado. El resto de su ser estaba simplemente horrorizado.

Su guía koloss se detuvo ante un grupito de tiendas, las únicas estructuras de características similares del campamento. Entonces se dio la vuelta y gritó, sobresaltando al caballo. Elend luchó por impedir que su montura lo arrojase al suelo mientras el koloss saltaba y atacaba a uno de sus compañeros, golpeándolo con un puño enorme.

Elend ganó su pugna. El líder koloss, sin embargo, no.

Elend desmontó, acariciando el cuello del animal mientras el koloss atacado sacaba su espada del pecho de su antiguo líder. El superviviente, que ahora tenía varios cortes en la piel cuyo origen no eran los estiramientos, se agachó para recoger las bolsas atadas a la espalda del cadáver. Elend observó con muda fascinación cómo el koloss se levantaba y hablaba.

—Nunca fue un buen líder —dijo con voz pastosa.

No puedo dejar que estos monstruos ataquen mi ciudad, pensó Elend. Tengo que hacer algo. Tiró del caballo, dándoles la espalda a los koloss, mientras entraba en una zona apartada del campamento, vigilada por un grupo de nerviosos jóvenes de uniforme. Elend entregó las riendas a uno de ellos.

—Cuídamelo —dijo, continuando su camino.

—¡Espera! —le gritó un soldado—. ¡Alto!

Elend se volvió bruscamente, enfrentándose al hombre, quien intentaba apuntarlo con su lanza sin quitar ojo a los koloss. Elend no pretendía ser brusco; solo quería controlar su ansiedad y seguir adelante. Fuera como fuese, la mirada que le lanzó al soldado probablemente hubiese impresionado incluso a Tindwyl.

El soldado se detuvo.

—Soy Elend Venture. ¿Conoces ese nombre?

El hombre asintió.

—Puedes anunciarme a lord Lekal —dijo Elend—. Llévame a su tienda.

El joven echó a andar, presuroso. Elend lo siguió hasta una tienda ante la cual otros soldados inseguros montaban guardia.

¿Cómo les habrá afectado vivir rodeados de koloss siendo tan pocos?, pensó Elend. Sintiendo una punzada de piedad, no trató de forzar su entrada. Esperó con paciencia fingida hasta que una voz llamó desde el interior.

—Dejadle pasar.

Elend dejó atrás a los guardias y apartó la puerta de la tienda.

Los meses no habían sido amables con Jastes Lekal. De algún modo, los escasos mechones de pelo que le quedaban resultaban mucho más patéticos que una calvicie completa. Llevaba el traje arrugado y manchado, y tenía profundas ojeras. Caminaba de un lado para otro, y dio un leve respingo cuando Elend entró.

Entonces se detuvo un instante, con los ojos muy abiertos. Finalmente alzó una mano temblorosa para echarse hacia atrás un cabello que no tenía.

—¿Elend? ¿Qué te ha pasado, en nombre del lord Legislador?

—La responsabilidad, Jastes. Parece que ninguno de los dos estaba preparado para ella.

—Fuera —ordenó Jastes a los guardias, quienes obedecieron y bajaron la puerta al salir—. Ha pasado tiempo, Elend —dijo Jastes, riendo débilmente.

Elend asintió.

—Recuerdo aquellos días sentado en tu estudio o el mío, compartiendo un trago con Telden. Éramos tan inocentes… ¿verdad?

—Éramos inocentes, pero estábamos llenos de esperanza —dijo Elend.

—¿Quieres beber algo? —le ofreció Jastes, volviéndose hacia la mesa. Elend vio botellas y frascos en un rincón de la habitación. Todos estaban vacíos. Jastes puso una botella llena en la mesa y le sirvió una copita. La cantidad y el color claro indicaban que no se trataba de simple vino para cenar.

Elend aceptó la copa, pero no bebió.

—¿Qué ha sucedido, Jastes? ¿Cómo se convirtió el filósofo listo y reflexivo en un tirano?

