El zorro y la rosa blanca
–Blasco, por favor, dile a Loretana que venga, que la
necesito.
Blasco encontró a Loretana sirviendo la cena al coronel
Racedo.
–¡Blasco! – vociferó el militar-. La señorita Escalante, ¿por
dónde anda?
–No sé, mi coronel -mintió el muchacho-. Quizá siga en lo del
doctor Javier atendiendo al padrecito Agustín.
–Seguramente -coincidió Racedo.
–La señorita Escalante está en su recámara -musitó Blasco al
oído de Loretana-. Pide que vayas.
–¡Qué se ha creído ésa! – despotricó la muchacha-. ¿Qué yo
soy su esclava pa'llamarme cuando quiere? Yo estoy trabajando aquí,
carajo.
Blasco no prestó atención a las protestas de Loretana -bien
sabía él lo que las motivaba- y la siguió hacia el interior. Antes
de llamar a la puerta de Laura, Loretana se dio vuelta y encaró a
Blasco.
–¿Dónde está Nahueltruz?
–Se volvió a Tierra Adentro esta mañana.
–¿Y la nenita mimada? – dijo, en referencia a Laura-. ¿Qué
hizo hoy todo el día? ¿Se arregló las uñas y se rizó el
pelo?
–¿Pa'qué quieres saber?
–Sabes mejor que naides que el doctorcito me pagó muy bien
pa'que la tuviera vigilada de cerca, y, por si no te acuerdas,
mocoso de porquería, las monedas que te doy todos los días son
pa'eso, no pa'que compres dulces en lo de don
Panfilo.
–Nada hizo. ¿Qué quieres que haga, la pobre? Se la pasa al
lado del padrecito, cuidándolo.
–¡Sí, cómo no, la pobre! – despotricó Loretana, y llamó a la
puerta-. Dice Blasco que usted me necesita, señorita -masculló a
modo de saludo, con el mismo tono sombrío de los últimos
días.
–Sí -respondió Laura con soberbia-. Para lavar -indicó, al
tiempo que colocaba un lío de ropa sucia en brazos de Loretana-.
Tráeme la cena y prepárame el baño. Ah, Loretana, la próxima vez
que desees usar mi loción de rosas, preferiría que me la pidieses y
no que la tomases sin permiso.
Blasco, que aún aguardaba en el corredor, lanzó una
carcajada. Loretana se retiró con el semblante de un perro
apaleado. Dio algunos pasos y arrojó el atado de ropa al
suelo.
–¡Engreída del demonio! – gruñó.
Luego de una cena frugal y un baño, Laura se recostó pensando
que no pegaría un ojo, pero con la intención de liberar las
sensaciones y sentimientos que le ocupaban la mente y que tomaban
posesión de todas las partes de su cuerpo. Deseaba a Nahueltruz
Guor como no había deseado a ningún hombre. Le atraía su condición
de indio. Guor parecía tan orgulloso de su casta y de su tierra que
hasta celos le causaba, y no le cabían dudas de que elegiría a los
suyos antes que a una cristiana. Ese orgullo de ranquel la
marginaba. Ella jamás había sentido igual por su gente; al
contrario, hacia algunos albergaba resentimiento y
desprecio.
Se preguntó qué significaría ella para Guor; tal vez la
despreciaba por su condición de huinca, quizá sólo quería jugar,
aprovecharse. Sus besos y caricias, sin embargo, le habían parecido
sinceros. Y ese «Laura» susurrado con dulzura no podía ser fingido.
Nahueltruz no simulaba, no le haría daño, no a ella, la hermana del
padre Agustín. Por instinto más que por certeza, confiaba en ese
ranquel, ese hombre tan alejado de todo cuanto le resultaba
familiar y seguro. Confiaba simplemente porque su corazón así se lo
dictaba.
Un relámpago iluminó la habitación, y, antes de que el trueno
resonara ferozmente, Laura pensó: «Nahueltruz tenía razón,
lloverá». Las primeras gotas repiquetearon contra las
puertaventanas entornadas. «Debería cerrarlas», caviló, medio
dormida. El cansancio de un día agotador lentamente borró el rastro
de las excitaciones, los cuestionamientos y los deseos. La lluvia
arreciaba en el patio de doña Sabrina, y Laura ya dormía
profundamente.
