10

Permanecieron de pie en la parte posterior de la modesta casa de baños femenina hasta que sus trajes de baño estuvieron dispuestos: una falda de tafetán negro, calcetines negros, zapatillas y un sombrero de paja atado debajo de la barbilla, para que el viento no se lo llevase. Anna no se había puesto hasta entonces un traje de baño; sus piernas, excepto por los calcetines, estaban descubiertas en las rodillas, y se sintió avergonzada de exhibirse así en público. Pero por nada del mundo admitiría esto ante Ruth, que había estado ya a menudo en la playa y que se mostraba muy segura de sí misma.

—De verdad, el traje de baño te sienta muy bien —afirmó Ruth—. No lo pareces y el niño no va a venir tan pronto. En lo que a mí se refiere, cuando estoy embarazada parezco un elefante. Vamos, encontraremos un buen sitio antes de que llegue todo el mundo; esto es lo bueno de venir aquí temprano —prosiguió, mientras deslizaban los pies entre la pesada arena.

Solly y Joseph ya habían extendido las mantas. Harry e Irving, unos muchachotes de nueve y diez años, tan nudosos como su padre, en unos trajes de baño marrones y a rayas, se encontraban en el agua. Las niñitas empuñaban palas y cubitos.

—¡Ah, estáis aquí! —gritó Joseph.

Su expresión, de la que nadie más se había dado cuenta, le indicó a Anna que la encontraba muy elegante. En aquellos pocos meses, habían ya alcanzado cierto tipo de lenguaje secreto de «casados»; siempre había creído que a un hombre y a una mujer les costaría mucho más llegar a esto.

—Ahora es cuando he podido ver el océano —afirmó Anna—. Fue muy diferente cuando lo cruzamos, pues tenía una apariencia muy tétrica y terrible.

El mar estaba sereno y hermoso, con un oleaje que se estrellaba una y otra vez entre suspiros y espuma.

—Vamos a ir al agua —anunció Solly.

—¡Déjame ir también! —rogó Anna.

Joseph frunció el ceño.

—No, no. Dios no quiera que te caigas. Te traeré el año que viene, te lo prometo.

Habían extendido las mantas cerca de una rompiente. Ruth se encaramó en una peña y colocó la cestita de la comida a la sombra.

—Aguarda hasta ver los fuegos artificiales esta noche. Es una pena que haya tan pocas fiestas. También venimos el 30 de mayo[1], pero aún hace demasiado frío para bañarse. Mira los chicos, cómo chapotean… Les sale el agua por los oídos. Tal vez también me zambulla un poco…

Anna estaba tumbada. El bebé se movía en ella, golpeando débilmente. ¿A quién se parecería aquel niño? Estaba muy impaciente por verle el rostro. ¿Cómo sería? ¿Viviría feliz con ellos, los amaría? Algunas veces, y sin tener en cuenta lo que hagas por ellos, los hijos no aman a sus padres. ¿Se parecería a alguien que conociesen, o tal vez a alguien ya muerto cuyo nombre nunca habrían oído?

Oh, pero este era un niño muy deseado, tanto por el padre como por la madre… Joseph estaba muy orgulloso de su hinchado cuerpo, de aquella piel henchida, blancoazulada como la leche. Se preocupaba e inquietaba.

—No debes estar lavando y cocinando durante todo el día. Un par de huevos para cenar son bastante para mí. No descansas lo suficiente, siempre estás de un lado para otro haciendo algo.

Un momento después la reprendía por cosas distintas:

—A ver si mañana das un largo paseo. Es muy importante hacer ejercicio. De este modo todo irá bien, como dice el doctor Arndt.

Anna quedó atónita.

—¿Has hablado con el doctor?

—Deseaba que me dijese que todo iba bien, y lo paré.

Sí, Joseph se cuidaba siempre mucho de las cosas. Anna pensaba de él como un constructor y un planificador, moderado y cuidadoso; había basado su matrimonio en la confianza, quería edificarlo con cuidado, piedra a piedra, para levantarlo para siempre. En él no había ninguna traición. Quería significar lo que decía y decía lo que quería significar. En él sólo había confianza. Tendida a su lado por la noche, notaba su energía, la seguridad de dormir allí, su ternura.

