CAPÍTULO XI.


El zorro y la rosa blanca

Blasco le mostró a Laura una entrada en la parte trasera de la pulpería de doña Sabrina, «para esquivar a Racedo», según explicó con un guiño de ojo, mientras le abría la poterna medio destartalada que daba al patio interno, destinado principalmente al lavado y secado de ropa. La habitación de Laura daba a ese patio y, como acostumbraba dejar la puertaventana abierta para airearla, no le resultó difícil acceder a su recámara con la extraordinaria ventaja de evitar la pulpería, sus parroquianos bebidos y, en especial, al coronel Racedo.


–Blasco, por favor, dile a Loretana que venga, que la necesito.

Blasco encontró a Loretana sirviendo la cena al coronel Racedo.

–¡Blasco! – vociferó el militar-. La señorita Escalante, ¿por dónde anda?

–No sé, mi coronel -mintió el muchacho-. Quizá siga en lo del doctor Javier atendiendo al padrecito Agustín.

–Seguramente -coincidió Racedo.

–La señorita Escalante está en su recámara -musitó Blasco al oído de Loretana-. Pide que vayas.

–¡Qué se ha creído ésa! – despotricó la muchacha-. ¿Qué yo soy su esclava pa'llamarme cuando quiere? Yo estoy trabajando aquí, carajo.

Blasco no prestó atención a las protestas de Loretana -bien sabía él lo que las motivaba- y la siguió hacia el interior. Antes de llamar a la puerta de Laura, Loretana se dio vuelta y encaró a Blasco.

–¿Dónde está Nahueltruz?

–Se volvió a Tierra Adentro esta mañana.

–¿Y la nenita mimada? – dijo, en referencia a Laura-. ¿Qué hizo hoy todo el día? ¿Se arregló las uñas y se rizó el pelo?

–¿Pa'qué quieres saber?

–Sabes mejor que naides que el doctorcito me pagó muy bien pa'que la tuviera vigilada de cerca, y, por si no te acuerdas, mocoso de porquería, las monedas que te doy todos los días son pa'eso, no pa'que compres dulces en lo de don Panfilo.

–Nada hizo. ¿Qué quieres que haga, la pobre? Se la pasa al lado del padrecito, cuidándolo.

–¡Sí, cómo no, la pobre! – despotricó Loretana, y llamó a la puerta-. Dice Blasco que usted me necesita, señorita -masculló a modo de saludo, con el mismo tono sombrío de los últimos días.

–Sí -respondió Laura con soberbia-. Para lavar -indicó, al tiempo que colocaba un lío de ropa sucia en brazos de Loretana-. Tráeme la cena y prepárame el baño. Ah, Loretana, la próxima vez que desees usar mi loción de rosas, preferiría que me la pidieses y no que la tomases sin permiso.

Blasco, que aún aguardaba en el corredor, lanzó una carcajada. Loretana se retiró con el semblante de un perro apaleado. Dio algunos pasos y arrojó el atado de ropa al suelo.

–¡Engreída del demonio! – gruñó.


Luego de una cena frugal y un baño, Laura se recostó pensando que no pegaría un ojo, pero con la intención de liberar las sensaciones y sentimientos que le ocupaban la mente y que tomaban posesión de todas las partes de su cuerpo. Deseaba a Nahueltruz Guor como no había deseado a ningún hombre. Le atraía su condición de indio. Guor parecía tan orgulloso de su casta y de su tierra que hasta celos le causaba, y no le cabían dudas de que elegiría a los suyos antes que a una cristiana. Ese orgullo de ranquel la marginaba. Ella jamás había sentido igual por su gente; al contrario, hacia algunos albergaba resentimiento y desprecio.

Se preguntó qué significaría ella para Guor; tal vez la despreciaba por su condición de huinca, quizá sólo quería jugar, aprovecharse. Sus besos y caricias, sin embargo, le habían parecido sinceros. Y ese «Laura» susurrado con dulzura no podía ser fingido. Nahueltruz no simulaba, no le haría daño, no a ella, la hermana del padre Agustín. Por instinto más que por certeza, confiaba en ese ranquel, ese hombre tan alejado de todo cuanto le resultaba familiar y seguro. Confiaba simplemente porque su corazón así se lo dictaba.

