CAPITULO IV

Erskine Saroyan dejó el caballo al otro lado de la calle, sujeto al amarradero de la barbería.

Llevaba las ropas cubiertas de polvo y en su rostro sin afeitar se reflejaba el cansancio de las últimas jornadas pasadas sobre el caballo.

Apenas se había detenido para conceder al animal el mínimo descanso necesario.

Su único pensamiento, desde el momento de dejar el palacio del gobernador, en Denver, había sido llegar cuanto antes a Las Cabañas.

Allí tenía una cita, a la que iba a acudir con dos años de retraso, pero a la que nada ni nadie le haría renunciar.

Apenas había comido ni bebido durante aquellos días. Sólo un nombre y un lugar ocupaban su mente.

Elsie Bromfield, la mujer que le había engañado dos años atrás, obligándole a cometer el trágico error cuyas consecuencias habían sido las muertes de un puñado de criaturas inocentes.

Desde entonces, el recuerdo de lo ocurrido en Southville era como un hierro candente que le quemara lentamente el corazón.

Su vida se había roto para siempre aquel día aciago; ahora era sólo un hombre obsesionado por un doloroso sentimiento de culpabilidad.

Una culpa que sólo sería expiada cuando encontrara a Elsie Bromfield...

—Tengo que llegar a Las Cabañas antes de que esa mujer desaparezca de nuevo. ¡Esta vez no puede escapárseme!

Muchas veces, en los meses anteriores, había creído llegar hasta ella, dar con su paradero, capturarla para que, de una vez por todas, pagara sus culpas.

Pero hasta entonces no lo había conseguido.

En cambio, ahora...

Erskine Saroyan apretó los dientes con rabia al recordar los motivos por los que estaba persiguiendo a Elsie Bromfield.

Y la pesadilla de Southville acudió, una vez más, a su mente, mientras los cascos del caballo golpeaban la tierra reseca de Colorado...

A su alrededor, el paisaje iba cambiando lentamente —ríos, quebradas, cañones...—, aunque Erskine Saroyan no viera otra cosa que aquel resplandor rojizo que, poco a poco, iba tomando incremento ante él.

Su gesto tenía la dureza del granito. Y sus labios se movieron lentamente para lanzar una atormentada pregunta al vacío:

—¿Por qué tuvo que suceder aquello? ¿Por qué?

* * *

Todos aquellos hombres confiaban en él. Lo sabía. Y precisamente por eso le habían seguido, cuando les pidió que le acompañaran.

Ninguno de ellos conocía, entonces, sus motivos. Pero él sabía que actuaba correctamente.

Habló con sinceridad a los hombres que acudieron a su llamada:

—¡Esta es nuestra oportunidad, amigos! Si es cierto que todos deseáis ver a Billy Hopkins colgado, debéis seguirme. ¡Ese miserable está ahora al alcance de nuestras manos!

Todos habían aceptado su plan, sin formular más preguntas.

Y media hora más tarde, Southville se quedaba prácticamente vacío —sólo las mujeres, los niños y algún viejo que ya no podía empuñar las armas, transitaban por sus calles—, mientras la partida capitaneada por el marshal se alejaba al galope, en dirección a la Boca del Diablo.

—¿Está seguro de que daremos con ellos, marshal? —quiso saber el boticario, emparejando su caballo al de Erskine Saroyan.

—De no ser así, no les habría hecho salir del pueblo.

—¡El marshal tiene razón, Timothy! —gritó el herrero—. No me importaría pasarme el resto de mis días sobre la silla de montar, con tal de ver a Hopkins bailar al extremo de una buena soga.

Durante dos horas habían cabalgado en dirección al lugar dónde la cuadrilla de Billy Hopkins tenía instalado su campamento.

Erskine estaba seguro de sorprenderlos.

“No les daremos tiempo a empuñar las armas. Antes de que disparen un solo tiro, estarán todos atados sobre la silla de sus caballos”, pensó, sintiendo que la impaciencia le hacía espolear su montura.

Toda la zona temía las incursiones de los pistoleros encabezados por Hopkins, y su único deseo, desde hacía varios meses, era librar a las gentes honradas de aquella pesadilla.

Ahora, después de pasar algunas semanas en Southville, creía estar a punto de conseguirlo.

