CAPÍTULO XVII.


Una mujer sin tierra

Laura cerró el cuaderno cuando doña Sabrina le trajo el almuerzo. Mientras ella comía, la mujer armaba la cama, acomodaba el cuarto y rezongaba.


–¡Y aquí me tiene, querida, haciendo tuito el trabajo yo sola! Que Loretana anda tirada en la cama llora que llora.

–¿Qué le pasa? – preguntó Laura, más por cortesía que por interés.

–Lo que le contaba el otro día, ¿se acuerda? Anda con mal de amores. Hay un hombre que la trae por la Calle de las Amarguras y esta estúpida que no se da cuenta de que el miserable no quiere saber nada de ella. «Ese tiene otra», le digo yo, que soy más vieja y viva que ella, pero Loretana no se resigna.

–Lo lamento, doña Sabrina -expresó Laura.

–Otro que está con mal de amores es el coronel Racedo, que andaba muy solo y alicaído esta mañana en la pulpería porque usté se ha negao a tomar algo con él.

–Doña Sabrina -habló Laura-, quería preguntarle adonde puedo comprar algunos regalos; ya sabe, para los Javier, que han sido tan generosos con mi hermano.

–¡Ah, regalos! – exclamó con alivio la pulpera, que esperaba una reprimenda por haberse metido en lo que no le importaba-. Verá, querida, aquí no es como en la gran capital, que debe de estar llena de tiendas. Cierto que aquí, en Río Cuarto, estamos mucho mejor que en Achiras y en La Carlota, que ni médico tienen. Nosotros contamos con el santo del doctor Javier y con don Panfilo, el boticario, que usté ya lo conoce de memoria…

–¿Y para comprar regalos? – insistió Laura.

–Sí, regalos. Pues pa'eso, querida, tiene el negocio de ramos genérales de don Ambrosio Olmos, ¡muy completo, muy completo! o también lo de Agustín Ricabarra.

Agustín Ricabarra, ese nombre significaba mucho para Laura y, por la tarde, siguiendo las indicaciones de doña Sabrina, se encaminó a su tienda de abarrotes. El hombre detrás del mostrador resultaba demasiado joven para ser el que Blanca Montes mencionaba a menudo en sus Memorias.

–¿Usted es Agustín Ricabarra?

–Agustín Ricabarra hijo -se presentó el tendero.

–¿Y su padre?

–Mi padre está de viaje.

«¿De viaje? ¿A Tierra Adentro?», se intrigó Laura, pero no preguntó.

Compró regalos para cada miembro de la familia Javier: una pieza de la mejor tela para doña Generosa, una pipa con cazoleta de madera labrada para el doctor Javier y un juego de tintero, plumas, cortapluma y secafirmas para Mario, porque se había enterado de que al muchacho le daba por escribir. No se olvidaría de su fiel Blasco y, luego de mucho cavilar, se decidió por una camisa de algodón y unos pantalones de genero gris; los que llevaba a diario lucían como los de un indigente. Por último, le pidió al hijo de Ricabarra que le sacara de la vitrina un guardapelo que le había llamado la atención. No se trataba de una pieza fina: era de alpaca, el cerrojo y las bisagras no durarían mucho tiempo y el grabado resultaba de mal gusto. No obstante, compró los dos que había. Con el dinero que le había prestado Julián pagó los regalos para los Javier y para Blasco y, con sus ahorros, los dos guardapelos y sus respectivas cadenas.


Al terminar la misa en conmemoración de la muerte de Blanca Montes, Nahueltruz Guor recogió las alforjas y el cabezal, los acomodó en la montura y se marchó hacia el sur; luego, bordeando el río Cuarto, enfiló hacia el oeste hasta el rancho de la vieja Higinia, fallecida el año anterior. Higinia, mitad negra, mitad india, había sido una conocida bruja, muy poderosa en opinión de algunas comadronas; su fama había sobrepasado los límites de la villa del Río Cuarto, extendiéndose más allá de la provincia de San Luis. Había muerto plácidamente una noche mientras dormía, de vieja que era, y, sin embargo, se entretejían historias pintorescas y fabulosas acerca de los acontecimientos que la habían llevado a la tumba. Muchos aseguraban que, luego de muerta, la habían visto, completamente ataviada de negro, flotar encima del rancho al tiempo que profería alaridos pidiendo ayuda. Los testigos de semejante visión invariablemente sufrían calamidades y desgracias.

Por eso Nahueltruz eligió la casa de la vieja Higinia el terror y la superstición mantendrían alejados a los curiosos, incluso a los soldados del fuerte, más ignorantes que los indios que combatían. Él había conocido a Higinia, una mujer bondosa y caritativa, aunque extraña, llevaba la vida de un eremita y sólo se avenía a abandonar su rancho, sus cabras y su soledad paupérrima cuando le aseguraban que los médicos blancos -ambos, los del cuerpo y los del alma- no atinaban a nada y que el caso era de vida o muerte. En algunas oportunidades, de camino a Tierra Adentro, Nahueltruz se había apeado del caballo, golpeado las manos y pedido hospedaje por una noche. Higinia le hacía seña de que entrase -rara vez hablaba- y enseguida le ponía un plato de guiso caliente y un trozo de pan sobre la mesa. Nahueltruz comía, y ella, con su cuerpo medio desvencijado, extendía un jergón de paja junto a la trébedes si era invierno o en la galería si era verano.

Nahueltruz empujó la puerta del rancho que amenazó venirse abajo. «Esto es de lo primero que me haré cargo», se dijo. A continuación, quitó el postigo de la única ventana y dejó que la luz bañara el interior. Nada había cambiado, todo se hallaba en el mismo sitio, como en tiempos de Higinia, aunque una gruesa capa de polvo cubría la única mesa, las banquetas, el camastro, que ya no tenía jergón, y los demás enseres. Las paredes de adobe eran gruesas y sólidas, el piso de tierra pisada, parejo y compacto, y el techo, aunque de paja, no presentaba agujeros. Guor pensó que, con los arreglos necesarios, aquel rancho podía convertirse en un sitio acogedor y cómodo. Le pareció ver a Laura afanarse en la decoración. Seguramente querría cortinas de colores, y la mesa y las banquetas pintadas de blanco, cosería un acolchado para la cama y colgaría cuadros en las paredes, llenaría la galería de tiestos con flores y le pediría un pedazo de tierra para el jardín.

–¡Ah, Laura! – exclamó, abrumado de deseo. Deseos de tenerla ahí, de hacerle el amor, de saberla suya, de no temer perderla, de no sentirse inferior, de no saberla superior. De pie en medio de ese rancho, se sentía un estúpido soñando con que Laura aceptaría una vida de pobres. No ella, que conducía una vida de ricos.

Tomó una vasija de barro y se dirigió al río a buscar agua. En el camino se le ocurrió que, después de todo, no se trataba de una idea tan absurda la de vivir en el rancho de la vieja Higinia. De algo estaba seguro: no llevaría a Laura a la toldería de su padre; aquello era completamente distinto, salvaje y pobre para ella, la haría desdichada. Para alimentarse, podría comenzar con ganado menor, cabras, ovejas tal vez. La cría de caballos le seguía interesado; su padre le había transmitido su amor por esos animales tan necesarios como el agua en el desierto. Nahueltruz usaría lo aprendido en su propio negocio, que bien manejado, le daría pingues ganancias. El dinero que Agustín le había prometido ayudaría para comenzar. Sería duro al principio, deberían ahorrar y sacrificarse, pero con el tiempo hasta una casa en Buenos Aires le compraría a Laura, y vestidos y joyas. La convertiría en una reina.

