Alendi no fue nunca el Héroe de las Eras. En el mejor de los casos, he exagerado sus virtudes, creando un Héroe donde no había ninguno. En el peor, me temo que ha corrompido todo aquello en lo que creemos.

36

En su día, ese almacén había alojado espadas y armaduras, dispersas y amontonadas en el suelo como una especie de tesoro místico. Sazed recordaba haberlo recorrido, maravillado de los preparativos que Kelsier había hecho sin alertar a ninguno de los miembros de su banda. Aquellas armas habían surtido a los rebeldes la víspera de la muerte del Superviviente y permitido la toma de la ciudad.

Esas armas estaban guardadas en taquillas y bastidores. En su lugar, un puñado de personas abatidas y desesperadas se arrebujaban en las pocas mantas que habían podido encontrar. Eran muy pocos hombres, ningún soldado; Straff había incorporado a los soldados a su ejército. Los demás, los débiles, los enfermos, los heridos, habían sido enviados a Luthadel en el convencimiento de que Elend no los rechazaría.

Sazed caminaba entre ellos ofreciendo el consuelo que podía. No tenían muebles, e incluso las mudas de ropa se estaban volviendo escasas en la ciudad. Los comerciantes, comprendiendo que la ropa de abrigo sería un valor añadido durante el inminente invierno, habían empezado a subir los precios de todos sus productos, no solo de los alimentos.

Sazed se arrodilló junto a una mujer sollozante.

—Paz, Genedere —dijo; su mentecobre le permitió recordar el nombre de la mujer.

Ella negó con la cabeza. Había perdido tres hijos en el ataque de los koloss, y dos más en la huida a Luthadel. Ahora, el último (el bebé que había llevado en brazos todo el camino) estaba enfermo. Sazed recogió a la criatura, estudiando con atención sus síntomas. Poco había cambiado desde el día anterior.

—¿Hay esperanza, maese terrisano? —preguntó Genedere.

Sazed contempló al bebé, delgado y con los ojos vidriosos. Las posibilidades no eran muchas. ¿Cómo podía decirle una cosa así?

—Mientras respire, hay esperanza, buena mujer —dijo—. Le pediré al rey que aumente tu porción de comida. Necesitas fuerzas para amamantarlo. Tienes que mantenerlo abrigado. Mantente cerca del fuego y usa un paño húmedo para mojarle los labios cuando no coma. Tiene gran necesidad de líquido.

Genedere asintió, aturdida, y recuperó el bebé. ¡Cómo deseaba Sazed poder darle más! Una docena de religiones diferentes se le pasaron por la cabeza. Se había pasado toda la vida tratando de animar a la gente para que creyera en algo distinto al lord Legislador. Sin embargo, por algún motivo, en ese momento le resultaba difícil predicarle alguna a Genedere.

Era distinto antes del Colapso. Cada vez que hablaba de una religión, Sazed experimentaba una sutil sensación de rebelión. Aunque la gente no aceptara las cosas que enseñaba (y rara vez lo hacía), sus palabras traían el recuerdo de una época en que existían otras creencias distintas a la doctrina del Ministerio de Acero.

Ya no había nada contra lo que rebelarse. El enorme pesar que veía en los ojos de Genedere le impedía hablar de religiones muertas, de dioses largamente olvidados. El esoterismo no aliviaría el dolor de esta mujer.

Sazed se levantó y se acercó a otro grupo de gente.

—¿Sazed?

El terrisano se volvió. No había advertido que Tindwyl entraba en el almacén. Las puertas de la gran estructura estaban cerradas contra la noche y las hogueras proporcionaban una luz inconsistente. Habían abierto agujeros en el techo para que saliera el humo; al alzar la cabeza se veían hilillos de bruma entrando en la sala, aunque se evaporaban antes de llegar al suelo.

Los refugiados no solían mirar hacia arriba.

—Llevas aquí casi todo el día —dijo Tindwyl. La habitación estaba notablemente silenciosa, teniendo en cuenta la gente que había en ella. Las hogueras chisporroteaban y cada cual permanecía en silencio, sumido en su dolor o su aturdimiento.

—Hay muchos heridos —respondió Sazed—. Soy el más adecuado para cuidar de ellos, creo. No estoy solo: el rey ha enviado a otros y lord Brisa está aquí, aplacando el dolor de esta gente.

Señaló con la cabeza hacia Brisa, que estaba sentado en una silla, supuestamente leyendo un libro. Parecía terriblemente fuera de lugar en aquella habitación, con su elegante terno. Sin embargo, su simple presencia, en opinión de Sazed, decía algo notable.

Esta pobre gente, pensó. Tuvieron una vida terrible bajo el gobierno del lord Legislador. Ahora les han quitado incluso lo poco que tenían. Y eran un número muy reducido: cuatrocientos en comparación con los cientos de miles que aún vivían en Luthadel.

¿Qué sucedería cuando se vaciaran los últimos silos? Ya corrían rumores sobre pozos envenenados, y Sazed acababa de oír que también habían saboteado algunos de sus almacenes de grano. ¿Qué le sucedería a esa gente? ¿Cuánto tiempo continuaría el asedio?

De hecho, ¿qué ocurriría cuando el asedio terminara? ¿Qué sucedería cuando los ejércitos finalmente empezaran a atacar y saquear? ¿Qué destrucción, qué pesar causarían los soldados en su búsqueda del atium oculto?

