44
Con orgullo y placer, Jimmy observó a Janet al otro lado de la mesa de sus padres el Día de Acción de Gracias. Habían sido unas estupendas vacaciones, excepto que no había podido dormir con ella, como hacían en el campus de la Universidad. La habían instalado en un dormitorio del vestíbulo enfrente del suyo, pero no entraría en su habitación mientras estuviesen en la casa familiar. ¿No resultaba una hipocresía? No podía hacerlo. De todos modos, no deseaba que sus padres tuviesen la menor razón para encontrarle tachas a Janet.
La chica reía, sacudiendo su rizado y oscuro pelo. Odiaba aquel cabello. Por mucho que se lo cepillara, siempre le caía en torno a su redondo rostro. Sus brazos, pechos y caderas eran redondos. (Tendría que vigilarse el peso dentro de muy pocos años). Incluso sus ojos azules eran redondos. Con toda aquella suavidad de curvas se podía esperar que sus ojos fuesen ingenuos o imprecisos, pero no lo eran. Surgían debajo de unas pesadas pestañas, con aguda conciencia de su identidad, tan aguda como el cerebro encerrado en su redondeada cabeza.
A él le divertía pensar que había llegado con las mejores referencias, siendo la nieta de unos vagamente lejanos parientes de la nana, de aquella anciana dama, Ruth, que solía visitar a sus abuelos antes de que muriese.
—¿Cómo os habéis podido encontrar en aquel lugar tan grande? —preguntaba ahora su padre.
—Bueno —explicó Jimmy—. Dado que ambos estamos en el curso preliminar de la carrera de Medicina, es natural que tengamos muchos profesores comunes. Un día, después del laboratorio de Zoología, aquel tipo, Adam Harris, me dio un mensaje. Puedes contarle tú el resto, Janet. Yo siempre me pierdo en estos asuntos de parentesco…
—Fue una cosa muy rara —comenzó Janet—. Parece que el abuelo de ese doctor Harris —ahora ya muerto— fue algo así como un cuarto primo de mi abuela Levinson. Y aquel año, en algún funeral de otro primo, un grupo de parientes estaban hablando y se dieron cuenta de que Jimmy y yo nos encontrábamos en la misma Universidad. Por ello, decidieron que Adam Harris debía presentarnos. Y todo esto en un cementerio, imaginaos…
—Adam Harris también pensó que era muy divertido —añadió Jimmy—. Incidentalmente, debo añadir que es la mejor cosa que nos ha ocurrido en la Universidad. El regalo de un hombre investigador al que también le gusta enseñar. Un ave rara. Y muy humano también. Es un sujeto magnífico.
—Debo decir que nuestros abuelos, el tuyo y el mío, crecieron juntos en el bajo East Side. Nunca supe eso, ¿no es verdad? De todos modos —me dijo Adam aquel día—, he entregado el mensaje y cumplido con mi deber.
—¿Cómo es? —quiso saber Jimmy.
—Juzga por ti mismo, amigo mío. Sólo te diré esto: es condenadamente inteligente. Una de las mejores de su sección. Y esto es todo.
No se le había ocurrido a Jimmy ignorar aquel requerimiento, dado que tenía un fuerte sentido de la cortesía y de las obligaciones sociales. Sólo pretendió llamarla, llevarla una vez a tomar café y olvidarse de ella.
Janet se había reído mucho cuando se lo contó.
—Pues yo también tenía pensado algo parecido. Mi madre me había estado dando la lata. Aún intercambia tarjetas de Nueva York con su abuela, desde que la mía murió, y creo que fue así como se enteró de que ambos estábamos allí. Mi madre quedó muy impresionada con tu familia. Cree que es muy importante…
Sólo Janet decía las cosas así, tan directas. Al principio sus modales habían sorprendido a Jimmy, pero luego comenzaron a gustarle. Nunca trataba de ocultar las cosas y siempre sabías lo que tenía en la cabeza.
—Nosotros somos bastante pobres —le dijo de una forma directa—. Mi abuelo posee una zapatería. Bueno, supongo que tendría que haber dicho pobre a secas. Pero lo que quiero decir es que no pueden mandarme a la Facultad de Medicina, a menos que consiga bastante dinero por mí misma. Trabajo todos los veranos y he conseguido también una beca.
—Me haces sentirme como un niño mimado —tuvo que admitir Jimmy, un poco avergonzado.
—¿Por qué? Yo desearía no tener que pelear tanto. Me gustaría que mis padres me diesen dinero o casarme con un hombre que me lo comprase todo…
—Ya sabes que vivíamos en Washington Heights, al volver la esquina de la casa de apartamentos donde estabais vosotros —le decía Janet ahora a la nana—. Tu marido fue tan bueno con mi abuela… —continuó—. Siempre estaba hablando de él. Cuando el nieto de mi primo Harry estuvo enfermo, él lo pagó todo. Solía decir que ya no había personas como Joseph Friedman.
Los ojos de la nana se humedecieron. Desde que el abuelo había muerto, sus ojos estaban prestos a verter lágrimas a la menor palabra.
Parecía interesarse por Adam Harris.
—¿Lo admiras mucho?
—Oh, sí —dijo Janet—. Te habla, pero también te escucha. Realmente es algo grande.
Nana meneó la cabeza.
—Es extraño. Cuando pienso lo diferente que era del abuelo…
—¿En qué era diferente?
—No sé mucho de él, sólo que, en un tiempo, fue un muchacho vecino del abuelo y que acabó como uno de los mayores distribuidores de alcohol del país.
—Vaya antecedentes más divertidos para el doctor Harris —observó Jimmy—. Es una persona muy sencilla, tiene un «Volkswagen» y se pone el mismo traje cada día.
—Muy interesante —respondió la nana.
Jimmy se preguntó qué tendría su abuela en la trastienda. Con la abuela nunca podía saberse. Luego Anna también le preguntó a Steve:
—¿Conoces también a ese Adam Harris?
—Yo no curso Ciencias. Pero lo conozco un poco y le veo alguna vez con otras personas a la hora de comer. Es un sentimental, un falso defensor del statu quo, al igual que la mayoría de los de la Facultad. Un montón de mierda…
—Me parece —dijo su padre— que no tienes muy buena opinión de ninguno de la Universidad, ¿no es así, Steve?
—Actualmente, no. Son sólo unas herramientas del sistema, unos mercenarios pagados para arrastrar a los jóvenes a la carrera de ratas de las sociedades anónimas. ¿Cómo voy a aprobar nada de todo eso?
—Siento mucho que lo encuentres tan miserable…
—Oh, a mí me importa un pimiento.
Su madre, según pudo ver Jimmy, miró a su padre de reojo mientras le pasaba la salsa de arándanos agrios, y había empezado a abrir la boca para cambiar de tema, cuando Steve dejó caer la bomba.
—Y la razón de que me importe un pimiento es que pienso irme al terminar el curso.
—¿Qué es lo que has dicho? —preguntó papá.
—He dicho que intento irme. Dejarlo correr. Darme el piro.
—Oh, realmente… —respondió su padre muy cortésmente.
Pero cuando hablaba de aquella forma, escondía fuego debajo del hielo de su voz.
—¿De verdad? Y qué piensas hacer con los dos años de Universidad que te quedan…
Steve se encogió de hombros.
—Antes que ninguna otra cosa, deseo detener esta guerra.
—Te reclutarán, ¿ya sabes eso?
—A mí no, conmigo no podrán… No iré…
—¿Irás entonces a la cárcel?
—Tal vez —respondió desenfadadamente Steve—. O, probablemente, me iré a Suecia o al Canadá.
Su abuela jadeó y comenzó a decir algo, pero mamá la previno con la mirada. Todo el mundo en la familia sabía que no había que interferirse en absoluto en los pocos momentos en que papá estaba encolerizado. Steve lo denominaba el prusiano que había en él, aunque le parecía a Jimmy que siempre había leído que los austriacos y los prusianos se despreciaban mutuamente.
—Vamos a dejar aparte la guerra por un momento —prosiguió su padre conteniéndose. Había dejado el tenedor aunque la cena no estaba más que mediada—. O presumamos que la guerra acabará, Dios lo quiera, lo más pronto posible.
Papá siempre decía: «Dios lo quiera», aunque afirmaba que él no creía en Dios.
—¿Seguirías entonces pensando que la educación es algo innecesario?
—Esa clase de enseñanza, sí. No enseñan nada que no puedas aprender por ti mismo, si lo deseas. Y yo no lo deseo, además. No deseo pasarme la vida ganando sólo dinero.
—¿Así que no apruebas el dinero?
—No del modo en que se exalta en este país. No cuando se pone por encima del amor.