¿Y Racedo? El fuerte se hallaba a pocas leguas del rancho de Higinia, ¿cuánto transcurriría antes de que se supiera que Laura y él vivían allí? Porque no contaría cuánto se esmeraba en progresar, para el mundo seguiría siendo un indio, un ser marcado a fuego, perseguido y despreciado, un vago, un bruto. Los ranqueles no tenían redención; la lucha entre cristianos e indios era a muerte.

Llegó a una parte del río que consideraba su lugar predilecto. Se trataba de una curva donde se formaba un remanso profundo; allí le gustaba bañarse, ponerse de espaldas, sumergir las orejas y dejarse llevar por el vaivén espeso del agua, el cielo azul era lo único que veía, el silencio del agua, lo único que escuchaba. Se desnudó deprisa y se zambulló. La frescura del río lo despojó del pesimismo y otra vez deseo que Laura estuviera allí, compartiendo la belleza del entorno. Los sauces remojaban sus lánguidas ramas, las aves picoteaban la marisma y el chillado de los loros y las cigarras se convertía en un sonido monótono que acentuaba la soledad. Nahueltruz alcanzó la orilla y se recostó sobre la hierba a la sombra del sauce llorón. Loretana lo había llevado a ese sitio por primera vez, incluso habían hecho el amor allí. Le dio lástima Loretana, que se había enamorado de él. Estaría sufriendo el desprecio. En otros tiempos la habría complacido, pero no ahora que Laura contaba tanto. Como a Laura Escalante no había amado a ninguna mujer, ni siquiera a Quintuí, que siempre había sido su gran referente. Laura se le había metido en la sangre, debajo de la piel, en la cabeza, en el corazón, se le había escurrido por cada resquicio del cuerpo y del alma.


Esa noche, hasta Blasco estaba invitado a cenar en lo de Javier. Los regalos de Laura habían tomado por sorpresa a los miembros de la familia, e incluso el doctor Javier, usualmente impávido, se había conmovido. Durante la cena, se mencionó que ésa era la tercera jornada de Agustín sin fiebre; Laura, que había sufrido la desilusión de ilusionarse en vano, no comentó al respecto ni presionó al médico por un diagnóstico favorable; guardó silencio y siguió comiendo. El doctor Javier no volvió a tocar el tema; Laura, sin embargo, percibió la tranquilidad en ese semblante que se le había vuelto tan familiar y querido. Sonrió, casi segura de que Agustín había ganado la batalla contra el carbunco. El corazón le exultaba de alegría y sólo faltaba Nahueltruz para completar ese momento mágico.

De camino a la habitación de su hermano, Laura se topó con Blasco y su mirada precoz.

–La esperan en el huerto -anunció el muchacho, y le extendió una palmatoria con la vela ya encendida.

«Nahuel», pensó Laura, y Blasco fue testigo de cómo se le iluminaba el rostro. Tomó la palmatoria y salió al patio para adentrarse en la oscuridad del huerto; marchaba a tientas pero sin miedo; la guiaba una seguridad que pocas veces había experimentado; de hecho, le temía a la oscuridad, pero no dudaba que al final de aquel túnel la envolverían dos brazos fuertes y posesivos, y que una cascada de besos le caería sobre las mejillas y los labios.

Una sombra se movió detrás del tronco grueso del nogal, y Laura se apresuró en esa dirección. Nahueltruz le quitó la palmatoria, que colocó sobre el piso para disimular la luz, y la apretujó contra su cuerpo con ansiedad. El pecho de Laura estaba anhelante de pasión; él era tan hermoso en su masculina mansedumbre y misterio.

–Amor mío -susurró ella, con el rostro sobre la camisa de Nahueltruz que olía a monte y a hierbas salvajes, reconfortada por la seguridad que le infundía la fuerza extraordinaria de ese cuerpo que alguna vez la había asustado y que ahora era de ella.

–¿Por qué no entras? Le pediremos a doña Generosa que caliente un poco de comida. Justamente comentaba que sólo faltabas tú a la mesa. Además, Agustín ha querido verte el día entero. No se sintió bien hoy, ¡pero no tuvo fiebre! – agregó deprisa, y la espontaneidad de su sonrisa y la luz que irradiaron sus ojos le provocaron a Guor una oleada de ternura y calidez.

–¿No entramos? – insistió Laura.

–Sí, voy a entrar, yo también quiero saludar a Agustín. Pero antes quería estar contigo. A solas.

–¿No nos vemos más tarde en el hotel?

–No iré a lo de doña Sabrina esta noche; es muy arriesgado. Me llegaron noticias de que los soldados recibieron la paga y que, luego de un asado en el Fuerte Sarmiento, van a terminar los festejos con las cuarteleras en la pulpería de doña Sabrina. La parranda pinta para largo. Tú tampoco irás a dormir al hotel esta noche; te quedarás aquí, en lo de Javier.

–¿Por qué?

–Ni la puertaventana que da al patio ni la puerta que da al corredor son suficientemente fuertes para soportar la embestida de un hombre, o la de varios -agregó Guor-. Los soldados van a chupar hasta perder la conciencia, pero, hasta tanto eso suceda, se dedicarán a cometer toda clase de brutalidades. Saben que tú estás ahí, sola. Una tentación irresistible.

–El coronel Racedo no lo permitiría -expresó Laura, y enseguida se arrepintió; la cólera que se apoderó de Guor le dio miedo.

–Tu querido coronel Racedo va a estar tan borracho como sus soldados, perdido entre las ancas de alguna cuartelera.

–No es mi querido coronel Racedo -se empacó Laura.

–Más te vale.

–Tenía preparada una sorpresa para esta noche -musitó ella.

–Mañana me darás la sorpresa -trató de contentarla.

–¿Me lo prometes?

–Te lo prometo.

Las nubes habían celado por completo a la luna y, en esa oscuridad insoldable, el cabello de Laura reverberaba como un candil.

–¡Que hermoso pelo! – pensó Guor en voz alta, y, tomando un puñado de bucles, los frotó entre sus dedos.

Nunca había visto un cabello así, tan puramente rubio. Levantó el rostro de Laura por el mentón y le miró los labios, esos labios que lo tentaban como pocas cosas, de color rojo piquillín, húmedos y carnosos, que ahora se entreabrían para él y le mostraban apenas los dientes blancos y parejos; y le miró también los ojos cerrados, la piel traslúcida y delgada de los párpados y las pestañas negras que descansaban sobre la blancura del rostro. Inclinó la cabeza y la besó con delicadeza en la boca; luego, a medida que las manos de Laura le desajustaban la camisa y sus dedos se le escurrían dentro y le acariciaban el torso, el beso se tornó febril.

–No, Laura -le suplicó.

Ella, no obstante, siguió jugueteando con los botones de la cartera y le abrió la camisa. Le pasó los labios mojados por el pecho, mientras le deslizaba las manos por la espalda hasta descubrir el contorno ancho de sus hombros.

–¿Por qué me haces esto? – se quejó Guor, con voz torturada-. ¿No te das cuenta de que me vuelves loco? ¿De que soy capaz de tomarte aquí mismo, sobre la acelga y las zanahorias de doña Generosa?

–Sí, sí. A mí no me importa.

–¿Tampoco te importa que sea un indio, que no tenga un rial partido al medio y que me persigan los milicos?

–No, no me importa.

–No sabes lo que dices -replicó él, sin separar sus labios de los de ella.

–Sé muy bien lo que digo.

