40
Un día, a principios de otoño, en el último año de Eric en Darmouth, este se citó con su primo Chris Guthrie, para comer en Nueva York. Era la primera visita de Chris a su hogar, procedente de Venezuela, en los últimos tres años.
—He guardado todas tus cartas —le explicó a Eric—. Para mí significan una auténtica nostalgia. Me siento otra vez en el campus, con nieve en el ambiente. Escribes muy bien. Supongo que ya lo sabes…
—Me lo han dicho muchas veces…
—¿Qué piensas hacer después de la graduación?
—Mi abuelo me reserva un puesto en su empresa.
Chris agitó su café. Luego levantó la vista. Eric reflexionó que todos los «hombres de negocios» tenían aquella apariencia. Los había estado observando, en las mesas contiguas, con sus trajes oscuros y sus zapatos ingleses; tenían una especial forma de mirar que hacía sentir cada instante. Sus ojos nunca se detenían, eso era, nunca descansaban la vista en algo durante más de un segundo o dos. No veían que, más allá de la ventana, la neblina del mes de septiembre era como ámbar en polvo y que la ciudad iba despertando a una estación más enérgica.
—Te preguntaba —le decía Chris—, te preguntaba si te gusta eso…
—Perdóname. No te he oído. Espero que me guste. Es una oportunidad que la mayoría de la gente no tiene, ¿no crees?
—¿Empezar por arriba en los negocios de la familia? Creo que no… —Chris prosiguió con tono más pensativo—: Mira, cuando te acompañé en coche, desde Brewerstown, hace ya siete años, ahora puedo decírtelo, estaba tan preocupado por ti como creo que no lo estuve por nadie en toda mi vida. Y ahora, cuando veo crecer a mis propios hijos y les miro, y pienso en lo que te ocurrió a ti…, no quisiera que tuviesen que enfrentarse con algo parecido a lo tuyo…
—A la escala de sufrimiento mundial, lo mío fue muy poco, a pesar de todo, Chris…
—Si piensas en términos de hambre y de necesidades primarias, claro que no. Pero existen otras clases de sufrimiento. Tuviste un condenado valor y…
—Chris, estoy muy bien. Estupendamente bien.
—Ya lo veo. Dime una cosa, cuando mirabas atrás, ¿son las cosas muy diferentes a cuando vivías con la abuelita y el abuelito? No tengo ningún motivo especial para preguntártelo, sólo es curiosidad.
—Verás, las personalidades son diferentes. Y mucho. Pero, en lo que se refiere a los sentimientos, en su conjunto, resulta igual.
—Estupendo. Vamos a ver, ¿qué más tenía que preguntarte? ¿Tienes alguna chica?
Eric se echó a reír.
—¿«Una» chica? Pues no…
—Estupendo, estupendo. No te ates tan joven. Pero, volviendo al mundo de los negocios, dime: ¿has considerado el no seguir en el negocio de tu abuelo?
—Realmente, no. No tengo ninguna ambición en especial. ¿Por qué me preguntas eso?
—Te lo diré. Están a punto de ofrecerme un puesto magnífico. Un ascenso. Eso significará cuatro o cinco años en el Oriente Medio, y con base en el Irán.
—Caray… Una especie de agente secreto… Un Lawrence de Arabia…
—Ríete si quieres, pero, en realidad, todo eso significa un trabajo tremendo… De todos modos, he pensado: se supone que me dejarán elegir a unas cuantas personas, a cuatro o cinco jóvenes inteligentes… Y me he acordado de ti. No tendré ningún problema en que den su aprobación, eso es seguro. —Encendió un cigarrillo y aguardó un momento—: ¿Qué te parece?
—¿Y qué tendría que hacer?
—Ventas. Contactos. Politiqueos. Llámalo como quieras. —Chris aguardó de nuevo y luego añadió—: Se trata de una región del mundo fantástica. Literalmente. Ya he estado allí, y realmente, me va… Cuando veas tu primer beduino, con su kaffiyeh y a lomo de un camello…
El restaurante, los trajes oscuros, la mesa con su mantel y cubertería, se disolvieron en un bazar de vivos colores y en un firmamento deslumbrador. Eric no tuvo más remedio que reírse de su propia extravagancia.
—Es algo muy tentador, muy seductor y demasiado repentino, Chris —contestó con cautela.
—Claro que sí. No vayas a creer que espero que tomes una decisión en un minuto… Volveré por Navidad y hablaremos entonces un poco más. Pero desearía que pensases una cosa, Eric. No, mejor en dos cosas. La primera resulta obvia: que existe un auténtico futuro en una compañía como la nuestra. Lo segundo está relacionado con tus ambiciones de escritor.
—¿De qué forma?
