CAPÍTULO III.


Una princesa de ciudad

Según averiguaciones de Prudencio, el cochero de Julián, el Hotel de France era el mejor de Río Cuarto, a pesar de su aspecto de casa vieja convertida en pensión de baja estofa. Blas Forton, su propietario, se disculpó reiteradas veces pero aseguró que todas las habitaciones se hallaban ocupadas. Julián no daba crédito y, de mal modo, atizado por el cansancio y el hambre, lo inquirió por otro hotel.


–El hotel de doña Sabrina -se apresuró a ofrecer don Forton-, allí conseguirá una habitación. Es un sitio humilde, pero limpio y regenteado por una mujer decente.

El hotel de doña Sabrina más tenía de pulpería y negocio de abarrotes que de hospedaje. Pero Julián no se hallaba en posición de exigir absurdos y tomó las dos habitaciones que la pulpera le ofrecía. También negoció el alquiler de un cuarto en la parte trasera para Prudencio, que se encargó, a su vez, de ubicar la galera y los caballos en un establo contiguo al hospedaje. Después de acomodar los baúles, Julián anheló un baño de tina, echarse dentro del agua limpia y dejar pasar las horas hasta que cada músculo, cada hueso y cada tendón hubiesen regresado a su estado original. Sin embargo, debía ir al convento a buscar a Laura.

Mientras se mudaba de ropa, pensó en el escándalo que ya se habría desatado en Buenos Aires con motivo de la huida de Laura y su criada. Magdalena habría iniciado una escena histérica de llanto; Soledad y Dolores habrían prorrumpido en contra de Laura y de su desfachatez, y la abuela Ignacia, en contra de la naturaleza malvada de los Escalante. Sólo el abuelo Francisco levantaría la voz para defender a su nieta dilecta, pero rápidamente sería acallado por una orden de su esposa.

Se preguntó qué opinarían de él los Montes, qué habría dicho Lahitte, qué se comentaría en el atrio a la salida de la misa de una. Aunque nadie desconocía la índole rebelde e impertinente de Laura, que había demostrado poco respeto por las convenciones sociales y menos aún temor al escarnio público, juzgarían que esta bravata había superado cualquier límite. Esta vez no sería como aquellas travesuras de la niñez en las que el tiempo había obrado en favor de Laura. Por ejemplo, ya nadie le reprochaba la ocasión en que ella y su primo Romualdo ayudaron a Eugenia Victoria a escapar del convento para huir con su enamorado, más allá de que doña Luisa del Solar lo traía cada tanto a la memoria.

Celina Páez Núñez, esposa de Lautaro Montes, hijo mayor de Francisco e Ignacia, le había prometido a Santa Catalina de Siena que si ella, poco atractiva e insulsa, lograba casarse con un hombre influyente y de fortuna, entregaría a dos de sus hijas, las más hermosas, a su congregación. Las mellizas, Aureliana y Eugenia Victoria, con sus largas cabelleras rubias, ojos color de miel y piel alabastrina, partieron rumbo al convento de Santa Catalina de Siena, a pocas cuadras de la casa de la abuela Ignacia en el barrio de la Merced y a miles de leguas de la vida que habrían deseado llevar. Y aunque Aureliana se acostumbró a la rutina del convento, a los horarios estrictos, a la carencia absoluta de comodidades, al Oficio Divino y a los ejercicios espirituales, Eugenia Victoria no lo consiguió jamás porque, mientras le machacaban que sería la esposa de Cristo, ella deseaba ser la de un simple mortal, José Camilo Lynch.

Romualdo, hijo menor de Lautaro Montes y Celina Páez Núñez, y su prima Laura sabían que la madre superiora había asignado a Eugenia Victoria el cuidado de la porqueriza, del gallinero y del huerto como castigo por su falta de disposición y buena voluntad, sin importarle que la jovencita hubiese profesado con velo negro, razón por la cual Lautaro Montes había pagado una dote tres veces superior a la de aquellas que lo hacían con velo blanco, las que, en realidad, se encargaban de las cuestiones domésticas. Una siesta, seguros de encontrarla en la parte posterior del convento, que daba a la calle del Parque, bastante tranquila y solitaria después del almuerzo, Laura y Romualdo partieron a escondidas de la casa de la abuela Ignacia con una larga cuerda de cañamazo y trapos de algodón. Por el lado de afuera y cerca de la tapia del convento de Santa Catalina había un albaricoquero, cuyas ramas invadían el huerto y plagaban de frutos maduros el suelo. Laura y Romualdo se treparon como gatos y chistaron a Eugenia Victoria, que no podía creerles a sus ojos.

