26
Un día, recuperó las fuerzas —«cerró los puños», como Joseph lo llamaba— y, dado que le habían vuelto los ánimos, Anna comenzó a trastear en armarios y estantes, registrando los cajones que no se habían tocado durante los últimos años.
El cajón inferior del escritorio del vestíbulo estaba lleno de papeles: postales de amigos en Florida, facturas, cartas, invitaciones de bodas… Una era de un hombre que no reconoció, de aquellos años en que la gente invitaba a otras personas que apenas conocía. Tiró todo esto. También había un montón de cartas de Dan desde México: la mayoría todavía hablaban en sus antiguas lenguas. Resultaría estupendo ver todo esto, ver otra vez a dan, pero difícilmente podían afrontar un gasto así. También había cartas de Iris, del verano en que ellos habían estado en Europa. «Queridos papá y mamá: ¿Cuándo volveréis a casa?». También estaba la invitación de bodas de Eli, en Viena: «Elizabeth Theresa y Dr. Theodor Stern». Las puntiagudas letras góticas representaban las raíces medievales de Centroeuropa. ¿Y aquellas cartas, aquel papel que tenía en las manos, eran el único resto que quedaba de aquellas personas desaparecidas? Apretó los dedos en el pomo de la cerradura y volvió a meter la carta en el cajón. Había también una carta de Maury, en Yale: ¿Debía abrirla? ¿Debía leerla? No, tal vez otro día. Y volvió a colocarla en el cajón, sabiendo que no existiría ese otro día en que le fuera fácil hacer tales cosas.
Tras la muerte de Maury, en aquella larga y húmeda primavera con su nieve sucia, cuando parecía que el sol no regresaría nunca más, aquella primavera en que llegaron las cartas de Viena —las recordaba encima de la mesa del comedor donde las abrieron por primera vez, una suma de acusaciones, un grito de horror, algo tan terrible que parecía que aquellas páginas debieron arderles en las manos—, toda aquella primavera no había hecho más que andar de acá para allá, y siempre había acabado en la que fue la habitación de Maury. Había registrado todos los rincones en busca de algo que le dijera el porqué. Encontró unos zapatos de goma, y un texto de la escuela superior de Julio César, con el nombre de Maury escrito de una forma florida y con tinta verde, y también la caricatura de un hombre gordo fumando una pipa, tal vez su profesor. También estaba allí aquella bandera, la que decía Por Dios, por mi patria y por Yale, junto con una carta de la Cruz Roja en la que le felicitaban por su victoria, en los cien metros de crawl de espaldas. Había encontrado todo aquello, pero ninguna respuesta, y hubiera querido hacer un trabajo duro, transportar ladrillos o piedras, algo que le rompiera las uñas, que le desgarrara la piel y la dejase exhausta.
No hablaron ya nunca más de Maury. El día de su cumpleaños, Joseph no dijo una palabra. Tal vez no se acordaba, no era muy bueno recordando fechas, porque quizá sí se había acordado; con Joseph nunca se podía decir nada seguro. Durante un largo tiempo después de la muerte de Maury, pareció que Joseph se había fortalecido a través de su fe y Anna deseó poder decir lo mismo que él, como actualmente parecía, de que se debe rezar a Dios incluso en nuestro sufrimiento.
—Esto es lo que forma el Kaddish —le dijo—, una oración en alabanza a Dios, y lo que solemos hacer cuando llega la muerte.
Joseph intentó explicar, seria y prolijamente, que debemos rezar para que algún día, se nos indique por qué sufrimos.
—Seguramente hay aquí una razón para ello, como lo hay para todo —manifestó.
Si no fuera porque ella sabía que era un hombre sin hipocresía y una persona por completo honesta, Anna se hubiera burlado de estas observaciones.
Joseph creía en el pecado y en el justo castigo. Pero ¿cuál había sido el pecado de Maury para merecer semejante castigo? ¿O había sido el pecado del hijo el haber perdido a sus padres? Sí, pensó, si creyese en el castigo me hubiera vuelto loca. Porque todo lo que ha sucedido ha sido un castigo por lo que hice.
