La traición y sus consecuencias
–María Pancha ya sabe de lo nuestro -dijo.
–Lo sé -manifestó Guor-. Ayer por la noche, cuando fui a lo
de Javier para ver a Agustín, me frenó en el corredor y me hizo
saber que no está de acuerdo.
Laura sabía que ese «me hizo saber» era un eufemismo para
disfrazar la acrimonia con que, de seguro, María Pancha había
atacado a Nahueltruz.
–Lo siento.
–Yo también. Me agrada María Pancha. Mi madre la quería y
respetaba. Me habría gustado que me aceptara como el hijo de Blanca
Montes. Pero para ella sólo soy el hijo de Mariano
Rosas.
–Anoche terminé de leer las memorias de tu madre. Ella quedó
embarazada después de que regresó a Leuvucó.
–Ese hijo nunca nació -interpuso Guor-. Mi madre sufrió un
aborto al poco tiempo. Su cuerpo, tan debilitado, no soportó el
embarazo; no habría soportado el parto tampoco. Ni siquiera el
aborto soportó. Murió semanas más tarde.
–Lo siento -farfulló Laura, y le apretó la
mano.
–Mi padre se culpa, y nadie puede hacerle entender que mi
madre ya estaba condenada, que, tarde o temprano, habría muerto.
Esa enfermedad no perdona. – Permaneció meditativo antes de
proseguir-: Vivió casi tres años luego de que regresó a Leuvucó.
Quizá por eso mi padre se había hecho ilusiones, quizá pensó que,
en Tierra Adentro, mí madre se había curado.
–Estoy segura de que, si tu padre no hubiese ido a buscarla a
Ascochinga, ella habría fallecido mucho antes. Vivió porque estaba
feliz, porque había vuelto a su tierra, al hombre que amaba y,
sobre todo, a su hijo. Ella te adoraba, Nahuel.
–Y yo a ella.
–¿Qué pasó después de que mi tía Blanca
murió?
–Mi padre me envió lejos a estudiar, para cumplir una promesa
que le había hecho. Le pidió al padre Erasmo (seguramente mi madre
lo menciona en su cuaderno) -supuso, y Laura asintió-. Le pidió que
se hiciera cargo de mi educación al padre Erasmo, quien me llevó a
Mendoza, a un convento de dominicos en el pueblo de San Rafael,
donde, el principal era amigo de él. Fui oblato durante siete años.
Aunque extrañaba lo que había dejado en Leuvucó, tengo que admitir
que la etapa del convento fue una buena época de mi vida, dura,
laboriosa, pero de provecho. El principal del convento, el padre
Miguel Ángel, me puso bajo la tutela del padre
Jean-Baptiste.
–¿Jean-Baptiste? ¿Francés?
–Él decía que no era francés sino occitánico, y repetía que
lo era hasta la médula. Me enseñó todo lo que sabía, que no era
poco, su lengua madre también me la enseñó; incluso a hacer vino,
que era lo que más le gustaba. Me tomó mucho cariño y solía
llamarme mon petit indien. Hasta convenció
al padre Miguel Ángel para que me enviara a estudiar a Madrid; esto
fue cuando cumplí los dieciocho. Pero yo tenía otros planes: le
agradecí a los curas todo lo que me habían dado y regresé a Tierra
Adentro. Otro dominico, el padre Moisés Burela, me acompañó a
Leuvucó y se hizo gran amigo de mi padre. Siete años después de
haber dejado mi tierra, volví a poner pie sobre ella. Fue una gran
alegría para mí.
–Siete años -se sorprendió Laura-. Debes de haber encontrado
todo muy cambiado.
–Mi padre ya era cacique general de las tribus ranqueles. Ese
fue un gran cambio. Por lo demás, todo seguía
igual.
–¿Cómo llegó a ser el cacique general?
–Porque mi tío Calvaiú murió en un
accidente.
–¿Qué le sucedió?
–Le explotaron en las manos unas municiones que el coronel
Emilio Mitre abandonó en el desierto cuando fracasó su campaña
contra el indio en el año 57. Las malas lenguas dicen que un grupo
mal enquistado con mi tío por un asunto bien fulero luego de la
muerte de mi abuelo le tendió una trampa.
–¿La matanza de las brujas?
–¿Lo menciona también mi madre en su cuaderno? – y Laura
volvió a asentir-. Pues se dice que, con artimañas, lo hicieron
aproximarse a las municiones y luego las encendieron. Mi padre no
lo creyó así y hasta el día de hoy insiste en que fue un accidente.
Lo cierto es que, después de la muerte de mi tío Calvaiú, nadie
dudó, ni siquiera un solo lonco del Consejo, de que mi padre era el
heredero natural al trono de Leuvucó. De todos modos, mi padre
aceptó a regañadientes.
