38
Theo llevaba más de medio año muy afligido. A Iris le resultaba muy difícil soportarlo. La pena no le dejaba ganas de hacer nada e Iris sentía el dolor de su angustia.
La primera noche, cuando se despidieron de Franz Brenner en la acera de la Calle 57, Iris se ofreció a conducir hasta casa, pero Theo se encaminó al asiento del conductor. Aún podía ver su boca, que parecía más bien una hendidura o una cicatriz abierta en su rostro; Iris recordaba su propio miedo, en realidad no porque pudiese producirse un accidente, dada la forma en que conducía, sino porque aquella noche le había ocurrido algo a Theo que resultaba irrevocable. ¿Por qué había tenido que ocurrir aquello?
La familia formó una piña en torno a Theo. Papá fue a casa de ellos al día siguiente, y en silencio, puso sus brazos en torno de él. Mamá, como de costumbre, lloró mucho —nunca podía contener sus lágrimas—, recordando a la vez a su hermano además de a la familia de Theo.
—Aquella chiquilla tan maravillosa —dijo Anna cuando estuvieron a solas—. La veo en el jardín de casa de Eli. Llevaba una cinta de terciopelo en el cabello, igual que Alicia en el País de las Maravillas.
Y luego añadió en un susurro, rememorando horrores pasados:
—En Polonia vi cómo violaban a una muchacha…
—¡Nunca me lo habías contado! —exclamó Joseph.
—Es algo que deseaba enterrar en el olvido —respondió Anna.
Eric quedó asombrado. Naturalmente, sabía de las atrocidades cometidas por los nazis, pero, en cierto modo, admitía que habría algo de exageración en las mismas. En cierto modo…
Theo regresó a la consulta al cabo de dos días. Durante el primer y segundo días, Iris temió por él. No hubiera podido decir, de forma específica, qué era lo que la preocupaba, pero el temor existía. Procuró telefonear a su despacho, bajo diferentes pretextos, sin solicitar hablar con él, queriendo averiguar de la secretaria, de forma indirecta, si todo seguía normal.
Por la noche, notó que Theo estaba despierto en la cama. Oyó cómo profería sollozos contenidos. Pero, pasada la primera noche, Theo no buscó ya consuelo.
—Sólo tengo tos —comentó Theo, y aquel torpe engaño le llegó más hondo que todo lo demás.
Sin embargo, fue de lo más amable con los niños. La voz de Theo era muy tierna, incluso cuando, en la mesa, hablaba de las cosas más triviales:
—Steve, ¿estás seguro de que te has lavado las manos? Jimmy, tienes que terminarte la leche antes de comer los postres…
Una vez, Iris lo encontró con Laura sentada en su regazo y abrazando a los dos chicos, como si los estuviese protegiendo. ¡Había tal expresión en su rostro! A un tiempo resuelto, orgulloso y triste… Cuando Iris le dirigió la palabra se sobresaltó; tuvo que repetirle las palabras y observó que parpadeaba, meneaba la cabeza y se iba a su cuarto.
Ahora, cada noche, aunque no en presencia de Iris, sino cuando esta se daba su baño, su mujer oía cómo abría el cajón del armario ropero, y al cabo de largos minutos, volvía a cerrarlo; Iris sabía que había estado viendo la fotografía de Liesel y del bebé. Otras veces, al llegar por el vestíbulo y entrar de forma inesperada en el dormitorio matrimonial, veía por sus movimientos que había estado sacando la foto. Un día, por alguna razón, aquella acción no movió a Iris a lástima y piedad de él, sino que la irritó:
Él se limitó a manotear con el periódico…
Inmediatamente, quedó avergonzada de sí misma y deseó, casi como penitencia, realmente lo deseó así, que le fuera posible físicamente sacarle aquella angustia aunque fuese traspasándola a ella misma…
Iris quedó hondamente alarmada. ¿Cuánto tiempo podía un ser humano llevar una carga así? ¿Con todo el trabajo que tenía en la consulta y en el hospital? ¿Con una mujer y tres hijos, y ahora aquella cosa rondándole por la cabeza?
Y sintió una rabia tremenda contra aquel mundo podrido que había destruido a unas personas tan buenas y gentiles.
Después, la preocupación de Iris comenzó a trocarse en resentimiento, sin que Iris hubiera podido decir a qué se debía. ¿Fue en el tercer, o cuarto mes, o en el quinto, cuando Iris comprendió que ya no podía disimular o negar su resentimiento? Tal vez fue aquella mañana en que telefoneó la secretaria de Theo. De alguna forma, y sin que Iris supiera cómo, los del despacho se habían enterado de aquel asunto.
—Hemos sabido lo que le sucedió a la esposa del doctor —dijo aquella mujer—. Parece increíble que suceda una cosa así en pleno siglo veinte… Estamos todos muy apenados y deseamos que sepa que tratamos de hacerle al doctor las cosas lo más fáciles posibles en la consulta.