—En lo que se refiere a escribir, debes tener ante todo un tema de qué escribir, ¿no te parece? Debes conocer gente, culturas, conflictos… Piensa en el banco de memorias que irás formando con un empleo como ese… Lo suficiente para no dejar de escribir durante el resto de tu vida… Y te quedaría mucho tiempo para explorar…
De nuevo, aquella rápida mirada estimativa.
Eric respondió con lentitud:
—Eso constituiría una especie de derrota para mis abuelos…
—Sí, pero han tenido sus propias vidas y han hecho lo que han deseado. Ahora te toca a ti, ¿no crees? A su debido tiempo tendré que retirarme y hacer un hueco a mis propios hijos. Ya sabes que casi tengo cuarenta y dos años. —Chris llamó al camarero y agarró su maletín—. Tengo muchas cosas que hacer, Eric. Cosas muy grandes. Cada vez que te veo, me doy cuenta de lo mucho que te echo de menos. Piensa en todo ello; no hay prisa, pero creo, firmemente, que se trata del comienzo de algo grande para ti. Ya te diré algo. Y, oh, sí, da recuerdos en tu casa…
Durante el último año había sentido que su vida se iba deslizando con firmeza hacia lo desconocido. Excepto aquellos pocos que conocía, y que ya estaban predestinados a algo conocido y definido, como el foro, la medicina o la ingeniería, aquella sensación resultaba algo común en todos. Eric lo sabía. No era algo lo suficientemente poderoso para definirlo como pánico; pero estaba allí, una especie de lenta deriva hacia un mundo en el que lo más probable era que uno nunca se sintiese en su auténtico hogar. Intentaba imaginarse a sí mismo sentado en un despacho, durante todas las mañanas de su vida, conferenciando con banqueros, acreedores hipotecarios, yendo en coche hasta aquellas enormes e intrincadas estructuras, de las cuales emergerían, en su momento, una serie de casas iguales y en forma de cubo. Y no es que aquello no fuese un producto decente y no originase una vida productiva, pero, hasta allá donde comenzaba a entenderlo, no constituía algo que pudiese contemplar, por adelantado, con demasiado entusiasmo. Cuando un hombre ha conseguido algo que ambicionaba con todo su corazón hacer, se sienta a descansar y se dice: «Ya lo tengo aquí, ya está acabado. Deseaba hacerlo y lo he hecho…». Pero, por lo que había podido ver, no se trataba de eso…
Por ello, no dejó de pensar en lo que Chris le ofreciera.
En realidad, no había pensado en mencionárselo a nadie, pero un día, cuando se dirigía a casa por el Día de Acción de Gracias, se encontró a sí mismo hablándolo con tía Iris.
—Tal vez lo he racionalizado demasiado porque me gusta la aventura —concluyó.
—No hay nada malo en ambicionar aventuras…
—Supongo que no. Pero, desde que Chris ha plantado en mí esa semilla, el negocio de la construcción me parece cada vez más gris y sombrío…
Iris replicó con lentitud:
—Por lo que cuentas, presumo que te gustaría escribir. No sé cómo, ni de qué forma, pero yo siempre he pensado en una cosa así para ti. Tal vez porque tu padre y yo compartíamos unos vagos deseos de hacer algo con las palabras… Pero, en realidad, ninguno de ambos teníamos ese don, y tú sí creo que lo tienes…
—Sólo hace falta, en realidad, alquilar una habitación, comprarse una máquina y comenzar a escribir —argumentó Eric, pero luego, y parafraseando a Chris añadió—: Aunque antes debes vivir un poco y tener algo acerca de lo que escribir…
—Es verdad. Pero el escribir no es lo que ahora te piden, aunque está relacionado con ello, como dice tu primo…
—Estás eludiendo dar una respuesta. Lo que quiero saber es si debo considerar este ofrecimiento o no…
—Lo que quieres decir es si esto lastimaría a mis padres… ¿Eso es, en realidad, lo que me estás preguntando?
—Lo siento. No es justo por mi parte esperar que te muestres neutral, ¿verdad?
—No, no lo es. Sé lo que representa para ellos. Pero también sé que tienes derecho a hacer algo por ti mismo, no sólo lo que te adjudiquen por ser el nieto. —Iris suspiró—. Pero me parece también que es una decisión que sólo puedes adoptar tú.
Eric asintió sombríamente.
—De todos modos, hazme el favor de no mencionarlo. Ni siquiera al tío Theo. Necesito tiempo para meditarlo todo bien.
—No diré una palabra. Te lo prometo…
Poco antes de Navidad, Eric y Chris se encontraron otra vez en el mismo lugar.
—Aún no he tomado una decisión —le explicó Eric.
Chris quedó sorprendido.
—¿Cuál es el obstáculo?