—Eres una persona de mucha labia, pero todos tus razonamientos no resisten el menor análisis. ¿Crees, por ejemplo, que debido a que un hombre gana dinero para su familia, no los ama?
—Eso no es lo que él ha dicho, Theo… —objetó mamá, defendiendo a Steve.
El que defendiera a su hermano era una cosa que se remontaba a tan lejos, como Jimmy podía recordar. Incluso años antes, cuando Laura le había gastado una broma y Steve le había pegado, aunque ambos fueron reprendidos, el tono de la reprimenda fue diferente cuando se dirigió a Steve. ¿Se habría dado cuenta su madre, cuando hablaba con él, o acerca de él, cuánta preocupación reflejaba su voz?
Steve murmuró ahora:
—Si quieres pasar las cosas a un plano personal, te diré que me sentiría mucho mejor si redujeras tus consultas a la mitad y nos concedieses más tiempo…
—¡Reducir mis consultas a la mitad! No me sería posible tenerte en casa si hiciese eso… ¿Que no te doy amor?
La voz de su padre se elevó más y aunque no era demasiado alta, vibró lo suficiente como para sacudir la mesa.
—Aquí estás tú sentado con tus dientes blancos, con los mil quinientos dólares que hemos pagado al ortodentista… Oh, ya sé que es vulgar hablar de dinero, pero no he sido el primero en mencionarlo. El dinero constituye una parte del amor y no cabe decir otra cosa. Cada vez que firmo un cheque para algo que necesitas, o algo que te va a dar un placer, yo siento también tu placer. Un trozo de mi amor va junto con cada dólar. Sí, y un pedazo también de mi gratitud al país que hace posible que pueda ser generoso contigo. ¿Comprendes eso?
—No comparto tu patriotería —replicó Steve.
—Patrioterismo, ¿porque expreso mi gratitud hacia este país? —papá había empujado hacia atrás la silla—. Óyeme… Debo todo lo que tengo al país que me acogió. Los locos como tú que han tenido la suerte de nacer aquí, no saben lo afortunados que son. Yo beso este suelo. Lo digo delante de todos, saldría a la acera de delante de esta casa y besaría el suelo, ¿me oyes? Sí, y tu abuelo sentía lo mismo que yo…
—Mi abuelo era una máquina de hacer dinero —respondió Steve—. A ti te concedo algún crédito: por lo menos, te interesan otras cosas como la música, el tenis y el leer. Pero él en toda su vida no hizo nada más que ganar dinero. Y tú sabes que eso es verdad.
—Oh —gritó su abuela—. No comprendo qué sucede aquí, jamás en la mesa durante la cena… Jamás.
Jimmy lanzó una mirada a Janet, pero esta se limitaba a mirar su plato.
Mamá intervino:
—Steve, me entristece y avergüenza esto. No me importa lo que puedas pensar, pero deberías tener un poco de sentimientos…
—¡Sentimientos! —la interrumpió papá—. Sentimientos… Sí, esos izquierdistas lloran a lágrima viva por los desvalidos y los descontentos de los cuatro puntos cardinales de la tierra, pero no tienen ninguna lágrima por la familia que los cuida y vela por ellos. Está bien… Vete de la Universidad; pero nunca preguntes a tus padres qué piensan o qué sienten al ver que destrozas así tu vida…
Se produjo una gran confusión…
Más tarde, en el piso de arriba, Jimmy fue a la habitación de Steve.
—¿Qué diablos te sucede? Hostia, no me importa que te comportes como un condenado loco… Vete, si eso es lo que deseas, pero ¿por qué no me dijiste que ibas a estropearnos la cena?
—Lo sientes porque tu chica estaba allí.
—Tienes muchísima razón. Podías haber aguardado a decir todo eso en privado. No había ninguna razón para hacerlo entonces.
—No, no había ninguna razón. No fui yo quien provocó ese alboroto, recuérdalo… Sólo dije lo que iba a hacer y fue papá el que se salió de sus casillas…
—Sí, pero tú tenías ya una ligera idea de lo que iba a ocurrir. Solías también hacerlo cuando el abuelo vivía, decir cosas que sabías que eran como ondear una bandera roja delante de un toro.
—El abuelo… —contestó Steve desdeñosamente.
—¿No te gustaba el abuelo?
Steve se encogió de hombros, en un ademán de completo rechazo respecto de todas las cargas que no quería soportar.
—Eso es como decir que no me gusta Tutankamón. No tuvimos ninguna clase de comunicación durante años. Ya había muerto muchos años antes de que lo hiciera, aunque él no lo sabía.
—A veces eres condenadamente duro, Steve.
—No soy duro. Sólo deseo tener el mismo derecho que los demás de la familia a expresar mis opiniones, lo cual parece conmoverlos hasta los cimientos. Nunca piensan lo que me destrozan ellos.
—Eso no es cierto. Te he oído a ti y a papá hablar de muchas cosas, de política y justicia social, montañas de veces.
—Está bien. Admitiré que papá hace bien las cosas. Trata de tener una mente abierta, de vez en cuando, cuando está de humor. Escucha e intenta, o dice que lo intenta, comprender. Pero, básicamente, lo sabes tan bien como yo, es un defensor, como cualquiera, de Wall Street, de seguir adelante y poseer cosas, coches, una nueva moqueta y mierdas como esas. Realmente, no se preocupa de la gente que vive en lugares como Harlem, que tienen que preocuparse por la comida en vez de apetecer moquetas. Y el Vietnam. Seguramente, él cree que es algo equivocado, pero no hace nada por ellos, no se pone en el buen camino… Dios, todo este asunto apesta. ¿Sabes qué quiero decir? Algunas veces, cuando le oigo hablar de seguros y de bonos de cajas libres de impuestos, y de toda esa basura, me dan ganas de vomitar. Créeme, me dan auténticas ganas de vomitar.
—Está bien, está bien. Sé por dónde vas, pero es lo mismo. Esta es su casa y supongo que puede hablar de lo que quiera, ¿no es así? Demonios, yo tampoco estoy de acuerdo con ellos la mitad de las veces, pero no voy por ahí hablando esas idioteces. Déjalos pensar como quieran y piensa tú como te dé la gana, por favor…
—¿Y qué clase de relaciones familiares son esas en las que no puedes hablar de lo que tienes en la cabeza? Por eso odio venir a casa, si quieres saberlo. Por lo menos, en la Universidad hablo con libertad. Cuando regreso, es como respirar aire puro otra vez.
—Pensé que ibas a dejar la Universidad…
—Sí, y también un montón de mis amigos. No quiero decir con eso que toda la Universidad sea libre, hostias, no. Me refiero sólo a mi pandilla.
La pandilla de Steve. Gente grave, gesticulante, airados. Se veían muy inteligentes, igual que Steve, aunque realmente no conocía a ninguno de ellos, excepto por haberlos visto de refilón, perorando en el campus, reunidos debajo de los árboles o en las habitaciones de los clubs. Tenían apellidos que conocía por haberlos visto en el Clarion Call, e iban de acá para allá, a las sesiones del Congreso, a las manifestaciones, a las vigilias y a las huelgas. Un tropel de personas en constante flujo y reflujo. Se preguntó cómo estudiaban o aprobaban los exámenes. A fin de cuentas, debían dedicar algún tiempo a los libros, aunque fuesen tan brillantes como Steve. Aquello lo desconcertaba.
—¿Dónde está ese genuino amor que se da por sentado? ¿No será que no existe? —preguntó ahora Steve.
—Steve, ves perfectamente lo que quiero decir, pero pretendes no darte cuenta. No puedo ganarte en una discusión. Tienes una forma de hablar repleta de triquiñuelas y retuerces los argumentos incluso contra el puro sentido común, contra lo que cualquier hombre de la calle, simplemente, siente que es lo justo.
—Sí, sentir. Pensar con la sangre. Como un fascista —añadió Steve.
Steve tenía el hábito, algo burlesco, de cerrar los párpados como despidiéndote. Algunas veces, cuando hacía eso, Jimmy hubiera querido golpearlo. Pero, otras veces, cuando veía a su hermano, y contemplaba las venas azules que le sobresalían en las sienes, debajo de aquella suave y bella piel, sentía más ternura de la que podía tener hacia su hermano pequeño, Philip.
—No quería venir a casa, de todas formas, para el Día de Acción de Gracias —dijo Steve—. Tú me forzaste.
—Siento haberlo hecho —respondió Jimmy en voz baja—. Bueno, ya he tenido bastante por esta noche. Me voy a la cama.
—El sueño de los justos —se burló Steve.
Aquellos sarcasmos siempre lo habían enfurecido. Pero se trataba sólo de una tapadera. Jimmy recordaba haber pensado esto hacía ya muchos años. Se acordaba también de muchas otras cosas.
