22

Permaneció de pie en la polvorienta oficina, aguardando a que la muchacha le diese el cheque de su paga. La estancia tenía el suelo de linóleo y había un desgarrón en zigzag en una de las persianas de la ventana. Se acordó de la amplia oficina de Broadway: tres pisos, hileras de escritorios caoba, alfombras, como si fuese un Banco.

Papá colgó el teléfono.

—Te estoy leyendo el pensamiento, Maury. Esto resulta bastante diferente.

—Pero, por lo menos, sigues metido en los negocios.

—Es verdad, es verdad. Empezamos a mantenernos a flote.

Su padre encendió un cigarro, no un habano como en los viejos tiempos, pero sí negro y picante.

—Ese puro barato me huele mejor que los que fumabas antes de la casa «Dunhill».

—Eso es porque no sabes nada acerca de cigarros. Aún tengo el humidificador, y llegará el día, recuerda mis palabras, en que volveré a llenarlo de «Dunhill».

—Así lo espero, papá.

—Ya lo sé. Tengo confianza en este país. Saldremos de esto. Mientras tanto, siento no poder hacer nada más. Cincuenta dólares a la semana no es mucho como salario. Pero es todo lo más que puedo dar.

—Estoy contento de haber conseguido, después de todo, un empleo.

—Pero es una desgracia que tú, con toda tu educación, vayas por ahí cobrando alquileres. Me pone enfermo sólo pensarlo.

—Pues entonces no lo pienses. Como dices, nos mantenemos a flote. Y eso es mucho más de lo que hace un montón de gente. Bueno, me voy a casa. No te olvides de que te esperamos a las siete.

—Puedes aguardar e ir en nuestro coche. ¿Por qué has de tomar el Metro?

—Gracias, pero quiero volver a casa para ver a Eric y echar una mano a Aggie.

—Confío en que no se tome demasiadas molestias con el asunto de la cena. A fin de cuentas, no es una reunión social.

—A Aggie le agrada cocinar. No te preocupes por eso.

—Tu madre traerá un pastel de queso que sería bastante para todo un regimiento. Ya conoces a tu madre.

—Aggie quedará muy contenta. Bueno, hasta luego.

—Aguarda, Maury. ¿Van bien las cosas en casa? ¿Eres feliz?

Sentía que su expresión se oscurecía, que sus músculos se tensaban.

—Sí, claro que sí. ¿Por qué no?

Ahora fue su padre el que puso fosco el rostro.

—Está bien, está bien. Sólo te lo preguntaba.

El Metro daba sacudidas y bandazos. Juegos. Era como jugar unos con otros. Papá sabía que él sabía que estaban enterados. Iris había sido leal, pero, seguramente, aquello se había discutido de una forma u otra. Bueno, no iba a empezar a hablar de ello. No, ahora no, aún no. Tal vez algo se le había escapado de la mano. No podía jurar que no hubiese sucedido así, pero no estaba preparado para descubrir aquellas cosas ocultas.

Tal vez en cuanto nos mudemos, le decían sus pensamientos, pero su otra mitad le contestaba: Eso no constituirá ninguna diferencia y sabes bien que será así. Aún les faltaba casi un año para marcharse. Su padre había mencionado que quedaría disponible un apartamento en uno de los edificios que administraba; podría contar con tres habitaciones bastante grandes, en realidad cuatro, si se contaba la cocina, y sólo costaría cuarenta y cinco dólares al mes. Se encontraba en los Heights aunque, en aquellos días, el barrio lo llamaban jocosamente Cuarto Reich, puesto que estaba lleno de refugiados procedentes de Alemania. Apenas se oía hablar inglés por aquellas calles.

No podía imaginar a Agatha instalada allí. Se le ocurrió pensar que, cuando alguna cosa era seria o sombría, pensaba en ella como Agatha, pero que, cuando algún suceso era feliz, la llamaba Aggie en sus pensamientos. Bueno, pues no podía imaginar a Agatha sentada en el parque y empujando el cochecito por Washington Heights. Estaría fuera de lugar como le sucedía ahora en el sitio donde vivían. Y puestos a pensar en ello, resultaba evidente que se encontraría desplazada en casi cualquier lugar de la ciudad de Nueva York, excepto en Park o en la Quinta, o en las calles intermedias. Pero aún no estamos preparados para una cosa así, pensó con amargura…

El Metro se bamboleó en una curva y Maury se estremeció. Estaba cansado. Su trabajo no debería producirle tanto cansancio. Era más bien cansancio del espíritu, de frustración. Ella no quería admitir que bebía. Maury podía llegar a verlo con sus propios ojos, olerle el aliento, pero ella insistiría, tozudamente, en que él sólo se imaginaba las cosas. Pasaba al ataque y él quedaba a la defensiva. Afirmaba que a Maury no le agradaba que hiciese una siestecita por la tarde, que era muy suspicaz, un auténtico monomaníaco. Durante algún tiempo se dedicó a medir las botellas y a buscar por los lugares en que ella escondía el vino barato que compraba, una botella cada vez, una botellita que pudiese ser rápidamente consumida y luego tirada a la basura. Había hecho todas estas cosas, pero no había conseguido nada, y al fin, lo dejó correr porque era un procedimiento del todo inútil, que no llevaba a ningún sitio.

