CAPITULO VIII
Rod Wilcoxon tomo el rifle y se puso en pie de un salto. Había oído un ruido entre la malera y giró hacia ^allí el cañón del arma,
—¡Pareces una gallina asustada! —comentó Remy desde el suelo, de mal humor—. Seré Hosp...
Sus palabras se vieron confirmadas de inmediato. El ramaje se separó y la pequeña silueta del rufián apareció entre las ramas
—Baja el arma, soy yo.
—¿Encontraste algo? —preguntó Wilcoxon con impaciencia.
—Sólo esto... No es fácil volver cargado de piezas, sin poder disparar.
Hosp mostró un hermoso conejo. Sacó el cuchillo y comenzó a deshollarlo, mientras los ojos de los tres forajidos brillaban con apetito.
—Menos mal que encontré una madriguera y le hice salir a fuerza de humo. Luego un buen palo y listo —terminó.
Poco después, el animalillo se asaba sobre un pequeño fuego.
—Pensar que con la fortuna que tenemos, he de estar viviendo como un gitano y pasando hambre —se quejó amargamente el elegante Rod—. ¡Y todo por ti!
—¡No fue culpa mía si caí mal desde esa ventana! —protestó Remy—. Siempre te reservas los papeles más cómodos y así no hay peligro que te pase nada.
Hosp dio la vuelta al conejo y no dijo nada.
—Cada uno tenemos un papel en esto, Remy. Y yo cumplí mi parte a la perfección. ¡Pero ahora estamos perdiendo el tiempo con tu maldita pierna!
—Me duele horriblemente y no puedo lanzarme a atravesar las montañas con ella así... Necesito que me vea un médico.
No tenía herida aparente, pero la pierna debía estar seriamente dañada en el interior. Sin duda, el hueso al romperse había producido algún desgarro muscular, y a ello era debido el agudo dolor y la hinchazón, que Remy acusaba.
—¿Crees que si te viera un médico podrías cabalgar? —preguntó Hosp de improviso.
—¿Estáis locos? Si hacemos venir a un médico, el sheriff y todos los hombres de Saylon vendrán con él.
¡Tendrás que arreglártelas tu solo! —se opuso Wilcoxon.
Sólo habían podido cabalgar dos horas escasas desde Saylon la noche del robo, viéndose precisados a hacer alto a causa de las molestias que Remy sentía.
Desde entonces, su estado, no sólo no había mejorado, sino que la hinchazón de la pierna y sus dolores fueron en aumento, obligándole a no moverse del improvisado campamento.
Estaban en un espeso bosque, bastante alejados del pueblo y de momento no corrían peligro de ser descubiertos.
Pero la escasez de alimentos había sido su principal problema. Afortunadamente, Hosp acababa de remediarlo con el conejo y por aquel día tendrían solucionada la comida.
—Hay que tener cuidado con el fuego... —advirtió a sus compinches, echando tierra sobre la fogata—. Nos hemos debido meter en algún rancho sin cercar.
—¿Estás seguro? —preguntó Wilcoxon, preocupado—. Anoche no nos dimos cuenta de ello...
—¿Cómo lo sabes? ¿Has visto a alguien? —inquirió el herido.
—Sí, apenas me alejé de aquí, al otro lado del bosque, distinguí una casa y las dependencias de un rancho. Pero no vi animales por ningún lado...
—¡Tenemos que irnos inmediatamente de aquí! Yo, por lo menos, me largaré... ¡Repartiremos el dinero y cada cual por su lado!
Mientras Rod Wilcoxon decía aquello, Remy, arrastrándose sobre la pierna sana, habíase desplazado un par de yardas a la derecha.
Apoyó la espalda contra las sacas que reposaban al pie de un grueso pino, y montando su carabina, encañonó a las dos hombres.
En su rostro había un gesto decidido y sus ojos febriles brillaban con desesperación.
—¡Nadie va a tocar un centavo! Y si queréis el dinero, tendréis que matarme. Suponiendo que no acabe yo antes con vosotros... ¿Oíste, Rod?
Rod Wilcoxon no era hombre de acción y se retiró prudentemente. Sonrió con cinismo y trató de calmar a su compinche.
—Sólo era una forma de hablar, Remy. Los tres estamos metidos en esto y nadie ha pensado abandonarte... ¿Me comprendes?
El rostro de Hosp estaba congestionado y las venas de su cuello parecían ir a estallar. Conocía a Remy y sabía que nadie lograría arrebatarle una sola de aquellas sacas, mientras le quedara un soplo de vida.
