Una princesa de ciudad
–El hotel de doña Sabrina -se apresuró a ofrecer don Forton-,
allí conseguirá una habitación. Es un sitio humilde, pero limpio y
regenteado por una mujer decente.
El hotel de doña Sabrina más tenía de pulpería y negocio de
abarrotes que de hospedaje. Pero Julián no se hallaba en posición
de exigir absurdos y tomó las dos habitaciones que la pulpera le
ofrecía. También negoció el alquiler de un cuarto en la parte
trasera para Prudencio, que se encargó, a su vez, de ubicar la
galera y los caballos en un establo contiguo al hospedaje. Después
de acomodar los baúles, Julián anheló un baño de tina, echarse
dentro del agua limpia y dejar pasar las horas hasta que cada
músculo, cada hueso y cada tendón hubiesen regresado a su estado
original. Sin embargo, debía ir al convento a buscar a
Laura.
Mientras se mudaba de ropa, pensó en el escándalo que ya se
habría desatado en Buenos Aires con motivo de la huida de Laura y
su criada. Magdalena habría iniciado una escena histérica de
llanto; Soledad y Dolores habrían prorrumpido en contra de Laura y
de su desfachatez, y la abuela Ignacia, en contra de la naturaleza
malvada de los Escalante. Sólo el abuelo Francisco levantaría la
voz para defender a su nieta dilecta, pero rápidamente sería
acallado por una orden de su esposa.
Se preguntó qué opinarían de él los Montes, qué habría dicho
Lahitte, qué se comentaría en el atrio a la salida de la misa de
una. Aunque nadie desconocía la índole rebelde e impertinente de
Laura, que había demostrado poco respeto por las convenciones
sociales y menos aún temor al escarnio público, juzgarían que esta
bravata había superado cualquier límite. Esta vez no sería como
aquellas travesuras de la niñez en las que el tiempo había obrado
en favor de Laura. Por ejemplo, ya nadie le reprochaba la ocasión
en que ella y su primo Romualdo ayudaron a Eugenia Victoria a
escapar del convento para huir con su enamorado, más allá de que
doña Luisa del Solar lo traía cada tanto a la
memoria.
Celina Páez Núñez, esposa de Lautaro Montes, hijo mayor de
Francisco e Ignacia, le había prometido a Santa Catalina de Siena
que si ella, poco atractiva e insulsa, lograba casarse con un
hombre influyente y de fortuna, entregaría a dos de sus hijas, las
más hermosas, a su congregación. Las mellizas, Aureliana y Eugenia
Victoria, con sus largas cabelleras rubias, ojos color de miel y
piel alabastrina, partieron rumbo al convento de Santa Catalina de
Siena, a pocas cuadras de la casa de la abuela Ignacia en el barrio
de la Merced y a miles de leguas de la vida que habrían deseado
llevar. Y aunque Aureliana se acostumbró a la rutina del convento,
a los horarios estrictos, a la carencia absoluta de comodidades, al
Oficio Divino y a los ejercicios espirituales, Eugenia Victoria no
lo consiguió jamás porque, mientras le machacaban que sería la
esposa de Cristo, ella deseaba ser la de un simple mortal, José
Camilo Lynch.
Romualdo, hijo menor de Lautaro Montes y Celina Páez Núñez, y
su prima Laura sabían que la madre superiora había asignado a
Eugenia Victoria el cuidado de la porqueriza, del gallinero y del
huerto como castigo por su falta de disposición y buena voluntad,
sin importarle que la jovencita hubiese profesado con velo negro,
razón por la cual Lautaro Montes había pagado una dote tres veces
superior a la de aquellas que lo hacían con velo blanco, las que,
en realidad, se encargaban de las cuestiones domésticas. Una
siesta, seguros de encontrarla en la parte posterior del convento,
que daba a la calle del Parque, bastante tranquila y solitaria
después del almuerzo, Laura y Romualdo partieron a escondidas de la
casa de la abuela Ignacia con una larga cuerda de cañamazo y trapos
de algodón. Por el lado de afuera y cerca de la tapia del convento
de Santa Catalina había un albaricoquero, cuyas ramas invadían el
huerto y plagaban de frutos maduros el suelo. Laura y Romualdo se
treparon como gatos y chistaron a Eugenia Victoria, que no podía
creerles a sus ojos.