Guor la apartó para escrutarla seriamente. Quería saber si le decía la verdad ¿No estaría jugando con él? ¿Luego no lo dejaría con el corazón hecho trizas y se marcharía para desposar a uno de su clase?

Le quitó el jubón y la camisa y después, mientras ella se bajaba la saya y las enaguas, terminó por deshacerse del chiripá y las bombachas. La encaramó en el aire y le ordenó que lo envolviera con las piernas. Laura se le atenazó a la cintura y le aferró el cuello con los brazos. Percibió al mismo tiempo la aspereza del tronco del nogal sobre la espalda, la lengua dura y exigente de Guor en su boca y el ímpetu de su miembro dentro de ella. Se le escapó un quejido profundo cuando la sensación, mezcla de dolor y placer, le surcó los miembros. Guor la cubrió con un beso para acallarla y a poco él también gemía como si soportara un martirio. Los espasmos del placer los anegaron como una marea irrefrenable y gritaron al viento su alivio. Agotado, Guor apoyó la frente sobre el hombro de Laura y la sostuvo contra el nogal, incapaz de apartarse. Por fin, la puso en tierra firme y le sujetó el rostro con ambas manos. Se miraron en silencio.


Aquellos días de convalecencia fueron, por sobre todo, de gran confusión e inquietud. Aunque Mariano y mi hijo Nahueltruz habían muerto, por momentos deseaba regresar a Tierra Adentro para reunirme con los salvajes a los que consideraba mi familia, a veces, en cambio, acariciaba la idea de volver a la civilización y reencontrarme con María Pancha, tía Carolita y mi prima Magdalena. A pesar de la amargura por las pérdidas y de los temores, no volví a experimentar el deseo de dejarme morir, comía, permitía que me asearan, que ventilaran la habitación y recibía a diario a mi tío, que me confería el trato de una reina. Me había dado cuenta de que Lorenzo Pardo se encontraba tan solo en este mundo como yo y que lo que había hecho era un acto desesperado por acabar con esa soledad que lo apabullaba.

Aunque la hemorragia continuaba, había disminuido considerablemente y ya no tenía fiebre; resultaba obvio que el doctor Alonso Javier no temía una infección. Generosa, su esposa, una joven regordeta con mejillas arreboladas y nariz respingada, me cuidaba como si yo fuera su hermana. Me obligaba a tomar leche recién ordeñada para reponer la sangre y a comer carne de vaca y guiso de lentejas, que me devolverían la fuerza. Su mejor prescripción era el chocolate caliente, nada mejor para restaurar el buen ánimo al más quebrantado, y me traía todas las tardes un jarrito de cobre lleno hasta el borde. Solía hacerme compañía en una mecedora que ubicaba cerca de la cama mientras sus dedos se movían con pericia sobre el bordado o el tejido de turno. Aunque parlanchina e indiscreta, me gustaba Generosa; con su plática me hacía olvidar, incluso sus historias me hacían sonreír. Alcira habría aseverado que Generosa Javier tenía bien puesto el nombre.

Una de esas tardes, mientras Generosa me contaba que había perdido sus dos primeros embarazos, la criada anunció al coronel Ignacio Boer, comandante en jefe de la Frontera Sur. Generosa lo saludó con familiaridad e hizo las presentaciones; yo, cómodamente ubicada en una silla, envuelta en mi albornoz y con una frazada sobre las rodillas, apenas moví la cabeza cuando el coronel Boer se quitó el quepis y me saludó con galantería. Bien sabía yo a qué venía ese militar y estaba equivocado si pensaba que de mi boca saldría una palabra que comprometiera o pusiera en peligro a Painé o a su gente. Luego de lamentarse por mi cautiverio de más de cuatro años y por haber tenido que convivir conesas bestias, el militar fue al grano: quería una descripción detallada de Tierra Adentro, la ubicación de las tolderías ranqueles y que le precisara el número de indios lanceros que componían las huestes de Painé, como también el tipo de armas con que contaban. Generosa, que conocía mis sentimientos, había dejado el bordado y nos lanzaba vistazos cargados de ansiedad. Yo, sin embargo, me hallaba tranquila y segura.

«Durante cuatro años, señor coronel, “esas bestias”, como usted las llama, fueron una familia para mí. No pretenderá, entonces, una felonía de mi parte», un argumento irrebatible si hablaba con un caballero. El militar carraspeó y los colores le acentuaron la tonalidad atezada del rostro. «Le recuerdo, señora Escalante, que por culpa de esos indios usted fue separada del seno de su familia, brutalmente tratada y reducida a la condición de sierva de esos infieles.» Aquel detalle no podía ser más preciso: Mariano Rosas me había arrancado de mi mundo con violencia, me había vejado con salvajismo y terminado por domarme como a sus baguales. Ciertamente, debería haber odiado a ese indio ranquel con cada fibra de mi ser; pero lo amaba como no había amado a ningún hombre. Y, a pesar de que Mariano Rosas ya no existía, defendería a su Rancul-Mapú con uñas y dientes.

El coronel, a punto de perder los estribos, me recordó con voz estentórea que esos salvajes a los que yo defendía con tanto ahínco saqueaban, mataban, violaban y robaban a los cristianos. «¿Es eso culpa mía?», repliqué con flema. «Esta no es mi guerra, señor coronel. Estoy atrapada en el medio y, créame, la situación no me agrada en absoluto. Con todo, insisto: no diré una palabra que ponga en riesgo al pueblo que creí sería el mío hasta mi muerte.»

El militar me preguntó a continuación por «los pérfidos unitarios Baigorria y Juan y Felipe Saa». El gobernador Rosas y el de Córdoba, Manuel López, insistían en engatusar a Painé con promesas de tratados de paz, de raciones de alimentos y de ganado si les entregaba a Baigorria y a los Saá. Sin embargo, por alguna misteriosa razón, Painé se decía unitario, odiaba a Juan Manuel de Rosas y había decidido proteger a capa y espada a esos parias aunque perdiese convenientes dádivas. Resultaba impensable que la razón del encono de Painé fuera el amorío de Mariana con don Juan Manuel años atrás; Mariana habría muerto de un bolazo en caso de haberse descubierto su traición. Lo más probable era que Painé simplemente se hubiese encariñado con Baigorria y con los Saá, que ejercían una influencia decisiva sobre el cacique general, que los escuchaba con atención y ponía en práctica la mayoría de sus sugerencias, en especial las que tenían que ver con el arte de la guerra. Como Baigorria y los Saá conocían que la superioridad del indio sobre el cristiano se asienta en su absoluto y superior manejo del caballo, organizaron y entrenaron a los lanceros como a una caballería prusiana, instruyéndolos incluso en el uso del clarín para marcar las etapas de la batalla. Antes de los malones, Painé recibía en su toldo a estos tres cristianos que el destino había vuelto apostatas de su fe y de su sangre, y juntos planeaban la estrategia del ataque.

«Usted ya sabe que el coronel Baigorria y los hermanos Saá viven entre los indios de Painé», manifesté con no simulado fastidio. «Y eso es todo lo que yo puedo decirle». Convencido de mi reticencia, el coronel Ignacio Boer se calzó el quepis, se cuadró haciendo sonar los tacos de las botas, y abandonó la habitación con aire ofendido.