—Te preocupas por ellos —dijo Tindwyl en voz baja, acercándose.

Sazed se volvió hacia ella. Luego agachó la cabeza.

—No tanto como debería, quizá.

—No —dijo Tindwyl—. Lo noto. Me confundes, Sazed.

—Por lo visto tengo talento para eso.

—Pareces cansado. ¿Dónde está tu mentebronce?

De repente, Sazed sintió la fatiga. La había estado ignorando, pero sus palabras parecieron golpearlo como una ola, barriéndolo.

Suspiró.

—Usé toda mi capacidad para permanecer en vela en la carrera hasta Luthadel. Estaba tan ansioso por llegar…

Sus estudios habían languidecido. Con los problemas de la ciudad y la llegada de los refugiados no había tenido mucho tiempo. Además, ya había transcrito el calco. Nuevos trabajos requerirían cotejar detalladamente otras obras, buscando pistas. Probablemente, ni siquiera tendría tiempo para…

Frunció el ceño, advirtiendo la extraña expresión de los ojos de Tindwyl.

—Muy bien —dijo ella, suspirando—. Enséñamelo.

—¿Que te enseñe…?

—Lo que has encontrado. El descubrimiento que te instó a cruzar corriendo dos dominios. Enséñamelo.

De repente, todo pareció hacerse más ligero. Su fatiga, su preocupación, incluso su pesar.

—Me encantaría —dijo en voz baja.

Otro trabajo bien hecho, pensó Brisa, felicitándose, mientras veía a los dos terrisanos salir del almacén.

La mayoría de la gente, ni siquiera los nobles, no comprendía lo que era aplacar las emociones. Lo consideraban una especie de control mental, e incluso aquellos que sabían más suponían que era algo terrible e invasivo.

Brisa nunca lo había visto así. Aplacar no era un acto invasivo. De serlo, entonces la interacción corriente con otra persona lo era también. Cuando se aplacaba bien, no se violaba más la intimidad de una persona de lo que lo hacía una mujer que llevara una túnica escotada o alguien que hablara en tono imperativo. Las tres cosas producían reacciones corrientes, comprensibles y (lo más importante) naturales en la gente.

Como Sazed, por ejemplo. ¿Era «invadirlo» hacer que se sintiera menos fatigado para que pudiera aplicar mejor sus cuidados? ¿Estaba mal aplacar su dolor, solo un poquito, para que pudiera enfrentarse mejor al sufrimiento?

Tindwyl era un ejemplo aún mejor. Tal vez algunos llamaran a Brisa entrometido por aplacar su sentido de la responsabilidad, y su decepción, cuando veía a Sazed. Pero Brisa no había creado las emociones que la decepción había estado cubriendo. Emociones como la curiosidad. El respeto. El amor.

No, si aplacar hubiera sido simple «control mental», Tindwyl se habría apartado de Sazed en cuanto los dos se hubieran alejado de la zona de influencia de Brisa. Pero él sabía que no lo haría. Había tomado una decisión crucial, y Brisa no había tomado esa decisión por ella. El momento llevaba semanas construyéndose; se habría dado con o sin Brisa.

Él había contribuido simplemente a adelantarlo.

Sonriendo para sí, Brisa comprobó su reloj de bolsillo. Todavía le quedaban unos cuantos minutos y se acomodó en su silla, enviando una ola de aplacamiento general para aliviar el dolor y la pena de la gente. Concentrándose en tantos a la vez, no podía ser muy concreto: algunos se encontrarían un poco aturdidos emocionalmente si los empujaba con demasiada fuerza. Pero sería bueno para el grupo en conjunto.

No leía su libro; en realidad, no comprendía cómo Elend y los demás se pasaban tanto tiempo con aquellas cosas terriblemente aburridas. Brisa solo podía leer si no había gente alrededor. Por eso, volvió a hacer lo que estaba haciendo antes de que Sazed hubiera atraído su atención. Estudió a los refugiados, tratando de discernir qué sentía cada uno.

Ese era otro de los errores de aplacar. La alomancia no era tan importante como el talento a la hora de observar. Cierto, tener un toque sutil no venía mal. Sin embargo, aplacar no le daba al alomántico la habilidad de conocer los sentimientos de nadie. Eso tenía que averiguarlo Brisa por su cuenta.

Todo se reducía a lo que era natural. Incluso el skaa más inexperto se daba cuenta de que estaba siendo aplacado si emociones inesperadas empezaban a brotar en su interior. La verdadera sutileza era animar emociones naturales, haciendo con cuidado que las restantes fueran menos poderosas. La gente era un tapiz de sentimientos: normalmente, lo que pensaban que estaban «sintiendo» en un momento se refería solamente a las emociones que los dominaban en ese momento.

El aplacador cuidadoso veía lo que había debajo de la superficie. Comprendía lo que sentía un hombre, aunque ese hombre mismo no entendiera (ni reconociera) esas emociones. Era el caso de Sazed y Tindwyl.

