CAPITULO PRIMERO

Como ocurría cada año, siempre que llegaba la fecha de los mercados ganaderos, Saylon veía animarse sus calles.

El pequeño pueblo estaba situado en el centro de una zona ganadera y, desde semanas antes, llegaban a él gran cantidad de vaqueros, con la esperanza de ser contratados por los rancheros de los alrededores.

Aunque los ranchos tenían los equipos fijos durante todo el año, cuando se trataba de llevar las manadas hasta Abilene, contrataban personal interino para ayudar en la conducción.

Así, aquélla era buena época para encontrar trabajo en Saylon, y sabedores de ello, cada año era mayor el número de hombres que acudían allí.

Deambulaban por las calles del pueblo, entretenían su ocio en los saloons y los más impacientes visitaban los ranchos de las cercanías, ofreciéndose a sus capataces.

Pero los que hacían esto eran los menos. Todo el que sabía algo sobre Saylon, conocía la costumbre que reinaba en el pueblo desde antaño.

Los capataces de los ranchos acudían al pueblo y eran ellos los que escogían a los hombres que les parecían más idóneos para formar parte de su equipo en calidad de vaqueros eventuales.

Y con la llegada de aquellas aves de paso, la vida de la pequeña ciudad salía de su monotonía por unas semanas y adquiría un cariz diferente.

Sin embargo, no todo el que acudía a Saylon lo hacía con intenciones de enrolarse en algún equipo, pues también llegaban, junto a los vaqueros, una porción de gentes dispuestas a aprovecharse de las buenas pagas que éstos recibían y a disfrutar de sus ganancias con el mínimo esfuerzo.

Freddy McGregor, capataz del Siete Picos, detuvo su caballo ante las oficinas del sheriff, y echando pie a tierra, sujetó las riendas a la talanquera y llamó a la puerta del comisario.

Destacaba por su elevada estatura y el color panocha de sus cabellos. Tenía un rostro franco y alegre, salpicado por centenares de pecas, y su aspecto no aparentaba la treintena de años que acababa de cumplir.

—Adelante...

Hasta él llegó la voz ronca del comisario, invitándole a pasar.

—¡Buenas tardes, sheriff! —saludó Freddy, quitándose el sombrero y arrojándolo sobre una de las sillas.

—¿Qué te trae por aquí? ¿Ya empezáis a reclutar gente?

Gerard Seller hacía cinco años que ostentaba el cargo de comisario en Saylon y conocía bien al pueblo y sus habitantes, entre quienes era muy apreciado por las numerosas pruebas de valor y honradez que había dado.

—Aún no, sheriff. —Freddy sonrió y añadió—: Antes hay que solucionar algunas cosas...

—Creí que para eso se había reunido el otro día la Asociación de Ganaderos —contestó Gerard Seller.

—En efecto; se reunió, pero no consiguieron ponerse de acuerdo. Sobre todo Roger Jansen pareció empeñarse en crear dificultades...

Freddy hizo una pausa y añadió:

—Como de costumbre.

—Bueno, Freddy... Ya sé que entre el señor Jansen y vosotros han surgido últimamente algunos roces, pero no creo que esté interesado en obstaculizar la conducción —comentó el sheriff.

—Entonces podía haber aceptado el lugar asignado a sus reses. Debe darse cuenta que al encontrarse su rancho a la salida de la dehesa, su ganado tiene que cerrar la manada...

Tal decisión había sido tomada para evitar los continuos ataques de las bandas de cuatreros que aprovechaban las conducciones del ganado, realizadas siempre con menos hombres de los precisos, para diezmar las manadas.

La fórmula había dado buenos resultados en los años anteriores y ahora se pensaba repetir la experiencia.

Cada rancho preparaba sus reses y, ordenadamente, éstas se reunían bajo la vigilancia de su respectivo equipo, formando una gran manada que marchaba a la estación de embarque.

Y de acuerdo con la situación de cada rancho, así era el orden en que las cabezas de ganado se reunían. Siempre se había hecho así y aquel año, en que por primera vez tomaba parte en la conducción Roger Jansen, a éste le había tocado cerrar la manada.

