CAPITULO II

 

Gerard Seller desmontó ante la casa grande del Siete Picos, donde Count Redmond vivía con su esposa, y dejó que uno de los vaqueros se hiciese cargo de su animal.

—¿Está el patrón en casa?

—Le encontrará en su despacho, comisario Vi entrar hace un momento a Freddy —informó el vaquero—. ¿Quiere que le avise?

—Gracias, pero entraré yo mismo y así saludaré también a la señora. Voy para allá...

Cruzó el porche y al encontrar la puerta de la casa abierta, pasó al amplio salón. Se quitó el polvo de las botas y sólo después de haber realizado esta operación, caminó sobre la gruesa alfombra de nudos que cubría toda la pieza.

Conocía la casa, y cruzando el salón, se dirigió a una puerta de roble oscuro que brillaba al fondo.

—¿Se puede, señor Redmond? —preguntó, apoyando la mano en el picaporte.

El ranchero debió reconocer la voz de su visitante, pues contestó:

—Adelante, Gerard... ¡Bienvenido a Siete Picos!

Freddy se levantó y estrechó la mano del comisario, mientras éste se acercaba a saludar al ranchero, que se veía obligado a guardar reposo a causa de un fuerte ataque de ciática.

—No se mueva, señor Redmond. ¿Qué tal va esa pierna?

—Doliéndome como una condenada, y precisamente cuando hay más trabajo en el rancho —se quejó el enfermo.

—Ahora estábamos hablando de usted, sheriff... —empezó a decir el capataz.

—Sí, precisamente comentaba con Freddy que hacía ocho días que estuvo a verle y aún no sabíamos nada sobre sus gestiones. ¿Visitó a Jansen?

Gerard Seller aceptó el cigarro que le ofrecía el dueño de la casa y asintió.

—Me ha costado trabajo convencerle, pero al fin conseguí que aceptara el puesto que le fijó la Asociación de Ganaderos —explicó.

—¡Magnífico! Eso simplifica las cosas y podréis salir con el ganado a mediados de la próxima semana —exclamó satisfecho el ranchero.

—Enviaré la notificación a los otros ranchos —decidió el capataz—. ¿Qué le parece el miércoles como día de salida?

Count Redmond hizo un rápido cálculo y sacó de uno de los cajones de la mesa el plano de la región.

—Si salís el miércoles de aquí, llegaréis al lugar de la reunión al anochecer. Los del lado sur tendrán que empezar a moverse el martes y Jansen bastará con que saque las reses del rancho el mismo jueves en la mañana.

El cálculo estaba hecho teniendo en cuenta la distancia que separaba a cada rancho del lugar de reunión, donde la gran manada quedaría formada y lista para emprender su viaje a través de la Ruta.

—De acuerdo, señor Redmond... Mandaré a un par de muchachos con las instrucciones.

Freddy dejó el despacho y Count Redmond preguntó a su visitante:

—¿Le dio mucho trabajo ese cabezota?

—Al principio, sí, pero luego acabó cediendo. Sabe que no puede intentar él solo el viaje hasta Abilene y que necesita hacerlo con la Asociación.

—No me explico entonces su tajante negativa del otro día.

—Hay que reconocer que el último lugar de la conducción es el más expuesto y éste es el primer año que Jansen envía reses al mercado... En realidad, su futuro depende de que éstas lleguen a Abilene y le sean bien pagadas.

—Siempre son difíciles todos los comienzos —comentó el ranchero, recordando los suyos propios—. Pero hay que aceptar las cosas como son...

Los dos hombres prolongaron la charla. Desde que la pierna le mantenía alejado del trabajo del rancho, Count Redmond aprovechaba cualquier visita para entretener su aburrimiento.

Mientras tanto, en el exterior, Freddy McGregor había hecho venir a dos de los hombres que, en aquel momento, se encontraban libres.

—Aquí tenéis una lista de los ranchos donde debéis ir. Todas las reses deben estar en la dehesa el miércoles por la noche, ¿entendido?

—De acuerdo, Freddy... —contestó uno de los vaqueros con voz animada—. Así que salimos la semana que viene, ¿verdad?