–José Camilo te espera en una volanta frente a la Iglesia de
la Merced para huir juntos -informó Laura, la voz refrenada para no
delatarse.
Eugenia Victoria arrojó la cuchara con que removía la tierra
de las achicorias y se quitó el velo y el delantal, que terminaron
enredados en los tomateros. Corrió hasta la tapia y se aferró a la
cuerda que su hermano y su prima habían pasado por la rama más
gruesa del albaricoquero. Del otro lado y con las manos bien
envueltas en los trapos de algodón, Laura y Romualdo jalaban como
galeotes.
De ninguna manera la madre superiora admitiría nuevamente a
Eugenia Victoria en el convento y le importaba un comino la promesa
a Santa Catalina de Siena o a la mismísima Virgen María. Hizo picar
vidrio y pegarlo sobre el muro que bordeaba el huerto Semanas más
tarde, cuando Eugenia Victoria mostró los primeros síntomas de
gravidez, a Celina Páez Núñez no le quedó alternativa y se resignó
al matrimonio de su hija con José Camilo Lynch. Finalmente la
promesa quedó a medio cumplir pues ya no le quedaban hijas; María
del Pilar e Iluminada estaban casadas y con hijos, y Celina vivió
temiendo la represalia de la santa italiana, a la que trataba de
aplacar llevando el cilicio o usando la disciplina mientras rezaba
el rosario.
Laura y Romualdo vivieron a pan y agua durante una semana,
más allá de los pedazos de carne, la humita, el locro y los
buñuelos que María Pancha les hacía llegar por la ventana. Romualdo
debió soportar la fusta de Lautaro, y Laura el trompazo de la
abuela Ignacia, que le dejó el ojo morado y le hizo sangrar la
nariz, y habría recibido otro si el abuelo Francisco no hubiera
intercedido. Con los dedos cruzados bajo el polisón, Laura juró no
volver a comportarse de manera tan ignominiosa.
Julián también estaba seguro de que la fuga a Río Cuarto
traería secuelas más graves que aquella oportunidad en que Laura se
presentó en la librería de doña Pacha en la calle del Potosí y
pidió, muy oronda, Cartas filosóficas de
Voltaire y Relaciones peligrosas de Pierre
Choderlos de Laclos Doña Pacha, que cada mes recibía del Obispado
la lista actualizada de las obras anatematizadas, la contempló en
silencio, incrédula, pues conociendo a doña Ignacia y a Magdalena
Montes, no concebía tanto descaro
–¿Sabes que esas obras demoníacas forman parte del Index? –
tentó doña Pacha, apelando a la posible ignorancia de
Laura
–Sí -aseguró ella, tan suelta como si hubiese pedido una
hogaza de pan-. Justamente, me gustaría saber por
qué.
Doña Pacha cacareó como gallina clueca hasta que Laura dejó
la tienda de libros trastabillando. Para el domingo, media ciudad
conocía la osadía y desvergüenza de la hija de Magdalena y del
general Escalante. El chisme había alcanzado lo de Montes, y la
abuela Ignacia la había mandado encerrar en su dormitorio hasta que
el padre Ifigenio la confesara. Con todo, al domingo siguiente el
sacerdote la salteó en la comunión y las matronas se preguntaron si
la habría absuelto.
Al dejar su cuarto, Julián reparó en el murmullo que llegaba
de la parte delantera del hotel, donde los parroquianos se
instalaban a beber chicha, ginebra y otras bebidas fuertes y a
jugar naipes en mesas destartaladas y sillas que por lo general
terminaban en la cabeza de algún imprudente. Ese sitio era el
último lugar en donde habría querido ver a Laura.
–¡Doctor Riglos! – llamó una voz pastosa cuando se disponía a
salir de aquel muladar, sano y salvo.
Desde una mesa retirada, un militar le hacía señas. Al
acercarse, Julián Riglos reconoció al coronel Hilario Racedo. Se le
notaba en la mueca de los labios y en los ojos entrecerrados que
hacía un buen rato que saboreaba la ginebra. Llevaba la guerrera
abierta a la mitad del pecho, arrugada y salpicada de bebida. El
gorro descansaba sobre la silla, y mechones de cabello le pendían
en la frente.
