CAPITULO IV
El aspecto que ofrecía la dehesa en la mañana del jueves era impresionante. Miles de cabezas de ganado, procedentes de nueve ranchos, se agitaban inquietas, vigiladas de cerca por más de sesenta hombres.
De acuerdo con el plan previsto, las reses habían ido llegando por el orden indicado al lugar de la cita, ocupando cada una su puesto en la manada.
Los vaqueros vigilaban que no se mezclaran demasiado los distintos hierros y cada capataz cuidaba de que los movimientos de los hombres bajo sus órdenes estuvieran de acuerdo con el plan general.
Freddy McGregor gritó a uno de los vaqueros para que estrechara más la cola de la manada y se aproximó a dos rancheros vecinos.
—¿Está seguro que ese Jansen vendrá, Freddy? —preguntó uno de ellos.
El capataz del Siete Picos contempló la vaguada por donde Roger Jansen tenía que llegar con sus reses.
—Prometió que estaría aquí para la salida... Y no creo que falte a su palabra —contestó.
—Vamos a echar de menos a su patrón, muchacho. Siempre he hecho la conducción con él. ¿Qué tal va su pierna?
—Pronto estará bien. El doctor...
Freddy se interrumpió y señaló una gran nube de polvo que se divisaba a lo lejos.
—¡Ahí está Jansen!
Tiró de las riendas de su animal y cuidó de que las reses que estaban a punto de llegar tuviesen acomodo en la dehesa.
—¡Vamos, muchachos! Echad las nuestras hacia aquel lado. Hay que dejar sitio...
Media hora después, Roger Jansen, a la cabeza de su manada, se reunía con el grupo general. Cuatro hombres le ayudaban con las reses.
—¡Bienvenido, Jansen! —saludó el viejo Carpet.
—Empezábamos a dudar si querría acompañamos...
El rostro de Roger Jansen se frunció ante el comentario del otro ranchero. Tenía un carácter difícil, tremendamente susceptible, y cualquier observación le molestaba.
—¡He llegado a la hora justa! Por mí no tendrán que esperar —replicó cortante, y se alejó hacia su grupo.
Poco después del mediodía el cielo comenzó a cubrirse y unos gruesos nubarrones hicieron presagiar la Tormenta, por lo que, de común acuerdo, decidieron partir de inmediato para alejarse del aguacero.
La orden se transmitió de un vaquero a otro hasta llegar a la cabeza de la manada y los conductores de aquel lado azuzaron a las reses hasta ponerlas en movimiento.
Y apenas empezó la cabeza a moverse todos los otros animales, uno tras otro, comenzaren a marchar tras sus hermanos.
Pero eran miles de cabeza y hubo de transcurrir más de media hora hasta que las reses del Siete Picos y las de Roger Jansen pudieran iniciar la marcha.
—¡Adelante, muchachos! Chaiky, vigila el flanco izquierdo...
La voz de Freddy resonaba potente sobre el mugir del ganado y los gritos de los vaqueros que, constantemente, iban de un lado a otro impidiendo que se desmandara algún animal.
Roger Jansen dio la orden de partida y sus setenta y cuatro animales, el primer fruto del rancho adquirido tres años antes, se pusieron en camino hacia Abilene, el más importante mercado ganadero de la zona.
Desde muchas millas de distancia era posible seguir el paso de la conducción, pues, una espesa nube de polvo amarillento iba señalando el cansino avance de los animales.
—¡Será mejor ir más aprisa! —gritó Carpet, que tenía una gran experiencia en aquellos asuntos.
—Si la tormenta descarga encima, será difícil evitar la estampida...
Aquella palabra puso un gesto preocupado en todos los rostros y los vaqueros aumentaron sus gritos y echaron sus caballos sobre el ganado para hacer que éste acelerara su avance.
La estampida en una manada de aquellas dimensiones y por un terreno como el que estaban atravesando, podía tener fatales consecuencias. Cada animal saldría enloquecido en dirección opuesta a la de su vecino, arrollándose unos a otros y sin que hubiera fuerza humana capaz de detenerlos.
