Capítulo 28
Antes de que él hubiera empezado a acostarse con Eve.
Ted entendía lo que había querido decir. Esencialmente, aquello le había costado a Sophia su única amiga. Aunque él no lo había reconocido hasta aquella noche, y ni siquiera lo había contemplado de aquella manera, ella tenía razón. Después de que se acostara con Eve, todo había cambiado. Eve no se había mostrado hostil contra Sophia. Ni siquiera había comentado nada malo sobre ella. Pero había dejado de buscar su compañía.
–Maldita sea –dijo con un suspiro.
Por mucho que Eve y sus otros amigos se hubieran burlado antes de su personalidad ambiciosa y de su cabeza siempre tan bien organizada, durante el último mes había dado un giro de lo más equivocado a su vida. Lo único que había conseguido había sido hacérsela más difícil, la suya y la de las dos mujeres. Seguía teniendo que enfrentarse a lo que sentía por Sophia. El último mes con Eve no había hecho nada para cambiar aquello.
Y enredarse con Eve no había sido su único error. Recordaba haber dicho, cuando el cuerpo de Skip apareció en las costas de Brasil, que Sophia resolvería sus problemas juntándose con otro tipo que tuviera el dinero suficiente para sacarla del lío en que se encontraba. Pero no había visto ninguna evidencia de ello. No había salido de fiesta. No había traído a nadie a casa. No disponía de acceso a Internet en la casa de invitados, así que no se dedicaba a navegar por los portales de citas.
Le gustaba lo que veía en ella, a pesar de sus problemas. Había demostrado ser una gran madre. Se esforzaba todo lo posible por ganarse el sueldo, aunque ello significara quedarse trabajando hasta tarde. Nunca se aprovechaba de lo que él estaba dispuesto a ofrecerle. Se quedaba impresionado cada vez que veía un ticket de 3,58 dólares en el mostrador o alguna otra escrupulosa cantidad que hablaba de su voluntad de honradez. Rasgos todos ellos que cualquiera debería ser capaz de admirar.
Ted no le dijo que había roto con Eve, pero Sophia no tardó en averiguarlo. Resultó obvio cuando Eve no se pasó por su casa durante las tres semanas siguientes. Y todavía más cuando Ted hizo que Sophia y Alexa decoraran su árbol de Navidad, compraran los regalos navideños para sus contactos de negocios y cenaran con él en lugar de hacerlo solas en la casa de invitados.
Pero aun cuando todo aquello no hubiera sucedido, se habría dado cuenta de que no seguían saliendo juntos el día dieciocho de diciembre, cuando le oyó discutir con su madre. La señora Dixon debía de haberle dicho que estaba cometiendo un grave error dejando escapar a Eve, porque él respondió con comentarios como: «Yo la quiero también, solo que no de esa manera», o bien: «Se trata de mi vida. Tengo que confiar en mi propio juicio».
Por llamativa que fuera la súbita ausencia de Eve, Sophia nunca la mencionó, y le ordenó también a Alexa que no dijera nada. Pensaba que si Ted quería hablar con ella de su vida amorosa, la sacaría a colación. Pero no lo hizo, así que se concentró en trabajar, cuidar a su hija, practicar la mecanografía y realizar la mayor cantidad posible de recados para que Ted pudiera terminar su libro.
Él estaba trabajando mucho, pasando largas jornadas en el ordenador, pero siempre encontraba tiempo para llevarla a la reunión de Alcohólicos Anónimos una de cada dos noches. También la ayudó a negociar con el abogado que gestionaba la declaración de bancarrota, al que había pasado a pagar una iguala sirviéndose de la pequeña cantidad que había logrado ahorrar hasta el momento, cosa que impidió que los acreedores de Skip continuaran acosándola. Y como no había sido capaz de encontrar un coche, el fin de semana anterior a Navidad, él la llevó a Sacramento a comprar uno. Alexa había planeado acompañarles, pero había hecho amistad con un grupo nuevo de chicas y se echó atrás cuando se le presentó la oportunidad de hacer una excursión de motonieve de dos días.
–¿Cómo es que no me has preguntado por Eve? –quiso saber Ted mientras se dirigían hacia allí.
Sophia se removió incómoda, sintiéndose aprisionada por el cinturón de seguridad.
–No me parecía que fuera asunto mío.
–Entiendo.
–Ella está bien, ¿verdad? ¿Con el giro que han dado las cosas?
Había pensado en llamar a Eve, pero temía que ella pudiera malinterpretar el gesto. No quería que pensara que lo estaba celebrando secretamente… o que había estado saboteando su relación desde el principio.
A pesar de todo, no podía experimentar un cierto alivio…
–Eve es una gran persona –dijo él–. Se recuperará.