Iris le dio las gracias, con sincera gratitud, y colgó. Lo que le sucedió a su mujer… Era algo horrible, horrible y real. Pero ahora la esposa soy yo, soy yo la que está aquí. ¿Hasta cuándo seguirá esa pena? Todos parecen caminar de puntillas alrededor de Theo: mis padres, Eric, aquellos pocos amigos a quienes se lo hemos contado… Una atmósfera de tristeza, una casa triste…
Había tomado el hábito de irse muy tarde a la cama. Muy bien, ella comprendía su insomnio. Trató de quedarse con él, pero se le cerraron los ojos y Theo le dijo que se fuese a la cama, que él iría enseguida.
Una noche, fue al piso de abajo para ver qué hacía Theo. Permanecía sentado en el sillón mirando el vacío, seguía allí sentado. Luego vio cómo se levantaba y se dirigía al piano. Empezó a tocar, muy bajo, para no despertar a nadie.
Noche tras noche le oyó tocar. El sonido subía por el hueco de la escalera; la mayor parte de las piezas eran nocturnos de Chopin, música nostálgica de jardines veraniegos, de amor y de estrellas…
Una noche, Iris se incorporó sobre un codo y miró la esfera luminosa del reloj: la una y media. Durante dos horas había permanecido allí tumbada y sola, mientras su marido seguía perdido entre la música de otros tiempos y de otros lugares, con otra mujer…
Cuando Theo subió la escalera y la encontró aún despierta, se deslizó hacia ella. Iris sintió que él esperaba, como siempre, una respuesta cálida y rápida. Pero el deseo de Iris luchaba con su humillación. Durante todo aquel tiempo de sus vidas, cuando Iris se había mostrado absolutamente desinhibida, tan libre en la expresión de su pasión hacia él, ¿habría Theo, tal vez, no pensado en ella o no la deseaba a pesar de todo? Habría estado pensando en…
Iris no deseaba que la tocase. No vengas a mí con esa cara compungida, hubiera querido gritarle; se lo gritaba en silencio, incluso cuando le rodeaba con sus brazos. Me has dejado a un lado. Soy yo, yo, ¿no lo comprendes? Mantente alejado hasta que seas de nuevo tú… ¿Pero lo será de nuevo?
Iris sabía que aquella clase de emoción resultaba peligrosa. Si ella no lograba contenerse, pronto perdería el dominio de sí misma. Pero ¿cómo detenerlo? En el ojo del ciclón existe un agujero solitario donde nada se mueve, donde yace el pánico. La oscuridad reina y el día está alejado aún una eternidad. Tras noches así, Iris amanecía con ojeras. Su rostro aparecía cetrino y las ojeras le daban un aspecto de tragedia. La gente debía de estar sonrosada y de buen humor por las mañanas, y la certeza de que a ella no le ocurría así la deprimía. Aquello, y el rostro obsesionado de Theo. Ahora reinaba un cansado silencio en la mesa durante el desayuno, sólo interrumpido por los crujidos del periódico.
Poco a poco, centímetro a centímetro, se fue alzando un muro.
Después, una tarde llegó Theo y le dijo que iban a ingresar en el club de campo. Iris quedó atónita. Se habían mostrado de acuerdo en que la vida en aquel club era algo que no se disfrutaba lo suficiente en relación con lo mucho que costaba. Ciertamente, Theo era un buen jugador de tenis, pero Iris se había siempre contentado con las pistas públicas de la ciudad. Iris era bastante negada para los deportes y no aprovecharía lo suficiente las instalaciones del club. Algunos de sus amigos eran socios, pero eran muy pocos en realidad. La mayoría de sus amistades más íntimas eran europeas, y los médicos, y los que no lo eran, formaban cuartetos de música que tocaban en casa de unos y otros. Por todo ello, quedó muy asombrada.
—Desearía encontrarme entre personas que no sean serias —le explicó Theo—. Gente a la que le guste bailar y reírse.
Pues bien, Iris se mostraría encantada con el baile. ¿Qué querría decir? Por un momento, Iris sintió que Theo la acusaba. Pero su ira desapareció con tanta rapidez como había surgido. Theo sólo intentaba escapar de sus pensamientos por medio de un cambio de rutina… Se enorgulleció de su «comprensión», de lo mucho que llegaba a comprender las cosas… ¡Pobre hombre! Recia o equivocadamente, creía que la muchedumbre, las nuevas caras y la «alegría» le podrían ayudar a olvidar.
Pero había algo más detrás de aquella alegría: ¿Ira? ¿Amargura? ¿Desafío? Iris pensaba que les eludía, que se les escapaba de las manos.
Recordó, al pensar en aquel tiempo ya lejano en que había conocido a Theo, que era un hombre que podía conseguir a cualquier mujer que se propusiera. En el club, durante el pasado verano, reunía a su alrededor, sin esfuerzo, a muchas mujeres: chicas jóvenes e incluso mujeres mayores que Iris. Si se quedaba en el bar tomando una copa —bebía muy poco y un whisky doble le duraba una hora o más—, las mujeres aparecían por allí atraídas por sus ojos expertos y por su apenas prometida admiración. También, naturalmente, contaba su acento, entre extranjero e inglés. Realmente, Theo no hacía nada que Iris pudiese reprocharle. Pero, de todos modos, en ocasiones a Iris le hubiera gustado abofetearle.
