32

La visión se hacía muy borrosa en aquella deslumbrante luz; el cielo, el mar y la arena emergían entre resplandores blancos; las figuras se veían como puntos rojos o azules, como pintados por un puntillista. Pero los sonidos eran muy claros. Llegaban desde muy lejos en la playa; las voces de los nadadores y de los que se encontraban en la orilla; tenían la nitidez de las voces que se escuchan a través de la nieve.

Los muchachos reían en las aguas someras. O mejor aún, Jimmy estaba riendo mientras Eric lo sujetaba, enseñándole a nadar, aunque sólo tenía dos años y medio. Steve chillaba y se resistía.

Anna comentó:

—Es extraño que sea el mayor el único que se queje.

—Jimmy es un niño muy fuerte —cloqueó Joseph.

Él siempre admiraba la fuerza.

Iris estaba silenciosa. Había dejado caer el libro encima de su enorme vientre, que formaba como una concha; estaba de nuevo embarazada, sólo de cinco meses, pero tenía la apariencia de estar ya lista para dar a luz. Estaba pensativa. La gente empezaba a creer que Jimmy era el muchacho mayor. Era casi tan alto como Steve, y cuando estaban sentados, Jimmy aún parecía más grande. Aquella misma mañana, cuando llegaron a la playa, Mr. Malone se había adelantado a saludarlos y cometió el mismo error. Iris había leído mucho acerca de la psicología de los niños, pero los libros no te decían realmente qué había que hacer. En cada situación especial, debía emplearse el juicio propio.

Steve lloró de nuevo y Eric lo soltó. Se sentó en el borde del agua.

—¿No crees…? —comenzó Iris, pero Theo, que había estado andando por la playa con un colega, se situó en aquel momento detrás de ella.

—No debes preocuparte por él. Sabe lo que tiene que hacer.

Theo tenía una gran consideración hacia Eric. Todos la tenían. Era muy seguro para sus años.

Ahora Eric trajo a Steve al semicírculo que formaban todos juntos sentados. Jimmy caminaba penosamente a su lado. Todavía tenía los pasos imprecisos de un bebé.

—No tienes por qué hacerlo —le tranquilizó Eric—. No nadaremos más si no quieres hacerlo…

—¿Qué ocurre? ¿De qué tiene miedo? —quiso saber Joseph—. ¿No deberías regresar otra vez allá y demostrarlo que no debe temer nada?

—No puede aprender de esta manera, abuelo. Haría que lo aborreciese. De todas formas, sólo tiene tres años y medio.

—Sí, sólo tres años y medio —repitió Anna—. Nos olvidamos a menudo porque es muy listo.

Steve les había dejado asombrados la semana pasada al reconocer algunas palabras del periódico. Había recordado la «g» de «gato» de un libro de dibujos, la «a» de «asno», la «t» de «toro» y la «o» de «orquídea»; de esta forma había reconocido la palabra gato y después, dos o tres palabras más, asombrando a toda la familia.

Steve se dirigió al regazo de su madre. Lo intentó más bien, pues no había lugar para sentarse; empujó la cabeza contra ella.

—No, no —le dijo Iris, apartándolo—. Haces daño a mamá, haces daño al bebé que tiene en la barriguita…

Joseph meneó la cabeza de forma desaprobadora y murmuró:

—¿Por qué dices eso? ¿Crees que te comprende? Es más fácil decirle que los trae la cigüeña y dejar que lo crea así.

En privado, Anna estaba de acuerdo con él, pero, después de todo, era asunto de Theo e Iris.

—Ven aquí, con tu nana —le dijo—, mira qué tengo para ti.

Anna estaba debajo de una sombrilla de playa para evitar que su suave piel se pelase. Tenía también una tumbona y una bolsa. Lo que salía de aquella bolsa parecía no acabar nunca: pañuelos, lociones para el sol, pasteles, una novela para ella y libros de dibujos para los niños. La gente siempre reía conmovida ante la organización de Anna y cómo se aprovechaba de la misma.

—Aquí, siéntate aquí, la nana te leerá un cuento —le dijo a Steve.

Este se acurrucó en su regazo, quitándose la arena mojada. Si no podía refugiarse en el regazo de mamá, el de la nana sería un buen sustitutivo. Aún estaba tiritando por el miedo que pasó en el agua, aunque confiaba en Eric, y sabía que Eric no lo lastimaría. Pero, de todas formas, estaba asustado, al entrarle agua en los ojos. Jimmy le molestaba. La mamá siempre le estaba diciendo:

—No seas tan rudo con Jimmy; aún es sólo un bebé…

Pero Jimmy se metía con él. Le había tirado el cubo.