Extraña pareja, esa, pensó Brisa para sí, aplacando absorto a uno de los skaa para relajarlo mientras intentaba dormir. El resto de la banda está convencido de que esos dos son enemigos. Pero el odio rara vez crea tanta amargura y frustración. No, esas dos emociones surgen de problemas completamente distintos. Pero ¿no se supone que Sazed es eunuco? Me pregunto cómo ha pasado esto

Dejó de cavilar cuando las puertas del almacén se abrieron. Elend entró, por desgracia acompañado de Ham. Vestía uno de sus uniformes blancos, con guantes y espada. El blanco era muy simbólico: con toda la ceniza y el hollín de la ciudad, un hombre de blanco llamaba bastante la atención. Los uniformes de Elend tenían que fabricarse con tejidos especiales resistentes a la ceniza, y aun así había que lavarlos cada día. El resultado hacía que mereciera la pena el esfuerzo.

Brisa manejó inmediatamente las emociones de Elend para que estuviera menos cansado, menos inseguro… aunque lo segundo era casi innecesario ya, en parte debido a la terrisana; a Brisa le impresionaba su habilidad para hacer que la gente se sintiera diferente, teniendo en cuenta que no era alomántica.

Brisa dejó las emociones de disgusto y piedad de Elend; ambas eran apropiadas, considerando el entorno. Sin embargo, empujó un poquito a Ham para volverlo menos peleón; Brisa no estaba de humor para discutir con él en ese momento. Se levantó cuando los dos hombres se acercaron. La gente alzó la cabeza al ver a Elend, y su presencia de algún modo les dio una esperanza que Brisa no podía emular con la alomancia. Susurraron, llamando rey a Elend.

—Brisa —saludó Elend—. ¿Está aquí Sazed?

—Me temo que acaba de marcharse.

El rey parecía distraído.

—Ah, bueno. Lo buscaré más tarde.

Elend contempló la habitación con una mueca en el rostro.

—Ham, mañana quiero que reúnas a los mercaderes de ropa de la calle Kenton y los traigas aquí a ver esto.

—Puede que no les guste, Elend —dijo Ham.

—Espero que no. Pero veremos qué les parecen sus precios cuando vean este lugar. Comprendo los precios de la comida, considerando su escasez. Sin embargo, no hay más motivo que la avaricia para negarle la ropa a la gente.

Ham asintió, aunque Brisa notó la reticencia en su postura. ¿Se daban cuenta los demás de lo extrañamente poco beligerante que era Ham? Le gustaba discutir con sus amigos, pero rara vez llegaba a ninguna conclusión. Además, odiaba pelear con desconocidos; a Brisa siempre le había parecido un extraño atributo en alguien a quien se contrataba esencialmente para golpear a la gente. Aplacó a Ham un poquito para que le preocupara menos enfrentarse a los comerciantes.

—No vas a quedarte aquí toda la noche, ¿verdad, Brisa? —preguntó Elend.

—¡Lord Legislador, no! —exclamó Brisa—. Mi querido amigo, tienes suerte de haber conseguido que viniera. Sinceramente, este no es lugar para un caballero. La suciedad, la atmósfera deprimente… ¡y no hablemos ya del olor!

Ham frunció el ceño.

—Brisa, algún día tienes que aprender a pensar en los demás.

—Mientras pueda pensar en ellos a distancia, Hammond, no me importará dedicarme a esa actividad.

Ham sacudió la cabeza.

—Eres un caso perdido.

—¿Vuelves entonces al palacio? —preguntó Elend.

—Pues sí —dijo Brisa, comprobando su reloj.

—¿Necesitas que te lleve?

—Traje mi propio carruaje.

Elend asintió y se volvió hacia Ham; los dos se marcharon por donde habían venido, hablando de la próxima reunión de Elend con los otros miembros de la Asamblea.

Brisa entró en el palacio un poco más tarde. Saludó a los guardias de la puerta, aplacando su fatiga mental. Ellos se irguieron en respuesta, vigilando las brumas con renovado vigor. No duraría mucho, pero pequeños toques como ese eran como una segunda naturaleza para Brisa.

Se estaba haciendo tarde y había poca gente en los pasillos. Se fue a las cocinas, dando un empujoncito mental a las fregonas para volverlas más charlatanas. Eso haría que su trabajo de limpieza se les pasara más rápido. Detrás de las cocinas encontró una habitacioncita de piedra con una mesita iluminada por un par de sencillas lámparas. Era uno de los solitarios comedores del palacio, casi un cubículo.

Clubs estaba sentado en un rincón, con la pierna coja estirada sobre el banco. Miró a Brisa con una mueca.

—Llegas tarde.

—Tú has llegado temprano —dijo Brisa, sentándose en el banco frente a él.

—Es lo mismo —rezongó Clubs.

Había una segunda copa en la mesa, junto a una botella de vino. Brisa se desabrochó el chaleco, suspiró y se sirvió una copa mientras apoyaba las piernas en el banco.

Clubs bebió su vino.

—¿Tienes levantada tu nube? —preguntó Brisa.

—¿A tu alrededor? —respondió Clubs—. Siempre.

Brisa sonrió, dio un sorbo y se relajó. Aunque rara vez tenía ocasión de usar su poder, Clubs era ahumador. Cuando quemaba cobre, las habilidades de todos los alománticos eran invisibles para los que quemaban bronce. Pero lo más importante, al menos para Brisa, era que quemar cobre hacía que Clubs fuera inmune a todo tipo de alomancia emocional.