—He de pensar en el abuelo y en la nana. Me ha llevado a la oficina y les ha contado a todos que trabajaré allí el año que viene; incluso ya ha dispuesto mi propio despacho. Y la nana está decorando las paredes con litografías de primitivos americanos. —Cuando Chris trató de interrumpirle con un ademán, terminó con rapidez—: Ya lo sé, tú dices que se trata de mi vida, y eso es verdad, pero constituye una decisión muy importante y no puedo adoptarla de una forma precipitada…
—Escucha —dijo Chris—. Quiero que vuelvas a fines de semana. Conseguiré una cita con esas personas aquí, en Nueva York, para mantener una entrevista con ellas. Podrás hacerles las preguntas que desees y ellos te las contestarán; así no deberás adoptar esa decisión tan importante sólo por lo que yo te diga. Una cosa… —bajó la voz y lanzó una mirada a la mesa de al lado—. Cuando des tu nombre, deletréalo de la forma que solías hacerlo, ¿querrás? Freeman… Así suena más americano… Y también es el nombre que les he dado de ti.
—¿Por qué has hecho eso? ¿Qué diferencia hay?
—Tiene su importancia. Hazme caso. Particularmente, en Oriente Medio en que existe una contienda entre los árabes e Israel.
—¿Quieres decir que no debo pasar por ser judío?
—En realidad, no lo eres, ¿no es cierto? Has sido educado en la fe episcopaliana y eres mi primo. ¿Quién iba a imaginar que eres judío?
—Pero también soy el nieto de Joseph Friedman.
—Claro que sí, claro que sí. Pero óyeme, Eric, vivimos en un mundo frío y práctico, y para poder sobrevivir en él, te aconsejo que actúes así en los negocios. Especialmente en este tipo de negocios.
Eric torció el gesto.
—Es algo vil. Deshonesto. Y, lo peor de todo, cruel…
—¿Por qué cruel? No estás haciendo ninguna cosa mala. Se trata de no decir algo, un caso de omisión. —Y al ver que Eric no contestaba, añadió rápidamente—. Además, ¿no estás olvidando la otra parte de ti mismo? ¿La abuelita y el abuelito y toda la vida que viviste junto a ellos?
—Chris… ¿Crees que puedo olvidarlos?
—Ciertamente no. Y después de todo, no es como si fueses un judío religioso. ¿O has adoptado la religión de ellos, Eric? —le preguntó Chris de repente.
—Si quieres que te diga la verdad, no tengo ninguna clase de religión —respondió Eric. Su voz sonó muy pesimista a sus propios oídos.
—Bueno, eso es algo muy corriente en estos días, ¿no es así? ¿Concierto la cita para esta semana o lo dejamos para el próximo viaje?
—Déjalo para otra ocasión —respondió Eric—. No corre tanta prisa.
Tras dejar a Chris anduvo por la Quinta Avenida hacia Grand Central. La iluminación navideña en los escaparates y en las fachadas se movía como si fuese agua corriente.
—Adeste Fideles —rugía un altavoz situado encima de la entrada de unos grandes almacenes.
La ciudadela de la Navidad, el emporio de lo rutilante, la catedral de la América del siglo XX. Los grandes almacenes. Se sintió desacostumbradamente deprimido.
Un Banco anunciaba su servicio de préstamos, bajo la sonriente fotografía de una joven pareja que admiraba un costoso coche deportivo. ¿Cuál era la medida de la felicidad, la medida del hombre, su habilidad para proporcionarse un coche deportivo? ¿O una lancha motora, un diamante, o cualquiera de esas cosas por las cuales la gente se empeñaba hasta las cejas? Un hombre valía lo que valía su peso en cachivaches…
Escala, no te detengas, adquiere cosas, sé listo, aunque tengas que mentir un poco, aunque debas negar la verdad acerca de ti mismo para poder conseguirlo. ¿Por qué no?
Comenzó a andar más deprisa, a respirar más pesadamente entre aquel aire tan frío. Se sentía pesimista, misántropo. El mundo realmente no era tan malo. Sólo constituye un enigma personal que debo resolver. Eso es todo.
Aquella oferta no procedía de un pariente, sino de uno de los compinches del abuelo, Mr. Duberman, por ejemplo, o algún otro de aquel grupo de pináculo. ¿Influía esto lo más mínimo en el problema?
Trató de imaginarse el escenario, tal vez una fiesta, todos alrededor de una mesa bien provista, con cristalería de calidad, floreros, bandejas de plata y platos de comida, por lo menos media docena de platos, con pescado ahumado, ensaladas, moldes y budines, condimentos de especias y salsas picantes, todo muy pulcro, con panes franceses, frutas, pastelillos…
—Toma algo, pasa la ensalada a Jenny, que come como un pajarito…
—Si no prueba este budín insultará a mi esposa —baladronaría el abuelito, al tiempo que serviría un gran cucharón de caliente budín en el plato de alguien.
Las pulseras de la nana tintinearían; sonreiría con placer y orgullo, mientras destellarían en sus orejas los pendientes de diamantes.
—¿Sabes que Eric se va al extranjero en el próximo año? —preguntaría el abuelo en un extremo de la mesa.