—¿Tirano? —replicó Jastes, y apuró su copa de un solo trago—. No soy ningún tirano. Tu padre es el tirano. Yo solo soy realista.

—Estar sentado en medio de un ejército koloss no me parece una posición muy realista.

—Puedo controlarlos.

—¿Y Suisna? —preguntó Elend—. La aldea cuya población masacraron.

Jastes vaciló.

—Eso fue un desafortunado accidente.

Elend miró la copa que tenía en la mano y luego la vació, manchando de licor el polvoriento suelo de la tienda.

—Esto no es el estudio de mi padre, y ya no somos amigos. No llamaré amigo a ningún hombre que lidere un ejército contra mi ciudad. ¿Qué ha sido de tu honor, Jastes Lekal?

Jastes bufó, mirando el líquido derramado.

—Ese ha sido siempre tu problema, Elend. Tan seguro, tan optimista, tan riguroso.

—Era nuestro optimismo… —dijo Elend, avanzando un paso—. ¡Queríamos cambiar las cosas, Jastes, no destruirlas!

—Ah, ¿sí? —replicó Jastes, revelando un temperamento que Elend no había visto nunca en su amigo—. ¿Quieres saber por qué estoy aquí, Elend? ¿Prestaste alguna vez atención a lo que estaba sucediendo en el Dominio Meridional mientras tú jugabas en Luthadel?

—Lamento lo que le sucedió a tu familia, Jastes.

—¿Lo lamentas? —dijo Jastes, tomando la botella de la mesa—. Puse en práctica tus ideas, Elend. Hice todo lo que habíamos comentado. Libertad, honradez política. Confié en mis aliados en vez de aplastarlos para someterlos. ¿Y sabes qué sucedió?

Elend cerró los ojos.

—Los mataron a todos, Elend. Eso es lo que haces cuando tomas el poder. Matas a tus rivales y a sus familias…, incluso a las niñas pequeñas, incluso a los bebés. Y dejas sus cadáveres como advertencia. Esa es la buena política. ¡Así es como conservas el poder!

—Es fácil creer en algo si ganas siempre, Jastes —dijo Elend, abriendo los ojos—. Las pérdidas son lo que define la fe de un hombre.

—¿Pérdidas? ¿Mi hermana fue una pérdida?

—No, quiero decir…

—¡Basta! —exclamó Jastes, depositando de golpe la botella sobre la mesa—. ¡Guardias!

Dos hombres abrieron la puerta de la tienda y entraron en la habitación.

—Apresad a Su Majestad —ordenó Jastes, agitando una mano temblorosa—. Enviad un mensajero a la ciudad para decir que queremos negociar.

—Ya no soy rey, Jastes —dijo Elend.

Jastes se detuvo.

—¿Crees que vendría aquí a dejarme capturar si fuera rey? Me han depuesto. La Asamblea eligió a un nuevo rey.

—Maldito idiota.

—Pérdidas, Jastes. No ha sido tan duro para mí como para ti, pero creo que te comprendo.

—Así que ese bonito traje y ese corte de pelo no te han salvado, ¿eh?

—Toma a tus koloss y márchate, Jastes.

—Eso parece una amenaza. No eres rey, no tienes ejército y no veo a tu nacida de la bruma por aquí. ¿Qué fuerza tienes para amenazarme?

—Son koloss —dijo Elend—. ¿De verdad quieres que entren en la ciudad? Es tu hogar, Jastes…, o lo que lo fue una vez. ¡Hay miles de personas dentro!

—Puedo… controlar a mi ejército.

—No, dudo que puedas. ¿Qué sucedió, Jastes? ¿Decidieron que necesitaban un rey? ¿Decidieron que puesto que eso hacen los «humanos» ellos tenían que hacerlo también? ¿Qué llevan en esas bolsas?

Jastes no respondió.

Elend suspiró.

—¿Qué sucederá cuando uno de ellos se vuelva loco y te ataque?

Jastes negó con la cabeza.