–¿Y el resto del grupo? ¿Qué dicen ellos?
–Afortunadamente, no demasiado. Es un poquito… incómodo cuando vamos al café. Ella todavía no me habla, lo cual es duro. Pero ambos procuramos no dejar que eso estropee nuestra amistad o la química del grupo.
–¿Estás seguro de que no te arrepentirás de haber roto con ella? Quiero decir… ¿qué hombre no querría una novia como Eve? –en su opinión, Eve lo tenía todo: belleza, carácter y personalidad.
–¿Qué te hace pensar que he roto yo?
Había estado demasiado pendiente como para no darse cuenta. Pero no podía admitir aquello.
–Me fijé en la manera en que te miraba.
Él le lanzó una rápida mirada.
–Ya me siento bastante mal, ¿de acuerdo?
Ella volvió a fijar la mirada en la carretera.
–Solo estaba siendo sincera.
–Fue un error intentar pedirle más a la relación que teníamos. No debí haber empezado aquello.
Si Eve no había logrado conquistar el corazón de Ted, ¿quién podría hacerlo? Ciertamente ella no tenía ninguna posibilidad, razón por la cual durante las últimas semanas había tenido mucho cuidado de limitar sus conversaciones e interacciones a un nivel tan impersonal. No podía permitirse concebir esperanzas solo porque Eve se encontrara en aquel momento fuera de juego. ¿Quién querría como pareja a la paria del pueblo?
Su alcoholismo asustaría a Ted antes incluso de que tuviera oportunidad de preocuparse del resto de sus problemas. ¿Cómo podía alguien que había cometido tan pocos errores empatizar con alguien que había cometido tantos?
Él bajó el volumen de la radio.
–Kyle me dijo que te había llamado esta semana.
Ella fingió estar ensimismada en el paisaje que desfilaba por delante de la ventanilla.
–Sí.
–¿Y?
–¿Y qué?
–Me comentó que te había invitado a la fiesta de Navidad que celebró su empresa este último jueves. Pensaba que te vendría bien salir y disfrutar un poco.
–No pude ir –dijo ella–. Alexa tenía un examen de Matemáticas al día siguiente. Estuve ayudándola a estudiar.
–¿El examen en el que sacó un diez?
El recuerdo de aquel diez escrito en rojo en el examen de su hija le proporcionó a Sophia una gran dosis de alivio y de placer. Las tares escolares de Alexa habían requerido mucho más esfuerzo del normal, pero ese esfuerzo estaba dando su rendimiento. Su hija estaba adelantando mucho. Si continuaba así, no habría peligro alguno de que suspendiera el séptimo curso.
Ted se había quedado tan complacido cuando ella le mostró el examen que insistió en invitarlas a tomar un helado. Y en pegar el examen a la puerta de la nevera.
–De acuerdo, eso explica por qué rechazaste a Kyle –le dio él–. ¿Qué pasa con Riley?
–¿Él también te dijo que me llamó?
–Me lo mencionó de pasada –se volvió para mirarla–. Mencionó también que le dijiste que tenías que trabajar. Pensaba que yo estaba siendo un ogro explotador contigo.
–Quería ir a la fiesta victoriana de Navidad de aquella noche.
–¿Y tú no quisiste?
–No es eso, es solo que… no me parece que tenga sentido pedirme que vaya a un… acto tan público. ¿Por qué habría de querer alguien que le vieran conmigo?
–Estoy seguro de que conocía tu situación cuando te lo pidió, Sophia.
–Él solo conoce una parte de mi situación.
–¿Qué se supone que quiere decir eso?
–Él no sabe de mi problema con la bebida. Y yo no quiero decírselo. Preferiría que tus amigos pensaran bien de mí… bueno, lo mejor que puedan, teniendo en cuenta que la mayor parte de mis defectos son de conocimiento público.
–¿Estás diciendo que no piensas salir con nadie?
–No en Whiskey Creek.
–Otros alcohólicos salen y se casan.
–No me arriesgaría a que alguien se enamorara de mí si no lo supiera, y… ¿qué sentido tendría eso si me voy a marchar pronto? –aunque no estaba planeando marcharse tan pronto, no saldría con los amigos de Ted.
Encontraba a Riley más guapo que Kyle, pero sabía que había mujeres que no compartirían esa opinión. El atractivo no importaba. Como tampoco importaba que fueran amables con ella. Una relación con cualquiera de ellos no terminaría bien, porque ella estaba enamorada de otro hombre. Aquel era el error que había cometido cuando salió con Skip; se había enredado con un hombre que, en su mente y en su corazón, no había podido compararse con Ted.
Y había permanecido atrapada durante casi catorce años gracias a aquella desafortunada elección.