Nahueltruz regresó al convento de San Francisco usando, como
de costumbre, las calles y atajos menos concurridos. Su picazo
avanzaba a paso quedo y tranquilo, acorde con su ánimo. Hacía
tiempo que no experimentaba esa paz, quizás era la primera vez que
la sentía.
Todo el camino hasta el convento y después también, Guor
repasó cada momento de intimidad compartida con Laura Escalante.
Junto a ella, se sentía vivo: cuando lo excitaba al rozarle la piel
del pecho, cuando lo volvía loco de celos, cuando se le aferraba al
cuello y le calmaba la desesperación con largueza. En sus treinta y
dos años había conocido a muchas mujeres, incluso había amado a
una; sin embargo, lo que Laura Escalante le provocaba no se
comparaba con lo vivido hasta ese momento. Reacciones inopinadas lo
tomaban por asalto cuando la tenía enfrente, le nublaban el
raciocinio, le acallaban las voces sensatas que lo instaban a
alejarse, porque Laura Escalante era una mujer blanca, pertenecía a
los huincas. Ni de niño había actuado con tanto desatino e
imprudencia.
Apareció el padre Donatti en el granero con un plato de guiso
y una hogaza de pan blanco. Nahueltruz colocó una carona sobre un
fardo de alfalfa y lo invitó a tomar asiento.
–Ya te dije que ésta es tu casa, que aquí puedes quedarte
cuanto quieras -empezó el padre Marcos para seguir-: Pero no quiero
una desgracia, Nahueltruz, ya te lo dije ayer. Racedo deambula como
perro que olfatea la presa. ¿No habías decido marcharte hoy por la
mañana?
Odiaba mentirle al padre Donatti, de los huincas, el que más
respetaba y admiraba; pero no podía confesarle que habría deseado
partir, que ya quería estar en medio del desierto rumbo a Leuvucó,
cerca de su pueblo, de su tierra, y que, no obstante esa
pretensión, un poder irresistible lo había encadenado a Río Cuarto,
como si de una voluntad ajena se tratase.
–Me quedé por el padre Agustín -se limitó a
mascullar.
–Entiendo -aseguró el franciscano-. Aunque no deberías
preocuparte por él, ya ves que la mejoría es palpable. Ha ocurrido
el milagro por el que todos hemos orado con devoción. El doctor
Javier no quiere apresurarse en dictaminar que está fuera de
peligro, porque el carbunco es traicionero, pero sé que es tan
optimista como yo.
Nahueltruz comía su guiso lentamente, sin visos de
incomodidad por el silencio que había caído sobre ellos. El padre
Donatti también parecía a gusto; había dejado el fardo de alfalfa
para asomarse a contemplar los primeros refucilos que clareaban el
cielo. Regresó junto a Nahueltruz y lo contempló con detenimiento.
Le gustaba aquel muchacho; en él se amalgamaban la sagacidad y el
arrojo del padre, y la sensatez e inteligencia de la madre.
Nahueltruz Guor era un hombre valioso, y pocos conocía con
cualidades y virtudes tan ricas. Quizá la guerra entre ranqueles y
cristianos terminaría el día en que él se hiciera cargo de la
conducción de las tribus.
–¿Por qué te busca con tanto ahínco el coronel Racedo? – se
interesó el padre Donatti.
–Viejas deudas no saldadas -respondió Guor por lo bajo, y
siguió comiendo.
–¿Te refieres al ataque al Fuerte Arévalo? – Nahueltruz Guor
se limitó a asentir-. ¿Cuántos años hace de eso?
–Cinco.
–¿Allí conociste a Racedo? – Nahueltruz volvió a asentir-.
¿Qué fue lo que pasó? ¿Por qué atacaron el fuerte?
