Dos guardapelos de alpaca
Al entornar la puerta de la pulpería, usualmente abierta de
par en par, y apreciar el desquicio, Laura no pudo refrenarse y
exclamó:
–¡Y después tienen el descaro de llamar salvajes a los
indios!
–Un malón no habría hecho tanto daño, querida -coincidió doña
Sabrina- No se preocupe que a su habitación no entraron, ¡estos
discípulos de Mandinga! Me avivé y le eché llave a tiempo -aclaró,
mientras la sacaba del bolsillo y se la extendía a
Laura.
–Debería quejarse con el coronel Racedo -interpuso la
muchacha, mientras ayudaba a la pulpera a colocar una mesa sobre
sus patas.
–¡Ja! ¡Bonito ejemplo, ese coronel Racedo! Él es tan
responsable de esta batahola como los soldados.
Laura marchó a su habitación cavilando en lo acertado de la
advertencia de Nahueltruz del día anterior. En su cuarto corroboró
que nada se hallaba fuera de lugar. Abrió la puertaventana y
permitió que la brisa de la mañana arrastrara el aire viciado. Se
prepararía nuevamente para otra noche con Nahueltruz; él le había
prometido que la visitaría. Le pediría a Loretana que llenara la
tina y le trajera abundante cena; la angustiaba pensar que
Nahueltruz pasara hambre. Terminó de cambiarse y marchó hacia lo de
don Panfilo, donde compraría velas aromatizadas con sándalo y sales
con aroma a vetiver.
Al caer el atardecer, Nahueltruz dejó el rancho de la vieja
Higinia y se encaminó al río para darse un baño. Consciente de que
se los acusaba de sucios y malolientes, no quería que Laura pensase
eso de él. Tenía hambre; se había cuidado de encender el fuego en
el rancho para no llamar la atención de los guardias apostados en
el mangrullo del Fuerte Sarmiento, por lo que se había limitado a
tubérculos y frutos que apenas lo satisfacían; hacía rato que las
tripas le aullaban. Se zambulló en las aguas del río Cuarto y buscó
serenarse.
De regreso en el rancho, se ufanó del trabajo hecho con la
puerta, que ahora abría y cerraba a la perfección cuando el día
anterior casi se salía de sus goznes. Reconocía que, no obstante la
falta de una buena remozada, la casa de doña Higinia estaba bien
construida; hasta puerta y ventana tenía, elementos desconocidos en
las viviendas de los gauchos, que se sirven de un pedazo de tela
como único límite entre afuera y adentro. Se decía de Higinia que,
en sus años mozos, había tenido un amante hábil como pocos en la
construcción; según las habladurías, este hombre había sido oblato
de los jesuítas de Santa Catalina, quienes le enseñaron el oficio.
Verdad o no lo del amante de Higinia, lo cierto era que, pese a los
años, el rancho seguía en pie.
La noche anterior, mientras el bullicio de la pulpería
recorría las calles de la villa, Guor llamó a la puerta del negocio
de Agustín Ricabarra; lo atendió el hijo, también Agustín, que le
fió lo necesario para encarar las reparaciones del rancho, en
especial herramientas, clavos y madera, que luego Ricabarra padre
se encargaría de cobrar con ganado o semillas de Tierra Adentro. Se
despidieron amistosamente, se conocían desde pequeños y se tenían
aprecio. Nahueltruz sabía que Agustín hijo no lo traicionaría; la
vida de su padre sería el precio a pagar por semejante error.
Además, las suculentas ganancias que obtenían comerciando con los
ranqueles resultaban suficiente incentivo para mantener la boca
cerrada.
Nahueltruz también había ajustado las patas desvencijadas de
la mesa y construido un banquito rústico pero cómodo. Acarició la
madera pulida de la mesa y se dijo que era un tonto por hacer
tantos planes y arreglos. Sacudió la cabeza con desazón y chasqueó
la lengua. Terminó de vestirse y salió a buscar a su caballo a
pocas varas del rancho. Lo llamó con el característico silbido y el
animal respondió trotando hasta el sin demora. Lo cinchó y montó.
Enfilaron hacia el pueblo a paso quedo para hacer tiempo. Pasaría
por lo de Javier primero, para preguntar por su hermano. En la
habitación de Agustín se topó con la negra María Pancha, que, como
de costumbre, no lo saludó; se limitó a la mirada displicente a la
que lo tenía acostumbrado.