Trató de razonar con su mujer…

—Afirmas que estabas mal de los nervios a causa del trabajo que yo hacía, y lo comprendo. Pero ahora estoy trabajando de una forma respetable, con mi padre, y no tienes que preocuparte por nada. ¿Por qué sigues mal de los nervios?

A lo que ella contestaba con cosas por completo irrazonables.

—Si una persona te dice que los nervios no deben estar mal, se ponen bien a la fuerza, ¿te parece bien eso?

Y así daban una y mil vueltas en torno al asunto. Y no llegaban a ninguna parte.

Pero él sabía de qué iba la cosa. Estaba seguro de que lo sabía. Su mujer estaba arrepentida por haberse casado con él. Tal vez ni ella misma lo supiera, pero era así. Me amaba cuando se casó conmigo, Dios mío, cómo me amaba… Y me ama aún, pero, de todas formas, las cosas siguen mal. Está claro que no me abandonará, y yo tampoco quiero dejarla Anna ella. Yo no, porque soy hijo de mis padres y de todos los padres que ha habido antes que ellos. Un hombre no debe abandonar su esposa y a su hijo. Pero, de todos modos, tampoco querría hacerlo. No deseo vivir sin ti, Aggie. Pero ¿por qué no vamos por el mismo camino? ¿Por qué?

Vueltas y más vueltas.

Las puertas del Metro estaban atascadas de gente. Todas aquellas personas de la ciudad con trajes oscuros llevaban paquetes envueltos en papeles de color rojo y verde. Se había olvidado que era Navidad pasado mañana. Ahora entró en el Metro un Santa Claus y se agarró a la barra, entre dos muchachitos, que pusieron una cara extrañada y como de miedo.

—¿Qué hará en el Metro? —musitó uno.

Santa Claus se volvió aclarándose la garganta.

—He dejado descansar un poco a los renos —comentó.

La gente sonrió aprobadoramente y dio unos golpecitos a los gorros de los niños.

La mayoría de la gente no se preocupaba de nada, pensó Maury. Sólo les preocupaba tener un lugar donde estar a salvo de lo que pueda suceder y sólo desean que alguien los quiera.

Filosofo demasiado, pensó. Y le gustó sumergirse en el húmedo aire nocturno, y anduvo las manzanas que le faltaban para llegar a casa, pensando ya en Eric, que siempre se ponía contento, de forma total y sin reservas, cuando él llegaba. Imaginaba la hilera de dientecitos de Eric y su suave pelo, sus pies con los chanclos rojos, su alegre risa.

La primera cosa que vio al abrir la puerta fue el árbol. Parecía un arbusto muy oloroso, casi tan alto como Aggie. Su mujer tenía una caja llena de adornos de cristal y oropel y había comenzado a decorar el árbol. No le había dicho ni una palabra acerca de todo aquello.

—¿Te has olvidado de que van a venir mis padres?

—Claro que no… ¿No hueles el pavo? Está ya casi hecho.

—Pero el árbol —siguió él—. El árbol…

—¿Qué pasa con él?

—Quizá yo tenga la culpa —respondió—. No sabía que ibas a comprar uno. Debí habértelo dicho… Nosotros no ponemos árboles de Navidad.

—¿Que no ponemos? ¿Quiénes?

—Quiero decir mi padre y mi madre. Nunca ponen un árbol de Navidad.

—Claro que lo sé. ¿Pero qué tiene que ver eso con nosotros?

Aquella pregunta no estaba relacionada con el vino. Se veía al instante que no había bebido. Se trataba de otra clase de pregunta.

—Yo diría —respondió con sumo cuidado—, que sí tiene algo que ver con nosotros…

—No veo cómo…

—Bueno, yo personalmente no tengo ninguna objeción que oponer. Por lo que a mí respecta puedes tener todos los árboles que quieras. Pero quizá sea algo que resulte desagradable para mi padre, Aggie, y, a fin de cuentas, después del lío que ha habido con la familia no desearía añadir nada más.

—Tu padre puede hacer lo que desee en su propia casa. Pero no sé por qué le vamos a privar a Eric de eso, ¿no te parece?

—Eric aún no tiene la menor idea de qué va este asunto —replicó Maury con toda su paciencia.

—Muy bien. ¿Y qué dices de mí? Un árbol es uno de los recuerdos más queridos de mi hogar.

—No creí que tuvieses recuerdos muy agradables de tu hogar…

Al instante lamentó las palabras que acababa de pronunciar. Era como si le hubiese dado un golpe bajo.

—Si te refieres a los prejuicios de mis padres, sólo puedo responderte que los tuyos también han sacado una A en esa asignatura…

—Muy bien. No deseo discutir acerca de eso. Pero, por favor, Agatha, te ruego que quites el árbol de ahí. No le abofetees a mi padre con él en cuanto entre por esa puerta. No llevemos esto más lejos, por favor.

