9

Él la adoraba. Sus ojos y sus manos se desplazaban por su cuerpo venerándola. En la nueva cama metálica de matrimonio que habían comprado, Joseph se apoyó en un codo y procedió a estudiarla.

—Rosa y blanco —manifestó.

Colocó alrededor de su muñeca un mechón de su cabello, su escurridizo y viviente cabello.

—Perfecto. Incluso tu voz y la forma en que pronuncias la th. Perfecto.

—Nunca hablaré sin acento extranjero. Sólo soy una novata…

—Y has leído más y eres más inteligente que cuantos he conocido.

—Sólo soy una principiante, Joseph —insistió.

—Si hubieras tenido la oportunidad de la educación, sólo una oportunidad, podrías haber sido algo; maestra, o incluso doctora o abogado. Lo puedes todo.

Suspirando, Anna abrió la mano en la que llevaba el anillo en el que Joseph había grabado: «J a A, 16 mayo 1913».

—Sólo soy una esposa —prosiguió en voz alta.

—¿Y cómo te sientes?

Anna no respondió enseguida. Él siguió su mirada a través de la puerta en dirección a la cocina pintada de amarillo y al limpio y nuevo linóleo del suelo del salón. Todo relucía en aquel hogar que había preparado para ella. Desgraciadamente, las habitaciones quedaban por debajo del nivel de la calle y las persianas debían estar echadas durante todo el día. Cuando se subían las persianas, se veían los pies que pasaban por la calle, al nivel de los ojos. Había que encaramarse para ver el Hudson y las Palisades, y sentir el fresco viento del río. Por la noche, el dormitorio era un mundo privado y cerrado, y el lecho de un buque en un mar oscuro y tranquilo.

—¿Cómo te sientes? —repitió Joseph.

Aquella vez, la mujer se volvió y dejó caer con suavidad las manos encima de él.

—Me siento en paz —musitó Anna.

Se estremeció y bostezó, tapándose enseguida la boca. El reloj, situado en la cómoda con espejo de Joseph, dejó sonar con delicadeza diez campanadas.

—¡Qué cosa más pomposa y absurda! —gritó Anna.

—¿Qué, el reloj? No sé qué tienes en contra de este hermoso reloj. Lo que pasa es que no te gusta la gente que nos lo ha regalado.

Un día, unos meses después de su matrimonio, un recadero les había traído un paquete de «Tiffany».

—Parecía asombrado —comentó Anna—. Supongo que nunca había hecho entregas por este barrio.

Se trataba de un reloj francés dorado de repisa. Joseph lo había colocado cuidadosamente en la mesa de la cocina y lo desenvolvió. A través de sus laterales de cristal contemplaron sus exquisitas ruedas y engranajes giratorios.

—Sabía que los Werner nos harían un regalo —había comentado Joseph—. No quería decírtelo, pero enviaron a su chófer a Ruth para preguntar por tu salud y ella les explicó que nos habíamos casado. ¿No te gusta? No pareces muy complacida.

—Y no lo estoy —respondió Anna.

—No lo entiendo —observó su marido—; no sé qué tienes contra ellos. No es propio de ti; siempre eres muy amable.

—Lo siento. Sí, fue muy bueno por su parte hacer una cosa así. Pero es demasiado valioso para esta casa. Además, no tenemos un lugar donde colocarlo.

—Es cierto. Pero ya encontraremos algún día un sitio conveniente. Es demasiado bueno para esto, al igual que tus candelabros de plata.

—Joseph, no te canses tanto, no trabajes tan duro. Estoy satisfecha de nuestra situación…

—¿Satisfecha con un piso en los sótanos de Washington Heights?

—Es el mejor lugar en que he vivido.

—¿Y qué me dices de la casa de los Werner?

—Realmente no vivía allí. No era mía.

—Pues lo será. Así es como quiero que vivas. Y también te gusta a ti. Ya lo veras, Anna.

—Son más de las diez —le dijo Anna suavizando la voz—. Y tienes que levantarte a las cinco.

La respiración de Anna silbaba en la oscuridad. Movió las piernas y las sábanas crujieron. Pisadas apresuradas en la acera a muy pocos metros de su cabeza. El pequeño reloj dio once campanadas. Joseph no dormía; le invadía un alud de pensamientos vigorosos y claros, uno tras otro, diáfanos como grabados al aguafuerte.

Estaba preocupado. Le pareció que, por mucho que se remontase hacia atrás, siempre había conocido preocupaciones. Sus padres se preocupaban. Toda la gente de las casas de la calle Ludlow, todos los de East River, estaban preocupados. Se preocupaban por el hoy y por el mañana. No eran capaces de dejar morir el ayer.

Como era natural, nunca había visto la patria natal, aunque la conocía bien. Había sido un paisaje de su vida tanto como aquella calle y sus casas de cinco pisos, las multitudes y las carretillas de mano. Conocía la aldea polaca, el caballo de su abuelo, los muros helados cubiertos de nieve, el barro resbaladizo, la casa de baños, el chantre que venía de Lublin para las vacaciones, los arenques y las patatas encima de la mesa, la hermana menor de su madre que había muerto en la infancia, el primo de su abuela que se fue a Johannesburgo e hizo una fortuna en diamantes. Sabía todo eso, lo mismo que el terror de los cascos encima de la carretera y el silbido de los látigos, las respiraciones pesadas en el silencio detrás de las contraventanas cerradas, el chisporroteo de las llamas cuando aplicaban una antorcha en el techado y el susurro de la brisa matinal cargada de cenizas.

El incendio de la casa del tío Simon fue el hecho que decidió a sus padres. Eran una pareja extraña, aún sin hijos, que no parecían tener razones para vivir. (¿Cómo se podía vivir si no era para tener hijos y criarlos, saludables y estudiosos, y que te superasen? ¿Había acaso algo más?). Pero no tenían ninguno y su madre se hizo mayor antes de tiempo. No demasiado gruesa y mayor como para no poder parir y amamantar, pero sí seca, pálida, vacía. Tenía un puesto en el mercado y era muy conocida por sus caridades. Su padre era un sastre de hombros redondeados y rojizas cejas. Suspiraba mientras trabajaba, sin darse cuenta de que lo hacía. Cuando detenía su máquina se iba a la sinagoga. Una vez rezadas sus oraciones regresaba a su hogar. Sastrería, sinagoga y hogar, ese era el triangulo de sus días. ¿Qué motivación para irse a América? ¿Por qué?

