Capítulo 1
El marido de Sophia Debussy se había ido. Estaba… desaparecido. No aparecía por ninguna parte. Con sus noventa pies de eslora, el Legado era un yate grande… Skip nunca compraba nada que no fuera lo mejor… pero no tanto como para que se perdiera en él. Su tripulación de seis miembros acababa de ayudar a Sophia y a su hija de trece años a registrar hasta el último centímetro cuadrado del barco.
Aparte de su teléfono móvil, que no respondía, las cosas de Skip estaban donde debían estar, solo que él no.
Recogiéndose su larga melena, Sophia guiñó los ojos contra el reflejo del sol en el agua, intentando distinguir la costa de Brasil a unas pocas millas a estribor. ¿Sería posible que su marido se hubiera zambullido para un baño tempranero y hubiera acabado llegando a tierra?
Era una posibilidad, aunque remota. ¿Por qué se habría ido solo? Hacía un día demasiado ventoso para disfrutar de la playa. Y aunque había hecho negocios por todo el mundo, nunca había oído que conociera a alguien en Río de Janeiro.
Además, había planeado aquel viaje por su decimotercero aniversario de boda, porque quería pasar tiempo con la familia. Sophia no podía imaginarse que estuviera trabajando, no cuando supuestamente aquellas vacaciones iban a servir para empezar de cero, para salvar su problemático matrimonio. Le había dicho que no aceptaría ni una llamada de teléfono. Si le hubiera hecho aquella promesa únicamente a ella, Sophia no se habría fiado. Él ya le había dicho aquellas cosas antes y no las había cumplido. Pero también se lo había prometido a su hija, y Alexa y él estaban muy unidos.
Entonces… ¿dónde estaba?
Sophia contempló el agua. ¿Se habría caído por la borda y ahogado en el agitado océano Atlántico?
El pensamiento le provocó una punzada de alivio. Era macabro desear la muerte a alguien, pero solo si Skip desaparecía para siempre podría ella escapar de él. Había vivido con Skip el tiempo suficiente como para saber que nunca la dejaría marchar de buen grado. Se lo había dicho él mismo.
En el momento en que Alexa se acercó a la barandilla para situarse a su lado, la culpa ocupó el lugar del alivio que había estado sintiendo. Su pobre hija podía haber perdido a su padre. ¿Cómo podía ella alegrarse de algo así?
–¿Qué ha pasado, mamá? –preguntó Lexi, con sus enormes ojos azules llenos de lágrimas.
Sophie pasó un brazo por los finos hombros de su hija.
–No lo sé, corazón –seguía rebobinando mentalmente las últimas veinticuatro horas, pero no lograba identificar nada fuera de lo normal. Skip se había acostado la noche anterior a las once, como siempre. Había reclamado sexo, como siempre. Cuando estaba con ella, insistía en conseguir algún favor sexual como poco una vez al día. Ella estaba segura de que se acostaba con otras mujeres cuando viajaba, sobre todo cuando se ausentaba por una semana o más tiempo. Pero ella nunca había intentado controlarlo. Cuando él estaba en casa, ella simplemente hacía lo que tenía que hacer para tener la fiesta en paz, para sobrevivir. Sabía cómo reaccionaba él cuando ella se negaba. Cuando no la pegaba, podía permanecer enfurruñado durante días.
Si no hubiera sido por la vergüenza de tener que contarle a todo el mundo, incluida su hija, que se había tropezado contra una puerta, o frenado en seco y golpeado contra el volante del coche, lo del enfurruñamiento lo habría odiado más. A veces duraba todavía más que los moratones.
Alexa se enjugó las mejillas húmedas por las lágrimas.
–¿De verdad que no te acuerdas de cuándo se levantó esta mañana?
Ya habían hablado de aquello. Sophia no se acordaba. Ella no se levantaba tan temprano como él. Skip no le había permitido nunca tener un empleo. En un día de colegio, solía volverse a la cama después de que se marchaba Alexa, y se quedaba allí hasta las diez o así. Luego se levantaba lentamente, se ocupaba de su aspecto, que siempre era tan importante para Skip, y se pasaba el día bebiendo. El alcohol era la única cosa capaz de embotar su decepción, para no hablar del aburrimiento, con la que convivía cotidianamente.
Pero también le proporcionaba a Skip un arma que usar contra ella, cada vez que la necesitaba.