—¡Quiero que me traigas un médico! No me importa de dónde le saquéis, pero quiero que me vea la pierna —dijo el herido con energía.
En aquellas circunstancias lo mejor era no oponerse. Hosp lo comprendió así y buscó la forma de traer al médico.
—Es preciso sacarle del pueblo sin despertar sospechas. Una vez que llegue aquí y te vea la pierna, le liquidaremos en cuanto no nos haga falta.
—¡Magnífico, Hosp! —aplaudió Rod— Así no podrá denunciarnos...
—No es mala idea... —aceptó Remy—. ¿A quién podemos usar para avisarle?
—Eso es lo más difícil. Tendrá que ser alguien del pueblo para que no llamara la atención...
Remy apoyó la culata del rifle en el suelo y miró a Rod. Luego dijo:
—¡Tú te encargarás de ello, Rod!
—¿Yo? —repitió el aludido.
—Si, tú... Esa chica que nos ayudó era amiga tuya y seguro que se alegrará de verte. Irás a hacerla una visita y ella avisará al doctor. ¿De acuerdo?
Antes de que pudiera responder, Hosp se adhirió a la idea:
—¡Eso es, Remy! La presencia de Rod no chocará en el pueblo y en cuanto el doctor esté fuera de la ciudad, yo me encargaré de él.
Rod Wilcoxon no tuvo más remedio que aceptar. Hubiera preferido no volver por Saylon y alejarse de allí con el dinero, pero asintió al encargo de Remy.
—¡Está bien, iré! Y espero que después nos larguemos rápidamente de aquí. Tenemos el dinero y cada día que pasemos cerca de Saylon nos exponemos a caer en manos del sheriff.
—Aquí estamos seguros —le tranquilizó Remy—. Y, además, a estas horas ya tendrán encerrado al «culpable». El almacenista debe estar todavía preguntándose lo que le sucedió.
Los tres rufianes rieron al recordar su perfecto plan.
—Me imagino al sheriff y a ese banquero pidiéndole que les diga dónde tiene el dinero —comentó Rod Wilcoxon, sin poder contener su hilaridad.
Pero la vista de Remy, apoyado en las sacas y con el rifle en sus manos, hizo que la sonrisa se helara en sus labios.
—Será más seguro hacer el viaje de regreso, con el doctor, de noche. Así no correremos el riesgo de tropezamos con cualquiera —decidió Hosp, acercándose a los caballos.
—Podéis llegar al pueblo al anochecer y estar de regreso cerca de la medianoche. ¡Os esperaré aquí! ¡Con el dinero!
Remy recalcó aquellas tres últimas palabras y con la mano izquierda acarició la bolsa que contenía las barras de oro. Luego sonrió y con el cañón del rifle señaló a Rod Wilcoxon el caballo.
—Cuanto antes regreses con el doctor, antes tendrás tu parte y podremos irnos de aquí. ¡Andando!
Hosp ya estaba sobre la silla y se alejaba entre los árboles...
* * *
Freddy McGregor se pegó a la pared y trató de ocultarse en las sombras de la escalera.
En el rellano superior apareció Moira Tackay quieto, confiadamente, comenzó a bajar.
Se dirigía, como cada tarde, a ocupar su sitio en el Golden Saloon. Aquella noche iba a ser movida, pues después de lo ocurrido durante la anterior, Moira se imaginó que tendría que repetir cien veces la misma historia.
Pero al llegar a la mitad de la escalera, se sintió detenida por una mano que surgió de la oscuridad.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó casi en un grito.
Freddy tiró de ella y la hizo quedar frente a él.
—Sólo hablar contigo. Y lo haremos mucha más cómodos en tu cuarto. ¡Sube!
La impulsó escaleras arriba y subió tras ella, felicitándose por la oportunidad de su llegada.
La mujer se detuvo ante la puerta y pareció dudar. Pero la voz de Freddy la hizo actuar.
—¡Vamos, abre! ¡Abre, he dicho!
La orden sonó amenazadora junto a su oído y Moira se aprestó a obedecer, pasando poco después los dos al interior de la vivienda.
—Ponte cómoda, estás en tu casa —dijo Freddy, cerrando la puerta y guardándose la llave.
—Me imagino que ahora me dirá lo que significa esto, ¿verdad? —preguntó de nuevo Moira, recordando vagamente la cara del pelirrojo.