—Así es, Chaiky —asintió el capataz—. Ahora no perdáis tiempo y salid inmediatamente.

Aprestó su caballo y después de dar algunas órdenes a los hombres que manejaban los cerriles, salió para el pueblo.

Quedaban pocos días para comenzar la conducción y era preciso reclutar al personal de refuerzo, pues convenía que estuvieran por lo menos un par de días en el rancho para que se familiarizasen con el resto del equipo.

—Así no nos llevaremos sorpresas como el año pasado... Prefiero probarlos antes de salir —se dijo a sí mismo, en el momento de cruzar el gran portón.

Tomó el camino general y avanzó por él, calculando lo que obtendrían por las reses que llevaban aquel año. Corrían rumores de que los precios eran más bajos que hacía doce meses, pero siempre ocurría igual.

Parecía que la gente disfrutaba haciendo correr rumores pesimistas que luego, a la hora de la verdad, nunca se veían confirmados.

Freddy oyó unos cascos de caballo y se volvió en la silla. Una rústica carreta avanzaba tras él y dejó que le alcanzara.

Había reconocido el potente tiro de mulas de Roger Jansen y las ropas de mujer que vio junto al conductor le hicieron adivinar que éste iba acompañado por su hija.

—Buenos días, señor Jansen... ¡Hola, Rebeca! —saludó, haciendo caminar a su animal junto al pescante de la carreta.

—Buenos días —respondió el ranchero, secamente.

Pero Rebeca, por el contrario, sonrió llena de alegría. Freddy y ella se habían conocido durante el invierno anterior en el baile de beneficencia organizado por la Junta de Vecinos, simpatizando de inmediato.

—Hola, Freddy... ¿Vas a Saylon?

—Hacia allá iba y no esperaba encontrar compañía.

Miró a la muchacha y comprobó que estaba aún más hermosa que hacía unos meses. Rebeca Jansen poseía unos preciosos ojos verdes, sombreados por largas pestañas, y su cuerpo en agraz se llevaba las miradas de cualquier hombre.

—Pensaba ir a visitarle hoy, señor Jansen...

El ranchero le interrumpió con brusquedad:

—Creí que la gente de Siete Picos tenía miedo de subir a mis tierras. Ultimamente me mandan al sheriff como emisario...

Freddy pasó por alto las mordaces palabras del conductor de la carreta.

—Saldremos de Saylon el jueves a mediodía. Así que debe llevar sus reses a la dehesa por la mañana... No le costará más de una hora llegar a ella.

—¡No necesito que haga cálculos por mí! ¡Estaré con mis reses el jueves a mediodía en el lugar convenido! —le cortó con brusquedad.

Rebeca miraba alternativamente a ambos hombres, lamentando la enemistad que, a causa de las aguas de un arroyo, se había establecido entre su padre y el propietario del Siete Picos.

Freddy era el capataz de este último y a causa de ello no gozaba de las simpatías del modesto ranchero.

Sonrió al joven y trató de suavizar la situación.

—Tenemos una primavera espléndida, ¿verdad? Da gusto ver los campos...

—Hay momentos en que la belleza del paisaje queda oscurecida —galanteó Freddy a la muchacha, sin dejarse intimidar por la presencia de su padre.

Pero éste sacudió con fuerza las riendas de la carreta y las mulas emprendieron una marcha mucho más ligera, dejando atrás a Freddy.

—Buenos días... —se despidió el ranchero sin mirar al jinete.

Sin embargo, Rebeca agitó la mano y sonrió al joven, haciéndole un gesto sobre la actitud de su padre.

Freddy McGregor se alzó sobre los estribos, y llevándose la mano al ala del sombrero, siguió con la vista a Rebeca hasta que ésta se perdió en una revuelta del camino.

Aquel inesperado encuentro había hecho reverdecer la atracción que la muchacha ejerciera sobre él en los pasados meses y que la separación había apagado.

Ahora, sin embargo, después de verla de nuevo y contemplar su sonrisa, Freddy se hizo a sí mismo un firme propósito.