–Mi madre siempre me hablaba de usted -expresó Guor, en el
afán de ganarse el cariño de la mejor amiga de Blanca
Montes.
–Su madre siempre me hablaba de usted -remedó María Pancha,
mientras calzaba las almohadas debajo de Agustín.
–Me alegra que nos hayamos encontrado aquí. Sé que mi madre
la quiso mucho y yo siempre tuve deseos de
conocerla.
–Señor Guor -empezó María Pancha, y Agustín, que la conocía
del derecho y del revés, tuvo la certeza de que iba a decir algo
que Guor no querría escuchar-. Pocos quisieron y admiraron a su
madre como yo, téngalo por seguro. Usted es su hijo y por eso le
permito estar aquí, con Agustín. Pero usted también es hijo de ese
demonio que no quiero mencionar y por eso es que usted jamás tendrá
ni mi cariño ni mi respeto.
María Pancha dio media vuelta y abandonó la habitación,
dejando a Guor con la boca abierta.
–No le hagas caso -pidió Agustín-. Cuando llegue a conocerte
te querrá tanto como a mí, que soy tan hijo de Blanca Montes como
tú.
–Pero tu padre es un admirado y respetado general de la
Nación; el mío, en cambio, es un indio odiado y
despreciado.
–Sí, pero mi madre lo amó a él y no a mi padre -replicó
Agustín con una amargura que dejó triste a Nahueltruz, con un
sentimiento de culpa que, a pesar de no corresponderle, le pesaba
en el alma.
–¿Cómo te sentiste hoy? – preguntó, sin ánimos para seguir la
otra conversación.
–Mejor. Hace tres días que no tengo fiebre, lo que permite
pensar en una convalecencia no muy lejana. Sin embargo, los ahogos
y los dolores en el pecho aún me atormentan de día y de
noche.
–Eso terminará por desaparecer también -dijo Guor-. Noto que,
cuando hablas, lo haces sin agitarte ni cansarte tanto. Me
alegro.
–Hoy llegaron al convento los papeles timbrados que envió el
notario de San Luis -informó Agustín, y le extendió un sobre
lacrado.
–¿Cuándo crees que podré contar con ese dinero que me
ofreciste?
–Parecías tan indiferente a ese asunto, ¿qué sucede ahora que
estás interesado?
–Nuevos planes en el horizonte -admitió Guor, y pensó que
quizá sería justo confiarle que amaba a Laura y que quería hacerla
su mujer ante Dios-. ¿Cuánto dinero es? – preguntó, acobardado de
abordar la otra cuestión.
–No lo sé con exactitud. Bastante, supongo.
Entró María Pancha e informó que la visita se había
extralimitado y que el padre necesitaba descansar.
–Buenas noches -dijo, mientras estrechaba la mano de
Agustín.
Esa noche la pulpería no atendía al público. Si bien doña
Sabrina y Loretana terminaron de recomponer el lugar hacia el
atardecer, «habían quedado de cama», y, si no hubiese sido por la
señorita Laura, doña Sabrina ni siquiera habría preparado la cena.
La pulpería presentaba un aspecto desolador sin las bujías
encendidas, los parroquianos y el bullicio.
Nahueltruz se deslizó por la puerta de atrás, la que daba al
patio, y vio que la de Laura estaba entreabierta; la luz de un
pabilo trepidante lanzaba destellos sobre la oscuridad del
exterior. Avanzó furtivamente y entró en la habitación con sigilo,
tanto que Laura no lo escuchó y siguió leyendo. Golpeó con suavidad
sobre el marco. Laura dejó a un lado las Memorias y le salió al encuentro. Se abrazaron y,
mientras Guor le deslizaba los labios por el cuello y le besaba el
escote, ella le decía entrecortadamente que lo había echado de
menos, que el día le había parecido una eternidad.
–Para mí también fue eterno este día -confesó
él.
Le tomó el rostro con ambas manos y la contempló. Hacía pocos
días que se conocían y, sin embargo, a él le parecía que la había
amado la vida entera, que le había hecho el amor infinidad de
veces, que la conocía plenamente, en cuerpo y
alma.
–Te esperaba con la cena.
–¿Tú no comes? – se inquietó Guor, al ver sólo un
plato.
–Comí en lo de Javier -mintió Laura.
Nahueltruz devoró el puchero y los choclos con
fruición.
–Estaba famélico -admitió.
Laura salió un momento y regresó con un atado que apoyó sobre
la mesa. Desató los nudos del repasador y sacó una hogaza de pan,
un pedazo de queso, charque, choclos fríos y presas de pollo
asadas.
