CAPÍTULO XXIII.


La traición y sus consecuencias

Antes del amanecer, Laura y Nahueltruz retiraron el caballo del establo y lo montaron. Con las calles desiertas, podían escapar furtivamente y sin riesgos. Laura, delante de Nahueltruz sobre la montura, sentía la presión de su brazo en torno a su cuerpo y cavilaba: «Iría con este hombre hasta el fin del mundo si me lo pidiese». Era la primera vez que montaba y, a pesar de que el picazo era de gran alzada, no tenía miedo junto a él. La noche anterior había sido tan especial, con sus desencuentros y reconciliaciones, que Laura jamás la olvidaría.


–María Pancha ya sabe de lo nuestro -dijo.

–Lo sé -manifestó Guor-. Ayer por la noche, cuando fui a lo de Javier para ver a Agustín, me frenó en el corredor y me hizo saber que no está de acuerdo.

Laura sabía que ese «me hizo saber» era un eufemismo para disfrazar la acrimonia con que, de seguro, María Pancha había atacado a Nahueltruz.

–Lo siento.

–Yo también. Me agrada María Pancha. Mi madre la quería y respetaba. Me habría gustado que me aceptara como el hijo de Blanca Montes. Pero para ella sólo soy el hijo de Mariano Rosas.

–Anoche terminé de leer las memorias de tu madre. Ella quedó embarazada después de que regresó a Leuvucó.

–Ese hijo nunca nació -interpuso Guor-. Mi madre sufrió un aborto al poco tiempo. Su cuerpo, tan debilitado, no soportó el embarazo; no habría soportado el parto tampoco. Ni siquiera el aborto soportó. Murió semanas más tarde.

–Lo siento -farfulló Laura, y le apretó la mano.

–Mi padre se culpa, y nadie puede hacerle entender que mi madre ya estaba condenada, que, tarde o temprano, habría muerto. Esa enfermedad no perdona. – Permaneció meditativo antes de proseguir-: Vivió casi tres años luego de que regresó a Leuvucó. Quizá por eso mi padre se había hecho ilusiones, quizá pensó que, en Tierra Adentro, mí madre se había curado.

–Estoy segura de que, si tu padre no hubiese ido a buscarla a Ascochinga, ella habría fallecido mucho antes. Vivió porque estaba feliz, porque había vuelto a su tierra, al hombre que amaba y, sobre todo, a su hijo. Ella te adoraba, Nahuel.

–Y yo a ella.

–¿Qué pasó después de que mi tía Blanca murió?

–Mi padre me envió lejos a estudiar, para cumplir una promesa que le había hecho. Le pidió al padre Erasmo (seguramente mi madre lo menciona en su cuaderno) -supuso, y Laura asintió-. Le pidió que se hiciera cargo de mi educación al padre Erasmo, quien me llevó a Mendoza, a un convento de dominicos en el pueblo de San Rafael, donde, el principal era amigo de él. Fui oblato durante siete años. Aunque extrañaba lo que había dejado en Leuvucó, tengo que admitir que la etapa del convento fue una buena época de mi vida, dura, laboriosa, pero de provecho. El principal del convento, el padre Miguel Ángel, me puso bajo la tutela del padre Jean-Baptiste.

–¿Jean-Baptiste? ¿Francés?

–Él decía que no era francés sino occitánico, y repetía que lo era hasta la médula. Me enseñó todo lo que sabía, que no era poco, su lengua madre también me la enseñó; incluso a hacer vino, que era lo que más le gustaba. Me tomó mucho cariño y solía llamarme mon petit indien. Hasta convenció al padre Miguel Ángel para que me enviara a estudiar a Madrid; esto fue cuando cumplí los dieciocho. Pero yo tenía otros planes: le agradecí a los curas todo lo que me habían dado y regresé a Tierra Adentro. Otro dominico, el padre Moisés Burela, me acompañó a Leuvucó y se hizo gran amigo de mi padre. Siete años después de haber dejado mi tierra, volví a poner pie sobre ella. Fue una gran alegría para mí.

–Siete años -se sorprendió Laura-. Debes de haber encontrado todo muy cambiado.

–Mi padre ya era cacique general de las tribus ranqueles. Ese fue un gran cambio. Por lo demás, todo seguía igual.

–¿Cómo llegó a ser el cacique general?

–Porque mi tío Calvaiú murió en un accidente.

–¿Qué le sucedió?

–Le explotaron en las manos unas municiones que el coronel Emilio Mitre abandonó en el desierto cuando fracasó su campaña contra el indio en el año 57. Las malas lenguas dicen que un grupo mal enquistado con mi tío por un asunto bien fulero luego de la muerte de mi abuelo le tendió una trampa.