Hacia la noche, enterado de mi antagonismo hacia el comandante en jefe de la Frontera Sur, tío Lorenzo me reprochó la falta de cooperación. Sin prestar atención a sus tímidas protestas, lo contemplé fijamente y le pregunté con voz trémula: «¿Qué será de mí ahora?». Porque, ¿qué sería de mí sin Mariano? Me faltarían sus silencios elocuentes y sus miradas de ojos azules que a veces se tornaban oscuros de pasión o de ira; me faltarían su presencia indiscutible y su calor de amante. Me dolía en el cuerpo su ausencia, como si me hubiesen extirpado un órgano vital. Aunque había perdido la valentía para dejarme morir, me acobardaba la pena porque no contaba con fuerzas para llevarla a cuestas. La risa cristalina y contagiosa de Nahueltruz me resonaba en los oídos durante el día e inundaba mis sueños de noche. Se volvía tangible su cuerpito moreno y podía verlo jugar con los caballitos de madera que le tallaba su tío Epumer. Estiraba la mano para acariciarle el pelo renegrido. Le retiraba las guedejas que le caían sobre la frente y le rozaba los carrillos invariablemente sucios, y él levantaba la vista, y sus ojos grises, enormes y almendrados, me sonreían. Lo escuchaba llamarme: «Mamita», y yo que quería decirle: «Aquí estoy, Nahuel, aquí estoy», permanecía en silencio, incapaz de pronunciar sonido, con la garganta seca, tirante y dolorosa. Me despertaba con una aguda puntada en el cuello a causa de contener el llanto. Buscaba en vano a Nahueltruz, pero ni él ni sus caballitos de madera estaban junto a mi cama. Las lágrimas descendían por mis mejillas mientras apretaba la mano en torno al guardapelo de la abuela Pilarita con el mechón de mi hijo. Por fin, hundía el rostro en la almohada para no despertar a los demás.

Días más tarde, luego de que el doctor Alonso Javier le aseguró a mi tío que me hallaba recuperada, nos despedimos de él y de su esposa Generosa y marchamos hacia Córdoba. La idea de poner pie en la ciudad de Escalante me resultaba intolerable; no tenía bríos para enfrentarlo ni deseos de verlo. Pero tío Lorenzo tenía los planes bien trazados: sólo permaneceríamos poco tiempo allí, el suficiente para resolver asuntos pendientes, entre éstos, poner en venta la casa que había comprado apenas iniciada mi búsqueda; luego viajaríamos a Buenos Aires desde donde zarparíamos hacia Europa. «Creo que te hará bien cambiar de aire y de paisaje, conocer gente nueva, ciudades magníficas. Te ayudará a distraerte y a olvidar el martirio que has vivido». La idea era tentadora. Europa. Ni en mis sueños más osados habría imaginado conocer el Viejo Mundo. Incluso podría visitar a tío Tito en Londres; esa idea puso una sonrisa en mis labios después de mucho tiempo. «Mi destino está en sus manos», pensé, mientras contemplaba el perfil de tío Lorenzo que se sacudía en el coche que nos llevaba a Córdoba. Me resigné. «Que él se haga cargo de todo».

La casa de tío Lorenzo en Córdoba se encontraba sobre la calle de los Plateros, frente a la plaza principal y a la catedral. Salieron a recibirnos dos mulatas prolijamente vestidas, de aspecto limpio y con el pañuelo rojo en la cabeza, símbolo federal. El olor a humedad y la penumbra en el interior de la casona denotaban que la mayoría de las habitaciones no se usaban desde hacía tiempo. Muy solícitas, las mulatas se pusieron a abrir ventanas, quitar sábanas de los muebles y a prometer muy deprisa y sin respiro que «en un ratito nomá, patroncito, le quemamos unas pastillas de Lima y le repasamos los muebles pa'que esto parezca casa y no cripta de convento, que nosotras no sabíamos que el patroncito había decidido regresar hoycito, que si no, ¡ya viera el patroncito cómo le teníamos la casa hecha unas Pascuas!».

Tío Lorenzo detuvo el frenético ir y venir de las domésticas y les ordenó que me acompañaran a mi recámara y ayudaran a instalarme. Más tarde, cuando busqué a mi tío en su despacho, Paloma, una de las mulatas, me informó que había salido sin decir adonde. Regresó tarde, cuando yo me encontraba en la cama. A la mañana siguiente, desayuné sola pues tío Lorenzo había partido muy temprano. Me alcanzaron el periódicoEl Narrador, que yo conocía pues Ricabarra solía llevárselo a Mariano, y, mientras volteaba las páginas con indolencia, sonó la aldaba de la puerta principal. Ni Paloma ni Toribia se apersonaron para abrir; la casa se hallaba sumergida en un silencio sepulcral. La aldaba volvió a resonar. Aunque me levanté deprisa y caminé hasta el vestíbulo con decisión, vacilé frente a la puerta, temerosa del mundo de afuera y de la gente. Corrí el cerrojo y tiré del picaporte. María Pancha abrió grandes los ojos y separó apenas los labios. A mí la sorpresa me dejó muda y contemplativa. Estiré las manos que de inmediato se entrelazaron con las morenas y delgadas de ella, y terminamos llorando y barbotando incoherencias en un abrazo.

María Pancha no había cambiado un ápice y, sin embargo, lucía distinta; cierto aplomo en las facciones le confería el aspecto de una mujer adulta cuando en realidad tenía mi misma edad, veinticinco años. Una evidente melancolía en la mirada había tomado el lugar de la picardía y vitalidad de sus ojos cuando nos escondíamos en el sótano del convento para preparar pomada de tío Tito o cuando leíamosLes mille et une nuitsen casa de tía Carolita con mi prima Magdalena. Siempre me había atraído su figura de diosa pagana, con los pechos turgentes y las caderas torneadas, ahora sus pechos parecían más turgentes y sus caderas más torneadas, el cuerpo de María Pancha proclamaba a gritos su condición de hembra apasionada y carnal, si bien el porte de princesa hotentota seguía confiriéndole la dignidad de una aristócrata europea. Si cierro los ojos, todavía la veo caminando con garbo, el mentón ligeramente levantado, los brazos firmes sobre la canasta y el paso circunspecto de una señora que inspira respeto.

María Pancha había llamado a la puerta de la casa de tío Lorenzo con la intención de quedarse. La ayudé a cargar sus petates y le indiqué la habitación contigua a la mía.«El señor Pardo fue anoche a casa del general para avisarnos que acababa de llegar a la ciudad y que tú estabas con él», expresó mi fiel amiga. La alegría se me diluyó en un mohín, y la incomodidad y el miedo me envolvieron como una ráfaga de viento frío. No hablaría de Escalante ni preguntaría por él, tampoco pensaría que debía enfrentarlo. Blanca Montes había muerto, la habían enterrado en algún sitio perdido de la Pampa con una cruz de espinillo como único epitafio. «El general no está en Córdoba», anunció María Pancha con el propósito de tranquilizarme. «Está en la estancia, en Ascochmga». «Bien, – me dije-, que se quede en Ascochmga y ojalá que no aparezca por aquí hasta tanto tío Lorenzo haya resuelto sus negocios y hayamos marchado a Buenos Aires».

No estaba preparada para hablar, ni del día que nos atacaron los indios, ni de la suerte que corrí yo, ni de la que corrieron ellos María Pancha lo comprendió sin necesidad de palabras y durante algún tiempo nos comportamos como si aquel lapso de cuatro años no hubiera existido. Tío Lorenzo acogió a María Pancha y le brindó el mismo trato que a mí, se había dado cuenta de que, si bien negra, poseía la educación y la inteligencia de las que carecían muchas niñas de sociedad. Además, como mis deseos y veleidades eran órdenes, María Pancha habría pasado a formar parte de nuestra reducida familia sin el menor pleito o resistencia aunque hubiese sido dura de entendederas como una mula y vulgar como una vendedora ambulante. Tan culpable se sentía el pobre tío Lorenzo. Incluso, en una muestra de cariño y entrega, mandó redactar con el doctor Cámara, el notario más reconocido de Córdoba, un nuevo testamento donde me declaraba heredera universal de su fortuna.