Pero una vez de nuevo en casa, resurgía su tristeza. Aquello nunca se expresaba con palabras —puesto que Theo había dado por terminado aquel tema—, sino en el tono y en los ademanes y, por encima de todo, en el silencio. La tristeza constituía una auténtica presencia, como la leve corriente de aire de una ventana que no se recuerda que se ha dejado abierta, pero lo justo para enfriar el ambiente. Sus amigos del club no le hubieran reconocido de haberlo contemplado cuando estaba en casa.
Se había convertido en dos personas a la vez.
Si pudiera hablar con alguien de lo que sucedía en casa… Pero resultaba demasiado íntimo y a ella nunca le había agradado romper la intimidad. Iris se conocía a sí misma y sabía que tenía demasiado orgullo —¿falso orgullo?— para revelar algo tan recóndito como aquello. Tal vez, en caso de absoluta necesidad, podría hablar con su padre. Era la única persona apropiada. Pero, en realidad, no podía hablarle de esto, que supiera que la vida de su hija se veía turbada por algo o que no era todo lo perfecta que debiera ser. Joseph necesitaba creer en que sí era perfecta. Su padre parecía llevar anteojeras. Tenía en la mente una representación de lo que debía ser la familia ideal tradicional. De aquel modo se suponía que debía ser y, por lo tanto, así había de ser. No existía otra posibilidad.
Permaneció de pie en el centro del dormitorio tratando de ordenar su cabeza respecto de las actividades de la mañana. Era sábado y Theo había acudido al club de tenis. Abajo, en el jardín, se oía bullicio. Nellie estaba fuera con los niños. En realidad, era Iris la que debería estar abajo con ellos, permitiendo que Nellie hiciese su trabajo dentro de la casa. Además, debía ir con Laura a comprarle ropa, puesto que todos sus vestidos se habían quedado cortos. También Steve era una preocupación: ¿sería tal vez un solitario? Se le veía regresar de la escuela con los hombros caídos y la cabeza baja, mientras Jimmy volvía por otro lado acompañado de una patulea de amigos. No le quedaban energías para enfrentarse con aquellas cosas; sentía una extremada lasitud. Le resultaba arduo tomar cualquier tipo de decisión.
Sonó el teléfono.
—¿Por qué no venís tú y Theo a comer? Se me acaba de ocurrir que vengáis —le pidió su madre.
—Theo comerá en el club. Además, acabas de regresar de México… ¿Vas a empezar ya a preocuparte por nosotros?
—El invitaros a comer no es para mí ninguna carga. Y hoy vuelve Eric de Darmouth. Telefoneó anoche que estaría aquí al mediodía. Ven tú, y Theo puede dejarse caer después de la comida. Y ven también con los niños…
—No, están muy entretenidos jugando. Nellie cuidará de ellos. Iré sola…
Últimamente, tenía muy poca paciencia con los niños. Había perdido las ansias de alimentarlos y consolarlos; ahora era ella quien necesitaba que le hiciesen esas cosas. Pensó que comer en casa de sus padres la recordaría su infancia, cuando, tras un mal día en la escuela, corría a refugiarse en la tranquilidad de su hogar. Necesitaba a su padre y a su madre —sobre todo a su padre—, y aquella necesidad la avergonzaba terriblemente.
Sintió toda la melancolía de aquel cálido sol otoñal mientras atravesaba en coche la ciudad. Le parecía que hacía más calor que en verano, aunque ya se estaban cayendo las hojas, que remolineaban entre un viento sin fuerza. La calle principal estaba atestada de rubias, a las que subían perros y niños, y que aparecían adornadas con banderines de institutos prestigiosos: Harvard, Smith, Bryn, Mawr. En la acera, enfrente del Banco, las mujeres habían instalado mesas petitorias y recaudaban fondos para instituciones de salud mental. Ahora, aquellas cosas carecían de importancia para Iris.
Pasó delante de la escuela, en la que el año próximo sería nombrada presidenta de la Asociación de padres y maestros; luego cruzó ante la sinagoga y la magnífica ala donada por su padre, en la que aparecían multitud de flores otoñales, como caléndulas y rascamoños, con sus chillones colores amarillos y rojos. Aquello tampoco tenía importancia.
—Ya no iré más a la sinagoga —le había dicho Theo la semana anterior.
Iris se había detenido en medio de la estancia. No le importaba gran cosa que no quisiese ir. De todos modos, tampoco los había acompañado durante los últimos meses. Pero lo dijo de un modo diferente… En su entonación se entreveían unas ansias de pelea, como si hubiese arrojado el guante. Y ella lo recogió:
—¿No? ¿Y por qué no quieres ir?
—Ya sabía que me lo preguntarías. ¿Esperas, realmente, de mí que esté allí sentado oyendo cómo hablan de Dios? ¿Ese Dios que permitió que existiese Dachau?
—No nos corresponde a nosotros juzgar lo que Dios permite… Existen razones que hacen que ciertas cosas estén más allá de nuestra comprensión.
—¡Tonterías! ¡Basura! Sólo veo lo que Dios destruye. Yo soy más misericordioso que Él: me paso el día reconstruyendo…
—Más bien hay que decir que es Dios el que permite que tú desees hacer esas operaciones de reconstrucción.