–¿La matanza de las brujas?

–¿Lo menciona también mi madre en su cuaderno? – y Laura volvió a asentir-. Pues se dice que, con artimañas, lo hicieron aproximarse a las municiones y luego las encendieron. Mi padre no lo creyó así y hasta el día de hoy insiste en que fue un accidente. Lo cierto es que, después de la muerte de mi tío Calvaiú, nadie dudó, ni siquiera un solo lonco del Consejo, de que mi padre era el heredero natural al trono de Leuvucó. De todos modos, mi padre aceptó a regañadientes.

–¿Qué pasó con Gutiérrez?

–Murió de viejo, mi querido amigo. Aún lo hecho de menos.

–El coronel Mansilla menciona en su libro que tu padre tiene varios hijos; incluso habla de una niña.

–Luego de la muerte de mi madre y a lo largo de los años, mi padre tomó a cinco mujeres.

–¡Cinco mujeres! – se horrorizó Laura, y Nahueltruz se echó a reír.

–Cinco mujeres, es común entre nosotros. Calfucurá tiene veinte.

Laura no volvió a hablar, y Guor encontró divertido su silencio. El paso tranquilo del caballo y la paz del entorno, que comenzaba a colorearse hacia el este, los aletargaron. Habían dejado atrás Río Cuarto y sus peligros, el Fuerte Sarmiento y el fantasma del coronel Racedo. Avanzaban hacia el sur, en busca de ese lugar predilecto que Nahueltruz anhelaba compartir con Laura.

–¿Serás el cacique general de los ranqueles algún día?

–Ése es el deseo de mi padre y de mi tío Epumer.

–¿Cuál es tu deseo? – insistió Laura.

Guor la tomó por el mentón y la obligó a volver el rostro hacia él.

–¿Todavía no lo sabes? Que seas mi esposa y que me des hijos -expresó con semblante grave, y le acarició el vientre al tiempo que sus labios descendían sobre los de ella.

Laura le aferró la cara con ambas manos y respondió a la demanda imperiosa de su boca.

–Pero no podrás tomar a otras mujeres -bromeó.

–Mi padre no tomó a ninguna mientras mi madre vivió.

Según Guor, faltaban pocas varas para llegar al río Cuarto. El sol se asomaba en el horizonte y abigarraba el cielo de rosa, naranja y violeta. Soplaba una brisa fresca que acarreaba el aroma húmedo de las últimas gotas de rocío. Desde todas las direcciones, los alcanzaban los chirridos de los pájaros, y Nahueltruz, que los distinguía por su canto, indicaba el nombre de la especie y las tonalidades de sus plumas.

–Laura -habló de repente-, mañana muy temprano dejaré Río Cuarto.

–Me iré contigo.

–No, te quedarás en Río Cuarto -interpuso él, con una autoridad que no admitía cuestionamientos.

–¿Me dejas para siempre?

–¡Laura, mírame! – y volvió a aferraría por el mentón-. Nunca voy a dejarte. Eres mi mujer, ahora y para siempre. Serás la madre de mis hijos, la compañera que permanecerá a mi lado hasta el fin. Te quedarás en lo de Javier, esta tarde hablaré con doña Generosa y le pediré que te hospede hasta mi regreso. No quiero que permanezcas en el hotel mientras yo no estoy.

–En lo de doña Generosa no hay lugar. María Pancha, Agustín y ahora mi padre, no podemos abusar.

–Te digo que hablaré con doña Generosa, le diré de lo nuestro. María Pancha puede dormir en el hotel y tú tomar su lugar en la habitación de Agustín.

–¿Le dirás de lo nuestro? – se sorprendió Laura, y Guor asintió.

–También hablaré con Agustín -añadió-, hace tiempo que quiero sincerarme con él. Ahora que ha recobrado la salud, no veo por qué debo seguir ocultándole lo que hay entre nosotros.

–¿Y mi padre? – se asustó Laura.

–Si es necesario, a él también se lo diré.

–Llévame contigo a Tierra Adentro -suplicó, porque de pronto le dio pánico enfrentar a su familia.

–¡Jamás! Nunca te haré parte de ese mundo.

–¿Por qué? – se ofendió Laura-. Tu madre fue muy feliz entre los ranqueles.

–Mi madre y tú son muy distintas, vidas muy diferentes -masculló.

–Me consideras una frívola, que no puede vivir sin los lujos de la ciudad.