Luego se produjo el incendio y algo galvanizó al marido.

—Tu padre regresó —le dijo su madre—. El pueblo estaba silencioso. Habían quemado cinco casas, aunque no las nuestras, pero era una cosa espantosa ver a tus vecinos, con las mujeres llorando y los hombres de pie por allí, mirando. Entonces llegó tu padre y dijo: «Nos vamos a ir a América, Katie». Fue así como lo dijo, y nada más que eso.

—¿Querías tú venir? ¿Estabas asustada? —acostumbraba a preguntar Joseph.

—Todo fue tan deprisa que no tuve tiempo de pensar. Conseguimos los pasajes, me despedí de mis hermanas y nos encontramos en Castle Garden.

—¿Y luego qué sucedió, mamá?

—¿Qué sucedió? —Sus cejas se enarcaron en semicírculo bajo su rígida y descolorida peluca—. Como ves, abrimos una sastrería. Comemos, vivimos. La única diferencia es que todo está revuelto, sin hierba, sin árboles. —Durante un instante hubo un leve reproche en su voz—. Pero tampoco hay pogroms, ni matanzas, ni incendios.

—¿Y eso es todo?

Joseph acostumbraba a presionarla, esperando la próxima parte, la parte más importante.

Su madre le siguió el juego.

—¡Claro que eso es todo! ¿Qué más puede haber?

—¿No sucedió nada más después que vinisteis aquí?

Su madre frunció el ceño por un momento, haciendo ver que se quedaba perpleja.

—¡Oh, sí, claro que sí, una cosa! Llevábamos aquí dos años, en la realidad un poco más, cuando naciste tú…

Joseph reprimió una sonrisa de satisfacción. Cuando era muy pequeño, de siete u ocho años, le agradaba escuchar esta parte. Más tarde, cuando se suscitaba el tema de su nacimiento, fruncía el ceño y se estremecía por dentro, cambiaba de conversación o abandonaba la estancia. Había algo ridículo en aquella gente mayor que tuvieron su primer, y completamente inesperado, hijo. Era el único entre sus amigos que tenía unos padres de aquella edad y que parecían más bien sus abuelos. Los otros niños tenían padres y madres ágiles y delgados, que se movían por las calles con rapidez, gritando y corriendo detrás de sus chiquillos.

Su padre, obeso y de lentos movimientos, se sentaba todo el día detrás de la máquina de coser. Cuando se levantaba, se encontraba envarado y andaba desmañadamente, gruñendo y arrastrando los pies hasta las habitaciones traseras, donde comían y dormían, y al lavabo que se hallaba en el patio. Los sábados se acercaba a la sinagoga, volvía a casa y comía, se tumbaba en un camastro en la cocina y dormía allí toda la tarde.

—Chitón —prevenía mamá cuando Joseph daba un portazo—. ¡Tu padre está durmiendo!

Y se llevaba un dedo a la boca en señal de advertencia.

Por la noche, papá se mudaba del camastro de la cocina hasta la cama donde dormía con mamá. ¿Dónde lo harían…? No, no era decente pensar en esto. No cabía imaginarlos haciendo ciertas cosas… Era muy pacífico, excepto de vez en cuando, en que le acometía la súbita cólera siempre por cosas triviales. Su cara se tornaba purpúrea y se le hinchaban las venas de las sienes y el cuello. Mamá siempre decía que se mataría por dejarse arrebatar así, lo cual fue exactamente lo que sucedió. Claro que ello ocurrió mucho después.

La casa rezumaba sueño, insipidez y pobreza. No había allí vida ni futuro. Se sentía que todo cuanto se había hecho era cuanto cabía hacer. Joseph pasaba allí las menos horas posibles.

—¿Qué, vas a salir otra vez? —le preguntaba papá, meneando la cabeza—. Siempre estás fuera.

—Un chico necesita unos compañeros, Max —le defendía su madre—; y, por lo que sabemos, siempre anda en buenas compañías… Sólo va a jugar con Baumgarten o a casa de tu propio primo Solly.

Solly Levinson era primo segundo o tercero de papá, y sólo tenía cinco años más que Joseph. Joseph le recordaba en aquel breve primer año después de su llegada al país, a la edad de doce años, aquel primer y único año en que fue a la escuela antes de empezar a trabajar en el negocio de prendas de vestir. Había aprendido el inglés asombrosamente deprisa; era brillante y tímido, o tal vez sólo amable e irresoluto. Era extraño cómo se había metamorfoseado tras tener cinco hijos y trabajar quince años en la confección de pantalones. Tanta diferencia como la que mediaba entre la oruga y la mariposa… Algo extraño, triste e injusto. Joseph pensaba en estas cosas, recordando cómo Solly le había enseñado a zambullirse en el East River, o a Solly jugando al béisbol en la calle, con nervio y fuerza. Procedía de un lugar muy rural de Europa, donde se había bañado en los ríos y corrido de acá para allá. ¡Qué ingenioso era! Y ahora todo se había apagado…

De todos modos, a Joseph le gustaba ir a casa de Solly. El resto del tiempo lo pasaba en la calle.

Esto provocaba quejas en su padre. Las calles eran peligrosas y estaban llenas de malos ejemplos. Oía a sus padres hablar, a menudo en su presencia, muchas más veces que detrás de las corridas cortinas que separaban su camastro en la cocina de la cama de ellos en la habitación de atrás.

—Malos ejemplos —repetía su padre.

Con un presentimiento, Joseph sabía que hablaban de los muchachos con pensamientos socialistas o mucho peor, de los chicos que permanecían en corro en las aceras, o ganduleaban en los escalones de la sinagoga mofándose de los devotos, o que incluso fumaban en Sabbath, mientras los ancianos, con sus sombreros hongos y barbas, miraban hacia otra parte.

—Joseph es un buen chico —afirmaba su madre—. No debes preocuparte por él, Max.

—Muéstrame una madre que no diga que su hijo es un buen chico…

—¡Max! ¿Qué ha hecho de malo? ¡Es tan sensible!

—Es verdad, es verdad…

Se producía el silencio. Y aunque lo había escuchado muchas veces, ¿en cuántas ocasiones no los habría oído?