–¿Qué pasó con Gutiérrez?
–Murió de viejo, mi querido amigo. Aún lo hecho de
menos.
–El coronel Mansilla menciona en su libro que tu padre tiene
varios hijos; incluso habla de una niña.
–Luego de la muerte de mi madre y a lo largo de los años, mi
padre tomó a cinco mujeres.
–¡Cinco mujeres! – se horrorizó Laura, y Nahueltruz se echó a
reír.
–Cinco mujeres, es común entre nosotros. Calfucurá tiene
veinte.
Laura no volvió a hablar, y Guor encontró divertido su
silencio. El paso tranquilo del caballo y la paz del entorno, que
comenzaba a colorearse hacia el este, los aletargaron. Habían
dejado atrás Río Cuarto y sus peligros, el Fuerte Sarmiento y el
fantasma del coronel Racedo. Avanzaban hacia el sur, en busca de
ese lugar predilecto que Nahueltruz anhelaba compartir con
Laura.
–¿Serás el cacique general de los ranqueles algún
día?
–Ése es el deseo de mi padre y de mi tío
Epumer.
–¿Cuál es tu deseo? – insistió Laura.
Guor la tomó por el mentón y la obligó a volver el rostro
hacia él.
–¿Todavía no lo sabes? Que seas mi esposa y que me des hijos
-expresó con semblante grave, y le acarició el vientre al tiempo
que sus labios descendían sobre los de ella.
Laura le aferró la cara con ambas manos y respondió a la
demanda imperiosa de su boca.
–Pero no podrás tomar a otras mujeres
-bromeó.
–Mi padre no tomó a ninguna mientras mi madre
vivió.
Según Guor, faltaban pocas varas para llegar al río Cuarto.
El sol se asomaba en el horizonte y abigarraba el cielo de rosa,
naranja y violeta. Soplaba una brisa fresca que acarreaba el aroma
húmedo de las últimas gotas de rocío. Desde todas las direcciones,
los alcanzaban los chirridos de los pájaros, y Nahueltruz, que los
distinguía por su canto, indicaba el nombre de la especie y las
tonalidades de sus plumas.
–Laura -habló de repente-, mañana muy temprano dejaré Río
Cuarto.
–Me iré contigo.
–No, te quedarás en Río Cuarto -interpuso él, con una
autoridad que no admitía cuestionamientos.
–¿Me dejas para siempre?
–¡Laura, mírame! – y volvió a aferraría por el mentón-. Nunca
voy a dejarte. Eres mi mujer, ahora y para siempre. Serás la madre
de mis hijos, la compañera que permanecerá a mi lado hasta el fin.
Te quedarás en lo de Javier, esta tarde hablaré con doña Generosa y
le pediré que te hospede hasta mi regreso. No quiero que
permanezcas en el hotel mientras yo no estoy.
–En lo de doña Generosa no hay lugar. María Pancha, Agustín y
ahora mi padre, no podemos abusar.
–Te digo que hablaré con doña Generosa, le diré de lo
nuestro. María Pancha puede dormir en el hotel y tú tomar su lugar
en la habitación de Agustín.
–¿Le dirás de lo nuestro? – se sorprendió Laura, y Guor
asintió.
–También hablaré con Agustín -añadió-, hace tiempo que quiero
sincerarme con él. Ahora que ha recobrado la salud, no veo por qué
debo seguir ocultándole lo que hay entre nosotros.
–¿Y mi padre? – se asustó Laura.
–Si es necesario, a él también se lo diré.
–Llévame contigo a Tierra Adentro -suplicó, porque de pronto
le dio pánico enfrentar a su familia.
–¡Jamás! Nunca te haré parte de ese mundo.
–¿Por qué? – se ofendió Laura-. Tu madre fue muy feliz entre
los ranqueles.
–Mi madre y tú son muy distintas, vidas muy diferentes
-masculló.
–Me consideras una frívola, que no puede vivir sin los lujos
de la ciudad.
–No te considero frívola, te considero una mujer ambiciosa,
que no se conformaría con el mundo de Tierra Adentro. – Con acento
más indulgente, añadió-: Laura, aquello es pobrísimo, no lo
soportarías. No tienes idea de la clase de vida que llevamos. ¿O
acaso piensas que un toldo será cómodo como la casa de tus abuelos
en Buenos Aires? No hay tiendas ni librerías ni teatros ni
bibliotecas, esas cosas que a ti tanto te gustan. Vestirías
chamales y calzarías las sandalias rústicas que nosotros
fabricamos. No contarías con tus afeites y lociones, menos aún con
los perfumes que te trae tu tía Carolina de París. Deberías
acostumbrarte a la carne de potro, que es la más común entre mi
gente y que ustedes, los huincas, encuentran repulsiva; no
volverías a tomar bebidas finas ni a comer comidas excéntricas.