–José Camilo te espera en una volanta frente a la Iglesia de la Merced para huir juntos -informó Laura, la voz refrenada para no delatarse.

Eugenia Victoria arrojó la cuchara con que removía la tierra de las achicorias y se quitó el velo y el delantal, que terminaron enredados en los tomateros. Corrió hasta la tapia y se aferró a la cuerda que su hermano y su prima habían pasado por la rama más gruesa del albaricoquero. Del otro lado y con las manos bien envueltas en los trapos de algodón, Laura y Romualdo jalaban como galeotes.

De ninguna manera la madre superiora admitiría nuevamente a Eugenia Victoria en el convento y le importaba un comino la promesa a Santa Catalina de Siena o a la mismísima Virgen María. Hizo picar vidrio y pegarlo sobre el muro que bordeaba el huerto Semanas más tarde, cuando Eugenia Victoria mostró los primeros síntomas de gravidez, a Celina Páez Núñez no le quedó alternativa y se resignó al matrimonio de su hija con José Camilo Lynch. Finalmente la promesa quedó a medio cumplir pues ya no le quedaban hijas; María del Pilar e Iluminada estaban casadas y con hijos, y Celina vivió temiendo la represalia de la santa italiana, a la que trataba de aplacar llevando el cilicio o usando la disciplina mientras rezaba el rosario.

Laura y Romualdo vivieron a pan y agua durante una semana, más allá de los pedazos de carne, la humita, el locro y los buñuelos que María Pancha les hacía llegar por la ventana. Romualdo debió soportar la fusta de Lautaro, y Laura el trompazo de la abuela Ignacia, que le dejó el ojo morado y le hizo sangrar la nariz, y habría recibido otro si el abuelo Francisco no hubiera intercedido. Con los dedos cruzados bajo el polisón, Laura juró no volver a comportarse de manera tan ignominiosa.

Julián también estaba seguro de que la fuga a Río Cuarto traería secuelas más graves que aquella oportunidad en que Laura se presentó en la librería de doña Pacha en la calle del Potosí y pidió, muy oronda, Cartas filosóficas de Voltaire y Relaciones peligrosas de Pierre Choderlos de Laclos Doña Pacha, que cada mes recibía del Obispado la lista actualizada de las obras anatematizadas, la contempló en silencio, incrédula, pues conociendo a doña Ignacia y a Magdalena Montes, no concebía tanto descaro

–¿Sabes que esas obras demoníacas forman parte del Index? – tentó doña Pacha, apelando a la posible ignorancia de Laura

–Sí -aseguró ella, tan suelta como si hubiese pedido una hogaza de pan-. Justamente, me gustaría saber por qué.

Doña Pacha cacareó como gallina clueca hasta que Laura dejó la tienda de libros trastabillando. Para el domingo, media ciudad conocía la osadía y desvergüenza de la hija de Magdalena y del general Escalante. El chisme había alcanzado lo de Montes, y la abuela Ignacia la había mandado encerrar en su dormitorio hasta que el padre Ifigenio la confesara. Con todo, al domingo siguiente el sacerdote la salteó en la comunión y las matronas se preguntaron si la habría absuelto.

Al dejar su cuarto, Julián reparó en el murmullo que llegaba de la parte delantera del hotel, donde los parroquianos se instalaban a beber chicha, ginebra y otras bebidas fuertes y a jugar naipes en mesas destartaladas y sillas que por lo general terminaban en la cabeza de algún imprudente. Ese sitio era el último lugar en donde habría querido ver a Laura.

–¡Doctor Riglos! – llamó una voz pastosa cuando se disponía a salir de aquel muladar, sano y salvo.