–No te considero frívola, te considero una mujer ambiciosa, que no se conformaría con el mundo de Tierra Adentro. – Con acento más indulgente, añadió-: Laura, aquello es pobrísimo, no lo soportarías. No tienes idea de la clase de vida que llevamos. ¿O acaso piensas que un toldo será cómodo como la casa de tus abuelos en Buenos Aires? No hay tiendas ni librerías ni teatros ni bibliotecas, esas cosas que a ti tanto te gustan. Vestirías chamales y calzarías las sandalias rústicas que nosotros fabricamos. No contarías con tus afeites y lociones, menos aún con los perfumes que te trae tu tía Carolina de París. Deberías acostumbrarte a la carne de potro, que es la más común entre mi gente y que ustedes, los huincas, encuentran repulsiva; no volverías a tomar bebidas finas ni a comer comidas excéntricas. Tarde o temprano, terminarías por aborrecer la vida de Tierra Adentro.

–María Pancha dice lo mismo -concedió Laura, en un susurro.

–María Pancha es muy sabia, mi madre siempre lo decía.

Hasta ese día, Laura y Nahueltruz no habían hablado acerca del futuro. Como un par de jóvenes inconscientes, se habían abandonado a las noches y a los demás encuentros robados sin pensar ni planear. El erotismo que el cuerpo de uno despertaba en el del otro llenaba el momento y el espacio, y los privaba de discernimiento. Ahora, sin embargo, el peso de la realidad caía sobre ellos. Laura entendió que Nahueltruz Guor había decidido dejar a su pueblo y a su tierra por ella. Él, que había rechazado una vida de esplendor en Madrid para volver con los suyos, dejaría todo para que ella no padeciera el desarraigo ni las incomodidades. Se le antojó un sacrificio desmedido.

–Y tú, Nahuel -musitó-, ¿no será demasiado duro para ti dejar Tierra Adentro?

–Más duro sería perderte, más duro sería ver que día a día te resientes y odias lo que yo considero mi hogar, mi gente. Los visitaré tantas veces como quiera, no me echarán de menos, ni yo a ellos. Podrás venir conmigo, si lo deseas.

–¡Sí, lo deseo! ¡Sí, Nahuel! Prométeme que algún día me llevarás a conocer a tu padre, a tu abuela, a Miguelito y a Lucero, a tu tío Epumer, a toda la gente que mi tía Blanca menciona en su cuaderno, y que nos bañaremos en la laguna de Leuvucó y que me harás el amor entre los carrizales. Prométeme.

Le gustaba tanto la espontaneidad de Laura, sus modos carentes de artificios, la manera en que disfrutaba, en que se entusiasmaba, en que se le entregaba; pero sobre todo le gustaba cómo volteaba la cabeza en ese instante y lo miraba con esos ojos negros y grandes. La besó y, mientras lo hacía, le decía que sí, que algún día la llevaría al Rancul-Mapú, al País de los Carrizales.

–En cuanto a hacerte el amor en la laguna de Leuvucó entre los carrizos y las totoras -añadió-, ¿no es lo mismo a la orilla del Cuarto y debajo de un sauce?

El lugar predilecto de Nahueltruz, ese curva del río donde el agua fluía lentamente, cifraba su belleza y encanto en la gramilla verde que se extendía sobre el ribazo como una alfombra, y en los sauces llorones que bañaban sus ramas en la orilla. Laura se soltó el cabello y comenzó a desvestirse; sólo se dejó el guardapelo. Nahueltruz, que desensillaba el caballo, la contemplaba con ojos ávidos. Arrojó las alforjas y el atado de Laura al pie del sauce y corrió hacia ella.

–¿Sabes nadar? – se sorprendió, al verla entrar en el río con seguridad.

–¡Claro que sé! En verano, cuando anochece, María Pancha y yo nos escapamos de casa de mi abuela y vamos a nadar al río. El río de la Plata es bien distinto a éste, tan ancho que no se ve la otra orilla. Si el día es claro, se puede divisar Colonia, una ciudad de la Banda Oriental. ¡Uy, está fría! – se quejó, mientras tentaba el agua con el pie.

Guor, completamente desnudo, la levantó en el aire y avanzó hacia la parte más profunda del río. El contacto de sus cuerpos tibios en contraste con el agua fría les agitaba la respiración y los hacía reír.

–Vamos hacia la parte más honda. ¿No tienes miedo?

–¿Qué puede pasarme si estoy entre tus brazos, Nahuel?

Alcanzaron un punto donde el agua cubría por completo a Laura; a él, sin embargo, no le llegaba al cuello. Laura se escabulló de los brazos de Guor, se sumergió y nadó en dirección a la orilla. Al emerger, el cabello le caía sobre la espalda como una cortina dorada, gruesa y compacta. De dos brazadas, Guor estuvo sobre ella y la tomó por la cintura.