—Lo siento, Elend —dijo en voz baja—. No puedo permitir que Straff consiga ese atium.

—¿Y mi pueblo?

Jastes vaciló un instante, luego bajó los ojos e hizo un gesto a los guardias. Uno puso una mano sobre el hombro de Elend.

Incluso el propio Elend se sorprendió de su reacción. Dio un codazo en la cara al hombre que le aplastó la nariz y derribó al otro de una patada en la pierna. Antes de que Jastes pudiera hacer otra cosa que gritar, Elend se abalanzó.

Se sacó de la bota un cuchillo de obsidiana, regalo de Vin, y agarró a Jastes por el hombro. Obligó a volverse a su antiguo amigo, empujándolo de espaldas contra la mesa mientras gimoteaba, y sin apenas pensar en lo que hacía le clavó el cuchillo en el hombro.

Jastes soltó un grito patético.

—Si matarte va a servir para algo útil, lo haré ahora mismo —rugió Elend—. Pero no sé cómo controlas a esas criaturas, y no las quiero sueltas.

Los soldados entraron en la habitación. Elend no levantó la cabeza. Abofeteó a Jastes, acallando sus gritos de dolor.

—Escucha. No me importa si has sufrido, no me importa si ya no crees en la filosofía y no me importa si te haces matar jugando a la política con Straff y Cett.

»Pero me importa que amenaces a mi pueblo. Quiero que saques a tu ejército de mi dominio: ve a atacar las tierras de Straff, o las de Cett. Ambas están indefensas. Te prometo que no permitiré que tus enemigos consigan el atium.

»Y, como amigo, te doy un consejo. Piensa en esa herida del brazo durante algún tiempo, Jastes. Yo era tu mejor amigo, y he estado a punto de matarte. ¿Qué demonios haces en medio de un ejército entero de koloss enloquecidos?

Los soldados lo rodearon. Elend se incorporó, desclavó el cuchillo del cuerpo de Jastes y le dio la vuelta al hombre hasta que tuvo el arma contra su garganta.

Los guardias se detuvieron.

—Me marcho —dijo Elend, empujando al confundido Jastes ante sí y saliendo de la tienda. Advirtió con preocupación que apenas había media docena de guardias humanos. Sazed había contado más. ¿Dónde los había perdido Jastes?

No había ni rastro del caballo. Así que no quitó ojo a los guardias, empujando a Jastes hacia la invisible frontera entre el campamento humano y el de los koloss. Se dio la vuelta al llegar y arrojó a Jastes hacia sus hombres. Lo recogieron y uno le vendó el brazo. Otros hicieron amago de perseguir a Elend, pero se detuvieron, vacilantes.

Elend había cruzado al campamento koloss. Se quedó quieto, observando el patético grupo de jóvenes soldados, con Jastes en el centro. Incluso mientras lo atendían, Elend vio la expresión de los ojos de Jastes. Odio. No se marcharía. El hombre al que había conocido estaba muerto, había sido sustituido por aquel producto de un nuevo mundo que no tenía en buena consideración a los filósofos ni a los idealistas.

Elend se volvió y caminó entre los koloss. Un grupo de ellos se acercó rápidamente. ¿El mismo de antes? No podía decirlo con seguridad.

—Llevadme fuera —ordenó Elend, mirando a los ojos del koloss más grande del grupo. O bien Elend parecía más imponente o ese koloss se dejó manejar más fácilmente, pues no hubo discusión. La criatura simplemente asintió y salió del campamento mientras su equipo rodeaba a Elend.

El viaje ha sido una pérdida de tiempo, pensó Elend con frustración. Lo único que he conseguido ha sido enfrentarme a Jastes. He arriesgado la vida para nada. ¡Si pudiera descubrir lo que hay en esas bolsas!

Miró los koloss que lo rodeaban. Era un grupo típico, con individuos de varios tamaños, desde uno de metro y medio hasta una monstruosidad de tres. Caminaban encogidos, arrastrándose…

Elend todavía tenía el cuchillo en la mano.