Inclinó de nuevo la cabeza contra la suavidad de la nana. Esta leía un cuento. Cada día, alguien le leía algo. El cuento que ahora tenía su abuela era su libro favorito y él sabía cuáles eran las palabras que venían a continuación, detrás de cada dibujo.

La nana sacó dos pastelitos de la bolsa.

—Uno para ti —le dijo—. Y otro para Jimmy. Ven con nosotros, Jimmy.

Jimmy cogió el suyo y anduvo hasta algunas personas que estaban sentadas cerca de la arena. Se quedó allí y les miró, sosteniendo el pastelillo.

—¡Oh, qué encantador! —gritó una mujer—. Mira, Bill, ¿no es una ricura? ¿Cuál es tu nombre, hijito?

—No me llamo hijito. Jimmy —respondió.

—Hola, Jimmy. Bill, mira qué ojos tiene…

Theo se acercó a Jimmy y se disculpó.

—No nos molesta… es un niño muy sociable.

—Sí que lo es —sonrió Theo orgulloso, mostrándose de acuerdo.

Jimmy regresó y se quedó de pie escuchando a la nana. Nunca escuchaba durante mucho tiempo. Anna siempre decía que aquello se debía a que era demasiado pequeño para comprender por completo el cuento. Aún no se había comido su pastelillo, aunque Steve ya había acabado el suyo. Siempre caminaba de acá para allá, llevando su comida como si no le gustase, y en ocasiones, incluso la tiraba al suelo. Pero si Steve la recogía y se la comía, empezaba a dar chillidos. Al estar de pie allí, sin haber comido el pastelillo, ello hacía que Steve quisiese otro.

—Quiero otro pastelillo —pidió, pero su madre lo oyó y dijo que no, que entonces no comería nada al mediodía y que aquel era suficiente.

En casa de nana, según sabía, hubiera podido obtener otro. Pero Anna dijo en aquel momento:

—Tu madre ha dicho que no.

El pastelillo de Jimmy casi tocaba el brazo de Steve. No podía apartar los ojos de él.

—¿Por qué no te comes el pastelillo, Jimmy? —le preguntó Anna.

Jimmy no respondió. Se tumbó en la arena y recogió su pala. Steve se adelantó y le cogió el pastelillo. Jimmy empezó a chillar y golpeó a Steve con la pala.

—No, no… —gritó Anna.

Steve se deslizó desde el regazo de la nana y empujó a Jimmy. Este cayó y se golpeó la cabeza con el palo de la sombrilla. Se echó a llorar.

Su padre se arrodilló y cogió a Jimmy para examinarle la cabeza. No pasaba nada de particular, pero Jimmy siguió llorando. Su padre le gritó a Steve:

—Si vuelves a golpear a Jimmy, te arrepentirás…

—Me ha golpeado con la pala…

—Es verdad —explicó Anna.

—No me preocupa, es el mayor y tiene que aprender a hacer las cosas.

—Quiero mi pastelillo —sollozó Jimmy.

—¿Le cogió Steve su pastelillo? —quiso saber la mamá.

—Creo —respondió nana—, que pensaba que Jimmy ya no lo quería.

Joseph se burló de ella.

—¡Dios santo! Se necesitaría ser el rey Salomón para arreglar este asunto.

—Se trata de rivalidad fraterna —explicó Iris—. Con un pescozón todo quedará arreglado.

Eric nadaba delante del pontón.

—Ven, te construiré un castillo de arena —le dijo a los muchachos, y los llevó hasta el borde del agua—. Te haré uno tan grande como tú; también te enseñaré una concha que he encontrado. Si te la llevas al oído, se oye el mar…

—¿Habéis visto su colección de conchas? —preguntó Joseph—. Decidle que os la enseñe cuando vengáis el viernes próximo, Theo. Tiene un armario en su habitación lleno de ellas, todas clasificadas y etiquetadas. Es muy metódico.

—También se ha construido él mismo el armario —intervino Anna—. Ya sabes que tiene unas manos de plata. Puede hacer cualquier cosa. La semana pasada tenía que llamar al fontanero para que arreglase el fregadero de la cocina, pero fue el mismo Eric el que me lo arregló.

—¿Crees que está contento aquí, Theo? —le preguntó preocupado Joseph.

—Sí, sí, ha adelantado mucho en estos dos años. Puedes verlo por ti mismo, ¿no es cierto?

Joseph asintió feliz.

—Claro que sí, pero deseaba que alguien me lo dijera.

La playa quedó luego para los más jóvenes. Anduvieron por los muelles y corrieron hacia el malecón donde podían verlos. Había que protegerse los ojos ante aquel sol poniente, que hacía brillar el agua. Desfilaron a lo largo de la faja de arena al borde del agua y se reunieron en el cobertizo donde vendían helados. El grupo de muchachos y muchachas se dedicaron a un ritual de risa y frases caldeadas, un ritual tan cuidadosamente interpretado que parecía un ballet.