Habían leído mucho acerca de las religiones primitivas, y también de Freud y de sus investigaciones acerca de la figura del padre —o, para ser más exactos, muchos artículos acerca de esto—, pero aquello no diluyó su primitiva fe. Ahora no podía decir verdaderamente: soy una persona creyente, en vez de no creo en nada. En su lugar, era más bien una persona que deseaba creer, y a veces lo conseguía, pero todo de una forma muy diferente a la de Joseph.
¿Y qué es lo que él le escondía, que aún tal vez seguía escondiéndole? Recordó una noche, hacía meses o semanas, en que tumbada en la cama contemplaba el firmamento a través de la ventana; estaban aquí muy altos y no tenía el consuelo de los árboles, puesto que recordaba los árboles de su infancia, cuando en su habitación del desván veía aquellas cálidas y polvorientas hojas que, en las estaciones ventosas, se estrellaban contra los cristales. Aquí, en la ciudad, parecía uno estar en el limbo, pendiente entre la tierra y aquel frío y enorme espacio. Era extraño cómo se percataba de aquellas cosas después de la muerte de Maury; no había pensado nunca en ellas, pero cuando pasaban horas y horas sin dormir resulta asombroso las cosas que se llegan a pensar. Allí, tumbada de aquella forma, sintió surgir algo en el amplio lecho; luego supo que se trataba de un sollozo, y extendiendo la mano, tocó la cara de Joseph que estaba bañada en lágrimas. No le dijo nada, sino que se aferró a él sin hacer ningún ruido. Ni él ni ella.
Tampoco hablaron de aquello después. Ni Anna le contó su sueño recurrente que siempre era el mismo. Andaba por una habitación, conocida o desconocida; había una ventana, y un amplio butacón de orejas en un ángulo y sólo veía las piernas cruzadas de un hombre allí sentado, pero no su cara. Se acercaba, y cuando el hombre se daba la vuelta, veía que era muy joven. Este empezaba a levantarse para saludarla y entonces se percataba que se trataba de Maury.
—Hola, mamá —decía. El mismo sueño una y otra vez.
Aquel reloj dorado sonaba en el dormitorio; estaba situado en el armario de Joseph. Resultaba perverso que, de todos los regalos y chucherías que habían recibido en sus años de prosperidad, fuese precisamente aquel reloj el que le hubiese atraído a él más… No se trataba de que su presencia molestase a Anna; con él, o sin él, sabría lo que ya sabía y sentiría el mismo peso encima de ella. Sintió una molestia en los ojos, y al mirar al espejo, vio que se trataba de una lágrima, como si fuese de glicerina. Qué feos estamos cuando lloramos… El peso de la tristeza, aquella piel roja que tenemos encima de nuestra calavera animal… pero cuando se ve lo feos que estamos, aún nos acuden más las lágrimas.
La casa estaba silenciosa. Iris volvería pronto a casa; debía de haberse retrasado después de la escuela. Había comenzado hacía dos años su primer trabajo, dando clases en el cuarto grado. Ahora era fácil encontrar trabajo porque todos los hombres jóvenes se encontraban en el Ejército. Iris era una buena maestra; todo lo hacía bien, porque se parecía a su madre en eso de no arredrarse en el trabajo. Y también resultaba bueno para ella el ganarse su propio dinero y pagarse sus ropas, aunque no gastaba mucho en vestidos. Qué malo resultaba que, en aquellos años de su juventud hubieran desaparecido los hombres. Si hubiera sido un poco mayor o unos cuantos años más joven, la guerra ya habría pasado. Pero se encontraba en los años intermedios, veintitrés, y había muy pocos jóvenes en el hogar. Había un extraño sujeto que también enseñaba en la escuela. Alguien al que habían rechazado del Ejército, y sin pecar de descortés, podía decirse que también de otros muchos sitios. Era el único hombre que algunas veces llamaba a Iris más de dos o tres veces. Las amigas le daban los nombres de personas que estaban estacionadas en aquella zona; las hijas de Ruth la invitaban a sus reuniones con hombres, pero raramente volvían a llamarla. Las hijas de Ruth… Con todo aquello que habían pasado, y no siendo ninguna de ellas tan lista como Iris, ni tampoco de mucha mejor apariencia, todas ellas estaban casadas. A menudo, Anna las visitaba y a su madre, viendo en todas ellas la apariencia de la maternidad, que es una máscara para su satisfacción y para su orgullo. Pero había en ellas algo que poseían y de lo que Iris carecía, y que no iba adquirir ahora de la noche a la mañana.