—Nuestra ciudad se hará famosa en todo el estado —comentó el encargado del almacén, agarrándose con todas sus fuerzas al arzón de la silla—. ¡Nosotros acabaremos con Hopkins!

—¡Es para sentirse orgulloso! —asintió Timothy, emocionado—. No sería nada de extrañar que nos felicitara el gobernador.

Erskine Saroyan condujo a aquel puñado de hombres hasta un lugar próximo a la Boca del Diablo.

Desmontaron al abrigo de unas rocas. Allí mandó atar las caballerías y ordenó que cada uno tomara su arma.

—Ahora será mejor que permanezcan callados —les dijo, para calmar su ánimo excitado—. Tenemos que sorprender a Hopkins y a sus hombres. Y necesitamos que no nos oigan llegar hasta ellos.

La partida estaba formada por pacíficos ciudadanos de Southville, quienes, al verse próximos al momento de luchar contra la cuadrilla de Topkins, no podían ocultar su nerviosismo.

El marshal comprendió que no le serían de mucha ayuda, sobre todo teniendo en cuenta su poca experiencia como luchadores.

“Al menos, su número y el ruido de sus armas servirá para impresionar a los pistoleros”, pensó:

Después se volvió al grupo. Y ordenó:

—¡Síganme en silencio! ¡Andando!

Las dos últimas millas del recorrido las hicieron entre las primeras sombras de la noche.

Al llegar a un paraje de cerrada arboleda, ya dentro de la Boca del Diablo, les hizo detenerse.

—¡No quiero que nadie se mueva de aquí hasta que yo regrese! ¿Me han entendido? Voy a acercarme a inspeccionar el terreno.

Se deslizó en medio de las sombras de la noche hasta cruzar un pequeño riachuelo que corría entre las rocas.

Al otro lado de él, y en el interior de un bosquecillo, se levantaba el campamento de Billy Hopkins y sus hombres.

Desde mucho antes de alcanzar su objetivo, Erskine Saroyan sintió una extraña sensación en la boca del estómago.

No se oía ningún ruido.

Primero fue una vaga sospecha; luego, un presentimiento...

—¡Está vacío! ¡Lo han abandonado! —exclamó, al observar la explanada, en uno de cuyos extremos se levantaban los barracones de madera, usados en otro tiempo por los forajidos—. ¡No puede ser! ¡Maldita sea!

Tenía la boca seca.

Cerró los dedos sobre la fría culata del “Colt” y apretó con todas sus fuerzas hasta que el dolor subió a lo largo de su brazo.

Entonces se dio cuenta de que todo había sido una hábil estratagema para alejarle de Southville.

En los barracones encontró restos de comida y colillas: signos inequívocos de que la cuadrilla de Billy Hopkins había abandonado el refugio unas horas antes.

Sacudió la cabeza, como si quisiera apartar la evidencia de su mente, mientras que a sus labios subía un nombre:

—Elsie Bromfield...

Y al decir aquello, la ira puso un amenazador temblor en su voz.

Corrió desesperadamente hasta el lugar donde le aguardaban los hombres de Southville.

En su carrera, a ciegas en medio de la noche, tropezó con las raíces que salían de la tierra, se golpeó con las ramas bajas de los árboles, vio cómo los zarzales desgarraban su ropa...

Llegó, al borde del agotamiento, hasta las rocas donde le esperaban sus hombres.

—¿Qué ha descubierto, marshal? —preguntó uno de ellos.

—¿Cuándo nos ponemos en marcha? —quiso saber otro.

—Seguro que esos tipos no esperan que las despertemos —apuntó un tercero, acariciando la culata de su carabina—. ¡Y lo haremos a balazo limpio!

La voz de Erskine Saroyan cortó todas las preguntas, apagó todos los comentarios:

—¡A los caballos! ¡Hay que regresar a Southville! ¡Sápido!

Sus palabras crearon un clima de confusión y desconcierto.

—¿Qué quiere decir, marshal? —inquirió el herrero—. ¿Por qué no atacamos ya el campamento de

Hopkins?

—¡Timothy tiene razón! —gritó otro—. ¡Creí que habíamos venido aquí a luchar con ese puñado de indeseables!