—Como puede figurarse vengo a reclamar sus buenos oficios, sheriff. Usted conoce bien al señor Jansen y debe convencerle para que acepte.

—Siempre me guardáis a mí las papeletas más difíciles —se quejó Gerard, sonriente.

—Ya sabe que las relaciones entre el Siete Picos y el señor Jansen no son muy buenas desde el asunto del arroyo... Así que el señor Redmond me ha enviado a pedirle ayuda.

—¡De acuerdo, Freddy! Me pasaré a ver a Jansen trataré de convencerle. ¿Por qué no quiere que sus reses marchen en último lugar?

—Dice que es el sitio menos seguro y que se puede perder alguna... Además, que los pastos están completamente comidos cuando sus animales llegan.

—Sí, indudablemente eso es un problema.

—Pero siempre ha ido algún rancho al final y nadie se ha arruinado por eso. ¡No veo por qué no puede tocarle a él este año!

—Está bien, iré a verle y os informaré de su respuesta. ¿Cuándo calculáis salir?

—Dentro de dos semanas... —contestó Freddy, recuperando su sombrero—. Puede decirle que saldremos sin él si no desea acompañarnos.

—Muy bien, pero confío en que recapacitará y volverá de su acuerdo. Recorrer la Ruta en solitario es muy expuesto.

El capataz del Siete Picos estrechó la mano del comisario y salió a la calle. Tomó a su animal de las riendas y caminó con él lentamente hacia el Banco.

Se cruzó con numerosos vaqueros y fue examinándolos, buscando gente que le agradara, pues en seguida tendría que contratar a media docena de ellos para reforzar a su equipo y cubrir algunas vacantes en el rancho.

Conocía a aquellos hombres y sabía que era preciso tener mucho cuidado con ellos, pues cuando un vaquero anda rodando de un lado a otro, sin trabajo fijo, puede ser por oscuros motivos.

—Esperemos tener más suerte que el año pasado —se dijo, mientras ataba su alazán ante el Banco.

Entre el grupo que contrató figuraba un tipo reclamado por la ley, acusado de asaltar un ferrocarril, y la segunda noche de conducción había discutido con un vaquero, disparando poco después contra él a traición.

—Hola, Freddy. ¿Cómo por aquí? —preguntó el cajero, que desde hacía tiempo conocía al capataz de Count Redmond.

—Vengo a ingresar este dinero y a traer el primer pago de la hipoteca. El patrón sigue fastidiado de la pierna y no ha podido bajar —explicó el pelirrojo, depositando sobre el mostrador un montón de billetes.

El empleado los contó con dedos ágiles e hizo algunas anotaciones en un gran libro, entregando luego un recibo.

—Aquí tienes, todo en orden... ¿Algo más?

—De momento no. ¡Hasta la vista!

Aún tenía que pasar por el almacén y regresar al rancho para la hora de cenar.

Al cruzar ante la puerta de uno de los saloons tuvo que apartarse con rapidez para evitar ser arrollado por un tipo borracho que salió del interior prácticamente en volandas.

Pero el fulano rebotó con una columna del porche y acabó tropezando con el pelirrojo.

Freddy se hizo a un lado y no quiso dar importancia a lo ocurrido, pero el tipo no opinó igual.

Masculló un juramento y decidió pagar con Freddy el mal humor que le había producido verse arrojado del saloon.

—¡Si mirara por donde va, no tropezaría con la gente! ¿O está usted ciego?

—Fue usted quien me embistió —replicó Freddy, observándole con atención.

Era un tipo barbudo, de ojos enrojecidos por el alcohol y que al hablar exhalaba un nauseabundo olor a licor barato.

—Me fastidia que la gente me lleve la contraria —gritó—. Te he dicho que me tropezaste y voy a enseñarte a no mentir...

Le acababan de acusar de tramposo, y el barbudo tenía necesidad de pagar con alguien su furia. Contempló a Freddy y decidió que no le costaría mucho trabajo propinar una buena paliza al larguirucho pelirrojo.