Córdoba es una ciudad opresiva por lo retrógrada. Su gente se aferra a las tradiciones con tenacidad. No debe sorprender, entonces, que en mayo del año 10 los cordobeses hubieran combatido las ideas revolucionarias e independentistas que nacieron entre los porteños, no debe sorprender tampoco que odien a los porteños, sentimiento que tiene que ver más con la envidia, que con razones de índole política o ideológica. Son orgullosos, llaman a su ciudadLa Docta. La sociedad cordobesa es conservadora a extremos impensables. Se nota de inmediato en el atuendo de las mujeres, que llevan vestidos cerrados hasta el cuello y de tonalidades que no varían de los grises, marrones y negro, y que contrasta con la osadía de las porteños, que copian sus modelos de los que están de moda en París. Se nota también en el fervor religioso, que rige las vidas y se considera superior a cualquier ley. Hay carencia de librerías y exceso de conventos; escasez de espectáculos y abundancia de festejos de santos. Por fin, falta de sensatez y abuso de fanatismo. Y, aunque se dicen muy católicos, el chisme y la calumnia están a la orden del día.

Mi nombre empezó a resonar en los salones cordobeses y, cuando Paloma o Toribia venían con algún cuento, me pasmaban las leyendas que se tejían en torno a mi persona. Algunos afirmaban que yo no era la verdadera Blanca Montes sino una impostora; otros me acusaban de hereje porque no comulgaba en misa; no faltaban quienes aseguraban que me había fugado con un hombre y que ahora, arrepentida, bregaba por el perdón del general Escalante; en medio de tantas mentiras, la verdad asomaba sin mayor fuerza que las calumnias. Lo cierto era que las matronas y los caballeros me lanzaban vistazos ominosos que habrían perturbado al propio Mariano. Creo que si hubiese sido María Magdalena, la pecadora, y ellos hubieran tenido piedras a mano, me habrían lapidado sin más. Comencé por evitar la calle y cambié la misa de la Catedral, tan concurrida como la de San Ignacio en Buenos Aires, para frecuentar la de seis y media en la iglesia de la Compañía de Jesús, a pocas cuadras de lo de tío Lorenzo.

Luego de un mes, empezaba a impacientarme; mi confinamiento se tornaba insoportable y saberme el centro de la comidilla de los cordobeses me ponía de malas. Para colmo, tío Lorenzo había viajado a Río Tercero para cerrar un negocio de compra de mulas y la estadía en Córdoba se dilataba. Las jornadas transcurrían monótonamente. Le había escrito a tía Carolita y a Magdalena, y aguardaba la respuesta con impaciencia. Junto a María Pancha, leíamos los periódicos y los libros de la raleada biblioteca de mi tío, y, apelando a nuestra memoria, nos dedicábamos a rescribir las fórmulas de las pócimas de tío Tito, cuyos mamotretos y vademécumes habían quedado para siempre en Tierra Adentro. El tedio y la ansiedad se convertían en mis peores compañeros, y la melancolía y la amargura retornaban. No pasaba un día sin lagrimas, cuando las imágenes de Mariano y de Nahueltruz se me aparecían de improviso y con una pertinacia que no me daba respiro. Los veía entre las plantas del jardín, montados a caballo o bañándose en la laguna de Leuvucó, riendo en el interior del toldo o conversando en araucano acerca del Mapú-Cahuelo, o País de los Caballos, el Val hala de los guerreros ranqueles. Terminé por aceptar esos recuerdos, tratar de espantarlos me desgarraba inútilmente. Siempre estarían ahí, nunca me abandonarían.

Una tarde, tío Lorenzo me mandó llamar con Paloma. Pocos días atrás había regresado de Río Tercero con el gesto más saturnino que de costumbre; apenas esbozaba dos palabras durante las comidas, se encerraba la mayor parte del tiempo en su despacho y no parecía muy dedicado a finiquitar la venta de la casa. «Seguramente la compra de las mulas se frustró», barrunté. María Pancha terminó de trenzarme el cabello, me colocó el chal sobre los hombros y me encaminé al estudio.

Allí me topé con Escalante. Me detuve en seco y no aventuré a dar un paso más allá de la puerta, consciente de que la sangre me abandonaba el rostro y que un sudor frío me corría bajo los brazos. Él me contemplaba fijamente con esa mirada de militar duro e implacable que parecía haberme hechizado porque no acertaba a apartar mis ojos de los de él ni a correr al interior de la casa. En medio de la agitación, pude apreciar que el general Escalante conservaba la elegancia y la apostura que atraían y amilanaban. Como de costumbre, vestía impecablemente y, aunque se le notaba el padecimiento en las marcas más acentuadas de la frente y del entrecejo, y en las sienes encanecidas, su rostro no había sufrido grandes alteraciones. Cavilé, avergonzada, que él a mí debía de encontrarme increíblemente cambiada; quizá hasta advirtiera que, de algún modo, se me habían endurecido los rasgos, oscurecido la piel y ensanchado las caderas.

«Blanca…», lo escuché decir, y noté que la voz no le salió tan imperiosa como recordaba. Abandoné el estudio de tío Lorenzo a la carrera hasta alcanzar el refugio de mi dormitorio, donde me eché a llorar en la cama. ¿Por qué lloraba? ¿Por miedo?¿Por tristeza? Me costaba aceptarlo, pero me había dado lástima el general; suBlanca, apenas un susurro tímido tan poco característico en él, me había conmocionado íntimamente. María Pancha, que ya sabía por Paloma quién me aguardaba en el estudio, entró en el dormitorio y se sentó al borde de la cama. «Al principio, – dijo-, el general Escalante se encerraba en su habitación o en el estudio, y lloraba con tu retrato; ¿te acuerdas, el que le hizo pintar a Pueyrredón?; sí, lloraba con tu retrato sobre el pecho.»