Como aquella vez en que Jimmy se rompió la pierna y Steve se hizo cargo de todos sus cometidos, le trajo libros de la biblioteca para su proyecto, pasó a máquina sus papeles, alimentó a sus gerbos y atendió las plantas en las que experimentaba las leyes de Mendel. Recordó cómo, cuando eran muy jóvenes, Steve pareció enloquecer por sentirse más débil que él; por no ser capaz de ganar en una pelea, caía en tal frenesí de enrabiado desespero que, una vez terminada la riña, Jimmy lo sentía sobre todo por él. Deudor de su hermano y su guardador. Aquello sonaba muy pomposo, pero era la verdad.
La tarde siguiente, para alivio de Jimmy y preocupación de sus padres, Steve se fue para acudir a una manifestación pacifista en California.
Y la nana invitó a Jimmy y a Janet a comer. Sabía que su abuela debía estar muy complacida con Janet, pues, en caso contrario, no los hubiera invitado. Estaban sentados en el magnífico y soleado salón, mientras las mujeres charlaban con facilidad, como las mujeres parecían ser siempre capaces de hacer. Con sólo la mitad de su mente las oía discutir acerca de la familia de Janet, de la Universidad y de la longitud de las faldas. Con la otra mitad, escuchaba unas voces muy diferentes.
La de cenas que habían celebrado en aquella mesa tan larga y pulida… Parecía que todos adoptaban unas posturas ceremoniosas, aunque, en realidad, no fuera así. Pero lo que recordaba mejor eran las canciones, las oraciones, las flores, las velas de los candelabros y la enorme cantidad de comidas agridulces.
—Te estamos aburriendo —exclamó la abuela de repente.
—No, no. Sólo dejaba vagar mis pensamientos. Pensaba en cómo nos vestíamos para aquellas cenas festivas, con nuestros mejores trajes, y la etiqueta que guardábamos.
—¿No lo odiabas? —preguntó curiosa Janet.
—Oh, cuando yo era muy pequeño, quedaba impresionado. Pero, a partir de los catorce años, acostumbraba a aburrirme mucho. Aquellas comidas no acababan nunca. Me pasaba todo el rato ocultando mis bostezos.
—La gente se aburre con mucha facilidad a los catorce años —observó la nana—. Pero ¿sabes?, era muy bonito, ¿no opinas así?
—Sí, muy hermoso. Ahora, que se había apartado tanto del hogar y la infancia, lo suficiente, tanto en el espacio como en el tiempo, para ver cómo había sido, pensaba que era algo que le gustaría vivir de nuevo, repetirlo cuando llegase el momento.
—Me pregunto si mamá sentirá esta pérdida —preguntó—. Estaba muy unida al abuelo. Y papá no puede o no quiere guardar las fiestas igual que en vuestra casa.
—Imagino que las echa de menos —respondió la nana en voz baja—. Estoy convencida de ello.
Se produjo un momento de silencio en que se sentía la tristeza.
Luego, sorprendentemente, la nana preguntó:
—¿Eres una persona religiosa, Janet?
—Sí, la tradición significa una gran cosa para mí. Siempre lo ha significado.
Su abuela sonrió. Luego añadió con desenfado:
—Cuando terminemos, ¿por qué no le enseñas a Janet la casa? Me ha dicho que le gustaría verla.
Empezaron por el saloncito de la música. En el atril del piano estaban abiertas las variaciones «Goldberg» de Bach.
Jimmy observó:
—Supongo que Philip ha estado aquí.
—Sí, vino a cenar el domingo pasado y tocó para mí.
—¿Recuerdas que nadie se atrevía ni a toser cuando Philip tocaba?
—Claro.
—Con todos los respetos, no creo que se debiera a que el abuelo entendiese o le gustase la música.
Nana se echó a reír.
—Así era…
—Era porque tocaba Philip.
Qué intensidad había en aquel amor… Jimmy se preguntó si al chiquillo le importaría que lo exhibiesen de aquella manera. Pero conjeturó que no. Philip tenía ahora un «Julliard» pero, después de todo, ¿de qué servía tocar un instrumento sin un auditorio? Gracias a Dios, él no fue un muchacho diferente o «extravagante». De hecho, era más equilibrado que la mayoría de las personas, puesto que tenía una naturaleza sociable y casi plácida, que no concordaba demasiado con los tópicos acerca de los músicos y de su temperamento.
Subieron las escaleras hasta la estancia oval del abuelo. El humidificador aún conservaba el aroma de aquellos caros habanos, aunque hacía mucho tiempo que se encontraba vacío. Había planos enrollados en estantes y más estantes. Un ramo de caléndulas frescas en un pequeño florero en el escritorio, las flores de la nana, las mismas que bordeaban la terraza y delimitaban el campo de césped en aquel día ceniciento de finales de otoño.
Janet se acercó a la ventana.
—Qué casa más maravillosa —dijo en voz baja.
—Sí —replicó Jimmy—. En cierta manera es más la casa de mi infancia que la casa en la que actualmente vivo.
Abajo, en el ala de un solo piso de la biblioteca, las enredaderas de Virginia trepaban profusamente por las paredes. Hacía falta toda una generación para que las enredaderas se desarrollasen así. Ahora eran tan poderosas que apenas podían separarse aunque uno quisiese. Toda la casa parecía algo poderoso.
—Recuerdo que me quedé a dormir aquí una vez cuando era muy pequeño —explicó Jimmy—. Tenía mucho miedo de los truenos y aquella noche hubo una espantosa tormenta. Tú sabías que estaba atemorizado, nana, y viniste a mi habitación en la que estaba tendido y despierto. Pero, por primera vez, ya no tuve miedo y tú te quedaste muy sorprendida. Te dije que no me daban miedo estando en aquella casa, que nada malo nos podía lastimar o herir en esta casa, ¿te acuerdas?
—No lo recuerdo, pero me alegra que me lo hayas contado.
La nana pareció complacida.
Después le dieron un beso de despedida y se fueron.
—Tienes una familia maravillosa, Jimmy —le dijo Janet—. La que me gusta más, en especial, es tu abuela. Parece también muy fuerte, al igual que su casa. Me ha dado, oh, no sé cómo decirlo exactamente, una sensación de permanencia. Pertenezco a esa clase de personas a las que le gustan que las cosas perduren, Jimmy.
—Yo también —respondió él.
En su dormitorio, Jimmy estaba sentado en la cama entre un revoltijo de mantas, ropas y libros de texto, observando cómo se vestía Janet. Imaginaba que su carne aún ardía, como si el aire que tocaba la carne de la chica se calentase con ella, y devolviese aquel calor a través del cuarto hasta donde él se encontraba. Preveía lo poco acogedora que quedaría la habitación cuando ella se fuera, y le dejase a él solo hasta la próxima vez. En el año en que la había tratado, la chica se había vuelto algo suyo como sus latidos o su respiración.
—No te vayas —le dijo.
—Jimmy, debo hacerlo. Si me quedo no estudiare y tengo el jueves un examen de Química.
—Estudiaremos juntos. No te molestaré.
—Ya sabes que no estudiaremos.
Él se echó a reír.
—Está bien. Tú ganas.
La chica se puso la chaqueta.
—Bueno. Me voy. Puedes venir a mi cuarto el viernes. Mi compañera se irá a su casa a pasar el fin de semana.
—Está bien. Espera un momento. Me pondré algo y te acompañaré.
Dio una vuelta por la habitación, recogiendo las ropas, la camisa, que colgaba de la máquina de escribir, y los pantalones en el suelo.
—¿Janet?
—Dime, querido.
—Te pido disculpas por la escena que ocurrió en mi casa. Un follón así en tu primera visita… Honestamente, debo decir que nunca había habido una riña igual. Sólo pequeñas querellas de vez en cuando, que siempre comienza Steve.
—No me importa. Sólo lo he sentido por vosotros, especialmente por tu abuela. A mí me gusta mucho tu abuela.
—Sí. Las cosas han sido duras para ella, desde que mi abuelo murió. Realmente es algo grande, Janet. A veces, parece escapada de un libro de cuentos, como si no prestase atención a las cosas del mundo… algo de otros tiempos. No es ninguna chiflada la dama. ¿Ya te he dicho que es una gran entusiasta de la ópera?
—¿Crees realmente que Steve dejará la Universidad?
—Sí, así lo creo. Ya sabes —prosiguió despacio—, que Steve es una especie de genio. Quiero decir, que es capaz de hacer lo que se proponga. Es magnífico en idiomas, matemáticas, en todo. ¿Ya te he contado que tiene en su expediente muchos sobresalientes? Nunca estudia de la forma en que yo lo hago. Quiero decir, que tengo que matarme estudiando. Pero, respecto de él, creo que se trata de una cuestión de memoria; lee una página y al instante todo aquello parece quedarle impreso en la mente. Es algo fantástico…
—¿Por qué se interesa más?
