CAPITULO VI
El arreglo de Moira Tackay duró aquella noche más que de ordinario. Escogió su vestido más seductor y: aplicó sobre su rostro la cantidad exacta de maquillaje
Se perfumó y sonrió con coquetería al espejo.
—Esta noche no se te resistiría ni el hombre más frío del mundo, querida —dijo a su propia imagen reflejada en la luna.
Dio una airosa vuelta y su falda de vuelo se elevó en el aire, dejando al descubierto sus bellas piernas, que unas negras medias de encaje velaban hasta más arriba de la rodilla.
—Rod no tendrá queja de mí... —murmuró satisfecha.
Recordó las instrucciones que la noche anterior la había dado el aventurero.
«Quiero que mañana estés más hermosa que nunca. Es preciso que tu «palomo» se quede sin aliento al verte. Cuando lo recupere, le invitarás a beber una copa aquí... El champaña y tu compañía deben atontarle...»
Después de aquellas palabras, Rod Wilcoxon sacó un tubo de cristal del bolsillo del chaleco y se lo alargó a la rubia.
«Y por si ambas cosas no bastaran, en la última copa le echas un chorro de esto. Será suficiente para hacerle dormir un buen rato.»
Moira había escuchado las instrucciones, mientras se decía que había llegado la parte más importante de su trabajo, aquélla por la que iba a recibir los 950 dólares que faltaban para completar los mil ofrecidos.
Desde su primera visita a la habitación de Moira, Rod Wilcoxon las había repetido con cierta frecuencia y la intimidad entre ambos había ido en aumento.
Por eso, Moira se acercó a él y, colgándose de su cuello, le susurró:
—¿Qué sucederá después?
Notó cómo el hombre se ponía tenso.
—Dos amigos míos vendrán a recoger a tu enamorado galán...
Moira le miró temerosa.
—¿Qué harán con él? No quiero muertes, ¿entiendes?
—Me conmueve tu sensible corazón, querida... Pero no debes preocuparte. Cuando ese Albert despierte, se encontrará cómodamente instalado en su camita. ¿Tranquila...?
Los ojos de Rod Wilcoxon, a pesar de la aparente suavidad de su voz, no invitaban a hacer más preguntas.
Sin embargo, la mujer evitó sus ojos y preguntó:
—Aún no me has dicho lo que te propones con todo esto. ¿Para qué quieres que Albert venga a mi casa y le haga dormir?
—Tú vas a recibir los mil dólares prometidos y no debes preocuparte de nada más, ¿de acuerdo? No me gusta la gente que hace preguntas, aunque sea una gata hermosa como tú...
Rod Wilcoxon se quitó del cuello los brazos de Moira y se alejó hacia la puerta. Luego, antes de abrir, añadió:
—Mis amigos te darán tu dinero. Pero procura no cometer ningún error ni irte de la lengua. Eres hermosa y sentiría dejar a Saylon sin una chica tan bonita como tú.
Aún no se había recuperado Moira del escalofrío que le produjeron estas últimas palabras, cuando Rod Wilcoxon se perdía ya escaleras abajo, camino de las sombras de la calle.
Todo aquello había ocurrido la noche anterior y Moira recordaba la escena y cada palabra del diálogo con absoluta precisión.
Sabía la clase de hombre que era Wilcoxon, a pesar de hacer un mes escaso que se conocían, y se dijo una vez más que era peligroso oponerse a sus deseos.
—Será mejor que me conforme con esos mil dólares y me deje de complicaciones. Mañana será un nuevo día y todo esto me parecerá un sueño... Sólo los mil dólares serán el testimonio de que ocurrió en realidad.
Miró la hora, y dando un último toque a sus rubios cabellos, tomó el chal de la silla y se dispuso a acudir, como cada noche, al Golden Saloon.
El saloon estaba tan animado como de costumbre y el pianista salpicaba el amarillento teclado de su instrumento con las gotas de sudor que caían de su frente.
Apenas separaba sus dedos de las teclas, se elevaban una docena de voces exigiendo música y nuevos bailables.
—¡Bienvenida, Moira...! —saludó el músico—. Cada día siento más no haber nacido manco... ¡Estoy harta de aporrear este desafinado cacharro!
—Paciencia, Curry... A cada uno nos ha tocado un papel en la vida. A ti tocar y a mí...
Un gordo vaquero acababa de cogerla por el talle y comenzó a danzar con ella en sus brazos.
Desde el centro de la pista, Moira terminó la frase a gritos.