Aggie le respondió con educación pero con tozudez.

—Maury, estate seguro de que no quiero poner peor las cosas. Pero este es nuestro hogar, y si tu padre, realmente, quiere aceptarme… aceptarnos, ¿no es mejor dejarnos de disimulos?

—Aggie, mi padre tiene ya cincuenta años y ha luchado mucho. ¿Por qué tenemos que herirlo más?

—Eso suena a una madre judía a quien le da un ataque al corazón cada vez que uno de sus hijos la disgusta por algo.

—No te tomo en cuenta esa observación —respondió Maury con frialdad.

—Oh, vamos, no te enfades ahora, como si yo fuera antisemita… Los chistes de las madres judías forman parte del idioma, por amor de Dios… Además, son muy posesivas… Y tú siempre dices que los gentiles beben demasiado, ¿no es verdad?

—No, nunca me refiero a los gentiles. Afirmo que lo haces tú…

Ella lo ignoró, y alzando un brazo, colgó una bola roja de una rama.

—¿Qué diablos voy a decirle cuando llegue? No sabes lo que esto significa para papá… Oye, Agatha, en las ciudades donde vivieron sus padres, donde creció mi madre, la Navidad era la época en que los cosacos, y todos los buscavidas locales, acostumbraban acudir con sus perros y látigos para violar, quemar y…

—Aquí no hay cosacos y ya es tiempo que tu gente deje de vivir en el pasado. Esto es Estados Unidos. Además tú mismo has dicho que tu padre vive aún en el pasado. Detrás de unas murallas medievales, creo que sueles decir…

Maury enrojeció.

—Probablemente lo he dicho alguna vez. Pero tus padres, por el contrario, son tan modernos, tan abiertos, tan amables… Y, por lo menos, mi padre estará aquí…

—¿Y qué le ha traído? Han tenido casi que matarte para que su corazón se ablandase…

—Por lo menos el mío sí estará aquí —repitió Maury.

—Tal vez el mío estaría aquí también si le hubiera contado la verdad… Tal vez debiera haberle dicho que mi marido vendía números de lotería clandestina, y que algunos matones le habían dado una paliza, así que, por favor, ven, te necesito…

El reloj de carrillón que estaba encima de la radio dio las seis y media.

—Aggie, estarán aquí de un momento a otro. Sácalo y te prometo que te ayudaré esta noche a ponerlo otra vez en su sitio. Te lo juro —le dijo al mismo tiempo que quitaba una bola plateada.

—¡No toques eso! Oye, ¿esta es nuestra casa, sí o no? No permites ninguna sugerencia para ocultar tu procedencia. ¿Por qué he de ocultar yo la mía? ¿Te gustaría si fuéramos a visitar a mis padres y yo te pidiera que…?

—Eso es una pregunta meramente académica. Ya sabes condenadamente bien que no quieren verme en su casa. ¿Y sabes algo? Yo tampoco quiero ver a esos bastardos…

—¿Por qué debes ser tan vulgar?

—Claro que sí, puesto que soy un cerdo judío. Los judíos son muy vulgares. ¿No sabes eso?

Desde el vestíbulo se oyó quejarse a Eric.

—¿Ves lo que hemos hecho? Nos recuerda eso, Maury. Los niños siempre recuerdan esas cosas. ¡Se ha echado a llorar! Todo era tan encantador y lo has estropeado… Odio tu voz cuando gritas así… No debes ser de esa manera. Tienes que ser tú mismo.

—Muy bien, muy bien. Deja de llorar, ¿quieres? No quites el árbol y yo les explicaré…

—Ya no quiero el arbolito. Quítalo. —Se cayó al suelo una bola de cristal. Y se rompió en muchos pedazos—. Ya ha desaparecido toda la alegría. Me voy con Eric.

Aggie descansó la cabeza en su hombro.

—¿Qué es lo que va mal, Maury? ¿Por qué se ha estropeado esta noche?

—No, no, lo han pasado muy bien. Estaban contentos por encontrarse aquí.

—Porque no he querido que tus padres me odien.

—Ellos no te odian, Aggie. Les gustas mucho, de verdad.

La oprimió sus temblorosos hombros, sintiendo la gran tristeza que anidaba en ella. Con lo alegre que era…

—Las cosas son muy complicadas —comentó Aggie—. ¿Por qué tenemos que luchar contra el mundo, quieres decírmelo?

—No hay que luchar todo el tiempo. Y este es el único mundo que tenemos.

—¿Crees que he estado bebiendo, Maury?

—Ya sé que no.

—Entonces, dame un poco de coñac. Tengo mucho frío.

—El té caliente también te sentará bien. Te haré un poco.

—No es lo mismo. No me calma los nervios. Por favor, lo necesito esta noche.

—No. Vamos, haré un té para los dos.

—Entonces no te preocupes. Sólo quiero estar así.

—Aggie, querida, todo va bien. Tú y yo…

—Lo siento, lo siento mucho. Oh, Dios mío, Maury, ¿qué nos está sucediendo?