—Por nada. Al principio le gustaba la Historia, pero luego empezó a decir que todo era una mierda, que estaba deformado, que los libros no decían la verdad. Después, se apasionó por la Filosofía, como asignatura principal, pero no creo que le inquiete gran cosa qué planea hacer después…
—Eso sirve para dedicarse a la enseñanza, ¿verdad?
—No creo que desee estudiar. De todos modos, su idea principal es que las Universidades son una trampa, algo irrelevante, sólo para alimentar la máquina militar, ya sabes… —Pensó en algo y se echó a reír— Recuerdo que una vez, le contó a mi abuelo que iba a elegir como asignatura principal la filosofía, y el abuelo le preguntó que para qué servía eso. Con el abuelo todo debía ser práctico. Así, como Steve no le contestara, mi abuelo lo hizo por él tratando de bromear: «Bueno, puedes abrir una tienda que diga: Steve Stern, Filosofía». Todos se rieron, pero aquello enfureció a Steve.
—No tiene mucho sentido del humor.
—No demasiado. Especialmente en la actualidad. Es ese condenado Vietnam. Es algo de lo que habla todo el mundo…
—Es muy importante, Jimmy —le respondió, muy seria, Janet.
—Lo sé. Pero eso no debe envenenar la vida entera de una persona, ¿no crees? De una forma u otra, pienso seguir adelante y convertirme en médico. Y tú también harás lo mismo, ¿no es así?
—Claro que sí…
Abrieron la puerta a un mundo airado por completo. La nieve, que había estado cayendo pausadamente durante todo el día, se había convertido en torbellinos de copos. Parecía chascar al caer como si se tratase de gravilla. El viento cerró de un portazo la puerta detrás de ellos e hizo inclinar los árboles, provocando la caída al suelo de una lluvia de carámbanos.
—El mundo parece encolerizado —comentó Janet.
Probablemente, había que haber nacido aquí en estas llanuras del Oeste Medio, para hacer frente con valor a aquellos vientos salvajes, a aquellos días grises y a aquellos helados inviernos. Tenía las mejillas llenas de carámbanos. Con los ojos medio cerrados contra el viento, tropezó y se tambaleó. Janet se cayó. Jimmy la ayudó a levantarse y siguieron luchando contra los elementos hasta llegar a la puerta de la chica. La luz procedente del edificio mostró sus rizados cabellos blanqueados por la nieve.
—Tienes un aspecto muy dulce con esta nieve en el pelo —comentó Jimmy.
Ella le acarició la mejilla.
—Te amo, Jimmy. Tú eres tan suave que debo preocuparme por aprender muchas cosas de ti…
—Eso no me preocupa…
—No te quedes a estudiar hasta demasiado tarde.
Al volver y tener que luchar contra el viento y la ventisca, se tapó la cara y se protegió con la bufanda de lana. Se sentía profundamente cansado. No se trataba de una fatiga física. No se había percatado de lo tenso que había sido aquel fin de semana en casa, tanto debido a que Janet pudiera no gustarle a su familia, o, lo que era más probable, que ellos no le gustasen a ella, y que, de ese modo, la chica se volviese contra él. Pero todo había salido bastante bien. Ahora lo que sentía era la tensión del día siguiente.
Le había gustado, sobre todo, que Laura y Janet se llevasen bien. Pensó en su hermana, ahora que ya había pasado por los atrevidos humores propios de la adolescencia, que constituían una especie de «norma». Había adoptado una actitud amistosa hacia la vida. Si le hubiesen preguntado qué la caracterizaba, habría empleado palabras como «razonable» o «aceptable». Suponía que simplificaba demasiado las cosas, pero así era como la veía. Se parecía bastante a su padre.
Steve era igual que su madre, pensó divertido, aunque, como ya había observado Jimmy, aquello hubiera podido parecer contradictorio. Y él sabía por qué. Superficialmente, no cabía encontrar dos personas que fueran tan diferentes, al ser su madre tan cortés, y preocuparse tanto por las cosas (se podía leer la ansiedad en sus ojos, en las dos líneas verticales que se formaban entre sus cejas), tan ansiosa por agradar. Siempre temía perder los nervios. ¿Por qué temía que los niños no la amasen? En este aspecto, muy a menudo, les dejaba llegar muy lejos. Y esta misma ansiedad también acosaba a Steve.
Quizá, pensó Jimmy, soy más perceptivo de lo que creo; tendré bastante comprensión cuando sea médico.
Papá les había tratado tanto a él como a Janet con un serio respeto. Les llevó a dar una vuelta por el hospital, el día anterior de Acción de Gracias. De regreso a su gabinete, comieron con él y estuvieron durante más de una hora hablando acerca de médicos y de medicina. Al cabo de un rato, la conversación había derivado de forma inesperada hacia la familia, tal vez porque habían visto el nombre del abuelo en una placa de bronce colocada en el vestíbulo del hospital.
—Le echo mucho de menos —había dicho papá—. Éramos dos personas muy diferentes y diferíamos en muchas cosas. Pero no ha existido un hombre al que haya respetado o amado más. —Se dejó llevar por la conversación y por los recuerdos—. Su familia lo era todo para él. Y él tenía razón. Hubo un tiempo de mi vida en que no deseé ser vulnerable a causa de la familia, en que quise dejarlo correr todo. Pero sin esto no existe nada. Sólo el agujero negro del espíritu.
Jimmy raramente había oído hablar a su padre de una forma tan solemne. Lo que decía sonaba como si lo dijera el abuelo. No estuvo muy seguro de entender lo que su padre decía, pero tuvo la sensación de que papá quería honrarle revelando una parte de él mismo.
Sí, pensó ahora Jimmy, provengo de gente muy decente.
Le hubiera gustado preguntar específicamente a sus padres algo acerca de Janet, pero no se atrevió. No aprobarían un matrimonio prematuro. Dirían que a los veinte años no se conocía bien a sí mismo y no podía adoptar una decisión que resultaría permanente. Pero si era lo suficiente maduro para saber que quería ser médico, y disponer así del resto de su vida, ¿por qué no podía ser también lo suficientemente maduro para tomar una decisión acerca de Janet? Claro que ellos pensaban de otra forma. Así lo hacen la mayoría de los padres.
Sin embargo, quedaba pendiente la cuestión del dinero. No podía pedirles que mantuviesen a su esposa. Papá vivía muy bien, pero debía preocuparse de la educación de cuatro personas y tenía que trabajar muy duro para conseguirlo. No, resultaba por completo imposible.
Subió penosamente las escaleras que llevaban a su habitación. Steve. Janet. Tenía un enorme trabajo ante sí. La admisión en la Facultad de Medicina. Pero, sobre todo, Janet.
La habitación estaba fría sin ella, como ya sabía que sucedería. Cinco años… ¿Quién sabía lo que cinco años podían hacer con el compromiso de ambos? ¿Estar un par de horas juntos aquí y allí, de vez en cuando? Aquello les dejaría casi toda su vida fuera de sus relaciones en común.
Cinco años. Era como decir: un siglo. Era como decir: nunca. Se sintió, de nuevo, profundamente cansado.
—Todas las guerras —repitió Steve—, y no sólo la guerra de Vietnam. Todas las guerras se efectúan para beneficiar a unos pocos, que se hacen ricos o más ricos. El resto debe morir en ellas por nada…
Las venas eran de nuevo prominentes en sus sienes. Parecían una especie de cardenales. Jimmy observó que una de ellas hasta se retorcía.
Se trataba de un grupo incongruente, reunido en la cafetería, y que habían llegado juntos de modo fortuito. Jimmy y Janet habían entrado para protegerse del frío y tomar una bebida caliente. Se habían unido a Adam Harris, que se encontraba solo. Poco después, vieron a Steve, que acababa de regresar de su manifestación pacifista de California. Jimmy pensó que debía de haberse gastado en el viaje casi toda su asignación. Su chaqueta estaba raída. Ahora la había tirado al suelo junto a un montón de libros: Kafka, Fanon, Sartre.
—¿Todas las guerras? —inquirió Adam Harris—. Me recuerdas a aquellos grupos de estudiantes que decían no querer luchar en ninguna guerra más, aunque Hitler se estaba armando ante sus narices. ¿Qué me dices de eso?
—Básicamente, se trataba de lo mismo. Si el mundo de los intereses financieros mundiales no hubiesen alentado a Hitler, no hubiera habido necesidad de la guerra. ¿No te das cuenta de que las guerras y el sistema son las caras opuestas de una misma moneda? ¿Que el uno no puede existir sin la otra?