Le conocía del saloon y sabía que trabajaba como capataz en algún rancho de los alrededores. Pero no lograba comprender el motivo de su extraña actitud.
—¿Sabes que Albert Finley asegura que estuvo aquí anoche contigo? —preguntó o bocajarro Freddy.
Observó con atención la reacción que sus palabras producían en la rubia y hubiese jurado que una chispa de miedo apareció fugazmente en sus bellos ojos.
Pero se rehízo, y con una sonrisa del oficio, respondió:
—¡Vaya, se trata de eso! Ya me imaginaba que todos iban a preguntarme lo mismo esta noche, pero no esperaba que nadie lo hiciera de esta forma.
Freddy dio un paso hacia ella y la agarró de la muñeca con fuerza.
—¡No te hagas la ingeniosa! Has podido engañar al comisario, pero yo no me voy a tragar tus embustes... —dijo muy despacio.
—¡Suéltame! Me haces daño...
El capataz de Siete Picos la hizo caso. Soltó su muñeca, pero sólo después de tirar con fuerza de ella y lanzarla despedida contra la cama.
—¿Qué es lo que intentas? —chilló Moira, pasando al otro lado del lecho y dejando éste entre Freddy y ella.
—¡Que me digas la verdad! ¡Quiero saber todo lo ocurrido anoche! ¡Todo!
Freddy McGregor recalcó esta última palabra. Vio la mirada de Moira en la ventana, y desenfundando el «Colt» lo amartilló.
—Te aconsejo que no grites pidiendo auxilio. Antes de que nadie subiera, te habría metido un par de plomos en tu linda anatomía... —la amenazó.
—Ya dije todo lo que sé al sheriff. Es cierto que estuve con Albert en el saloon, pero en seguida nos separamos. Yo vine para acá y me acosté... No sé lo que haría él.
Vio acercarse al vaquero y trató de escabullirse al otro lado de la alcoba. Pero Freddy la sujetó del vestido y la obligó a quedarse donde estaba.
—Albert es amigo mío y si para sacarle del lío en que le has metido, tengo que estropearte el físico, no creas que voy a dudarlo un momento.
La cogió de la barbilla y le hizo girar el rostro hasta quedar frente a la luna del armario.
—Imagina cómo quedaría tu cara después de recibir unas cuantas bofetadas. Te aseguro que pego duro... ¿Quieres probarlo?
Moira le miró a través del espejo, mientras sus senos se agitaban a causa del miedo. Estaba en poder de aquel hombre y éste parecía decidido a salirse con sus deseos.
Sin embargo, insistió una vez más.
—¡Estás equivocado! No sé nada sobre lo ocurrido anoche... Yo también aprecio a Albert...
La mano de Freddy cayó con fuerza sobre la mejilla de la rubia y ésta dejó la frase a medias, mientras una marca amoratada cubría su piel y un chillido se escapaba de sus labios.
—¡No me pegues! Te estoy diciendo la verdad...
—Veo que no te basta un golpe y estás decidida a recibir más...
La mano de Freddy se elevó amenazadora y Moira retiró con presteza el rostro, mientras se cubría con el antebrazo.
—No, por favor, no... ¡Pegarme, no! —suplicó llorosa.
Tenía un pánico cerval a los golpes, pues de niña se había criado con un padrastro borracho que, sin ningún motivo, pegaba brutalmente a su madre y a ella.
De aquella infancia desgraciada la había quedado el terror a cualquier clase de castigo físico, y hora, decidió confesarlo todo antes de que la mano del pelirrojo cayera de nuevo sobre ella.
—¡Basta! Lo diré todo... Sí, mentí al sheriff... —exclamó.
Freddy quedó con la mano suspendida en el aire y esperó a que la rubia siguiera hablando.
Sabía que en ella estaba la clave del turbio asunto en el que Albert había sido involucrado, y de su confesión dependía que aquél quedara libre.
—¡Eso ya lo sabía! Pero ahora quiero que me digas por qué lo hiciste. ¡Habla!
Moira Tackay dejó la cara al descubierto y se secó dos gruesos lagrimones que rodaban por sus mejillas. Luego dijo:
—Un hombre me ordenó que lo hiciera. Me pagó mil dólares para que trajese a Albert a mi cuarto y le diera una cosa para dormir. ¡No sé nada más! ¡Se lo juro! Tiene que creerme...
Aquello encajaba con lo que Freddy se había imaginado. Pero aún tenía que averiguar más cosas. Y Moira parecía dispuesta a seguir hablando.