Desde una mesa retirada, un militar le hacía señas. Al acercarse, Julián Riglos reconoció al coronel Hilario Racedo. Se le notaba en la mueca de los labios y en los ojos entrecerrados que hacía un buen rato que saboreaba la ginebra. Llevaba la guerrera abierta a la mitad del pecho, arrugada y salpicada de bebida. El gorro descansaba sobre la silla, y mechones de cabello le pendían en la frente.

Julián conocía bien a la familia Racedo, de tradición militar. Don Cecilio, padre de Hilario, había luchado junto al general San Martín para contener el avance realista a principios de siglo. Guillermo Racedo, hermano mayor de Hilario, era respetado por su desempeño junto al general Paz en las batallas de Tablada y Oncativo contra Facundo Quiroga. Y Eduardo, sobrino de Hilario, se había destacado en 1866 durante el combate de Curupaytí en la guerra contra el Paraguay. Julián no estimaba especialmente a Hilario. En el Colegio Nacional, donde habían cursado juntos los estudios, se lo consideraba pendenciero y vanidoso, características que, a juicio de Riglos, le servían para ocultar su escaso discernimiento. De todas maneras, a Julián le agradó encontrar un rostro conocido en medio de un paraje tan hostil.

–¡Hilario! – exclamó, y le extendió la mano.

Racedo se incorporó con dificultad y respondió al saludo. Quitó la gorra de la silla y lo invitó a sentarse.

–¡Qué gusto verte! – expresó-. ¿Qué haces en Río Cuarto? No daba crédito a mis ojos cuando te vi aparecer en el salón de doña Sabrina. ¡Un trago para mi amigo! – gritó a continuación, y palmeó a Julián en la espalda-. Es bueno encontrarse con amigos y gente como uno en este confín de la República. ¿Sabes? A fuerza de combatir al salvaje, por estos lares todos se han vuelto un poco incivilizados. Dime, ¿qué te trae por acá?

Apareció una jovencita morena y graciosa, que no se molestó en acomodar la tira del justillo cuando se le resbaló por el hombro al servir la ginebra de Riglos. Los ojos de Racedo se desviaron hacia el escote pronunciado y se regodearon con los pechos jóvenes y llenos que pugnaban por sortear el escaso recato. La muchacha sonreía con complicidad mientras escanciaba la bebida.

–¡Vamos, Loretana! Sírveme a mí también. ¿No ves que tengo el vaso vacío?

–Usté ya chupó demasiao, mi coronel.

–¡Ah, niña, déjate de tonterías! Me haces acordar a mi difunta mujer.

–Ya le he dicho que no soy una niña -se mosqueó Loretana.

–Sí, ya lo sé -replicó el hombre, y le tocó con disimulo las asentaderas cuando la muchacha se dio vuelta para regresar al mostrador.

–No sabía que estabas asignado al Fuerte Sarmiento -comentó Julián, en un intento por salvar el embarazo-. Te hacía en el Fuerte Arévalo.

–Hace ya bastante tiempo que me asignaron este cargo. Roca pidió mi pase.

–¿Roca? ¿El coronel Julio Roca? – se sorprendió Julián.

–Sí, el mismo. Ahora anda en Santa Catalina, visitando a su mujer que está gruesa. Después se va de reconocimiento con Fotheringham, Gramajo y otros de su círculo íntimo. A mí me deja a cargo de la comandancia. No le veremos los pelos en varias semanas.

–Es una pena -aseguró Julián Riglos-. He leído algunos de sus artículos acerca de los indios y coincido plenamente con él. Me habría gustado conocerlo.

–Roca tiene una visión bien distinta de la de Mansilla -añadió Racedo, sin ocultar una nota de desprecio-. El tratado de paz que firmó Mansilla con el cacique Mariano Rosas tres años atrás fue un fracaso. No se lo aprobó el Congreso, y ahora debemos soportar la ira de esos salvajes.

–Llegaron noticias de que el año pasado, en octubre según recuerdo, el general Arredondo firmó otro acuerdo de paz con el cacique Mariano Rosas y con Baigorrita.