–Para liberar a unas mujeres que el coronel Francisco Sosa
(Pancho el Ñato lo llamaban) había cautivado. – Nahueltruz apartó
el plato vacío y se acomodó en el fardo-. Entre esas mujeres estaba
la hermana de mi esposa, Quintuí. Ella me imploró de rodillas que
la rescatara, me dijo que ya había perdido a un hijo, que no quería
perder también a su hermana más querida. Junto a Pichuín y a la
parte más brava de los lanceros organizamos un ataque. Las mujeres
estaban en muy malas condiciones, los soldados habían cometido con
ellas toda clase de vejámenes, se las habían pasado de mano en
mano. Las tenían medio desnudas y muertas de hambre; mi cuñada no
había soportado el martirio y se había quitado la vida cortándose
las venas. Liberamos a las que quedaban, y fue una masacre de
huincas y ranqueles esa madrugada del ataque. Sorprendimos a los
soldados en los catres, mientras jugaban con nuestras chinas, y a
la guardia dormida en el mangrullo. El segundo del coronel Sosa era
Racedo, mayor por aquel entonces. Cuando lo sorprendí en su
habitación con Ayical, sobrina de Pichuín, le salté encima y lo
herí con mi puñal, aquí -dijo, y se señaló la mejilla izquierda-.
Él también sacó su facón, porque era lo único que tenía a mano. Es
más bien torpe con el cuchillo, y no consiguió hacerme ni un
rasguño. Pero el Ñato Sosa me atacó por detrás a traición y me
hirió en la espalda. Salvé el pellejo de milagro.
Nahueltruz volvió a encerrarse en su habitual hermetismo y
parquedad, mientras el padre Donatti lo observaba con ojos
desmadrados. Guor mantenía la vista fija en el suelo, por
vergüenza.
–Así ha sido entre cristianos y ranqueles, padre -justificó
Nahueltruz-. Nos ha regido el «ojo por ojo, diente por diente».
Ustedes han hecho la vista gorda a los mandatos de Cristo y
nosotros no nos hemos detenido a pensar en lo costoso que pueden
ser el orgullo y la insensatez. Los huincas son más poderosos, y
tarde o temprano nos doblegarán. A menos que lleguemos a un acuerdo
serio y bien planeado -agregó un instante después-, no como las
fantochadas que se han hecho hasta ahora. Ya vio usted, padre, lo
que pasó en el 70, luego del acuerdo de paz entre Calfucurá y el
coronel Francisco de Elias. – Donatti aseguró que estaba al tanto-.
A pesar del acuerdo, de Elias no dejó que pasaran ni tres meses y
atacó a traición a Manuel Grande y a Chipitruz y pasó por las armas
a niños y a mujeres, sin que se le moviera un
pelo.
–Semejante masacre sólo podía engendrar otra masacre -meditó
el padre Donatti.
–Calfucurá -prosiguió Guor-, para vengarse, arrasó con los
pueblos de Alvear, 25 de mayo y 9 de julio. Se dice que nunca un
malón cometió tantos desmanes y salvajadas como aquella vez. Por
supuesto que de Elias no se iba a dejar tocar así nomás y, tres
días más tarde, salió como ciego buscando
revancha.
–La batalla de San Carlos -recordó el franciscano-, el año
pasado para esta época, ¿verdad?
–El 8 de marzo del año pasado, para ser más
exacto.
–Según se dijo -prosiguió Donatti-, no existe precedente de
un choque más sangriento entre las fuerzas militares y los pampas.
Las noticias nos alcanzaron días después, cuando de Elias mismo se
presentó en el Fuerte Sarmiento. Aseguró haber acabado con
Calfucurá, pero luego supimos que seguía vivo.
–Para gran disgusto de mi padre, mi tío Epumer participó con
quinientos lanceros en la retaguardia y él asegura que Calfucurá no
murió en la batalla de San Carlos como se dijo. De todos modos, su
poderío no es el mismo. Nadie lo considera el toqui de antes. Dicen
que se refugia cerca de Salinas Grandes y que su salud se quebrantó
luego de la batalla.
–Si muere, ¿quién lo sucederá?
–Su hermano Namuncurá, supongo. – Luego de una pausa, Guor
retomó-: Mi gente es ignorante, padre, ésa es su mayor debilidad, y
el huinca lo sabe y se aprovecha. En realidad, padre, ha habido
felones y pillos en ambos bandos.
–¿Le has dicho a tu padre cuál es tu idea de «un acuerdo
serio y bien planeado»?