Tío Lorenzo no nos molestó el resto de la tarde y, a la hora de la cena, mandó una bandeja con comida que Toribia dejó sobre el tocador sin decir palabra. María Pancha se sirvió un poco de vino, me alcanzó una copa y retomó su historia, la que había comenzado la mañana en que ella y las carretas dejaronEl Pinoen dirección a Córdoba. «Gaspar, el carretero, me había tomado cariño. Me enseñó muchas cosas que luego me resultaron de utilidad. He sido una negra afortunada, siempre he tenido quien quisiera enseñarme: primero mi madre en el convento, luego tú, y Gaspar también, que me explicó lo de los puntos cardinales, para dónde quedaba Córdoba, para dónde Buenos Aires, a entender el viento y las nubes y a encender un fuego sin contar con un yesquero. En fin, Gaspar conocía como pocos el campo y por eso se dio cuenta de que algo raro ocurría. No pasó mucho hasta que comprendió que se trataba de un malón. Junto al otro carretero y a los postillones, aprestaron las armas y se atrincheraron detrás de las carretas para hacerles frente. A mí me obligaron a esconderme en un arbusto espeso. Recuerdo los alaridos feroces que pegaban esos salvajes; se me puso la piel de gallina y, aunque me tapaba los oídos, el sonido me alcanzaba. Escuchaba también el zumbido de las balas y de las boleadoras. Me hice tan pequeña como pude, me llevé las manos a los oídos, apreté los ojos y, por primera vez en mi vida, le recé a Dios con sentimiento. Así estuve no sé cuánto. Mucho rato después, cuando me animé a asomarme, toda entumecida, me di cuenta de que el ataque había acabado, y muy a lo lejos vi una mancha que supuse era el grupo de salvajes que se alejaba con los bueyes y las carretas; Gaspar y los demás habían caído cautivos, porque no los encontré por ningún lado. Como ustedes venían detrás de nosotros, deshice el camino en dirección a “El Pino”. Horas más tarde, cuando el sol se ponía, divisé la volanta y enseguida me di cuenta de que ustedes habían sufrido la misma suerte. El mayoral y el postillón estaban muertos; Escalante, aunque mal herido en el brazo y en la cabeza por un golpe de boleadoras, estaba vivo, incluso conciente. Curé y vendé al general lo mejor que pude y pasamos la noche dentro de la volanta. A la mañana siguiente, el general tenía fiebre y se hallaba muy débil por la pérdida de sangre; de todos modos, dispuso que marchásemos hacia “El Pino”. Es un hombre fuerte, el general. Regresamos a “El Pino” a pie porque los salvajes se habían robado los caballos. No sufrimos hambre ni sed gracias a la canasta con provisiones que don Isasmendiz y Rosa del Carmen les habían obsequiado antes de partir. Fue una marcha lenta y penosa igualmente debido al mal estado del general y al calor atroz. Nos deteníamos con frecuencia para guarecernos bajo la sombra de algún arbusto y recobrar el ánimo. A veces el general se desvanecía y yo debía arrastrarlo hasta algún reparo que nos defendiera del sol. El general no hablaba; sólo me dijo que los indios te habían cautivado. “Para el resto, Blanca ha muerto”, me ordenó. El mismo don Isasmendiz nos escoltó con un grupo de peones hasta Córdoba y por él supimos que probablemente habían sido el indio Mariano Rosas y su tropilla los responsables del asalto, pero el general insistió en que no habían sido indios sino gauchos matreros y que tú estabas muerta».

María Pancha dejó la silla y se encaminó hacia la ventana donde permaneció en silenciosa contemplación. Al volverse, tenía los ojos arrasados y el gesto deformado en una mueca de ira reprimida. «¡Maldito salvaje, maldito Mariano Rosas!», prorrumpió, sus palabras como un látigo que azotaron el aire. «¡Lo maldigo, a él y a su descendencia! ¡Ojala ardan en el infierno!». Descargó los puños sobre el marco de la ventana y gritó de rabia. Corrí junto a ella y la aferré por las muñecas. «¡No, no!, – imploré, desesperada-. ¡No maldigas a mi hijo ni al hombre que tanto amé!».

Fue una larga noche de confesiones y lágrimas. Cerca de la madrugada, me sentí aliviada, con una ligereza en el alma que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Antes de retirarse a su dormitorio, María Pancha, con esa honestidad tan propia de ella, me previno: «Siempre odiaré el recuerdo de ese indio que te apartó de nuestro lado y que te hizo sufrir».

Dormí hasta las primeras horas de la tarde, un sueño profundo y sin resquicios por donde se filtrasen las pesadillas y los fantasmas que me habían acechado últimamente. Me desperté renovada. Salté de la cama y abrí la ventana de par en par. Me bañé, me vestí y comí de buen ánimo. Me presenté en el despacho de tío Lorenzo y le pedí dinero para hacer compras con María Pancha. Mi guardarropas era menos que impropio; sólo contaba con algunas prendas de algodón y un par de botines de cordobán que Generosa Javier había comprado por cuenta de mi tío en Río Cuarto. No podía presentarme en Buenos Aires, menos aún viajar a Europa, tan mal vestida. Las tiendas de Córdoba dejaban que desear y, aunque tío Lorenzo había sido más que generoso, sólo cortaríamos vestidos elegantes de los paños que conseguimos porque María Pancha era hábil con la aguja. No pasaban desapercibidas las miradas, algunas curiosas, otras siniestras, que nos echaban las mujeres en las tiendas y por la calle; todas conocían a María Pancha como la esclava que había salvado al general Escalante luego del ataque de los matreros, y no necesitaban ser inteligentes para colegir que aquella forastera que la acompañaba era la que se decía Blanca Montes.

De regreso en casa de tío Lorenzo, nos encontramos con Escalante. Al verme, se puso de pie de un salto. La sonrisa se me borró de los labios; el día ya no me parecía tan brillante ni el paseo tan atractivo. Coloqué mis paquetes sobre los de María Pancha y le pedí que los llevara a la recámara. La vacilación de tío Lorenzo dejaba entrever que se sentía culpable por haber violado un pacto tácito dejando entrar a Escalante otra vez en su casa. Asimismo, comprendí que no podía rehuir eternamente a ese hombre que había sido mi esposo: debía enfrentarlo, y ese momento parecía propicio. Le pedí a tío Lorenzo que nos dejara a solas y tomé asiento; Escalante hizo lo mismo.

Increíblemente segura, esperé a que el general hablase; yo no tenía nada que decir. «Tu tío viajó hace poco a Ascochinga para avisarme que te había rescatado», explicó el general, y los colores me subieron al rostro al caer en la cuenta de que el mentado viaje a Río Tercero para comprar mulas, en realidad había sido uno a Ascochinga para vender a su sobrina. Principalmente me molestaba que Escalante creyera que yo había propiciado esa visita y que bregaba por un acercamiento. Bastante mordaz, expresé: «Sinceramente no creo, general, que se haya enterado de mi llegada a Córdoba gracias a la visita de tío Lorenzo a su estancia», y lo contemplé de hito en hito, desafiándolo. «Si algo he aprendido de esta bendita ciudad suya es que las noticias viajan en volandas», añadí, y noté que el general reprimía una mueca divertida. «Es cierto, – admitió-, lo supe pocos días después, dos días después, para ser preciso; mi hermana Selma envió un chasque a Ascochinga con la noticia», explicó con bastante fluidez, luego pareció apagarse. Lucía agobiado y cansado; había apoyado un codo sobre la pierna y con la mano se sostenía la cabeza. Yo, por mi parte, me empecinaba en el silencio. ¿Qué sabría este hombre acerca de mí y de Mariano Rosas? ¿Sabría de Nahueltruz? En caso de que Escalante se hallara en desconocimiento de estos hechos, por cierto, no sería yo la que echaría luz sobre ellos.

