CAPITULO II
Diez días antes, en Denver, Colorado, el secretario del gobernador del estado abría la puerta del despacho de éste para invitar a pasar a su visitante.
—El señor gobernador está aguardándole —le anunció.
Walt T. Brown se puso en pie, y salió, con la mano extendida, al encuentro del recién llegado.
—¡Kine, muchacho! ¡Cuánto me alegra verte!
—¿Cómo está, gobernador?
Eran viejos amigos. En realidad, Walt T. Brown y el padre de Erskine Saroyan habían llegado juntos a la frontera en los años difíciles 6n que el territorio, salvaje y apenas poblado, era recorrido por grupos de indios incontrolados.
—Siéntate, Kine —le invitó el gobernador, llevándole del brazo hasta un amplio diván en el que ambos tomaron asiento—. Y cuéntame cosas de tu vida. Hace tanto que no nos vemos...
Erskine Saroyan esbozó una sonrisa forzada. Se dio cuenta entonces que estaba perdiendo la costumbre de sonreír.
Se echó hacia atrás y miró a su interlocutor.
—Tengo pocas cosas que contarle, gobernador...
—¡Al diablo con el gobernador, Kine! Cuando tu padre vivía, no me llamabas así. Y ya sabes que esto de la política no dura eternamente...
“Otras cosas, sí —pensó Erskine Saroyan—. La amargura, el odio, el desprecio de sí mismo..."
La mano de Walt T. Brown se apoyó, amigable, en su rodilla.
—Sabes que sigo interesándome por tus, cosas como antes, Kine. Siempre me he alegrado de todo lo bueno que te ha ocurrido...
—Pues me temo que últimamente no le he dado muchos motivos para sentirse alegre, Walt.
—¡Tonterías, muchacho! Todos cometemos errores alguna vez en la vida, y a ti te llegó, como a cada cual, el momento.
—¡Preferiría no hablar de eso, Walt! He venido a verle porque le aprecio y le respeto demasiado para no atender una llamada suya, pero le agradecería que no tratáramos asuntos personales.
El rostro rubicundo de Walt T. Brown, que denunciaba claramente su afición a la bebida y a la buena mesa, se inflamó hasta adquirir un tono rojizo.
—¡No puedes pedirme eso, Kine! ¿Crees que tu padre, si viviera, iba a conformarse con ver cómo destrozas tus mejores años yendo de un lado para otro, obsesionado por los fantasmas del pasado?
—Se trata de mi vida, Walt.
—Hace ya dos años que dura esta estupidez, Kine —le reprochó Walt T. Brown—. Eras uno de los mejores agentes federales, tu nombre era conocido en todo el Oeste; eras el terror de muchos y la esperanza de otros tantos; gracias a ti una gran cantidad de asesinos y pistoleros fueron capturados, juzgados y castigados por sus crímenes. ¿Y qué diablos sucedió un buen día? Pues que el gran hombre comete un error, se equivoca, y decide abandonarlo todo, renunciar a la placa a la que había servido durante muchos años, y convertirse en un vagabundo, en un hombre sin destino, que va de un lado para otro, consumido por el odio, obsesionado por la venganza, y que, en realidad, lo único que desea es probarse a sí mismo que será capaz de castigar personalmente a la mujer que le hizo cometer aquel error...
Era un retrato demasiado fiel, demasiado real, para que Erskine Saroyan lo escuchara impasible.
Se puso en pie violentamente, comenzó a pasear por el despacho del gobernador Brown, y cuando éste terminó su larga parrafada, le gritó:
—¡Ya está bien, Walt! Si era eso todo lo que quería decirme, ya le he escuchado. ¡Ahora, terminemos! Será mejor que me marche...
Pese a haber superado ya el medio siglo, y a llevar sobre sí un considerable exceso de grasa, Walt T. Brown se puso en pie con agilidad, acercándose al antiguo marshal en el instante en que éste llegaba a la puerta.
—¡Aguarda un momento! Ya sé que eres un maldito testarudo y que, hasta que no des con esa mujer, no volverás a comportarte como un hombre normal...
En el rostro de Erskine Saroyan había ahora un gesto de hostilidad.
Distante, a la defensiva, esperó a que Walt T. Brown se quitara de su camino.
