44. La conferencia de Yalta
¿Un presidente senil se juega la libertad?
A principios de febrero de 1945, antes del fin de la guerra, los jefes de Estado de los tres países aliados —Reino Unido, Unión Soviética y Estados Unidos— se reunieron en el balneario ruso de Yalta, en la península de Crimea, en el mar Negro. Los «tres grandes» —Churchill, Stalin y Roosevelt— ya se conocían de cumbres anteriores y habían actuado casi siempre en conformidad y en contra del Reich durante la guerra. En Yalta debía negociarse el futuro de Europa, pues el fin de la guerra estaba cerca. Por consiguiente, las tres futuras potencias victoriosas tenían muchos temas en la agenda: el futuro de Polonia y sus fronteras, la inclusión de Francia en el círculo de las potencias victoriosas, la repartición de Alemania en zonas de ocupación y las reparaciones alemanas, así como el reordenamiento de toda Europa y las esferas de influencia de las potencias victoriosas en el mundo.
Para muchos, la conferencia de Yalta significó una deshonra de la diplomacia internacional. Allí se habría decidido la división de Europa que perduraría durante décadas y que, debido al distanciamiento entre la Unión Soviética y las potencias occidentales, encarnaría un terrible símbolo: el Telón de Acero. Churchill y Roosevelt habrían entregado media Europa al astuto Stalin sin la menor necesidad. Los Estados de Europa Central y Oriental, sobre todo, se sintieron como la masa manipulable que las grandes potencias occidentales cedieron a la Unión Soviética en el póquer de la negociación. A la Alemania desmembrada tampoco le hizo gracia el resultado de la conferencia, lo cual es comprensible, y en Europa Occidental aumentó rápidamente la sensación de que Occidente había salido perjudicado en favor de Stalin. Resultado que parecía incomprensible ante la casi plenitud de poderes de Estados Unidos y la tenacidad de Churchill, hasta que finalmente se señaló al culpable: Franklin Delano Roosevelt, presidente de Estados Unidos desde 1933, que viajó enfermo a Crimea y falleció poco después. Según una opinión generalizada, Roosevelt se encontraba en tan mal estado que Stalin se aprovechó de esta debilidad a sangre fría para manipular la conferencia a su favor.
En efecto, la Conferencia de Yalta está estrechamente relacionada con el origen del mundo bipolar. No obstante, la conclusión de que la decisión se tomó allí no es del todo acertada. La cuestión se trazó pero no se definió claramente. Hubo muchos temas conflictivos que no se abordaron precisamente porque la guerra no se había acabado aún y las potencias dependían unas de otras. Aun cuando se preveía que el escenario bélico de Europa estaba cerca de tranquilizarse, estaba claro que la guerra perduraría una vez declarada la paz. En el caso de Alemania, si bien se decidió el establecimiento de zonas de ocupación y el pago de reparaciones, no se definió cómo debía procederse a largo plazo. Y tampoco se fijó definitivamente el trazado de la futura frontera occidental de Polonia.
Los conflictos que, como consecuencia, condujeron a la guerra fría están relacionados con la conferencia porque los tres grandes dejaron aspectos importantes sin aclarar, pero los problemas habrían surgido de todas formas. Tras el fin de la guerra, los conflictos eran inevitables: Europa quedó dividida en dos campos y la guerra fría dominó el continente.
En todo caso, los tres grandes tenían la buena intención de llegar a un acuerdo entre las potencias victoriosas que impidiera durante el mayor tiempo posible el estallido de una nueva guerra. Sin embargo, más importante que un acuerdo en lo fundamental era que el mundo asumiera la conferencia como un éxito. Lo más importante para los tres grandes era, principalmente, demostrar armonía.
¿Y qué pasó entonces con Roosevelt? En Yalta estuvo también el médico de Churchill, Lord Moran, quien posteriormente hablaría de las malas condiciones del presidente de Estados Unidos. Según éste, Roosevelt intervino muy poco en las conversaciones y se pasó casi todo el tiempo sentado, con expresión ausente y la boca abierta, pues estaba claramente senil y no viviría mucho tiempo más. Esto indicaría que hay algo de cierto en la conclusión de la posterioridad. Sin embargo, otros participantes manifestaron opiniones muy distintas. Por ejemplo, el ministro británico de Asuntos Exteriores, Eden, más cercano a los sucesos de la conferencia que el médico de Churchill, confirmó que Roosevelt estaba fatigado pero declaró que su capacidad de discernimiento no se veía afectada en absoluto. El desarrollo de la conferencia tampoco permite suponer que Roosevelt no pudiera seguir las negociaciones. Tomaba la iniciativa, expresaba objeciones y planteaba propuestas igual que sus dos compañeros. No obstante, es igualmente cierto que Stalin estaba en plena forma. Solo se descontroló una vez, pero durante el resto del tiempo se mantuvo tranquilo, prudente y circunspecto. Demostró habilidad para negociar y fue lo suficientemente osado como para exponer de forma incorrecta los territorios orientales de Alemania o las circunstancias de Polonia cada vez que eso le resultaba provechoso para sus planes.
