CAPITULO VII
Cuando Albert Finley despertó aquella mañana, notó la cabeza pesada y una extraña sensación en sus miembros.
De la alcoba pasó directamente a la cocina y se preparó una taza de café bien cargado, mientras trataba de recordar lo ocurrido la noche anterior.
Debí beber demasiado y como no estoy acostumbrado... Ni siquiera recuerdo haber vuelto a casa... —murmuró, bebiéndose de un trago el café.
Se dio un chapuzón y poniéndose la ropa de trabajo, marchó a la tienda donde debía colocar una serie de mercancías antes de abrir al público.
Sonrió al pensar en Moira y en el brindis que ambos habían hecho.
—Seremos muy felices... —se dijo, cargando con veinte libras de tocino ahumado.
Siguió su labor sin que la figura de la mujer se apartara un instante de su mente. A través de la luna del escaparate empezó a ver el movimiento del pueblo y de los hombres que se dirigían a sus trabajos.
Tomó la escoba de la trastienda y fue hacia la puerta, para abrir y barrer la acera, tal y como hacía cada mañana.
Pero apenas salió del almacén, vio avanzar hacia él al sheriff Seller y al director del Banco.
—¡Buenos días, comisario! —saludó—. ¿Qué tal, señor White?
El rostro de Gerard Seller se mostraba serio. En lugar de responder al saludo del joven, le tomó de un brazo y le hizo entrar en el interior del establecimiento.
—Tenemos que hablar contigo, Albert...
—¿Conmigo? ¿De qué se trata?
La seriedad de los dos hombres había conseguido ponerle nervioso y la cabeza le dolió más que hacía unos instantes.
—¡Puedes considerarte arrestado, Albert! Tendrás que acompañarnos a mis oficinas...
—¿Detenido? —repitió el joven tendero desconcertado—. ¿Por qué? ¡No he hecho nada contra la ley!
—¡Es un cínico, sheriff! Ha vaciado la caja fuerte del Banco y aún se atreve a decir que no ha hecho nada... —gritó el banquero—. ¿Dónde está mi dinero?
La escoba se había escurrido de las manos de Albert y éste miraba asombrado a los dos hombres que tenía frente a él.
Las palabras de Arthur White resonaban en su cerebro y creyó haber entendido mal. Se volvió al comisario y preguntó:
—¿Qué clase de broma es ésta, sheriff? ¿Qué quiere decir el señor White? ¿Por qué me acusa de haber robado su dinero?
Gerard Seller le cogió de un brazo y por toda respuesta, se le llevó al interior. Cruzaron la trastienda, pasaron al comedor y de allí al cuarto trastero.
—¿Dónde vamos, comisario? ¿Qué es lo que...?
Albert Finley se quedó mudo. El comisario acababa de empujar la puerta, y ante los ojos de los tres hombres apareció un espectáculo insospechado.
El suelo del cuarto estaba lleno de cascotes y en la pared del fondo podía verse un boquete lo suficientemente amplio como para permitir el paso de un cuerpo.
A través de él apareció el rostro de uno de los ayudantes del comisario.
—¿Y qué me dice? No intentará negar los hechos, ¿verdad?
El banquero gritaba enfurecido ante Albert, quien se había quedado mudo de la sorpresa. Ignoraba cuándo había podido suceder aquello ni quién lo había hecho, pero de una cosa estaba seguro.
—¡No tengo nada que ver con eso, sheriff! —se defendió—. Es la primera noticia que tengo y no me he enterado de nada...
—¿Lo oye, comisario? Han derribado un tabique junto a su oído y tiene la desfachatez de afirmar que no se ha enterado de nada. ¡Maldito ladrón!
—Vamos, Albert, será mejor que confieses y nos digas dónde tienes el dinero...
Albert estaba pálido y sudaba copiosamente.
—Le digo que no sé nada, sheriff... Lo harían mientras yo no estaba, pero no tengo nada que ver con este robo.
—Estás cometiendo un error, muchacho. Una mala tentación la tiene cualquiera y si recuperamos el dinero pronto, te librarás con un par de años de cárcel...