Julián conocía bien a la familia Racedo, de tradición
militar. Don Cecilio, padre de Hilario, había luchado junto al
general San Martín para contener el avance realista a principios de
siglo. Guillermo Racedo, hermano mayor de Hilario, era respetado
por su desempeño junto al general Paz en las batallas de Tablada y
Oncativo contra Facundo Quiroga. Y Eduardo, sobrino de Hilario, se
había destacado en 1866 durante el combate de Curupaytí en la
guerra contra el Paraguay. Julián no estimaba especialmente a
Hilario. En el Colegio Nacional, donde habían cursado juntos los
estudios, se lo consideraba pendenciero y vanidoso, características
que, a juicio de Riglos, le servían para ocultar su escaso
discernimiento. De todas maneras, a Julián le agradó encontrar un
rostro conocido en medio de un paraje tan hostil.
–¡Hilario! – exclamó, y le extendió la mano.
Racedo se incorporó con dificultad y respondió al saludo.
Quitó la gorra de la silla y lo invitó a sentarse.
–¡Qué gusto verte! – expresó-. ¿Qué haces en Río Cuarto? No
daba crédito a mis ojos cuando te vi aparecer en el salón de doña
Sabrina. ¡Un trago para mi amigo! – gritó a continuación, y palmeó
a Julián en la espalda-. Es bueno encontrarse con amigos y gente
como uno en este confín de la República. ¿Sabes? A fuerza de
combatir al salvaje, por estos lares todos se han vuelto un poco
incivilizados. Dime, ¿qué te trae por acá?
Apareció una jovencita morena y graciosa, que no se molestó
en acomodar la tira del justillo cuando se le resbaló por el hombro
al servir la ginebra de Riglos. Los ojos de Racedo se desviaron
hacia el escote pronunciado y se regodearon con los pechos jóvenes
y llenos que pugnaban por sortear el escaso recato. La muchacha
sonreía con complicidad mientras escanciaba la
bebida.
–¡Vamos, Loretana! Sírveme a mí también. ¿No ves que tengo el
vaso vacío?
–Usté ya chupó demasiao, mi coronel.
–¡Ah, niña, déjate de tonterías! Me haces acordar a mi
difunta mujer.
–Ya le he dicho que no soy una niña -se mosqueó
Loretana.
–Sí, ya lo sé -replicó el hombre, y le tocó con disimulo las
asentaderas cuando la muchacha se dio vuelta para regresar al
mostrador.
–No sabía que estabas asignado al Fuerte Sarmiento -comentó
Julián, en un intento por salvar el embarazo-. Te hacía en el
Fuerte Arévalo.
–Hace ya bastante tiempo que me asignaron este cargo. Roca
pidió mi pase.
–¿Roca? ¿El coronel Julio Roca? – se sorprendió
Julián.
–Sí, el mismo. Ahora anda en Santa Catalina, visitando a su
mujer que está gruesa. Después se va de reconocimiento con
Fotheringham, Gramajo y otros de su círculo íntimo. A mí me deja a
cargo de la comandancia. No le veremos los pelos en varias
semanas.
–Es una pena -aseguró Julián Riglos-. He leído algunos de sus
artículos acerca de los indios y coincido plenamente con él. Me
habría gustado conocerlo.
–Roca tiene una visión bien distinta de la de Mansilla
-añadió Racedo, sin ocultar una nota de desprecio-. El tratado de
paz que firmó Mansilla con el cacique Mariano Rosas tres años atrás
fue un fracaso. No se lo aprobó el Congreso, y ahora debemos
soportar la ira de esos salvajes.
–Llegaron noticias de que el año pasado, en octubre según
recuerdo, el general Arredondo firmó otro acuerdo de paz con el
cacique Mariano Rosas y con Baigorrita.
–¿Y tú crees que lo cumplen? Ya no sé cuántos tratados se han
firmado para romperse en poco tiempo. Vivimos con el malón encima
y, cuando le reclamamos a Rosas o a Baigorrita, nos dicen que no
son indios de ellos. ¡Bah, qué mierda quieres con estos salvajes!