—No comprendo por qué eso te hace tan feliz —dijo Clubs—. Creía que te gustaba jugar con las emociones.

—Y me gusta.

—Entonces, ¿por qué vienes a beber conmigo cada noche?

—¿Te molesta la compañía?

Clubs no respondió. Era su forma de decir que no le importaba. Brisa miró al refunfuñón general. La mayoría de los miembros de la banda se mantenían alejados de él; Kelsier lo había traído en el último momento, desde que la nube de cobre que normalmente usaban había muerto.

—¿Sabes lo que significa ser un aplacador, Clubs? —preguntó Brisa.

—No.

—Te proporciona un poder notable. Es una sensación maravillosa influir en los que te rodean, sentir siempre que tienes una mano en cómo reaccionará la gente.

—Parece maravilloso —comentó Clubs, sin ninguna emoción.

—Y, sin embargo, te afecta. Me paso la mayor parte de la vida observando a la gente… retorciendo. Empujando, y aplacando. Eso me ha cambiado. Ya no… miro a la gente de la misma manera. Es difícil ser amigo de alguien cuando lo ves como una persona en quien puedes influir y a quien puedes cambiar.

Clubs rezongó.

—Por eso nunca te veíamos con mujeres.

Brisa asintió.

—No puedo evitarlo. Siempre toco las emociones de los que me rodean. Y así, cuando una mujer me ama…

Le gustaba pensar que no las invadía. Sin embargo, ¿cómo podía confiar en alguien que dijera que lo amaba? ¿Era a él o a su alomancia a lo que respondían?

Clubs llenó su copa.

—Eres mucho más tonto de lo que pareces.

Brisa sonrió. Clubs era una de las pocas personas absolutamente inmunes a su toque. La alomancia emocional no funcionaba con él, y siempre era completamente claro con sus emociones: rezongaba por todo. Manipularlo a través de medios no alománticos había resultado una infructuosa pérdida de tiempo.

Brisa contempló su vino.

—Lo divertido es que estuviste a punto de no unirte a la banda por mí.

—Malditos aplacadores —murmuró Clubs.

—Pero eres inmune a nosotros.

—A tu alomancia, tal vez —dijo Clubs—. Pero eso no es lo único que sabéis hacer. Un hombre siempre tiene que mantenerse al tanto con los aplacadores.

—Entonces, ¿por qué dejas que venga a tomar vino contigo todas las noches?

Clubs guardó silencio un instante y Brisa pensó que no iba a responder. Finalmente, Clubs murmuró:

—No eres tan malo como la mayoría.

Brisa tomó un sorbo de vino.

—Es el cumplido más sincero que he recibido jamás.

—No dejes que te afecte.

—Oh, creo que ya es demasiado tarde —dijo Brisa, apurando su copa—. Esta banda… el plan de Kelsier… ya ha hecho un buen trabajo.

Clubs asintió, expresando su acuerdo.

—¿Qué nos ha pasado, Clubs? Me uní a Kell por el desafío. Nunca supe por qué lo hiciste tú.

—Por el dinero.

Brisa asintió.

—Su plan fracasó, su ejército fue destruido y nosotros nos quedamos. Luego él murió y seguimos quedándonos. Este maldito reino de Elend está condenado, lo sabes.

—No duraremos otro mes —dijo Clubs. No era simple pesimismo; Brisa conocía a la gente lo bastante como para saber cuándo alguien hablaba en serio.

—Y, sin embargo, aquí estamos. Me he pasado todo el día haciendo que los skaa se sintieran mejor por el hecho de que hayan matado a sus familias. Tú te pasas los días entrenando a soldados que, con tu ayuda o sin ella, apenas durarán unos segundos contra un enemigo decidido. Seguimos a un muchacho que no tiene ni idea de lo mala que es su situación. ¿Por qué?

Clubs sacudió la cabeza.

—Kelsier. Nos dio una ciudad, nos hizo creer que éramos responsables de su protección.

—Pero nosotros no somos de esa clase de gente —dijo Brisa—. Somos ladrones y timadores. No debería importarnos. Quiero decir… ¡He llegado al punto de aplacar a las fregonas para que sean más felices trabajando! Bien podría empezar a vestirme de rosa e ir por ahí repartiendo flores. Probablemente podría hacer bulto en las bodas.

Clubs bufó. Entonces alzó su copa.

—Por el Superviviente —dijo—. Maldito sea por conocernos mejor de lo que nos conocemos a nosotros mismos.

Brisa alzó su copa.

—Maldito sea —accedió.

Los dos guardaron silencio. Hablar con Clubs tendía a convertirse en…, bueno, no hablar. Sin embargo, Brisa era feliz. Aplacar era maravilloso; le hacía ser quien era. Pero también era trabajo. Ni siquiera los pájaros vuelan sin descanso.

—Ahí estás.

Brisa abrió los ojos. Allrianne estaba en la entrada de la habitación, justo al borde de la mesa. Vestía de celeste; ¿de dónde había sacado tantos vestidos? Su maquillaje era, naturalmente, perfecto, y llevaba un lazo en el pelo. Aquel largo pelo rubio, común en el oeste pero casi desconocido en el Dominio Central, y aquella figura alegre y tentadora…

El deseo floreció inmediatamente en su interior. ¡No!, pensó Brisa. ¡Le doblas la edad! Eres un viejo pervertido. ¡Pervertido!