—¡Un par de años de cárcel, sheriff! Haré que le cuelguen, como no me entregue ahora mismo mi dinero.
El carácter tímido de Albert reaccionó con extrema violencia ante la situación en que se hallaba. Se veía acusado de algo que no había cometido y creyó estar ya con la soga al cuello.
Se dejó llevar por los nervios y propinando un violento empellón al banquero, le lanzó contra Gerard Seller, haciendo que los dos cayeran al suelo.
—¡Yo no lo hice!
Aprovechó aquellos segundos de desconcierto para salir corriendo, y cruzando como una centella la tienda, ganar calle.
Pero Gerard Seller se incorporó rápidamente y salió tras el fugitivo, mientras empuñaba el «Colt» con la mano derecha.
—¡Detente, Albert! Alto...
La voz de lo sucedido había corrido por todo el pueblo y al escuchar los gritos del comisario y contemplar la alocada carrera del almacenista, varios hombres salieron a su encuentro, cerrándole el paso.
Albert no llevaba armas y aquella circunstancia animó a los ocasionales colaboradores de la autoridad.
—¡Por aquí no pasarás, muchacho! —gritó un conductor de diligencia, interponiéndose en su camino.
Pero Albert le embistió, derribándole al suelo y propinándole una patada en pleno tórax.
Saltó sobre el tipo y esquivó a un par de hombres que intentaban agarrarle, doblando por la primera esquina y buscando desesperadamente un caballo en el que continuar la huida.
La intervención de los tres hombres había impedido que el comisario hiciera fuego sobre él por temor a herirlos.
Llegó a la esquina en el momento en que Albert saltaba sobre una carreta detenida ante el mercado y, fustigando al tiro, se perdió al galope por el otro extremo de la calle.
Gerard Seller disparó un par de veces al aire y gritó:
—¡A los caballos! ¡Hay que cogerle vivo!
Saltó sobre el primero que tuvo a mano, y espoleándolo despiadadamente, salió en pos del fugitivo, dispuesto a alcanzarle.
Sabía que Albert no era un enemigo duro y, además, al par de mulas que tiraban de la carreta no le permitirían tomar mucha ventaja sobre los caballos que montaban los seguidores.
Tampoco era demasiado buen conductor, y en la primera curva, tomada a galope, una de las ruedas se montó sobre la acera estando a punto de volcar el carro.
Pero Albert se venció al lado opuesto y con la desesperación que da el saberse perdido, logró salvar la difícil situación. Quería salir de la ciudad y ganar el terreno despejado.
No tenía planes concretos e ignoraba lo que haría una vez llegara a la pradera, pero ahora sólo quería establecer la mayor distancia posible entre el grupo de jinetes que le seguían y la carreta.
—Arre, mulas... ¡Aprisa! —gritó a los animales, sacudiendo las riendas.
Se volvió en el pescante y comprendió que Gerard Seller llegaría rápidamente a su altura. El sheriff no dejaba de disparar, si bien lo hacía siempre por encima de su cabeza, y hasta Albert llegó su voz:
—¡No lograrás escapar! Detente...
Por mirar hacia atrás, el fugitivo no reparó en un pedrusco que se alzaba frente a él y las mulas no supieron evitar aquel obstáculo.
La rueda chocó violentamente contra la piedra y la carreta pegó un bote tremendo, volcándose de medio lado y lanzando a su conductor despedido por los aires.
Albert chocó contra el duro suelo y trató de incorporarse. Pero antes de que lo lograra, el caballo de Gerard Seller se detuvo frente a él.
—Levántate despacio y con las manos en alto... ¡Se acabó el juego! —le ordenó el comisario con voz dura.
Albert comprendió que su intento de fuga había fracasado y sólo entonces se dio cuenta que acababa de cometer una estupidez, pues ahora sería mucho más difícil hacer creer en su inocencia.