Y ternura era todo cuanto ella necesitaba. Lo otro, la fuerza que le impulsaba a zambullirse en ella y a formar parte de ella, no la necesitaba. Sabía que él sentía algo poderoso, pero ella no notaba nada de esto en sí misma. Sólo la calidez del amor era lo que importaba. De todos modos, suponía que las mujeres nunca sentían algo más que esto; el resto era sólo para satisfacer al marido y tener hijos. No, como era natural, nunca había discutido con nadie aquel tema. Tal vez si hubiera tenido una hermana… Pero, en ese caso, tampoco la hermana habría sabido mucho más que ella misma.

Una vez, cuando confeccionaba pantalones con Ruth, Anna había oído cuchichear a dos mujeres acerca de encontrarse muy cansadas por la noche y que, trabajasen lo que trabajasen, los hombres nunca estaban demasiado cansados por la noche. Era bueno, además, saber que tu marido te desea. Las cosas que le musitaba por la noche… Era embarazoso recordarlas… Pero los hombres estaban hechos de este modo, y ello debía ser bueno y lo correcto.

—Te pareces mucho a tu madre, Anna —le comentó Ruth.

Anna abrió los ojos. Ruth estaba de pie delante de ella, secándose con una toalla.

—¿De verdad?

—No la vi muy a menudo, pero me recuerdas muchas cosas de ella. Era diferente a los demás.

—¿Por qué diferente?

—Nunca hablaba de las cosas de las que charlaban las mujeres en la aldea. Siempre pensé que debió haber vivido en Varsovia, o tal vez en Vilna, donde se encuentran los colegios. Hubiera estado muy bien allí. Aunque nunca se quejara, de todos modos, según puedo recordar.

—¿Recuerdas algo más?

—No. Después de todo, era una chiquilla cuando dejé mi hogar.

Yo sí me acordaba, de pie, en el cementerio, pensando en que debía retener sus rostros y sus voces antes de que desapareciesen para siempre. Y ahora, realmente, se habían desvanecido. Y a este lado del océano no existía un ser humano que conociese nada de mi vida hace cuatro años. Existe una separación, puesto que la mayor parte de mi vida ha sido cortada, excepto en la esfera privada de mi mente.

—Es muy malo cuando la familia se separa de esta forma. No tienes aquí a nadie para que conozcan a tus hijos, excepto, claro está, la madre de Joseph…

—Tiene sesenta y cuatro años —observó Anna.

—¿Sí? Pensé que tendría muchos más; está muy avejentada —respondió Ruth.

—Ha tenido una vida muy dura. Queríamos traerla hoy, puesto que nunca ha estado en la playa. ¡Imagínate, en tantos años! Pero se ha negado a venir…

—¿Qué harás cuando esté demasiado vieja o enferma para llevar la tienda? —Ruth era muy curiosa—. ¿Supones que Joseph deseará que vaya a vivir con vosotros?

—No lo sé. Nunca hablamos de eso —respondió Anna, preocupada de repente.

¡Aquella lúgubre y agria mujer en su casa! Luego, la arrolló una oleada de vergüenza y piedad. ¡Qué ser más pobre! ¡Verse vieja en la casa de otra mujer, una joven mujer extraña que no te quiere!

—Si eso sucede, y Joseph lo desea, lo haremos; eso es todo —respondió en voz baja.

—Eres una muchacha muy amable, Anna. Estoy muy contenta de haber mandado a Joseph aquel día para que hablase contigo.

—Nunca te he dado las gracias —respondió Anna algo cortada.

—¡Bah! ¡No pretendo que me den las gracias! Pero él sí que me lo ha agradecido; se volvió loco por ti desde el primer momento. Pensó que no te gustaba, y por eso, durante tanto tiempo, temió hablar de matrimonio. Ya sabes —explicó—, creía que estabas enamorada de otro, pero yo le dije que no era así. Si hubiera habido otro, aparte de Joseph hubiera dejado que lo creyese, porque, por lo general, es una buena idea permitir que los hombres hagan conjeturas. Pero Joseph es diferente, es tan —Ruth buscó la palabra— honesto… Sí, eso es lo que es, un hombre honesto.

—Es verdad —replicó Anna—. Lo es.

Siguió allí sentada en silencio, mientras Ruth hablaba sin cesar, oyéndola sólo a medias, sintiendo, a la luz del sol, cuán agradable era estar allí. Al filo del agua, Joseph arrojaba una pelota a los chicos. Tenía la apariencia de ser también un muchacho, ágil y feliz. Oía el sonido de su voz. No sabía que le gustara jugar. Así debía de ser un hombre, de ese modo debían vivir. Quizás era así como Dios entendía al hombre cuando le colocó sobre la tierra, que fuese libre, que corriese al aire libre entre los otros seres vivos…

Pero no, ¿cómo era eso posible? ¿Quién había de pagar por ello? Siempre se volvía a eso. Este día de excursión, el precio de los billetes, las provisiones, había que pagar por todo. «Ganarás el pan con el sudor de tu frente», solía decir Joseph. Le gustaba citar la Biblia. Al parecer, se podía hallar en la Biblia una explicación para todo.