Tres muchachas a las que empezaba a apuntar los pechos, caminaron de forma casual hacia Eric. Sus perfectos cutis le recordaron a Anna un fresco vestido blanco, que no se arrugase lo más mínimo; pensó en que aquello era pasajero.

Eric dijo algo a las muchachas y vieron que este se volvía en su dirección. Iris lo llamó y él anduvo hacia ella.

—Ve con tus amigos —le dijo—. No tienes que hacer de niñera. Y gracias por hacer pasar el rato a los niños.

—¡Vaya por Dios! —exclamó cuando Eric volvió a la playa con las muchachas.

—¿A qué te refieres? —preguntó Joseph, que se había echado una siestecita.

—A que no ha pedido permiso. Se ha ido y no ha dicho adónde iba.

Al ver que nadie respondía, Iris declaró:

—Tiene ya quince años. Ya es hora.

—Sí, tienes razón —respondió Anna.

Iris siempre le prestaba el regalo de su comprensión. Había establecido un fácil contacto entre ella y él. Este se dejaba caer muchas veces después de la escuela para visitarla; pasaba muchos ratos en casa de Iris y Theo. Así es como debería ser. Todos los adultos en su vida habían sido tan ancianos, como Joseph y ella misma.

—Eric es muy paciente con los niños —observó Iris—. Realmente los ama. ¿No lo sabes?

Anna observó:

—Supongo que se debe a que es hijo único.

No, pensó Theo, no, no era sólo eso. Igual que yo, ha sido un huérfano en medio de la tormenta y está agradecido por el calor que se le brinda. Agradecidos, eso es lo que somos, tanto él como yo.

El sol tenía una penetrante suavidad; al mismo tiempo, una brisa le acarició la carne. Era muy bueno estar allá, sin hacer nada, sin pensar en nada. Estaba tumbado encima de una manta. A Theo le gustaba mucho la playa. Habiendo crecido en Austria, nunca había visto el mar, y cuando lo tuvo a su disposición ya no disponía de demasiado tiempo.

Pero todo estaba bien; no se podía quejar, puesto que había aumentado mucho su clientela médica. A veces no podía creer en los cambios que se habían producido en su vida durante aquellos escasos años, desde que pudo quitarse el disfraz y tomar parte en la liberación de París. Un extraño sin amigos hacía pocos años y ahora, hete aquí que ya estaba establecido. Tenía una esposa muy educada y amable. Y dos hijos y medio. Y una casa preciosa, sonrió para sí. Realmente no admiraba aquella casa; era demasiado moderna, demasiado austera, con sus pinturas abstractas y sus suelos desnudos. Demasiado espartana. La comida era también espartana, porque Iris no cocinaba y tampoco sabía cómo conseguirse una cocinera. Pero aquello carecía de importancia. Y los alimentos sencillos, de todos modos, eran lo mejor. Además, Anna les mandaba de vez en cuando muchas cosas, o les invitaba. En casa de Anna, se comían salsas muy ricas, vinos y pasteles de crema. Después, uno podía descansar en los sillones de flores. Anna les traía también fruta y chocolate; Joseph le servía coñac. Sus padres políticos sabían disfrutar de la vida. Le recordaban Viena. Cerró los ojos…

Se despertó con el corazón latiéndole con fuerza contra las costillas. ¿Habría gritado en la agonía de su sueño? Parecía que no, puesto que nadie miraba en su dirección. Cerró los ojos de nuevo. Hacía unos años que le acometía aquel terror, medio en vigilia, medio durmiendo. Era como una explosión en cámara lenta, como el montaje de una película: Fragmentos de gorra nazi con visera y botas altas; la propia valla de su jardín; un rincón de su tejado; el lecho con rosas esculpidas en el que dormía con Liesel; la cabecita de su niño recién nacido; las manos de su padre, suplicando encadenadas; los ojos de Liesel que lloraban; y todos ellos, en un momento, destrozados y convertidos en cenizas.

Solía decirse que el tiempo resultaba piadoso, y era verdad. Aquella primera locura se fue desvaneciendo hasta constituir una pesada tristeza y al cabo de mucho, una suave debilidad, unas lágrimas que hay que enjugar antes de que nadie las vea. Pero no siempre.

Con un antiguo ademán, quiso dar vueltas al anillo de bodas del dedo anular, una costumbre que tenía cuando estaba agitado. Luego recordó que, en aquel matrimonio, no llevaba anillo.