–Pero podrías querer salir y divertirte de vez en cuando.
–No sería justo hacerles perder su tiempo y su dinero.
Había estado tan concentrada en la conversación que había dejado de prestar atención a dónde iban. Cuando Ted abandonó la autopista, ella había supuesto que se dirigirían a Fulton Avenue, con todos los locales de coches usados que flanqueaban la calle. Pero aquello no parecía Fulton Avenue.
No. Se estaban dirigiendo al hospital donde su madre estaba ingresada…
–¿A dónde vamos? –le preguntó.
Al detectar la alarma en su voz, él respondió:
–Tranquila. Pensé que podríamos pasar por aquí para que vieras a tu madre, y quizá dejarle un pequeño regalo. Si no te sientes con ánimos, podemos visitarla solo unos pocos minutos. Pero solo si tú te sientes con fuerzas.
El corazón de Sophia empezó a dispararse. Resultaba difícil ir allí, ver a su madre en aquel escenario. Elaine era tan distinta de la mujer que había sido antes… Para empeorar las cosas, Sophia temía que pudiera desarrollar el mismo tipo de enfermedad mental y enfrentarse a un futuro parecido. Los recuerdos de la deslavazada y angustiante conversación que había mantenido con ella en Acción de Gracias habían acentuado mucho más la ansiedad que sentía.
Pero cuando miró a Ted, él añadió:
–Yo estaré a tu lado –y de alguna manera aquello le proporcionó el coraje necesario para comprar unas flores de pascua y algunos bombones y trasponer aquellas puertas.
La visita a la madre de Sophia se reveló tan dolorosa como Ted había temido. Mientras estuvieron allí, la mujer no había tenido casi un solo momento de lucidez. No pareció afectarle que tuviera visitantes, probablemente porque no los reconoció. Estuvo divagando incesantemente sobre todo tipo de cosas, incluida su ropa interior, cosa que avergonzó a Sophia y llenó la mente de Ted con imágenes que no quería ver. Intentó comerse las flores de pascua e ignoró los bombones, pese a que estaba obsesionada con la máquina expendedora, especialmente con las barritas de chocolate. Sophia no dejó de darle billetes de dólar para que ella pudiera introducirlos en la «ranura mágica», como ella la llamaba. Se comió cuatro de aquellas barritas en veinte minutos.
Al poco rato, Ted se estaba reprochando a sí mismo haber llevado a Sophia al hospital. Cuando se le ocurrió la idea, había estado esperando que se produjera aunque solo fuese un momento especial, un destello de amor de la madre hacia la hija. Sabía lo que eso significaría para una mujer que había perdido tantas cosas como Sophia. Pero a aquellas alturas pensaba ya que tendrían que marcharse sin aquel momento especial, sobre todo desde que el comportamiento de Elaine se estaba volviendo cada vez más errático y las enfermeras se pasaban cada pocos minutos, como si estuvieran preocupadas por la deriva de la situación.
–Puede que se ponga violenta –les advirtió una de ellas con tono suave–. Eso no suele ocurrir, pero deberán estar preparados.
Cuando Sophia tuvo que usar la sala de descanso y dejó a Ted a solas con Elaine, él no pudo dejar de retorcerse en su asiento. Había supuesto que podría manejar la situación, que su tranquilidad ayudaría a Sophia a sobrellevarla. Pero en aquel momento estaba convencido de encontrar la condición de Elaine tan angustiosa como la propia Sophia. Intentó hablar con ella, contarle lo que había hecho Skip y la desesperación con que su hija necesitaba escuchar una palabra amable, pero ella no le prestaba atención. Seguía meciéndose hacia adelante y hacia atrás mientras balbuceaba incoherencias. Hasta que se levantó, volvió donde la máquina expendedora y empezó a menearla.
Parecía olvidada incluso de que Ted estaba allí, pero él carraspeó, recordándoselo, y ella volvió a la mesa.
–¡Dinero! –exigió.
A Ted no le importaba entregarle unos pocos billetes, pero le preocupaba dejarle comer tantas barritas de una sola vez. Temía que pudieran sentarle mal. ¿Y si descubría que los bombones que habían llevado eran tan deliciosos como las barritas que estaba sacando de la máquina? Se comería la caja entera además de todo lo que había comido ya.
–Le diré una cosa –dijo–. Si, cuando vuelva Sophia usted le da un abrazo y le dice que la quiere, le dejaré dinero suficiente para que pueda comprarse una barrita cada día durante mucho tiempo.
–¡Dinero! –exigió, como si él no hubiera dicho nada.