—Vamos, vamos, eres demasiado educada para creer en eso… Puedo entenderlo en tus padres, pero no en ti. Que Moisés bajó del monte Sinaí con esas inscripciones en la piedra… Sabes muchas más cosas… ¡Realmente no puedes creer en esas leyendas!
—¿No? ¿Entonces por qué crees que voy a los oficios cada semana?
—Vas porque es un hábito de toda la vida… La gente educada se supone que debe ir… Y, además, es muy bonita la música… Te das un baño emocional…
—Lo que dices me pone furiosa, pero procuraré seguir tranquila… Theo, vayamos al grano; ¿cuándo vas a salir de tu estado actual? No quiero ser insensible. Dios lo sabe, pero, después de todo, Liesel sólo fue un ser humano que murió cruelmente. Piensa en mi hermano, ¿crees que mis padres…?
—No deseo hablar de Liesel —respondió Theo con frialdad.
—Sólo trataba de ayudarte.
—No necesito ayuda. «Nacemos, sufrimos y morimos». He olvidado quién dijo esto, pero es la cosa más cierta que nadie haya dicho jamás…
—No sé de qué hablas. Suena más profundo de lo que, en realidad es, una vez lo piensas bien. Y además, es horrorosamente amargo.
—Iris, esta conversación no tiene objeto. Siento haberla iniciado. Ve a la sinagoga, si eso te hace feliz. No resulta comprensivo por mi parte separarte de las cosas que te hacen tan feliz…
—No puedes apartarme de ello, pero gracias, de todos modos…
¿En qué momento, pensaba Iris ahora, rememorando aquella conversación en particular, en qué instante, en qué día, habían comenzado a hablarse el uno al otro de aquella manera, con aquella ironía y frialdad, como unos polemistas que se tantean con cautela? ¿Desde cuándo se había producido aquella enemistad superficialmente cortés?
Durante todo aquel rato su corazón latió pesadamente. Mientras conducía por las silenciosas calles y enfilaba el camino de coches de la casa de sus padres, era consciente de sus latidos breves y pesados, y de que se le ponía la piel de gallina. Era una sensación que recordaba desde la escuela, cuando entraba en el aula en que iban a tener lugar los exámenes finales: el mismo frío y aquellos dolorosos latidos ante el enfrentamiento con lo desconocido.
En la puerta principal, se compuso la cara y esbozó una forzada sonrisa de salutación.
—¡Hola papá! ¡Mamá, qué maravillosa estás! ¿Cómo te encuentras, Eric?
La casa olía a pulimento de muebles y a aire fresco; la mesa del comedor tenía unos tapetitos de hilo de color rosa; mamá estaba perfectamente peinada. Aquello le recordó su propio pelo, del que no se había preocupado desde hacía una semana. Se pasó una mano por las lacias guedejas que le cubrían los oídos.
—Es una lástima que no hayas traído a los niños —comentó Joseph—. Podríamos salir esta tarde, después de la siestecita de Laura. ¿Cómo sigue creciendo mi muñeca?
—No puedo decírtelo, papá, puesto que la veo cada día y no me doy cuenta.
Aquella muñequita de papá, aquella pelirroja Laura, que se había saltado una generación y que tanto se parecía a Anna.
—Sí —suspiró mamá cuando estuvieron en la mesa—. He cumplido mi deseo, he visto a Dan y me encuentro satisfecha. Es un país fascinante. Nos han llevado a todas partes…
—¿Has visto la Pirámide del Sol, en Tetihuacán?
—Claro que sí, claro que sí… Estoy contenta de haber leído La conquista de México. De otro modo, sólo habría contemplado un montón de piedras, algunas proezas de ingeniería y poco más. Pero, de este modo, realmente he sentido las cosas. Tenía presente, en todo momento, cómo eran las cosas cuando Cortés llegó allí —comentó Anna.
Iris la oía a medias. Dan. Dena. Sus hijos y sus nietos. Una casa de piedra con una reja de hierro forjado. La tienda en la Zona Rosa. Operaciones en todo el mundo, sesenta empleados…
—Y Dan dijo que tu madre tenía un magnífico aspecto, que los años no pasaban para ella —concluyó Joseph—. Sí —añadió—, hice una buena elección. Tú deberás hacer lo mismo, Eric, y no te arrepentirás. Oh, tuve muchas chicas, pero ninguna de ellas mereció más de diez minutos de mi atención, hasta que la encontré a ella…
Iris bebió el café con aspecto alicaído. Su marido no diría aquello de ella…
—¿Está Theo con más ánimo? —le preguntó papá. Sacudió la cabeza—. Con todo lo que ha pasado…
—Supongo —intervino Anna— que el club le sentará bien. Con el tenis y tanto ejercicio… Es como una terapéutica…
—Debo decir —comentó Joseph—, que me llevé una auténtica sorpresa cuando os hicisteis socios de un club de campo. —Movió de nuevo la cabeza—. Hay mucha gente y se bebe demasiado…
—Qué tonterías —le contradijo Anna—. Usas o eliges lo que deseas. Tenemos muchos amigos que pertenecen a clubs así y no se portan como tú dices…
—Es igual —insistió su padre—, no son más que señuelos. No sé cómo le puede sentar bien esa atmósfera a Theo…
—Juega al tenis, nada un poco y luego regresa a casa —explicó brevemente Iris.