—¿Quién cuidaría de ella? ¿Quién la amaría? No es muy cariñosa. Algunas veces la toco solamente con la mano y rehúye mi caricia. Siempre lo hace. No existe enemistad entre nosotras, nunca discutimos, y menos ahora que ya es una mujer; pero sé, como se saben estas cosas, que no desea que la toque. Ruth dice que está celosa de mí; me hubiera gustado que Ruth no hubiese dicho esto. A veces Ruth dice cosas que son muy íntimas y yo no estoy preparada para ellas. Pero tal vez sea verdad. ¿Puede ser verdad?
Celosa de mí. Anna se llevó las manos a su acalorado rostro.
Pasan muchos días sin que piense en esto, pero, de repente, me acomete la idea. Al igual que, aquellas veces, en que Joseph decía con jovialidad:
—Creo que se parece a mí. ¿No lo crees así, Anna? No se parece a ti en nada.
Ni tampoco se parece a Joseph. Esos ojos, esa nariz, esa barbilla… él y su madre, siempre lo mismo. Pero sin su seguridad y su orgullo, pobre amiga mía… Casi como si supiera que había nacido por error. Por mi culpa. Por mi culpa.
Si tuviese estos pensamientos todos los días, creo que me volvería loca. Pero el tiempo, como suele decirse, es compasivo y eso debe de haber ocurrido. Uno procura evitar las heridas, el no romperse una pierna. Pero, en un momento, se da un mal paso y ocurren esas cosas.
La semana pasada, en la galería de arte (a Joseph no le gustan las exposiciones, pero por complacerme a mí, y además, porque es uno de los ocios que le resultan gratis, me lleva a ellas), dije sin darme cuenta:
—Dios santo… He visto eso un montón de veces antes…
Y Joseph me respondió:
—No puedes haberlo visto. Dicen que es la primera vez que lo exponen.
Y luego me di cuenta. Aquel jardín con árboles frutales, vallado, con los árboles apoyados contra la pared, y una mujer con vestido blanco, que leía. («Llévate el libro a tu habitación, Anna; los libros son para usarlos»). Un libro encima de la mesa, en la habitación de una casa que nunca olvidaré.
Han pasado cuatro años desde que lo vi por última vez. No hemos cruzado una palabra. No ha habido más tarjetas entre nosotros, dado que lo único que él desea es aquello que no puedo darle. Así es mejor. La llave giró en la puerta.
—¿Mamá? —gritó Iris.
—Estoy aquí, en mi habitación —le respondió Anna.
No era bueno para la chica comprobar sus rachas de melancolía. Por eso cogió unos cuantos vestidos con sus perchas y los extendió encima de la cama.
—¿Qué estás haciendo?
Iris se encontraba en el umbral con aspecto preocupado.
Aquel vestido castaño oscuro, con los cuellos blancos, hace que su cuello aún parezca más largo. Es un vestido muy severo, casi clerical.
—Estoy arreglando los armarios. Mira estos vestidos; deben tener más de catorce años, todos por encima de las rodillas. Y ahora están de moda otra vez. Si guardas las cosas el tiempo suficiente, se ponen otra vez de moda —comentó Anna, charloteando, sintiendo la necesidad de que Iris sólo se viese delante de palabras triviales y carentes de emoción.
El mundo es bueno, no hay que asustarse, se puede hacer frente a todo, parecía decir aquel parloteo.
—¿Dónde está papá?
—Llegará tarde. Él y Malone han ido a Long Island a ver algunas propiedades. Sus granjas de patatas…
—Trabaja muy duro. Ya no es tan joven —dijo Iris en tono sombrío.
—Hace lo que desea.
—No voy a cenar. Carol me ha invitado a su casa.
—Es estupendo. ¿Se trata de una fiesta?
—No. Iremos al cine juntas.
—Oh, estupendo.
Era la segunda vez que decía cosas estúpidas.
—¿Te vas a cambiar?