–¿Y tú crees que lo cumplen? Ya no sé cuántos tratados se han firmado para romperse en poco tiempo. Vivimos con el malón encima y, cuando le reclamamos a Rosas o a Baigorrita, nos dicen que no son indios de ellos. ¡Bah, qué mierda quieres con estos salvajes! Indios del demonio -pronunció entre dientes, y golpeó la mesa-. Los exterminaría a todos, como plaga de langosta que son. Buenos para nada, perros pulguientos. Los colgaría de las pelotas y a sus hembras las usaría de putas, que solamente para eso sirven.

Aunque a Julián no le caían en gracia los indios, no se referiría a ellos en esos términos. Consideraba que las buenas maneras y las formas civilizadas debían cuidarse. Racedo tomó el vaso e hizo un fondo blanco.

–Indios del demonio -repitió-. Me la van a pagar, ¡por ésta, me la van a pagar! – y se señaló una herida mal cicatrizada en la mejilla izquierda-. Esta todavía tengo que cobrármela.

Julián carraspeó, incómodo, e hizo el ademán de ponerse de pie. Se le estaba haciendo tarde, interpuso.

–No te vayas -pidió Racedo, y lo obligó a regresar a su sitio-. Aún no me has dicho el motivo de tu viaje a Río Cuarto. ¿Asunto de algún cliente de tu bufete?

–Estoy acompañando a una amiga de mi familia que ha venido a cuidar a su hermano en la enfermedad. Se trata del padre Agustín Escalante.

–¡Lo conozco! Aunque me gustaría no haberme topado con él. Arma tremendos revuelos en el fuerte. Allí dirige a un grupo de indios acristianados. Y siempre anda bregando por los otros, los que aún no claudican, los que viven en Tierra Adentro. Exige cosas que, según él, están en los acuerdos de paz, defiende los derechos de esos bárbaros como si fueran angelitos del Señor. Me tiene las pelotas llenas. Y sí, ya supe que anda jodido de salud Carbunco, creí escuchar. Eso es bien difícil de curar. Seguro se lo contagió algún salvaje en sus visitas a Tierra Adentro.

–¿Se atreve a viajar al País de los Ranqueles? – se azoró Julián.

–¿Que si se atreve? Va y viene como Pancho por su casa. A él, los indios no le tocan un pelo. Conoce el camino, las rastrilladas y las aguadas como la palma de su mano, y guarda bien el secreto. La primera vez fue con Mansilla y el padre Donatti, hace tres años, en el 70. Desde ese momento, ha repetido la hazaña.

Sólo la promesa de un almuerzo al día siguiente permitió a Julián desembarazarse de Hilario Racedo. Salió del hotel de doña Sabrina y dejó atrás al militar cabeceando en la silla. La calle, oscura y silenciosa, le produjo una mala sensación, incomodidad también, pues aquel sitio le resultaba ajeno. La canícula se hacía sentir incluso en las horas nocturnas, y el sopor y la humedad del ambiente terminaron por agriarle el humor. Como el convento distaba del centro de la villa, le pidió a Prudencio que preparara el coche.

Laura lo aguardaba en la salita de recepción, acompañada del principal, el padre Marcos Donatti. Julián había conocido al franciscano cuatro años atrás, cuando Agustín Escalante y él visitaron Buenos Aires para resolver ciertas cuestiones en el arzobispado. El padre Donatti aseguró recordar al doctor Riglos mientras Laura hacía las presentaciones. Comentaron acerca de la salud de Agustín, y ninguno tocó el rispido tema de la escapada de Laura.

–El doctor Javier, el médico que está atendiendo al padre Agustín -explicó Donatti-, acaba de llevárselo a su casa, donde él y su esposa van a cuidarlo. Aquí, sinceramente, no podemos atenderlo como corresponde.

–María Pancha se fue con ellos -acotó Laura, y Julián advirtió un viso de desilusión en su voz y en su semblante.

–El doctor Javier no quiso llevar a Laura -informó Donatti-. Dice que necesita comida y descanso. Ha pasado por mucho, la pobrecita.