Todos hablarían a la vez; en este extremo, dos hombres se enzarzarían en una discusión política muy acalorada; en el otro lado, alguien contaría chistes, que harían desternillar a todos de risa. El abuelito golpearía una copa con el cuchillo y gritaría por encima de tanto tumulto:
—¿Os habéis enterado de lo que cuenta Eric?
Con regocijo y ternura, Eric reconstruía aquella escena en su mente: el súbito silencio, el anuncio de su abuelo, los gritos de felicitación; su abuela que se levantaría para abrazarle, y él hundiría la cabeza contra aquel cuerpo perfumado y vestido de cálida seda; un anciano le estrecharía la mano.
—¡Qué chico más listo! ¡Un tesoro! Joseph, Anna, un auténtico tesoro de chico…
Como es natural, verterían lágrimas porque se iba; naturalmente aquella gran oportunidad debería tener lugar en cualquier sitio excepto en Oriente Medio, donde ahora, al final del segundo milenio, la gente de su propia sangre estaba de nuevo amenazada de desaparición. Teniendo en cuenta todo esto, sabía que no sería un dolor tan inaceptable como el regreso junto con la familia de su madre, recordándoles de nuevo lo que habían perdido. Se preguntó, de repente, cómo hubiera obrado su padre, pues tomó en su momento la decisión que le pareció mejor.
Dolor. ¿Cómo se mide? Los médicos lo miden así: mucho dolor, dolor medio, escaso dolor… A la semana siguiente, regresó a Darmouth con la graduación sólo a cinco meses de distancia, sin haber tomado una decisión en ningún sentido.
El tío-abuelo Wendell murió a principios de abril. Fue enterrado en aquel lugar que había ocupado su familia desde que, hacía ya tres siglos, el primer Guthrie llegó a Massachusetts.
Eric fue en coche desde New Hampshire, encontrando los primeros vestigios de la primavera, cuyo sol empezaba ya a calentar aunque estuviese oculto entre nubes. A pesar de su triste misión, estaba contento mientras el coche rodaba entre aquellos campos con muros de piedra, ante las hileras de olmos de las calles principales, y pasaba ante las blancas, cuadradas y amplias casas de su infancia. Conocía exactamente cómo eran esas mansiones por dentro, las repisas que flanqueaban la chimenea en la sala de estar, los relojes tan altos, situados en los rellanos de los pisos. Todo lo que daba su fisonomía a Brewerstown.
Cuando regresó a la casa desde el cementerio de la iglesia donde yacían los Guthrie, los rostros de los que se reunieron, rostros de parientes y otros conocidos, también le resultaron familiares. Qué extraño resultaba estar acostumbrado a otros tipos de rostros, sin un conocimiento real de las diferencias y los cambios… De repente, se percató que no había visto rostros como aquellos en mucho tiempo, mucho tiempo.
Las generalizaciones son totalmente acientíficas. Existen así tantas excepciones como reglas, pero ahora percibía, al encontrarse en aquella estancia, que no se hallaba entre la familia de su padre. ¿Habría tal vez aquí menos tensión, menos animación, menos color, menos ruido? No importaba; la realidad era que resultaba diferente.
Formaban una raza inconfundible, aquellas personas delgadas y con aspecto saludable, que gozaban con habilidades tales como navegar con muy mal tiempo o esquiar a campo traviesa. Las mujeres, incluso aquellas que no eran guapas, tenían unas caras alargadas y nudosas, y llevaban las señales de su clase: faldas y blusas, prendedores de oro, modales severos y sin exhibiciones. Las hubiera reconocido aunque las encontrase en la Patagonia. Se quedó allí de pie, observando el grupo formado alrededor de la cafetera, escuchando sus crispados acentos y sus voces amables, sintiendo que había vuelto a su casa después de haber estado fuera sólo por la mañana. Y también, de improviso, comprendió que aquello que le impulsaba, de una forma que, probablemente, no era del todo razonable, era precisamente porque…
Porque se parecían a su abuelita.
Chris se encontraba allí con su esposa y sus hijos mayores. Los hermanos de Chris también habían acudido con sus jóvenes y embarazadas esposas.
Hugh se acercó a Eric para presentarle a Betsey.
—Me he enterado de que vas a tener una excitante aventura con Chris —le dijo Betsey—. Nos alegra mucho que estéis de nuevo juntos.
Eric enrojeció.
—Aún no he tomado una decisión definitiva —respondió.
Chris apareció detrás de ellos.
—No sé a qué está esperando —le dijo. Por primera vez su voz reflejó impaciencia—. Ya estamos en abril y, si quieres venir conmigo, deberás ver a aquella gente de Nueva York a fines de mes. No quiero alargarlo más, compréndelo.
—Lo comprendo.
—No me cabe en absoluto en la cabeza que no aproveches esa oportunidad…
—Supongo que es porque se trata de una tarea durante cinco años. Uno desea estar absolutamente seguro ante un compromiso semejante.