—No. ¿Qué hay de malo en mi vestido?
—Nada. Sólo ha sido una pregunta.
—Entonces me voy. Quiero andar, que me dé un poco el aire. ¿De qué te ríes?
—¿Estaba sonriendo? Sólo pensaba en que tienes una voz muy bonita. Es un placer oír tu charla.
—¿Estás bromeando? —respondió Iris—. Tu hija ya tiene veintitrés años y ahora acabas de darte cuenta de cómo es su voz…
Pero aquello pareció complacerla.
Realmente, su cara era muy atractiva cuando algo le gustaba. Era un rostro muy fino, muy inteligente, muy amable. Y esto era algo que, en otros seres humanos, iba desapareciendo. Siempre hay niños en las guarderías que se mantienen aparte, mientras los demás juegan o se pelean. ¿Por qué? ¿Qué es lo que se ha perdido? Una cosa que es, pero que uno se entera de ella cuando ya no existe. Tras intentarlo y necesitarlo mucho se desarrolla una postura tímida, se sonríe raramente, se habla mucho por miedo a que el silencio nos aplaste. Es algo que nos aplasta y nos hace desaparecer.
Oh, mi hijo, mi hijo de cuento de hadas, que nunca estará alrededor mío, de su madre, sonriendo ante la eterna luz del sol. No puedo hacer nada por ti, hijo; tampoco puedo hacer nada por Maury o por Eric.
Una ráfaga de viento golpeó contra la ventana como si hubiesen tirado una piedra. Anna se levantó para correr las cortinas. El cristal estaba frío como el hielo. Casi se podía sentir el frío que subía del río y de las calles de debajo. Pensó: hace mucho frío donde está Eric. Lo odio, me gusta lo cálido. Pero quizás él crezca amándolo. En un destello lo vio con un suéter o con una gorra de punto, o sobre esquís, o en un trineo. Vio todas aquellas cosas, pero no su rostro, el cual ya no conocería.
—Por favor, no envíen más regalos —habían escrito—. Pronto será muy difícil explicarle todo esto.
—Me importa un pito —respondió Joseph.
Ahora no podía saber el amor contenido en aquel coche amarillo o en el gato de peluche, pero después, cuando creciera, recordaría aquellas cosas por el placer que le habían procurado y entonces, desearía saber quién se las había enviado. Cuando fuera lo suficientemente mayor para leer, le enviarían libros y aquellos libros le contarían algo de ellos, qué clase de gente eran.
—He de terminar con esto —dijo Anna en voz alta—. Ha sido un día desperdiciado. No tengo derecho a desperdiciar un solo día. Las cosas deben cambiar.
Se dirigió al cuarto de baño y se cepilló el pelo. Gracias a Dios, aún era de color rojo oscuro. La gente decía que aparentaba menos años de los que tenía. De todas formas, el tener cuarenta años en aquel tiempo no era ser mayor. El cabello se extendía de forma oval en torno de su rostro. Se preguntó cuán diferente hubiera sido su vida sin aquel pelo tan hermoso; quizá nadie se hubiese fijado en ella… Aquella especulación la hizo sonreír, además, sabía que aquella ironía o humor era la única cosa que la salvaba de su propio romanticismo.
Luego se dirigió a la cocina y se preparó una taza de té y unas tostadas con mermelada. Se sentó allí mientras deshacía el azúcar en la taza; el clic de la cucharilla era un sonido tranquilizador en aquel silencio. Mañana sería de nuevo el día de la Cruz Roja. Tal vez partiría un barco lleno de tropas. Nunca lo sabía hasta el último minuto, cuando ya estaban reunidos en los muelles, y aquellos jóvenes desfilaban por delante de su puesto, y hacían una pausa para tomarse una taza de café y un pastelillo. La última vez había sido el Queen Mary el que zarpaba, bastante estropeado por sus carreras a través del Atlántico. Recordó aquel joven en el muelle cuando Anna les tendía las tazas, raramente les miraba a los rostros, en parte por la prisa, pero sobre todo, porque no quería mirarlos, sabiendo adónde iban. Sin embargo, aquella vez levantó la vista y le pareció ver el rostro de Maury, aunque la separación entre los dos dientes delanteros era diferente y sus cejas se levantaban en forma de uve invertida, lo que daba a su rostro una expresión muy melancólica. Ella sostuvo la taza un instante en el aire entre ambos, y luego él la había cogido.