El sacerdote la bendijo, la besó en la frente y los dejó ir, no muy convencido de que realizaran el trayecto hasta el hotel sin más compañía que la de Prudencio, lejos en el pescante, para cohibir cualquier deseo impío. Pero calló y cerró el pesado portón del convento. Esa había sido una noche larga y atípica. Se fue a dormir con pesares en la cabeza.


Dentro de la galera sólo se escuchaba el traqueteo de las ruedas sobre la calle de tierra y los espaciados latigazos que fustigaban las ancas de los caballos. Laura permanecía muda, con la vista fija en sus manos entrelazadas sobre la falda del vestido. ¿Rezaría? ¿Qué cavilaciones la mantendrían tan absorta? Riglos concentraba su atención en ella y, aunque inquieto por un lado, cierto regocijo le mejoraba el humor: ésa era la primera vez que se hallaban solos a tan altas horas de la noche.

Laura se echó entonces a llorar como una magdalena y buscó consuelo en los brazos de Julián, que la recogió medio desmadejada y la obligó a apoyar la cabeza sobre su pecho. No recordaba haber visto a una persona llorar con tal sentimiento, ni siquiera a doña Luisa en ocasión de la muerte de Catalina, y la dejó hacer, sin abrir la boca. Un momento más tarde se le cruzó por la cabeza que Laura sufriría un acceso histérico y de inmediato, casi bruscamente, la obligó a calmarse y a recobrar la entereza. Un quebranto de esa índole no le era propio, lo desconcertaba.

Laura soltó su pena, mientras Julián le secaba las lágrimas con su pañuelo. Había encontrado a Agustín peor de lo imaginado, muy delgado y ojeroso, sin embargo, su aspecto no la había desasosegado tanto como su estado anímico.

–Él siempre ha sido un hombre sereno, de ideas claras -explicó- Ahora, en cambio, se exalta con facilidad. El asunto con mi padre lo tiene muy mal -remarcó

Julián conocía la pelea entre el general y su único hijo varón, que, por otra parte, siempre le había resultado extraña e inverosímil. Un enojo motivado por la vocación sacerdotal de Agustín debería haber remitido con el tiempo. No obstante, padre e hijo se empacaban en la misma posición después de años. Se preguntó con escepticismo si el meollo del problema se centraría en el espíritu anticlerical del general Escalante y el deseo de profesar de su primogénito.

Laura le explicó que su padre no había respondido a la carta de Donatti y que Agustín se consumía de angustia.

–¿Cómo hará mi padre para enterarse de esta situación? – suspiró la joven-. Yo le escribiré, pero quizá mi carta llegue demasiado tarde

Encontraron la pulpería prácticamente vacía, sólo un par de clientes que aún bebían y jugaban a las cartas. Doña Sabrina y Loretana limpiaban y ponían orden.

–Le presento a mi pupila, Laura Escalante -se dirigió Julián a doña Sabrina, que se limpió las manos en el mandil para estrechar las de Laura.

–Un placer, señorita Escalante. Esta é la Loretana -dijo a continuación, y acercó a la muchacha, que se mantenía a distancia, recelosa. Mi sobrina y yo estamo pa´lo que guste mandar, señorita. Ya me contó el dotorcito que usté é la hermana del padrecito Agustín. Todos rezamos por él, señorita. Todos. Aquí lo queremos mucho al padrecito. É muy bueno. Muy bueno é. No merece lo que está sufriendo. Tanta alma perdida suelta por ay, haciendo de las suyas, y el pobre padrecito pasando pesares. Muy injusto, muy injusto.

Laura susurró palabras de agradecimiento, con apenas fuerzas para mantenerse en pie. El cansancio y las emociones la habían extenuado. Como un mazazo, su cuerpo menudo recibió de golpe las consecuencias de tantos días inclementes, y se quejó.

–Necesitas comer antes de ir a dormir -sugirió Riglos y, pese a la negativa de Laura, la condujo a una mesa, donde Loretana y Sabrina improvisaron la mejor cena en días.