–Mi padre es un gran cacique, el mejor que ha conocido el
Imperio Ranquel. Le enseñó a su gente a cultivar la tierra, a criar
el ganado apropiadamente, unificó las tribus y las organizó militar
y políticamente; nadie parlamenta como él ni tiene su capacidad
para negociar. Yo lo admiro, padre, y le tengo mucho cariño. Sin
embargo, entre el cacique Mariano Rosas y yo existen grandes
diferencias. Él ve en las mejoras que yo propongo «la mano del
huinca», según su decir. Si dejásemos de vivir en los toldos y
construyésemos casas con ladrillos cocidos, él lo consideraría una
felonía a las tradiciones de sus ancestros. Si nuestros niños se
educaran y aprendiesen a leer y escribir en castellano, él sentiría
que se están cortando las raíces que nos atan a nuestra tierra y a
nuestras costumbres. No se puede rehuir el progreso que viene con
el avance del huinca, es una realidad implacable. Y yo creo que nos
adaptamos o perecemos. Decirle esto a mi padre es como darle un
puñetazo en pleno rostro. Aunque intuyo que él también lo sabe. A
pesar de todo, el cacique Mariano Rosas ha decidido
resistir.
–Yo sé que tu padre quiere la paz -terció el
franciscano.
–Es cierto -admitió Nahueltruz-, pero no está dispuesto a
pagar cualquier precio por ella.
El padre Donatti había conocido a Mariano Rosas tres años
atrás, cuando acompañó al coronel Lucio Victorio Mansilla en su
excursión al País de los Ranqueles, en el Mamuel-Mapú, que en lengua araucana significa País
del Monte o de los Arboles. Evocaba con placer aquellos días
transcurridos entre los ranqueles, o gentes de los carrizales, que
los atendieron a cuerpo de rey. Se había llevado una buena
impresión del cacique general, y sus modos, incluso ciertas
facciones de su rostro, lo habían desconcertado. Se manejaba con
educación y cortesía, y hablaba el castellano fluidamente; conocía
al dedillo la historia del país y la situación política vigente;
recibía periódicos de la capital, que leía con extrema atención y
de los que recortaba artículos de su interés que luego guardaba en
una caja con otros papeles y recuerdos importantes, como una carta
de Juan Manuel de Rosas, que recitaba de memoria, o un reloj de
platino, regalo de su primera mujer. Mantenía el toldo, aunque de
aspecto precario y poco acogedor, siempre limpio y prolijo; y sus
mujeres y cautivas lo querían y respetaban. Sólo en contadas
ocasiones Mariano Rosas perdía el genio pacífico, en general cuando
se embriagaba con pulcú u otra bebida de alta graduación alcohólica
y de escasa calidad; pero eso lo hacía para acallar viejas penas no
olvidadas. En esas ocasiones, Mariano Rosas sólo entraba en razón
cuando su primogénito y dilecto lo instaba a tranquilizarse.
Nahueltruz Guor ejercía gran influencia sobre su padre, que lo
adoraba por sobre el resto de su progenie. Si Mariano decía:
«¿Dónde está mi hijo?», a nadie se le ocurría preguntar: «¿Cuál de
ellos, general?», porque era sabido que se refería a
Nahueltruz.
La amistad entre el cacique Mariano Rosas y el padre Donatti
se había afianzado con el tiempo a través de una fluida
comunicación epistolar, donde reiteradamente el cacique invitaba al
padre Marcos a visitarlo, «para perdonar a muchos pecadores,
matrimoniar a varios amancebados y bautizar a tantos inocentes».
Donatti no había regresado a Tierra Adentro; sí lo había hecho, en
cambio, el padre Agustín Escalante.
–¿Vas a volver a Tierra Adentro? – insistió el padre
Marcos.
–No por ahora.
Donatti dejó el establo y cruzó el huerto y el patio del
convento a la carrera. Había empezado a llover. Nahueltruz acomodó
el cabezal en un rincón para protegerse de las ráfagas de viento
que hacían temblar la estructura del establo. Se desvistió y se
acostó. El lecho le pareció duro e incómodo esa noche; no
encontraba posición, se rebullía como si tuviera hormigas en el
cuerpo. Por fin, dejó el cabezal, se vistió, se calzó las botas de
potro y el cuchillo en el refajo, y montó su caballo. Momentos
después, cabalgaba por las calles desiertas del pueblo indiferente
a la lluvia torrencial, al viento embravecido y a los
relámpagos.
Laura abrió los ojos y despertó serenamente de un sueño
profundo y agradable. Junto a su cama distinguió la figura de un
hombre repentinamente iluminada por el destello del relámpago. Era
Nahueltruz Guor.
–Nahuel -dijo con voz clara, mientras se
incorporaba.