–Tu pelo -susurró, mientras apreciaba un mechón-: eso recuerdo de la primera vez que te vi en el patio de doña Generosa, la manera en que brillaba tu pelo. Nunca había visto una cabellera rubia, menos aún así de rubia.

–A mí, en cambio -expresó Laura-, me llamó la atención la desproporción de tu cuerpo respecto al de Mario Javier, porque hablabas con él ese día, ¿recuerdas? Y después, cuando te diste vuelta y me miraste, tus ojos me embrujaron, no podía apartar la vista de esos ojos.

–Te asustaron también -acotó Guor-, porque saliste corriendo como espantada.

Laura rió, y Nahueltruz la tomó entre sus brazos y le besó el cuello. Salieron del agua porque a ella le castañeteaban los dientes. Nahueltruz buscó entre las cosas de Laura una toalla con la que la envolvió y le frotó el cuerpo; él eligió permanecer desnudo y secarse con el aire. Extendieron una estera sobre la orilla, donde desplegaron un rebozo a modo de mantel. Guor trajo las provisiones hurtadas de la cocina de doña Sabrina y comieron con deleite.

–Se preocuparán por tu ausencia -dijo Nahueltruz.

–María Pancha se dará cuenta de que estoy contigo; ella me encubrirá.

–Quizá crea que te has escapado para siempre y arme un escándalo.

–¿Irme sin llevarme nada, sin dejarle una nota? Me conoce demasiado para pensar que me he ido para siempre. Sabrá que me he ausentado por unas horas, no más.

–Regresaremos a la siesta, mientras el pueblo duerme y no hay un alma en la calle. Hacia la noche, hablaré con los Javier y con Agustín.

–¿Cuándo regresarás? – se animó a preguntar Laura, que no lo había hecho antes por miedo, porque, ¿cómo soportaría una ausencia de semanas, de meses quizá cuando un día se le volvía eterno, cuando no terminaba de anochecer?

–No lo sé con certeza -admitió Guor.

–¡No me digas eso!

–Laura, Laura -musitó Guor, y la recogió entre sus brazos-. Yo tampoco quiero dejarte, pero tengo que arreglar mis asuntos antes de empezar una vida a tu lado. Necesito que seas fuerte para mí, no puedo verte sufrir.

Nahueltruz guardó silencio, mientras contemplaba los esfuerzos de Laura para reprimir el llanto.

–Me está matando tu dolor -expresó él por fin, y la besó en la frente.

Laura se durmió en los brazos de Guor. Nahueltruz la acomodó sobre la estera, bajo la sombra del sauce, y la cubrió con la toalla. Se encaminó hacia el río donde se sentó en la orilla a contemplar las ondas del agua y el chapoteo de las aves. Se dijo que debería descansar unas horas; partiría temprano a la mañana siguiente y, como sus intenciones eran sostener la marcha hasta alcanzar la ciudad de San Luis, las posibilidades de dormir durante el viaje serían remotas. Dormir, sin embargo, era lo último que haría con tantas preocupaciones en la cabeza. Primero, finiquitaría el asunto con el notario para luego llevar a cabo la misión más difícil: enfrentar a su padre y decirle que dejaba Leuvucó para desposar a una huinca, la única hija del general Escalante, la sobrina de Blanca Montes.

Laura se rebulló en la estera, la toalla se deslizó hacia un costado y le desveló el cuerpo. Nahueltruz se puso de pie y caminó hacia ella ebrio de deseo. Se acuclilló a su lado y la estudió con interés. La piel de Laura, de esa blancura lechosa tan infrecuente, le volvía de agua la boca. No había reparado anteriormente en las venas azules que le surcaban el cuerpo, como ríos en un mapa. Con la punta del índice, siguió el recorrido de una vena que nacía en la comisura de su boca, le bajaba por el cuello y moría en el pezón. Lo acarició con el labio inferior y confirmó que la piel de los pezones de Laura era la más suave de su cuerpo. Rosados y traslúcidos, lo tentaban como fruta fresca y madura. Su boca se apoderó de uno y lo succionó ávidamente. Dormida, Laura gimió y se contorsionó.

–¿Nahuel? – preguntó, soñolienta, los ojos aún cerrados.

–Sí, Nahuel -replicó él, y la cubrió con su cuerpo-. ¿Quién más si no?

–Nadie, nadie más. Solamente tú, Nahuel.