Mientras Laura engullía el estofado, Julián apartó a Loretana y le entregó varios billetes. La muchacha los tomó sin preguntar, pasmada al ver tanto dinero junto. Pocas cosas deseaba con mayor empeño que abandonar aquel lugar infernal, a la abusadora de su tía Sabrina y marcharse a la gran ciudad, Buenos Aires, donde las mujeres llevaban vida de princesas. Ella quería ser una princesa. Y para lograrlo necesitaba muchos billetes como ésos. Levantó la vista y, en una sonrisa hipócrita, le mostró a Julián una dentadura bastante aceptable.

–Durante los días en que la señorita Escalante se hospede en este sitio, la atenderás como si se tratara de una reina. Ella está acostumbrada a lujos y comodidades, y no quiero que pase necesidad. Le lavarás y plancharás la ropa íntima y de cama, le cambiarás las sábanas cada tres días…

–¡Cada tres días!

–Cada tres días -repitió Julián, con imperio-. Mantendrás su recámara especialmente limpia y aireada, le llevarás el desayuno y la comida a la habitación. No quiero, por razón alguna, que ella esté sola en la pulpería. Nunca, jamás. Y le prepararás la tina con agua caliente todas las mañanas.

A punto de exclamar «¡Todas las mañanas!», Loretana se abstuvo; ya comenzaba a vislumbrar las costumbres de las princesas de ciudad. Estudió al doctorcito Riglos. No estaba nada mal el señor. Le despuntaban canas en las sienes y, al contemplarlo más de cerca, le notó arrugas en torno a los ojos. No lidiaba con un mancebo. De todos modos, le resultó tentador con ese bigote prolijamente mondado, el cabello lustroso echado hacia atrás, el aroma a colonia, y la levita y los zapatos negros tan inusuales en Río Cuarto, donde todo era chiripa, bombachas y botas de potro. Riglos debía de poseer una gran fortuna, lo había visto consultar un reloj de leontina, seguramente de oro, y lucía un anillo con una piedra transparente en el meñique. Por demás contaban los billetes que le había entregado con prodigalidad.

–Antes de marcharme de aquí, te daré una cantidad igual -manifestó Riglos-, si haces correctamente lo que te he pedido.

Al regresar a la mesa, Julián encontró a Laura más repuesta. Supo de inmediato que iba a pedirle algo cuando la muchacha apoyó los cubiertos y lo buscó con la mirada.

–Tiemblo cuando me miras así -expresó.

–Sé que no estarás de acuerdo en un primer momento, pero debes comprender que no tenemos otra alternativa. Quiero que viajes a Córdoba y traigas a mi padre aquí, a como dé lugar, para que mi hermano pueda estar tranquilo

–¿Y dejarte sola? ¡Qué necedades se te ocurren! Ni lo sueñes -porfió Julián al ver el desafío que destellaba en los ojos negros de Laura.

–No estaré sola. María Pancha y el padre Donatti estarán conmigo. – Un momento después, con tono y gesto candidos, concedió-. Estás cansado, lo sé, y te resulta difícil emprender otro viaje cuando acabas de terminar uno tan duro.

–No se trata de eso -aseguró Riglos, sin mirarla-. Sabes que por ti hago cualquier cosa.

Julián sintió la mano suave y tibia de Laura sobre la suya, y se conmocionó íntimamente. La deseaba tanto que su cercanía se convertía en un suplicio. Ella ignoraba el anhelo que le causaban su belleza, su frescura y juventud, su espíritu libre y desenfrenado; era inconsciente del hechizo que lanzaba sobre él cuando le sonreía, cuando lo miraba con picardía, cuando se enfadaba, cuando defendía sus creencias, cuando ayudaba a los demás. Laura siempre le provocaba ansiedad y deseo.

–Si nadie ha podido convencer a tu padre para que venga a Río Cuarto -comenzó a ceder Julián-, ¿qué podré hacer yo? A mí ni siquiera me conoce.

–Sí, te conoce porque yo le hablo de ti en mis cartas. Además -retomó con alacridad-, si fuiste capaz de convencer a la abuela Ignacia de vender la quinta de San Isidro para pagar el tendal de deudas que teníamos, serás capaz de convencer a cualquiera de cualquier cosa, incluso a mi padre.