Indios del demonio -pronunció entre dientes, y golpeó la mesa-. Los
exterminaría a todos, como plaga de langosta que son. Buenos para
nada, perros pulguientos. Los colgaría de las pelotas y a sus
hembras las usaría de putas, que solamente para eso
sirven.
Aunque a Julián no le caían en gracia los indios, no se
referiría a ellos en esos términos. Consideraba que las buenas
maneras y las formas civilizadas debían cuidarse. Racedo tomó el
vaso e hizo un fondo blanco.
–Indios del demonio -repitió-. Me la van a pagar, ¡por ésta,
me la van a pagar! – y se señaló una herida mal cicatrizada en la
mejilla izquierda-. Esta todavía tengo que
cobrármela.
Julián carraspeó, incómodo, e hizo el ademán de ponerse de
pie. Se le estaba haciendo tarde, interpuso.
–No te vayas -pidió Racedo, y lo obligó a regresar a su
sitio-. Aún no me has dicho el motivo de tu viaje a Río Cuarto.
¿Asunto de algún cliente de tu bufete?
–Estoy acompañando a una amiga de mi familia que ha venido a
cuidar a su hermano en la enfermedad. Se trata del padre Agustín
Escalante.
–¡Lo conozco! Aunque me gustaría no haberme topado con él.
Arma tremendos revuelos en el fuerte. Allí dirige a un grupo de
indios acristianados. Y siempre anda bregando por los otros, los
que aún no claudican, los que viven en Tierra Adentro. Exige cosas
que, según él, están en los acuerdos de paz, defiende los derechos
de esos bárbaros como si fueran angelitos del Señor. Me tiene las
pelotas llenas. Y sí, ya supe que anda jodido de salud Carbunco,
creí escuchar. Eso es bien difícil de curar. Seguro se lo contagió
algún salvaje en sus visitas a Tierra Adentro.
–¿Se atreve a viajar al País de los Ranqueles? – se azoró
Julián.
–¿Que si se atreve? Va y viene como Pancho por su casa. A él,
los indios no le tocan un pelo. Conoce el camino, las rastrilladas
y las aguadas como la palma de su mano, y guarda bien el secreto.
La primera vez fue con Mansilla y el padre Donatti, hace tres años,
en el 70. Desde ese momento, ha repetido la
hazaña.
Sólo la promesa de un almuerzo al día siguiente permitió a
Julián desembarazarse de Hilario Racedo. Salió del hotel de doña
Sabrina y dejó atrás al militar cabeceando en la silla. La calle,
oscura y silenciosa, le produjo una mala
sensación, incomodidad también, pues aquel sitio le resultaba
ajeno. La canícula se hacía sentir incluso en las horas nocturnas,
y el sopor y la humedad del ambiente terminaron por agriarle el
humor. Como el convento distaba del centro de la villa, le pidió a
Prudencio que preparara el coche.
Laura lo aguardaba en la salita de recepción, acompañada del
principal, el padre Marcos Donatti. Julián había conocido al
franciscano cuatro años atrás, cuando Agustín Escalante y él
visitaron Buenos Aires para resolver ciertas cuestiones en el
arzobispado. El padre Donatti aseguró recordar al doctor Riglos
mientras Laura hacía las presentaciones. Comentaron acerca de la
salud de Agustín, y ninguno tocó el rispido tema de la escapada de
Laura.
–El doctor Javier, el médico que está atendiendo al padre
Agustín -explicó Donatti-, acaba de llevárselo a su casa, donde él
y su esposa van a cuidarlo. Aquí, sinceramente, no podemos
atenderlo como corresponde.
–María Pancha se fue con ellos -acotó Laura, y Julián
advirtió un viso de desilusión en su voz y en su
semblante.
–El doctor Javier no quiso llevar a Laura -informó Donatti-.
Dice que necesita comida y descanso. Ha pasado por mucho, la
pobrecita.
El sacerdote la bendijo, la besó en la frente y los dejó ir,
no muy convencido de que realizaran el trayecto hasta el hotel sin
más compañía que la de Prudencio, lejos en el pescante, para
cohibir cualquier deseo impío. Pero calló y cerró el pesado portón
del convento. Esa había sido una noche larga y atípica. Se fue a
dormir con pesares en la cabeza.
