CAPITULO III
Apenas Rod Wilcoxon empujó la puerta encristalada del Banco y la campanilla anunció su entrada, el cajero levantó los ojos del libro en el que estaba escribiendo y sonrió con amabilidad.
Llevaba muchos años empleado en la casa y sabía reconocer inmediatamente a los buenos clientes. Al menos los había reconocido hasta entonces.
—¡Buenas tardes, señor! Encantados de tenerle otra vez entre nosotros —saludó al recién llegado.
Rod Wilcoxon se acercó al mostrador y sin apoyarse en él, como si temiera ensuciar su americana, dijo:
—Buenas tardes... ¿Llegó el director?
—Sí, señor. Y ya le he advertido que vendría usted a verle. Está esperándole en su despacho...
Llamó a otro empleado para que ocupara su lugar y dejando la visera sobre el mostrador, rodeó éste y se reunió con Wilcoxon.
—Tenga la bondad de seguirme, señor... El señor White me rogó que le hiciera pasar inmediatamente.
El cliente sonrió con discreción, divertido ante la amabilidad del empleado, a quien había logrado impresionar durante su primera visita con los aires de hombre rico y acostumbrado a realizar importantes operaciones en los más fuertes Bancos del país.
—Por aquí, por favor...
El cajero le abrió una puerta y le invitó a pasar al antedespacho. Luego fue hasta el fondo y llamó con los nudillos.
—El señor... —se volvió a Rod y le pidió su nombre.
—Wilcoxon... Rod Wilcoxon...
—El señor Wilcoxon acaba de llegar.
Inmediatamente se abrió la puerta y Arthur White, director general del Banco de Saylon, apareció en ella. Llevaba la mano extendida y se la ofreció al acompañante de su cajero.
—¡Encantado de saludarle, señor White! —exclamó Rod, estrechando su mano.
—Igualmente, señor Wilcoxon. No sabe cómo sentí no estar el otro día. Pero pase, por favor, hablaremos más cómodos aquí dentro...
Un par de minutos después los dos hombres, envueltos en el humo azulado de los magníficos cigarros de Arthur White, entraron en el fondo de la cuestión.
—He tenido informes de que esta zona atraviesa un excelente momento y mi empresa está interesada en realizar importantes inversiones en la misma. Usted ya sabe...
Wilcoxon hizo un gesto ambiguo con la mano y no precisó más. Pero Arthur White, que conocía la discreción profesional, no hizo preguntas.
—Entiendo perfectamente... Y créame que no se han equivocado al escoger Saylon.
—Por eso he venido personalmente a comprobar si es cierto lo que me habían dicho. Y he visto con satisfacción que mis informadores no me habían mentido... Basta ver su establecimiento, señor White, para comprender que Saylon es una población floreciente. Soy de la opinión que los Bancos son el espejo de la comunidad a la que sirven.
Arthur White se removió satisfecho en su sillón, Rod estaba tocando su vanidad y aquello era infalible para ganarse su amistad.
—Somos una empresa modesta, señor Wilcoxon —respondió humildemente—. Usted estará acostumbrado a esos grandes Bancos de las ciudades y...
El aventurero le interrumpió con un ademán. Estaba llevando la conversación al terreno que le interesaba y todo marchaba por buen camino.
—Estoy seguro que si conociera su Banco, señor White, podría asegurarle que no tiene nada que envidiar a esos grandes Bancos a que usted se refiere.
—Se lo enseñaré gustoso... Aunque sigo opinando que puede compararse...
De nuevo Wilcoxon le cortó: Apenas oyó el ofrecimiento se puso en pie, dispuesto a tomarle la palabra.
—Será un honor llevarle a usted cómo guía... Estoy seguro que sus instalaciones deben ser perfectas. Y de toda confianza —añadió.
Comenzaron a recorrer las distintas dependencias del Banco que, en realidad, no tenía gran cosa que ver.
Eran tres grandes salas, una dedicada a recibir al público, otra que albergaba el despacho y sala de espera de Arthur White y la tercera, situada al fondo del edificio, para depósito y caja fuerte.
Rod Wilcoxon no dejaba de hablar con el director, mientras su cerebro iba grabando cada uno de los detalles de las oficinas.
—Y por fin llegamos a la cámara de seguridad. Aquí se guarda el dinero que los clientes nos confían. Billetes, acciones, pagarés y nuestras reservas de oro...
—¿Lo ve, señor White? Sabía que no me equivocaba al juzgar sus instalaciones. ¡Son perfectas!
Arthur White se esponjó de satisfacción ante los calurosos elogios de su futuro cliente y maniobró con habilidad en el mecanismo de la caja fuerte.
Por fin la gran puerta se abrió y el director del Banco invitó a entrar a Wilcoxon.
Este recorrió las estanterías que le rodeaban con mirada codiciosa, teniendo buen cuidado de que su guía no captase la expresión de sus ojos.