—A ti no te gusta el club, ¿verdad? —le preguntó su padre a continuación.
Por algún motivo, parecía decidido a no abandonar el tema.
—No es una cosa que me preocupe demasiado —replicó Iris.
—Es sólo una casa de putas. Y perdonadme la expresión. Tienen la moralidad de los gatos…
Eric se echó a reír y Anna alzó las cejas.
—Dios santo, Joseph… Qué palabras más fuertes…
—Tal vez lo sean. Hace mucho tiempo que como con un montón de hombres que también son socios. Algunos de mi edad, otros incluso mayores. Creo que yo y dos más somos los únicos que aún vivimos con nuestras primeras esposas. Me quedo patidifuso oyéndoles: hijastros, un tipo que está casado con una muchacha más joven que su propia hija, otro que vive con la mujer de otro hombre… ¡Cuántas locuras!
—¿Sí, abuelo? ¿Y qué puede hacerse con esas cosas? —le preguntó Eric.
—No lo sé. Pero te diré una cosa: nos mostramos excesivamente tolerantes. A este paso, desaparecerá la familia. ¿Sabes lo que dice la Biblia acerca de las adulteras? Que hay que arrastrarlas y lapidarlas, eso es lo que dice…
—Pero Joseph —intervino mamá—, ¿tú crees en ello?
—Claro que no. Es una forma figurada de hablar. Pero te diré una cosa que yo no haría: invitar a una adultera a casa, sentarla a la mesa y presentarla a mi esposa. Las personas así deben quedar apartadas de la comunidad… Todos esos divorcios y engaños… —gruñó.
—Hablas como Mary Malone —le respondió mamá—. Como un buen y anticuado católico…
—Los Malone y yo pensamos igual acerca de la mayor parte de las cosas. Ya deberías saberlo. Vaya, aquí llega Theo…
Theo estaba de pie en el umbral del comedor, con la raqueta en la mano y su suéter de tenis echado encima de los hombros. Formaba un conjunto muy grácil; Iris se preguntó si muchas otras mujeres también lo verían así. Se sentó a la mesa.
—Estábamos hablando del club —le explicó Joseph.
—Lo sé. Os oí al entrar.
—Sí. En realidad, nuestra gente se va asimilando, ¿verdad? Todo el polvo de la moderna civilización se les va pegando a la camisa mientras andan por ahí…
Theo se echó a reír.
—Creo que eso les gusta…
—Sí, disfrutan mucho… Pero también pagan por ello, puedes estar seguro. Un tipo escribió un artículo acerca de Roma en una sección de la revista de la semana pasada, explicando cómo cualquier inmundicia se enmascara de placer. Al final, empero, acaban pagando por ello…
Theo se sintió incómodo. Siempre había dicho que su suegro tenía un solo defecto: moralizaba cual si fuese un profeta del Antiguo Testamento. Se volvió hacia su madre política:
—¿Qué tal ha ido el viaje? ¿Qué opináis de Ciudad de México?
Anna comenzó a irse por los cerros de Úbeda comparando la Reforma con la Quinta Avenida, los Campos Elíseos y el Graben. Luego Theo la ayudó con algunas descripciones de Viena, que hacía años que no mencionaba y que tampoco permitía que nadie aludiese a ella. Iris pensó airada, ¿por qué dice eso, si en lo que a él concierne, es como si Viena hubiera sido borrada del mapa? Y ahora le hablaba a la mamá del Prater y de Grinzing; mamá convenía con él, como si fuese una experta en cosas de aquella ciudad, en la que sólo había pasado un par de semanas, y hacía de ello más de un cuarto de siglo… Theo reía. Lo que hacía era como un flirteo, e Iris pensaba que sólo era para fastidiarla.
Theo se levantó de repente.
—Voy a casa a ducharme. A propósito —le dijo a Iris, dirigiéndose a ella por primera vez desde que había entrado—, he hecho unas reservas esta noche para la cena con algunas personas del club. A las siete y media.
—Muy bien —le respondió Iris.
Se percató de que los ojos de su madre la escudriñaban. Bajó la vista mientras sentía un nudo en la garganta. Su madre era tan observadora… Veía demasiado…
Iris estaba de pie con una copa helada en la mano. Parecía no haber sitio donde sentarse. Se veía apartada, en una esquina, hablando con una dama de cierta edad, una tal Mrs. Reiss, que conocía a su madre. Al parecer, siempre acababa hablando con personas mayores… Sí, debía admitirlo, le resultaba más cómodo y fácil hablar con ellas. Pero ahora le dolía la boca, por haber tenido que sonreír durante la última hora. Deseó que sirviesen la cena, para poder sentarse y dejar de hablar.
Le llegaban olores a perfume, humo y whisky de la gente que se encontraba allí. No podía moverse, no podía separarse de aquel rincón, ni abrirse paso y se encontraba con la espalda apoyada contra un gran búcaro con rosas.