—Bueno, pero no lo pienses tanto, eso es todo —respondió Chris, al tiempo que se alejaba.
Ahora Hugh interpeló a un anciano que había estado de pie, cerca de la chimenea, durante todo aquel tiempo.
—Primo Ted, este es Eric. Creo que no lo habías visto nunca.
Eric estrechó una mano con muchas arrugas y contempló unos ojos muy agudos.
—Conocí a tu madre cuando sólo era un bebé. Pero no te había visto nunca, efectivamente. No he vuelto a ver a gran parte de la familia de mi esposa, desde que esta murió. Hoy quería presentar mis respetos. Vivo en Prides Crossing desde que me he retirado.
Comenzó a divagar, puesto que su carácter era ya casi senil.
—Me encontré una vez con tu padre. Acudió a pedirme un empleo en el Banco, por lo que puedo recordar. Pero no pude concedérselo. La Depresión, ya sabes. No había empleos. Te pareces mucho a tu madre —añadió de repente—. Tu madre era una muchacha muy guapa y muy bien educada. Murió demasiado joven. Mírame a mí que tengo ya ochenta y siete años.
En aquel momento alguien se lo llevó hacia la cafetera. Eric pensó: todas esas personas conocen más acerca de mí que yo mismo. Aquel pensamiento le causó perplejidad, y al mismo tiempo, un suave deseo de acercarse más a ellos.
—Recuérdanos —le había dicho la abuelita.
Si ahora les vuelvo la espalda y me aparto de ellos, será el fin, el auténtico fin. La gente mayor se está muriendo o se han muerto ya. Chris se irá, y cuando vuelva, seremos unos extraños. Por lo menos, aún existe algo entre nosotros, una llamita que puede avivarse.
Arabia. Marchar junto a Chris, desde esta antigua y primera vida, hacia una nueva vida… Alguien echó unos troncos de pino en la chimenea; su dulce, y al mismo tiempo, violento aroma se difuminó por el cálido aire. Fragancia y olor, como aquellas magdalenas de Proust, constituirían siempre unos instrumentos poderosos; olía de nuevo la hierba cortada del Maine y el mes de septiembre en Brewerstown, cuando se asoma el otoño. Oh, lugares rememorados, caras recordadas…, carne de su carne; los pájaros del abuelito, el caballo blanco que relinchaba, y tantas cosas más. Muchas cosas más.
Buscó a Chris, que hablaba en un extremo de la estancia y le dio un golpecito en los hombros.
—Chris, iré contigo —le dijo.
Durante la semana de las vacaciones de primavera, abrió la boca una docena de veces para decírselo a sus abuelos, pero la cerró de nuevo, sintiéndose débil y cobarde.
—Deseo comprarte un buen coche —le dijo el abuelo—. Ese cacharro que tienes es lo suficiente para un chico universitario, pero ahora debes tener un mejor. Así, que ve pensando en el que te gusta; lo compraremos una vez empieces a trabajar.
Luego añadió:
—¿Por qué no te tomas uno o dos meses antes de empezar a tener que bregar en el yunque? ¿Por qué no te vas en coche a California o cualquier otro sitio? Te divertirás un poco…
La nana intervino:
—He estado pensando si te gustaría que me ocupase yo de tu despacho en la oficina, o si quieres llevarte tus propias cosas… Jerry Malone ya lo ha amueblado todo. Podrías ir a echar un vistazo y ver si aquello te da alguna idea.
El abuelo intervino de nuevo:
—¿Has visto el nuevo centro comercial que hemos terminado? ¿Por qué no damos un paseo hasta allí? Debo ver esta tarde a un par de personas.
Eric anduvo con su abuelo por aquella red de galerías y de pisos, maravillándose ante su grandiosidad y tratando de observar lo suficiente para, más tarde, hacer los comentarios atinados que esperaban de él.
Pero lo más que pudo sentir fue una tristeza irresistible. Sólo observó a muchas parejas que aprovechaban la tarde, sin un propósito determinado, arrastrando a los niños, intentando pasar el rato… A hombres preocupados, con chaquetas toscas, a mujeres cansadas con bigudíes en el pelo que deambulaban junto con sus deseos, entre tantas mercancías acumuladas que no podían comprar, aunque tampoco las necesitaban. Pero Eric sabía que si trataba de explicarle todo aquello a su abuelo, este no haría otra cosa que mirarlo completamente atónito.
Regresaron al coche.
—¿Qué piensas de todo esto? —le preguntó el abuelo.
En su voz se traslucía entusiasmo.
—Es un lugar muy frecuentado, eso es…
—Espera hasta que construyamos en el sur de Jersey. Todavía está en los planos pero confiamos comenzarlo el mes de septiembre. Tal vez colabores tú… Te mandaré junto con Matt Malone para que os ayudéis mutuamente. Matt es un chico muy listo. Aprenderás mucho con él.