—Desearía que pudiéramos hacer más por él…

Ahora Joseph lo comprendía, pero incluso cuando era un chiquillo, había comenzado a comprender, a picotear verdades acerca de sus padres y de la vida que los rodeaba. Sabía que su padre, al igual que la mayoría de los padres, se avergonzaba de que las cosas les hubieran ido peor a su familia de como eran en Europa. Le avergonzaba no hablar el idioma, hasta el punto de que, cuando venía el empleado del gas a preguntarle algo acerca del contador, su hijo de ocho años debía de hacer de intérprete. Le avergonzaba la poca comida que había en la mesa a finales de mes, cuando se tenía que reunir dinero para pagar el alquiler. Le avergonzaba el ruido, el vivir siempre en medio de tanta gente y los escándalos de los demás. Por ejemplo, los Mandel, que vivían en el piso de arriba, con sus continuas peleas a gritos, o cuando Mr. Mandel desaparecía hasta la parte alta de la ciudad y Mrs. Mandel se quedaba llorando amargamente. ¿Por qué una familia decente debía verse sometida a las indecencias de los demás? No había forma de escapar de esto.

El padre también estaba avergonzado de la suciedad. La odiaba. Joseph sabía que había heredado de él su extremo amor a la limpieza y al orden. Un hombre que amaba todas esas cosas y que debía vivir en un lugar donde había muy poca limpieza y ningún orden…

Acostumbraban a ir juntos a los baños una vez a la semana. Papá y Joseph. En cierto modo, aquello aterraba al chiquillo, por el olor a vapor y el apiñamiento de hombres desnudos. ¡Qué cuerpos más viejos y horribles se veían allí! Pero, de otro modo, era la única vez en que hablaban juntos, hablaban realmente, entre el vapor y en el camino de vuelta a la casa de cinco pisos.

Alguna vez se veía sometido a auténticas homilías:

—Hay que ser justos, Joseph. Todo hombre sabe lo que está bien hecho, y al mismo tiempo, sabe también si hace algo deshonesto e injusto. Puede decirles a los demás, o a sí mismo, que no lo sabe, pero sí lo sabe. Obra bien y la vida te recompensará.

—Pero, algunas veces, los malos también se ven recompensados, ¿no es verdad, papá?

—Realmente, no. Puede parecerlo de modo superficial pero, realmente, no…

—¿Y qué me dices del zar? ¡Con lo cruel que es, y sin embargo, vive en un palacio!

—Ah, pero ya no vive allí…

Joseph lo consideró lleno de dudas. Su padre añadió con firmeza:

—Cuando se hace algo mal se paga. Tal vez no enseguida, pero siempre pagas. —Luego prosiguió—: ¿Te gustaría un plátano? Tengo un centavo aquí y podrías comprar dos en la esquina. Uno para tu madre.

—¿Y tú, papá?

—No me gustan los plátanos —mintió su padre.

Cuando Joseph tenía diez años, la vista de papá comenzó a ir mal. Al principio, para leer, se apartaba el periódico. Y, al poco tiempo, ya no pudo leer en absoluto. La madre de Joseph no había aprendido nunca a leer. En su país natal, a una muchacha no le era necesario aprender, aunque algunas lo hacían… Así, Joseph tenía que leer el periódico por las noches, dado que su padre quería saber lo que ocurría en el mundo. Pero le resultaba difícil, puesto que Joseph no leía muy bien en yiddish y sabía que su padre no quedaba satisfecho del todo.

Durante un tiempo papá se esforzó en la sastrería, encorvándose cada vez más ante la luz de gas, puesto que, incluso a mediodía, la luz del sol no llegaba debido a las salidas de incendio colocadas detrás de las ventanas. Cuando resultó evidente que ya no podía trabajar en absoluto, cerraron la tienda y su madre se convirtió en la que debía ganar el sustento.

La nueva tienda estaba en la habitación de delante, con el mostrador corriendo por la parte trasera y la amplia nevera oscura a un lado. En las dos habitaciones traseras, separadas por una cortina de paño verde oscuro, se hallaba su vivienda, con la misma disposición que en la antigua sastrería, situada dos manzanas más allá. La mesa de la cocina fue recubierta por un hule que un día fue azul, pero ahora era de un gastado gris.

Aquí comían y aquí su madre hacía la ensaladilla de patatas y la ensalada de col que luego guardaban en el frigorífico pardo de la tienda, junto con las botellas de soda y la leche. El pan lo guardaban en el mostrador; el café, el azúcar y las especias se alineaban en los estantes; las galletas y el azúcar cande, en unos barriles en el suelo, al lado del escabeche que flotaba en la espumosa salmuera. Sonaba una campanilla cuando la puerta se abría. En verano, no se podía oír la campanilla porque el resorte de la pantalla de la puerta estaba roto. Su padre nunca sabía arreglar nada, por lo que la puerta siempre permanecía abierta. Pringosos atrapamoscas amarillos colgaban del alumbrado del teco, y unas moscas gordas y negras aparecían pegadas en ellos, aquellas tan antipáticas moscas, negras y húmedas cuando se las aplastaba y que se criaban en los excrementos de caballo que había en las calles… Extraño padre, tan escrupuloso, que parecía no parar mientes en ellos, pensó Joseph, hasta que se percató de que aquel anciano no podía verlos.

Desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche, su madre permanecía de pie detrás del mostrador. No es que estuvieran muy atareados; pero nunca podían saber quién iba a ir a comprar. Algunas veces la campanilla sonaba después de las diez de la noche.

—Oh, Mrs. Friedman. Como he visto la luz, confío en que aún no sea muy tarde. Nos hemos quedado sin café…

Para los vecinos resultaba una comodidad, un lugar donde se podía conseguir, a cualquier hora, algo que hubiesen olvidado, una vez cerrados los mercados o cuando los carritos de los vendedores ambulantes se hallaban cubiertos con papeles encerados y recogidos para pasar la noche. Una pequeña comodidad. Una pequeña vida.

«Max Friedman», rezaba el rótulo de encima de la puerta, aunque debiera haber puesto «Katie Friedman». Incluso a la edad de diez años, Joseph era capaz de comprender la tragedia que aquello encerraba.