—Y a mí bailar... ¡No aprietes tanto, hombre, voy a asfixiarme!
Siguió dando vueltas durante un buen rato en brazos del vaquero, que era tan ardoroso como mal bailarín.
Pero apenas calculó que se aproximaba la hora en que Albert Finley solía aparecer por el saloon, traspasó el bailarín a una de sus compañeras y se retiró a un rincón.
—¿No bailas, linda? Tengo la bolsa llena y me gusta divertirme... —le gritó un trampero, acercándose a ella.
—Acabaría oliendo a pieles, amigo... Además estoy esperando compañía —se lo quitó Moira de encima con gran habilidad.
Poco después, como cada noche, la silueta de Albert Finley apareció en la puerta del Golden Saloon y sus ojos grises buscaron a Moira en el sitio de costumbre.
Desde allí le saludó la rubia con la más dulce de sus sonrisas, indicándole que se acercara.
—¿Cómo has tardado tanto esta noche, cariño? Estaba impaciente por estar de nuevo a tu lado —le susurró al oído.
Albert se esponjó ante el cálido recibimiento y se llevó a Moira a una de las mesas del fondo, único lugar medianamente tranquilo del local.
—Tuve que servir unos pedidos a última hora y no pude venir antes —contempló a la mujer con mirada soñadora y añadió—: Ya verás cuándo vivas de cerca el trabajo de la tienda, la de cosas que hay que hacer al cabo del día...
Si Albert hubiese ofrecido a la rubia un fabuloso rancho y las más refinadas comodidades, su voz no hubiera sonado tan orgullosa. Le tomó una mano y dejó en ella un tímido beso.
—¡El amor es algo maravilloso, Albert! —el tópico le salió bordado a Moira—. Con tal de estar a tu lado, no me importa nada... Ni esperarte ni tener que soportar a toda esta gente a nuestro alrededor...
Moira miró con disgusto a la multitud que les rodeaba, mientras su cabeza se reclinaba mimosa en el hombro del tendero.
—Debe ser tan hermoso estar los dos solos y tranquilos, en un lugar donde nadie nos moleste...
—¡Vaya suerte que tiene, amigo! —gritó un bizco,, deteniéndose junto a la mesa—. ¿Por qué no me cede un rato a su muñeca?
Albert fue a levantarse furioso, pero el trampero agarró a su amigo y se lo llevó de allí.
—Vamos, Ralph... Yo llegué antes que tú y esa preciosidad ya estaba ocupada... ¡Déjala en paz!
—¿Lo ves, querido...? Aquí no es posible hablar ni disfrutar nuestro amor...
Moira quería que la iniciativa partiese de su pareja y se esforzaba en facilitar las cosas al apocado Albert.
—Tienes razón, Moira... Estoy harto de vernos siempre aquí.
—Podríamos...
La rubia se detuvo cohibida, fingiendo una cortedad que estaba muy lejos de sentir. Pero fue suficiente para que Albert preguntara:
—¿Dónde? A casa no puedo llevarte, pues los vecinos criticarían...
Los ojos de la mujer le envolvieron en una caricia cálida y sensual. Acercó la boca a su oído y susurró:
—Podríamos ir a mi casa. Por lo menos allí nos dejarían hablar tranquilos de nuestro futuro, ¿quieres?
Albert se puso en pie, confundido ante tanta felicidad y soñando con el momento de encontrarse a solas con Moira.
—Pero no quiero que lo sepa nadie. ¡Prométemelo! Si te encuentras con algún conocido dile que vas a casa. Yo haré otro tanto... —le recomendó la mujer.
Se separaron de mutuo acuerdo y Albert marchó hacía la calle, deteniéndose unos momentos a saludar" al viejo Sam Gasman, el barbero.
Por su parte, la rubia fue hacia la puerta del fondo.
—¿Te vas, Moira?
El piano estaba situado junto a la salida trasera y fue Curry, el pianista, quien formuló la pregunta.
—Sí, no me encuentro bien y voy a acostarme... Tengo una jaqueca horrible. ¡Hasta mañana!
Cinco minutos después, la pareja se reunía en una calle solitaria y desierta, dirigiéndose rápidamente: al cuartucho que Moira ocupaba allí cerca.
—No tengo vina casa tan bonita como la tuya —dijo la mujer al subir las escaleras.
Albert que iba detrás de ella, la alcanzó y la estrechó en sus brazos.