Tarde o temprano, terminarías por aborrecer la vida de Tierra
Adentro.
–María Pancha dice lo mismo -concedió Laura, en un
susurro.
–María Pancha es muy sabia, mi madre siempre lo
decía.
Hasta ese día, Laura y Nahueltruz no habían hablado acerca
del futuro. Como un par de jóvenes inconscientes, se habían
abandonado a las noches y a los demás encuentros robados sin pensar
ni planear. El erotismo que el cuerpo de uno despertaba en el del
otro llenaba el momento y el espacio, y los privaba de
discernimiento. Ahora, sin embargo, el peso de la realidad caía
sobre ellos. Laura entendió que Nahueltruz Guor había decidido
dejar a su pueblo y a su tierra por ella. Él, que había rechazado
una vida de esplendor en Madrid para volver con los suyos, dejaría
todo para que ella no padeciera el desarraigo ni las incomodidades.
Se le antojó un sacrificio desmedido.
–Y tú, Nahuel -musitó-, ¿no será demasiado duro para ti dejar
Tierra Adentro?
–Más duro sería perderte, más duro sería ver que día a día te
resientes y odias lo que yo considero mi hogar, mi gente. Los
visitaré tantas veces como quiera, no me echarán de menos, ni yo a
ellos. Podrás venir conmigo, si lo deseas.
–¡Sí, lo deseo! ¡Sí, Nahuel! Prométeme que algún día me
llevarás a conocer a tu padre, a tu abuela, a Miguelito y a Lucero,
a tu tío Epumer, a toda la gente que mi tía Blanca menciona en su
cuaderno, y que nos bañaremos en la laguna de Leuvucó y que me
harás el amor entre los carrizales. Prométeme.
Le gustaba tanto la espontaneidad de Laura, sus modos
carentes de artificios, la manera en que disfrutaba, en que se
entusiasmaba, en que se le entregaba; pero sobre todo le gustaba
cómo volteaba la cabeza en ese instante y lo miraba con esos ojos
negros y grandes. La besó y, mientras lo hacía, le decía que sí,
que algún día la llevaría al Rancul-Mapú, al País de los
Carrizales.
–En cuanto a hacerte el amor en la laguna de Leuvucó entre
los carrizos y las totoras -añadió-, ¿no es lo mismo a la orilla
del Cuarto y debajo de un sauce?
El lugar predilecto de Nahueltruz, ese curva del río donde el
agua fluía lentamente, cifraba su belleza y encanto en la gramilla
verde que se extendía sobre el ribazo como una alfombra, y en los
sauces llorones que bañaban sus ramas en la orilla. Laura se soltó
el cabello y comenzó a desvestirse; sólo se dejó el guardapelo.
Nahueltruz, que desensillaba el caballo, la contemplaba con ojos
ávidos. Arrojó las alforjas y el atado de Laura al pie del sauce y
corrió hacia ella.
–¿Sabes nadar? – se sorprendió, al verla entrar en el río con
seguridad.
–¡Claro que sé! En verano, cuando anochece, María Pancha y yo
nos escapamos de casa de mi abuela y vamos a nadar al río. El río
de la Plata es bien distinto a éste, tan ancho que no se ve la otra
orilla. Si el día es claro, se puede divisar Colonia, una ciudad de
la Banda Oriental. ¡Uy, está fría! – se quejó, mientras tentaba el
agua con el pie.
Guor, completamente desnudo, la levantó en el aire y avanzó
hacia la parte más profunda del río. El contacto de sus cuerpos
tibios en contraste con el agua fría les agitaba la respiración y
los hacía reír.
–Vamos hacia la parte más honda. ¿No tienes
miedo?
–¿Qué puede pasarme si estoy entre tus brazos,
Nahuel?
Alcanzaron un punto donde el agua cubría por completo a
Laura; a él, sin embargo, no le llegaba al cuello. Laura se
escabulló de los brazos de Guor, se sumergió y nadó en dirección a
la orilla. Al emerger, el cabello le caía sobre la espalda como una
cortina dorada, gruesa y compacta. De dos brazadas, Guor estuvo
sobre ella y la tomó por la cintura.
–Tu pelo -susurró, mientras apreciaba un mechón-: eso
recuerdo de la primera vez que te vi en el patio de doña Generosa,
la manera en que brillaba tu pelo. Nunca había visto una cabellera
rubia, menos aún así de rubia.