—Eso no basta —volvió a agarrarla del brazo y la zarandeó ligeramente—. ¿Quién era ese hombre?
Moira tragó saliva y miró a Freddy.
—Me dijo que se llamaba John, pero estoy segura que era un nombre falso. Y uno de sus compinches se llama Remy...
—¿Sus cómplices? No me has hablado de ellos...
—Vinieron anoche y se llevaron a Albert con ellos. John me advirtió que vendrían dos amigos suyos a recogerle... A él no le he vuelto a ver. ¡Te estoy diciendo todo lo que sé!
El cerebro de Freddy trabajaba a marchas forzadas.
Ahora veía claramente todo lo ocurrido. El plan perfecto de los tres ladrones y la colaboración de Moira, tejiendo sus redes en torno al ingenuo Albert.
—¡Sois todos unos miserables! —murmuró con desprecio.
—Yo no hice nada... Ni siquiera sabía de lo que se trataba. Sólo esta mañana, al oír lo del robo en el Banco, me he dado cuenta de lo que se proponían.
Moira hizo una pausa y dejando hablar a su ambición, murmuró;
—Y pensar que sólo me dieron mil dólares... ¡Cochinos!
—Ni a ti ni a ellos va a serviros de mucho el dinero. En la cárcel no dejan disfrutar las fortunas —se burló Freddy, sin perder de vista a la mujer.
—Pero yo no he cometido ningún delito, y además, ahora estoy ayudando a Albert...
—Un poco tarde, ¿no te parece?
El vaquero la contempló con dureza y sintió pena por su amigo. Había tardado treinta años en fijarse en una mujer, y cuando se había decidido a hacerlo, era una mala pécora la escogida.
Pero ahora, después de lo ocurrido, confiaba en que Moira se le apareciera tal y como era. Una mujer ambiciosa y sin ninguna clase de escrúpulos.
Moira Tackay estaba junto a la ventana y sus ojos fueron, a través del cristal, hasta la calle.
La noche había caído sobre el pueblo y costaba trabajo reconocer las siluetas de los transeúntes.
En el cuarto, sumido ya en una penumbra total, apenas se veían los rostros de la pareja. Freddy se acercó a la mujer y apoyó la mano en su hombro desnudo.
—Vas a acompañarme a las oficinas del comisario, Quiero que lo que me acabas de contar, lo repitas delante de él. ¿Entendido?
—Sí —respondió débilmente la rubia.
Freddy MacGregor iba ya a alejarse hacia la puerta, cuando, a través de la mano que tenía apoyada en el hombro femenino, notó un violento estremecimiento.
Moira se había puesto de repente a temblar y se acercó al cristal de la ventana como si quisiera ver mejor.
—¿Qué te pasa? ¿Qué has visto?
La pregunta de Freddy no obtuvo respuesta. Pero la respiración de Moira sonaba anhelante en el silencio de la habitación.
—¡Te he hecho una pregunta! ¡Contesta!
El vaquero sabía que lo único eficaz para romper el mutismo de la rubia, era castigarla con dureza. La agarró de la muñeca y retorció su brazo hasta hacerla gritar.
—¡Suéltame el brazo! Vas a rompérmelo...
—Eso es lo que voy a hacer, como no me digas inmediatamente lo que has visto en la calle.
Moira pareció dudar unos segundos. Pero cada vez era más forzada la posición de su miembro y se decidió a hablar.
—Me pareció ver a ese John y a otro hombre... Creo que venían hacia acá.
—¿Los esperabas?
—No; y pensé que estarían lejos de aquí con el dinero —contestó la mujer a media voz.
Aquello era lo lógico, y la presencia' de los dos forajidos en Saylon a la noche siguiente de haber cometido su delito, era extraña y sorprendente.
—Quizá me equivoqué y no fueran ellos...
Pero en aquel momento se oyeron unos pasos en la escalera. Sonaban cada vez más cerca de la puerta y Moira miró temerosa al pelirrojo.
—Actúa como si estuvieras sola. Estaré vigilándote desde esa habitación y como intentes advertirles algo, dispararé sobre ti la primera. ¡No lo olvides!
Corrió hacia la cocina y antes de ocultarse en ella, sacó la llave del bolsillo del pantalón y la arrojó sobre la cama.
Entonces sonaron un par de golpes sobre la puerta y la voz de Rod Wilcoxon se oyó al otro lado.
—Abre, querida... Soy yo, John...