—¡No digas eso, querida! Esta no es tu casa, porque tú mereces vivir en un palacio. Y lo que siento es no poder ofrecerte yo uno...
Moira se dejó besar, y liberándose de los brazos de su enamorado,, siguió subiendo hasta el rellano. Abrió la puerta y poco después, tras correr las cortinas de la ventana, encendió el quinqué e invitó a que Albert le sirviera una copa.
—Confiaba en que algún día vinieras y pensando en esa ocasión, guardé una botella en aquel armario. ¿Quieres abrirla?
Las manos del almacenista temblaron visiblemente al descorchar la botella. Su vida galante era muy escasa y el saberse con Moira, a solas en aquella habitación, le parecía estar viviendo una aventura fascinante.
—Espera, traeré los vasos...
Moira tomó el quinqué y desapareció en la habitación contigua, donde estaba situada la cocina. Pero antes de ir a la alacena, se acercó a la ventana y por dos veces consecutivas, subió y bajó la luz en una señal previamente convenida.
Luego regresó con los dos vasos al cuarto.
—Ya está... ¿Por qué brindamos?
* * *
Hosp y Remy distinguieron perfectamente la señal hecha por la rubia. Estaban apostados en un zaguán y ambos se pusieron en movimiento.
—¡Ya tenemos el camino libre! —exclamó Hosp.
—Sí, hay que actuar con rapidez...
Remy echó a andar, escogiendo calles desiertas, y se dirigió a la manzana ocupada por el edificio del Banco y la casa dedicada a almacén y vivienda de Albert Finley.
—¡Cuidado! —advirtió Remy, pegándose a la pared—. Viene alguien...
Esperaron unos segundos y un par de borrachos pasaron tambaleándose junto a ellos. Iban canturreando con sus voces estropajosas y no se percataron de la proximidad de los dos forajidos.
—Parece que todo está tranquilo.
Sólo se veía movimiento en los saloons, pues la gente se había retirado ya a sus casas y en aquella parte no había ninguna cantina.
—Entraremos por aquí —dijo Hosp, deteniéndose junto a una ventana que daba a la trastienda del almacén.
Apoyó el pie en la rodilla de su compinche y quedó sentado sobre el marco de la misma. Introdujo una barra de hierro entre las dos hojas y forcejeó hasta que éstas cedieron.
Pasó una pierna sobre el alféizar, quedando montado a caballo en el mismo, y alargó la mano a su camarada.
—Vamos, Remy, sube... ¡Dame las cosas!
Los dos rufianes saltaron al interior y después de dejar la ventana como se la habían encontrado, comenzaron a moverse a tientas por la trastienda.
—Será mejor encender un fósforo. No quiero cargarme un bidón de aceite —murmuró Hosp.
Alumbrados por la llama pudieron moverse con mayor seguridad. Pasaron ante la puerta que daba a la tienda, y dejándola a un lado, siguieron hasta otra cubierta por una cortina.
Remy la levantó y pasó por otro lado. Estaban en un comedor, de muebles oscuros, al que se abrían dos puertas.
—Debe ser ésa de la derecha. Por las explicaciones de Rod la caja fuerte quedará aproximadamente a esa altura —indicó Remy, prendiendo un quinqué.
Era un cuarto trastero, lleno de cacharros inútiles, maletas y muebles en desuso, y los dos rufianes, después de asegurarse de la exactitud de sus cálculos, comenzaron a retirar todos los trastos de la pared del fondo.
Al otro lado de la misma debía hallarse la cámara fuerte del Banco y ahora sólo les separaba de ella el tabique que tenían frente a ellos.
—Empecemos de una vez... No hay vecinos y nadie oirá los golpes.
Remy sacó de su cinturón, donde iban sujetos, dos pequeños picos y entregando uno de ellos a Hosp, se arrodilló junto a la pared y descargó sobre ella el primer golpe,
Trabajaban a una yarda aproximada de distancia y poco a poco el suelo fue cubriéndose de trozas de yeso y pequeños cascotes.
—Vamos a tardar menos de lo que pensamos —comentó Hosp, satisfecho.
—Sí, el tabique es bastante delgado... ¡Mira! Ya pasé al otro lado —exclamó Remy, cuyo pico acababa de traspasar la pared.
Los dos rufianes se dedicaron a agrandar el orificio hasta hacer posible el paso de un cuerpo a través de él.
—Es suficiente... —dijo Remy—. Pasaré primero y luego me das las bolsas...