—Gracias, mamá —le dijo con un tono de Texas, al tiempo que se alejaba.
¡Ya era suficiente! Se levantó y tiró el resto del té en el fregadero, cogió una manzana y un libro y se encaminó hacia la sala de estar, al mismo tiempo que encendía todas las lámparas. Estaba aún sentada allí, con el hueso de la manzana y el libro en la mano, cuando Joseph regresó con Malone.
—Permite que te sirva una bebida —le dijo Joseph a Malone.
—Solamente me quedaré un momento. Mary me está aguardando.
Se sentó pesadamente, pero se levantó de improviso:
—Me he sentado en el sillón de Joseph.
—No te preocupes. Siéntate donde quieras.
Un buen hombre. Con el pelo ya muy gris, pareciendo mayor que Joseph, aunque no era tan viejo como todo eso.
—Pareces muy pensativa, Anna.
—¿De veras? Recordaba la primera vez que te vi, en los Heights. Joseph te llevó allí, con las herramientas de fontanería. Ya entonces hacíais cosas juntos.
—Recuerdo muy bien aquel día.
—Y la guerra acaba de terminar. Estaba pensando que entonces sentía más la guerra, con todas aquellas canciones y desfiles. Este tiempo parece sólo para sufrir. Hemos aprendido mucho más, supongo.
Malone respondió:
—Mis hijos están en unos lugares que nunca he oído. Me costó diez minutos encontrarlos en el mapa.
Sé que mi hijo está muerto y tengo que aprender a vivir con este conocimiento. He de hacerlo. Pero Malone se tortura cada día. ¿Están mis hijos aún vivos esta mañana y seguirán vivos por la noche?
—¿Cómo está Mary?
Malone se encogió de hombros.
—Preocupada, como todos. Sólo hay una cosa buena: Mavis formulará sus votos en junio. Esto es algo por lo que Mary siempre ha rezado y, gracias a Dios, parece que va a hacerse realidad.
—Eso me hace muy feliz —respondió Anna con sinceridad.
Mary Malone había rezado para que una de sus hijas entrase en un convento y para que uno de sus hijos llegase a ser sacerdote. De esta forma, la mitad de sus ruegos habían sido escuchados. Por esto, Anna estaba contenta, aunque nunca comprendería la vida de aquella persona.
Joseph regresó con la bebida.
—¿Sabes lo que pensaba durante el viaje de vuelta? Me acordaba de cuando empezamos juntos, Malone. Sólo teníamos energías y esperanza y ahora tampoco se diferencia mucho lo que sentimos.
Malone suspiró.
—Excepto que yo he aprendido entretanto unas cuantas cosas. —Alzó la copa—. ¡Por nosotros! Si no lo conseguimos ahora…
Anna preguntó:
—¿Qué quieres decir?
—¿No te lo ha dicho? Hemos comprado esa tierra, muchas hectáreas de explotación de patatas.
—Siempre pensé que bromeabais acerca de los patatales…
—No, no se trata de ninguna broma —explicó Joseph—. Ahora no se construye nada, pero después de la guerra tendremos más de diez años para nosotros. ¿Recuerdas, cuando se abrió el Bronx River Parkway en el año 1925, cómo empezaron a construir casas, cómo se extendieron las ciudades? Pasará lo mismo después de la guerra, incluso más, porque la población ha crecido. Y los precios se pondrán por las nubes. Por eso es por lo que estamos invirtiendo cada centavo —y digo bien, cada centavo—, que podemos tener en las manos en esto… Después he puesto también el ojo en una granja en Westchester. Deseo que vengas conmigo el viernes, Malone. —Sus palabras subieron de tono y pareció incluso haber crecido en altura—. Oye —prosiguió—, vamos a emprender un nuevo modo de vida. La gente se mudará de las ciudades. Habrá una gran demanda de edificios bajos de apartamentos, con espacios verdes entre ellos. También se necesitará espacio para tiendas. La gente no querrá ir a las tiendas de la ciudad, por lo que las tiendas tendrán que ir a ellos. Te predigo que cada uno de los grandes almacenes de Nueva York tendrá sucursales suburbanas a los diez años de acabar la guerra.