–Lo tomé de la cocina de doña Sabrina -explicó-. Es para que
lo lleves adonde sea que estás pernoctando ahora. Me angustio
pensando que pasas hambre.
–Tú eres lo único que necesito para satisfacerme -aseguró
Guor, y una sonrisa lasciva le jugueteó en los labios. La arrastró
hasta tenerla sobre las piernas.
–Te tengo una sorpresa -comentó Laura, entre risas, porque
Nahueltruz la besaba detrás de las orejas y le hacía
cosquillas.
Guor la dejó ir a regañadientes y, cuando Laura regresó con
la cajita primorosamente empaquetada, volvió a ubicarla sobre sus
rodillas. A pedido de ella, rompió el envoltorio y abrió la caja:
se trataba de dos guardapelos de alpaca.
–Este es el tuyo -indicó Laura, y lo abrió-, con un mechón de
mi cabello; quiero que siempre lo lleves contigo, ¿me lo prometes?
– Guor se limitó a asentir-. Éste otro es para mí. – Laura tomó un
par de tijeras y sujetó una guedeja de Guor-. ¿Puedo? – y Guor
nuevamente asintio, Laura acomodó el mechón de Nahueltruz en su
guardapelo y se lo colgó al cuello.
–Te amo tanto -suspiró ella, y le buscó los
labios.
Abrumado de sorpresa y de amor, Guor no atinaba a expresar
qué el también la amaba, ¡oh, Dios, cuánto la amaba!, que le
parecía un sueño que ella le perteneciera, porque le pertenecía,
¿verdad que me perteneces, Laura? ¿que eres mía? ¿que nada ni nadie
va a separarnos?
–Amor mío -musitaba ella, medio desfallecida sobre las
rodillas de Guor porque sus manos ya estaban sobre
ella.
–¿Me amas, Laura? – Quería escuchárselo decir otra vez, mil
veces, quería que se lo repitiera hasta el cansancio, hasta que él
estuviera seguro. Quería escuchárselo decir mientras un orgasmo le
explotaba entre las piernas, y después de eso también. Quería
escuchárselo decir siempre.
–Sí, sí -musitó ella.
Guor se puso de pie con Laura aferrada a su torso y la llevó
a la cama. La desnudó; sólo el guardapelo le descansaba entre el
valle de los senos. La miró mientras se desvestía, le acarició el
cuerpo desnudo con los ojos. Se deshizo de la última prenda y se
recostó a su lado, domeñando la necesidad de poseerla, pues quería
enseñarle con caricias expertas que nadie la amaba más en este
mundo. La colocó boca abajo y le apoyó suavemente los labios sobre
la piel de la espalda para besarla cincuenta y dos veces, la suma
de las edades de ambos. La recorrió desde la nuca hasta detrás de
las rodillas; ahí le gustaba que la mordisqueara. Por fin, cuando
la supo húmeda, tibia, lista, la poseyó, Laura se arqueó, y sus
manos buscaron con precipitación los barrotes del respaldo de la
cama. Nahueltruz sonrió complacido de que fuera una mujer dispuesta
y generosa.
–¿Me amas? – le susurró al oído-. ¿Me amas? –
repitió.
–Sí, te amo -acertó a decir ella en el instante en que una
explosión sin ruido ni color, una explosión de sensaciones, se
propagó por sus entrañas, le tensó las piernas, le subió por la
espalda, le dejó la mente en blanco, la ocupó por
completo.
Laura tenía preparada la tina para un baño compartido; le
había pedido a Loretana que la llenara hasta la mitad con agua muy
caliente; había esparcido las sales con aroma a vetiver y cubierto
la tina con una frazada para mantener el calor. Cuando la retiró,
el vapor despidió un perfume embriagador. Las velas con esencia de
sándalo ardían sobre la mesa. Nahueltruz se deslizó dentro del agua
tibia, complacido con aquel mundo femenino y refinado que, al mismo
tiempo, lo hacía sentirse un poco torpe y fuera de lugar. Extendió
los brazos a Laura, que, luego de recogerse el cabello en un
rodete, se colocó entre sus piernas y le apoyó la espalda sobre el
torso.