–A mí, en cambio -expresó Laura-, me llamó la atención la
desproporción de tu cuerpo respecto al de Mario Javier, porque
hablabas con él ese día, ¿recuerdas? Y después, cuando te diste
vuelta y me miraste, tus ojos me embrujaron, no podía apartar la
vista de esos ojos.
–Te asustaron también -acotó Guor-, porque saliste corriendo
como espantada.
Laura rió, y Nahueltruz la tomó entre sus brazos y le besó el
cuello. Salieron del agua porque a ella le castañeteaban los
dientes. Nahueltruz buscó entre las cosas de Laura una toalla con
la que la envolvió y le frotó el cuerpo; él eligió permanecer
desnudo y secarse con el aire. Extendieron una estera sobre la
orilla, donde desplegaron un rebozo a modo de mantel. Guor trajo
las provisiones hurtadas de la cocina de doña Sabrina y comieron
con deleite.
–Se preocuparán por tu ausencia -dijo
Nahueltruz.
–María Pancha se dará cuenta de que estoy contigo; ella me
encubrirá.
–Quizá crea que te has escapado para siempre y arme un
escándalo.
–¿Irme sin llevarme nada, sin dejarle una nota? Me conoce
demasiado para pensar que me he ido para siempre. Sabrá que me he
ausentado por unas horas, no más.
–Regresaremos a la siesta, mientras el pueblo duerme y no hay
un alma en la calle. Hacia la noche, hablaré con los Javier y con
Agustín.
–¿Cuándo regresarás? – se animó a preguntar Laura, que no lo
había hecho antes por miedo, porque, ¿cómo soportaría una ausencia
de semanas, de meses quizá cuando un día se le volvía eterno,
cuando no terminaba de anochecer?
–No lo sé con certeza -admitió Guor.
–¡No me digas eso!
–Laura, Laura -musitó Guor, y la recogió entre sus brazos-.
Yo tampoco quiero dejarte, pero tengo que arreglar mis asuntos
antes de empezar una vida a tu lado. Necesito que seas fuerte para
mí, no puedo verte sufrir.
Nahueltruz guardó silencio, mientras contemplaba los
esfuerzos de Laura para reprimir el llanto.
–Me está matando tu dolor -expresó él por fin, y la besó en
la frente.
Laura se durmió en los brazos de Guor. Nahueltruz la acomodó
sobre la estera, bajo la sombra del sauce, y la cubrió con la
toalla. Se encaminó hacia el río donde se sentó en la orilla a
contemplar las ondas del agua y el chapoteo de las aves. Se dijo
que debería descansar unas horas; partiría temprano a la mañana
siguiente y, como sus intenciones eran sostener la marcha hasta
alcanzar la ciudad de San Luis, las posibilidades de dormir durante
el viaje serían remotas. Dormir, sin embargo, era lo último que
haría con tantas preocupaciones en la cabeza. Primero, finiquitaría
el asunto con el notario para luego llevar a cabo la misión más
difícil: enfrentar a su padre y decirle que dejaba Leuvucó para
desposar a una huinca, la única hija del general Escalante, la
sobrina de Blanca Montes.
Laura se rebulló en la estera, la toalla se deslizó hacia un
costado y le desveló el cuerpo. Nahueltruz se puso de pie y caminó
hacia ella ebrio de deseo. Se acuclilló a su lado y la estudió con
interés. La piel de Laura, de esa blancura lechosa tan infrecuente,
le volvía de agua la boca. No había reparado anteriormente en las
venas azules que le surcaban el cuerpo, como ríos en un mapa. Con
la punta del índice, siguió el recorrido de una vena que nacía en
la comisura de su boca, le bajaba por el cuello y moría en el
pezón. Lo acarició con el labio inferior y confirmó que la piel de
los pezones de Laura era la más suave de su cuerpo. Rosados y
traslúcidos, lo tentaban como fruta fresca y madura. Su boca se
apoderó de uno y lo succionó ávidamente. Dormida, Laura gimió y se
contorsionó.
–¿Nahuel? – preguntó, soñolienta, los ojos aún
cerrados.
–Sí, Nahuel -replicó él, y la cubrió con su cuerpo-. ¿Quién
más si no?
–Nadie, nadie más. Solamente tú, Nahuel.
A las tres de la tarde, Loretana se encaminó hacia el
establo, segura de encontrar a Blasco dormitando sobre la alfalfa.
Él le diría adonde pernoctaba Nahueltruz. Ya no lo hacía en el
convento, donde lo había buscado en vano esa mañana. Tenía que
hablar con él, no se daría por vencida fácilmente. Después de todo,
ella tampoco había sido una santa, le diría que lo perdonaba, que
no recordaría su infidelidad con la copetuda y que jamás se la
echaría en cara.