Exhausto, bajó la cabeza y la ocultó durante un momento en sus brazos cruzados. Los demás se le quedaron mirando y permanecieron en silencio. Llevaban con él más de media hora y la tensión producida empezaba a afectarles también a ellos. De repente, levantó la cabeza.
—Estaba pensando en el avión que me ha traído de vuelta: en él todos parecían muertos, ¿no sabéis eso? Les importaba una puñetera mierda el Vietnam, las escuelas y Latinoamérica… No, lo único que les importaba era quién iba a ganar el próximo partido de liga, mantener a los negros fuera de la Unión y que la azafata valía un buen polvazo. Eso era todo en lo que pensaban.
Adam Harris le replicó paciente:
—No descubres nada nuevo. La gente, naturalmente, se preocupa primero de ellos mismos. Los cambios sociales son lentos. Pero llegan. Eventualmente, cuando haya gente suficiente que quiera que salgamos de esta guerra en el Sudeste asiático, lograremos salir de ella. Así funciona la democracia.
—¡Democracia! Cualquiera que crea que este país es una democracia, necesita un psiquiatra…
—¿Conoces un sistema mejor en otro sitio? —respondió Adam Harris.
—No, esa es la dificultad. Tenemos que crear una democracia nueva de arriba abajo. Y hemos de comenzar deteniendo esta guerra. Ese es el primer paso. —Steve se enfrentó con Jimmy—. ¿Por qué no haces algo al respecto en vez de limitarte a sentarte en la banda? Vamos a celebrar un mitin el domingo por la tarde en «Loomis Hall». ¿Por qué no vienes por lo menos a escuchar?
—Ya sé de qué va. Leo los periódicos.
—Hablará de Danny Congreve. ¿Sabes que es una de las mejores mentes, uno de los pensadores más claros que tenemos? Si hubiera hombres como él dirigiendo el país…
Jimmy había pensado siempre que Congreve era un demagogo. ¿Pero resultaba justo creer esto? Congreve era una especie de discípulo de Harold Clifford, un antiguo cuáquero y teólogo que había recorrido el país, de costa a costa, predicando su evangelio antibélico.
Sacudió la cabeza, y con esfuerzo, aguantó la mirada interrogadora de Steve.
—El domingo por la tarde tengo que enfrentarme con los libros. Has olvidado que debo conseguir aprobar el ingreso.
—Esto sólo es una evasión —objetó Steve—. Encontrarías un poco de tiempo si quisieras.
—Lo que más deseo es llegar a ser médico. A mi manera, seré capaz de hacer algún bien al mundo.
—Sí, e, incidentalmente, te meterás en el bolsillo cincuenta mil dólares al año al hacerlo. O tal vez te hayas propuesto el objetivo de los cien mil.
—Oye, ya que me atosigas tanto te daré la razón de que no quiera verme involucrado en todo esto. He oído demasiado acerca de coches volcados y de roturas de escaparates de los Bancos. Ya sé que tú, personalmente, no haces ese tipo de cosas, o por lo menos confío en que no las hagas. Pero quiero mantenerme apartado por completo y, si eso es tu idea de la cobardía, te la concedo, Steve.
—De lo que tienes miedo es de enfrentarte con la verdad —le contestó Steve.
Adam Harris intervino:
—Yo también opino que esta guerra es una equivocación. Pero no creo que volcar los coches de la gente y romper escaparates constituya una respuesta. La violencia nunca lo es.
Steve se levantó y se puso la chaqueta.
—La violencia es aquello contra lo que vamos, ¿no lo comprendes? Hablas de coches y de escaparates como si resultasen significativos, con son sólo incidentes. La violencia auténtica es la de derramar sangre en la guerra, la competencia de la industria, el deterioro de la Naturaleza. Lo que queremos es que el mundo recupere unos valores decentes, acabar con la competición, la envidia y la ira…
Recogió sus libros, con una súbita y sorprendente timidez en sus modales. Cuando no se apasionaba con sus creencias, pensó en un relámpago Jimmy, desaparecían de él todas sus convicciones. Y este era su aspecto habitual.
—Hasta luego —murmuró Steve—. Hasta luego.
Y llevando sus libros, y con los hombros caídos, se sumergió en la sombría tarde.
Los demás también se levantaron y se dirigieron a la puerta.
—Un joven muy apasionado ese hermano tuyo —observó el doctor Harris.
—Lo sé —reconoció Jimmy—. Desearía… —dudó un momento—. Me gustaría que pensase un poco más en sí mismo, que pensara adónde se dirige. En mi casa están muy preocupados por él…
—No creo que necesites preocuparte. Gran parte de esta conversación son sólo palabras. Por ejemplo, las personas como Congreve parecen lobeznos que quieren destrozar el mundo, pero no lo hacen y el mundo sigue tan embrollado como siempre.
Se detuvieron un momento en la acera.
—Sí —prosiguió Adam Harris—, están a vueltas con la violencia. Es la señal característica de nuestro tiempo. Pero, eventualmente, se percatan de que así no pueden conseguir nada, tanto en la vida de las naciones como en la vida de los individuos. Al final la violencia siempre fracasa. Bueno, ha sido muy agradable hablar con vosotros dos de algo que no sea zoología avanzada de los vertebrados.
Cuando los dejó, Janet habló por primera vez en la última media hora.
—Es asombroso que un cerebro semejante llegue a ser tan inocente, ¿no te parece?
—¿Qué quieres decir con eso de inocente?
—Por el amor de Dios, Jimmy, todo poder, tanto de las naciones como de las familias, se basa en la violencia. Desde las dinastías petroleras al Imperio británico, a las grandes fortunas del país. Incluso en su propia familia, me apostaría algo, aunque él no llegue a saberlo. ¡Todo! Piénsalo bien. Todo…
—Pero él también ha dicho —contraatacó Jimmy— que, al final, también fracasan.
Janet lo miró a los ojos.
—Sí, claro que sí… Cuando son batidos por un adversario más ambicioso, más inteligente y… más violento. ¿No lo ves así?
—Llegado a este punto ya no veo nada. La cabeza me da vueltas.
—Yo no digo que sea justo o bueno, sino la forma como es.
—Me siento confundido. Esta clase de disputas no son para mí. Creo que me regresaré a mi habitación y empollaré zoología de vertebrados. Es más fácil…
En su piso alguien había usado su televisor portátil y había olvidado apagarlo. De aquella cajita de cuadrado ojo llegaba un tumultuoso e histérico chillido. Inmediatamente se pensaba en un accidente de tráfico o en algún otro horror repentino. Pero era, simplemente, un programa concurso de preguntas. En aquel momento mostraban los premios.
Con ojos alucinados y mordiéndose los labios, contemplaban un frigorífico, una aspiradora eléctrica… Cachivaches… Aquello resultaba repugnante, pensó al tiempo que apagaba el televisor. Y no sólo repugnante. Patético también. Pero ¿por qué patético? ¿Porque necesitaban aquellas cosas y les era muy duro permitírselas? ¿O porque no debieran desearlas tan ardientemente? ¿Qué, entonces? Me estoy volviendo como Steve, pensó Jimmy, lleno mi cabeza de preguntas imposibles que carecen de respuesta. Se sentó en la butaca que había junto a la ventana, cansado de repente, con una especie de respiración jadeante.
En realidad, mucho de lo que Steve había perorado era verdad. Aquellos Estados Unidos llenos de basuras. Desperdicios de metales rotos, llantas, botes, estructuras irreconocibles de máquinas fuera de uso. Si se miraba desde la ventanilla de tren se veía un paisaje marchito y seco. Autopistas elevadas sobre montones de coches oxidados entre hierbas moribundas de la altura de un hombre; charcos de grasa y olor a goma quemada en aquellos lugares, en un tiempo, marismas grávidas de patos, desde los que alzaban el vuelo las gaviotas y aleteaban hacia el mar.
Todo gris. El barro, la lluvia; grisor de cenizas, de neumáticos viejos y cajas mojadas de cartón. Y, por encima de toda esta basura, la niebla que formaban los humos.
El vertedero de Norteamérica.
Y un vertedero similar en aquel pequeño país del Sudeste asiático, excepto que allí las ruinas estaban también regadas con sangre. Sintió la misma cólera que su hermano, aquella ira justiciera que consumía y zarandeaba el cuerpo de su hermano.
Pero aquella ira resultaba maléfica. Jimmy quedó agotado. No estaba acostumbrado a pensar tan arduamente acerca de cosas que no se relacionaban con sus propios y difíciles objetivos. Había oído y observado que ese era el efecto de las ciencias principales. ¿Sería tal vez esa la razón de que los pacientes se quejasen de que los médicos no se «sentían unidos» a ellos?