Tenía una foto instantánea de él mismo sentado delante de la tienda, la primera foto que habían tomado de él desde su retrato infantil, tumbado desnudo encima de la alfombra de pieles en casa del fotógrafo. Tenía en la instantánea diez años, con pantalones cortos y gorra, botas y medias negras hasta la rodilla.

—¡Qué solemne estabas! —comentó Anna cuando lo vio—. Das impresión de que sostienes todo el peso del mundo sobre tus hombros.

No todo el peso del mundo, pero, de todos modos, sí uno muy grande. Fue el año en que pasó de la infancia a la edad adulta en una sola noche. Bueno, tal vez en dos o tres noches todo lo más.

Lobo Harris llegó un día a la tienda donde Joseph echaba una mano después de la escuela. Era un pariente muy lejano de Solly, en la otra rama de la familia de Solly. Tenía dieciocho años y merecía el apodo. Su nariz era fina y su amplia boca estaba siempre retorcida en una sonrisa desdeñosa.

—¿Quieres ganar algún dinero, chico? Mr. Doyle necesita un muchacho para que le haga recados.

—¿Doyle? —Había aparecido papá desde su butacón al lado de la estufa—. ¿Por qué necesita Mr. Doyle a mi hijo?

—Porque precisa un chico de confianza que entregue las cosas a su tiempo y que no las pierda. Le dará un dólar y medio a la semana si va allí todos los días después de la escuela.

¡Un dólar y medio! Pero Doyle era rico. Doyle estaba en Tammany Hall. Era el poder, el Gobierno, la autoridad. Nadie sabía con exactitud qué hacía, pero sí sabían que se podía trabajar para él incluso por nada. No tenía prejuicios. Asombrosa Norteamérica, donde al Gobierno no le preocupaba que fuese uno chino, húngaro o judío… Si necesitabas dinero para un funeral, o una tonelada de carbón, o alguien en la familia estaba en un apuro, podías hablarle a Doyle y él se hacía cargo de ello. Todo cuanto tenías que hacerle a cambio era, en los días de elecciones, votar por quien te indicaba.

Papá se fue adentro y Joseph oyó a sus padres hablar durante un minuto o dos. Luego regresó papá.

—Dile a Mr. Doyle —le contestó a Lobo— que mi hijo estará muy contento de trabajar para él y que le damos las gracias, tanto su madre como yo.

Doyle tenía una magnífica oficina en Tammany Hall, en la Calle 14. Cada día, después de la escuela, Joseph atravesaba la estancia delantera, donde un racimo de muchachas estaban sentadas escribiendo a máquina, hasta el pasillo que iba a la parte trasera, a cuya puerta llamaba antes de ser admitido. Doyle era calvo y rubicundo. Llevaba un pasador en la corbata y un anillo en el dedo, que Lobo decía que era un zafiro auténtico y que «valía una fortuna». Le gustaba bromear. Ofrecía a Joseph un cigarro o hacía ver que le daba una moneda.

—Ve al bar de Tooey y tómate una cerveza…

Pero, en realidad, siempre le daba algo, una manzana o una barra de chocolate, antes de enviarle a los recados.

Doyle poseía muchos bienes raíces. Tenía dos casas en la calle en que vivía Joseph, por ejemplo. A veces, Joseph tenía que entregar recados a fontaneros u hojalateros, o a otras personas que tenían algo que ver con la casa de Doyle. En ocasiones, llevaba sobres a algún bar o recogía otros tan gruesos que parecían llenos de billetes. Había aprendido a entrar por la puerta principal y a preguntar por el dueño, que solía hallarse detrás de la barra, donde había relucientes botellas y fotos de alguna mujer desnuda. La primera vez que vio una foto de aquel tipo, sus ojos casi se le salieron de las órbitas. Los hombres del bar vieron lo que estaba contemplando y lo encontraron muy divertido le gastaron bromas que no entendió y se sintió incómodo. Pero valía la pena. ¡Un dólar y medio! Y sólo por dar vueltas por la ciudad llevando sobres…

Un día, Mr. Doyle le pidió ver cómo escribía. Sacó una hoja de papel y le dijo:

—Escribe aquí algo, cualquier cosa. No te preocupes de qué.

Una vez Joseph hubo escrito, con gran pulcritud, Joseph Friedman, calle Ludlow, Nueva York, Estados Unidos de América, hemisferio occidental, mundo, universo, Doyle le retiró el papel y comentó:

—Muy bonito, muy bonito… ¿Cómo estás de aritmética?

—Es mi asignatura preferida.

—Estupendo, sabes lo que haces… ¿Te gustaría hacer un poco de escritura y de aritmética para mí? ¿Te gustaría hacer una cosa así?

Como Joseph pareciera asombrado, añadió:

—Mira, te lo indicaré. ¿Ves ese libro mayor? ¿Ese nuevo en el que no hay nada escrito? Te enseñaré qué es lo que deseo. Necesito que copies en él las listas que te dé. Mira, una relación como esta, con nombres y números; no te preocupes nunca en para qué es, puesto que no necesitas saberlo. Sólo has de copiar esos nombres en este libro mayor, junto con estos números, ¿ves? Y luego pones los mismos nombres en este otro libro mayor, con los mismos números, ¿comprendes? ¿Crees que podrás hacerlo?

—Claro que sí, señor. Puedo hacerlo. Es fácil.

—Lo importante es ser pulcro, compréndelo. Puedes tomarte todo el tiempo que quieras. Lo que no puede haber son errores.

—Oh, no, señor. No cometeré ningún error.

—Está bien. Eso será lo que harás por mí a partir de ahora. Trabajarás en un escritorio sólo para ti en la pequeña habitación contigua a la mía, y nadie te molestará. Cuando hayas acabado, me devuelves los libros de contabilidad. Ah, Joseph, otra cosa; eres un chico muy religioso, ¿no es verdad? Quiero decir que vas a la sinagoga con regularidad y que no dices mentiras, ¿verdad?

—No, señor, quiero decir que sí voy y no digo mentiras.

—Ya sabes que Dios castiga a los que hacen cosas malas.

—Eso es lo que papá dice…

—Estupendo. En ese caso tendré que fiarme de tu palabra. Nunca hables a nadie de lo que escribas en esos libros. Ni siquiera menciones los libros a nadie. Sólo es una cosa entre tú y yo. Son negocios del Gobierno, ya entiendes…

Doyle estaba muy complacido con él. Lobo se lo dijo así. Y un día en que Doyle estaba en la vecindad, fue a la tienda a hablar con sus padres.