«Yo creía estar viviendo algo especial cuando me casé contigo. Eras alguien, ¿recuerdas? La hija única del alcalde. La chica más popular del instituto. Y ahora mírate. No eres más que una borracha perezosa».
Intentó enterrar aquellas odiosas palabras en el fondo de su mente, allá donde residían. La hacían desear un gin tonic, pero era demasiado temprano para eso. De todas formas no podía tomar ninguno, se recordó. No solamente acababa de pasar treinta días en rehabilitación, tal como le había prometido a Skip como parte de su «comienzo de cero»: esa vez había dejado para bebida para siempre. Él la había amenazado con ingresarla en una institución psiquiátrica, como aquella en la que estaba internada su madre, si no lo hacía. No estaba segura de cómo se las arreglaría para hacerla pasar por loca, pero no dudaba de que podría hacerlo. El estado mental de su propia madre, el dato de que hubiera una enfermedad mental en la familia, no trabajaba precisamente en su favor.
–¿Mamá? –preguntó Lexi.
Sophia se obligó a salir del remolino de sus pensamientos.
–No me despertó, cariño. Lo siento. Y tampoco me dijo que se marchaba. Me habría acordado.
–¿Estás segura? Él dice que te olvidas de las cosas. Que, si pudieras, vivirías dentro de una botella.
A menudo la criticaba con Lexi. Él era el padre fantástico que siempre le estaba haciendo extravagantes regalos. El padre que le había prometido a Lexi un Porsche por su decimosexto cumpleaños. Nunca tenía que alzar la voz para insistir en que hiciera los deberes, se terminara la cena o mejorara sus notas, porque él nunca estaba el tiempo suficiente con ella.
–He dejado de beber –dijo Sophia en voz baja–. Fue por eso por lo que estuve fuera, ¿recuerdas? Cuando tú tuviste que quedarte con los abuelos.
Alexa no siguió con aquella vieja discusión. Estaba demasiado perpleja por la desaparición de su padre.
–Es que es todo tan… raro.
–Es raro –Sophia sabía que tanto el capitán como la tripulación estaban de acuerdo en aquello. Les había oído preguntarse unos a otros si alguien había visto al señor DeBussi en cubierta durante las horas de madrugada. Nadie le había visto. Ni tampoco habían sabido nada de él. Pero con el motor en marcha y las olas chocando contra el casco del barco, ¿alguien se habría dado cuenta si se hubiera caído por la borda?
–Sigo pensando que tiene que estar en alguna parte –vestida con unos vaqueros cortos y un top blanco, Alexa se apoyó en la barandilla mientras sus ojos tristes barrían la cubierta, el bar, las escaleras que se perdían en el puente–. Estoy tan preocupada…
Sophia no quería que su hija tuviera que aceptar todavía lo peor. No quería que sufriera. Alexa era la única razón por la que había seguido con su desgraciado matrimonio. Skip le había dicho que nunca más volvería a ver a su hija si ella se marchaba, y Sophia le creía. Con su propia madre diagnosticada como esquizofrénica y su padre muerto, no tenía a nadie.
–Puede que aparezca.
Una lágrima rodó por la mejilla de Lexi.
–Pero ya oíste al capitán. Dijo que era imposible que papá hubiera alcanzado la costa. Nadie podría llegar nadando tan lejos.
El capitán podría haber tenido razón si se hubiera referido a cualquier otro. Pero él no conocía a Skip, no como ella. Skip podía hacer cualquier cosa que se empeñara en hacer. Sophia nunca había conocido a nadie con una voluntad tan fuerte. Ni a nadie tan controlador.
Dio un abrazo a su hija.
–Hemos contactado con el consulado de los Estados Unidos, y ellos han avisado a la policía. Atracaremos en Río a esperar mientras registran la ciudad y las playas. No nos marcharemos sin él. No renunciaremos a la esperanza tan pronto.
La cabeza de Alexa chocó contra el pecho de Sophia mientras asentía, pero obviamente estaba haciendo verdaderos esfuerzos por creer que aquellas medidas podían servir para algo. Ella no se imaginaba a su padre saltando del barco en mitad de la noche y nadando hasta la costa. Y Sophia tampoco.
El capitán se aproximó a ellas.
–Hemos asegurado un punto de atraque en la marina de Gloria, señora Debussy –dijo–. Deberíamos llegar a puerto en menos de media hora.
–Gracias, capitán Armstrong.
Su asentimiento tuvo el mismo efecto que un saludo militar. Se dispuso a volverse, pero se detuvo.
–¿Hay algo más? –le preguntó ella.