Mientras elevaba las manos sobre su cabeza y en tanto los demás hombres le rodeaban, encañonándole con sus armas, repitió una vez más:
—Soy inocente, comisario... No tengo nada que ver con ese robo. ¡Se lo juro!
* * *
Fue Chaiky quien, a media tarde, llevó la noticia hasta el Siete Picos. Freddy le había enviado en busca de unas nuevas simientes que iba a traerles la diligencia, y apenas echó pie a tierra, el vaquero gritó:
—¡Han vaciado el Banco! Albert, el del almacén, está detenido... ¡Dicen que han desaparecido más de noventa y cinco mil dólares!
Inmediatamente acudieron sus compañeros en solicitud de más detalles. Saylon solía ser una ciudad tranquila y, desde luego, no se recordaba un robo de aquella categoría.
—¡No me digas que lo hizo ese tipo del almacén! Pero si parece idiota...
—Sí, fíate tú de los idiotas... —comentó Chaiky a su compañero—. Hizo un agujero en la pared de su casa y pasó directamente a la caja fuerte del Banco.
—¡Qué tío! —silbó el cocinero—. ¿Han recuperado el dinero?
—Aún no... Por lo visto el del almacén niega en redondo tener algo que ver con el robo y dice que no sabe nada. ¡Pero todo es un truco!
—¡Claro, Chaiky! Seguro que lo tienen sus compinches bien seguro. ¡Noventa y cinco mil dólares, madre mía! —exclamó un gordo vaquero, palmeándose la barriga.
Freddy McGregor lo había oído todo desde la puerta de la cuadra. Esperó, a que el grupo se disolviera y llamó a Chaiky.
Si era cierto lo que el vaquero acababa de contar,
Albert se encontraba metido en un buen lío. Mientras esperaba a que su hombre llegara junto a él, su pensamiento fue hasta la rubia Moira.
—Esa mala pécora será la culpable de que Albert se haya metido en ese lío...
—¿Me llamabas, Freddy?
—Sí. ¿Qué hay de ese robo? Te he oído contar algo... Explícamelo, ¿quieres?
Chaiky repitió entonces con todo lujo de detalles lo que había oído en el pueblo, sazonándolo con numerosos comentarios de su propia cosecha.
La historia había corrido de boca en boca y cada narrador había añadido nuevos detalles.
—Creo que se defendió con uña y dientes... Tuvo durante más de una hora a casi treinta hombres detrás de él. Estuvo a punto de matar al mayoral de la diligencia...
Freddy escuchó el relato, cada vez más preocupado por Albert. Además no veía a su amigo como protagonista de aquella fantástica historia en la que se hallaban mezclados más de noventa y cinco mil dólares.
—Gracias, Chaiky... Por favor, di al señor Redmond que voy al pueblo y que no sé cuándo volveré... ¡Hasta luego!
Entró en la cuadra y ensilló rápidamente su caballo. Luego saltó sobre la silla y dejó el Siete Picos a todo galope.
El camino hasta Saylon lo pasó haciendo cábalas sobre todo lo que acababa de oír, y tratando de averiguar dónde acababa la realidad y empezaba la fantasía.
Saltó al suelo ante las oficinas del comisario y entró al despacho.
—¡Hola, Freddy! ¿Ocurre algo?
La entrada del capataz del Siete Picos fue bastante parecida a la llegada de un huracán. Pasó sin llamar y, aún con la fatiga de viaje.
—¿Qué hay de cierto en eso que he oído contar sobre el robo al Banco? ¿Es verdad que tiene encerrado a Albert Finley? —preguntó.
—Veo que las noticias viajan de prisa... Sí, es cierto. ¿Por qué?
—Bueno, conozco a Albert hace muchos años y estoy seguro que no es capaz de hacer una cosa así.
—Eso afirma él. Pero todo está en su contra —replicó el sheriff—. Dejando a un lado su intento de fuga, su testimonio se contradice con el de sus testigos.
Chaiky no había hablado nada sobre aquello. Y Freddy se interesó por lo que acababa de decir el sheriff.
—¿De qué testimonio habla?