Pero éste no se movió una pulgada de donde estaba, sin permitirle abrir la puerta, cerrándole el paso con su voluminosa humanidad.
Siguió hablando.
—¿Sabes una cosa, muchacho? Si yo tuviera dos dedos de frente dejaría que te abrieras la cabeza tú solo, ya que eso parece que es lo que andas buscando; pero cuantío pienso en los buenos ratos que pasamos juntos tu padre y yo, en todo lo bueno que él había soñado para ti, me duele saber que andar por ahí, de saloon en saloon, o trabajando como vaquero a cambio de una mísera paga para mal vivir...
—Si no tiene inconveniente, gobernador, quisiera irme —recordó, con voz tensa, Erskine Saroyan.
A sus treinta y tres años, no hubiera permitido que nadie le hablara de la forma que Walt T. Brown estaba haciéndolo.
Pero también él recordaba los lejanos tiempos en que su padre y el hoy gobernador del estado de Colorado eran compañeros de fatigas, compartiendo ambos la ilusión de hacerse ricos como rancheros.
—Pues lo siento por ti, Kine, pero vas a tener que esperar... Al menos, hasta que oigas todo lo que quiero decirte.
Walt T. Brown miró al antiguo marshal, que seguía haciendo visibles esfuerzos por mantener la calma, y, por fin, palmeándole la espalda, sonrió ampliamente.
—Vamos, muchacho, cambia esa cara —le dijo, cogiéndole del brazo y obligándole a acompañarle hasta la mesa del despacho—. Muy pronto te alegrarás de haber venido a ver a este viejo gruñón. ¿No me crees?
Erskine Saroyan se mantuvo en un silencio hostil.
No estaba enfadado con Walt T. Brown, no podía estarlo, pues sabía que el único interés de aquel hombre era su propio bien; pero no resultaba agradable que nadie le hablara de aquella manera.
Además, su carácter se había agriado, tornándose hosco y violento, desde lo sucedido, hacía veintidós meses, en Southville.
Ahora, por cualquier motivo, iniciaba una pelea, sin que le importara el lugar donde se encontrara, la calidad de su contrincante o el medio que debiera utilizar para resolver sus diferencias.
Se dio cuenta de que el gobernador seguía hablando, aunque él, ahora, no le escuchara.
Su pensamiento estaba muy lejos de allí.
Las anteriores palabras de Walt T. Brown sólo habían servido para reavivar aquel rescoldo de odio que le consumía desde hacía dos años.
El trágico recuerdo de lo ocurrido en Southville llegó otra vea hasta él, causándole un dolor intolerable.
Cerró los puños con rabia...
—Así que inmediatamente pensó que podía tratarse de le, misma mujer. Elsie Bromfield era su nombre, ¿no?
Parpadeó, sorprendido, como si saliera de un sueño, al darse cuenta de que el gobernador estaba hablándole a él.
Entonces comprendió que el nombre que Walt T. Brown acababa de pronunciar era el de Elsie Bromfield.
¿Por qué?
Se inclinó hacia él y, con voz tensa, le preguntó:
—¿Qué estaba diciéndome de esa mujer, Walt? ¿Qué es lo que sabe sobre ella?
Ahora había desaparecido de su mente cualquier otro pensamiento que no estuviera relacionado con la pesadilla vivida en Southville, y en la que Elsie Bromfield había sido su ángel malo.
—¡Caramba, Kine! Hace diez minutos que estoy hablándote de ella, pero, por lo visto, no me has prestado atención.
—¡Perdone, Walt! —se disculpó, sin poder disimular su impaciencia—. ¿Qué estaba diciéndome?
Walt T. Brown se lo repitió, seguro de que ahora Erskine Saroyan no iba a perderse una sola de sus palabras.
—Comprenderás que no es frecuente que una mujer tome parte en diversos asaltos. Pero, desde hace unos meses, esto viene sucediendo con relativa frecuencia. Casualmente, he tenido ocasión de leer las declaraciones de varios testigos, y todos coinciden a la hora de describir a la mujer que actúa como uno más de los miembros del grupo...
—¿Por qué piensa que pueda ser ella, Walt?
—Hace tres días me entrevisté con el jefe de la escolta del ferrocarril. En los últimos seis meses, su compañía ha sufrido cuatro asaltos, y vino a pedir que yo interviniera cerca de las autoridades para que aumente la seguridad en nuestros territorios.