Era un cuarto de mediano tamaño con estantes desde el suelo hasta el techo, en los que se apilaban billetes, sacos de monedas de distintas dimensiones con los valores.
Todo aquello estaba allí, al alcance de su mano, esperando tan sólo que vinieran a recogerlo.
«Un buen botín. Mucho mejor que los que logramos hasta ahora», pensó Rod Wilcoxon.
Pero Arthur White seguía hablando incansable, y las últimas frases del banquero hicieron que la atención de Rod volviera a él.
—Quizá encuentre que tenemos poco dinero confiado a nosotros, pero es que ha llegado en mal momento, amigo mío... Cuando los rancheros de esta zona hayan vendido sus reses en Abilene y hagan los ingresos correspondientes, estos estantes serán incapaces de contenerlo todo...
Rod tomó buena nota de aquello y siguió al banquero de regreso a su despacho. Aún permaneció hablando con él durante un buen rato, informándole sobre sus imaginarios y florecientes negocios.
Le consultó diversas formas de realizar transferencias con otros Bancos y realizar los pagos que tuviese necesidad y cuando ambos hombres se despidieron, Arthur White estaba convencido de haber logrado el cliente más importante de la historia del Banco.
Rod Wilcoxon fue acompañado hasta la puerta por el banquero, que le reiteró, una y otra vez, sus deseos de serle útil en un futuro próximo.
Luego se alejó del Banco, paseando por la acera y rodeando la manzana. Siguió la fachada lateral del Banco a través de una calle estrecha y pronto salió a una especie de plaza a la que abría sus puertas el Store.
Calculó la distancia que había andado y la comparó con los pasos dados en el interior del Banco y que de forma exacta había contabilizado en su mente.
Tenía un extraño sentido de la orientación y su mirada parecía taladrar los muros, de forma tal que le pareció volver a ver el Banco, la caja fuerte y su correspondencia con las habitaciones del almacén.
Cuando regresaba al hotel, Rod Wilcoxon llevaba en su rostro una sonrisa satisfecha. Los informes de Hosp
y Remy parecían correctos y todo podía llevarse a cabo de la forma planeada.
Sólo faltaba vigilar de cerca al dueño del almacén, conocer sus idas y venidas, y calcular el momento más oportuno para dar el golpe.
«Desde luego no será antes de que esos rancheros regresen de Abilene —se dijo—. El trabajo será el mismo y las ganancias mayores...
Iba a entrar en el hotel, cuando al otro lado de la calle vio a un grupo de vaqueros que rodeaban a un tipo alto y pelirrojo.
Era Freddy McGregor y estaba intentando contratar cinco hombres que le sirvieran para reforzar al equipo durante la conducción.
—¿Has hecho otras veces esto? —preguntó por décima vez.
El interpelado tenía cara de conejo y su boca se frunció al responder:
—Conozco la Ruta como la palma de mi mano, capataz...
—¿Dónde se coge el atajo de Pozo Seco?
La pregunta de Freddy desconcertó al vaquero. Sin embargo, no había nadie en la Ruta que desconociese aquel atajo.
—Está bien. Quizá te contrate el próximo año —le despidió Freddy, volviéndose al siguiente.
Se había retrasado en bajar a Saylon y ahora se daba cuenta que los buenos elementos pertenecían ya a otros ranchos.
Los que quedaban libres aún eran inexpertos o viejos vaqueros que apenas se mantenían sobre la silla.
—A ver tú, acércate...
Vuelta a empezar con las preguntas y a calcular el rendimiento que podría darle aquel hombre. Freddy estaba cansado y sólo al cabo de dos horas y media de entrevistarse con los más diversos tipos logró reunir el quinteto que deseaba.
—Si lo tienen todo listo, sé vendrán conmigo al rancho ahora mismo —les dijo—. Y si alguno necesita más tiempo, le espero mañana a primera hora en el Siete Picos. Pueden preguntar a cualquiera el camino...
—Seguro que dan mejor cena en el rancho que la que me sirven en la pocilga donde estoy durmiendo —dijo uno de ellos—. Por mí, podemos irnos cuando quiera.
Tres más se ofrecieron también para salir de inmediato y sólo uno prometió acudir al día siguiente.
—Entonces, muchachos, nos veremos aquí mismo dentro de una hora, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, capataz...
—Aquí estaremos...
Freddy se despidió de ellos y echó a andar hacia la plaza. No había vuelto a ver a Albert desde el día de su discusión en el saloon y quiso aprovechar su bajada a Saylon para ver a su amigo.
Cuando entró en el almacén, Albert le recibió con cara seria.
—¡Hola, Albert! Bajé a contratar a los hombres y ya he aprovechado para llevarme un rollo de alambre que necesito —mintió, deseando justificar de algún modo la visita.
—¿De qué grosor le quieres?
—Del siete y medio...
Mientras se lo preparaba, Freddy preguntó:
—¿Qué tal la rubia?
La cara del tendero fue lo suficientemente expresiva y Freddy supo, sin necesidad de oírselo, que sus relaciones con la mujer debían de ir mal.