—… setecientos en el Consejo, siempre fue un estudiante muy aprovechado, pero la competencia es mortífera, nunca…
—… les ofrecieron ciento veinticinco mil dólares por la casa, sin el terreno colindante, y realmente, lo considero un mal barrio. Ray dice…
—… todos están de acuerdo en que el campo de Shadyvale es muy superior, si quieres hacerte con la gente que se está instalando allí. Pero estamos muy a gusto aquí, en Rolling Hill…
—Veo que han traído unas cosas —observó Mrs. Reiss, alzando la voz por encima del ruido de las conversaciones—. ¿Quiere que piquemos algo?
—No, gracias —le respondió Iris.
—Pues a mí me apetece tomar algo. ¿Me excusa un momento?
Hasta una anciana dama como aquella se aburre conmigo. Tengo una personalidad parecida a una almeja. Sin aplomo. Cuando Theo se casó conmigo comencé a tenerlo. Lo sé porque nunca más volví a pensar en ello, y cuando ya no piensas en algo es que has adquirido seguridad en ti misma. Supe que era alguien cuando nos casamos y ahora ya sé que he perdido de nuevo esa seguridad en mí misma…
Encontró a Theo en medio de un grupo de personas joviales, la mayoría de ellas desconocidas para Iris. Había confiado en que se sentarían con Jack y Lee, sus vecinos, o con los Jaspers, unas personas honestas y de confianza, con las que se podía hablar de muchas cosas. Pero todas aquellas resultaban amistades nuevas, seguramente sus compañeros de tenis; al momento, Iris se percató de que la habían ya calibrado y advertido sus defectos.
Se dirigieron a cenar. Sintió una frenética actividad en la estancia. Cada uno parecía —le costó encontrar la palabra— febril; sí, eso era; los ojos vigilantes de aquellas personas parecían fijarse en la mesa de al lado; las personas de la mesa contigua siempre parecían más importantes. ¿Cómo podré conseguir que me inviten a sentarme con ellos la próxima vez? Eso están pensando. ¿Cómo conseguiré que me presenten a Fulano y a Zutano? No, en realidad, no había nada de malo en querer conocer personas y mostrarse amable con ellas. Pero estaban tan absortos en ello, que empleaban todas sus energías como un corredor sudando y jadeando al romper la cinta de la meta. Y, además, las crueldades que se cometían al escalar de aquella forma… ¡Tantas adulaciones y desaires!
Sólo Theo no necesitaba trepar, puesto que ya se encontraba allí… Atraía y cautivaba a todo el mundo, incluso sin proponérselo. No debería tener una esposa tan torpe como yo. Debería tener a una igual a él.
Debería tener una mujer como Liesel.
Theo se inclinó hacia ella.
—Estás a miles de kilómetros de aquí —le dijo.
—¿Yo? Sólo me dedico a mirar a la gente, a disfrutar del escenario. —Tenía los labios secos. ¿Por qué no puedo decir que me siento incómoda y que deseo irme a casa?—. ¿Quién es esa mujer de rojo? Me parece conocida, pero no acabo de situarla bien…
—Oh, es Billie Stark. Una gran jugadora de tenis. Hoy hemos hecho un partido de dobles y he debido emplearme a fondo…
¡Oh, Dios mío, otra de aquellas personas llenas de vida! Aquel agitado pájaro rojo avanza hacia nosotros. Se puede oír su aproximación desde el otro extremo del comedor, con sus grititos y carcajadas. Su boca se apretaba en forma de elipse para contestar a una sonrisa o formaba un círculo para fingir asombro.
—No, no puedes querer decir eso…
Ojos que guiñaban, se abrían, parpadeaban, se aplastaban hasta formar una delgada línea, arrugas o reflejaban una afectada ingenuidad. Cabelleras ondeantes, brazos colgantes, retorcimientos de pelvis. Y no permanecería callada más de un segundo, o dos. Dejaba exhausto sólo verla revolotear. Era imposible la paz donde abundaran personas así.
Dama de rojo, Billie Stark, ¿por qué no te callas o te vas a otro sitio?
—Claro que me acuerdo. Usted es Billie Stark. ¿Cómo va eso? —dijo Iris, al tiempo que le tomaba una mano.
¿Por qué no me gusta nadie? ¿Por qué siento que yo tampoco le gusto a nadie? Debo aprender a ser compasiva, tratar de comprender a la gente. Maury siempre me decía que yo lo comprendía todo. Por lo menos, lo intentaba. Sé que he ayudado a Eric.
Alguien invitó a bailar a Billie Stark. Luego todos se levantaron para ir a la pista de baile.
—¿Lo pasas bien? —le preguntó Theo, mientras daban vueltas por el salón—. Estás tan callada…
—Muy bien —respondió Iris.
Lo tenía en la punta de la lengua; trató de no hacer la pregunta, pero no lo consiguió:
—¿Te gusta esa mujer, Billie Stark?
—Es encantadora. Sabe cómo disfrutar de las cosas…
¿Qué significará eso? ¿Lo dirá por mí? Yo también puedo disfrutar de la vida, si tú…
—¿No te encuentras bien, Iris? ¿Estás enferma?