–Mi madre me llamaba Nahuel -comentó el indio, y se puso de
rodillas junto a la cabecera-. No tengas miedo. Quería verte
dormir, necesitaba saber que estabas bien.
–Estás empapado -se preocupó Laura, y le pasó la mano por la
frente y la mejilla.
Se echó encima la bata antes de abandonar la cama. Nahueltruz
se puso de pie y la siguió con la vista mientras la muchacha
encendía una vela y tomaba una pila de toallas del
ropero.
–Ven -ordenó, y Guor se movió hacia ella con la mansedumbre y
sumisión de un cordero-. Siéntate.
Lo ayudó a quitarse el poncho pesado de agua y la camiseta
que se le adhería al torso; luego las botas de potro, el refajo y
el chiripá, que estiró en los respaldos de las sillas para que se
orearan. Lo envolvió en una toalla con aroma a alhucema. «Huele a
ella», pensó Guor, y cerró los ojos y se entregó a las manos de
Laura, que le secaron el pecho, los brazos y el rostro, con
suavidad extrema, en silencio; había dejado de llover y sólo se
percibía la respiración acompasada de ella y el roce de la toalla
sobre la piel de él. Laura le soltó el pelo que llevaba atado en
una coleta, se lo secó y le pasó los dedos para desenredarlo. Él
también le acarició el cabello rodeándola con los
brazos.
–No sabía que tu cabello fuera tan largo -dijo Guor, y la
obligó a darse vuelta.
El cabello de Laura era tan largo que le cubría la espalda y
le llegaba más abajo de la cintura. La vela lanzaba destellos
flamígeros sobre los mechones dorados, confiriéndoles una tonalidad
extraña, inverosímil. Laura se volvió para mirarlo y le rozó la
mejilla con la punta de los dedos. Guor se puso de pie y se quitó
la toalla de la espalda. Aunque le dio miedo, Laura dejó que la
despojara de la bata y le acariciara los brazos desnudos. Lo miraba
muy quieta y silenciosa. Guor se apartó de ella y cerró las
puertaventanas.
–Laura -pronunció al regresar, y calló como impedido de
seguir hablando.
La virginidad de Laura no era suficiente para contenerle los
arrebatos de pasión que le provocaba la cercanía de Guor, y un
temblor de placer le recorrió el cuerpo al escucharlo pronunciar su
nombre con voz torturada. Amaba a ese hombre, lo sabía, lo amaba
con el ímpetu que tanto había añorado amar. Amaba y era amada.
Apoyó las manos sobre la cintura de Guor y, de puntas de pie, le
besó los hombros, y el cuello, y el contorno de la mandíbula, y le
buscó los labios, y él le respondió, se besaron, y fue un beso
afiebrado, enardecido, Guor le aferraba la cara con las manos y le
buscaba la profundidad de la boca, igual que un sediento bebe agua
en un pozo del desierto. Se separaron, agitados, las expresiones
alteradas. Nahueltruz le corrió las tirillas del camisón, que cayó
al suelo, y se deshizo también de sus calzoncillos húmedos. Para
Laura, ésa era la primera vez que se desnudaba frente a otra
persona que no fuera María Pancha. La vergüenza y el pudor la
acobardaron y se movió para recoger el camisón del suelo. Pero Guor
la sujetó por el brazo y la obligó a incorporarse.
–Déjame que te vea -suplicó, y le retiró las
manos.
Sus senos eran sorprendentemente grandes para su cuerpo más
bien menudo, y lo llenaron de una apetencia difícil de gobernar.
Laura Escalante le resultó perfecta, de una feminidad plena,
exuberante, sin mezquindades. Sus manos contuvieron el peso de esos
senos jóvenes y firmes y le acariciaron los pezones erectos. Ese
contacto les provocó sensaciones intensas. Laura quedó apabullada.
Nahueltruz, por su parte, experimentó la incontrolable necesidad de
sentirse dentro de ella y, tomándola en brazos, la llevó a la cama.
Se recostó a su lado y, sin tocarla, la besó delicadamente en los
ojos, después en los pómulos y por fin sobre los labios, en un
intento por devolverle la confianza y la seguridad. Laura respondía
con timidez. Nahueltruz detuvo las caricias y se quedó mirándola,
serio, abstraído.
