CAPITULO VIII

Erskine Saroyan contempló, durante unos segundos, el lugar de su anatomía turgente que le mostraba la mujer que estaba frente a él.

—Y ahora, ¿me cree? —le preguntó, desafiante, Martha Bromfield—. ¿O quizá necesita aún otra prueba?

Erskine no respondió. Sus ojos seguían fijos sobre la piel blanca de la mujer, como si se sintiera incapaz de creer lo que estaba viendo.

Muchas veces había tenido el cuerpo de Elsie Bromfield entre sus brazos y sus dedos lo habían acariciado.

Recordaba perfectamente la pequeña cicatriz, redonda y sonrosada, que la punta afilada de una navaja había dejado debajo de su seno izquierdo.

—No es posible —murmuró, incrédulo—. Todo esto es una ilusión...

Martha Bromfield recompuso su destrozado vestido.

Estaba más serena y segura de sí misma que hacía unos minutos.

Sin saber por qué, tuvo la impresión de que aquel hombre era muy distinto a los que la habían secuestrado en Las Cabañas.

—No es ningún espejismo —le dijo—. Simplemente, ocurre que Elsie, y yo somos hermanas gemelas. Nuestro físico es idéntico; desde niñas, siempre nos han confundido...

Aquello explicaba muchas cosas. Erskine se pasó la mano por los ojos, y se dijo, con rabia, que todo volvía a estar como al principio.

—¿Por qué busca a mi hermana? —quiso saber Martha Bromfield—. ¿Qué le ha hecho? La odia mucho, ¿verdad?

Iba a responderle cuando algo le hizo observar el exterior, a través de una de las ventanas.

Vio cómo dos hombres se deslizaban rápidamente entre las vagonetas situadas a la entrada de la galería minera.

—¡Ya están ahí! —anunció a Martha Bromfield, desenfundando el “Colt"—. Llegaron antes de lo que pensé...

Apenas había dicho aquello, cuando oyeron la voz de Johnny Skeeter:

—¡Estáis rodeados! No tenéis ninguna posibilidad de salir con vida de aquí... ¡Os daremos quince segundos para que salgáis con las manos en alto!

Martha Bromfield palideció, al reconocer la voz del pistolero. El recuerdo de todo lo ocurrido en la cabaña del rancho Badland le hizo exclamar:

—¡Esos hombres son capaces de hacer lo que dicen! ¡Son un puñado de indeseables! Creo que asaltaron el ferrocarril...

—¡Apártate de la ventana! —Erskine siguió tuteándola, como antes, aunque ahora su voz había perdido la hostilidad anterior—. No tardarán en disparar.

Mientras esperaba que lo hicieran, estudió rápidamente su situación. Necesitaba burlar el cerco de los cinco pistoleros y salir con vida de allí, para continuar la persecución de Elsie Bromfield.

—Por favor, tenga cuidado, señor...

—Puedes llamarme Kine —le dijo, sin mirarla. Estaba atento a los movimientos de los cinco hombres del exterior—. Y no te preocupes. Saldremos de aquí...

Un proyectil se estrelló contra el medio cristal que cubría la ventana, obligándoles a protegerse detrás de la pared de troncos para no ser heridos por los trozos cortantes.

Inmediatamente, volvió al hueco para disparar por tres veces consecutivas contra el único tirador que se hallaba al descubierto.

Tyne salió rebotado hacia atrás, con la cabeza reventada por el proyectil del marshal.

—Un enemigo menos —comentó, aprestándose a recargar su arma.

El fuego se hizo más intenso. Los cuatro pistoleros habían centrado su puntería en la cabaña ocupada por el marshal y la mujer, confiados en su superioridad numérica.

—Tenemos que salir de aquí. Si esto se prolonga, ellos llevan todas las ventajas...

Se acuclilló junto a Martha Bromfield, haciendo recuento de los proyectiles que aún le quedaban, mientras el interior de la cabaña seguía batido por los proyectiles procedentes del exterior.

—¿Cómo vamos a conseguirlo, Kine?

—Creo que la suerte ha venido a ayudarnos. No te muevas de ahí...

Se arrastró hasta el extremo opuesto del barracón para comprobar dos cosas que le habían llamado la atención.

De un puntapié, hizo saltar dos troncos carcomidos por el sol y el viento, dejando un espacio suficiente para que pasaran sus cuerpos al otro lado.