La mano izquierda de Eric reposaba en el asiento y, de repente, su abuelo colocó encima la suya. Habló muy bajo, por lo que Eric apenas pudo oírle, pero se percató de que el anciano estaba embarazado por su propia emoción.
—Durante años he envidiado a Malone. Esto está muy mal por mi parte, lo sé. No envidiarás a tu prójimo…, pero, de todas formas, así ha sido. Ver a todos sus hijos tan educados, que lo ayudan en el negocio… y a los que lleva a ver todas esas cosas que ha construido con el sudor de tantos años, mientras yo me iba consumiendo. Dentro de poco, dejaré de existir. Hasta que llegaste tú. No me importa decírtelo, pero me quitaste varios años de encima. O añadiste años a mi vida, si lo quieres expresar así. ¿Te encuentras incómodo, Eric? Perdóname si tengo yo la culpa…
—No ocurre nada, abuelo…
Dios mío, Dios mío, ¿cómo le digo eso? ¿Con qué palabras? ¿Dónde? ¿Cuándo?
El viernes por la noche, su abuela le llamó aparte.
—Eric, quiero pedirte un favor. ¿Vendrás esta noche con nosotros a la sinagoga? Es el aniversario de la muerte de tu bisabuelo y el abuelo quiere decir el Kaddish por él.
—Sí, claro. Iré…
—Muchas gracias. Estoy muy contenta. Ya sé que tú no rezas, pero a tu abuelo le hará un gran bien ver que tú estás allí.
Eric estuvo sentado durante todo el tiempo del sermón, pero sin oírlo, aplastado por el peso de su dilema. De vez en cuando, era consciente de aquella música tan lastimera, pero sólo a medias. El nombre de Max Friedman fue recitado junto a una larga lista de nombres; el sonido de las silabas constituyó un pequeño choque en su cabeza, y por un instante, comprendió que la sangre de aquellos hombres tan extraños —¿si volviesen a la vida qué se dirían unos a otros?—, también corría por él. La congregación se levantó. Sintió el ruido y se alzó junto con ellos entre el murmullo de varios centenares de voces al unísono. Su abuela había inclinado la cabeza, tenía las manos unidas y el rostro muy serio. Los hundidos ojos de su abuelo estaban parcialmente cerrados. Se inclinó mientras sujetaba el libro de oraciones, pero no leía; se lo sabía de memoria. Saben que no diré la oración por ellos, pensó Eric. Uno de los hijos de la tía Iris tendría que hacerlo por ellos cuando sus abuelos murieran. Y, sin embargo, significo tanto para ellos…
Ahora llegó el momento de la bendición:
—Dios os bendiga y os guarde; permita Dios que la luz de su faz os ilumine…
Y luego:
—Feliz Sabbath…
La gente se volvió uno hacia otro, los que se sentaban en el mismo banco, ya fueran familiares, amigos o extraños, se besaron o se dieron las manos.
—Feliz Sabbath…
Joseph besó a Eric y también besó a Anna; Anna besó a Eric y luego besó a Joseph.
Salieron despacio por la nave lateral. El abuelo descansaba una mano en el hombro de Eric. Observó que su abuela miraba aquel ademán. Pensó de forma algo irrelevante que su pelo rojo era demasiado juvenil respecto a la expresión de su rostro. La miró mientras Anna contemplaba la mano de su marido. En su pensativa e inteligente cara, pensaba y sopesaba algo, una cosa complejamente delicada, que no cabía traslucir en palabras. Eric sintió, casi lo pudo tocar, una emoción tan tensa que un simple movimiento la materializaría, fuese lo que fuese: ¿Una pregunta reservada, un ruego, tal vez algo para lo que no existían las palabras?
Entonces sintió, en la vibración de aquel instante, que no podría irse.
—¿No estás enfadado conmigo, Chris? —le preguntó, cuando hubo acabado su relato.
Se habían encontrado en Nueva York con el propósito, tal como Chris esperaba, de llevar a Eric a aquella entrevista.
—No me lo puedo permitir —Chris sonreía, pero en sus ojos se notaba el enojo—. Sólo puedo decir que eres demasiado joven para tu edad, que careces por completo de experiencia y que eres excesivamente sentimental. Te pareces a tus… —No terminó la frase.
—A mis padres, eso ibas a decir.
—Sí, sí, eso era. Sin embargo, no es muy usual que una persona se parezca a sus padres.
—¿A cuál de ellos me parezco? —porfió Eric.
—A los dos. Cada uno de ellos era demasiado idealista, para su propio bien.
Chris cogió una mano de Eric.
—En aquellos días, al parecer, tenía siempre mucha prisa. Por ello me limité a decirles: «Buena suerte a los dos». En lo que a ti respecta, Eric, si alguna vez me necesitas, ya sabes dónde estoy. No tienes más que llamarme. Que todo te vaya bien —concluyó.