—Su hijo es muy listo. Y también de confianza. Hay un montón de muchachos con los que no se puede contar. Dicen que van a trabajar, pero luego andan jugando a pelota por ahí y se olvidan de todo.

—Joseph es un buen chico —contestó papá.

—¿Qué planean para él? ¿Qué va a ser?

Su padre se encogió de hombros.

—No lo sé. Aún es joven. Debería seguir en la escuela y luego ir al instituto. Pero no tenemos dinero.

—Puede convertirse en un estupendo tenedor de libros. Y siempre hay dinero para un chico inteligente como él. Cuando llegue el Monsieur, veré que tenga una oportunidad. Podría acudir a la Universidad de Nueva York. Sólo debe aconsejarle que permanezca conmigo.

—Tal vez sólo fuese un cumplido —observó su madre aquella noche—. Para dar gusto a unos padres no hay nada como decirles que su hijo es muy listo…

Pero Lobo contó algo por completo diferente.

—Piensa mucho en ti. Desea que estudies contabilidad. Puede hacerlo, como cualquier cosa; emplea dinero cuando necesita algo.

Joseph sintió curiosidad por lo que había dicho Lobo acerca de Doyle. Siempre había mucha gente alrededor de Doyle y no se podía saber qué hacían. Algunos tenían conexiones con la Policía y el departamento de Bomberos; otros, con los inspectores de edificios, o con los tribunales, los bienes raíces de Doyle, con las elecciones, una amasijo de negocios y de intereses. Lobo vivía con un hermano mayor; siempre llevaba buenos trajes y tenía dinero en el bolsillo. Pero no se le podía preguntar nunca a Lobo por algo personal. Existía una distancia entre él y tú. Era difícil decir de qué se trataba; pero era algo que lo mantenía a uno a distancia.

Joseph tenía un buen amigo en Benjie Baumgarten. Iban juntos a la escuela, a la ida y a la vuelta, así como a la sinagoga los sábados; se sentaban allí juntos y se lo confiaban todo el uno al otro. Benjie sentía mucha curiosidad por Lobo y Doyle.

—¿Qué haces para él? —le apremió.

—Hago recados y le anoto cosas.

—¿Qué clase de mandados y qué le escribes?

—Es algo confidencial. Negocios —respondió Joseph dándose importancia.

—¡Qué tonto eres! Serán negocios privados con el Gobernador. Lo apostaría. O, tal vez, para el Presidente…

—Realmente, no —Benjie tenía envidia, como era natural. Y Joseph podía mostrarse tolerante—. Te lo diría si pudiera, pero he prometido no hacerlo. No te gustaría que rompiese una promesa que te hubiera hecho, ¿no es verdad?

—No…

Se encontraban agazapados en los peldaños del sótano del número once, un edificio abandonado en el extremo de la calle de la casa de Joseph. La casa había sido declarada ruinosa y los inquilinos fueron desahuciados; sólo quedaban unos vagabundos, los cuales, según sabía todo el mundo, dormían allí para librarse del frío de la calle.

Benjie había traído un poco de tabaco de mascar, que probaban por primera vez. Era un buen lugar para evitar que los viesen.

—Aquí hay un letrero que dice que está penado por la ley entrar —comentó Benjie—. ¿Qué sucedería si el propietario nos atrapara?

—Nada, porque el dueño es Mr. Doyle, si quieres saberlo. O, por lo menos, condueño. No le importaría.

Joseph se sintió importante.

Así pues, se escondieron bajo las escaleras, sintiendo náuseas, sin que ni uno ni otro quisiera admitirlo. De repente, la puerta que daba al patio se abrió y entró un poco de la menguante luz de la tarde. Era Lobo Harris, que traía un bidón.

Retrocedieron, sin hacer ruido. El bidón estaba lleno de algún líquido, que Lobo esparció mientras avanzaba entre cajas vacías, periódicos amontonados y cochecitos de niños rotos. Cuando hubo vaciado el bidón salió afuera en silencio y cerró la puerta. Los vapores del queroseno se elevaron hasta el hueco de la escalera.

—¿Qué te parece que ha hecho? —musitó Benjie—. Voy a salir a preguntárselo.

—Cerrarás el pico…

—¿Y por qué?

—Porque Lobo me dijo que no le hablara, a menos que él se me dirigiera a mí primero. Y que no le interpelase en la calle, especialmente cuando estuviese con alguien más.

—Qué divertido… ¿Y por qué?

—Nunca se lo he preguntado.

—¿Le tienes miedo?

—Sí, un poco.

Lobo tiene mucho temperamento. Una vez le vi pegarle a un tipo y romperle la nariz. Le salía tanta sangre como agua de una bomba.

—¡Nunca me lo habías contado!

—Pero sucedió así…

—Te creo.

—¿Por qué trabajas para Doyle?

—¿Y qué tiene que ver Doyle con lo que estamos hablando?

—Nada. Sólo preguntaba.

—¡Porque necesitamos el dinero, estúpido!

No iba a mencionar nada acerca del cursillo de teneduría. Benjie podría tener la misma idea y entrometerse, fuera amigo o no.

Lobo me da miedo —comentó Benjie de pasada.

—Cállate ya…

Joseph se sintió de repente incómodo. El jugo de tabaco le había llagado la boca.

—Me voy a casa —manifestó.

Las sirenas de los bomberos lo despertaron por la noche, así como el ruido de la gente por la calle. Él y sus padres se levantaron y salieron afuera. En la manzana, el número once estaba ardiendo. El humo, impulsado por el viento del East River, se apretujaba formando una cinta en el firmamento. Las llamas explotaban como cohetes dentro de la casa de pisos. Sus resplandores fueron pasando del primer piso al segundo, y luego al tercero. En el tercer piso, unos rostros aparecieron en las ventanas, moviéndose unos brazos angustiados.

—¡Los vagabundos! —gritó mamá—. ¡Dios mío, la casa está llena de vagabundos y no pueden salir!

Así era. En invierno, muchas personas cerraban con masilla las ventanas para que no penetrase el frío.

—¡Dios santo! —coreó papá.