Freddy galopó hacia Roger Jansen y le dio las instrucciones precisas.
—Hay que dejar atrás la tormenta, señor Jansen. ¡Tenemos orden de acelerar!
—¡Está bien! —el ranchero se volvió a sus hombres y gritó—: Apresurad la marcha... ¡Haced correr a las reses!
El esfuerzo conjunto de todos les permitió escapar del fantasma de la tormenta y dejar atrás el cielo cargado de negros nubarrones.
Pero ya era media tarde y no se podía acampar en la zona que estaban atravesando, por lo que decidieron seguir la marcha entre dos luces y tratar de alcanzar el paso del cañón en el que las reses quedarían abrigadas y donde sería más fácil mantenerlas vigiladas.
El dominio de los jinetes se puso entonces de manifiesto, pues si difícil era llevar varios miles de cabezas de ganado a pleno día mucho más difícil era conducirlas en medio de la noche.
Sin embargo, y afortunadamente para aquel pequeño ejército de hombres decididos, los de cabeza avistaron pronto la entrada del cañón.
Se corrió la voz y las reses fueron conducidas a través de una especie de embudo formado por los vaqueros hasta el interior de la garganta.
Cuando los jinetes pudieron bajar de las sillas y disponerse a despachar la cena, sus rostros tenían la marca inconfundible del cansancio y la fatiga.
La jomada había sido corta pero dura. Las condiciones de aquella primera etapa se habían distinguido por sus dificultades.
—Bien, dejaremos un par de hombres a la entrada y otros dos a la salida, y el resto podrá dormir tranquilamente —opinó uno de los rancheros.
—Que cada dos horas se releven las parejas —indicó Carpet.
Freddy se quitó el sombrero y buscó unos papeles.
—Sortearemos los ranchos que tienen que formar las dos primeras parejas.
Después del sorteo, los hombres se dispusieron a disfrutar del bien merecido descanso, echándose en el suelo bien abrigados en sus mantas.
Pero la noche pasó pronto y al amanecer cada uno estaba en su puesto, dispuesto a reanudar la marcha. Otra vez los gritos del día anterior, las mismas voces de mando e idénticos movimientos en hombres y animales.
Llevaban ya tres horas de camino, cuando Freddy McGregor advirtió que algo marchaba mal en el grupo de Roger Jansen El ranchero se había rezagado, y en compañía de uno de sus hombres, examinaba a una res caída en el suelo.
—¿Qué sucede, señor Jansen? —preguntó, acercándose a ellos.
—¡Nada de particular! Se ha quebrado una pata —respondió el ranchero, mientras aplicaba su carabina a la frente de la res y oprimió el gatillo.
El capataz regresó a su lugar, pero algo le hizo mirar poco después hacia atrás. Tampoco ahora estaba Roger Jansen en su sitio y se acercó a uno de los vaqueros y preguntó:
—¿Dónde anda su patrón?
El hombre señaló hacia atrás y partió en busca de una vaca que intentaba apartarse de la formación.
Freddy espoleó a su animal y marchó hacia la quebrada por la que habían cruzado un rato antes.
—¿Se rompió también la pata? —preguntó al ranchero, que estaba junto a una res caída en el suelo.
—¿Qué hace aquí? No le ha llamado nadie y no necesito su ayuda. ¡Lárguese! —replicó.
Pero en la mente de Freddy acababa de aparecer una negra sospecha. La vaca tenía espasmos y respiraba fatigosamente.
—Este animal está enfermo... —comentó—. Y no es el primero que cae, ¿verdad?
Roger Jansen guardó silencio. Contemplaba fijamente al animal y su frente estaba cubierta de arrugas.
—Oiga, señor Jansen... Si sus animales están enfermos, no pueden seguir hacia Abilene. Podrían contagiar al resto de la manada y eso sería la ruina de todos.