—Hablas como si la guerra fuera a terminar mañana mismo —comentó Anna—. Me parece que aún tenemos ante nosotros mucho tiempo.
—Es cierto. Pero quiero estar preparado. Debemos hacer algo para nuestros muchachos cuando lleguen a casa —explicó Joseph, al tiempo que se volvía hacia Malone con una sonrisa.
Los hombres se levantaron y se dirigieron hacia la puerta.
—Dale recuerdos de mi parte a Mary. Acuérdate del viernes.
Anna apagó las luces y se fueron al dormitorio.
—La sal de la tierra —musitó Joseph.
—Siempre he pensado que hay algo triste en él.
—¿Triste? No lo sé. Siempre piensa en muchas cosas. No es nada fácil criar siete hijos.
—Supongo que no.
—Además —dijo Joseph al mismo tiempo que se quitaba los zapatos—, aún no acabo de creer que las cosas hayan ocurrido de esta manera. Opino que, de todas formas, podré hacerles frente.
—Claro que podrás. Yo siempre he creído que puedes conseguirlo todo.
—¿De verdad? Eso es la mejor cosa que podías haberme dicho. A un hombre le gusta pensar que su esposa tiene fe en él. Te lo confesaré, Anna. Últimamente me siento otra vez joven. Creo que acometeré grandes cosas. Que voy a llegar a lo más alto de este mundo.
Anna tenía una vaga y flotante sensación, algo que era difícil de definir. Era casi como miedo, un miedo de desafío, de conflicto y tensión. Pensó en la ascensión sin aliento de su primera escalada, lo duro que él había trabajado, y cómo se habían quedado sin nada. La hubiera gustado decir: «Ya tenemos suficiente; vivamos de una forma más tranquila, sin emprender más cosas, sin más temores ante lo que pueda suceder». Y esto fue lo que dijo, pero sin saber muy bien cómo expresarlo:
—Joseph, no necesitamos estar en lo más alto del mundo. Ya tenemos bastante con lo que hemos conseguido hasta ahora.
—Vamos… ¿No te preocupa esto? Hemos estado viviendo una magra existencia desde hace casi trece años… No hemos llegado más lejos de Asbury Park… Deseo seguir adelante. Algún día, y eso no está demasiado lejos, poseeré una casa con una extensión de tierra alrededor. Tengo muchos planes para nosotros.
—¿Una casa? ¿Ahora, a nuestra edad? No es como si tuviéramos una familia detrás. ¿Qué vamos a hacer con una casa?
—Vivir en ella. ¿Y qué quieres decir con eso de «a nuestra edad»? Mírate a ti misma: aún eres una mujer joven.
—¿Hablas en serio con eso de la casa?
—Ahora no, pero sí, tan pronto como pueda.
—Iris no deseará abandonar la ciudad.
—Iris vendrá, y si no lo hace, vivirá su propia vida. De todas formas, probablemente se casará dentro de unos años.
—No lo creo así. Me preocupa mucho. No hablo nunca de ello contigo.
—Ya sé cómo te preocupas. Pero no puedes hacer más que lo que hacen las madres.
—No sabes más que bromear… ¿No te preocupa?
Joseph se echó a reír.
—Tienes razón. Somos unos aprensivos. Me parece que no nos diferenciamos en esto de los otros padres. No. Lo corregiré. Los demás no son como nosotros; tal vez tengan razón y los equivocados seamos nosotros. La gente se preocupa de sí misma, y no sólo de sus hijos.
Desde el vestidor Anna lo vio por el espejo. Había dejado caer el periódico y estaba sentado en la cama, aguardándola.
—Me gusta el nuevo estilo de tu peluquero —le dijo.
Desde que comenzara la guerra, la gente había empezado a llevar el pelo por encima de la frente al estilo pompadour, y luego cayéndole sobre las orejas. Su madre lo había hecho de esta forma. Cada vez más, Anna se veía retratada en su madre, o por lo menos, lo que ella pensaba que recordaba que era su madre.
—No creí que te hubieses dado cuenta —le dijo Anna.