—No creo que te interese... Aquí tienes tu alambre, ¿algo más?
Freddy decidió no volver a mentar el asunto y dejar para otra ocasión una charla más larga. Pagó la mercancía y golpeando a su amigo en el hombro, salió a la plaza.
Aún anochecía pronto en aquella época y Saylon se encontraba ya bajo las sombras, en las que se destacaban los rectángulos iluminados de las ventanas y las puertas de los saloons.
Se metió por una calle estrecha y solitaria para llegar antes al lugar donde había dejado el caballo, ya que no quería hacer esperar a los vaqueros.
De repente tuvo la impresión de que alguien caminaba tras él. No era extraño en una ciudad habitada y Freddy se volvió por simple curiosidad.
Pero en aquel momento distinguió la sombra de un hombre que se pegaba a la fachada, mientras algo metálico brillaba en su mano.
Fue el instinto de conservación lo que le impulsó a lanzarse al suelo en el mismo instante en que una detonación estremecía el silencio de la calleja.
La bala asesina silbó sobre él e inmediatamente dos nuevos disparos resonaron en la noche de Saylon.
Pero esta vez los proyectiles, mejor dirigidos, se clavaron en el suelo, a escasas pulgadas de donde Freddy había caído.
—¡Maldito asesino! —gruñó furioso, rodando sobre sí mismo.
Al mismo tiempo desenfundó su «Colt» y arrodillándose tras la protección de una pila de cajones, hizo fuego a su vez contra el desconocido agresor.
Este se había refugiado en el interior de un ancho portalón y dos fogonazos denunciaron su presencia, y sobre todo, su decidido propósito de eliminar al pelirrojo.
«Me ha debido confundir con alguien... —se dijo Freddy, corriendo a lo largo de la calzada.»
Acababa de vaciar su cargador contra la posición de «u enemigo y aprovechó los segundos en que éste tuvo que retirarse para protegerse de sus balas, para cruzar a la acera opuesta.
Se agazapó tras una carreta y dejó que el fulano tirase contra los cajones que hasta entonces le habían servido de protección.
Luego, poco a poco, fue avanzando a lo largo de la fachada, con el arma lista, hacia el portalón del que seguían surgiendo disparos.
Pero el tipo no tardó en extrañar el silencio de Freddy, y creyendo sin duda que estaba muerto o mal herido, salió sigilosamente de su refugio.
Freddy McGregor se hallaba entonces a menos de dos yardas del zaguán y se detuvo en su avance para no alertar a su agresor.
Tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir la exclamación de sorpresa que subió a sus labios, pues recortado en el contraluz, acababa de reconocer al tipo barbudo con el que se había peleado a la puerta del Golden Saloon.
¿Este fulano es de los que no olvidan. Y no ha parado hasta intentar matarme», se dijo dejando que el barbudo se acercara a él.
Este avanzaba con cuidado, dirigiéndose al montón de cajones, sin duda para comprobar la suerte seguida por el pelirrojo.
Pero Freddy no le dejó finalizar su recorrido. Flexionó las piernas y se lanzó sobre él, cayéndole de improviso encima y derribándole al suelo.
—¡No me gusta la gentuza que ataca por la espalda! —exclamó.
El barbudo se vio materialmente arrollado por el cuerpo que le caía encima y no supo recuperarse de la sorpresa al verse atacado de improviso.
Sobre todo al reconocer la voz de su enemigo y sentir sus puños contra sí, en el momento en que le creía camino del otro mundo.
—Traidor... —masculló.
Pero Freddy estrelló su codo en la boca del barbudo y le obligó a guardar silencio. Le lanzó otro golpe cruzado tan explosivo como el anterior y dijo:
—Creo que más te cuadra a ti ese calificativo...
No había perdido la ventaja que la sorpresa inicial le había producido y quiso aprovecharla para dejar definitivamente solventada la cuestión.
Colocó una serie rápida y precisa que desniveló ostensiblemente las fuerzas del barbudo y que le hizo retroceder, dando un traspié tras otro, hasta el extremo de la calleja.
Los ruidos de los disparos habían atraído a algunos hombres que ahora, al ver acercarse a los dos luchadores, se retiraron prudentemente.
El rufián era ya un muñeco en manos de Freddy
McGregor, quien sólo esperaba el momento oportuno para descargar el golpe definitivo y dejarle así fuera de combate.
La oportunidad no tardó en presentarse. Las ventanas que daban a la calle se habían iluminado y la amarillenta luz de los quinqués alumbraba la lucha.
El fulano abrió los brazos para mantener el equilibrio y al hacerlo dejó al descubierto su mandíbula.
Freddy McGregor lanzó su puño como una centella y el impacto resonó sobre el murmullo de los espectadores, haciendo desplomarse a su enemigo para un buen rato.
El capataz del Siete Picos se limpió los nudillos y volviéndose a los curiosos, les dijo:
—Será mejor que alguno de ustedes avise al sheriff...