«Fue muy duro para mí aceptar que te habían arrebatado de mis manos», confesó Escalante. «Me sentí un inútil, poco hombre. Había permitido que un puñado de salvajes te apartaran de mí, no había sido capaz de protegerte y preservarte, a ti, lo más importante de mi vida». Se calló, evidentemente avergonzado por eso delo más importante de mi vida, remiso como era a revelar sus sentimientos. «Para usted yo he muerto, general», expresé con rencor, y me guardé de ventilar otros sudarios, como que había tratado de matarme. «Supongo que mi aparición en esta ciudad le resulta sumamente inconveniente después que aseguró que yo estaba muerta y sepultada. No obstante, le suplico que no se aflija: algunos piensan que ni siquiera soy Blanca Montes sino una impostora. Partiré pronto a Buenos Aires y luego a Europa y, como siempre, las murmuraciones y habladurías se irán acallando hasta ser olvidadas por completo». El general Escalante bajó la vista, herido por la acritud de mis palabras. Aunque en contra de mi voluntad, volví a experimentar lástima por él. «Has cambiado, Blanca», aseguró con timidez. Me molestó el tono de reproche y la desilusión en su semblante; me molestó además que esa nueva mujer que era yo no le agradara. Confundida, le espeté que no quedaba nada por decir. «Buenas tardes, general», y me evadí hacia el corredor, pero Escalante me aferró por la muñeca y me apretó contra su pecho. «¡No te irás!», ordenó en un susurro sobre mi sien, y más para sí, preguntó: «¿Qué haré contigo ahora, Blanca?». Traté de zafarme. Él volvió a sujetarme cerca de su cuerpo, al tiempo que expresaba con firmeza: «No volveré a perderte, aunque tenga que luchar contra ti, contra tu resentimiento y contra mí mismo. Y créeme, Blanca, esta vez no perderé la batalla». Escalante intentó besarme, pero yo aparté el rostro. Mi rechazo no lo molestó; por el contrario, le centelleaban los ojos con seguridad y decisión. «Volveré mañana», informó imperativamente, y yo, con menos ínfulas que al principio, le dejé en claro que, mientras contara con la anuencia del señor Lorenzo Pardo, podía hacer como gustara. «Esta no es mi casa sino de mi tío», rematé con sarcasmo, y abandoné la sala.

Esa noche, concluida la cena, pedí unas palabras a tío Lorenzo, que me indicó el despacho. «¿Por qué fue a ver al general Escalante a Ascochinga?», solté sin preámbulos. Tío Lorenzo terminó de acomodarse en su butaca detrás del escritorio y meditó sin apremios antes de manifestarme sus dudas y desvelos. «Lamento no haber sido sincero contigo y haberte expuesto mis planes. Te pido perdón». Como yo no le contestaba, prosiguió con embarazo: «Después del rescate, pensé que lo mejor sería alejarte de aquí, protegerte de la inquina de la gente, de los chismes que te lastimarían. Por eso te propuse un largo viaje a Europa. Con el paso de los días, mis reflexiones me llevaron por otros derroteros y terminé por aceptar que no podemos escapar de la verdad. Ciertamente, podríamos alejarnos y vivir como reyes en la ciudad europea que tú eligieras. Y luego, ¿qué? ¿Serías capaz de recomenzar una vida cuando dejaste aquí lazos indisolubles? ¡Eres tan joven!», exclamó, y se puso de pie. «Y tan hermosa. No pasaría mucho hasta que algún hombre te pidiera en matrimonio, algo que no podrías aceptar sin cometer el delito de bigamia. ¿Cómo puedo conducirte y condenarte a un destino tan azaroso después de todo lo que has padecido? Por eso creí que lo mejor sería tratar de recomponer las cosas con José Vicente. Te confieso que, en Ascochinga, lo encontré firme en la decisión de no volver a verte. ¡No lo juzgues!», agregó de prisa al notar mi fastidio. «Cualquier hombre en la posición de Escalante habría reaccionado igual, yo mismo, incluso. Por eso te pido que no lo juzgues. Dejé Ascochinga con las esperanzas deshechas, pues José Vicente me aseguró que no volvería contigo. Ayer, sin embargo, se presentó y me dijo que deseaba verte. No me hallaba en posición de hacerme el ofendido y por eso propicié el encuentro. Él es tu esposo, querida». La declaración de tío Lorenzo me pasmó por lo sensata e irrebatible. Aterida por mi dolor, desesperanzada y resentida, no había osado pensar en el futuro; sin embargo, el futuro existía y debía enfrentarlo con juicio. «No actúes desde el miedo y el rencor», me aconsejó tío Lorenzo.

A la mañana siguiente, Paloma anunció que el padre Marcos Donatti me aguardaba en la sala. María Pancha, que acomodaba los moldes del vestido sobre la pieza de brocado, soltó las tijeras y los alfileres y caminó a trancos por el corredor. La encontré de rodillas frente al sacerdote en el acto de besarle los cordones. «Padre, – dijo María Pancha, y se puso de pie-, ella es Blanca Montes. Blanca, – expresó a su vez-, el padre Marcos es un gran amigo del general».

De Marcos Donatti me sorprendieron su luminosidad y alegría, la juventud y benevolencia de sus facciones y, con el tiempo, su infinita predisposición para amar y justificar a sus semejantes. El hábito de franciscano era el único indicio de su sacerdocio; por lo demás, se trataba de un hombre secular, abierto, amigable y tolerante. «José Vicente me ha hablado tanto de usted que no pude refrenar mis deseos de conocerla. Espero no haber llegado en mal momento». La desenvoltura y frescura de sus modales me despojaron de la incomodidad y le pedí que tomara asiento. María Pancha marchó a la cocina a preparar chocolate caliente, la debilidad del padre Marcos. Desde ese día, cada vez que visitaba lo de tío Lorenzo (casi a diario, por cierto) Marcos Donatti lo hacía con la excusa del chocolate de María Pancha, que ninguno era tan sabroso, espeso y aromático como el de ella. Yo sabía, sin embargo, que Marcos venía por mí. Porque Escalante se lo había pedido. Me pregunto cuánto habrá tenido que ver Marcos Donatti con el repentino cambio de parecer del general, cuando en Ascochinga se había mostrado intransigente con tío Lorenzo.

El general Escalante era otro hombre cuando el padre Marcos se hallaba presente. A veces cenaban en casa de tío Lorenzo y me agradaba verlos conversar, porque Marcos no le temía al general y le importaba bien poco exponerlo y reírse de sus defectos. Escalante, por su parte, lo dejaba hacer con la paciencia y benevolencia de quien deja juguetear a un cachorro con los cordones del zapato. El entrecejo de José Vicente se relajaba, una sonrisa complaciente le embellecía el rostro y una soltura que no mostraba en otras ocasiones ni frente a otras personas me hacía sentir a gusto. El padre Marcos Donatti me enseñó a un general Escalante que no conocía.

Admití que la situación tomaba visos ridículos: Escalante comparecía a diario en lo de tío Lorenzo como si cortejase a una doncella con la anuencia del padre. Me decía que el general pronto perdería la paciencia y me exigiría que me mudara a su casa. La idea me aterraba. El resto, en cambio, parecía animado con la perspectiva del matrimonio Escalante otra vez bajo el mismo techo, incluso tía Carolita, que llegó a Córdoba a principios del invierno acompañada de tío Jean-Émile, de mi prima Magdalena y de la vieja Alcira. De acuerdo con la manera en que operan en mí las sorpresas, me quedé muda y quieta al ver al grupo de viajeros en medio de la sala de tío Lorenzo. Ni siquiera habían enviado un chasque para anunciar su llegada; se habían presentado así, sin aviso. Superada la primera impresión, me arrojé a los brazos abiertos de mi tía y nos desahogamos a coro. Ella, entre suspiros, repetía: «Me dijeron que habías muerto, me dijeron que habías muerto». Siguió Alcira, con su cuerpo empequeñecido y su espalda encorvada, sus ojos de arco senil y su boca sin dientes; con voz trémula me aseguró que siempre había sabido que yo no había muerto durante el ataque de los matreros. «Ahora le puedo pedir al Señor que me lleve junto a Él ya que he vuelto a verte». Tío Jean-Émile se mostró tan afectuoso como de costumbre y Magdalena se aferró de mi brazo y no se separó de mí lo que duró la tarde.