El incendio duró toda la noche. Las llamas caldearon el aire frío de la calle. El agua de las mangueras de incendio se heló por las aceras. Los caballos de los bomberos relincharon asustados por el fuego y patearon el suelo con los cascos. Hacia la mañana se apagó el fuego. El interior del edificio se hundió; las ennegrecidas piedras de la fachada no eran más que ruinas. Hubo siete muertes conocidas. La muchedumbre lo contempló todo en silencio.

Joseph se quedó muy silencioso. Durante el día, en la escuela, no hizo más que darle vueltas a la cabeza: ¿decírselo primero a papá y luego a Mr. Doyle? ¿Ir directamente a Mr. Doyle? Le hubiera gustado hablarlo primero con Benjie, pero este no fue a la escuela aquella mañana.

De camino a casa, a las tres de la tarde, Benjie lo llamó.

—Esta mañana he ido a ver a tu jefe, Joseph.

—¿Que has ido a ver a Mr. Doyle?

—Le he dicho que sabía quién era el incendiario. Le he hablado de Lobo y del queroseno.

—¿Le has contado que estaba contigo? —preguntó Joseph.

—Lo siento —respondió Benjie—, pero no lo he hecho. Supongo que deseaba adjudicarme yo solo el mérito…

Muy bien. Sólo podía culparse a sí mismo. ¿Por qué no había dejado de acudir a la escuela hoy e ido a ver a Mr. Doyle? En ese caso, Lobo hubiera sido arrestado y Joseph habría sido el héroe en vez de Benjie. Era lento, igual que papá. Anticuado. Permitía que todos se le adelantasen. No pienso lo bastante deprisa.

—No puedo comprenderlo —Benjie parecía asombrado—. Pensé que Lobo y Mr. Doyle estarían de acuerdo. ¿Por qué Lobo querría quemar la casa de Mr. Doyle? ¿Puedes adivinar la causa?

—¡Al diablo! —respondió Joseph, alejándose de Benjie.

Aún seguía dándole la vuelta a estas cosas a la hora del desayuno del día siguiente, dolorido y silencioso, furioso con Benjie, pero, sobre todo, consigo mismo, cuando Mrs. Baumgarten apareció detrás de la cortina de su cocina.

—Lamento molestarte, pero pensé que debías saber dónde está Benjie. No volvió a casa anoche.

—Lo vi ayer después del colegio —respondió Joseph.

Mrs. Baumgarten comenzó a llorar.

—¿Qué puede haberle sucedido?

La madre de Joseph quiso infundir calma.

—Tal vez se ha quedado con un amigo y no se lo ha dicho.

—¿Dónde? ¿Y con qué amigo? ¿Por qué iba a hacer eso?

—No se preocupe. No le ha sucedido nada. Estoy segura.

Pero sí había sucedido algo. El cuerpo de Benjie fue extraído del río la tarde del día siguiente sábado. La Policía acudió a la sinagoga para ve si alguien podía identificarlo. El padre de Joseph le gritó que no fuera, pero hizo ver que no le oía y se unió al gentío. Después lamentó haber ido. Habían asesinado a Benjie con un pico para el hielo y los peces le habían devorado una parte del rostro.

Joseph regresó a casa. La gente le acosó a preguntas, cuchicheando como siempre. Pero no podía hablar y siguió andando y sobrepasó el incendiado edificio. Se decía que lo pagaría el seguro. De repente, aquel muchacho que cumpliría doce años en verano, lo comprendió todo. Se dirigió a la tienda de sus padres, empujó la cortina y se sentó en el camastro cerca de la estufa. De repente fue ya mayor; le pareció que había aprendido ya todo cuanto se necesitaba saber de la vida. Que la gente era capaz de hacerlo todo, que era capaz de matar por dinero.

Se echó a llorar. Su padre y su madre se acercaron y se sentaron uno a cada lado de él. Le pasaron los brazos por los hombros y se quedaron allí sentados, sin hablar. Pensaban que lloraba por su amigo, y así era, pero también lloraba por muchas cosas más, por la inocencia de su padre y por su propia y perdida inocencia, por cuanto había de sucio y de podrido en el mundo…

No volvió a hablar con Lobo, asegurándose de que Lobo tampoco le viese. De todos modos, tampoco Lobo rondó ya mucho por aquella calle. Se decía que tenía un precioso traje y que cenaba en «Rectors» con millonarios y con Diamante Jim Brady. Otro mundo.

No volvió a ver a Doyle, excepto una vez, en que fue a verle y le dijo, temblando sin poderse contener, que su madre necesitaba ayuda en la tienda y que ya no podría trabajar más para él. Durante un tiempo se preguntó, y en cierta forma aún se lo preguntaba, cómo podía conciliarse la amabilidad de Doyle, su indudable amabilidad (¿sólo por los votos?; ¿sólo por el poder y los votos?) con todas aquellas otras cosas… Debía de haber algo más, algo que cabría llamar zona gris. Pero él no lo creía; para él nada era gris. Las cosas eran negras o blancas. Se reduce todo a algo muy simple, dijo una vez un hombre, hacía años, al lado de una cerveza, un ruso instruido que escribía para un periódico: pero las cosas no eran tan sencillas. Tal vez no, pero Joseph prefería la simplicidad. Lo encontraba más a su gusto. Blanco o negro. Bueno o malo. Por eso la religión constituía un consuelo. Te proporciona las reglas del juego, las señales de tráfico de la carretera. Sabes dónde vas. No puedes equivocarte.

Durante dos años, su padre le preguntó por qué no quería volver a trabajar con Mr. Doyle, cuando tan magníficas oportunidades tenía a su lado. Pero él no podía ni quería explicarlo. Tal vez si su padre hubiera tenido más tiempo, eventualmente, le hubiera dicho la verdad. Quizá. Pero no tuvo tiempo. Cayó muerto unos cuantos meses después, tras una discusión tonta con el lechero que había dejado que la leche se cortase al sol. Haberse enfurecido por unas cuantas botellas de leche, solía decir después su madre, meneando la cabeza y llorando su muerte. Pero Joseph sabía que no había sido la leche lo que había originado que su padre estuviese allí, de pie, agitando sus indefensos puños hasta que aquellas venas en forma de cuerda reventaron en sus sienes, envolviendo sus ciegos ojos de una luz intensa y colérica; sabía que hubiera podido ser lo mismo un clavo o un centavo, o un exceso de polvo, lo que hubiera suscitado la rabia paterna, por lo que hubiera querido ser y por lo que nunca había sido. Joseph comprendía esto muy bien. Ya no tenía quince años…

—Tu padre deseaba que fueses al instituto —le dijo mamá.