Dentro de la galera sólo se escuchaba el traqueteo de las
ruedas sobre la calle de tierra y los espaciados latigazos que
fustigaban las ancas de los caballos. Laura permanecía muda, con la
vista fija en sus manos entrelazadas sobre la falda del vestido.
¿Rezaría? ¿Qué cavilaciones la mantendrían tan absorta? Riglos
concentraba su atención en ella y, aunque inquieto por un lado,
cierto regocijo le mejoraba el humor: ésa era la primera vez que se
hallaban solos a tan altas horas de la noche.
Laura se echó entonces a llorar como una magdalena y buscó
consuelo en los brazos de Julián, que la recogió medio desmadejada
y la obligó a apoyar la cabeza sobre su pecho. No recordaba haber
visto a una persona llorar con tal sentimiento, ni siquiera a doña
Luisa en ocasión de la muerte de Catalina, y la dejó hacer, sin
abrir la boca. Un momento más tarde se le cruzó por la cabeza que
Laura sufriría un acceso histérico y de inmediato, casi
bruscamente, la obligó a calmarse y a recobrar la entereza. Un
quebranto de esa índole no le era propio, lo
desconcertaba.
Laura soltó su pena, mientras Julián le secaba las lágrimas
con su pañuelo. Había encontrado a Agustín peor de lo imaginado,
muy delgado y ojeroso, sin embargo, su aspecto no la había
desasosegado tanto como su estado anímico.
–Él siempre ha sido un hombre sereno, de ideas claras
-explicó- Ahora, en cambio, se exalta con facilidad. El asunto con
mi padre lo tiene muy mal -remarcó
Julián conocía la pelea entre el general y su único hijo
varón, que, por otra parte, siempre le había resultado extraña e
inverosímil. Un enojo motivado por la vocación sacerdotal de
Agustín debería haber remitido con el tiempo. No obstante, padre e
hijo se empacaban en la misma posición después de años. Se preguntó
con escepticismo si el meollo del problema se centraría en el
espíritu anticlerical del general Escalante y el deseo de profesar
de su primogénito.
Laura le explicó que su padre no había respondido a la carta
de Donatti y que Agustín se consumía de angustia.
–¿Cómo hará mi padre para enterarse de esta situación? –
suspiró la joven-. Yo le escribiré, pero quizá mi carta llegue
demasiado tarde
Encontraron la pulpería prácticamente vacía, sólo un par de
clientes que aún bebían y jugaban a las cartas. Doña Sabrina y
Loretana limpiaban y ponían orden.
–Le presento a mi pupila, Laura Escalante -se dirigió Julián
a doña Sabrina, que se limpió las manos en el mandil para estrechar
las de Laura.
–Un placer, señorita Escalante. Esta é la Loretana -dijo a
continuación, y acercó a la muchacha, que se mantenía a distancia,
recelosa. Mi sobrina y yo estamo pa´lo que guste mandar, señorita.
Ya me contó el dotorcito que usté é la hermana del padrecito
Agustín. Todos rezamos por él, señorita. Todos. Aquí lo queremos
mucho al padrecito. É muy bueno. Muy bueno é. No merece lo que está
sufriendo. Tanta alma perdida suelta por ay, haciendo de las suyas,
y el pobre padrecito pasando pesares. Muy injusto, muy
injusto.
Laura susurró palabras de agradecimiento, con apenas fuerzas
para mantenerse en pie. El cansancio y las emociones la habían
extenuado. Como un mazazo, su cuerpo menudo recibió de golpe las
consecuencias de tantos días inclementes, y se
quejó.
–Necesitas comer antes de ir a dormir -sugirió Riglos y, pese
a la negativa de Laura, la condujo a una mesa, donde Loretana y
Sabrina improvisaron la mejor cena en días.
Mientras Laura engullía el estofado, Julián apartó a Loretana
y le entregó varios billetes. La muchacha los tomó sin preguntar,
pasmada al ver tanto dinero junto. Pocas cosas deseaba con mayor
empeño que abandonar aquel lugar infernal, a la abusadora de su tía
Sabrina y marcharse a la gran ciudad, Buenos Aires, donde las
mujeres llevaban vida de princesas. Ella quería ser una princesa. Y
para lograrlo necesitaba muchos billetes como ésos. Levantó la
vista y, en una sonrisa hipócrita, le mostró a Julián una dentadura
bastante aceptable.