—Tengo que volver a verla. Los asuntos del señor Redmond y su padre no son cosa nuestra. Ella es la hija y yo soy el capataz. No debemos vernos mezclados en sus rencillas.

Sin embargo, aquello eran sólo buenas palabras, pues Freddy McGregor sabía que mientras los dos rancheros permaneciesen enemistados, él, como capataz de uno de ellos, pertenecía al bando contrario de Roger Jansen.

 

* * *

Rod Wilcoxon se apretó el nudo de la corbata y dirigiendo una última mirada a su elegante figura reflejada en el espejo, salió de la habitación y descendió hacia el vestíbulo del hotel.

Había llegado a Saylon hacía dos días y después de inscribirse en el registro del hotel como hombre de negocios, se dedicó a pasear por el pueblo y a familiarizarse con sus calles.

Sólo a última hora de la tarde anterior, en la más discreta mesa de un saloon, habíase entrevistado con dos hombres de aspecto tosco, semejantes a los muchos llegados a Saylon con la esperanza de ser contratadas para la conducción.

El diálogo, sin embargo, había sido corto.

—Será mejor que nos veamos en otro sitio más tranquilo. Aquí hay demasiada gente... —dijo Rod Wilcoxon a manera de saludo.

Hosp y Remy, aquellos eran sus nombres, cambiaron una mirada entre sí. Y su elegante amigo adivinó sus pensamientos.

—¡No es momento para delicadezas! Todo depende de que no nos vean juntos y no nos interesa conversar aquí... —aclaró.

—De acuerdo, Rod —concedió Remy de mala gana—. Te esperamos mañana en el remanso del río.

—Después de comer. ¡No lo olvides! —terminó Hosp.

Dieron media vuelta y se alejaron hacia el mostrador, sin dedicar una mirada más a Wilcoxon, que permaneció aún un rato en el saloon antes de retirarse al hotel.

No había olvidado la cita, y ahora, cruzando el vestíbulo, salió a la calle y rodeó el edificio hasta llegar a la cuadra del hotel.

Poco después, se alejaba de Saylon sobre la silla de un precioso caballo ruano, comprado la misma tarde de su llegada a la ciudad.

Siguió fas indicaciones que le habían facilitado y tras avanzar un par de millas por la carretera general, se desvió por un caminillo, divisando muy pronto la corriente del río.

No tuvo más que seguir el curso de las aguas durante un buen trecho y en seguida distinguió el remanso. Y sentados sobre un tronco, fumando indolentemente, a Hosp y a Remy.

—Hace un rato que esperamos —gruñó el primero de mal humor.

—Dijimos después de comer y yo no tengo la culpa si coméis temprano —replicó Rod, desmontando.

Remy trató de llevar la armonía entre sus dos camaradas.

—Vamos, dejaros de discusiones. No hemos venido hasta aquí para pelearnos, sino para trabajar —les dijo.

El recuerdo del motivo que les había llevado a Saylon hizo olvidar a los dos hombres sus diferencias.

—¿Qué habéis logrado averiguar? Ocho días es tiempo más que suficiente para saber lo que nos interesaba...

Los tres estaban ahora sentados y Hosp tomó la palabra.

—Será fácil hacerlo... Hemos aprovechado para estudiar a fondo el asunto y sólo falta que tú compruebes nuestras observaciones.

—Sí, no creo que sea complicado entrar por detrás. La casa debe ser vieja y el muro no tendrá demasiado espesor.

—Bien. ¿Quién vive en ella? —preguntó Wilcoxon.

—Sólo tiene una planta, y alberga el almacén y fa vivienda del propietario... —informó Hosp.

—¿Casado?

—No...

—¿Con quién vive?

La mirada de Remy se animó. Luego dijo:

—Solo... Es un tipo algo raro.

—¿Estáis seguro de ello? Tendrá a alguien que le cuide, ¿no? —insistió Wilcoxon.

Hosp rió estúpidamente.

—¡Parece hecho a medida para nuestros deseos, Rod! —exclamó—. Sólo va una vieja a la casa a prepararle las comidas y marcha a la caída de la tarde.