—Albert afirma que el robo debió producirse durante el tiempo que estuvo fuera de casa.
—Me parece muy lógico... Sin duda, los ladrones aprovecharon su ausencia para perforar ese muro, ¿no cree?
Gerard Seller negó seriamente.
—Lo siento, Freddy, pero la coartada de Albert se cae por su propio peso.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Podía ser verdad y me he ocupado personalmente de comprobarlo, pero por desgracia para Albert, todo es un puro embuste. El afirma que después de tomar tina copa en el Golden Saloon, se reunió con una tal Moira que trabaja en el mismo y se fueron juntas a casa de la chica...
—¿Le ha preguntado a ella? —al inquirir aquello, Freddy, sin saber por qué, ya contaba con una respuesta negativa.
—Sí, y afirma que no es cierto. Estuvo con Albert en el saloon, pero a ella la dolía mucho la cabeza y se despidieron.
—Un momento, sheriff, esa chica puede estar mintiendo —le interrumpió el capataz.
—Curry, el pianista, afirma que Moira se retiró pronto a su casa y que salió sola del local. Pero aún hay más...
—Le escucho...
Freddy iba comprendiendo que la situación de su amigo era francamente grave. Todo parecía coincidir en señalarle como culpable o al menos como cómplice en el robo del Banco.
—Sam Gasman, el barbero, ha dicho que habló con Albert cuando éste salía del saloon poco antes de las once y que le comentó que se retiraba a casa. Como verás, el testimonio de la chica y el de Sam bastan para demostrar que Albert lo ha inventado todo para cubrirse...
—No puedo creerla —murmuró Freddy, convencido de que algo fallaba en aquel rompecabezas.
No podía decir el qué, pero conocía muy bien a Albert y tenía que haber alguna explicación a todo aquello.
—¿Puedo hablar con él, sheriff? Somos muy amigos y Albert no tiene a nadie en el pueblo.
—Desde luego, Freddy. No tengo inconveniente... Pasa.
Le abrió la puerta de comunicación con las celdas y Freddy vio, en la última de ellas, a Albert. Estaba sentado en el bordé del camastro, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza hundida en el pecho.
Ni siquiera levantó la vista al oír abrirse la puerta. Gerard invitó a pasar al capataz del Siete Picos y luego se retiró, dejando solos a los dos amigos.
—¡Animo, Albert! No hay que perder la esperanza. ¿Cómo estás?
Sólo entonces levantó el joven almacenista la cabeza. Miró a Freddy y le sonrió con amargura.
—Es fácil hablar así desde ahí fuera. Pero si estuvieras en mi lugar no andarías tan animado... Me han acusado de algo que no he hecho y me condenarán sin remisión —contestó en voz baja.
—Quiero sacarte de este lío y si me ayudas lo conseguiremos.
—¿Cómo? He dicho la verdad y nadie parece creerme... Están empeñados en que les diga dónde he puesto el dinero, y no sé nada sobré esos dólares. ¡Es horrible!
Se sujetó la cabeza con ambas manos y pareció querérsela estrujar.
—¡Escúchame con atención, Albert! Vas a contarme todo desde el principio... Sin olvidar ningún detalle y desde el momento en que ¿erraste anoche el almacén, ¿de acuerdo?
—No servirá de nada, Freddy. Al final me colgarán o me enviarán a un penal por el resto de mis días.
Freddy se dijo que tantas dificultades como la gravedad de la situación, iba a ofrecer el decaído espíritu de su amigo.
—¡Cómo te condenarán, será sí nos quedamos cruzados de brazos! —le gritó coa energía—. Levanta la cabeza y cuéntame todo...
Albert pareció sugestionarse por el tono de su amigo y, levantando la cabeza, se pasó la lengua por los labios. Luego, con voz insegura, comenzó a hablar.
Una hora después, Freddy se puso en pie y estrechó con fuerza su mano. Luego, antes de despedirse, le dijo:
—¡Te sacaré de aquí, Albert! Y los miserables que te han metido en todo esto ocuparán tu lugar... ¡Hasta pronto!