El rostro de Chris cambió; apareció en él un aspecto de seriedad y de dulzura a un tiempo. Por un instante, en su imaginación, Eric regresó al bote, cuando estaban allá, ocultos por una cortina de sauces, y Chris le decía: «Tu abuela se va a morir».
Se sacudió de encima aquel espejismo.
—Gracias, Chris, por todo —le dijo, soltándole las manos.
Se separaron en medio de la apresurada multitud de la Calle 43.
A fines de aquella semana, Iris le dijo:
—No estoy segura que haya sido la mejor decisión para tus intereses personales. Pero, seguramente, ha sido muy generoso, Eric.
No respondió. Ahora que había tomado aquella decisión, sintió que no había sido tan generoso por su parte, que, en la actualidad, había estado y estaba —¿lo estaría siempre?— demasiado dividido para mostrarse contento tanto si se quedaba como si se iba.
—Creo que me gustará hacer este verano un viaje de un par de meses por Europa —le dijo de repente, puesto que la idea se le acababa de ocurrir—. No he visto aún gran cosa de la vida.
Le correspondería una pequeña herencia, de parte de su abuelo materno, para cuando se graduase. Se trataba de un legado, tanto literal como figuradamente, de una Era en que se esperaba que un joven caballero hiciese un viaje por Europa antes de «sentar cabeza».
—Me gustaría ir contigo —le manifestó Iris—. Pero Theo dice que Europa huele a decadencia. Confío en que algún día cambie de idea.
—De todas formas, este verano no sería muy bueno para ti, ¿no te parece?
Iris estaba de nuevo embarazada a sus treinta y siete años; se preguntó si aquello la complacería o si, más bien, se trataba de un «accidente».
—El bebé llegará para cuando tú vuelvas. Confío en ello. Tiene que nacer a mediados de octubre.
—Ya estaré de vuelta para entonces —le aseguró Eric.
A mediados de junio, después de su graduación, le ayudaron a hacer las maletas. Su abuela trajo unas maletas de gran calidad, un paraguas de viaje y un batín, todo ello poco práctico, y como si fuera la forma de decir: «Que tengas buen tiempo; te amamos mucho». Había aprendido mucho acerca de su forma de ser durante su estancia en aquella casa.
La última noche fueron a casa de Theo e Iris a cenar. Los dos muchachos habían recibido su asignación y le compraron película para la cámara.
—Me gustarían algunas fotos de Stonehenge —le dijo Steve a Eric, solemnemente—. Tengo un libro que habla de esto. Al parecer no se sabe quién lo construyó, ¿no es así?
Iris le pidió a Eric que averiguase cómo jugaban al rugby en Europa y en qué se diferenciaba del rugby americano. Laura había ayudado a su madre a hacer unos pastelillos, «para comer de postre en el avión». Eric sintió el patetismo de la despedida.
Anna lloró un poco.
—No sé por qué estoy llorando… Soy muy feliz de que vayas a pasar un verano maravilloso. No sé por qué lloro…
Anna lloraba con gran facilidad. La otra abuelita nunca hubiera hecho esto. Pensó que le habían castigado con aquella ambivalencia. En algunas cosas, estaba más cercano en sentimiento y expresión a aquella mujer de lo que nunca había estado respecto de su abuela materna y, sin embargo, la otra abuela constituía una parte de su fibra y de su vida como la otra abuela jamás lo sería. Había llegado demasiado tarde. Una parte de él siempre estaría separado de ella. De repente, se le ocurrió que eso era lo que sentía la nana y que lloraba por ello…
Una tarde, en una pequeña ciudad cerca de Bath, compro una agenda barata en una librería y comenzó a escribir:
A veces pienso que lo que me preocupa más es que hace tiempo que no creo en nada. Tal vez, viniendo de una América urbana y con la educación media en este siglo tan secularizado, eso suene a algo absurdo. Pero, de todas formas, es así.
Quizá si creyese en algo sabría a dónde pertenezco o a dónde quiero pertenecer, y entre qué clase de personas. ¿Cabe decir que la fe es algo absolutamente personal y que sólo pertenece a un grupo social o a otro? No, realmente no.
Esta tarde he estado sentado en la iglesia sajona de una aldea de Thomas Hardy. ¡Sajona! ¡Cuán antigua debe de ser! Hacía frío tras aquellos gruesos muros, a pesar del cálido verano del exterior. He andado también por el cementerio. No había nadie a la vista, excepto algunas vacas que rumiaban su comida en el campo cercano a las tumbas. Sonido de abejas. He leído los nombres en las lápidas, borradas por siglos de lluvia. Los mismos nombres en otras lápidas en la nave; los mismos también en las puertas de la aldea. Thomas Brearley e hijos, zapateros remendones desde 1743. Vivir aquí toda la vida; trabajar; cantar himnos el domingo. El mismo trabajo, las mismas palabras, una y otra vez. Bautizados en esta iglesia, agua fría arrojada en la frente del infante, que patalearía en la pila. Morir y ser enterrado unos cuantos pasos más allá. ¿Existirá aquí alguna verdad? Si todas esas generaciones, que han sufrido o se han regocijado, han sentido que aquí había algo, ¿no deberá haber realmente alguna cosa en este lugar? En el silencio, en este antiguo y pequeño lugar, tan sencillo y tan humano, me veo a mí mismo al borde de la fe.