Después se acercó hasta un par de cajas apiladas en la esquina de la barraca.

—Esperemos que no estén vacías —se dijo, abriendo la primera de ellas—. Quizá en la otra...

Skeeter y sus hombres seguían disparando desde el otro lado de la explanada, aunque el prolongado silencio de su rival les hizo pensar en él final de la lucha.

—Este bastardo no volverá a engañarnos —exclamó Skeeter—. Seguro que está esperando a que nos. acerquemos para volarnos la cabeza.

—De todas formas, se puede intentar... —sugirió Hampshire—. Podemos acercarnos por aquel lado.

—¡Adelante! Jake y yo os cubriremos desde aquí...

Martha Bromfield vio cómo dos hombres se alejaban, a la carrera, de las vagonetas.

—¡Vienen hacia acá, Kine! —avisó al marshal—. Uno por cada lado...

Hampshire empleó unos segundos más que su secuaz en alcanzar el primer parapeto.

Y eso le costó la vida.

Erskine Saroyan se lanzó hacia la ventana. Apenas precisó la puntería al disparar contra el cuerpo del hombre que estaba a punto de ocultarse tras una pila de maderos.

Le vio caer hacia atrás, con los brazos abiertos en cruz, antes de doblar las rodillas y quedar atravesado sobre uno de los raíles.

—Esto nos ayudará a desembarazarnos de esos coyotes —comentó Erskine—, Ha sido tina suerte que se olvidaran de llevárselos.

Martha Bromfield vio que tenía en la mano tres cartuchos de dinamita.

—Ahora sólo espero que aún estén en buenas condiciones —le dijo, comprobando el estado de las mechas—. Saldremos por aquel agujero. Los caballos están junto a la boca de la galería.

Esperó hasta que Martha Bromfield alcanzó la improvisada salida. Tuvo que ayudarla a pasar al otro lado, a través del agujero practicado en la pared, temiendo que, en cualquier momento, se presentara alguno de los pistoleros.

Orlando había alcanzado la pared delantera del barracón. Con el “Colt” amartillado, fue acercándose, paso a paso, a la puerta.

Una vez más, el pésimo estado de la construcción permitió a Erskine Saroyan adelantarse a las intenciones de su rival.

Los troncos, separados entre sí, dejaban pasar las sombras del exterior.

Se aproximó al hueco y preparó su arma. Tuvo que esperar a que los dos tiradores apostados entre las vagonetas dejaran de disparar.

Supo que aquél era el momento en que el tercer individuo se lanzaría a la puerta.

Pasó un segundo. Dos. Tres...

El cuerpo de Orland se recortó al contraluz del ventanal. Sus ojos se encontraron entonces con los del marshal.

Pero la sorpresa benefició a éste. Apretó el gatillo, y el plomo rugiente se hundió en el corazón del rufián, que desapareció de su vista, con un grito ronco.

Johnny Skeeter soltó un juramento, al tiempo de abrir fuego de nuevo contra la ventana del barracón.

Sus balas se perdieron en el vacío.

—¡Tenemos que acabar con ese bastardo! —se impacientó Jake—, De lo contrario, será él quien acabe con todos nosotros...

—Tiene los minutos contados —aseguró Johnny Skeeter, metiendo nueva munición en su revólver.

Al otro lado del barracón, fuera de la vista de los pistoleros, Erskine Saroyan y Martha Bromfield estaban ya sobre la silla de los caballos.

—No quiero que te muevas de aquí hasta que yo venga a buscarte —le ordenó el marshal, preparando los cartuchos de dinamita.

—¿Qué vas a hacer, Kine?

—Quitar el último obstáculo que se levanta en nuestro camino —le mostró los cartuchos de dinamita—. Y esto va a ayudarnos...

Llevaba los explosivos en una mano, con la mecha ya encendida consumiéndose pulgada a pulgada, y en la otra el “Colt” amartillado.

De improviso, surgió entre la barraca y uno de los cobertizos, a pleno galope, disparando sin cesar contra la posición que ocupaban, los dos rufianes.

Johnny Skeeter y Jake se vieron obligados a agacharse para evitar la rociada de plomo que estaba cayendo sobre ellos.

—¡No hay que dejarle escapar! —masculló Skeeter, revolviéndose hacia su adversario—. Me pregunto dónde habrá dejado a Elsie...