Rod Wilcoxon estaba haciendo unos caprichosos dibujos sobre la arena de la orilla con su fusta. Meditaba los informes que acababa de recibir y calculaba las posibilidades de triunfar en Saylon.

—Bueno, nos ha salido bien en sitios más difíciles —dijo al fin—. Así que no veo por qué aquí no va a resultar.

—¡Eso mismo digo yo, Rod! Ahora sólo falta que tú te asegures de la exacta posición de la cámara.

—Mañana mismo iré por el Banco. Ayer ya estuve en él, pero no pude ver al director. Volveré esta noche,

—Mientras te esperábamos, Remy y yo nos hemos entretenido con los naipes —comentó Hosp—. Y no nos ha ido nada mal...

Rod se puso en pie y su entrecejo se frunció.

—¡Os tengo dicho mil veces que cuando estamos preparando un trabajo no os metáis en jaleos! Las trampas resultan bien hasta que se da con alguien avispado y descubre todo el pastel...

—¡No somos principiantes! Y no hay nadie en este pueblo capaz de «cazarnos» —se defendió Hosp.

—Pues será mejor que no sigáis probándolo. A partir de este momento olvidaros de que existen las barajas y el poker, ¿entendido?

Su tono autoritario enfureció a Hosp. Era de baja estatura, cuellicorto y cuando algo le enfurecía daba la sensación de ir a sufrir una congestión.

Su rostro se puso rojo y las venas del cuello se le marcaron notablemente.

—¡No me gusta que me griten, Rod! Somos tres socios y nadie da órdenes a nadie... ¡Jugaré tanto como me plazca y será mejor que tú te ocupes exclusivamente de cumplir tu cometido!

—Haz lo que te parezca, Hosp —habló Wilcoxon sin alterarse—. Pero como la operación se malogre por tu culpa, te aseguro que vas a acordarte...

Se sacudió el polvo que se había adherido a su impecable terno gris perla y buscó los ojos de Remy.

—¿Qué opinas, Remy? Creo que hay suficiente dinero en este asunto para no hacerlo peligrar por una estúpida afición a los naipes... ¿No te parece?

—Rod tiene razón, Hosp. Ya viste lo que le pasó al tipo aquel el otro día en el saloon —contestó Remy—. A nosotros no nos han pillado...

—¡No me compares con aquel borracho! Era un chapucero y hasta un ciego se habría dado cuenta que hacía trampas —le interrumpió furioso Hosp.

Rod Wilcoxon se alejaba ya de ellos hacia su caballo. Apoyó el pie en el estribo y alzándose hasta la silla les dijo:

—En cuanto averigüe lo del Banco, empezaremos a planear el golpe. Nos veremos aquí mismo el próximo lunes, ¿de acuerdo?

Hosp le dio la espalda y no se molestó en contestar, pero Remy hizo un gesto de asentimiento y palmeó la grupa del lustroso animal.

—Aquí estaremos... ¡Hasta el lunes!

Esperó a que el caballo desapareciera entre los álamos y regresó junto a su camarada.

—¡Siéntate, Hosp! Me molestan tanto como a ti sus modales de gran señor, pero le necesitamos para esta clase de trabajos... —comentó con él.

—¡De eso se vale! De lo contrario haría meses que le habría enviado al infierno.

—Pero a nosotros jamás se nos abrirían las puertas que a él... —reconoció Remy—. Y para trabajar como lo hacemos, hay que conocer los Bancos por dentro.

Los dos rufianes se quedaron en silencio, quizá recordando sus golpes anteriores. Todos les habían producido considerables ganancias y hasta entonces nunca habían tenido un tropiezo.

Verdaderamente era mucho más seguro que entrar por la puerta, con las armas en la mano, expuestos a matar a alguien y ser colgados luego.

—Tuvimos suerte al encontrarle. Jamás se nos hubiera ocurrido a nosotros actuar así.

La frase de Remy quedó durante unos segundos flotando entre los dos hombres que, al cabo de un rato» se dirigieron a sus caballos, y saltando sobre las sillas, regresaron a Saylon.