Un penoso asedio
A la entrada del hotel de doña Sabrina, se encontró con
Prudencio que cargaba los baúles de Riglos, mientras Blasco, el
jovencito del establo, alimentaba a los caballos y les revisaba las
herraduras. Ya había clientes en la pulpería, y las miradas que le
lanzaron la obligaron a acelerar el paso con una fea sensación de
incomodidad y miedo. Iba a llamar a la puerta de la habitación de
Julián cuando se abrió.
–¡Laura! – exclamo, y le sonrió-. Pensé que no vendrías a
despedirte.
–Te traje la carta para mi padre -dijo, y se la
entregó.
–Todavía creo que esto de que te quedes sola es un disparate
-insistió Riglos-. Esta villa no es como Buenos Aires. Aquí la
gente es distinta. Están acostumbrados a cosas que tú ni siquiera
puedes imaginar ¿Por qué mejor no enviar a
Prudencio?
Laura le apoyó un dedo sobre los labios para acallarlo, y
Julián percibió el aumento vertiginoso en las pulsaciones de su
corazón. La idea de dejarla en una población acechada a diario por
malones y otras pestes no lo desconsolaba tanto como el hecho de
separarse de ella cuando había creído que la tendría para él. La
contempló largamente y en silencio, mientras se resignaba a la idea
de que jamás adivinaría qué clase de sortilegio le había caído el
día que la conoció. La supremacía que Laura Escalante ejercía sobre
su voluntad, sobre su vida, se le antojó infinita. Desconocía su
propio límite frente a las veleidades de aquella chiquilla de
veinte años.
Medio enfadado, medio embriagado de deseo, la tomó por la
cintura y la besó en la boca, un beso audaz, espontáneo, anhelado,
sus labios hambrientos sobre los de ella, sus cuerpos que se
rozaban, sus manos que la exploraban. A lo largo de su vida, Julián
había cubierto de besos a muchas mujeres, aquel beso, sin embargo,
fue el primero que le sacudió los fundamentos.
Laura se mantuvo inerte y no ofreció resistencia. Cerró los
ojos y pensó: «No se puede pedir un favor tan grande sin dar nada a
cambio». El beso no la estremeció, ni la pasión que exudaba Julián,
ni lo que le susurró antes de separarse de ella y marcharse aprisa
hacia la calle. Se quedó en medio del corredor preguntándose por
qué no lo amaba. Porque ciertamente no lo amaba. En ella no habían
florecido las pasiones y delirios que dominaban los párrafos de
La dama de las camelias o los de Amalia, menos aún, los que transmitían los versos de
Dante inspirados por Beatrice Portman, ni los que Petrarca había
escrito en honor de Laura de Noves. Ella palpitaba y suspiraba por
amores ajenos, los que hallaba en las prosas y en los poemas de los
libros. Entendía los motivos de la dicha o de la angustia de los
personajes, era capaz de vislumbrar lo que calaba hondo en los
espíritus de esos hombres y mujeres. Sin embargo, ella jamás había
sentido así.
Corrió hacia la calle, temiendo que la galera de Julián
hubiese partido, y lo encontró conversando con un militar. Al
verla, Riglos bajó el rostro, avergonzado, y Laura se sorprendió de
esa actitud tan inusual en él. Un instante después ella misma, al
tomar verdadera conciencia de lo que acababa de ocurrir entre
ellos, experimentó cierto pudor. Con todo, avanzó decidida, debía
expresarle su gratitud convenientemente.
–Hilario -comenzó Julián-, deseo presentarte a la señorita
Laura Escalante, hija del general José Vicente Escalante y hermana
del padre Agustín. Laura, el coronel Hilario Racedo, comandante a
cargo interinamente del Fuerte Sarmiento.
El militar tenía la mirada deshonesta, y la cicatriz que le
surcaba la mejilla izquierda le acentuaba ese aspecto que Laura
encontró repulsivo. Racedo se deshizo en halagos, no sólo referidos
a la belleza y refinamiento de Laura que contrastaban visiblemente
con la mediocridad del lugar, sino a la valentía e inteligencia del
general Escalante, que había sido compañero de armas de su padre,
el teniente coronel Cecilio Racedo.
–Después del general San Martín, sepa usted, señorita
Escalante, que a quien más admiraba mi padre era al suyo. He pasado
gran parte de mi vida escuchando las anécdotas del cruce de los
Andes y de las batallas que libraron juntos. Sé que su padre y el
general San Martín fueron grandes amigos.
–Mi padre profesaba un sincero afecto por don José -admitió
Laura, con laconismo.
–¿Cómo se encuentra doña Carolina Montes? – prosiguió
Racedo.
–No sabía que conocía a mi tía Carolita -se sorprendió
Laura.
–¿Y quién no conoce a su admirada tía, señorita Escalante? No
debe existir un alma en toda Buenos Aires que no haya, aunque más
no sea, sentido hablar de ella.
–Sí, es cierto -aceptó Laura, conocedora de la capacidad de
su tía abuela para hacer amistades y recoger protegidos-. No sé si
sabrá usted, coronel Racedo, que mi tía Carolita enviudó en el mes
de octubre. Sí, fue un golpe muy duro para ella. Ahora se encuentra
en París arreglando los asuntos del testamento de tío Jean-Emile.
Como sabrá, coronel, mi tío abuelo era francés.