Un relámpago iluminó la habitación, y, antes de que el trueno resonara ferozmente, Laura pensó: «Nahueltruz tenía razón, lloverá». Las primeras gotas repiquetearon contra las puertaventanas entornadas. «Debería cerrarlas», caviló, medio dormida. El cansancio de un día agotador lentamente borró el rastro de las excitaciones, los cuestionamientos y los deseos. La lluvia arreciaba en el patio de doña Sabrina, y Laura ya dormía profundamente.


Nahueltruz regresó al convento de San Francisco usando, como de costumbre, las calles y atajos menos concurridos. Su picazo avanzaba a paso quedo y tranquilo, acorde con su ánimo. Hacía tiempo que no experimentaba esa paz, quizás era la primera vez que la sentía.

Todo el camino hasta el convento y después también, Guor repasó cada momento de intimidad compartida con Laura Escalante. Junto a ella, se sentía vivo: cuando lo excitaba al rozarle la piel del pecho, cuando lo volvía loco de celos, cuando se le aferraba al cuello y le calmaba la desesperación con largueza. En sus treinta y dos años había conocido a muchas mujeres, incluso había amado a una; sin embargo, lo que Laura Escalante le provocaba no se comparaba con lo vivido hasta ese momento. Reacciones inopinadas lo tomaban por asalto cuando la tenía enfrente, le nublaban el raciocinio, le acallaban las voces sensatas que lo instaban a alejarse, porque Laura Escalante era una mujer blanca, pertenecía a los huincas. Ni de niño había actuado con tanto desatino e imprudencia.

Apareció el padre Donatti en el granero con un plato de guiso y una hogaza de pan blanco. Nahueltruz colocó una carona sobre un fardo de alfalfa y lo invitó a tomar asiento.

–Ya te dije que ésta es tu casa, que aquí puedes quedarte cuanto quieras -empezó el padre Marcos para seguir-: Pero no quiero una desgracia, Nahueltruz, ya te lo dije ayer. Racedo deambula como perro que olfatea la presa. ¿No habías decido marcharte hoy por la mañana?

Odiaba mentirle al padre Donatti, de los huincas, el que más respetaba y admiraba; pero no podía confesarle que habría deseado partir, que ya quería estar en medio del desierto rumbo a Leuvucó, cerca de su pueblo, de su tierra, y que, no obstante esa pretensión, un poder irresistible lo había encadenado a Río Cuarto, como si de una voluntad ajena se tratase.

–Me quedé por el padre Agustín -se limitó a mascullar.

–Entiendo -aseguró el franciscano-. Aunque no deberías preocuparte por él, ya ves que la mejoría es palpable. Ha ocurrido el milagro por el que todos hemos orado con devoción. El doctor Javier no quiere apresurarse en dictaminar que está fuera de peligro, porque el carbunco es traicionero, pero sé que es tan optimista como yo.

Nahueltruz comía su guiso lentamente, sin visos de incomodidad por el silencio que había caído sobre ellos. El padre Donatti también parecía a gusto; había dejado el fardo de alfalfa para asomarse a contemplar los primeros refucilos que clareaban el cielo. Regresó junto a Nahueltruz y lo contempló con detenimiento. Le gustaba aquel muchacho; en él se amalgamaban la sagacidad y el arrojo del padre, y la sensatez e inteligencia de la madre. Nahueltruz Guor era un hombre valioso, y pocos conocía con cualidades y virtudes tan ricas. Quizá la guerra entre ranqueles y cristianos terminaría el día en que él se hiciera cargo de la conducción de las tribus.

–¿Por qué te busca con tanto ahínco el coronel Racedo? – se interesó el padre Donatti.

–Viejas deudas no saldadas -respondió Guor por lo bajo, y siguió comiendo.

–¿Te refieres al ataque al Fuerte Arévalo? – Nahueltruz Guor se limitó a asentir-. ¿Cuántos años hace de eso?

–Cinco.

–¿Allí conociste a Racedo? – Nahueltruz volvió a asentir-. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Por qué atacaron el fuerte?