—Allrianne —dijo, incómodo—, ¿no deberías estar acostada?

Ella puso los ojos en blanco, apartando sus piernas del banco para poder sentarse a su lado.

—Son solo las nueve, Brisa. Tengo dieciocho años, no diez.

Bien podrías tenerlos, pensó él, apartando la mirada, tratando de concentrarse en otra cosa. Sabía que debía ser más fuerte, que no debía dejar que la muchacha se le acercase, pero no hizo nada cuando ella se le arrimó y tomó un sorbo de su copa.

Él suspiró y rodeó sus hombros con un brazo. Clubs tan solo meneó la cabeza, con el esbozo de una sonrisa en los labios.

—Bueno —dijo Vin en voz baja—, eso responde a una pregunta.

—¿Ama? —dijo OreSeur, sentado frente a ella en la habitación oscura. Con sus oídos de alomántica, Vin podía oír exactamente lo que estaba pasando en el cubículo de al lado.

—Allrianne es alomántica.

—¿De verdad?

Vin asintió.

—Lleva encendiendo las emociones de Brisa desde que llegó, haciendo que se sienta más atraído por ella.

—Cabe suponer que él se da cuenta —dijo OreSeur.

—Cabría suponerlo —contestó Vin. Probablemente no tendría que haberle hecho tanta gracia. La muchacha podía ser una nacida de la bruma… aunque la idea de aquella muñeca volando entre las brumas le parecía ridícula.

Lo cual es probablemente lo que quiere que piense, se dijo. Tengo que recordar a Kliss y a Shan: ninguno de los dos resultó ser la persona que yo creía.

—Brisa probablemente no sabe que sus emociones no son naturales. Debía sentirse atraído por ella ya.

OreSeur cerró la boca y ladeó la cabeza: su versión canina de un gesto de preocupación.

—Lo sé —reconoció Vin—. Pero al menos sabemos que no es él quien está utilizando la alomancia para seducirla. Sea como sea, es irrelevante. Clubs no es el kandra.

—¿Cómo puedes saber eso, ama?

Vin vaciló. Clubs siempre tenía encendido su cobre cuando estaba con Brisa: era una de las pocas ocasiones en que lo usaba. Sin embargo, era difícil saber si alguien estaba quemando cobre. Después de todo, si encendían sus metales, se ocultaban por defecto.

Pero Vin podía penetrar en las nubes de cobre. Percibía a Allrianne encendiendo emociones; incluso podía sentir un leve golpeteo surgir del propio Clubs: el pulso alomántico del cobre, algo que Vin sospechaba que poca gente aparte de ella y el lord Legislador había oído jamás.

—Lo sé —dijo Vin.

—Si tú lo dices, ama. Pero… ¿no habías decidido ya que el espía era Demoux?

—Quería asegurarme con Clubs de todas formas. Antes de hacer algo drástico.

—¿Drástico?

Vin guardó silencio un momento. No tenía muchas pruebas, pero contaba con su instinto… y ese instinto le decía que Demoux era el espía. Su forma de moverse a hurtadillas esa noche…, la lógica de haberlo elegido a él…, todo encajaba.

Se levantó. Las cosas se estaban poniendo demasiado peligrosas, eran demasiado delicadas. No podía seguir ignorándolo.

—Vamos —dijo, saliendo del cubículo—. Es hora de meter a Demoux en prisión.

—¿Cómo que lo has perdido? —preguntó Vin en la puerta de la habitación de Demoux.

El criado se ruborizó.

—Mi señora, lo siento. Lo vigilé, como me dijiste… pero salió de patrulla. ¿Tendría que haberlo seguido? Quiero decir, ¿no crees que habría parecido sospechoso?

Vin maldijo para sus adentros. Sin embargo, sabía que no tenía mucho derecho a estar furiosa. Tendría que habérselo dicho directamente a Ham, pensó, llena de frustración.

—Mi señora, se marchó hace solo unos minutos —dijo el criado.

Vin miró a OreSeur y se encaminó pasillo abajo. En cuanto llegaron a una ventana, Vin saltó a la oscura noche, seguida del perro, y cubrió la corta distancia que la separaba del patio.

La última vez lo vi regresar por la puerta de los jardines del palacio, pensó, corriendo a través de la bruma. Allí encontró a un par de soldados de guardia.

—¿Ha pasado por aquí el capitán Demoux? —preguntó, irrumpiendo en su círculo de luz.

Ellos alzaron la cabeza, primero sorprendidos, luego confusos.

—¿Dama Heredera? —preguntó uno de ellos—. Sí, acaba de salir de patrulla hace un par de minutos.

—¿Iba solo?

Ellos asintieron.

—¿No es un poco extraño?

Ellos se encogieron de hombros.

—Sale solo a veces —dijo uno—. Nosotros no hacemos preguntas. Es nuestro superior, después de todo.

—¿Por dónde ha ido?

Uno de los soldados señaló, y Vin echó a correr, con OreSeur a su lado. Tendría que haberlo vigilado mejor. Tendría que haber contratado espías de verdad para que le echaran un ojo. Tendría

Se detuvo. Delante de ella, caminando por una calle silenciosa en medio de las brumas, una figura se dirigía a la ciudad. Demoux.