–Me pregunto si eres consciente de tu propia belleza -dijo-,
si sabes lo que causas en los hombres, esta ansiedad que quema por
dentro.
La besó provocativamente hasta percibir que Laura olvidaba
sus temores y vergüenzas, y su cuerpo se entregaba a la pasión de
él. Entonces, la penetró. Laura apretó los ojos y se aferró a sus
hombros cuando un desgarro la paralizó. Guor se mecía sobre ella
con ansiedad, explorándola, besándola, atravesándola sin
misericordia, buscando cada vez más adentro. El dolor intenso, sin
embargo, iba diluyéndose y ella se dejaba amar sin reservas, plena,
dichosa, completa. Estaba entre los brazos del hombre que amaba.
Confiaba en él.
Todo era nuevo para Laura y, sin embargo, intuía que aquella
sensación que subía y subía, terminaría en una explosión.
Nahueltruz hundió las manos en la almohada, levantó el torso y
soltó un quejido ronco. Los músculos le temblaron como si una
convulsión los sacudiera, y una mueca de placer que le transformó
el rostro la llevó a pensar que él era el ser más hermoso que había
conocido.
Nahueltruz se apartó, y Laura buscó casi con desesperación el
cobijo de sus brazos para sentir el amparo del hombre al que
acababa de entregarse. Guor la recibió y la besó en la sien, aún
agitado. Fueron calmándose. Amoldaron el cuerpo de uno en el del
otro, entreveraron piernas y brazos, sintieron respiraciones
acompasadas en la piel, caricias de cabello sobre el pecho, y así,
poco a poco, alcanzaron un sosiego que los acalló.
Nahueltruz se repetía que la mujer que descansaba sobre su
pecho no era como las que solía frecuentar; se reprochaba que quizá
le había hecho un daño irreparable tomándola, le había arrebatado
en una noche de delirio lo más preciado de una mujer. Pero, ¿qué
podía hacer si tenía la voluntad quebrada? Desde el momento en que
puso los ojos sobre ella, el buen juicio y la paz lo abandonaron, y
resistirla y escaparle se habían convertido en un suplicio. Terminó
por someterse y, como un muchacho embriagado de deseo, la buscó
para aplacar el fuego que lo abrasaba.
–¿Estás enojado conmigo? – se preocupó Laura, atribulada a
causa del mutismo de Guor.
–No, no estoy enojado.
–¿No estuvo bien? ¿Estás desilusionado de
mí?
–Laura, estoy enamorado de ti.
«Locamente enamorado de ti», habría agregado, pero el ánimo
reflexivo lo llevó a decir:
–Y no sé qué sería mejor. Quizás habría sido mejor
desilusionarme.
–Que me ames, eso es lo mejor.
Guor se colocó sobre Laura y le acarició el rostro. Su piel
era tan suave y delicada, tan clara y diáfana en comparación con la
suya.
–Yo soy un indio, Laura.
–Si eso es un problema para ti, haz de cuenta que yo también
soy una india.
–Demasiado blanca para ser una india -aclaró Guor,
sombríamente.
–Una india blanca, entonces.
Laura despertó con los rezongos de doña Sabrina que, como de
costumbre, sermoneaba a Loretana en la cocina. Nahueltruz no estaba
a su lado en la cama ni en la habitación, y su ropa había
desaparecido de los respaldos de las sillas. Al moverse, percibió
una molestia en la entrepierna y, al levantar la sábana, descubrió
la mancha de sangre. «Ya soy mujer», pensó, desbordada por lo que
aquello significaba. «La mujer del cacique Nahueltruz
Guor».
Como todos los días, Loretana llamó a la puerta y entró sin
aguardar respuesta. Encontró a Laura afanada en la escudilla,
limpiando una mancha de sangre de la sábana con el jabón de
tocador. Laura la miró turbada, y Loretana adquirió un aire
altanero para arrimársele.
–El período me tomó por asalto durante la noche
-balbuceó.
–Deje -expresó Loretana, más bien imperativamente-. A mí no
me hace nada limpiar una mancha de sangre.
–De ninguna manera. Te daré la sábana a lavar una vez que la
mancha haya desaparecido.
–¡Como quiera!