Aquel matrimonio, su nueva vida. Antes de quedarse dormitando, pensó que Anna y Joseph le recordaban, en cierta forma, Viena. De todos modos, no eran iguales a Viena en muchos otros sentidos. O por lo menos, no se parecían a la Viena que él había conocido. Recordó lo formalistas que eran sus padres, aquellas voces teniente compuestas en la mesa, sin discusiones de ninguna clase, ni amargas ni amistosas, ni de ningún otro tipo. Aquella parte seguramente no se parecía a los Friedman, donde todo el mundo hablaba a la vez, donde todos deseaban ser oídos… Cuando tenían muchos invitados, la confusión resultaba total. Sonrió para sí. Su corazón había regresado a su latir normal. Habían regresado la calma y la realidad. Esto era el ahora y él estaba aquí. Aquella era su familia. Muy buenas gentes, una familia estupenda.

Las mañanas de los domingos, Joseph se levantaba tan temprano como los otros días y les llevaba salmón fresco. Las noches de los viernes, cuando Iris y Theo llegaban a cenar con ellos, siempre había un paquetito con dos juguetes, para que se los llevasen a casa a Steve y a Jimmy. Y no había forma de protestar de que el abuelo echaba a perder a los niños. Aquello le daba placer y no hubiera atendido ningún tipo de protesta.

Por lo general, Theo regresaba a casa después de la cena, mientras Iris acudía con sus padres a la sinagoga. Pero, de vez en cuando, había ido con ellos, sorprendiéndose al hacerlo, puesto que apenas había estado media docena de veces en una sinagoga durante toda su vida. Lo encontraba aburrido y sin sentido, pero a Iris le complacía mucho que fuese, y también les gustaba a sus suegros. Especialmente, Joseph se mostraba muy orgulloso, extremadamente orgulloso, de que le viesen del brazo con su yerno el doctor.

Sentía un gran cariño hacia Joseph. Realmente había que ser insensible para no dar nada a cambio a un hombre que te amaba de forma tan evidente, aunque supieras que era, en parte, el sustituto de su hijo muerto. Pero aquellos no importaba. Joseph era un hombre muy educado. Le gustaba llamarlo un hombre sencillo; era su expresión favorita al dirigirse a él. Y actualmente lo era. Sus placeres resultaban simples, sin contar su trabajo que, probablemente, constituía su mayor placer. Además de esto, le gustaba la comida que su mujer preparaba, que le honrasen entre los notables por las caridades que efectuaba, y también jugar al pináculo con viejos amigos, que eran también muy sencillos. Uno de ellos aún conducía un taxi; siempre llegaba a la casa en su taxi amarillo.

A Theo le gustaba que sus hijos creciesen en una familia tan poco complicada. Notaba algo cálido en su pecho al pensar en todo ello. En la seguridad, en la salvación. En aquel país tan grande y pacífico, en aquella ordenada ciudad donde los niños dormían en lechos limpios. Era un milagro y no se podía encontrar otra palabra. Lejos de aquel caos que había constituido su propia vida, de todo aquello. Su casa, su familia, todas aquellas personas…

El viento que se había levantado le enfrió los hombros. El sol estaba ya muy bajo en el horizonte. Los pequeños y reluctantes grupos de tres o cuatro personas, estaban recogiendo sus toallas y bolsos y se dirigían hacia el aparcamiento. Se levantó y ayudó a su esposa a ponerse en pie. Iris anduvo pesadamente por la arena, sosteniendo a Steve y a Jimmy de la mano. Los pequeños se durmieron y se acurrucaron en el asiento delantero del coche entre Theo e Iris, con sus piernas entrelazadas unas con otras, y por una vez, sin llorar ni pelearse. Los abuelos ocuparon el asiento de atrás.

—Ha sido un día maravilloso —suspiró Anna.

La quietud se extendió por la playa. Incluso las gaviotas se habían ido (¿adónde se habrían ido?), excepto una que se encontraba en el extremo del muelle, una forma oscura contra la luz. El sol dio sus últimos esplendores, balanceándose encima del mar y tiñendo de carmesí las nubes.

—Mañana hará calor —predijo Joseph meneando la cabeza.

Mañana, mañana, mañana, separados de aquellos miles de millones de personas sin nombre que andaban por encima de la tierra, cada uno de aquellos pequeños grupos de tres, o cinco, o doce, reunidos por la casualidad, y luego por la sangre, viendo en ellos a toda la tierra, y con todo lo que ello representaba. Lo que sucedía a alguno de aquellos grupos de tres, cinco o doce personas le sucedería a todos. Los dolores o los triunfos que alcanzasen a algunos de aquellos, alcanzaban también a los demás, mientras eran llevados hacia delante, hacia lo desconocido, bajo aquel brillante y terrible sol que nos nutre a todos.