El resultado de la conferencia puede explicarse satisfactoriamente por el hecho de que la guerra aún no se había acabado en el momento de las negociaciones. La posición negociadora de Churchill y Roosevelt también se vio determinada por el hecho de que el Ejército Rojo había avanzado mucho más hacia el interior de Alemania que las tropas británicas y estadounidenses en ese momento. También estaba claro que la Unión Soviética era el país que más fuerte había salido de la guerra y, por tanto, tenía cierto derecho a imponer sus exigencias. Después de todo, eran los tres vencedores de la guerra quienes negociaban la Europa de la posguerra; por ende, tenían en mente sus propios intereses y el orden del mundo, y no tanto el bienestar y el derecho de autodeterminación de los países pequeños. Stalin no fue el único en adoptar esta actitud, también Churchill y Roosevelt decidieron, sin consultar con los países implicados, cómo serían las nuevas fronteras y quién controlaría qué rincón de Europa. Así sucedió con Alemania, que naturalmente no tenía derecho a intervenir al haber causado y perdido la guerra, pero de la misma forma se obró con Polonia y China.
En el caso de Polonia, más que una decisión mesurada y enfocada hacia los intereses del país, a los tres grandes les importaba demostrar concordia. En el caso de China y otros escenarios no europeos, lo importante eran los intereses geopolíticos de las tres potencias. Los jefes de Estado rara vez deciden basándose en razones idealistas y de principios, y los tres de Yalta tenían presente el ejemplo del expresidente Wilson, cuyo plan de catorce puntos para Europa después de la Primera Guerra Mundial no había durado nada frente a las condiciones de la política exterior.
En todo caso, la conferencia de Yalta estuvo tan determinada por un póquer negociador como otras cumbres de este tipo. Llámesele regateo escandaloso o mutuo toma y daca: los tres grandes aclararon las cuestiones que debían aclarar y remitieron a sus ministros los temas álgidos o los aplazaron. Cada uno de los participantes tenía sus expectativas y prioridades respecto a ciertos temas, por lo que consideraba otros como menos importantes y, por tanto, manipulables. Por ejemplo, a Churchill le importaba más la preservación del Imperio y la influencia británica en Grecia que Polonia. Stalin, por su parte, no pensaba dar su brazo a torcer en lo referente a Polonia, y podía contar con que Roosevelt y Churchill no permitirían que la conferencia fracasara por ello siempre y cuando pudieran guardar las apariencias. A Stalin le convenía la «Declaración sobre la Europa liberada» que hablaba de un continente democrático, por lo que accedió fácilmente. Y cedió en otros puntos: aceptó una zona de ocupación francesa así como las ideas estadounidenses sobre las Naciones Unidas y el destino de China. Churchill, por su parte, no defendió abiertamente el derecho de autodeterminación de los pueblos porque esto habría repercutido en la Commonwealth británica. En resumen, los jefes de Estado se pusieron de acuerdo en casi todo y casi sin problemas sobre las esferas de influencia en el mundo.
La conferencia de Yalta fue una cumbre de tres aliados que ya podían sentirse vencedores y que, por tanto, discutieron el futuro con actitud victoriosa y se atribuyeron el derecho de negociar según sus propios intereses. Juzgar retrospectivamente las consecuencias de esta conferencia es fácil, pero la historia es un tejido de muchas capas que sigue unas reglas complejas, y quienes manejan los procesos históricos solo pueden medir hasta cierto punto las consecuencias de sus actos. Los acompañantes de los jefes de Estado estaban convencidos de haber conseguido lo mejor para sus respectivos países, lo que parecía justo en ese entonces, y así lo vio también la opinión pública en su momento. No podía preverse que la primera conferencia de la posguerra entre las potencias vencedoras, realizada unos meses después en Potsdam, separaría durante décadas a Oriente y Occidente sin necesidad de un enfrentamiento bélico. En todo caso, la historia acabaría dándole la razón a Roosevelt: después de todo, el orden mundial de la posguerra se correspondería principalmente con la concepción de aquel presidente no tan senil.