Después de todo, Loretana sabía que resultaba inútil
rivalizar con la belleza de Laura Escalante; incluso admitía que en
la cama la modosita señorita Laura se convertía en una mujer sin
melindres ni prejuicios. Debía proveerse de armas más sutiles en
caso de que Nahueltruz persistiera en su tesitura. Por ejemplo, le
marcaría la inclinación de la señorita Laura por los lujos y las
comodidades; la Escalante no dejaría su vida en Buenos Aires para
seguir a un indio pobre como él cuando un hombre como el doctor
Riglos estaba dispuesto a adorarla igual que a una diosa. Durante
esas semanas, Loretana había aprendido a conocerla: Laura Escalante
era exigente, coqueta, limpia, prolija y meticulosa, cualidades que
no conseguiría preservar en una toldería de Tierra Adentro. Si
Nahueltruz, enceguecido de pasión, aún no había reparado en la
desigualdad, ella le abriría los ojos. Ese era su as en la
manga.
Entró en el establo y se quedó de una pieza al toparse con
Nahueltruz y Laura que se besaban en el rincón más apartado. Atinó
a esconderse en un corral vacío, donde sus voces la alcanzaban con
nitidez. Nuevamente se sometía a la tortura de la noche anterior y,
a pesar de que por un instante la idea de sorprenderlos la inflamó,
desistió casi de inmediato; se ahorraría la patética escena de
celos.
–Llévame contigo a Tierra Adentro -imprecó Laura por enésima
vez.
–No, Laura. ¿Vamos a volver sobre lo mismo? Aquello no es
para ti, no lo soportarías. Regresaré, y tendremos una vida nueva,
una vida para nosotros dos.
–¿Me juras que regresarás?
–Regresaré. ¿Me estarás esperando?
–Te esperaría la vida entera si me lo
pidieses.
Guor la apretó contra su pecho, embargado de felicidad y,
paradójicamente, entristecido también porque se preguntaba cómo
toleraría la ausencia de Laura. Buscó sus labios y le
imploró:
–Júrame que adonde sea que vaya, seguirás mis
pasos.
–Te lo juro.
El as en la manga de Loretana perdió su valor. En un
santiamén se le desmoronó el plan, se quedó sin armas, sin amor y
con el corazón hecho pedazos. Abandonó el establo en silencio y
corrió hasta la pulpería reprimiendo el llanto. La sorprendió el
coronel Racedo apoyado sobre la barra.
–¡Por fin llegas, Loretana! ¿Has estado llorando,
niña?
–¿Llorando, yo? – se ofendió la muchacha-. ¡Qué llorando ni
llorando, coronel! Es tierra que se me metió en los ojos. Con esto
de que hace añares que no llueve, las calles parecen de harina.
¿Qué le sirvo? ¿Lo de siempre?
–Sí, la ginebrita de costumbre.
Loretana se la sirvió y Racedo hizo fondo
blanco.
–Otra -ordenó, y arrastró el vaso sobre la barra-. ¿Y la
señorita Escalante? – inquirió, con mal simulado
desinterés.
–En el establo, conversando con Blasco. Acabo de estar con
ella. Me preguntó por usté.
–¿Por mí?
–Sí, por usté. Me dijo: «Loretana, ¿sabes si está enfermo el
coronel Racedo? Como hace tanto que no lo veo». Así me dijo
-remarcó.
–¿Ah, sí?
–Sí. ¿Por qué no va a buscarla y le muestra que está vivito y
coleando, más guapo que nunca, mi coronel?
Racedo bebió el último trago, se calzó el quepi y enfiló
hacia el establo. En la calle se topó con el teniente
Carpio.
–Me dirigía a la pulpería, coronel -informó.
–Y yo, al establo -manifestó Racedo, y su aliento
aguardentoso alcanzó a su inferior-. Me dice la Loretana que ahí
voy a encontrar a la señorita Laura, que anda preguntando por
mí.
Carpio lo siguió, atento al paso vacilante de Racedo. En el
portón del establo, se detuvieron en seco al avistar a la señorita
Escalante entregada a los besos apasionados que le prodigaba un
hombre enorme, con el pelo largo y negro y ropas de
gaucho.
–¡Señorita! – soltó Racedo, y Laura dejó escapar un grito
angustioso, mientras se cubría los pechos desnudos-. ¿Guor? – se
pasmó el militar, y entrecerró los ojos en un intento por taladrar
la penumbra.
Instintivamente, Nahueltruz colocó a Laura detrás de él, al
tiempo que calculaba las posibilidades de escapar. Los militares se
aproximaban. Racedo ya había sacado el facón y lo contemplaba con
ojos de felino hambriento; una sonrisa irónica le temblaba en los
labios.