Camino a lo del doctor Javier, el coronel Racedo le salió al
paso. No iba solo: su ayudante y mano derecha, el teniente Carpio
lo acompañaba. Se trataba de un muchacho de entre veinte y
veinticinco años, con el rostro enjuto y cetrino, de contextura
alta y desmañada. Evitaba mirar a las personas a los ojos y
prácticamente no hablaba, saludaba con un movimiento de cabeza y se
limitaba a asentir o a negar a las preguntas y
comentarios.
–Por fin la encuentro -expresó Racedo, y se quitó el
quepis.
–Buenos días, coronel -respondió Laura, y prosiguió su
camino, con Blasco a la par.
–Anoche fui a buscarla a lo de doña Sabrina y no estaba;
luego fui a lo del doctor Javier y me dijeron que ya se había
marchado. ¡Qué desencuentro!
–Sí, desencuentro -balbuceó Blasco, y Laura le pellizcó el
antebrazo.
–¿No tienes trabajo que hacer en el establo, tú? – se
impacientó Racedo, y Blasco aminoró la marcha-. ¡No te quiero de
vago, eh! Hace días que te veo dando vueltas por las calles sin
nada que hacer. ¡Vamos! Vuelve al establo y ponte a
trabajar.
–Está bien, anda nomás, Blasco -indicó Laura, y le echó un
vistazo significativo.
El muchacho se alejó con la cabeza gacha y el paso
cansino.
–¡Indio tenía que ser! – despotricó Racedo.
Se hizo un silencio. Laura caminaba como si a su lado no
hubiese nadie; Racedo le seguía el tranco y, unos metros detrás, el
teniente Carpio. Después de haber pasado la noche entre los brazos
de un hombre como Guor, le resultaba intolerable la presencia de
Racedo, insultantes sus avances y delirios; incontrolable la
repulsión.
–¿Cómo sigue el padre Agustín? – simuló interesarse Racedo, a
quien la hostilidad de Laura comenzaba a
fastidiarlo.
–Mejor, gracias.
–¿Ha tenido noticias del doctor Riglos?
–Sí. Dios mediante, en una semana estará de
regreso.
–Junto a su padre, supongo.
–Sí, junto a mi padre.
Racedo carraspeó y se arrimó, y Laura sintió un asco que no
se molestó en ocultar: se apartó deliberadamente y puso el canasto
que llevaba del lado del coronel.
–¿Pensó en mi propuesta?
–Anteanoche creo haber sido clara, coronel.
–Sin embargo -insistió el militar-, si meditara mi
proposición, se daría cuenta de que es lo mejor para
usted.
–¿Por qué? – quiso saber Laura, y se detuvo tan
intempestivamente que hasta el teniente Carpio se
sobresaltó.
–Bueno -vaciló Racedo-, usted misma me ha dicho que su viaje
a Río Cuarto, en fin, no ha sido bien interpretado por su
prometido… ni por sus parientes ni amigos. Supongo que el señor
Lahitte no querrá mantener el compromiso y, en fin, yo pensé
que…
–Sí, sí -se impacientó Laura-, sé muy bien lo que pensó,
coronel Racedo, y ya le dije que le agradezco sus buenas
intenciones, pero insisto: antes de tomar cualquier decisión
definitiva, tengo que aclarar las cosas en Buenos Aires, con el
señor Lahitte, por supuesto.
Laura emprendió nuevamente la marcha y Racedo se apresuró a
seguirla. El resto del trayecto se hizo prácticamente en silencio,
el militar farfullaba preguntas inocuas y Laura las contestaba con
monosílabos.
En la casa del doctor Javier la aguardaban buenas noticias:
Agustín había pasado gran parte de la noche sin fiebre; a eso de
las tres de la mañana la calentura había comenzado a remitir,
Agustín se había serenado y dormido plácidamente hasta las siete,
cuando un ahogo lo despertó; con todo, el esputo había salido
limpio, sin una gota de sangre. Laura lo encontró desayunando leche
con miel y un trozo de pan con manteca y dulce de ciruelas que
María Pancha le daba en trocitos. María Pancha también lucía bien
esa mañana, las líneas del rostro se le habían suavizado y los ojos
negros le brillaban de alegría. No obstante, el esfuerzo
sobrehumano de esos días le había impreso una huella indeleble y
parecía haber envejecido diez años. Hasta Agustín le insistió con
que se marchara al hotel a descansar, y Laura tomó el tazón de
leche y el trozo de pan y siguió alimentando a su
hermano.