Erskine Saroyan hizo un gesto de impaciencia. No sentía ningún interés por conocer los problemas de la compañía del ferrocarril.
—En seguida llegamos, Kine —le tranquilizó Walt T. Brown, abriendo el cajón superior de su mesa—. El día que ese hombre vino a verme, yo tenía este periódico sobre una de esas butacas. A media entrevista, se fijó en él, y me mostró la fotografía que aparecía en su última página...
Hizo una pausa y volvió las hojas del periódico hasta mostrar a Erskine Saroyan el grabado al que se refería.
Reproducía un rostro de mujer.
—¡Es ella, Walt! —exclamó el antiguo marshal, arrebatándoselo de las manos.—. ¡Es ella! ¡Se trata de Elsie Bromfield! La conocería aunque hubiera pasado un millar de años...
La visión de aquel hermoso rostro de mujer le hizo sentir un extraño amargor en la boca.
Estrujó con rabia el periódico entre sus dedos, como si pensara que era el cuello de Elsie Bromfield lo que estaba oprimiendo.
Pero antes había leído la corta información que aparecía bajo él grabado.
—Tengo que ir a Las Cabañas, Walt —anunció—. Juré entonces que haría pagar a esa mujer todos sus crímenes, y creo que ha llegado la ocasión de cumplir mi promesa.
Entonces recordó la presencia del jefe de escolta del ferrocarril en aquel mismo despacho, unos días antes.
— ¿Qué dijo ese hombre, Walt? ¿Qué pensaba hacer?
Me lleva suficiente ventaja como para estar de vuelta de Las Cabañas antes de que yo llegue al pueblo.
—Quizá haya cometido un error, Kine —le confesó Walt T. Brown, con gravedad—, pero creo que sólo quedarás en paz contigo mismo cuando hayas conducido a esa mujer ante el juez. Por eso aparté de la mente de ese hombre todas sus sospechas en torno a la posible identidad de la mujer de Las Cabañas. Sólo pensé, entonces, en hablar contigo. Esta es la razón por la que te he hecho venir hoy a mi despacho...
—¡Gracias, Walt! Le juro que no tendrá que arrepentirse de lo que ha hecho.
Walt T. Brown sujetó entre las suyas la mano del antiguo marshal.
Le miró con fijeza a los ojos y dijo lentamente:
—Confío en ti, Kine. Y espero que, efectivamente, nunca tenga que lamentar lo que acabo de hacer. Si esa mujer de Las Cabañas es, como parece, Elsie Bromfield, piensa que, por horrible que fuera lo que ocurrió en Southville hace dos años, existen unas leyes y unos hombres cuya única misión es juzgar a los que delinquen.
Las pupilas de Erskine Saroyan se achicaron a la defensiva.
Sacudió la cabeza afirmativamente y tranquilizó a su interlocutor:
—¡Descuide, gobernador! Sabré mantener el dominio de mis nervios.
Sólo deseaba marchar de allí. Quedarse a solas consigo mismo para saltar sobre la silla de su caballo y partir en dirección a Las Cabañas.
Oyó confusamente las últimas palabras de Walt T. Brown, a manera de despedida.
Dejó el despacho y, descendiendo las amplias escalinatas de mármol del palacio del gobernador, salió a la calle.
El sol le golpeó con fuerza brutal en los ojos hasta cegarle durante unos segundos, pero Erskine Saroyan sólo llevaba una imagen en su retina: el rostro de Elsie Bromfield, igual que acababa de verlo en el grabado del periódico, exactamente igual a como lo recordaba, de dos años antes.
Seguía siendo hermosa. Sin duda, una de las mujeres más hermosas que él había jamás conocido.
Se agarró al borrén de la silla, y se alzó de un salto hasta su montura. En su mente sólo sonaba un nombre.
Las Cabañas.
Y mientras sus espuelas se hundían salvajemente en los flancos del caballo, recordó el breve texto que acompañaba a la fotografía de Elsie Bromfield: “Todos los hombres de la localidad se sienten gratamente impresionados ante la extraordinaria belleza y simpatía de la flamante Reina del Rodeo de las fiestas de Las Cabañas”.