–Durante los días en que la señorita Escalante se hospede en
este sitio, la atenderás como si se tratara de una reina. Ella está
acostumbrada a lujos y comodidades, y no quiero que pase necesidad.
Le lavarás y plancharás la ropa íntima y de cama, le cambiarás las
sábanas cada tres días…
–¡Cada tres días!
–Cada tres días -repitió Julián, con imperio-. Mantendrás su
recámara especialmente limpia y aireada, le llevarás el desayuno y
la comida a la habitación. No quiero, por razón alguna, que ella
esté sola en la pulpería. Nunca, jamás. Y le prepararás la tina con
agua caliente todas las mañanas.
A punto de exclamar «¡Todas las mañanas!», Loretana se
abstuvo; ya comenzaba a vislumbrar las costumbres de las princesas
de ciudad. Estudió al doctorcito Riglos. No estaba nada mal el
señor. Le despuntaban canas en las sienes y, al contemplarlo más de
cerca, le notó arrugas en torno a los ojos. No lidiaba con un
mancebo. De todos modos, le resultó tentador con ese bigote
prolijamente mondado, el cabello lustroso echado hacia atrás, el
aroma a colonia, y la levita y los zapatos negros tan inusuales en
Río Cuarto, donde todo era chiripa, bombachas y botas de potro.
Riglos debía de poseer una gran fortuna, lo había visto consultar
un reloj de leontina, seguramente de oro, y lucía un anillo con una
piedra transparente en el meñique. Por demás contaban los billetes
que le había entregado con prodigalidad.
–Antes de marcharme de aquí, te daré una cantidad igual
-manifestó Riglos-, si haces correctamente lo que te he
pedido.
Al regresar a la mesa, Julián encontró a Laura más repuesta.
Supo de inmediato que iba a pedirle algo cuando la muchacha apoyó
los cubiertos y lo buscó con la mirada.
–Tiemblo cuando me miras así -expresó.
–Sé que no estarás de acuerdo en un primer momento, pero
debes comprender que no tenemos otra alternativa. Quiero que viajes
a Córdoba y traigas a mi padre aquí, a como dé lugar, para que mi
hermano pueda estar tranquilo
–¿Y dejarte sola? ¡Qué necedades se te ocurren! Ni lo sueñes
-porfió Julián al ver el desafío que destellaba en los ojos negros
de Laura.
–No estaré sola. María Pancha y el padre Donatti estarán
conmigo. – Un momento después, con tono y gesto candidos,
concedió-. Estás cansado, lo sé, y te resulta difícil emprender
otro viaje cuando acabas de terminar uno tan duro.
–No se trata de eso -aseguró Riglos, sin mirarla-. Sabes que
por ti hago cualquier cosa.
Julián sintió la mano suave y tibia de Laura sobre la suya, y
se conmocionó íntimamente. La deseaba tanto que su cercanía se
convertía en un suplicio. Ella ignoraba el anhelo que le causaban
su belleza, su frescura y juventud, su espíritu libre y
desenfrenado; era inconsciente del hechizo que lanzaba sobre él
cuando le sonreía, cuando lo miraba con picardía, cuando se
enfadaba, cuando defendía sus creencias, cuando ayudaba a los
demás. Laura siempre le provocaba ansiedad y
deseo.
–Si nadie ha podido convencer a tu padre para que venga a Río
Cuarto -comenzó a ceder Julián-, ¿qué podré hacer yo? A mí ni
siquiera me conoce.
–Sí, te conoce porque yo le hablo de ti en mis cartas. Además
-retomó con alacridad-, si fuiste capaz de convencer a la abuela
Ignacia de vender la quinta de San Isidro para pagar el tendal de
deudas que teníamos, serás capaz de convencer a cualquiera de
cualquier cosa, incluso a mi padre.