Esa noche, tía Carolita se presentó en mi recámara. «No le haré reclamos al general por semejante embuste, por haberme hecho creer que Dios te había llevado», expresó con un rencor tan poco usual en su modo dulce y contemporizador. «Tu tío Jean-Émile cree que es la lógica reacción de un hombre orgulloso y viril, y que no debemos juzgarlo. No lo juzgaremos, entonces; después de todo, eso no complacería a Nuestro Señor Jesús, siempre tan predispuesto a perdonar. Pues bien, lo perdono de corazón», dijo, con la mano sobre el pecho. «Con todo, quiero que sepas que, de haber sabido la verdad, yo misma me habría internado en ese maldito desierto», afirmó, y yo abrí grandes los ojos pues era la primera vez que la escuchaba maldecir.

Resultó fácil contarle a tía Carolita cuánto había querido a Nahueltruz, incluso al otro hijo, a ese al que nunca le conocería el rostro. Le expliqué lo que significaba Nahueltruz Guor en araucano; le dije que había tenido los ojos grises de los Laure y Luque y el pelo renegrido como el padre, y le enseñé el mechón que siempre llevaba conmigo en el guardapelo de la abuela Pilarita; le referí también que había sido listo y observador, dulce y cariñoso, que los caballos y su perro Gutiérrez habían sido su pasión, que nadaba como un pez, y que, a pesar de sus apenas cuatro años, había aprendido a escribir su nombre y las palabras mamá y papá. «¿Y el padre?», inquirió tía Carolita, con la mansedumbre y la naturalidad de quien pregunta por el tiempo. Le conté entonces de Mariano, de cuánto lo había odiado y de cuánto lo había amado; le mencioné sus ojos azules de pestañas espesas, su cuerpo macizo y sus piernas estevadas; su carácter a veces atrabiliario, otras dulce y complaciente; su maestría sobre el caballo y lo orgullosa que me había sentido al verlo enseñar a su gente a trabajar la tierra y a criar ganado; le hablé también de sus años enEl Pinoy de su relación con don Juan Manuel de Rosas, aunque me cuidé de mencionar que era su padre. Resultaba fácil hablar con tía Carolita, una mujer que no acostumbra a condenar ni prejuzgar.

«Mañana pediremos una misa por las almas de tus hijos y por la de ese hombre», concluyó mi tía, y yo le confesé que me angustiaba la idea de que Nahueltruz hubiese muerto sin haber recibido el bautismo. «No te angusties, querida», me reconfortó tía Carolita, «Dios es demasiado bueno y justo para permitir que tu angelito flote en el limbo por no haber sido bautizado. Me gusta imaginar que hace tiempo que está con Él y que es nuestro embajador».

Pero tía Carolita no se había presentado esa noche en mi recámara sólo para referirse al pasado sino para abordar el rispido tema del futuro. «Eres una muchacha tan valiente, Blanca», dijo, a modo de introito. «Me siento orgullosa de ti. Has debido de padecer entre aquellas gentes, lo sé; y sé que tendrás que hacerlo entre éstas. Mañana también pediremos una misa por ti, para que el Señor te dé fuerzas y sabiduría». Enseguida fue al grano: debía regresar con Escalante, y la razón era sólo una: él era mi esposo. Al igual que tío Lorenzo, tía Carolita parecía soslayar los cuatro años de separación y que yo había pertenecido a otro, incluso, que había parido un hijo de ese hombre. «Dadas las circunstancias, es lo mejor para ti», aclaró de inmediato al percibir mi recelo. «¿Qué será de tu vida si decides apartarte para siempre de él? Estarás condenada a la soledad hasta tanto él muera, y, créeme, ese hombre es un roble, vivirá muchos años. El general Escalante está dispuesto a echar un manto oscuro sobre los incidentes que los alejaron, tú debes hacer lo propio». Era cierto: Escalante parecía dispuesto a olvidar, jamás me preguntaba por la suerte que había corrido entre los indios. Yo, por mi parte, debía perdonarle que hubiese intentado matarme, los engaños que vinieron después y su primer rechazo. Esa noche, no pegué un ojo, con José Vicente Escalante permanentemente en la cabeza.

Al día siguiente, Paloma me indicó que el general me aguardaba en el despacho. Llamé a la puerta con mano desfallecida porque, como de costumbre, temía enfrentarlo. «Adelante», tronó su voz, y yo deseé que no lo hubiera hecho con tanta seguridad y estruendo. Lo cierto es que, cuando puse un pie dentro del despacho y los ojos del general Escalante me traspasaron, supe que el resultado de la batalla ya estaba definido: la había ganado él, como me lo había anticipado poco tiempo atrás.

«Acabo de hablar con tus tíos Lorenzo, Carolina y Jean-Émile», empezó Escalante, y me señaló una silla; él permaneció de pie. «Acuerdan conmigo que lo mejor es que te mudes a mi casa y que recomencemos nuestras vidas corno si nada hubiese acontecido», explicó, mientras se servía una copa. Lo vi moverse con confianza y servirse el trago con manos firmes, y me pregunté por qué le temía, por qué su presencia invariablemente me amilanaba. Por cierto, jamás había sido violento conmigo; severo y autoritario, sí, iracundo en ocasiones, pero no violento. «¿Como si nada hubiese acontecido?», pensé en voz alta, y proseguí, envalentonada ante la mirada de desconcierto del general: «Usted dijo que yo había muerto. ¿Qué dirá la gente ahora?». El general Escalante se aproximó a mi silla y me echó un vistazo condescendiente, como el que un adulto le dispensa a un niño asustado por una nimiedad. «¿Cuando me ha importado lo que dice la gente?», retrucó, y no se justificó por la mentira acerca de mi muerte; en ese aspecto, o no tenía remordimientos o no se hallaba dispuesto a responder.

Debía regresar al lado de mi esposo. Tío Lorenzo tenía razón: no escaparía a la verdad por más lejos que me fuera y por mejor que me escondiera; el sacramento del matrimonio me unía a ese hombre, un lazo demasiado fuerte para ocultarlo con mentiras. Esa noche, mientras mi prima Magdalena y María Pancha me ayudaban a acomodar la ropa en un baúl, las noté inusualmente calladas y tristes. Yo también me hallaba triste y confundida, porque nunca como ese día había cuestionado los designios de Dios. Estaba enojada con Él. ¿Por qué me había puesto en manos de Mariano Rosas para luego devolverme a las de Escalante? ¿Por qué darme un hijo y luego arrebatármelo tan dolorosamente que, por momentos, parecía que la pena acabaría conmigo? ¿Por qué me trataba como si mi índole fuera de piedra cuando en realidad yo era vulnerable? Me senté en el borde de la cama, me cubrí el rostro con las manos y, sollozando, expresé mis dudas y cuestionamientos en voz alta. María Pancha y Magdalena se arrojaron a mis pies y me abrazaron. «Yo nunca me hago ese tipo de preguntas; no tienen sentido», me confió María Pancha. «¡Cuánto te ama el general Escalante, Blanca!», suspiró Magdalena. «¿Qué otro hombre te habría aceptado luego de que vivieras entre salvajes?», se preguntó. Sus ojos grandes y expectantes aguardaban una respuesta que no le daría. ¡En qué hermosa mujer se había convertido Magdalena Montes! Sin duda, la más hermosa que yo conocía, con sus bucles de oro, sus ojos grises de pestañas renegridas y sus facciones de muñeca. Magdalena seguía profundamente enamorada del general Escalante. Su amor incondicional por mi esposo no me había provocado celos en el pasado, tampoco en ese momento en que expresaba sus sentimientos tan sincera y espontáneamente como siempre.