–¡Qué inconveniente! – expresó Racedo, y el modo afectado que
empleó fastidió a Julián-. Y encima de semejante pesar, la pobre
doña Carolina debe hacerse cargo de la complicación de los
herederos y el testamento.
–Gracias a Dios -interpuso Laura-, ése no es el caso de tía
Carolita. Ella está en París con su hijastro, Armand, quien la
ayudará en todo. Siempre se han tenido gran
cariño.
En este punto, Riglos cortó el diálogo y se excusó en la
prisa por partir hacia Córdoba. Laura le deseó buen viaje y,
mirándolo directo a los ojos, lo tomó de las manos y le concedió un
«gracias» que lo llenó de ilusiones. El coronel Racedo también se
despidió calurosamente y lamentó una vez más el repentino periplo a
la capital que echaba por tierra la cita para
almorzar.
–Ve tranquilo, Julián -expresó-, mientras te ausentes, yo
mismo me haré cargo de la seguridad de la señorita
Escalante.
Julián trepó a la galera y saludó una vez más antes de
partir. Mientras el coche se alejaba, se quedó mirando las figuras
de Racedo, alta e imponente, y la de Laura, menuda y vulnerable,
una al lado de la otra, una tan próxima a la otra. La galera tomó
por el camino hacia el pueblo de Tegua y los perdió de vista.
Corrió el visillo, buscando la sombra, y se echó sobre el respaldo
del asiento. «Esto es un disparate», repitió.
Ante la insistencia del coronel Racedo, Laura permitió que la
escoltase a lo del doctor Javier. El hombre ató su caballo al
palenque de doña Sabrina y emprendieron la marcha a pie. Racedo se
interesó por la salud del padre Agustín y lo elogió tanto como lo
había criticado el día anterior. Laura supuso que, si no hubiese
sido por su parasol, el coronel Racedo se habría aproximado
demasiado.
Consciente de que su situación era impropia para la hija de
una familla decente, y de que Racedo se comportaba como un
caballero al no mencionarla, Laura percibió, sin embargo, un tono
insolente en su perorata. El militar mencionó su viudez repetidas
veces, y Laura se convenció de que lo hacía para dejar en claro que
era un hombre libre, con una conveniente situación en la vida,
mientras su única hija, Clotilde Juana, se hallaba bien encaminada,
casada con el hijo de una familia influyente de Lujan. Habló
también de su sobrino, Eduardo Racedo, a quien se refirió como el
hijo que le habría gustado tener.
–No debería regresar sola a lo de doña Sabrina -sugirió-.
Vendré a buscarla a la hora que usted me indique.
–Le agradezco, coronel Racedo, pero no será necesario. Quizás
en la noche me quede en casa del doctor Javier a cuidar a mi
hermano -mintió Laura.
–Vendré de todos modos. Le prometí a mi amigo Riglos que la
cuidaría, y pienso honrar mi palabra.
Con el transcurso de los días, Laura deseó que Racedo no le
hubiese prometido nada a su amigo Riglos. La simple preocupación
por su bienestar y seguridad se había convertido en un asedio casi
impertinente. Por la mañana, la aguardaba en la pulpería para
escoltarla a casa del médico y la acompañaba de regreso, muy tarde
de noche. Laura se daba cuenta de que el militar se aseaba y
perfumaba especialmente, no volvió a notarle la barba de tres días
de la primera vez, ni las botas o el uniforme percudidos de polvo.
Le brillaban los botones de la guerrera y la hebilla del cinto. Se
lo topaba también cuando iba a lo del boticario o cuando acompañaba
a doña Generosa a casa de una vecina pura rezar la novena por el
padre Agustín. María Pancha ya le había tomado ojeriza y el doctor
Javier le daba a entender que no se trataba de un buen hombre. Supo
por Loretana que se lo tildaba de cruel y arrogante. Los soldados
le temían y los indios lo detestaban.
–Pueblo chico, infierno grande -sentenció María Pancha, una
tarde mientras Agustín dormía-. Dentro de poco, todo Río Cuarto
dirá que estás coqueteando con Racedo. No quiero pensar que esos
embustes lleguen a oídos de tu abuela.
El acoso de Racedo, que se presentaba insoslayable, terminó
convenientemente gracias al malón que arrasó con Achiras, un
pueblito en el límite con San Luis, y que lo alejó por un tiempo.
Por primera vez, Laura era libre. Iba y venía por las calles sin
compañía, y nadie le reprochaba nada; María Pancha se había
olvidado de ella, consagrada como estaba al cuidado de Agustín.
Laura disponía de su tiempo y de su vida como si estuviese sola en
el mundo. A pesar de que su mente y su corazón siempre habían amado
la libertad, ahora también la sentía vibrar en su cuerpo. Se
preguntaba cómo soportaría, de regreso en Buenos Aires, la voz
aguda e imperiosa de la abuela Ignacia, los escándalos de tía
Dolores y tía Soledad o los reproches de su madre, después de haber
saboreado la manzana de la libertad.
Aunque el doctor Javier se mostrara cauto y no expresara lo
que ella deseba escuchar, Laura presentía que Agustín recobraba la
salud día a día. Cierto que aún sufría ahogos, que la fiebre no
remitía y que los esputos continuaban sanguinolentos. No obstante,
nadie le quitaría de la cabeza que su hermano no estaba tan
consumido como aquella primera noche en el convento, y ni siquiera
el escepticismo de María Pancha le haría cambiar de
idea.