Esa noche, muy tarde ya, Julián aún permanecía despierto. Un
rato antes se había aventurado hasta el final del corredor donde se
hallaba la habitación de Laura y, con el oído apoyado sobre la
puerta, había prestado minuciosa atención a los sonidos en el
interior, el traqueteo de los botines, la conversación de Laura con
Loretana, el sonido de las cerrajas del baúl, el frufrú del vestido
al quitárselo, el agua salpicando en la jofaina y el crujir del
lecho cuando por fin se acostó.
Regresó a su habitación inquieto y de malhumor. Tenía calor,
no encontraba posición en esa cama desconocida e incómoda. La
almohada le parecía demasiado alta y le provocaba mareos y dolor de
cuello. Se levantó y se sirvió un vaso con agua. Sus ojos vagaron
por el mobiliario y se preguntó qué hacía ahí, en ese hotel de mala
muerte en Río Cuarto. Casi no recordaba cómo se había embarcado en
esa odisea. Por primera vez caía en la cuenta de la responsabilidad
que se había echado al hombro. Y como si no bastara, el viaje a
Córdoba para enfrentarse a un viejo y resabiado general. Después de
todo, doña Ignacia Montes tenía razón: Laura siempre se salía con
la suya.
Llamaron a la puerta, y Julián se emocionó al pensar que se
trataría de Laura. Se olió las axilas, se echó colonia
generosamente y se puso la camisa. Abrió. Era
Loretana.
–¿Qué deseas? – preguntó, más sorprendido que
molesto.
–Apenas lo vi llegar hoy a la tarde, le preparé esta aguamiel
y la tuve todo el tiempo en el sótano. Está bien fresquita. Pensé
que, con esta calor, le vendría bien -sugirió, y extendió la
bandeja con una jarra y dos vasos.
Julián Riglos le echó un vistazo de arriba abajo y, como le
pareció que la muchacha estaba limpia, con el cabello recién lavado
y ropas nuevas, le hizo una seña para que entrase.
Hacía tiempo que Loretana había entregado su corazón al
hombre con el que compartiría su vida y sus sueños. Los favores que
le concedía al coronel Racedo y que, de seguro, concedería esa
noche al doctor Riglos no tenían que ver con sus sentimientos sino
con sus ambiciones. Vertió el aguamiel en ambos vasos y se acercó
con movimientos insinuantes a Julián, que se había repantigado en
la silla y la contemplaba seriamente. Aceptó el vaso y bebió un
trago largo. La bebida fresca y dulce le recompuso el ámmo. Estiró
el brazo y alcanzó a Loretana, que, entre risas, se sentó sobre sus
rodillas.
–¿Qué hablabas con la señorita Escalante en su
recámara?
–Cumplía con su mandato, dotor. Le llevé toallas limpias y le
puse agua fresca en el lavamanos.
–¿Ella te pidió algo?
–Sí, que la despertara a las siete. A esa hora debo tener
lista la tina con agua caliente, ¿no?
–¿Se quejó de la cama o de algo en
particular?
–Como que a usté le interesa mucho lo que le pasa a la
chinita ésa, ¿verdad?
–¿Se quejó o no? – insistió Riglos, con impaciencia, y,
quitando a Loretana de sus rodillas, se puso de
pie.
–No, hombre, no. Dijo que todo era de su agrado, así dijo.
Muy modosita, parece.
«¿Modosita?», repitió Julián para sí, y rió
burlonamente.
–¿De qué se ríe? Mire que yo no soy payaso de naides
-advirtió Loretana, y amagó con dejar la
habitación.
–Ven acá -ordenó Riglos, y la muchacha se volvió, dócil como
una niña educada-. ¿Quién te dijo que podías retirarte? ¿Quieres
ganarte unas monedas extras? Sí, ¿verdad? Eres codiciosa, ya me he
dado cuenta. Te gusta el dinero, sí que te gusta. Pues bien,
conmigo podrás ganar bastante si haces lo que te
pido.
–Lo que mande, patrón.
–Mañana parto hacia Córdoba y no sé cuántos días estaré
ausente. Quiero que, durante ese tiempo, vigiles a la señorita
Escalante. Cuando regrese, sabrás decirme qué ha hecho, adonde ha
estado, con quién ha hablado, ¿comprendes?
–Sí, no soy tonta, patrón.
–También de eso ya me he dado cuenta -aceptó Riglos, y
comentó a desatarle el lazo del jubón.