Esto es una estupidez, pensó. Por algún motivo, eso no le impidió elegir al koloss más pequeño del grupo, inspirar profundamente y atacar.

El resto de los koloss se detuvieron a mirar. La criatura que Elend había escogido giró… pero en la dirección equivocada. Se volvió hacia el compañero koloss de tamaño más parecido al suyo, mientras Elend lo atacaba y le clavaba el cuchillo en la espalda.

A pesar de no medir más de metro y medio y de no ser corpulento, el koloss era increíblemente fuerte. Empujó a Elend, aullando de dolor. Elend, sin embargo, consiguió no soltar su daga.

No puedo permitir que coja esa espada, pensó, poniéndose en pie y hundiendo el cuchillo en el muslo de la criatura. El koloss volvió a caer, golpeó a Elend con un brazo y buscó la espada con la otra mano. Elend recibió el golpe en el pecho y cayó al suelo ceniciento.

Gimió, jadeando. El koloss desenvainó la espada, pero apenas podía mantenerse en pie. De las dos heridas manaba sangre roja. Parecía más brillante, más densa que la de los humanos, pero podía ser por contraste con la piel azul oscuro.

El koloss, finalmente, consiguió erguirse, y Elend comprendió su error. Se había dejado llevar por la adrenalina de su enfrentamiento con Jastes, por la frustración de ser incapaz de detener a los ejércitos. Aunque llevaba una temporada entrenándose mucho, no era rival para un koloss.

Ya era demasiado tarde para preocuparse por eso.

Elend se apartó rodando cuando una espada gruesa como una porra golpeó el suelo a su lado. El instinto se impuso al terror y casi consiguió evitar el mandoble. Lo alcanzó de refilón en el costado, manchando de sangre su uniforme blanco, pero apenas sintió el corte.

Solo hay una manera de ganar una pelea con un cuchillo contra un tipo que tiene una espada…, pensó, agarrando su arma. La idea, curiosamente, no era de uno de sus entrenadores, ni siquiera de Vin. No estaba seguro de su procedencia, pero confió en ella.

Acércate tan rápido como puedas, y mata.

Elend atacó. El koloss hizo lo mismo. Elend vio el ataque, pero no tuvo tiempo de hacer nada. Solo pudo abalanzarse blandiendo el cuchillo, con los dientes apretados.

Clavó la hoja en un ojo del koloss, consiguiendo a duras penas mantenerse fuera del radio de alcance de la criatura. Incluso así, el mango de la espada lo golpeó en el estómago.

Ambos cayeron.

Elend gimió, consciente de la dura tierra cubierta de ceniza y de los hierbajos comidos hasta la raíz. Una rama caída le arañó la mejilla. Era extraño que advirtiera eso, dado el dolor que sentía en el pecho. Se puso en pie a trompicones. El koloss al que había atacado no se levantó. Sus compañeros permanecieron inmóviles, despreocupados, aunque sin despegar los ojos de él. Parecían querer algo.

—Se ha comido mi caballo —dijo Elend. Fue lo primero que se le pasó por la cabeza.

El grupo de koloss asintió. Elend avanzó tambaleándose, limpiándose la ceniza de la mejilla con una mano mientras se arrodillaba junto a la criatura muerta. Sacó el cuchillo del cadáver y volvió a guardárselo en la bota. A continuación, soltó las bolsas: aquel koloss tenía dos.

Finalmente, sin estar seguro de por qué, se cargó al hombro la gran espada de la criatura. Era tan pesada que apenas podía con ella, y desde luego no podría manejarla. ¿Cómo usa algo así una criatura tan pequeña?

Los koloss lo vieron actuar sin hacer ningún comentario: luego lo acompañaron a la salida del campamento. Solo cuando se hubieron marchado abrió Elend una de las bolsas y miró en su interior.

No tendría que haberle sorprendido lo que encontró. Jastes había decidido controlar su ejército a la antigua usanza.

Les estaba pagando.