—¡Mis reses no están enfermas! La otra se rompió una pata y ésta ha debido caer víctima de la fatiga...,. —insistió el ranchero.
En la manada debía haberse dado alto para almorzar y alguien echó de menos al ranchero y al capataz.
El viejo Carpet, oíros dos rancheros y un par de hombres aparecieron al galope de sus monturas, reuniéndose minutos después con Freddy y Jansen.
—¿Qué les sucede? ¿Qué es lo que hacen aquí?
—Esta res se cayó y estábamos discutiendo si se hallaría enferma...
Jansen interrumpió al pelirrojo.
—¡Cierre la boca! No sucede nada, señor Carpet... Todo marchará bien a partir de ahora...
Pero en ese momento apareció un jinete. Pertenecía al equipo de Roger Jansen y se dirigió directamente a su patrón.
—Han caído otras cuatro reses, señor Jansen... —anunció.
Todas las miradas convergieron en el ranchero y Peter Carpet saltó al suelo. Se arrodilló junto al animal y le observó con atención.
Cuando se puso en pie, su rostro estaba serio.
—Hace más de treinta años que estoy luchando en este negocio, Jansen, y que me caiga muerto ahora mismo si sus animales no tienen aftosa...
Aquella palabra hizo estremecer a todos. La fiebre aftosa era el mayor enemigo del ganado y se extendía por él como reguero de pólvora.
Para combatirla sólo había un medio. Y Peter Carpet fue el encargado de dar la solución.
—Hay que sacrificar a todos sus animales, Jansen.. Si, y así podremos evitar que se...
—¡Usted está loco! Me ha costado tres años formar esta manada y no pienso sacrificarla porque a usted se te antoje... —gritó.
—Sé que es duro, pero no hay más remedio. Sólo sacrificando el ganado y enterrándolo bien profundo, con una buena capa de cal viva encima, se podrá evitar que la epidemia de extienda...
Todos asintieron a las palabras del viejo ranchero, comprendiendo lo que Jansen debía sentir.
—Hace siete años me tocó a mí... Fueron más de trescientas reses lo que se llevaron esas malditas fiebres —comentó otro ranchero.
—De acuerdo que mis animales estén enfermos, pero no es aftosa. Será cualquier cosa... ¡No voy a matarlos! ¡Entérense!
—Vamos, Jansen... Trate de comprender... —terció Freddy. ,
Pero otro de los rancheros se dejó llevar por sus nervios. Conocía la aftosa y creyó ver enfermar a las tres mil reses de la manada.
Saltó de su animal y desenfundó el rifle.
—Si usted no lo hace, Jansen, lo haremos nosotros. No voy a dejar que mi ganado muera por su culpa.
Los nervios de Roger Jansen estaban demasiado tensos para admitir verse bajo la amenaza de un arma. Ello le hizo lanzarse en tromba contra el ranchero, y arrojándole al suelo, comenzó a golpearle.
—¡Ocúpese de sus asuntos! —gritó fuera de sí—. Y si tanto miedo tiene, coja sus malditas reses y lléveselas lejos...
Sorprendido, el hombre trató de librarse de la lluvia de golpes que estaba recibiendo y con la misma culata del rifle, que aún seguía teniendo en sus manos, golpeó a Jansen en pleno tórax.
Este salió despedido hacia atrás y su oponente se incorporó, mientras aprestaba el arma para disparar.
Pero Freddy McGregor se interpuso entre ambos y arrebató la carabina de las manos del ranchero.
—¡Bien, muchacho! —le felicitó Carpet—. Será mejor que traten de sujetar sus nervios, señores. Estamos intentando salvar la manada, no discutiendo en un saloon.
El ranchero farfulló unas palabras y se retiró del grupo, mientras Carpet se aproximaba a Roger Jansen.
—No sé cuáles son sus conocimientos sobre el ganado, Jansen, pero le juro que he visto muchos animales enfermos con esas malditas fiebres y estos suyos lo están...