—Me parece que está borracho, amigo, y será mejor que se vaya a su casa a dormir —intentó dar por zanjada la cuestión Freddy.

Pero antes de dar un paso, el barbudo se lanzó contra él como un toro furioso y el capataz del Siete Picos tuvo que saltar hacia atrás para dejar paso a su agresor.

Este esperaba encontrar la oposición del cuerpo de su enemigo y al no hallarla, perdió el equilibrio y dando unos cuantos pasos, acabó por caer en medio de la calzada.

Se levantó lleno de polvo y más enfurecido aún de lo que estaba un minuto antes.

—¡Maldito cobarde! Te apartas como una mujer y encima me echas la zancadilla... —chilló rabioso.

Freddy McGregor había saltado la talanquera, llegando en aquel momento frente al borracho. Se echó hacia atrás y luego, con rapidez y precisión, lanzó su puño derecho contra el mentón del barbudo.

Sintió cómo sus nudillos se hundían en los pelos del fulano y luego el choque contra su mandíbula.

Alrededor de los dos hombres se había hecho un corro, y numerosos vaqueros seguían la lucha con curiosidad.

—Veremos si ahora dices también que golpeo como una mujer... —murmuró Freddy, yendo tras su oponente.

Este había retrocedido a la acera opuesta y recibió al pelirrojo con un puntapié certero que le alcanzó en pleno tórax.

La pesada bota le golpeó con fuerza y ahora fue él quien salió despedido contra los curiosos.

Pasado el primer momento de sorpresa, los dos luchadores se observaron con atención. Conocían la potencia del adversario y sabían que no debían confiarse.

Freddy aguardó a que el barbudo viniese hacia él. Esperó a pie firme y siguió la trayectoria del puño de su rival que se acercaba peligrosamente a su rostro.

Se inclinó hacia la izquierda y oyó el silbido del aire junto a su oído. Levantó entonces ambas manos y agarrando la muñeca de su enemigo, le retorció el brazo y se lo cargó a la espalda.

Luego, antes de que el sorprendido individuo pudiese reaccionar, se inclinó hacia adelante y lo lanzó despedido por el aire.

El vuelo terminó contra los escalones de la acera y la madera crujió bajo el peso del barbudo, que quedó inmóvil y atontado por el golpe.

Freddy se colocó el sombrero en la posición correcta y se metió los faldones de la camisa que durante la lucha habían salido fuera de su sitio.

Se acercó a su derrotado rival, quien comenzaba a despertar, y dijo:

—La próxima vez mira por donde vas y, sobre todo, ten la boca cerrada...

Luego dio media vuelta y se alejó hacia el almacén, mientras el barbudo le seguía con mirada rencorosa.

—¡Maldita zanahoria! Te acordarás de ésta...

Pero la «zanahoria» que le acababa de propinar tan monumental paliza, cruzó la calle y llegó ante el almacén de Finley, situado a espaldas del Banco.

—¡Caramba, Freddy! ¡Menuda tunda le diste a ese tipo! —comentó el almacenista con admiración.

Tenía la misma edad que Freddy, pero entre ambos existía una notable diferencia. Albert Finley había sido desde su niñez un muchacho enfermizo, criado al amparo de los mimos maternos, y ahora, a los treinta años, seguía siendo un tipo delicado y tímido.

Vivía solo, cuidado por una vieja criada, que volvía a su casa después de dejarle la cena lista.

Freddy y él habían acudido juntos a la escuela y desde aquellos lejanos tiempos existía entre ellos una gran amistad, en la que el pelirrojo tenía un papel de hermano mayor.

—Ese tipo estaba más borracho que una cuba y empezó a insultarme... —explicó sin dar importancia al accidente—. ¿Tienes preparado lo mío?

Albert sacó de debajo del mostrador un paquete y lo acercó a su amigo.

—Te puse todo... Cartuchos del 45, tres cajas de clavos y los víveres.