–¿Me ha oído? –preguntó–. ¿Lo hará? Sé que puede hacerlo –en realidad no lo sabía, pero confiaba en animarla. De todas las cosas que podía regalarle a Sophia, por Navidad o cuando fuera, pensaba que aquella sería la más importante.
Sus ojos oscuros le estudiaron como si fuera la primera vez que le veía en su vida.
–¿Quién eres tú?
–Ted Dixon.
–¿Has venido a matarme?
–Por supuesto que no.
–Pareces malo.
–Lo siento.
–¿Por qué estás aquí?
–He venido con su hija. Antes salíamos juntos. ¿No se acuerda?
–Yo no tengo ninguna hija –dijo como si estuviera cansada de oír lo contrario y como si tampoco quisiera una.
No pudo menos que preguntarse si se habría convencido a sí misma de que no tenía ninguna porque eso aliviaba el dolor de aquellos momentos en que volvía a su «verdadero ser» y recordaba todo lo que había perdido. O si realmente creía, de manera fehaciente, que no tenía ninguna hija. Quizá resultara igual de difícil para Sophia, o incluso más, que Elaine terminara recordando y le suplicara que la sacara del hospital. Esbozó una mueca cuando reflexionó sobre lo impotente que se habría sentido él si hubiera sido su madre la que se encontrara allí.
–Sí que la tiene –insistió–. Se llama Sophia.
–Me gusta ese nombre –dijo ella.
La puerta se abrió cuando volvió Sophia, y él empujó los bombones hacia Elaine para distraerla. No quería que ella repitiera que no tenía ninguna hija, o que le gustaba el nombre de Sophia como si no lo hubiera oído antes.
–Quizá le apetezca uno de estos bombones.
Ella apartó la caja de un manotazo, tirándola casi al suelo, y lanzó una anhelante mirada a la máquina expendedora. Fue entonces cuando Ted decidió que había llegado la hora de rendirse. Él había hecho todo lo posible. Contemplar aquella escena ya era bastante angustiosa: no podía ni imaginarse lo que estaría sintiendo Sophia. Había querido ayudar, pero temía haber hecho lo opuesto. Esperaba que aquello no le provocara una caída en picado.
–Será mejor que nos marchemos o no tendremos tiempo de comprarte un coche –le dijo.
Planeaba llevarla a una reunión de Alcohólicos Anónimos antes de volver a casa, pero cuando le puso una mamo a la espalda para empujarla suavemente de la habitación, su madre se levantó de golpe y gritó:
–¡No te vayas!
El pánico de su voz les tomó a los dos por sorpresa.
–¿Mamá? –Sophia abrió mucho los ojos, desconfiada.
Nervioso por lo que Elaine pudiera contestar, Ted contenía el aliento.
–Te quiero –dijo Elaine, y luego le miró a él como buscando su aprobación. No había sido una ejecución perfecta de lo que le había pedido antes. Había habido menos sentimiento en aquel «te quiero» que en el «no te vayas» de antes, y ningún abrazo, pero Ted adivinó que Sophia no había oído aquellas dos palabras de labios de su madre en mucho, mucho tiempo.
–Yo también te quiero –susurró.
Afortunadamente, en el momento en que Sophia se emocionó, Elaine pareció comprender que la correcta reacción a sus lágrimas era la ternura. Su expresión se suavizó y una vaga sonrisa asomó a sus labios. Todo ello tuvo el aspecto suficientemente normal como para animar a Sophia a dar un paso y abrazarla.
Elaine no dijo mucho más, pero tampoco intentó romper el abrazo. Parecía confusa.
Tomando a Sophia de la mano, Ted la sacó de la habitación. Se alegró de hacerlo. Mientras se marchaban, pudo oír a Elaine gritando que quería el dinero, pero Sophia estaba tan impresionada por lo que acababa de suceder que no parecía capaz de interpretarlo. Cuando llegaron hasta el coche, él le dijo que se había olvidado las llaves en la habitación y volvió.
Elaine estaba tan alterada que las enfermeras habían tenido que retenerla, pero se tranquilizó en el preciso instante en que él regresó y sacó el dinero prometido.
–Gracias –le dijo Ted mientras le ponía en la mano los cien dólares. Se dirigió a las enfermeras–. Encárguense por favor de que saque una barrita de la máquina cada día durante todo el tiempo que le dure el dinero. Y permítanle que saque ella misma la barrita.
–Se le caerán los dientes –dijo la enfermera, pero… ¿de qué otro recurso disponía aquella mujer para disfrutar en la vida?
–Se lo ha ganado –repuso él–. Feliz Navidad, Elaine. Acaba usted de hacer una cosa maravillosa. Se lo agradezco.
–¡Te quiero! –gritó Elaine detrás de él como si así pudiera conseguir más dinero, y Ted rio entre dientes.