A las tres de la tarde, Loretana se encaminó hacia el establo, segura de encontrar a Blasco dormitando sobre la alfalfa. Él le diría adonde pernoctaba Nahueltruz. Ya no lo hacía en el convento, donde lo había buscado en vano esa mañana. Tenía que hablar con él, no se daría por vencida fácilmente. Después de todo, ella tampoco había sido una santa, le diría que lo perdonaba, que no recordaría su infidelidad con la copetuda y que jamás se la echaría en cara.

Después de todo, Loretana sabía que resultaba inútil rivalizar con la belleza de Laura Escalante; incluso admitía que en la cama la modosita señorita Laura se convertía en una mujer sin melindres ni prejuicios. Debía proveerse de armas más sutiles en caso de que Nahueltruz persistiera en su tesitura. Por ejemplo, le marcaría la inclinación de la señorita Laura por los lujos y las comodidades; la Escalante no dejaría su vida en Buenos Aires para seguir a un indio pobre como él cuando un hombre como el doctor Riglos estaba dispuesto a adorarla igual que a una diosa. Durante esas semanas, Loretana había aprendido a conocerla: Laura Escalante era exigente, coqueta, limpia, prolija y meticulosa, cualidades que no conseguiría preservar en una toldería de Tierra Adentro. Si Nahueltruz, enceguecido de pasión, aún no había reparado en la desigualdad, ella le abriría los ojos. Ese era su as en la manga.

Entró en el establo y se quedó de una pieza al toparse con Nahueltruz y Laura que se besaban en el rincón más apartado. Atinó a esconderse en un corral vacío, donde sus voces la alcanzaban con nitidez. Nuevamente se sometía a la tortura de la noche anterior y, a pesar de que por un instante la idea de sorprenderlos la inflamó, desistió casi de inmediato; se ahorraría la patética escena de celos.

–Llévame contigo a Tierra Adentro -imprecó Laura por enésima vez.

–No, Laura. ¿Vamos a volver sobre lo mismo? Aquello no es para ti, no lo soportarías. Regresaré, y tendremos una vida nueva, una vida para nosotros dos.

–¿Me juras que regresarás?

–Regresaré. ¿Me estarás esperando?

–Te esperaría la vida entera si me lo pidieses.

Guor la apretó contra su pecho, embargado de felicidad y, paradójicamente, entristecido también porque se preguntaba cómo toleraría la ausencia de Laura. Buscó sus labios y le imploró:

–Júrame que adonde sea que vaya, seguirás mis pasos.

–Te lo juro.

El as en la manga de Loretana perdió su valor. En un santiamén se le desmoronó el plan, se quedó sin armas, sin amor y con el corazón hecho pedazos. Abandonó el establo en silencio y corrió hasta la pulpería reprimiendo el llanto. La sorprendió el coronel Racedo apoyado sobre la barra.

–¡Por fin llegas, Loretana! ¿Has estado llorando, niña?

–¿Llorando, yo? – se ofendió la muchacha-. ¡Qué llorando ni llorando, coronel! Es tierra que se me metió en los ojos. Con esto de que hace añares que no llueve, las calles parecen de harina. ¿Qué le sirvo? ¿Lo de siempre?

–Sí, la ginebrita de costumbre.

Loretana se la sirvió y Racedo hizo fondo blanco.

–Otra -ordenó, y arrastró el vaso sobre la barra-. ¿Y la señorita Escalante? – inquirió, con mal simulado desinterés.

–En el establo, conversando con Blasco. Acabo de estar con ella. Me preguntó por usté.

–¿Por mí?

–Sí, por usté. Me dijo: «Loretana, ¿sabes si está enfermo el coronel Racedo? Como hace tanto que no lo veo». Así me dijo -remarcó.

–¿Ah, sí?

–Sí. ¿Por qué no va a buscarla y le muestra que está vivito y coleando, más guapo que nunca, mi coronel?

Racedo bebió el último trago, se calzó el quepi y enfiló hacia el establo. En la calle se topó con el teniente Carpio.

–Me dirigía a la pulpería, coronel -informó.

–Y yo, al establo -manifestó Racedo, y su aliento aguardentoso alcanzó a su inferior-. Me dice la Loretana que ahí voy a encontrar a la señorita Laura, que anda preguntando por mí.

Carpio lo siguió, atento al paso vacilante de Racedo. En el portón del establo, se detuvieron en seco al avistar a la señorita Escalante entregada a los besos apasionados que le prodigaba un hombre enorme, con el pelo largo y negro y ropas de gaucho.

–¡Señorita! – soltó Racedo, y Laura dejó escapar un grito angustioso, mientras se cubría los pechos desnudos-. ¿Guor? – se pasmó el militar, y entrecerró los ojos en un intento por taladrar la penumbra.