Mientras el rufián introducía la cabeza y con habilidad hacía pasar su cuerpo a través del agujero, Hosp se desabrochó la camisa y sacó las bolsas de lona que llevaba sujetas en torno al cuerpo.
—¡Acertamos! Jamás he visto tanto dinero a mi alrededor... —exclamó Remy desde el otro lado—. Dame las bolsas...
—Aquí tienes. Y date prisa... —le apremió Hosp.
El forajido tomó las sacas de lona y, acercándose a las estanterías repletas de billetes, comenzó a meter el dinero en ellas.
En cuanto tuvo llena la primera se la alargó a Hosp a través del boquete y procedió a llenar las otras dos. Aún quedaban billetes en la estantería del fondo y Remy se llenó los bolsillos con ellos.
Luego, con una mirada de satisfacción, contempló por última vez los estantes vacíos. Donde poco antes reposaban billetes, saquitos de monedas y barras de oro, ahora no había nada.
Todo estaba en las bolsas de los dos ladrones.
Remy repitió la operación a la inversa y poco después los dos compinches llegaban a la ventana por la que se habían introducido en casa de Albert Finley.
—Rod debe estar esperándonos ya... —murmuró Hosp, observando el exterior.
La sombra de tres caballos se recortaba contra la acera opuesta y los dos rufianes saltaron al suelo, corriendo a reunirse con su camarada.
—¿Todo bien? —preguntó éste, tomando las bolsas con el botín.
—¡Perfecto, Rod! Tal y como lo habíamos planeado.
—Os espero a la salida del pueblo. Id por ese imbécil y metedle en la cama —les ordenó—. Y no os olvidéis dar a la chica su dinero.
—Descuida, Rod.
Echaron a correr hacia casa de Moira. Los saloons habían cerrado hacía rato y las calles se hallaban completamente desiertas y sumidas en la oscuridad.
—Ahí es... —señaló Romy, deteniéndose en su carrera.
Subieron la empinada escalera y después de golpear suavemente en la puerta de Moira, ésta les abrió.
—Somos los amigos de Rod. ¿Dónde está el tendero? —preguntó Hosp impaciente, pasando al interior del cuarto.
La mujer miró a ambos con curiosidad. Recordaba haberlos visto alguna vez por el saloon, pero nunca en compañía de Rod Wilcoxon.
—Has trabajado bien, linda. ¡Está como un tronco! —comentó Hosp, junto a la cama, mientras se cargaba al dormido Albert sobre los hombros.
—Aquí tienes el dinero prometido. Los cincuenta dólares que sobran son de regalo...
Remy entregó a Moira diez billetes de a cien y la mujer los recogió en silencio, mientras se preguntaba qué se ocultaría detrás de todo aquello.
—Vámonos, Remy.
Hosp salía ya a la escalera con su carga y Remy fue tras él, cerrando la puerta a sus espaldas.
Moira les siguió con la vista y durante unos segundos se quedó inmóvil. Luego fue corriendo a la ventana y trató de ver la dirección que llevaban los dos hombres.
—Parece que van hacia el almacén —murmuró, mientras su mente trataba de encontrar alguna explicación a todo aquello.
Fuera ya del alcance de su vista, Hosp y Remy recorrieron en sentido inverso el camino que acababan de hacer. Y de nuevo se detuvieron ante la ventana de la trastienda, y ayudándose uno a otro, izaron el cuerpo inconsciente de Albert hasta la misma.
Lo llevaron a la alcoba y desnudándole, le metieron en la cama. Luego dieron media vuelta y se dispusieron a abandonar el almacén.
Hosp pasó las piernas sobre el alféizar y se dejó caer a la calle. Luego Remy le imitó e hizo lo propio.
Pero su pierna izquierda se dobló y un agudo dolor le sacudió hasta la cadera. Tuvo que apoyarse en su compinche para no caer.
—¿Qué te pasa?
—No lo sé... Ha sido la pierna... ¡No puedo andar!
—Tenemos que alejarnos de aquí y reunimos con Rod. Apóyate en mí y trata de caminar. Luego, sobre el caballo, será más fácil —le indicó Hosp.
Los dos hombres se alejaron lentamente del almacénde Albert Finley. Remy llevaba a rastras la pierna izquierda y su cuerpo estaba empapado por el sudor que le producían los agudos dolores.
Sólo un sobrehumano esfuerzo de voluntad le hacía caminar. Y sobre todo la visión de la fortuna que les esperaba a pocos pasos de allí, le animaba a no desfallecer.