Vio cómo el caballo de su adversario cruzaba velozmente a menos de diez yardas de las vagonetas que le servían de parapeto, en medio de una nube de polvo, mientras algo salía despedido de su mano.

Fue demasiado tarde cuando se dio cuenta de lo que se trataba. Reconoció los cartuchos de dinamita, un segundo antes de que se estrellaran a sus pies, precisamente cuando la ignición de las mechas llegaba a su fin.

Erskine Saroyan tuvo que sujetar con fuerza al caballo para que éste no se encabritara, al sentir temblar el suelo bajo sus pezuñas.

El ruido de la explosión le dejó sordo durante unos segundos. Cerró los ojos para evitar que la nube de polvo y humo le cegara, al tiempo de sentir cómo volaban en torno suyo algunos pedruscos y trozos de hierro.

Cuando la atmósfera se hizo de nuevo transparente, pudo contemplar un agujero en el lugar en donde minutos antes se encontraban sus dos adversarios.

Martha Bromfield le esperaba, intensamente pálida, agarrada al arzón de la silla.

—Ya está todo bien —le dijo, reuniéndose con ella—, Tenemos el camino libre.

—¿Hacia dónde, Kine?

—Lo primero es salir de aquí —le dijo él—. Supongo que alguien te estará esperando en Las Cabañas, ¿no?

No llegó a ver el gesto negativo de Martha Bromfield, pues, antes, su atención se quedó fija en el destello metálico que acababa de producirse a la izquierda de la explanada.

Sacó los pies de los estribos y arrancó a la muchacha de la silla, rodando con ella por el suelo, mientras una bala silbaba sobre el cuero de la montura.

Desde tierra, manteniendo a Martha protegida con su cuerpo, sacó el revólver y respondió a la traidora agresión.

Hampshire se retorció sobre un charco de sangre, perdiendo definitivamente el dominio de su arma, antes de quedar rígido para siempre.

—Estas víboras son capaces de clavar su veneno hasta después de muertos. ¿Te has lastimado?

—Estoy bien, Kine, gracias —dijo ella, limpiándose el polvo del maltrecho vestido—. Esto no es nada, comparado con lo que llegué a temer que me ocurriría...

—Te trataron muy mal esos hombres, ¿verdad? —le preguntó, contemplándola con ternura. Se sentía culpable—. Yo también fui demasiado brusco contigo.

Martha enrojeció, al recordar lo ocurrido en el barracón de la mina.

—Me basta con saber que ahora no me crees mi hermana Elsie...

—¿Qué sabes de ella? ¿No puedes decirme dónde está?

—¿Para qué la buscas? ¿Por qué la odias de esa forma?

—Quizá algún día te lo cuente, Martha —prometió él, llevándola a montar de nuevo—. Pero, por ahora, prefiero que lo ignores todo.

Se preguntó cómo podrían caber dos almas tan diferentes en cuerpos tan idénticos.

—Esos hombres la buscaban porque Elsie se había llevado el dinero que robaron al ferrocarril —le explicó Martha—. Se lo oí comentar, antes de que tú llegaras...

—Sí, tu hermana pertenecía últimamente a la cuadrilla de Telly Borman. Al parecer, los dos eran muy buenos amigos, y se entendían perfectamente...

—Esos hombres también mencionaron a Telly. Pensaban que mi hermana le habría matado para quedarse ella sola con todo el dinero...

Hundió la cabeza en el pecho y, durante unos segundos, permaneció silenciosa, con el gesto contraído por el dolor, como si el recuerdo de su hermana le hiciera daño.

Erskine Saroyan recordó lo que Walt T. Brown le había dicho sobre los repetidos robos a la Compañía del Ferrocarril de Colorado.

—Nunca se conformó con lo que tenía —se dijo a media voz, pensando en la mujer que había conocido en Southville.

Martha Bromfield volvió a hablar:

—Lo que no entiendo es cómo vinieron a Las Cabañas, en mi busca. Hace muchos años que Elsie no pasa por aquí y, sin embargo...

Se interrumpió, quedando pensativa unos segundos.

—Y sin embargo, ¿qué? —se impacientó el marshal.

—Es extraño —respondió Martha Bromfield, con la mirada perdida en la lejanía—. Dijeron que habían seguido mi rastro hasta Las Cabañas...