Al cabo de un rato, regresaron los hombres y se sentaron.

—¿Va todo bien, Anna? —preguntó Joseph.

—Maravillosamente…

—Dime si te cansas…

—¿Cansarme? ¡Estoy cansada de no hacer nada!

Sacó de la cesta su labor de ganchillo, un rectángulo de encaje blanco.

—¡Mira, Solly! —gritó Ruth—. ¡Es magnífico! ¿Qué estás haciendo?

Anna se sintió de repente tímida.

—Una mantita para el coche del niño. Irá sobre un forro de satén, rosa o azul, en cuanto lo sepamos.

Ruth movió admirada la cabeza:

—¡Sabes hacer las cosas, Anna! Eres tan inteligente, a pesar de la cocina y el trabajo manual…

—Cuéntale —intervino Joseph— lo del cochecito. —Pero siguió explicándolo él—. Lo compramos la semana pasada en Broadway. De mimbre blanco, con una capota que se baja y se sube para que le dé el sol o la sombra, según se quiera.

—¡Oh! —exclamó Ruth—, el primer bebé es algo maravilloso… Se tiene todo el tiempo para él… ¡Vera y June, no tiréis arena a Cecile! Deberíais avergonzaros…

—Apuesto a que no sabes lo que es la arena —dijo Harry, dándose importancia.

—¿La arena? Pues es lo que hay en la playa —respondió su madre.

—¡Vaya! Son rocas, que se han hecho finas después de millones y millones de años. Sé cosas que vosotros no sabéis…

Anna recogió un puñado. Los finos y secos granos resbalaron entre sus dedos dejándole partículas adheridas a la piel. Sí, parecían fragmentos de roca, brillantes astillas de piedra.

—Muy bien, veo que recibís educación por parte de mi hijo —observó Solly. En voz más baja se confió a Anna y a Joseph—. Me han dicho que es el primero de la clase. Lo sabe todo y nunca se olvida de nada. Si le dices una cosa una vez, nunca lo olvida —repitió orgulloso. Luego se quedó serio y silencioso—. Deseo que salga adelante… Me gustaría reunir lo suficiente para emprender un negocio propio. —Se dio la vuelta dirigiéndose sólo a Joseph—. Alguna gente lo hace, no sé cómo. Mi jefe comenzó como yo, pero nunca acabo de abrirme camino…

—Cinco hijos —le contestó con gentileza Joseph—. Eso ya es salir adelante.

—Sí, sí, Dios los bendiga, así es. ¡Y deseo hacer mucho por todos ellos!

Se sentó un momento y miró con fijeza el mar, como si allí le aguardase una respuesta. Luego se levantó de un brinco.

—¡Este aire da mucho apetito! ¿Qué te parece si alimentas a este ejército hambriento, Ruth?

—Espera, espera, ya voy —le amonestó Ruth, abriendo las bolsas de papel y afanándose en la cesta, sacando, una tras otra, raciones de carne de vaca acecinada, salami, escabeche, tomates cortados, ensalada de col, huevos duros y dos grandes rebanadas de pan negro.

—Y también hay melón de postre —concluyó—. Dejadlo a la sombra hasta que llegue el momento.

—Pastelitos —dijo Anna, sacando una linda cajita atada con unas cintas—. Los hice al horno ayer. Son de dos clases.

—Y una naranja para cada uno de los niños —añadió Ruth—. Aquí, niños, no os peleéis. Vera, quita los pies de la manta, o si no llenarás de arena la comida.

Joseph siempre dice que Ruth habla demasiado, recordó divertida Anna.

—Solly, no comas tan deprisa… Este marido mío algún día se ahogará. Dios no lo quiera, y los niños son igual. Por el contrario, a Cecile tengo que abrirle la boca y meterle dentro la comida. ¡Un pajarillo come más! Joseph, hay bastante, sírvete tú mismo… Y haz que tu mujer coma; no podemos olvidar que debe comer por dos…

Anna se encontró con los ojos de Joseph y reprimió una sonrisa. De nuevo, emplearon su lenguaje privado:

«No me interpretes mal. Me gusta Ruth. Es la sal de la tierra. Pero si tuviese que vivir con ella me volvería loco. Su lengua nunca para: parlotea, parlotea, parlotea…».