–¡Mira adonde vengo a encontrarte, indio de mierda! –
vociferó-. Y a usted también, señorita Escalante. Aunque si se
convirtió en la puta de un indio creo que lo de señorita está de más.
–Se va a tragar esas palabras -prometió Nahueltruz, con
acento profundo y medido.
–Tú te tragarás esto -amenazó Racedo,
y blandió el facón-, pero antes me vas a ver gozar con la puta más
linda de Río Cuarto.
–Coronel, me parece… -terció Carpio.
–¡No, Carpio! – bramó Racedo-. Este salvaje me debe una muy
fulera. Me la voy a cobrar, ¡y con creces! ya vas a ver. Sujeta a
la Escalante y mantente al margen si no quieres salir
herido.
–Coronel, por favor -insistió Carpio, y levantó el tono de
voz-. Estamos hablando de la hija del general
Escalante.
–¡Hija del general Escalante! – se enfureció Racedo-. ¡Una
puta como cualquier otra! – resolvió-. Diremos que Guor la vejó y
asesinó, y que yo, en heroico acto, ajusticié a la bestia que osó
poner sus manos sobre tan inmaculada
señorita.
Laura perdió el color del rostro y vitalidad en las piernas,
y se aferró al brazo de Nahueltruz para no caer. Pero enseguida
recobró las fuerzas, impulsada por una clara idea: escaparía y
correría por ayuda. Si bien Nahueltruz era un hombre fuerte y,
seguramente, hábil con el cuchillo, se trataba de dos militares,
uno de ellos con arma de fuego -Laura ya había advertido el
revólver en la cartera de Carpio-, los que lo amenazaban de
muerte.
Racedo acortó la distancia blandiendo su cuchillo. Nahueltruz
empujó a Laura hacia atrás, mientras desenvainaba el facón de cabo
de oro y plata.
–Métete dentro del corral y no salgas -le
ordenó.
Nahueltruz jaló su poncho de la montura y, haciéndolo girar
en el aire, se lo enroscó en el antebrazo izquierdo. Aprestó su
cuerpo para la lucha: inclinó la espalda hacia delante, separó las
piernas, extendió los brazos y concentró la mirada en los ojos
inyectados de su adversario. Racedo empezó a tirar mandobles para
todos lados, sin regla ni tino; Nahueltruz los esquivaba con
agilidad y aguardaba el momento para lanzar una finta certera y
mortal. Carpio no pudo más que admirar la superioridad del indio y
admitir la torpeza de su jefe.
Laura no perdía de vista al teniente Carpio, apostado en el
portón del establo. Al notarlo ensimismado en la lucha, se deslizó
por un costado hacia la salida. A pasos de lograr su propósito,
Carpio volteó y se abalanzó sobre ella. La aferró por la cintura y
le separó los pies del piso. Por un instante, al escuchar el
alarido de Laura, Nahueltruz perdió la concentración, y Racedo le
asestó un corte en el brazo derecho. Nahueltruz se quejó por lo
bajo y apretó la herida con la mano; la sangre le escurría entre
los dedos. Laura giró el rostro y mordió en el mentón al teniente
Carpio, que aulló de dolor y soltó a su presa. Laura abandonó el
establo a la carrera sin volver la vista atrás. Corrió hasta la
pulpería y, mientras corría, se preguntaba qué debía hacer. Pediría
ayuda a los parroquianos, los conduciría al establo, ellos
separarían a Nahueltruz y a Racedo y sujetarían a Carpio. Al poner
pie dentro de lo de doña Sabrina, encontró el lugar vacío, a
excepción de Loretana, que, apoyada sobre la barra, ocultaba el
rostro entre los brazos.
–¡Loretana! – exclamó-. Ven, ayúdame, el coronel Racedo
quiere matar a un hombre en el establo, ¡lo va a
matar!
Loretana se incorporó de súbito, los ojos llorosos y las
mejillas moteadas. Laura le descubrió una expresión tan estúpida
que desechó su ayuda y siguió de largo hacia la habitación de
Julián Riglos.
Loretana se restregó los ojos en el mandil y disparó hacia el
establo, arrepentida de su infamia, aterrada de que fuera demasiado
tarde. Allí continuaba la pelea. Racedo sangraba de una herida en
el hombro y Nahueltruz de una en el brazo derecho. La espantaron
las expresiones de esos rostros perlados de sudor y contraídos en
una mueca de rabia y desprecio; lucían ajenos al dolor y a la
sangre.
El coronel Racedo tambaleó y Nahueltruz, en un movimiento
veloz y fulminante, cubrió la corta distancia y le hundió el facón
en el vientre. Racedo ahogó un gemido y contempló a su adversario
con ojos desorbitados.