Él sabía perfectamente que no era así.
—Me encuentro bien. Pero aquí me siento como una extraña. No pertenezco al tipo de persona de esa Billie Stark. Intento imaginarme qué piensas tú. ¿Perteneces a esa clase de gente? ¿Quién eres tú, el Theo que toca en el cuarteto de Ben los martes o el que está aquí?
En su voz había como un ruego. Podía oírlo.
—¿Quién soy? ¿Tengo que ser el uno o el otro? ¿No puedo ir adonde más me guste?
—Pero uno debe sentirse unido a algo, ser algo…
La música parecía darle puñetazos y puñaladas. Era absurdo charlar allí, en medio de la pista, sintiendo lo que Iris sentía.
—Has leído demasiada psicología trasnochada y popular —le replicó Theo enfadado.
Iris, a su vez, también se permitió ser punzante.
—¿Quieres saber lo que pienso de verdad de tus nuevas amistades? Que son un montón de mierda. No hacen más que correr por aquí, engañándose y excediéndose los unos a los otros. Tienen que leer primero el informe de «Dun y Bradstreet» antes de decidir si vale o no la pena decirte hola…
Theo no respondió. Iris sabía que no estaba por completo en desacuerdo con ella. Él mismo había hecho a menudo comentarios de aquel tipo. Pero siguieron sin hablar durante el viaje de regreso a casa. Theo encendió la radio y escucharon las noticias como si aquello constituyese la cosa más importante de sus vidas.
Iris sabía que, mientras ella se diese el baño, Theo iría al cajón de su ropero y sacaría la foto. Pero hoy salió en silencio de la bañera y se puso la bata. Tras abrir muy deprisa la puerta, aún pudo sorprenderlo mientras estaba mirando la foto a la luz. Captó un destello de aquella pose familiar de Madonna, con su pelo ondulado y el bebé en el regazo, antes de que Theo pudiese cerrar el cajón.
Se quedaron mirándose el uno al otro.
—Nunca debiste casarte conmigo, Theo —le dijo al fin Iris.
—¿Qué estás diciendo?
—No me amas. Nunca me has amado. Aún la amas a ella.
—Está muerta.
—Sí, pero si hubiese vivido hubieras sido más feliz con ella que conmigo.
—Por lo menos no me hubiese importunado…
—¿Lo ves? Qué malo es todo, ¿verdad? Tal vez te daría gusto muriéndome. Pero incluso en ese caso, seguirías volviendo a ella, ¿no es cierto?
Theo descargó un puño en la palma de su otra mano, produciendo un sordo ruido en la estancia.
—Con tantas niñerías estúpidas, Iris, ¿cómo vamos a seguir adelante? No quise decir que me molestases… Pero no sé por qué te muestras tan insegura… ¡Te valoras tan poco! Resulta patético.
—Tal vez tenga poca seguridad en mí misma. Pero si piensas eso, ¿por qué no me ayudas?
—Dime cómo. Si me es posible, lo haré…
Iris sabía que estaba hundiendo los puentes y que no podría echarse atrás.
—Dime que si hubieras sabido que ella vivía me hubieses elegido igual. Dime que me amas más de lo que nunca la quisiste a ella…
—No puedo decir eso. ¿No sabes que cada amor es diferente? Ella era una persona y tú eres otra persona diferente. No cabe decir que una fuera mejor o peor que la otra.
—Eso es una evasiva, Theo.
—Es lo mejor que me es posible hacer —le respondió con cariño Theo.
—Muy bien, entonces. Respóndeme a la otra mitad de la pregunta. ¿Si hubieras sabido que vivía, me habrías dejado y vuelto con ella? Seguramente sí podrás contestarme a eso.
—Oh, Dios mío —gritó Theo—. ¿Por qué quieres torturarme?
Iris se percató de que lo apaleaba como a un perro indefenso amarrado. Una vez, en la calle, había visto a un hombre hacer eso y le dieron ganas de vomitar. Pero no pudo detenerse.
—Te lo pregunto, Theo, porque debo saberlo. ¿No te das cuenta de que es algo que necesito para saber cómo he de vivir, cuál ha de ser mi existencia?
—¡Pero eso es brutal! Simplemente, no puedo contestar a esas preguntas insensatas.
—Pues volvamos a lo que te dije al principio. Realmente, nunca deseaste casarte conmigo…
—Entonces, ¿por qué lo hice?
—Porque sabías que mi padre esperaba que tú…
—Iris, si no lo hubiera deseado, ni diez padres podrían haberme obligado…
—… y porque estabas solo y destrozado y quisiste apoyarte en mi familia. Y también porque, pese a todo, soy lo bastante inteligente para ti, y porque tengo tus gustos, o los tenía. Tus cultos amigos europeos pueden acudir a nuestra casa y sé cómo he de hablarles. Pero eso no es amor…
Theo consideró las cosas durante un momento. Luego preguntó:
—¿Qué entiendes por amor? ¿Podrías definirlo?
—¡Semántica! Claro que no puedo… Nadie puede, pero todo el mundo sabe lo que quiere decir cuando emplea esa palabra.