Solly se frotó el estómago.

—Un auténtico festín —suspiró, y recordó sus deberes de anfitrión—: ¿Te diviertes, Anna?

—Oh, claro que sí. Pienso en que estamos en el mismo borde del continente. Si miras delante de ti, a través del océano, a través de todos esos miles de kilómetros, puedes ver…

—Polonia —intervino Ruth—. Y no quiero ver de nuevo tan pronto Polonia, si no te importa.

—Polonia no —la corrigió Anna—. Portugal. Y al lado, España. Me gustaría ir allí algún día. Miss Thorne estuvo en España. Su padre fue cónsul de Estados Unidos allí. Dice que es maravillosa.

—¡Yo sí que no! No deseo ver de nuevo ninguna parte de Europa. —Solly meneó la cabeza—. Especialmente ahora, cuando las cosas están así… Tienen muy mal aspecto, créeme.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Joseph.

—Habrá guerra —respondió muy serio Solly.

—Siempre piensas lo peor —intervino Ruth—. ¿Por qué tienes que contar esas cosas?

—Porque son verdad. En cuanto leí la semana pasada que un serbio ha matado a tiros al archiduque Fernando en Sarajevo, me dije: «Habrá guerra». Tomad buena nota de mis palabras…

—¿Quién era ese archiduque? —preguntó Anna.

—El archiduque austriaco, el heredero del Trono. Eso quiero decir que Austria declarará la guerra a Serbia y que Rusia respaldará a Serbia. Alemania se pondrá de parte de Austria; Francia tal vez ayude a Rusia. Y ya estará liada.

Joseph tomó otra raja de melón.

—Muy bien —comentó, a lo práctico—, pero eso ocurrirá al otro lado del océano. No nos afectará a nosotros.

Anna estaba sentada con la cabeza inclinada, mientras el miedo rodaba en su interior como una cascada de agua.

Ruth tuvo un momento de inspiración:

—Anna está pensando en sus hermanos. Tendrán que luchar por Austria.

—¿Y por qué hablamos tan lúgubremente de cosas que no sabemos? —preguntó Joseph—. Nadie puede asegurar lo que va a suceder. Apuesto a que a lo mejor no ocurre nada de eso. Nadie desea la guerra y estamos estropeando un día maravilloso, preocupándonos por algo que quizá nunca suceda…

—Tienes razón —se disculpó Solly—. Tienes toda la razón, Joseph. ¿Quién desea desperdiciar un día así? Démonos otro baño.

El sol estaba enrojecido y muy bajo en el Oeste.

—Eso significa que mañana será un día muy caluroso —predijo Joseph, dirigiéndose a las mujeres.

—Por el día lo resisto, pero las noches son horrorosas —respondió Solly—. El dormir en las escaleras de incendio es una tortura.

Recogieron la manta y las cestas.

—Las muchachas vendrán conmigo —dirigió la operación Ruth—. Harry e Irving, id a la casa de baños con vuestro padre y cambiaros. Nos encontraremos en la entrada principal.

Más allá del paseo entablado junto a la playa se encontraba la Surf Avenue y las multitudes errantes, que formaban ya la vida de la tarde. El firmamento estaba rayado en oscuro, entre grises y color carbón, aunque aún se esparcía un remanente rosado. Las luces del «Scenic Railway» eran altas y arqueadas; la rueda de «Ferris» colgaba como una tela de araña; en todas partes brillaba la iluminación. Más adelante, la banda de música tocaba y se difuminaba entre el cambiante viento; casi al alcance de la mano, el tiovivo chirriaba sin cesar. Anna estaba encantada.

—No sé a dónde ir primero —dijo—. ¿Por dónde comenzamos? ¿Tendremos tiempo de verlo todo?

—Hagamos lo que nos parezca mejor —respondió Joseph—. ¿Quieres empezar por las «Calles de El Cairo»? Estuve el año pasado y se pasea a través de una auténtica calle egipcia, como si fuese algo real. Hay borricos y se dan vueltas en camello… No, he olvidado que no puedes hacer eso, pero lo miras, y el año próximo, cuando volvamos, montarás en camello.