Estaban en el terrado y Joseph la ayudaba a recoger la colada. En cuatro direcciones, los terrados de las casas de pisos se extendían cual una pradera en una red de tendederos, tubos de chimeneas y cornisas de hierro. Hacia el Este, más allá del río, se veían chimeneas de fábricas y el arco colgante del puente de Brooklyn. Más al Norte, y fuera del ámbito de visión, se hallaba la Quinta Avenida, con sus mansiones, sus Bancos y sus iglesias. Había estado allí una vez y no los había olvidado. También eran Nueva York. La verdadera Nueva York.

—No soy estudioso, mamá —replicó.

Lo presionó, esperanzada. Siempre le andaba presionando, no con mucha fuerza, pero de forma incesante. Que se hiciera socio de un club, que se forjara un nombre. Tenía que vencer en aquella ciudad que constituía un desafío. El hijo de Mrs. Siegel iba, por la noche, a la Facultad de Derecho. Eres un chico muy listo; ¿qué vas a hacer, quedarte en una tienda de comestibles? ¿Para eso vinimos a Estados Unidos?

Le hubiera gustado contestar: Ciertamente no vinisteis para mi provecho, no sabíais que me ibais a tener… Pero, en vez de ello, respondió:

—Aunque quisiera hacerlo, no tenemos dinero. Necesitamos todo cuanto gane…

Tras la enseñanza general obligatoria había conseguido un empleo con un pintor contratista. Ahora, al cabo de dos años, era ya muy hábil y, aunque trabajaba en las casas de pisos, también había conseguido conocimientos de carpintería y fontanería.

—Puedes asistir por la noche. Yo me ocuparé de la tienda. Nos arreglaremos.

—Mamá, no quiero ser abogado…

—Pero el hijo de Mrs. Siegel…

—Sí, y también dos hijos de los Riesner son médicos y Moe Myerson va al instituto… Pero no soy Siegel, ni Myerson, o Riesner. Soy Joseph Friedman.

Su madre había empezado a recoger el cesto de la ropa. Él se lo tomó. Era ya muy vieja mucho más desde que murió papá, como si para ella constituyese un esfuerzo el vivir. Le dolió el corazón por ello y se arrepintió de haber hablado con tanta dureza.

—Muy bien. ¿Y qué quiere ser Joseph Friedman?

—Joseph Friedman desea ganar dinero y hacerse cargo de su madre, para que no tenga que llevar una tienda de comestibles.

Su madre sonrió. Fue una leve sonrisa, algo triste.

—No es fácil ganar dinero sin tener una profesión.

—Ahora es cuando te equivocas —le respondió rabioso—. Mi jefe, Mr. Block, empezó como un corriente pintor de brocha gorda y míralo ahora… Trabaja con todos los Bancos que tienen propiedades en el bajo East Side. Y son muchos. Su familia vive en la parte alta de la ciudad, en Riverside Drive. Y todo esto lo ha conseguido sencillamente, trabajando duro y planeándolo todo, y es aún un hombre muy joven.

—¿Y qué quieres ser? ¿Contratista?

—Mamá, sé que estarías tremendamente orgullosa de mí si llegase a ser médico o abogado, o algo parecido y, en realidad, yo mismo tengo mucho respeto por hombres así. Pero no es para mí, eso es todo. Mas haré dinero y mis hijos serán médicos y podrás estar orgullosa de ellos.

—No viviré para ver a tus hijos…

—¡Por favor, mamá!

—Lo siento. Lo que sucede es que es más importante la vida que el dinero. Un hombre desea estar orgulloso de lo que hace, de emplear la inteligencia que Dios le ha dado. Y, si hace dinero, eso es también maravilloso, claro está, porque el dinero se necesita, pero…

Vueltas y más vueltas. Se necesita el dinero, puede pretenderse que no es importante, y se sigue buscando pretendiendo de nuevo que no es eso lo que se busca. Pero yo no tengo tiempo para eso. Es un lujo que podrán permitirse mis hijos. Y ya veremos si pueden hacerlo.

—Tengo una oportunidad de trabajar en la parte alta de la ciudad —explicó con cuidado. Había aguardado una semana para tener el valor de decírselo—. Mr. Block tiene conexiones allí. En Washington Heights. Existe un hombre llamado Malone que trabaja para él y que desea formar un equipo en la parte alta de la ciudad. Debería quedarme a vivir allí.

Su madre no le miró. Joseph sabía que ella siempre había esperado aquel momento de la separación y se había preparado para ello, no cabía duda, durante mucho tiempo. Respondió en voz baja:

—¿Y tú quieres ir?

—Sí. Bueno, lo que quiero decir es que no deseo abandonarte, pero constituye una buena oportunidad. Me ha ofrecido quince dólares a la semana, te lo creas o no. He trabajado ya para él un día y sabe cómo lo hago.

—Estoy segura que podrás hacerlo.

—Volveré cada fin de semana a verte y te mandaré la mitad de lo que gane. Me gustaría que dejaras la tienda.

—No te preocupes por la tienda. ¿Cómo pasaría si no el tiempo?

—¿Así que no te importa que me vaya?

—No, no, vete y haz bien las cosas. Sólo que…

—¿Qué quieres, mamá?

—¿Perderás tu fe en la parte alta de la ciudad? ¿Viviendo allí con los gentiles…?

—También hay muchos judíos, y alquilaré una habitación con una familia judía, claro está. Pero la fe de un hombre está dentro de él y la lleva a cualquier parte donde vaya. No es preciso que te preocupes de esto…

Su madre tomó entre las suyas su mano libre.

—No, sé que no he de preocuparme…

Su madre siguió en la tienda. Le mandó dinero cada semana y le llevó aún más cuando iba a verla, pero no vio señales de que lo empleara. Seguía poniéndose aquel vestido barato de algodón que comprara a los buhoneros y para ir a la sinagoga llevaba el mismo vestido negro que ya se ponía cuando Joseph era un muchachito. Sospechó que ahorraba todo cuanto le daba, y que, a su muerte, retornaría a las manos del hijo. Una gran tristeza le invadió, cuando pensó en ella. Tenía sesenta y tres años y parecía mucho más vieja. Más de una vez la había urgido a que vendiese la tienda y se fuera a vivir a los Heights. Pero no quería. Sólo había efectuado un traslado en su vida, cruzando el charco, había arraigado en la calle Ludlow y aquello le parecía suficiente.