Ahora ya conocía bastante bien lo que le sucedía. Una fuerte aprensión lo acometió, hasta el extremo de que tuvo escalofríos y se quedó helado. Comprendió que quienes veían lo que Steve consideraba con tan ardiente convicción, y que él casi entreveía, podían llegar a ser tan ciegos, tan estrechos y tan despiadados como aquellos contra los que combatían. Se percató de que su justa ira podía llegar a ser tan mortífera y pervertirse con facilidad, que en su fanática deriva sólo acabaría destrozando el mundo, como aquellos lobos de los que había hablado Adam Harris.
Aunque eran cerca de las diez, y el helado campus se encontraba desierto, con todas las ventanas firmemente cerradas contra el frío, dentro de unos minutos se encenderían las luces, sonarían teléfonos, se oirían gritos, portazos y los patios se llenarían. Todos correrían hacia el edificio de Ciencias donde se encenderían todas las luces, de abajo a arriba, como si se tratase de un trasatlántico en noche de gala.
La asombrada multitud estaba silenciosa. Se oía sólo murmullo de voces en el círculo de las lámparas destelleantes, las ominosas luces intermitentes de los coches policiales y de las ambulancias.
—No sé nada —dijo Jimmy, preguntando a uno que estaba de pie cerca de él—, ¿sabes tú algo?
—Creo que oí unos ruidos o un golpazo, y no presté demasiada atención hasta que algunos tipos llegaron corriendo por mi rellano, gritando que se había producido una explosión en el edificio de Ciencias. Nunca creí…
Otras voces se alzaban y se perdían:
—… el edificio estaba vacío…
—… las ambulancias…
—… contratos del Ejército, como es natural…
—… no hay derecho que usen el campus para la máquina militar…
—¿… no formamos parte de Estados Unidos…?
—… todo es una mierda…
—… había alguien allí…
Se produjo el silencio, sólo turbado por algunos susurros y el arrastrar de pies. Se abrió un pasillo entre los que se encontraban cerca de la puerta, para que los hombres que bajaban los escalones con la camilla pudieran pasar.
—Dios mío, ¿quién es?
—¿Está muerto?
—No, muerto no.
Se movía, con un brazo sobresaliendo de debajo de la manta con que lo habían cubierto. La manta se deslizó. La recogieron y volvieron a echarla por el cuerpo, pero antes se vio que la parte inferior del cuerpo estaba ensangrentada y mutilada, revuelta con la ropa y que formaba un amasijo allá donde habían estado las piernas.
—… es el doctor Harris… ¡Hostias, es el doctor Harris!
—… ¿quién es?
—… biología… Se ha debido quedar hasta tarde en su despacho estudiando algunos documentos…
—¿No está muerto? Quiero decir que con esa cara tan cenicienta…
—… es cada causa del choque… No está muerto. Aún no…
—… oh, Dios santo…
A Jimmy le temblaron las piernas. Se sentó en los escalones. En un vasto radio no había nadie a quien conociese, sólo una gran multitud de extraños, que esperaban los próximos acontecimientos. La ambulancia se alejó haciendo ulular la sirena y con las luces giratorias funcionando.
—… el vigilante vio a dos tipos a primeras horas de esta noche… Dice que podría identificarlos.
—… bah, rumores… Yo no creo todo eso…
—… he oído que han encontrado un cadáver allí. Me parece que se trata de Dan Congreve.
—… estás chalado, tío…
—… no, tiene razón… He oído la conversación de dos polis y decían eso…
—… han encontrado a dos de ellos… Al parecer, han sido víctimas de sus propios explosivos… No conocen el nombre del otro tipo.
—… un fiambre, dos fiambres… Dentro de poco hablarán de treinta…
Tan pronto como pudo dominar las rodillas, Jimmy se levantó. Le dolía el pecho. Se preguntó si podría tenerse un ataque al corazón a su edad. Pensó en el que se encontraba tapado por la manta y se le revolvió el estómago. (¡Resultaba difícil encontrar un doctor como aquel!). Pero ayer, en la cafetería, Adam Harris había dicho que la violencia era algo de lo que hablaban los jóvenes, pero que no la empleaban. ¡El último hombre en el mundo que había sido víctima de aquello! Incapaz de matar una mosca, sólo había que mirarlo para comprenderlo. Dios santo… La boca se le llenó de un líquido parecido a vómitos.
Tenía que ver a su hermano. ¿Estaría implicado? No, claro que no. Se asustó. Debo avergonzarme de mí mismo por abrigar —graciosa palabra esa de «abrigar»— tales pensamientos… Pero había otro cadáver. Sin identificar. Steve había dicho: una de las mejores mentes que tenemos; ven a escucharlo…
¿Era posible que Steve…? No, claro que no. Seguramente, Steve se encontraría en su habitación, soñando sobre un libro, demasiado absorto para haber oído toda aquella agitación. Además, su habitación daba al otro lado, hacia el lago. No se podía ver ni oír nada desde allí. De todos modos, lo más probable es que estuviese durmiendo. Era ya más de medianoche. Sí, Steve estaría durmiendo. Siempre se iba a la cama a la hora de las gallinas. Era una de sus costumbres. Claro que sí.
Pero Steve no se encontraba en su habitación.
Llamó y llamó, perturbando a todo el mundo en el rellano.
—¿Qué quieres? —le gritó alguien.
—Busco a mi hermano, Steve Stern.
—No está aquí. Se fue hace un par de horas.
Y la puerta se cerró con fuerza.
Ahora le hacía realmente daño respirar. Le dominó de nuevo el pánico: ¿podía, realmente, una persona de su edad tener un ataque cardíaco? No había ningún lugar donde sentarse, por lo que se deslizó hasta el suelo. Un par de tipos, que regresaban a sus habitaciones, lo miraron llenos de curiosidad, creyendo, sin duda, que se encontraba borracho.
El reloj del abuelo, del piso de abajo, regalo de la promoción de 1910, dio una campanada. La una. Apoyó la cabeza contra una puerta y estiró las piernas. Casi ocuparon toda la extensión del pasillo.
Una vez, sentado al lado de su padre, estaban viendo un telefilme acerca de los nazis y de la resistencia en Francia. Habían capturado a una mujer y la torturaron sacándola las uñas de los dedos de los pies. La mujer no habló, se negó a hablar, aunque repetía con una voz terrible: ¡No tengo nada que decir! ¡No tengo nada que decir! Recordó lo que había pensado en aquel momento: «Es terrible que papá esté viendo todo eso que le recuerda al pasado. Debería apagar el televisor, pero no me atrevo. ¿Por qué no se levanta y sale de la habitación?».
Pero su padre había seguido sentado allí. Cuando todo acabó, se quedó silencioso un momento y Jimmy guardó también silencio. Luego su padre descargó el puño contra la palma de la mano, con tanta fuerza y ruido que Jimmy imaginó que un puño que golpease una mandíbula indefensa haría el mismo ruido. Siguió allí sentado sin saber cómo levantarse o qué decir, y sintiendo la angustia de su padre.
Luego su padre suspiró y dijo:
—Un gran viento tormentoso sacude la tierra. Comenzó en mi juventud y luego se produjo una tregua; pero creo que la tormenta volverá aún con más rabia. Siento cómo crujen la arena y el polvo…
Jimmy se estremeció. Miró el reloj. Eran las seis. Se había quedado dormido y le dolía todo el cuerpo. Steve no había regresado. Lo que ahora debía hacer le parecía muy claro. Debía ir a su habitación, lavarse, afeitarse, tomar el autobús de las siete al centro de la ciudad y dirigirse a la jefatura superior de Policía. Aquel otro cadáver sin identificar debía de ser el de Steve, o bien habría que buscar a Steve por alguna parte. Sí, todo estaba claro.
Flexionó sus dormidas piernas, bajó al patio y comenzó a dirigirse hacia su habitación. Frente al edificio de Ciencias, donde ahora a la luz del día era visible un gran agujero negro entre los ladrillos, con cristales rotos esparcidos por el suelo, se encontraba un coche patrullero y cuatro policías de guardia. Anduvo de forma deliberada en su dirección y se detuvo ante ellos.
—¿Es verdad que han asesinado aquí a Danny Congreve?
Uno de los policías le contempló con frialdad.
—¿Te interesa el asunto personalmente?
—Sí. El doctor Harris era amigo mío.
—Oh, bien. Sí, era Congreve. Y hay otro en el depósito de cadáveres. Hasta ahora no han podido identificarlo, o a lo que ha quedado de él…
Las lágrimas humedecieron los ojos de Jimmy. Se las secó con el guante, pero no antes de que los policías lo observasen. Uno de los polis se dirigió de nuevo a él, pero esta vez con amabilidad:
—Han dicho que el profe vivirá. De todos modos, perderá una pierna, tal vez las dos…
Jimmy siguió allí.