A los nueve o diez años, el ir a la iglesia, con el abuelito y la abuelita, era algo muy diferente. Existía un temor reverencial. Había la costumbre de llegar a casa para la gran comida del domingo, con carne asada y pasteles; llevaba mi mejor traje y sentía que todo estaba en su lugar. Desearía sentirlo otra vez. Querría sentir lo mismo que mi abuelo y mi tía Iris sienten en la sinagoga. No estoy muy seguro en lo que se refiere a la nana; opino que sólo trata de ser igual que ellos. Una vez pregunté al tío Theo si había perdido la fe. Me contestó que nunca la había tenido.
Irlanda. Una atroz humedad que hace castañear los dientes. Niebla y lluvia sobre las frías casuchas de piedra. Veo a ancianas con sus vestidos negros que hacen la estación del Viacrucis en las carreteras de los pueblos. Mi abuelo me dijo que mis tatatatatarabuelos —hace muchos años— procedían de Irlanda. ¿Serán igual que yo esas mujeres de chales negros? También se veía a una muchachita en la carretera. Muy pobre. Se le caen los dientes. Los ojos son como turquesas. Supersticiosa. Lúgubres y oscuras leyendas: elfos, gnomos de los bosques.
Entro en una iglesia. Hay unos frescos chillones, arte de calendario, de extremados colores. Una afeminada figura en la cruz, una mujer insípida que lleva al niño. Pienso en un arte más elevado: La Pietà, la madre y el hijo muerto. La agonía acumulada de todos los siglos: muy humano por encima de todo.
Padre, creo. Ayuda mi incredulidad.
El abuelo siempre deseó venir aquí, pero no pudo hacerlo. Ahora comprendo por qué lo deseaba. Árboles que dan sombra, ciudades en las colinas, hileras de viejos olivos en la Provenza. Una instantánea de mi madre, sentada delante de un viñedo. Sus ojos tenían la misma luz. Rostros romanos. No han vuelto por aquí. No, primero llegaron los griegos. Marsella fue la antigua Marsalia. Ruinas de la ciudad griega de Gianum. Todos esos ríos de vida. La calle de los israelitas en una ciudad medieval; otro río que corre, pero con sangre. La Judengasse de Salzburgo; por toda Europa, se ven cadenas en ambos extremos de la calle. Una historia impar entre tantos pueblos, y yo mismo no soy más que el último eslabón de esa vida. Ardientes creencias. Murieron por ellas. No creo que les mereciese la pena morir por ellas. No creo que valga la pena morir por ninguna creencia. ¿Lo haría yo? Tal vez encuentre una por la que valga la pena morir. Algo también por lo que valga la pena vivir.
Voy a plantearme una pregunta que constituye, en realidad, un cliché. ¿Daria mi tesoro, mi pequeño tesoro mundano (que es demasiado para mí solo) por las vidas de mil desconocidos hombres amarillos (o de cualquier otro color), en el otro extremo del Globo? Otra pregunta: ¿Qué es el valor de mi alma inmortal (presumiendo que tenga una) comparado con el alma también inmortal de un chulo asqueroso de una avenida de Nueva York? No conozco la respuesta a ninguna de estas preguntas.
Estas cosas me perturban.
Semanas después
Juliana está de pie delante de unas flores rojas colocadas en una ventana cuadrada. La casa tiene un tejado a dos aguas y un canal corre enfrente de ella. Está comiendo una caja de chocolatinas holandesas. Creo que me estoy enamorando de ella.
Sé que me estoy enamorando de ella. Trabaja en un kibbutz del norte de Galilea, y está en su casa de vacaciones. ¿Por qué? Se lo he preguntado. ¿Por qué Israel? Me ha contestado que desea ver el mundo. Me ha dicho que los holandeses siempre han sido muy buenos con los judíos (lo cual ya sé); lo que cuenta resulta excitante. Ideales en acción, los llama ella. Le gustaría que viese aquello. Creo que iré. Iría a cualquier parte, incluso a Tombuctú.
Oh, maravillosa Europa, con tus flores y tu vino, tu pan, tu música. Volamos hacia el Sudeste, sobre las antiguas, cálidas y violetas tierras mediterráneas. Siempre recordaré la suavidad y la delicia de Europa.
Pero recordaré siempre también sus campos de concentración, según dice el tío Theo.