Vin lanzó una moneda y se impulsó al aire, pasando por encima de su cabeza, hasta aterrizar en el tejado de un edificio. Él continuó su camino, ajeno. Demoux o kandra, ninguno tenía poderes alománticos.

Vin se detuvo, las dagas desenfundadas, dispuesta a saltar. Pero… seguía sin tener ninguna prueba. La parte de ella que Kelsier había transformado, la parte que había aprendido a confiar, pensó en el Demoux que conocía.

¿Creo de verdad que es el kandra?, pensó. ¿O quiero que lo sea, para no tener que sospechar de mis verdaderos amigos?

Él continuó caminando. El oído agudizado por el estaño de Vin captaba fácilmente sus pisadas. Detrás, OreSeur se encaramó al tejado y se acercó a sentarse junto a ella.

No puedo atacar sin más, pensó. Al menos tengo que observar, ver adónde va. Obtener pruebas. Tal vez aprender algo en el proceso.

Hizo una seña a OreSeur, y los dos siguieron en silencio a Demoux por los tejados. Pronto, Vin advirtió algo extraño: un parpadeo de luz iluminaba las brumas unas cuantas calles más allá, convirtiendo los edificios en sombras espectrales. Miró a Demoux, siguiéndolo con los ojos mientras se dirigía a un callejón y avanzaba hacia la luz.

¿Qué…?

Vin saltó del tejado. Solo le hicieron falta tres brincos para llegar a la fuente de la luz. Una modesta hoguera chisporroteaba en el centro de una placita. Los skaa se acurrucaban a su alrededor, un poco asustados de las brumas. Vin se sorprendió al verlos. No había visto a los skaa salir a las brumas desde la noche del Colapso.

Demoux entró por un callejón, saludando a varios skaa. A la luz de la hoguera Vin confirmó que era él… o al menos un kandra con su rostro.

Había unas doscientas personas en la plaza. Demoux hizo ademán de sentarse en el empedrado, pero alguien le acercó rápidamente una silla. Una joven le trajo una jarra de algo humeante, que él aceptó agradecido.

Vin saltó a un tejado, manteniéndose agachada para que la luz de la hoguera no la delatara. Llegaron más skaa, casi todos en grupos, pero algunos valientes lo hicieron solos.

Oyó un sonido a su espalda y Vin se volvió para ver acercarse a OreSeur, que al parecer apenas había podido terminar el salto. Miró la calle, sacudió la cabeza y se reunió con ella. Vin se llevó un dedo a los labios y señaló al creciente grupo de personas. OreSeur ladeó la cabeza, pero no dijo nada.

Finalmente, Demoux se puso en pie, sujetando la humeante taza. La gente se congregó a su alrededor, sentada en las frías piedras, arrebujada en mantas o capas.

—No deberíamos temer a las brumas, amigos míos —dijo Demoux. Su voz no era la de un líder enérgico, ni la de un comandante decidido, sino la de un joven endurecido, un poco vacilante, pero igualmente convincente—. El Superviviente nos lo enseñó —continuó—: Sé que es muy difícil pensar en las brumas sin recordar historias de espectros u otros horrores. Pero el Superviviente nos dio las brumas. Deberíamos tratar de recordarlo, a través de ellas.

Lord Legislador… pensó Vin, asombrada. Es uno de ellos… ¡Un miembro de la Iglesia del Superviviente! Vaciló, sin saber qué pensar. ¿Era el kandra o no lo era? ¿Por qué iba el kandra a reunirse con un grupo de personas como esas? Pero… ¿por qué iba a hacerlo el propio Demoux?

—Sé que es difícil sin el Superviviente —dijo Demoux—. Sé que tenéis miedo de los ejércitos. Confiad en mí, lo sé. Yo también los veo. Sé que sufrís con este asedio. Yo… no sé si puedo deciros que no os preocupéis. El Superviviente padeció grandes penalidades: la muerte de su esposa, su prisión en los Pozos de Hathsin. Pero sobrevivió. Esa es la cuestión, ¿no? Tenemos que seguir viviendo, no importa lo difícil que sea. Venceremos al final. Igual que lo hizo él.

Estaba de pie con la taza en las manos, muy distinto a los predicadores skaa que Vin había visto. Kelsier había elegido hombres apasionados para fundar su religión; o, más precisamente, para fundar la revolución de donde había surgido la religión. Kelsier había necesitado a hombres capaces de entusiasmar a sus seguidores, de acicatearlos para que alcanzaran un clamor destructor.

Demoux era diferente. No gritaba, hablaba con calma. Sin embargo, la gente le prestaba atención. Estaban sentados en el suelo a su alrededor, mirándolo con ojos esperanzados, incluso con adoración.

—La Dama Heredera —susurró uno de ellos—. ¿Qué hay de ella?

—Lady Vin tiene una gran responsabilidad —dijo Demoux—. Se nota el peso que acarrea, y cuánto la frustran los problemas de la ciudad. Es una mujer sencilla, y no creo que le guste el politiqueo de la Asamblea.

—Pero nos protegerá, ¿verdad?

—Sí —respondió Demoux—. Sí, creo que lo hará. A veces, creo que es aún más poderosa que el Superviviente. ¿Sabéis que él solo tuvo dos años para practicar ser un nacido de la bruma? Ella apenas ha tenido ese tiempo.