Instintivamente, Nahueltruz colocó a Laura detrás de él, al tiempo que calculaba las posibilidades de escapar. Los militares se aproximaban. Racedo ya había sacado el facón y lo contemplaba con ojos de felino hambriento; una sonrisa irónica le temblaba en los labios.

–¡Mira adonde vengo a encontrarte, indio de mierda! – vociferó-. Y a usted también, señorita Escalante. Aunque si se convirtió en la puta de un indio creo que lo de señorita está de más.

–Se va a tragar esas palabras -prometió Nahueltruz, con acento profundo y medido.

te tragarás esto -amenazó Racedo, y blandió el facón-, pero antes me vas a ver gozar con la puta más linda de Río Cuarto.

–Coronel, me parece… -terció Carpio.

–¡No, Carpio! – bramó Racedo-. Este salvaje me debe una muy fulera. Me la voy a cobrar, ¡y con creces! ya vas a ver. Sujeta a la Escalante y mantente al margen si no quieres salir herido.

–Coronel, por favor -insistió Carpio, y levantó el tono de voz-. Estamos hablando de la hija del general Escalante.

–¡Hija del general Escalante! – se enfureció Racedo-. ¡Una puta como cualquier otra! – resolvió-. Diremos que Guor la vejó y asesinó, y que yo, en heroico acto, ajusticié a la bestia que osó poner sus manos sobre tan inmaculada señorita.

Laura perdió el color del rostro y vitalidad en las piernas, y se aferró al brazo de Nahueltruz para no caer. Pero enseguida recobró las fuerzas, impulsada por una clara idea: escaparía y correría por ayuda. Si bien Nahueltruz era un hombre fuerte y, seguramente, hábil con el cuchillo, se trataba de dos militares, uno de ellos con arma de fuego -Laura ya había advertido el revólver en la cartera de Carpio-, los que lo amenazaban de muerte.

Racedo acortó la distancia blandiendo su cuchillo. Nahueltruz empujó a Laura hacia atrás, mientras desenvainaba el facón de cabo de oro y plata.

–Métete dentro del corral y no salgas -le ordenó.

Nahueltruz jaló su poncho de la montura y, haciéndolo girar en el aire, se lo enroscó en el antebrazo izquierdo. Aprestó su cuerpo para la lucha: inclinó la espalda hacia delante, separó las piernas, extendió los brazos y concentró la mirada en los ojos inyectados de su adversario. Racedo empezó a tirar mandobles para todos lados, sin regla ni tino; Nahueltruz los esquivaba con agilidad y aguardaba el momento para lanzar una finta certera y mortal. Carpio no pudo más que admirar la superioridad del indio y admitir la torpeza de su jefe.

Laura no perdía de vista al teniente Carpio, apostado en el portón del establo. Al notarlo ensimismado en la lucha, se deslizó por un costado hacia la salida. A pasos de lograr su propósito, Carpio volteó y se abalanzó sobre ella. La aferró por la cintura y le separó los pies del piso. Por un instante, al escuchar el alarido de Laura, Nahueltruz perdió la concentración, y Racedo le asestó un corte en el brazo derecho. Nahueltruz se quejó por lo bajo y apretó la herida con la mano; la sangre le escurría entre los dedos. Laura giró el rostro y mordió en el mentón al teniente Carpio, que aulló de dolor y soltó a su presa. Laura abandonó el establo a la carrera sin volver la vista atrás. Corrió hasta la pulpería y, mientras corría, se preguntaba qué debía hacer. Pediría ayuda a los parroquianos, los conduciría al establo, ellos separarían a Nahueltruz y a Racedo y sujetarían a Carpio. Al poner pie dentro de lo de doña Sabrina, encontró el lugar vacío, a excepción de Loretana, que, apoyada sobre la barra, ocultaba el rostro entre los brazos.

–¡Loretana! – exclamó-. Ven, ayúdame, el coronel Racedo quiere matar a un hombre en el establo, ¡lo va a matar!

Loretana se incorporó de súbito, los ojos llorosos y las mejillas moteadas. Laura le descubrió una expresión tan estúpida que desechó su ayuda y siguió de largo hacia la habitación de Julián Riglos.

Loretana se restregó los ojos en el mandil y disparó hacia el establo, arrepentida de su infamia, aterrada de que fuera demasiado tarde. Allí continuaba la pelea. Racedo sangraba de una herida en el hombro y Nahueltruz de una en el brazo derecho. La espantaron las expresiones de esos rostros perlados de sudor y contraídos en una mueca de rabia y desprecio; lucían ajenos al dolor y a la sangre.