–Me gusta todo de ti -le confió Nahueltruz al oído-. Me gusta
tu pelo y estos bucles pequeños que se te forman aquí, sobre la
nuca. Me gusta tu nuca también, y la forma redondeada de tus
hombros. Me enloquecen tus pechos -y le pasó las manos por debajo
de las axilas para tocarlos-, porque son grandes y generosos, como
los de una mujer que amamanta. Me gustan tus piernas, en especial
cuando me rodean la cintura, y tus asentaderas, porque son blancas
y mullidas para morderlas. Me gusta tu boca -la tomó por la
barbilla y la obligó a volverse un poco-, tu boca de labios llenos,
y tus ojos tan negros, que hablan de tu índole apasionada y
rebelde. Me gusta tu risa, porque es contagiosa, y me gusta que a
veces seas tímida, porque yo sé que sólo entre mis brazos te
vuelves osada y desvergonzada. Me gusta todo de ti, Laura. Me gusta
tu nombre también.
–A mí también me gusta tu nombre -musitó ella-. Zorro Cazador
de Tigres. Así te imagino en Tierra Adentro, cazando
tigres.
–¿Qué significa tu nombre?
–Mi padre me dijo que significa
“victoriosa”.
–¿Tu padre te eligió el nombre?
–Sí, me llamó Laura en honor de Laura de Noves, la mujer que
amó Francesco Petrarca, su poeta favorito.
–Yo también tengo un nombre cristiano: Lorenzo Dionisio
Rosas.
–¿Lorenzo Dionisio? ¿Como el hijo de tu tío abuelo Lorenzo
Pardo?
–Veo que sigues leyendo las memorias de mi
madre.
–No deberían haberte puesto ese nombre -se contrarió-. Tu
primo Lorenzo Dionisio tuvo un final muy triste. Según Alcira, la
criada de la abuela Pilarita, hay que tener cuidado al nombrar a
los hijos, uno puede condenarlos con el nombre. Mi madre y mis tías
son un claro ejemplo. Dolores, Soledad y Magdalena. Según Alcira,
sólo podía esperarse de ellas penas, melancolía y lágrimas; y así
ha sido, puedo asegurártelo. Para mí siempre vas a ser Nahueltruz
Guor.
–¿Y qué hay con la tal Laura de Noves? – se interesó él,
divertido con las disquisiciones de la muchacha-. ¿Fue una mujer
feliz?
–No lo sé. Sólo sé que Francesco Petrarca la amó locamente y
que se inspiró en ella para componer sus mejores
poemas.
–¿Se casaron?
–Nunca. Ella tenía marido.
–En ese caso, el que lleva las de perder aquí soy yo
-barruntó Guor.
El doctor Javier admitió finalmente que el padre Agustín se
hallaba fuera de peligro, aunque insistía en que ningún cuidado
resultaba suficiente para impedir la tan temida recaída. María
Pancha y Laura atendían al enfermo con la devoción del primer día y
continuaban tan estrictas como cuando tenía fiebre altísima y
escupía sangre.
Nahueltruz se sentía a gusto en el rancho de la vieja Higinia
que, si flotaba de noche vestida de negro, se cuidaba de
despertarlo, porque luego de agotarse entre los brazos de Laura,
dormía con la placidez de un recién nacido. Ya no cuestionaba si
debía hacer planes o arreglar el rancho, si Laura era demasiado
para él o si sufriría nuevamente por entregar su corazón. Vivía el
momento con la vitalidad y el desparpajo de un muchacho
atolondrado, sin reparar en el futuro ni en las desventajas de ser
un indio perseguido por la milicia. Se negaba a ensombrecer con
pensamientos odiosos la luz que lo rodeaba; se negaba a dudar de
Laura, demasiado tiempo había perdido preguntándose si aquello era
una locura, si debía proseguir. Proseguiría, sin importar las
consecuencias. Laura lo amaba, le daba continuas pruebas de su
amor; por ejemplo, cuando a diario le preparaba una canasta con
comida que lograba llenar a fuerza de escamoteos de las cocinas de
doña Sabrina y de doña Generosa. A María Pancha le pedía que
preparara sus famosas rosquillas de anís y sus bocaditos de
mazapán, que compartían en la cama cuando un hambre voraz los
acometía después del amor. También le demostró que lo amaba cuando
le compró camisas, camisetas y calcetines (prenda que él no
acostumbraba a usar) en lo de Agustín Ricabarra y, toda nerviosa,
explicó innecesariamente al tendero que eran para su hermano, el
padre Agustín Escalante. Y por sobre todo le demostraba que se
consideraba su mujer cuando lo esperaba anhelante cada noche
vistiendo sólo una bata fina de muselina y oliendo a
rosas.