–Yo solo… quería advertirla.
Un estremecimiento la congeló a pesar de la temperatura de casi cuarenta grados.
–¿Sobre?
–La policía. Cuando hablé con ellos por radio, ellos… ellos me preguntaron si… –se aclaró la garganta mientras sus ojos volaban hacia Alexa, y ella empujó suavemente a su hija hacia las escaleras.
–Alexa, ¿por qué no vas abajo y revisas nuestro dormitorio una vez más, quieres? Asegúrate de que todo lo de papá está ahí, incluso sus útiles de afeitado.
–Sabemos que está ahí –protestó.
Sophia le dio otro pequeño empujón.
–Revísalo otra vez, ¿quieres?
Reacia, su hija se dirigió a las escaleras, mirando ceñuda por encima del hombro antes de desaparecer.
–¿Qué pasa, capitán Armstrong? –preguntó Sophia.
–Me hicieron preguntas sobre su matrimonio, señora Debussy. Si los había visto discutir a los dos, esas cosas.
Él no le había visto discutir con ella. Nadie lo había hecho. Skip mantenía siempre las apariencias a toda costa. Su reputación como hombre de éxito que lo tenía todo significaba para él mucho más que algo tan maleable como era la verdad. Nunca se ponía violento cuando alguien más estaba cerca, y eso incluía a Lexi. Si se enfadaba, simplemente castigaba a Sophia después.
Pero alguien astuto podía sin duda percibir la tensión. Sophia le tenía verdadero terror. Incluso cuando Skip no se mostraba abiertamente como un maltratador, ella tenía que soportar sus numerosas represalias, tan pequeñas como perversas.
–¿Y usted que les dijo? –el corazón le latía tan rápido que temió que él pudiera escucharlo. A Skip no le habría gustado aquella intrusión en sus vidas personales, pero entonces, ¿por qué la había dejado tan vulnerable a aquel riesgo?
–Que yo no sabía nada sobre su vida privada. Pero… quiero asegurarle que, aunque lo hubiera sabido, no les habría dicho nada.
Sophia encontró reconfortante su lealtad, sobre todo porque nunca había contado con ella. No lo conocía, apenas había hablado con él. No importaba que fuera lo suficientemente mayor como para ser su padre, o que estuviera casado. Su marido era demasiado celoso. Cualquier interacción con ella por parte del capitán habría puesto en peligro su trabajo.
–Gracias, capitán Armstrong.
–De nada. Tengo el máximo respeto por usted, señora DeBussi, pero…
Sophia se ciñó el vaporoso pañuelo blanco que hacía juego con su entallado vestido de verano.
–¿Sí?
Él bajó la voz.
–Deberá estar preparada. Le preguntarán a usted lo mismo.
De repente comprendió el motivo por el cual le estaba diciendo aquello.
–¿No querrá decir…? ¿Ellos no pensarán que yo he podido hacer algún daño al señor DeBussi? –la ironía de que cualquiera la considerara a ella sospechosa de hacerle daño a Skip casi la hizo reír.
–Tienen que descartar esa posibilidad.
Podía entender la razón, por supuesto. ¿Pero cómo podría convencerlos? Aunque el consulado de los Estados Unidos estaba de su lado, ella tendría que lidiar con una policía extranjera; ni siquiera hablaba su lengua. ¿Y si la detenían?
Su cara debió de haber traicionado su pánico, porque el capitán la tomó de un codo y la llevó hasta un diván. No era algo que él se hubiera arriesgado a hacer en presencia de su marido, pero ella se sintió agradecida por aquella amabilidad.
–No serán capaces de demostrar nada, señora DeBussi –le dijo–. Simplemente necesitará mantenerse firme y fuerte.
¿No serán capaces de demostrar nada? ¿Qué significaba eso? ¿Que él sospechaba de ella… pero no la culpaba? No se atrevió a pedirle que se explicase. Forzando una sonrisa, repuso:
–Por supuesto.
Ojalá pudiera mantenerse «fuerte». Ella había sido fuerte una vez, incluso voluntariosa y rebelde. Se arrepentía de muchísimas cosas de aquellos años, tantas que había estado purgando sus pecados desde entonces. Pensó que vivir con Skip era como una parte de su penitencia. Pero la única cualidad de aquel entonces que lamentaba no haber conservado era su espíritu luchador.
Quizá ese espíritu siguiera aún presente en ella, en alguna parte. Pero tener una niña la había dejado completamente inerme.