–Para liberar a unas mujeres que el coronel Francisco Sosa (Pancho el Ñato lo llamaban) había cautivado. – Nahueltruz apartó el plato vacío y se acomodó en el fardo-. Entre esas mujeres estaba la hermana de mi esposa, Quintuí. Ella me imploró de rodillas que la rescatara, me dijo que ya había perdido a un hijo, que no quería perder también a su hermana más querida. Junto a Pichuín y a la parte más brava de los lanceros organizamos un ataque. Las mujeres estaban en muy malas condiciones, los soldados habían cometido con ellas toda clase de vejámenes, se las habían pasado de mano en mano. Las tenían medio desnudas y muertas de hambre; mi cuñada no había soportado el martirio y se había quitado la vida cortándose las venas. Liberamos a las que quedaban, y fue una masacre de huincas y ranqueles esa madrugada del ataque. Sorprendimos a los soldados en los catres, mientras jugaban con nuestras chinas, y a la guardia dormida en el mangrullo. El segundo del coronel Sosa era Racedo, mayor por aquel entonces. Cuando lo sorprendí en su habitación con Ayical, sobrina de Pichuín, le salté encima y lo herí con mi puñal, aquí -dijo, y se señaló la mejilla izquierda-. Él también sacó su facón, porque era lo único que tenía a mano. Es más bien torpe con el cuchillo, y no consiguió hacerme ni un rasguño. Pero el Ñato Sosa me atacó por detrás a traición y me hirió en la espalda. Salvé el pellejo de milagro.

Nahueltruz volvió a encerrarse en su habitual hermetismo y parquedad, mientras el padre Donatti lo observaba con ojos desmadrados. Guor mantenía la vista fija en el suelo, por vergüenza.

–Así ha sido entre cristianos y ranqueles, padre -justificó Nahueltruz-. Nos ha regido el «ojo por ojo, diente por diente». Ustedes han hecho la vista gorda a los mandatos de Cristo y nosotros no nos hemos detenido a pensar en lo costoso que pueden ser el orgullo y la insensatez. Los huincas son más poderosos, y tarde o temprano nos doblegarán. A menos que lleguemos a un acuerdo serio y bien planeado -agregó un instante después-, no como las fantochadas que se han hecho hasta ahora. Ya vio usted, padre, lo que pasó en el 70, luego del acuerdo de paz entre Calfucurá y el coronel Francisco de Elias. – Donatti aseguró que estaba al tanto-. A pesar del acuerdo, de Elias no dejó que pasaran ni tres meses y atacó a traición a Manuel Grande y a Chipitruz y pasó por las armas a niños y a mujeres, sin que se le moviera un pelo.

–Semejante masacre sólo podía engendrar otra masacre -meditó el padre Donatti.

–Calfucurá -prosiguió Guor-, para vengarse, arrasó con los pueblos de Alvear, 25 de mayo y 9 de julio. Se dice que nunca un malón cometió tantos desmanes y salvajadas como aquella vez. Por supuesto que de Elias no se iba a dejar tocar así nomás y, tres días más tarde, salió como ciego buscando revancha.

–La batalla de San Carlos -recordó el franciscano-, el año pasado para esta época, ¿verdad?

–El 8 de marzo del año pasado, para ser más exacto.

–Según se dijo -prosiguió Donatti-, no existe precedente de un choque más sangriento entre las fuerzas militares y los pampas. Las noticias nos alcanzaron días después, cuando de Elias mismo se presentó en el Fuerte Sarmiento. Aseguró haber acabado con Calfucurá, pero luego supimos que seguía vivo.

–Para gran disgusto de mi padre, mi tío Epumer participó con quinientos lanceros en la retaguardia y él asegura que Calfucurá no murió en la batalla de San Carlos como se dijo. De todos modos, su poderío no es el mismo. Nadie lo considera el toqui de antes. Dicen que se refugia cerca de Salinas Grandes y que su salud se quebrantó luego de la batalla.

–Si muere, ¿quién lo sucederá?

–Su hermano Namuncurá, supongo. – Luego de una pausa, Guor retomó-: Mi gente es ignorante, padre, ésa es su mayor debilidad, y el huinca lo sabe y se aprovecha. En realidad, padre, ha habido felones y pillos en ambos bandos.

–¿Le has dicho a tu padre cuál es tu idea de «un acuerdo serio y bien planeado»?