Erskine Saroyan estaba ya sobre la silla del caballo.

—¡Dejen ya de hablar y síganme! ¡Aquí no tenemos nada que hacer!

Varios vecinos de Southville le cerraron el paso.

—Antes tendrá que explicarnos por qué ha cambiado de idea, marshal. ¡Nosotros no tenemos miedo a esos coyotes!

—Sí, igual que ahorcamos la semana pasada a dos de ellos, colgaremos ahora al resto de la pandilla.

—¡Escúchenme todos! ¡Hemos sido engañados! Esto ha sido una trampa para sacarnos del pueblo y dejarlo indefenso durante nuestra ausencia —les gritó—. ¡Tenemos que darnos prisa! Cada minuto que pase es una nueva oportunidad que darnos a Billy Hopkins.

Sus últimas palabras fueron apagadas por la mezcla de gritos, maldiciones y juramentos de los hombres de la partida.

El marshal supo entonces que nunca olvidaría la larga galopada, bajo el manto estrellado de la noche, camino de Southville.

Compartía plenamente la inquietud y el temor de aquellos hombres, que habían dejado en el pueblo, indefensos, a sus mujeres y a sus hijos, por acompañarle a capturar a Billy Hopkins.

—Yo seré el único culpable de todo lo que haya ocurrido en Southville durante nuestra ausencia —se dijo, rabioso—. ¡Me dejé engañar como un estúpido! ¡Toda la culpa es mía!

Pero ahora de nada servía lamentarse.

Erskine espoleó una vez más a su caballo para salvar cuanto antes las millas que le separaban de la ciudad.

Se preguntó, atenazado por la inquietud, lo que habría ocurrido en ella durante su ausencia.

Un grito ronco se elevó del grupo de jinetes cuando, en la lejanía, en medio de la oscuridad de la noche, sus ojos divisaron el rojizo resplandor del pueblo en llamas.

En aquel instante, Erskine Saroyan —atormentado por su tremenda responsabilidad— se juró no descansar hasta castigar a la mujer que le había tendido aquella trampa.

Recordó el gesto aparentemente sincero, lleno de verdad, que Elsie Bromfield había puesto al pronunciar, la noche anterior, aquellas palabras:

—Encontrarás a Hopkins en la Boca del Diablo —habíale confesado, de madrugada, entre sus brazos—. Allí tiene su refugio...

Sintió deseos de abofetear a semejante víbora. Pero aquél era un castigo demasiado pequeño para la culpable de todo lo ocurrido en Southville durante las últimas horas.

Muy pronto lo supieron...

Ante sus ojos horrorizados apareció el espectáculo dantesco de la ciudad en llamas, con sus casas incendiadas y los cuerpos sin vida, salvajemente tiroteados, de decenas de mujeres y niños.

Sólo muerte, destrucción y horror por todas partes.

Y ya de madrugada, cuando la tragedia se habla consumado, las voces acusatorias, llenas de odio, de los hombres de Southville:

—¡Maldita sea la hora que confiamos en usted, marshal! ¡Nunca debimos seguirle!

—¡Nadie le pidió que viniera a Southville, marshal! ¿Por qué lo hizo?

—¿Quién nos devolverá ahora nuestras casas? Nosotros nunca le dijimos que colgara a los hombres de Hopkins en nuestra ciudad...

—¡Mire ahora a nuestras mujeres! ¡Y nuestros hijos, marshal! ¡Todo esto es obra suya, maldito Saroyan!

—Sí, debió pensar que Billy Hopkins se presentaría aquí en cuanto la ciudad quedase sin protección. Ya nos lo habría advertido, cuando ahorcamos a sus dos hombres. ¡Y ahora, bien que los ha vengado!

Erskine Saroyan no podría olvidar nunca aquellos rostros contraídos por el odio y el rencor; los puños cerrados se agitaban en torno a él...

Southville había quedado grabado para siempre, a fuego, en su cerebro.

Y junto con el recuerdo de la ciudad consumiéndose entre las llamas, el de Elsie Bromfield...

* * *

El cartel, clavado a un lado del camino, apenas era ya visible entre las últimas luces de la tarde.

Pero a la débil claridad del crepúsculo, Erskine Saroyan pudo leer un nombre: "Las Cabañas”.