—Si sé lo que iba a abultar, hubiera mandado bajar a uno de los muchachos con la carreta —dijo Freddy, ante lo voluminoso del paquete.

—Llévate lo imprescindible y manda mañana a recoger el resto... —sugirió su amigo.

—No es mala idea. Sácame los clavos. Quiero que reparen un trozo de cerca mañana temprano y los voy a necesitar...

—De acuerdo, Freddy... Y si me esperas diez minutos a que me cambie, te invito a una copa.

Freddy McGregor miró a su amigo con una sonrisa. No conocía aquella faceta de Albert y le extrañó su deseo de cambiarse de ropa para ir al saloon.

—¿Qué pasa, Albert? ¿Es que estamos de fiesta?

La broma del capataz hizo enrojecer a su amigo.

—Estoy todo el día entre el género y no tengo un aspecto muy presentable. Además he trasvasado aceite y tengo el olor pegado a todo el cuerpo —se disculpó, mientras desaparecía en la trastienda.

Freddy se encogió de hombros y salió con las cajas de clavos para sujetarlas al borrén de la silla.

—Ya estoy listo... He dicho al chico que cierre —dijo Albert, al reunirse con él en la acera.

Freddy le contempló sorprendido. Vestía un elegante conjunto gris plomo y sus botas estaban relucientes.

—¡Diablos, Albert! Sabes que casi estoy avergonzado de ir a tu lado. Debo parecer un mendigo...

Se sacudió el polvo que la reciente pelea había pegado a sus ropas y los dos marcharon hacia el Golden Saloon.

Empujaron los batientes y pasaron al interior, donde la animación era grande. Varias chicas circulaban entre las mesas y el whisky corría generoso.

—Tomaré una cerveza y me iré para el rancho —comentó Freddy con su amigo.

Pero al volverse hacia él, vio a Albert parado junto a una de las columnas, contemplando con mirada embelesada a una atractiva rubia, de busto agresivo y redondeadas caderas, que asentaba su anatomía sobre un par de preciosas piernas.

—¡Eh, Albert! ¿Te has quedado alelado?

Pero Albert Finley, sin hacer caso a sus palabras, cruzó el saloon y se acercó a la rubia. Se le veía nervioso y daba la sensación de ser un colegial que por primera vez se acerca a una mujer.

Desde donde estaba en el mostrador, Freddy no perdía de vista a su amigo. No le conocía en aquella faceta de conquistador y esperó a ver la acogida que le dispensaba la chica.

Apenas le vio ésta, un mohín de fastidio se pintó en su maquillado rostro, y dando media vuelta, se cambió de sitio, buscando la compañía de un par de vaqueros que bebían en una mesa.

Albert se quedó cortado, mientras su pálido rostro enrojecía, y, luego, mirando a la mujer con ojos tristes, regresó al mostrador al lado de su amigo.

—Se te escapó el pájaro, ¿eh? —bromeó Freddy, ofreciéndole una cerveza.

Esperaba una respuesta ligera, pero el tono de Albert sonó solemne:

—No te burles, Freddy... Estoy enamorado de esa chica y deseo exponerle mis sentimientos con seriedad...

Freddy McGregor miró sorprendido a su antiguo condiscípulo y luego a la rubia, que apoyada sobre uno de los vaqueros, reía escandalosamente.

—¿Sabes lo que dices, Albert? No vengo mucho por aquí, pero no creo que esa rubia esté dispuesta a escucharte. Y mucho menos si intentas hablarle en serio.

Albert dejó violentamente su cerveza sobre el mostrador y se encaró con él.

—¡No conoces a Moira y no sabes lo que dices! No estoy dispuesto a que hables de ella en ese tono, ni a aguantar tus aires de burla... ¡Déjame en paz!

Después de aquella explosión, Albert Finley, ante el asombro del pelirrojo, se apartó del mostrador y salió a toda prisa del Golden Saloon.

En la mesa del fondo, con un vaso de whisky en la mano, la llamada Moira seguía riendo, mientras uno de los vaqueros le acariciaba el hombro desnudo.