El coronel Racedo tambaleó y Nahueltruz, en un movimiento veloz y fulminante, cubrió la corta distancia y le hundió el facón en el vientre. Racedo ahogó un gemido y contempló a su adversario con ojos desorbitados.

–Te dije que te ibas a tragar esas palabras -le recordó Guor cerca del oído.

Desde su posición, el teniente Carpio no lograba distinguir quién llevaba la delantera; resultaba una escena confusa de cuerpos entreverados. Sin embargo, cuando Racedo cayó de rodillas, soltó el cuchillo y se aferró a la camisa de Guor, no le quedaron dudas. Apuntó el arma y disparó.

Loretana, subrepticiamente ubicada detrás de él, lo empujó con fuerza, y Carpio se precipitó de bruces. Acto seguido, aferró un rastrillo y lo golpeó en la cabeza, dejándolo sin sentido. Se precipitó sobre Nahueltruz, que se hallaba inconsciente junto a Racedo. El disparo de Carpio lo había alcanzado en el costado derecho; la sangre manaba profusamente. La muchacha colocó el índice bajo las fosas nasales de Guor y, al percibir la tibieza de su respiración, soltó un suspiro de alivio. Se dijo: «Tengo que sacarlo de aquí antes de que esto se llene de milicos».

Guor abrió los ojos y llamó a Laura.

–Soy Loretana. Creo que Racedo está muerto. Carpio te hirió de bala. Tenemos que rajar de aquí antes de que lleguen los soldados y te fusilen sin más.

–Trae mi caballo -ordenó Guor, e intentó ponerse de pie.

Una punzada en los ijares lo hizo bramar; cerró los ojos y apretó los dientes aguardando a que el dolor mermase y el ritmo de la respiración se le compusiera. Loretana colocó el caballo junto a Guor y lo ayudó a incorporarse. Nahueltruz se colocó las riendas en la boca y mordió para soportar el suplicio que significaría montar. Ya sobre el caballo, escupió las riendas e inspiró profundas bocanadas de aire para controlar el mareo y la descompostura. Loretana se recogió la falda y, de un salto, se ubicó detrás de él.

–Por si pierdo el conocimiento -indicó Guor-, llévame a lo de la vieja Higinia.

Azuzó el caballo y dejaron el establo a todo galope.


Laura irrumpió en la habitación de Julián, que leía en la cama. Soltó el libro y se levantó.

–¡Laura! – exclamó, mientras se ajustaba el cinto de la bata.

–¡Julián, por favor! – suplicó.

–¿Qué pasa? ¿Dónde has estado todo el día?

–¡Ven, ayúdame! – suplicó y, aforrándolo por el antebrazo, lo arrastró hacia la puerta.

–¿Qué pasa? – se irritó Julián-. ¿Adónde quieres que vaya? ¿No te das cuenta de que ni siquiera estoy vestido?

–¡No podemos perder tiempo! – insistió Laura-. Racedo quiere matar a Nahueltruz. ¡quiere matarlo! – repitió, y fijó su mirada exaltada en la atónita de Riglos.

–Espérame afuera.

Julián se quitó la bata, se puso los pantalones y, a medio vestir, salió al corredor, donde Laura se paseaba de una punta a la otra, con el puño entre los dientes y el gesto de un enajenado. Al verlo, corrió hasta él, lo tomó de la mano y lo condujo hacia la calle.

–¿Racedo quiere matar a quién? – preguntó Julián, la voz agitada pues Laura lo obligaba a correr.

–A Nahueltruz Guor, al cacique Nahueltruz Guor.

–¿Quién es el cacique Nahueltruz Guor? – se inquietó, y un mal presentimiento le hizo menguar la marcha.

Laura no contestó y lo tironeó para que siguiera corriendo. En el establo, nada quedaba de la referida pelea, sólo los cuerpos de Racedo y de su asistente, el teniente Carpio. Riglos se acuclilló junto a Hilario Racedo y lo dio vuelta. La chaqueta verde ostentaba una macha oscura y viscosa a la altura del estómago; los labios morados y la palidez del semblante resultaban estremecedores. Le tomó el pulso del cuello.

–Está muerto -expresó, y Laura pegó un alarido.

Carpio se movió sobre la paja y se quejó. Riglos lo ayudó a apoyar la espalda sobre un fardo de alfalfa y le extendió su pañuelo para que limpiase la sangre que le bañaba la nuca.

–¿Qué pasó?

–Ese indio de mierda, Nahueltruz Guor, acuchilló al coronel Racedo. Alguien me asestó un golpe a traición cuando le disparé. Alcancé a herirlo.

–Racedo está muerto -pronunció Riglos, y Carpio insultó y golpeó el suelo con el puño.