—¿Así que no me preocupo mucho de ti, Anna? No quisiera dejar de hacerlo.
Anna depositó el cepillo, un cepillo con un monograma de plata que le habían regalado hacía tiempo, en un cumpleaños.
—No dejas nunca de preocuparte por mí.
—Deseo hacerlo —dijo Joseph con toda seriedad—. Eres el corazón de mi vida, aunque no sé decirlo bien.
Anna apartó la vista, y la dirigió al dibujo de la alfombra: tres espirales de color rosa y beige, una espiral, una hoja verde, tres espirales de color rosa.
—Estoy muy contenta —respondió Anna—, dado que tú eres el corazón de mi vida también.
—¿De verdad? Espero que sí. Porque sé que no lo era cuando nos casamos.
—No debes decir eso…
—¿Por qué no? Es la verdad —afirmó él con amabilidad—. Ahora ya no tiene importancia, pero no debemos negarlo. Todo debe ser abierto y honesto entre nosotros. Siempre.
—Yo era muy joven, una chica muy ignorante que no sabía nada de la vida… Nada de nada. ¿Lo comprendes? —Empezaron a brotarle las lágrimas, y ella se las enjugó con un gesto brusco—. ¿Lo comprendes? —repitió.
—Ahora que estamos hablando de eso, no estoy seguro de comprenderlo todo. Aún siento que existen cosas que no sé acerca de ti.
Un miedo que era casi pánico invadió a Anna.
—¿Por qué? ¿Qué puede haber que tú no sepas?
Joseph vaciló:
—Bueno, como hablamos de estas cosas, te lo diré. ¿Sabes cuándo estuve realmente fuera de mí?
—No puedo imaginarlo —mintió ella.
—Fue aquella vez en que Paul Werner te mandó aquel cuadro. El que se suponía que se parecía a ti. Intenté que no te dieses cuenta, pero casi estuve frenético por dentro.
—Pero eso sucedió hace muchos años… Y me parece que hemos hablado de ello y hemos dejado las cosas claras…
—Sé que lo hicimos y supongo que es una locura, por mi parte, que todavía lo tenga en la cabeza. Pero no me ha servido de ninguna ayuda.
—Es una pena que te hayas sentido miserable por nada —le respondió Anna con suavidad.
—Tienes absolutamente razón, pero dímelo otra vez, y no te enfades: ¿Lo amabas? No te pregunto si él estaba enamorado de ti, porque resulta obvio que sí lo estaba; además, eso no me preocupa. Lo único que deseo saber es si tú lo amabas. ¡Lo amabas, Anna!
Respiró hondo.
—Nunca lo he amado.
(Me he muerto de deseo por él, y a menudo aún me sucede. Pero no es lo mismo. ¿No es verdad? ¿O sí lo es?).
Me pregunto qué ocurriría si me hubiese casado con Paul. ¿Sentiría que él me necesita de la forma como lo hace Joseph? ¿Seguiría siendo una perfección —y fue una perfección— y lo seguiría siendo siempre?
Joseph sonreía.
—¿Quieres que comencemos de nuevo? ¿Realmente está acabado y archivado?
—Resuelto y archivado.
Pensó: Si pudiera estar segura de eso, Joseph… Qué no daría yo por no herirte… Te has hecho tan querido para mí, que no puedo imaginarlo. Y es extraño, porque somos personas muy diferentes. No nos gustan o deseamos las mismas cosas la mayor parte de las veces. Pero, si fuera necesario, moriría por ti.
¿Eso es el amor? El amor es una palabra, después de todo, parecida a cualquier otra palabra. Si se repite unas cuantas veces esa palabra acaba por perder la vida. Árbol. Mesa. Piedra. Amor.
—Anna, querida, apaga la luz y ven a la cama.
Su bata cayó en la silla con ruido de seda. El viento sonó de nuevo, golpeando contra los cristales. Mientras se dirigía a oscuras por la habitación, sus pensamientos revolotearon como lo habían estado haciendo durante todo el día.
Nos llevan de acá para allá vientos fortuitos, que nos hacen caer o nos aplastan debajo de unas ruedas, o nos dejan en un jardín al sol. Y sin saber la razón de ello, nadie lo ve…