—¡Bastardos! —profirió otro poli— Qué asco… Ni siquiera han sabido hacer apropiadamente el trabajo. Se han matado con su propia dinamita…
La radio del coche empezó a crepitar y los polis se acercaron a escucharla. Jimmy se alejó.
Ha perdido una pierna. Tal vez las dos. Ese Adam Harris jugaba al tenis. Y era bastante bueno, además. El otro está en el depósito de cadáveres, o lo que ha quedado de él.
De nuevo le acometió aquel dolor insufrible en el pecho. Mi hermano. Un hermano mío. El hijo de mis padres. ¡Dios omnipotente…!
Se abrió camino hacia las escaleras. Sería mejor tomar una taza de café antes de irse; de ese modo no se sentiría tan débil. Tal vez. Dio la vuelta al vestíbulo en dirección a su habitación.
Steve estaba allí.
Se quedaron mirándose el uno al otro.
—Has imaginado que estaba mezclado en este asunto —le dijo Steve.
—¡Dios mío! No creí que tú… Pero no sabía nada…
La cara de Steve estaba blanca. No, blanca no, de un color más espantoso, como el del dorso de una rana.
—Entra —le dijo Jimmy, abriendo la puerta—. Pasa y siéntate. ¿Dónde estabas? Me he pasado toda la noche delante de la puerta de tu habitación.
—Estaba desvestido, estudiando, cuando oí aquel ruido y ruido de carreras delante de mi habitación, así que me vestí y salí. Y vi… vi a tu amigo… —Se llevó las manos a la cara—. Jimmy, lo siento. Lo siento terriblemente…
—¿Dónde estuviste anoche?
—No dejaba de vomitar. Fui a la enfermería y me hicieron quedarme allí. Una de las enfermeras me contó esta mañana lo de Danny Congreve. Jimmy, nunca pensé, puedo jurarlo, confiaba en él, debía confiar en él… Me siento por completo incapaz, indigno…
Jimmy sintió un inmenso alivio.
—No, no… No eres la primera persona que se equivoca…
—Eso no es lo que quería, aquello de lo que hablaba…
—Ya lo sé, Steve…
—Debo irme y pensar.
—¿Acerca de qué? ¿Pensar acerca de qué?
—Acerca de todo. Sobre todo acerca de mí. Debo hacerlo…
—¿Y dónde irás?
—No lo sé. A algún lugar solitario. Un tipo que conozco, un sujeto muy tranquilo, que no se mete en política, sólo le preocupa la conservación de la Naturaleza, ya sabes, y que tiene una casa al norte de San Francisco, me ha dicho que puedo ir allá cuando quiera. Así que supongo que eso será lo que haré…
—¿Cuándo te vas?
—Ahora. Mañana. Quiero salir de aquí. Ya te lo había dicho varias veces. Pero ahora quiero irme por razones diferentes. ¿Lo comprendes?
—Creo que sí…
Pero, realmente, no lo comprendía. Sentía a un tiempo piedad y tristeza, pero no podía comprenderlo. Tal vez nunca podría…
—¿Llamarás a la familia y se lo dirás después de que me haya ido? No quiero pasar otra vez por una riña al contárselo todo…
—Les llamaré —respondió cariñosamente Jimmy.
Llegaron con una hora de anticipación. Se quedaron en el vestíbulo, delante de las ventanillas, mirando las llegadas y salidas de los aviones, los carritos del equipaje que iban de acá para allá, los mecánicos que hacían comprobaciones y los pilotos que subían a bordo con sus pequeñas bolsas en ruta hacia París, Portland, Oregón y Kuala Lumpur.
—Echaré de menos a Philip —comentó Steve.
—Él también te echará de menos. Todos te echaremos de menos.
¿Sería que se retorcían las palabras, que siempre sonaban triviales? «Te echaré de menos…». ¿Qué significaba aquello?
—Vamos ya, Jimmy… Cuando me haya ido habrá mucha más paz en la familia…
¿Y por qué parecía que Steve estaba a punto de llorar? Se creería que contemplaba a su hermano marchar a una muerte segura, cuando todo lo que veía eran cosas del pasado: Steve bajando corriendo la colina después de la escuela (¿por qué constituiría esto un recuerdo tan persistente?); Steve y él, de chiquillos, los dos metidos en el baño, y mucho después de esto, también Laura acompañándolos; los tres metidos en la bañera hasta que fueron ya muy mayores, y él y Steve mirando a Laura, riéndose de ella, después de que todos se fueran a la cama, preguntándose qué sentiría por no tener un pene… Steve que, como de forma casual, se ofrecía para ayudarle a hacer los deberes de «mate», sabiendo que él tenía demasiada vergüenza para pedir su ayuda; Steve, en el hospital con neumonía y su madre llorando en el dormitorio, fingiendo que no lloraba…
—Intentan ser imparciales, pero siempre te han querido más a ti, Jimmy…
—Más no. Sólo de forma diferente. Y porque somos diferentes, ¿no te parece?
Steve no respondió. Apareció una turbamulta de turistas cuando avisaron su vuelo con destino a Hawai, con la tarjeta de la agencia de viajes prendida en el pecho; eran todos de mediana edad y muy bastos, llevando camisas hawaianas estampadas debajo de sus abrigos; los hombres eran calvos o de escaso pelo; las mujeres se habían hecho hacía poco la permanente y llevaban reflejos azulados. Desaparecieron de la vista alborotando, con sus cámaras de fotos, bolsas y regocijo.
—Me siento tan triste por la gente —le dijo Steve de repente—. Por sus luchas y sus debilidades, todos ellos sabiendo que han de morir. Siento en el alma todos sus pesares. Pero no me gustan —se burló, casi como si Jimmy no estuviese allí—. No me agradan, ¿comprendes lo que quiero decir? No me hacen gracia con sus radios de transistores y sus risotadas. Bufones de vía estrecha la mayoría. No tengo nada que decirles…
A Jimmy le parecía que, si uno se lo propone, cabe, seguramente, relacionarse con cualquiera, incluso con un tío viejo y calvo con camisa hawaiana. A fin de cuentas, era un humano, igual que tú, ¿verdad? Pero, probablemente, aquello resultaba demasiado simplista. Si todo fuera tan sencillo, Steve no sería del modo que era.
—¿Cómo está el doctor Harris? ¿Has oído algo? —le preguntó Steve.
—Vivirá. Pero con una pierna cortada hasta la ingle y la otra hasta la rodilla…
—Hostias… —musitó. Se mordió los labios—. Es un hombre muy educado y muy decente, Jimmy.
—Sí.
—No sé cómo saldré de esto…
—Pero si no estás involucrado… No tiene nada que ver contigo…
—En cierto modo, sí que lo estoy…
—No sabías lo que aquella gente iba a hacer…
—Pero debí haberlo sabido, esa es la cuestión. ¿Te das cuenta de lo que opino de mí mismo? No comprendo a la gente. Nunca dicen lo que quieren decir o no sienten lo que dicen.
—¿Opinas también eso de mí?
—No, es curioso, pero, probablemente, eres la única persona en la que puedo leer como en un libro abierto…
—Pues debo de estar en blanco…
—No bromees. Sé que tratas de hacer más fácil este momento. Ceo que si me voy, si me instalo en un lugar donde haga el calor suficiente para estar todo el año al aire libre, y me dedico a plantar cosas, a labrar la tierra, a emplear mis manos, en fin, supongo que todo ello me servirá de ayuda. Tal vez consiga afirmarme en lo que quiero hacer…
—Sí, sí, será algo muy bueno… —respondió Jimmy con cierta dificultad.
—El país también necesita curarse —dijo Steve—. Y tal vez yo pueda prestar mi ayuda, ¿no te parece?
Aquella pregunta tan retórica quedó pendiendo en el aire.
Refiriéndose a Steve, mamá había dicho una vez que existen personas a las que les resulta difícil vivir. Ven el mundo como debería ser, o como ellos creen que debería ser. Pero nunca se encuentran en casa así como así, por una razón que ni ellos ni nadie puede decir. Bueno, ya había bastante de recapitulaciones. ¿Y, además, qué cabía hacer al respecto?
Avisaron el vuelo de San Francisco y Steve recogió su bolsa.