Vin se volvió. Todo gira sobre lo mismo, pensó. Parecen racionales hasta que hablan de mí, y entonces

—Ella nos traerá la paz, algún día —dijo Demoux—. La Heredera traerá de vuelta el sol, detendrá la caída de las cenizas. Pero tenemos que sobrevivir hasta entonces. Y tenemos que luchar. Toda la obra del Superviviente era ver muerto al lord Legislador y liberarnos. ¿Qué gratitud mostramos si huimos ahora que han llegado los ejércitos?

»Decidles a vuestros representantes en la Asamblea que no queréis que lord Cett, ni siquiera lord Penrod, sean vuestro rey. La votación tendrá lugar dentro de un día, y tenemos que asegurarnos de que el hombre adecuado es nombrado rey. El Superviviente eligió a Elend Venture, y es a él a quien debemos seguir.

Esto es nuevo, pensó Vin.

—Lord Elend es débil —dijo uno de los skaa—. No nos defenderá.

—Lady Vin lo ama —respondió Demoux—. Ella no amaría a un hombre débil. Penrod y Cett os tratan como solían tratar a los skaa, y por eso creéis que son fuertes. Pero eso no es fuerza: es opresión. ¡Tenemos que ser mejores que eso! ¡Tenemos que confiar en el juicio del Superviviente!

Vin se relajó contra el reborde del tejado, mientras la tensión cedía un poco. Si Demoux era realmente el espía, entonces no iba a darle ninguna prueba de ello aquella noche. Así que guardó sus cuchillos y descansó cruzada de brazos en el borde del tejado. El fuego chispeaba en la fría noche de invierno, proyectando columnas de humo que se mezclaban con la bruma, y Demoux continuó hablando con su voz tranquila y razonable, predicando a la gente sobre Kelsier.

Ni siquiera es realmente una religión, pensó Vin mientras escuchaba. La teología es tan simple… No como las complejas creencias de las que habla Sazed.

Demoux enseñaba conceptos básicos. Ponía a Kelsier como modelo, hablaba de supervivencia y de soportar penalidades. Vin comprendía por qué las palabras directas atraían a los skaa. La gente solo tenía dos opciones: seguir esforzándose o rendirse. Las enseñanzas de Demoux les daban una excusa para seguir viviendo.

Los skaa no necesitaban rituales, oraciones, ni códigos. Todavía no. Eran demasiado inexpertos con la religión en general para querer esas cosas. Pero, cuanto más escuchaba, más comprendía Vin la Iglesia del Superviviente. Era lo que necesitaban; elevaba lo que los skaa ya conocían (una vida llena de dificultades) a un plano superior, más optimista.

Y las enseñanzas estaban todavía evolucionando. La deificación de Kelsier era de esperar; incluso la reverencia que le tenían a ella era comprensible. Pero ¿de dónde sacaba Demoux la promesa de que Vin detendría la ceniza y traería de vuelta el sol? ¿Cómo sabía predicar sobre la hierba verde y los cielos azules, describir el mundo tal como era tan solo en alguno de los textos más crípticos?

Describía un extraño mundo de colores y belleza, un lugar ajeno y difícil de concebir, pero igualmente maravilloso. Las flores y las plantas verdes eran cosas extrañas para esa gente; incluso a Vin le costaba imaginarlas, y eso que había oído las descripciones de Sazed.

Demoux estaba dando a los skaa un paraíso. Tenía que ser algo completamente aparte de la experiencia normal, pues el mundo en el que vivían no era un lugar de esperanza. No con un invierno sin comida acercándose, no con ejércitos amenazadores y el gobierno convertido en un torbellino.

Vin se marchó cuando Demoux terminó por fin la reunión. Vaciló un instante, tratando de decidir cómo se sentía. Había estado muy segura respecto a Demoux, pero ahora sus recelos parecían infundados. Él salía de noche, cierto, pero ahora comprendía qué estaba haciendo. Además, había actuado de manera muy sospechosa al salir. Al reflexionar sobre ello, le parecía que un kandra sabría cómo hacer las cosas de una forma mucho más natural.

No es él, pensó. O, si lo es, no va a ser tan fácil de desenmascarar como pensaba. Frunció el ceño, frustrada. Finalmente, suspiró, se puso en pie y se fue al otro lado del tejado. OreSeur la siguió, y Vin lo miró.

—Cuando Kelsier te dijo que tomaras su cuerpo —le dijo—, ¿qué quiso que predicaras a esta gente?

—¿Ama? —preguntó OreSeur.

—Te ordenó aparecer como si fueras él regresado de la tumba.

—Sí.

—Bueno, ¿qué te hizo decir?

OreSeur se encogió de hombros.

—Cosas muy sencillas, ama. Les dije que había llegado el momento de la rebelión. Les dije que yo, Kelsier, había regresado para darles esperanza en la victoria.

Represento aquello que nunca has podido matar, no importa cuánto lo hayas intentado. Fueron las últimas palabras de Kelsier, dichas a la cara del lord Legislador. Yo soy la esperanza.

Yo soy la esperanza.

¿Era extraño que este concepto fuera el centro de la Iglesia erigida a su alrededor?