–Te dije que te ibas a tragar esas palabras -le recordó Guor
cerca del oído.
Desde su posición, el teniente Carpio no lograba distinguir
quién llevaba la delantera; resultaba una escena confusa de cuerpos
entreverados. Sin embargo, cuando Racedo cayó de rodillas, soltó el
cuchillo y se aferró a la camisa de Guor, no le quedaron dudas.
Apuntó el arma y disparó.
Loretana, subrepticiamente ubicada detrás de él, lo empujó
con fuerza, y Carpio se precipitó de bruces. Acto seguido, aferró
un rastrillo y lo golpeó en la cabeza, dejándolo sin sentido. Se
precipitó sobre Nahueltruz, que se hallaba inconsciente junto a
Racedo. El disparo de Carpio lo había alcanzado en el costado
derecho; la sangre manaba profusamente. La muchacha colocó el
índice bajo las fosas nasales de Guor y, al percibir la tibieza de
su respiración, soltó un suspiro de alivio. Se dijo: «Tengo que
sacarlo de aquí antes de que esto se llene de
milicos».
Guor abrió los ojos y llamó a Laura.
–Soy Loretana. Creo que Racedo está muerto. Carpio te hirió
de bala. Tenemos que rajar de aquí antes de que lleguen los
soldados y te fusilen sin más.
–Trae mi caballo -ordenó Guor, e intentó ponerse de
pie.
Una punzada en los ijares lo hizo bramar; cerró los ojos y
apretó los dientes aguardando a que el dolor mermase y el ritmo de
la respiración se le compusiera. Loretana colocó el caballo junto a
Guor y lo ayudó a incorporarse. Nahueltruz se colocó las riendas en
la boca y mordió para soportar el suplicio que significaría montar.
Ya sobre el caballo, escupió las riendas e inspiró profundas
bocanadas de aire para controlar el mareo y la descompostura.
Loretana se recogió la falda y, de un salto, se ubicó detrás de
él.
–Por si pierdo el conocimiento -indicó Guor-, llévame a lo de
la vieja Higinia.
Azuzó el caballo y dejaron el establo a todo
galope.
Laura irrumpió en la habitación de Julián, que leía en la
cama. Soltó el libro y se levantó.
–¡Laura! – exclamó, mientras se ajustaba el cinto de la
bata.
–¡Julián, por favor! – suplicó.
–¿Qué pasa? ¿Dónde has estado todo el día?
–¡Ven, ayúdame! – suplicó y, aforrándolo por el antebrazo, lo
arrastró hacia la puerta.
–¿Qué pasa? – se irritó Julián-. ¿Adónde quieres que vaya?
¿No te das cuenta de que ni siquiera estoy
vestido?
–¡No podemos perder tiempo! – insistió Laura-. Racedo quiere
matar a Nahueltruz. ¡quiere matarlo! – repitió, y fijó su mirada
exaltada en la atónita de Riglos.
–Espérame afuera.
Julián se quitó la bata, se puso los pantalones y, a medio
vestir, salió al corredor, donde Laura se paseaba de una punta a la
otra, con el puño entre los dientes y el gesto de un enajenado. Al
verlo, corrió hasta él, lo tomó de la mano y lo condujo hacia la
calle.
–¿Racedo quiere matar a quién? – preguntó Julián, la voz
agitada pues Laura lo obligaba a correr.
–A Nahueltruz Guor, al cacique Nahueltruz
Guor.
–¿Quién es el cacique Nahueltruz Guor? – se inquietó, y un
mal presentimiento le hizo menguar la marcha.
Laura no contestó y lo tironeó para que siguiera corriendo.
En el establo, nada quedaba de la referida pelea, sólo los cuerpos
de Racedo y de su asistente, el teniente Carpio. Riglos se
acuclilló junto a Hilario Racedo y lo dio vuelta. La chaqueta verde
ostentaba una macha oscura y viscosa a la altura del estómago; los
labios morados y la palidez del semblante resultaban
estremecedores. Le tomó el pulso del cuello.
–Está muerto -expresó, y Laura pegó un
alarido.
Carpio se movió sobre la paja y se quejó. Riglos lo ayudó a
apoyar la espalda sobre un fardo de alfalfa y le extendió su
pañuelo para que limpiase la sangre que le bañaba la
nuca.
–¿Qué pasó?
–Ese indio de mierda, Nahueltruz Guor, acuchilló al coronel
Racedo. Alguien me asestó un golpe a traición cuando le disparé.
Alcancé a herirlo.
–Racedo está muerto -pronunció Riglos, y Carpio insultó y
golpeó el suelo con el puño.