Esa noche, muy tarde ya, Julián aún permanecía despierto. Un rato antes se había aventurado hasta el final del corredor donde se hallaba la habitación de Laura y, con el oído apoyado sobre la puerta, había prestado minuciosa atención a los sonidos en el interior, el traqueteo de los botines, la conversación de Laura con Loretana, el sonido de las cerrajas del baúl, el frufrú del vestido al quitárselo, el agua salpicando en la jofaina y el crujir del lecho cuando por fin se acostó.

Regresó a su habitación inquieto y de malhumor. Tenía calor, no encontraba posición en esa cama desconocida e incómoda. La almohada le parecía demasiado alta y le provocaba mareos y dolor de cuello. Se levantó y se sirvió un vaso con agua. Sus ojos vagaron por el mobiliario y se preguntó qué hacía ahí, en ese hotel de mala muerte en Río Cuarto. Casi no recordaba cómo se había embarcado en esa odisea. Por primera vez caía en la cuenta de la responsabilidad que se había echado al hombro. Y como si no bastara, el viaje a Córdoba para enfrentarse a un viejo y resabiado general. Después de todo, doña Ignacia Montes tenía razón: Laura siempre se salía con la suya.

Llamaron a la puerta, y Julián se emocionó al pensar que se trataría de Laura. Se olió las axilas, se echó colonia generosamente y se puso la camisa. Abrió. Era Loretana.

–¿Qué deseas? – preguntó, más sorprendido que molesto.

–Apenas lo vi llegar hoy a la tarde, le preparé esta aguamiel y la tuve todo el tiempo en el sótano. Está bien fresquita. Pensé que, con esta calor, le vendría bien -sugirió, y extendió la bandeja con una jarra y dos vasos.

Julián Riglos le echó un vistazo de arriba abajo y, como le pareció que la muchacha estaba limpia, con el cabello recién lavado y ropas nuevas, le hizo una seña para que entrase.

Hacía tiempo que Loretana había entregado su corazón al hombre con el que compartiría su vida y sus sueños. Los favores que le concedía al coronel Racedo y que, de seguro, concedería esa noche al doctor Riglos no tenían que ver con sus sentimientos sino con sus ambiciones. Vertió el aguamiel en ambos vasos y se acercó con movimientos insinuantes a Julián, que se había repantigado en la silla y la contemplaba seriamente. Aceptó el vaso y bebió un trago largo. La bebida fresca y dulce le recompuso el ámmo. Estiró el brazo y alcanzó a Loretana, que, entre risas, se sentó sobre sus rodillas.

–¿Qué hablabas con la señorita Escalante en su recámara?

–Cumplía con su mandato, dotor. Le llevé toallas limpias y le puse agua fresca en el lavamanos.

–¿Ella te pidió algo?

–Sí, que la despertara a las siete. A esa hora debo tener lista la tina con agua caliente, ¿no?

–¿Se quejó de la cama o de algo en particular?

–Como que a usté le interesa mucho lo que le pasa a la chinita ésa, ¿verdad?

–¿Se quejó o no? – insistió Riglos, con impaciencia, y, quitando a Loretana de sus rodillas, se puso de pie.

–No, hombre, no. Dijo que todo era de su agrado, así dijo. Muy modosita, parece.

«¿Modosita?», repitió Julián para sí, y rió burlonamente.

–¿De qué se ríe? Mire que yo no soy payaso de naides -advirtió Loretana, y amagó con dejar la habitación.

–Ven acá -ordenó Riglos, y la muchacha se volvió, dócil como una niña educada-. ¿Quién te dijo que podías retirarte? ¿Quieres ganarte unas monedas extras? Sí, ¿verdad? Eres codiciosa, ya me he dado cuenta. Te gusta el dinero, sí que te gusta. Pues bien, conmigo podrás ganar bastante si haces lo que te pido.

–Lo que mande, patrón.

–Mañana parto hacia Córdoba y no sé cuántos días estaré ausente. Quiero que, durante ese tiempo, vigiles a la señorita Escalante. Cuando regrese, sabrás decirme qué ha hecho, adonde ha estado, con quién ha hablado, ¿comprendes?

–Sí, no soy tonta, patrón.

–También de eso ya me he dado cuenta -aceptó Riglos, y comentó a desatarle el lazo del jubón.