Anna sentía las emociones de un niño pequeño, tal vez incluso más que los niños, que comenzaban a estar cansados. ¡Cuántas cosas para ver y oír todas a la vez! Qué colores más brillantes, e incluso la música parecía un color más… Dar vueltas y vueltas como una de aquellas maquinitas —¿cómo las llamaban?—, los caleidoscopios, en los que se ponían cualquier cosa, un trozo de tela o un par de alfileres, y cuando se le daba vueltas sin fin, se producían varios modelos, deslumbrando la vista.

Luego se hizo lo suficiente de noche como para que comenzara el castillo de fuegos artificiales. Por desgracia ya no hubo tiempo para entrar en los barracones… Pero Anna ya había visto fotos de un ternero con dos cabezas y de una espantosa mujer barbuda; le alegró no ir. Afortunadamente, encontraron asientos para ver los fuegos artificiales que fueron esplendidos: cohetes con luces rojas, blancas y azules, estrellas que se precipitaban en el cielo nocturno, cada una más arriba que la anterior y que luego se derramaban hacia el suelo en una lluvia dorada. Al final, el sonido de disparos de cañón, atronando y aplastando hasta que el estallido final casi consiguió levantarlos de las sillas. Y el silencio. Y la banda que rompía a tocar «la bandera de barras y estrellas» mientras todos se levantaban de sus asientos. Anna estaba orgullosa de ser una de las que conocían todas las palabras: «Y el resplandor rojo de los cohetes, las bombas que queman el aire…».

Todo terminó. Ya había transcurrido aquel maravilloso día. La muchedumbre se deslizó con lentitud hacia el tranvía, la línea de la avenida de Coney Island. Solly conocía el camino más rápido para adelantarse al gentío. De otro modo, no podrían conseguir asientos. Y si era así, los chicos se agarrarían a Solly y Joseph, cada uno de los cuales tendrían que sostener a las niñas dormidas. Ruth llevaría a la más pequeña y Anna las cestas. La gente permanecía de pie a lo largo del pasillo y hasta algunos iban colgados de los estribos. Los conductores apenas podían pasar a través de la muchedumbre; estaban enrojecidos y sudorosos y no se les podía culpar si se encontraban malhumorados. Permanecían todo el día conduciendo los tranvías, arriba y abajo, para todos los que iban a la playa. El calor creció más y más mientras atravesaban Brooklyn hacia el puente. La brisa cesó y la poca que quedó resultaba cálida. También se acallaron los charloteos y las risas. La gente estaba muy cansada después de un día tan largo, pensó Anna. Y, además, pensaban ya en el día siguiente. Esto casi quitaba el placer al día, con aquel viaje y el calor que surgía de nuevo y el pensar en mañana. Casi, pero no del todo.

Una vez se despidieron de los Levinson y tomaron el tranvía de Broadway, que no iba tan atestado, las cosas mejoraron.

—Hemos tenido suerte de poder coger el último tranvía —comentó Joseph—. Será medianoche cuando lleguemos a casa. ¿Lo has pasado bien?

—Sí, sí, me ha gustado mucho —respondió Anna.

—Apoya la cabeza en mi hombro. Te despertaré cuando lleguemos.

Anna no pudo dormir. Sonaba la campana y el tranviario aumentó la velocidad por Broadway, en la oscuridad, mientras el trole se balanceaba. Sentía el calor de la piel de Joseph a través de la camisa. «Se ha quemado», pensó. Habían olvidado la manteca de coco, que quedó encima del tocador de casa. Tal vez aún no sería demasiado tarde si se la ponía cuando llegasen a su hogar. Tenía buena encarnadura.

Mi amigo, pensó. Mi único amigo en el mundo. Ahora es cuando sé realmente lo que es estar casada. No se trata de ningún cuento de hadas, conjeturó desdeñosamente. Ninguna muchacha debía de conocer tan poco de la vida como ella. Cuando tenga una hija no le permitiré ser tan estúpida, tan poco realista. Tristán e Isolda. Cuentos de hadas.

Y, sin embargo… Todo ese suave centelleo, en encumbrarse, el cantar, los anhelos, el contacto, el dolor y la ternura, todo ello, ¿no era también verdad? Ahora tengo diecinueve años y necesito saber. ¿Por qué me pregunto aún sobre las cosas?

Joseph se inclinó y la besó en el pelo.

—Estamos en casa —musitó.

La ayudó a bajar del elevado estribo del tranvía. El viento soplaba desde el Hudson cuando doblaron la esquina. Sus zapatos resonaron por la acera, los del hombre con su tacón plano, los de ella con sus tacones altos, repiqueteando y repiqueteando a lo largo de la dormida calle.