Laura contemplaba la escena con incredulidad. Le costaba
entender lo que estaba viendo y escuchando, todavía no reparaba en
las consecuencias nefastas de la muerte de un militar a manos de un
indio. Trastornada y confundida, aún buscaba a Nahueltruz en los
rincones del establo y, asomada al portón, en las calles vacías del
pueblo.
–¿Dónde está Nahueltruz? – preguntó por fin, y tanto Carpio
como Riglos la miraron con sorpresa.
–Me debe de haber golpeado Blasco -barruntó
Carpio.
Sin embargo, cuando segundos más tarde, el muchacho entró
campante en el establo silbando y pateando una piedra, Riglos y
Carpio se dieron cuenta de que se hallaba al margen de los
sucesos.
–¿Qué pasa? – preguntó alarmado, y fijó la vista en el cuerpo
inerte del coronel Racedo.
–¿Has visto a Nahueltruz? – se le abalanzó
Laura.
–¡Blasco! – vociferó Carpio-. Corre al fuerte y diles a Grana
y a Nájera que preparen un grupo de hombres y que vengan a
buscarme. Salimos a cazar a un indio, el asesino del coronel
Racedo.
Laura se quebrantó. Cayó de rodillas al suelo, se cubrió el
rostro y, más que llorar, gritó convulsivamente «¡Nahuel, Nahuel!»
con una angustia que dejó mudo a los demás. Riglos la sujetó por
los hombros y la sostuvo en pie. La zamarreó, quería que volviera a
sus cabales, nunca la había visto así, temía que
colapsara.
–¡Basta! – ordenó-. ¡Cálmate! ¡Deja de llorar! ¿Quién es este
Nahuel para que te pongas en este estado?
Se escuchó la risotada malévola de Carpio, y Riglos volteó
enfurecido.
–Usted, doctor -habló Carpio-, debe de ser la única alma en
Río Cuarto que no sabe que el cacique Nahueltruz Guor le calienta
la cama a la señorita Escalante todas las noches.
Julián, demudado, volvió la vista hacia Laura y la contempló
fijamente. Como la muchacha le mezquinaba los ojos y se obstinaba
en ocultar el rostro, sintió miedo.
–¿Laura? – esbozó, más en tono de súplica que
enojado.
Laura no lloraba ni se convulsionaba; la declaración de
Carpio la había sofrenado más que sus sacudones y gritos. Sin
palabras, le dio a entender que era cierto.
–¿Cómo pudiste? – le reprochó, en un hilo de voz que se
oponía a la rudeza con que le apretaba los
hombros.
–Estamos enamorados -interpuso ella, y lo miró a los
ojos.
La seguridad y la osadía de su mirada, de su acento y de su
cuerpo enfurecieron a Riglos hasta el punto de tener que recurrir a
toda su voluntad para no cruzarle el rostro con una bofetada. Él la
había esperado una vida; ella, en cambio, lo había traicionado con
un indio. Se le descompuso el ánimo y empezó a respirar
agriadamente; sabía que, si no abandonaba ese inmundo establo,
caería de rodillas al suelo y lloraría como un
niño.
–Julián -farfulló Laura, que sufría al verlo
padecer.
Riglos levantó la mano para acallarla y apartó el rostro; en
ese momento, le daba asco mirarla.
–No digas nada -musitó-. No te atrevas a hablarme. No
ahora.
La tomó por el brazo y la sacó a la rastra. Laura optó por
obedecer, no recordaba a Julián en ese estado, su perfil endurecido
le daba miedo. Se mantuvo silenciosa, a pesar de que las angustias,
las dudas y los miedos le azotaban el alma. Su mayor preocupación
no eran Riglos ni Carpio ni la debacle que caería sobre ella; su
única preocupación era Nahueltruz, herido y solo como estaba. Las
lágrimas le bañaron el rostro y sollozó quedamente para no molestar
a Julián.
Cerca de la pulpería, Riglos se detuvo al escuchar los cascos
de varios caballos que avanzaban al galope. Eran los soldados del
Fuerte Sarmiento, que, alertados por Blasco, concurrían al llamado
del teniente Carpio. Laura bajó la vista y pensó que nada detendría
los acontecimientos que sobrevendrían. Recién en ese instante
experimentó como un peso insoportable la crudeza de la realidad: el
coronel Racedo muerto, Nahueltruz un asesino.
Afortunadamente, la pulpería se hallaba vacía. Julián la
cruzó de dos zancadas, Laura como barrilete por detrás. Abrió la
puerta de la habitación y la empujó dentro.
–No te atrevas a salir de aquí -advirtió, y cerró con un
golpe.
Necesitaba estar solo. Avanzó por el corredor y se confinó en
su recámara, donde no se cuidó de sofrenar su rabia y
dolor.