Lo único que parecía desear era que su hijo se casase. Un día, al cabo de un año o así de su mudanza a la parte alta de la ciudad, fue a verla y se encontró con un visitante sentado a la mesa de la cocina, un hombre barbudo de mediana edad y que llevaba un traje cruzado negro. Un maletín se encontraba encima de la mesa.

—Mi hijo Joseph —le presentó su madre—. Reb Jeselson.

Un casamentero. Joseph experimentó un ramalazo de ira. Permaneció de pie, muy envarado, sin presentar sus respetos.

—Tu madre me ha dicho que deseas casarte.

—¿Yo?

—Ha venido Reb Jeselson y nos hemos puesto a charlar —se interpuso su madre. Sus ojos reflejaron cierta alarma—. He mencionado de pasada que tengo un hijo, y de forma accidental, me ha preguntado si conocías muchachas agradables, con las que pudieses tratar. Yo le he dicho que suponía que conocías, como era natural, algunas muchachas agradables, pero que imaginaba que podrías conocer algunas más si realmente deseabas relacionarte con una muchacha realmente conveniente… Después de todo, un hombre nunca conoce a suficientes chicas… —concluyo de forma picaresca, como si aquello fuese una velada social.

Reb Jeselson sacó una carpeta del maletín y extendió encima de la mesa media docena de fotografías.

—Como es lógico, hablaremos de ello. Debes decirme en qué has pensado. Por ejemplo, ¿deseas una muchacha nacida en Estados Unidos o una de la patria? Estoy seguro que deseas una muchacha religiosa. Conozco tus antecedentes —murmuró—. No, esa no. Es una mujer muy educada, pero demasiado alta, más alta que la mayoría de nuestros jóvenes. Veamos, aquí tenemos a una chica de una familia maravillosa…

—Realmente no estoy interesado —respondió Joseph con firmeza. Luego, al ver la mirada de desilusión de su madre, suavizó el tono—. Tal vez en otra ocasión. Hoy no lo esperaba, no estoy preparado…

Reb Jeselson le hizo una indicación para que se acercara.

—No existe ninguna clase de obligación. Sólo deseo tener una idea de lo que has pensado. Luego, nos citaremos de nuevo, a tu conveniencia, sin prisas…

—Pero, mire —respondió Joseph ya a la desesperada—, mire, yo ya tengo una chica. Realmente no estoy interesado en ninguna más, aunque se lo agradezco.

Reb Jeselson miró con reproche a la madre de Joseph.

—¡No me lo ha dicho! ¡Nos hubiéramos evitado todos estos trastornos!

—No lo sabía tampoco —gritó la madre—; Joseph, no me lo habías dicho. ¿Por qué no me lo dijiste?

—Tampoco lo sabía yo hasta ahora —replicó.

Ambos se lo quedaron mirando como si se hubiese vuelto loco de repente, como si fuese un idiota o un orate.

Anna. Anna blanca y rosada. Una flor encima de un alto tallo en el jardín. Nunca había visto un jardín auténtico, aunque, en cierta manera, sabía cómo sería. Fragante, frío, húmedo. No había pensado estar preparado para casarse; había planeado esperar a ser más mayor, tal vez de unos treinta años, y haber adelantado en su camino antes de verse con nuevas cargas. Pero ahora le pareció que, pese a todo, estaba dispuesto. Casi desde la primera vez que la viera sentada en los escalones, aprendiendo cosas en un texto en inglés, al cabo de un año de haber desembarcado…

Su voz, sus piececitos con aquellas botas muchachiles, aquel pelo que olía tan bien, su hermosa risa. La forma divertida y seria con que hablaba de todo. Una muchacha de una aldea polaca, pero que sabía de pintores de París, de escritores ingleses y de músicos alemanes… Cuántas cosas contenía aquella orgullosa y brillante cabeza… A papá le habría complacido mucho… Sonrió. Papá no hubiera tenido la menor idea de qué estaba hablando, habría sabido aún menos que yo, y es bien poco lo que sé. Pero se percataba siempre de las cosas de calidad.

Anna se movió otra vez en la cama a su lado y murmuró algo en sueños. Se preguntó qué soñaría y esperó que no fuese nada desagradable o penoso. Conocía muy poco de ella. Tumbado allí, en la oscuridad, pensó en cuán separados estaban pese a todo; ¿sería siempre así? Oh, claro que no… Seguramente si ella lo necesitaba como él, estarían juntos… Sabía que las necesidades de ella, y su amor, no eran así. Pero se habían casado hacía poco tiempo, hacía sólo unos meses. Debía ser paciente. Tendrían un niño y aquello tal vez los uniría más. Sí, tendrían un hijo; ¿estaría ya en camino? En aquella agitación y apaciguamiento, cuando estaban juntos, ¿se hallaría ya presente la creación de un hijo? Aquellos sentimientos acabarían en algo. ¿No era así en realidad la vida?

Su cuerpo empezó a sentirse liviano bajo los cobertores. Su mente comenzó a hacerse borrosa. Pensó: ahora es cuando me quedo dormido. Su pensamiento perdió perfiles, su mente flotó en una niebla brillante, un chapoteo de cambiantes colores, ovoides rojos, espirales color lavanda, columnas cremosas y plateadas que se alzaban al igual que humo. Luego cayó un telón, el follaje oscuro del sueño, y a través de un verde plomizo, un desmenuzamiento de motas doradas, como copos de confeti. No, allí estaban las monedas, monedas de oro, y cuando alargaba la mano, caían entre sus dedos y en sus palmas; pero no era algo duro ni metálico, sino suave como la lluvia, una lluvia dulce, protectora que lavaba a Anna, a su madre y a su padre. No, no, pensó, es ya muy tarde para mi padre y pronto lo será también para mi madre. Era sobre Anna, para Anna, que debería caer aquella cálida y encantadora lluvia de oro.

Hacia medianoche, se quedó dormido.