Laura contemplaba la escena con incredulidad. Le costaba entender lo que estaba viendo y escuchando, todavía no reparaba en las consecuencias nefastas de la muerte de un militar a manos de un indio. Trastornada y confundida, aún buscaba a Nahueltruz en los rincones del establo y, asomada al portón, en las calles vacías del pueblo.

–¿Dónde está Nahueltruz? – preguntó por fin, y tanto Carpio como Riglos la miraron con sorpresa.

–Me debe de haber golpeado Blasco -barruntó Carpio.

Sin embargo, cuando segundos más tarde, el muchacho entró campante en el establo silbando y pateando una piedra, Riglos y Carpio se dieron cuenta de que se hallaba al margen de los sucesos.

–¿Qué pasa? – preguntó alarmado, y fijó la vista en el cuerpo inerte del coronel Racedo.

–¿Has visto a Nahueltruz? – se le abalanzó Laura.

–¡Blasco! – vociferó Carpio-. Corre al fuerte y diles a Grana y a Nájera que preparen un grupo de hombres y que vengan a buscarme. Salimos a cazar a un indio, el asesino del coronel Racedo.

Laura se quebrantó. Cayó de rodillas al suelo, se cubrió el rostro y, más que llorar, gritó convulsivamente «¡Nahuel, Nahuel!» con una angustia que dejó mudo a los demás. Riglos la sujetó por los hombros y la sostuvo en pie. La zamarreó, quería que volviera a sus cabales, nunca la había visto así, temía que colapsara.

–¡Basta! – ordenó-. ¡Cálmate! ¡Deja de llorar! ¿Quién es este Nahuel para que te pongas en este estado?

Se escuchó la risotada malévola de Carpio, y Riglos volteó enfurecido.

–Usted, doctor -habló Carpio-, debe de ser la única alma en Río Cuarto que no sabe que el cacique Nahueltruz Guor le calienta la cama a la señorita Escalante todas las noches.

Julián, demudado, volvió la vista hacia Laura y la contempló fijamente. Como la muchacha le mezquinaba los ojos y se obstinaba en ocultar el rostro, sintió miedo.

–¿Laura? – esbozó, más en tono de súplica que enojado.

Laura no lloraba ni se convulsionaba; la declaración de Carpio la había sofrenado más que sus sacudones y gritos. Sin palabras, le dio a entender que era cierto.

–¿Cómo pudiste? – le reprochó, en un hilo de voz que se oponía a la rudeza con que le apretaba los hombros.

–Estamos enamorados -interpuso ella, y lo miró a los ojos.

La seguridad y la osadía de su mirada, de su acento y de su cuerpo enfurecieron a Riglos hasta el punto de tener que recurrir a toda su voluntad para no cruzarle el rostro con una bofetada. Él la había esperado una vida; ella, en cambio, lo había traicionado con un indio. Se le descompuso el ánimo y empezó a respirar agriadamente; sabía que, si no abandonaba ese inmundo establo, caería de rodillas al suelo y lloraría como un niño.

–Julián -farfulló Laura, que sufría al verlo padecer.

Riglos levantó la mano para acallarla y apartó el rostro; en ese momento, le daba asco mirarla.

–No digas nada -musitó-. No te atrevas a hablarme. No ahora.

La tomó por el brazo y la sacó a la rastra. Laura optó por obedecer, no recordaba a Julián en ese estado, su perfil endurecido le daba miedo. Se mantuvo silenciosa, a pesar de que las angustias, las dudas y los miedos le azotaban el alma. Su mayor preocupación no eran Riglos ni Carpio ni la debacle que caería sobre ella; su única preocupación era Nahueltruz, herido y solo como estaba. Las lágrimas le bañaron el rostro y sollozó quedamente para no molestar a Julián.

Cerca de la pulpería, Riglos se detuvo al escuchar los cascos de varios caballos que avanzaban al galope. Eran los soldados del Fuerte Sarmiento, que, alertados por Blasco, concurrían al llamado del teniente Carpio. Laura bajó la vista y pensó que nada detendría los acontecimientos que sobrevendrían. Recién en ese instante experimentó como un peso insoportable la crudeza de la realidad: el coronel Racedo muerto, Nahueltruz un asesino.

Afortunadamente, la pulpería se hallaba vacía. Julián la cruzó de dos zancadas, Laura como barrilete por detrás. Abrió la puerta de la habitación y la empujó dentro.

–No te atrevas a salir de aquí -advirtió, y cerró con un golpe.

Necesitaba estar solo. Avanzó por el corredor y se confinó en su recámara, donde no se cuidó de sofrenar su rabia y dolor.