—Exactamente. Todos saben lo que «ellos» quieren decir. Y constituye algo diferente para cada cual…
—Vaya triquiñuelas filosóficas… Haces que me coloque a la defensiva… Pero sigues sabiendo de qué te hablo…
—Muy bien, pues vamos a definirlo. ¿Dirías que es ser abnegado, pensar en el bienestar y la felicidad de otra persona, que todo esto forma parte del amor?
—Sí, y puede tenerse hacia un anciano abuelito.
—Iris, no haces más que retorcer mis argumentos. Te haces un daño innecesario a ti misma. ¡Si al menos supieras lo que deseas!
Los labios de Iris comenzaron a temblar. Se llevó una mano a la boca para ocultarlo.
—Deseo…, deseo… algo parecido a Romeo y Julieta. Quiero ser amada yo sola. ¿Lo comprendes?
—Iris, de nuevo tengo que decirte que eso es una chiquillada.
—¿Una chiquillada? Pero si todo el mundo está encantado con ello… Es la cosa más intensa, profunda y maravillosa que le puede suceder a un ser humano. Es lo que llena el mundo de arte, de la música, de la poesía. ¡Y llamas a eso puerilidad!
Theo suspiró.
—Tal vez no he empleado, de nuevo, la palabra apropiada. No es algo infantil, sino algo irreal. Estás hablando de hitos emocionales, de momentos cumbres. ¿Y cuánto tiempo crees que pueden durar? Por eso te digo que es algo irreal…
—No soy una estúpida. Sé que la vida no es un poema o un drama operístico. Pero, de todos modos, me gustaría experimentar alguno de esos «hitos emocionales», como tú los llamas.
—¿Y crees que no los has tenido?
—No. Sólo comparto contigo a una mujer muerta. Y ahora temperatura unas cuantas frías y estúpidas boberías…
—Iris, lo siento por ti. Pero también lo siento por los dos. ¿Ha sido la foto la que ha causado todo esto esta noche? Muy bien, pues no la miraré más. Con el tiempo también hubiera dejado de hacerlo —comentó con amargura—. Pero si esto no te satisface… Si te parece que hay algo en ti que no va a quedar satisfecha, deberás sufrir por ello.
—¡Así estamos ya preparados para que nos hagan un psicoanálisis!
—No necesitas un psicoanalista porque ver las cosas. Quieres sentirte lastimada, puesto que, de otro modo, atenderías a mis razonamientos.
—Los razonamientos no tienen nada que ver con ello. Es algo que siento. Y tú tampoco podrías razonar contigo mismo sobre una cosa que sintieses. ¿O puedes razonar contigo mismo que debes dejar de recordar a Liesel?
Theo se pasó una mano por la frente.
—¿Podemos continuar mañana esta conversación? Es más de medianoche y estoy agotado…
—Como gustes —respondió Iris.
Se metieron en el amplio lecho, Iris sintió que su corazón le latía más de lo acostumbrado. Tenía las manos cerradas y los brazos rectos al lado del cuerpo. Se preguntó si dormir la aliviaría. Y sabía, por el sonido de la respiración de Theo, que este tampoco dormía.
Al cabo de un rato, sintió que Theo le ponía la mano encima y que la deslizaba por sus hombros, tocándola con suavidad, en un ademán que pretendía ser de consuelo. Luego, la mano se detuvo encima de sus pechos.
—No —dijo Iris—. No puedo. No siento nada. Ya se ha ido.
—¿Qué quiere decir que ya se ha ido? ¿Se ha ido el deseo para siempre?
—Sí. Está muerto. Está muerto dentro de mí.
Iris comenzó a sollozar. Unas frías lágrimas se deslizaron por sus sienes hasta su cabello. No emitió ningún sonido, pero sabía que él se daba cuenta de todo. Theo alargó de nuevo la mano, tratando de coger la mano de Iris, pero esta se retiró. Después, Iris le sintió darse la vuelta, oyó el frufrú de las sábanas, y supo que Theo le había dado la espalda, que se había apartado todo cuanto le era posible.
A primeras horas de la mañana, tras una noche de sólo una hora o dos de sueño, Theo se levantó y bajó al piso inferior. No tuvo ningún problema para encontrar el número que deseaba en el listín telefónico de la ciudad de Nueva York. Aguardó un momento.
Hacía una o dos semanas, al salir de la consulta del dentista —acudía a un dentista en la ciudad—, tuvo que quedarse en el portal ante un súbito aguacero. Y aquella muchacha, una mecánica dentista del despacho de al lado, que también había salido, se quedó aguardando allí con él. Tenía unos treinta y dos años, conjeturó, una escandinava que parecía sincera, saludable y amable. Se quedaron allí hablando hasta que dejó de llover, acerca de temas de esquí y de la ciudad de Nueva York, adonde había llegado procedente de Noruega.
Luego él le contó que había disfrutado mucho hablando con ella y la chica le contestó:
—Llámame si alguna vez deseas conversar un poco más. Estoy en el listín.
Y así era. Su dedo comenzó a marcar el número.
—Hola, Ingrid —le dijo en voz baja, cuando oyó la voz de la chica—. Soy Theo Stern. ¿Te acuerdas de mí?