—¿Te hizo enseñar cosas como las que hemos oído decir a Demoux? ¿Que la ceniza ya no caería y que el sol se volvería amarillo?

—No, ama.

—Es lo que pensaba —dijo Vin, mientras oía un roce en la calle. Se asomó al borde del edificio y vio que Demoux regresaba al palacio.

Vin saltó al callejón tras él, que la oyó y se dio media vuelta, la mano en el bastón de duelo.

—Paz, capitán —dijo Vin, incorporándose.

—¿Lady Vin? —preguntó él, sorprendido.

Ella asintió, acercándose para que pudiera verla mejor en la noche. La débil luz de las antorchas todavía iluminaba el aire desde atrás y los jirones de bruma jugueteaban con las sombras.

—No sabía que fueras miembro de la Iglesia del Superviviente.

Él agachó la cabeza. Aunque era dos palmos más alto que Vin, pareció encogerse un poco.

—Yo… sé que te hace sentir incómoda. Lo siento.

—No importa. Haces algo bueno con esa gente. Elend apreciará tu lealtad.

Demoux alzó la cabeza.

—¿Tienes que decírselo?

—Tiene que saber lo que cree la gente, capitán. ¿Por qué quieres que lo mantenga en secreto?

Demoux suspiró.

—Es que… no quiero que el grupo piense que voy por ahí dando sermones a la gente. Ham piensa que predicar sobre el Superviviente es una tontería, y lord Brisa dice que el único motivo que hay para animar a la gente a que se una a la Iglesia es volverla más maleable.

Vin lo observó en la oscuridad.

—Crees de verdad, ¿no?

—Sí, mi señora.

—Pero conociste a Kelsier. Estuviste con nosotros casi desde el principio. Sabes que no es ningún dios.

Demoux alzó la cabeza, con un poco de desafío en los ojos.

—Murió para derrocar al lord Legislador.

—Eso no lo convierte en divino.

—Nos enseñó a sobrevivir, a tener esperanza.

—Sobrevivisteis antes —dijo Vin—. La gente tenía esperanza antes de que Kelsier fuera arrojado a esos pozos.

—No como la tenemos ahora —respondió Demoux—. Además… él tenía poder, mi señora. Lo sentí.

Vin vaciló. Conocía la historia: Kelsier había usado a Demoux como ejemplo para el resto del ejército en un combate con un escéptico, dirigiendo sus golpes con alomancia, haciendo que pareciera que Demoux tenía poderes sobrenaturales.

—Oh, ahora sé lo que es la alomancia —dijo Demoux—. Pero… lo sentí empujando mi espada ese día. Lo sentí utilizarme, hacerme más de lo que era. Creo que todavía puedo sentirlo a veces. Reforzando mi brazo, guiando mi hoja…

Vin frunció el ceño.

—¿Recuerdas la primera vez que nos vimos?

Demoux asintió.

—Sí. Viniste a las cuevas donde nos ocultábamos el día en que el ejército fue destruido. Yo estaba de guardia. ¿Sabes, mi señora? Incluso entonces, supe que Kelsier vendría por nosotros. Sabía que vendría y que recogería a los que habíamos sido fieles y nos guiaría de vuelta a Luthadel.

Fue a esas cuevas porque yo lo obligué. Quería hacerse matar combatiendo a un ejército él solo.

—La destrucción del ejército fue una prueba —dijo Demoux, contemplando las brumas—. Estos ejércitos…, el asedio… son solo pruebas. Para ver si sobrevivimos o no.

—¿Y la ceniza? —preguntó Vin—. ¿Dónde has oído que dejaría de caer?

Demoux se volvió hacia ella.

—El Superviviente nos enseñó eso, ¿no?

Vin negó con la cabeza.

—Mucha gente lo está diciendo —dijo Demoux—. Debe de ser cierto. Encaja con todo lo demás: el sol amarillo, el cielo azul, las plantas…

—Sí, pero ¿dónde oíste por primera vez esas cosas?

—No estoy seguro, mi señora.

¿Dónde oíste que sería yo quien las trajera de vuelta?, pensó Vin, pero de algún modo no fue capaz de expresar en voz alta la pregunta. De cualquier manera, conocía la respuesta. Demoux no lo sabía. Los rumores se estaban propagando. Sería difícil rastrear su fuente.

—Vuelve al palacio —dijo—. Tendré que decirle a Elend lo que he visto, pero le pediré que no se lo cuente al resto de la banda.

—Gracias, mi señora —respondió Demoux, inclinando la cabeza. Se dio media vuelta y se marchó presuroso. Un segundo más tarde, Vin oyó un golpe tras ella: OreSeur, que saltaba a la calle.

Vin se volvió.

—Estaba segura de que era él.

—¿Ama?

—El kandra —dijo Vin—. Creía que lo había descubierto.

—¿Y?

Negó con la cabeza.

—Es como Dockson… Creo que Demoux sabe demasiado para estar fingiendo. Me parece… real.

—Mis hermanos…

—Son muy hábiles —dijo Vin con un suspiro—. Sí, lo sé. Pero no vamos a arrestarlo. No esta noche, al menos. Lo vigilaremos, pero ya no creo que sea él.

OreSeur asintió.

—Vamos —dijo Vin—. Quiero ver cómo está Elend.