—Adiós, Jimmy…
Jimmy alargó los brazos y se abrazaron. Sintió a Steve tan liviano y frágil entre sus brazos… Luego Steve se dio la vuelta y se alejó a buen paso. A Jimmy le pareció que, de toda aquella muchedumbre que se dirigía hacia el avión, Steve era el único que viajaba solo, aunque aquello, probablemente, no sería así. El único que daba ese aspecto, apresurándose con su rápido caminar, con los hombros hacia delante y, aunque Jimmy no podía ver su rostro, con la expresión de ansiedad que tan a menudo tenía.
El cargado avión comenzó a deslizarse por la pista hasta el punto de despegue, donde desapareció detrás de un ala del edificio de la terminal. Jimmy siguió mirando y apareció de nuevo, avanzando con lentitud hasta un extremo del campo donde aguardó la orden de despegue. Incluso desde aquella distancia, imaginó que lo veía temblar, como un insecto con dos hileras de asientos en su tórax y un rugiente corazón demasiado pesado para su cutícula. También creyó que oía su poderoso zumbido, y que reunía toda su fuerza, tensándose y saltando, alzándose luego en el cárdeno aire y dirigiéndose hacia el Oeste.
De vuelta en su habitación, esperó a Janet. El tiempo avanzaba muy despacio. Debía emplear mejor el tiempo. El montón de libros y la agenda de sus trabajos se encontraba encima del escritorio, urgiéndole a que los usase. Pero le había sobrevenido como un letargo, que se extendía por él como unas manos pesadas y atenazantes.
Debía llamar a sus padres. Tomarían la noticia con una sensación de calma, para que Jimmy no se percatara del efecto que les causaba. (¿Seguirían, durante toda su vida, encubriéndolo y protegiéndolo, o llegaría el tiempo en que debieran ser sus hijos los que los ampararan a ellos?). A la hora de la cena entrarían en el comedor y les contarían a Laura y a Philip, de forma algo jovial, que Steve se había ido, pero que, seguramente, regresaría, y que, aunque ellos creían que cometía un grave error, la gente debía cometer sus propios errores, y a veces, ello era el mejor sistema para aprender de ellos. (Sería mamá quien dijese todo esto).
Después, ya en su dormitorio del piso de arriba, mamá lloraría y acudiría a desayunarse, al día siguiente, con ojeras y alegando que se habría constipado. (¿Sería esto un anuncio de los años futuros y de que, aunque aún se encontraban tan sólo en una mediana edad, y todavía no eran demasiado viejos, ya sentía de este modo respecto de ellos? ¿Y que intuía que ese final resultaba inevitable? Un diente separado de su alvéolo, el dolor de un hueso dislocado, una cosa así sería).
Sonó el teléfono. Se levantó para contestar, confiando en que no fuesen sus padres, porque aún no se había hecho la composición de lugar de lo que debía decirles.
Era su abuela. Nunca le había telefoneado a la Universidad y por él pasó el miedo de que hubiera ocurrido algún desastre.
—Todo va bien, no pasa nada —le dijo, aunque Jimmy podía sentir su miedo—. Lo que ocurre es que nos hemos enterado de lo que ha ocurrido en vuestro campus…
—Sí. Ha sido espantoso.
Una palabra inadecuada, muy lejana de la no manifestable verdad.
—¿Se ha ido ya Steve?
—Sí… Te diré, de paso, que acabo de regresar del aeropuerto. ¿Por qué has preguntado eso, nana?
—Ha sido un presentimiento. Imaginé que tendría prisa a causa de todo eso…
—Así ha sucedido…
—¿Se lo has dicho ya a tus padres?
—No. Lo haré mañana. He querido tranquilizarme primero.
—Lo sé. No les diré nada. Además, no te he llamado por eso. Quería hablar contigo.
—¿Conmigo?
—Acerca de ti y de Janet. Sabes, Jimmy, es una chica maravillosa…
—¿Lo crees así?
Había júbilo en su voz y como un sollozo contenido. Exhausto. Le habían ocurrido demasiadas cosas durante aquella larga semana.
—Sí, de verdad. ¿Cuándo te casarás con ella?
Su júbilo se extinguió.
—Nos queda un año del curso preparatorio y luego cuatro años en la Facultad de Medicina, nana…
—Cinco años son demasiados para esperar. Es una pérdida de tiempo y un pecado vivir así cuando sois tan jóvenes y poseéis tanta capacidad vital. Muchas personas no resisten una cosa así…
Jimmy alzó débilmente la mano.
—¿Y qué debemos hacer?
—Debes dejar que te dé dinero para que podáis casaros…
Unos años antes, la abuela había acudido a su dormitorio, durante una noche de tormenta, presintiendo su miedo. De nuevo, y a muchos kilómetros de distancia, también había intuido su necesidad. Las lágrimas comenzaron a arderle en los ojos y se las enjugó, como si ella fuese capaz de verlas.
—Es pedirte demasiado —replicó en voz baja.
—Yo soy el mejor juez de eso, ¿no te parece?
A sus padres no les gustaría. Les agradaba, especialmente a su padre, ser autosuficientes. Ni siquiera le dejarían que aceptara una cosa así de la nana, estaba seguro. Siempre decían que ya les ayudaba en demasiadas cosas. Y tenían razón.
Sus esperanzas se desvanecieron.
—¿Jimmy? ¿Estás ahí? Bueno, ¿qué dices?
Pensó en algo.
—¿Te lo podríamos aceptar en calidad de préstamo? Empezaríamos a pagarte en cuanto estuviésemos de internos en un hospital. —Sus esperanzas crecieron ahora—. Los internos tienen muy buena paga. ¿Qué te parece?
—Oye, te he llamado, ¿no es así? Deseo que te cases. Quiero darte dinero, mejor dicho, prestártelo, hasta que seas capaz de apañarte solo…
—Con intereses, tendría que ser con intereses —replicó Jimmy, orgulloso.
—Claro que sí, con intereses; ¿qué más? Un trato de negocios es un trato de negocios. ¿De acuerdo?
La abuela estaba jugando con él, siguiéndole la corriente. Jimmy era muy consciente de lo que ella hacía, pero aquella era la única forma en que podría aceptarlo.
—¿Cuánto de intereses? —le preguntó.
—Bueno, el cinco y medio, o el seis por ciento, lo mismo que me desgravarán de mis impuestos.
—Pero el promedio del índice de intereses es mucho más elevado…
—Lo sé… Pero, después de todo, es algo entre abuela y nieto… No quiero hacerme rica a tu costa. Así que el cinco y medio, ¿te parece bien? Tendrás que calcular lo que necesitas para un apartamento de dos habitaciones y los gastos mensuales, aparte de tu asignación personal. Averígualo y me lo mandas por correo esta semana. ¿Me has oído?
—Lo he oído, nana. Janet llegará de un momento a otro, y cuando se lo diga, no se lo va a creer. Te estoy muy agradecido, no sé cómo decírtelo… Yo…
—Pues no lo digas. Oye, esta llamada va a ser muy cara. Mi factura de teléfono subirá mucho este mes. Dímelo por carta, Jimmy.
El teléfono enmudeció.
Se quedó allí, de pie, enjugándose sus húmedos ojos y meneando la cabeza. Un dólar más en la cuenta del teléfono, y miles de dólares para mantenerlos durante los próximos cinco años…
Sintió como un retorcimiento dentro del pecho. Steve, Adam Harris, nana y Janet, toda su vida pasada y futura se revolvía dentro de él. Desearía sentarse y llorar como una mujer, sin sentir vergüenza alguna.
Antes de que llamasen a la puerta, supo, por el ruido de las pisadas en el vestíbulo, que se trataba de Janet.
—Lo siento —gritó la chica—. Siento mucho lo de Steve…
A través del grosor de las prendas de la chica, a través de su chaquetón acolchado, sintió los latidos de su corazón. Al final, también notó los suyos. Oleada tras oleada, el consuelo invadió su cuerpo, sólo por estar allí. El nudo que se le había formado en el pecho se le deshizo por sí mismo, en una especie de baño de sedante y salutífero calor. Se agarró a ella aunque la chica era muy alta y le sobrepasaba un palmo.
Su mente le dijo que debía darle ahora las noticias, pero aún no quería hablar. Le desabotonó el chaquetón y luego la blusa, la soltó la falda y la empujó obediente, hasta la cama.
Pensó que escuchaba que le murmuraban por encima del hombro:
—No te preocupes, no estés triste por nada, ni por tu hermano ni por ninguna otra cosa. Yo estoy aquí. Siempre estaré aquí, contigo…
Y luego ya no oyó nada, ya no vio nada, sólo se hundió en el arrobamiento de una noche de verano, cálida y palpitante, y permaneció allí tumbado toda la noche, hasta que alzó la cabeza hacia lo que debían de ser las primeras luces del amanecer, algo dorado y luminoso que latió luego argénteamente, en un silencio vibrante que se agitó hasta convertirse en música…