—He trabajado durante tres años y ahora iba a obtener los primeros beneficios. ¡No puede ser aftosa! Precisamente en mis animales...
Roger Jansen se negaba a admitir lo que era evidente, pues los síntomas de la res que agonizaba ante ellos no ofrecía lugar a dudas. Verdaderamente no hacía falta ser veterinario para diagnosticar la enfermedad.
—Carpet tiene razón.
Freddy lamentó lo que estaba ocurriendo. Sin querer, su pensamiento fue hasta Rebeca Jansen y la imaginó despidiendo a su padre, mientras éste la prometía mil regalos con el beneficio obtenido en Abilene.
—No veo otra solución, señor Jansen...
Todos coincidieron en el diagnóstico y Roger Jansen no pudo oponerse a la evidencia. Su cabeza cayó sobre el pecho y sus puños se cerraron con rabia.
Había creído que a partir de aquel momento, las cosas iban a comenzar a irle bien y ahora se encontraba con que debía volver al principio.
Pensó en su esposa, y sobre todo, en Rebeca. Estaba cansado de la vida sencilla que por su culpa llevaban ambas y tampoco en esta ocasión podría sacarlas de ella.
—¿Qué quieren que haga? —preguntó en voz baja.
Era lastimoso el aspecto que ofrecía. En media hora parecía haber envejecido diez años y cuando marchó hacia su caballo, su silueta era la de un anciano.
—Le ayudaremos a matarlas, Jansen —se ofreció Carpet—. Luego cavaremos varias fosas y los enterraremos...
—Enviaré a uno de mis hombres al pueblo más cercano en busca de la cal.
Roger Jansen tomó el rifle de la funda y se volvió a todos. Sus ojos parecían haber recuperado el brillo de ordinario y su voz sonó tensa al decir:
—No necesito que nadie me ayude. Yo crié esas reses y yo mismo acabaré con ellas... ¡Es asunto mío!
Freddy fue a negarse, pero Peter Carpet, que sabía cómo sentía Jansen, le hizo una seña y el joven guardó silencio.
La primera en morir fue la res que agonizaba ante ellos. Luego, Roger Jansen subió a su caballo y se alejó en busca de sus animales.
Marcharon tras él, respetando una cierta distancia, y poco después comenzaron a oírse las secas detonaciones de su carabina.
En cada uno de aquellos disparos, Roger Jansen no sólo mataba a un animal, sino que asesinaba muchas ilusiones, muchas esperanzas y muchos deseos que albergaba en su corazón.
Hubo que sujetar a las reses de Freddy para evitar que se espantaran al escuchar tan próximos a ellas, los disparos que, inmisericordes, iban acabando con las vacas de Jansen.
Muy pronto el lugar escogido para parada estuvo sembrado, en un buen trecho, por docenas de cadáveres y, lo que hasta hacía poco fueron hermosos ejemplares, orgullo de su dueño, se convirtieron en deshecho.
Cuando el ranchero apretó por última vez el gatillo, su rostro estaba pálido y su frente cubierta por un sudor helado.
Carpet se acercó a él y le miró con admiración.
—Ya ha cumplido su parte, Jansen, ahora déjenos a nosotros...
Aunque no hubiera dicho aquello, Roger Jansen no hubiese podido encargarse de enterrar las vacas, pues sus fuerzas se hallaban al límite.
Más de cuatro horas costó sepultar aquellas toneladas de carne enferma y se decidió no reanudar la marcha hasta el día siguiente.
En el momento de partir, Peter Carpet se acercó a Jansen y le dijo:
—Créame que lamento de verdad lo ocurrido. Puede contar conmigo para rehacer su ganado en cuanto regresemos... Ahora le conviene volver a casa y descansar.
Roger Jansen se enderezó en la silla y miró aquel mar de cabezas astadas que se agitaba ante él.
—No vamos sobrados de gente y mis cuatro hombres y yo podremos serles útiles. Les acompañaremos a Abilene...