–Mi padre es un gran cacique, el mejor que ha conocido el Imperio Ranquel. Le enseñó a su gente a cultivar la tierra, a criar el ganado apropiadamente, unificó las tribus y las organizó militar y políticamente; nadie parlamenta como él ni tiene su capacidad para negociar. Yo lo admiro, padre, y le tengo mucho cariño. Sin embargo, entre el cacique Mariano Rosas y yo existen grandes diferencias. Él ve en las mejoras que yo propongo «la mano del huinca», según su decir. Si dejásemos de vivir en los toldos y construyésemos casas con ladrillos cocidos, él lo consideraría una felonía a las tradiciones de sus ancestros. Si nuestros niños se educaran y aprendiesen a leer y escribir en castellano, él sentiría que se están cortando las raíces que nos atan a nuestra tierra y a nuestras costumbres. No se puede rehuir el progreso que viene con el avance del huinca, es una realidad implacable. Y yo creo que nos adaptamos o perecemos. Decirle esto a mi padre es como darle un puñetazo en pleno rostro. Aunque intuyo que él también lo sabe. A pesar de todo, el cacique Mariano Rosas ha decidido resistir.

–Yo sé que tu padre quiere la paz -terció el franciscano.

–Es cierto -admitió Nahueltruz-, pero no está dispuesto a pagar cualquier precio por ella.

El padre Donatti había conocido a Mariano Rosas tres años atrás, cuando acompañó al coronel Lucio Victorio Mansilla en su excursión al País de los Ranqueles, en el Mamuel-Mapú, que en lengua araucana significa País del Monte o de los Arboles. Evocaba con placer aquellos días transcurridos entre los ranqueles, o gentes de los carrizales, que los atendieron a cuerpo de rey. Se había llevado una buena impresión del cacique general, y sus modos, incluso ciertas facciones de su rostro, lo habían desconcertado. Se manejaba con educación y cortesía, y hablaba el castellano fluidamente; conocía al dedillo la historia del país y la situación política vigente; recibía periódicos de la capital, que leía con extrema atención y de los que recortaba artículos de su interés que luego guardaba en una caja con otros papeles y recuerdos importantes, como una carta de Juan Manuel de Rosas, que recitaba de memoria, o un reloj de platino, regalo de su primera mujer. Mantenía el toldo, aunque de aspecto precario y poco acogedor, siempre limpio y prolijo; y sus mujeres y cautivas lo querían y respetaban. Sólo en contadas ocasiones Mariano Rosas perdía el genio pacífico, en general cuando se embriagaba con pulcú u otra bebida de alta graduación alcohólica y de escasa calidad; pero eso lo hacía para acallar viejas penas no olvidadas. En esas ocasiones, Mariano Rosas sólo entraba en razón cuando su primogénito y dilecto lo instaba a tranquilizarse. Nahueltruz Guor ejercía gran influencia sobre su padre, que lo adoraba por sobre el resto de su progenie. Si Mariano decía: «¿Dónde está mi hijo?», a nadie se le ocurría preguntar: «¿Cuál de ellos, general?», porque era sabido que se refería a Nahueltruz.

La amistad entre el cacique Mariano Rosas y el padre Donatti se había afianzado con el tiempo a través de una fluida comunicación epistolar, donde reiteradamente el cacique invitaba al padre Marcos a visitarlo, «para perdonar a muchos pecadores, matrimoniar a varios amancebados y bautizar a tantos inocentes». Donatti no había regresado a Tierra Adentro; sí lo había hecho, en cambio, el padre Agustín Escalante.

–¿Vas a volver a Tierra Adentro? – insistió el padre Marcos.

–No por ahora.

Donatti dejó el establo y cruzó el huerto y el patio del convento a la carrera. Había empezado a llover. Nahueltruz acomodó el cabezal en un rincón para protegerse de las ráfagas de viento que hacían temblar la estructura del establo. Se desvistió y se acostó. El lecho le pareció duro e incómodo esa noche; no encontraba posición, se rebullía como si tuviera hormigas en el cuerpo. Por fin, dejó el cabezal, se vistió, se calzó las botas de potro y el cuchillo en el refajo, y montó su caballo. Momentos después, cabalgaba por las calles desiertas del pueblo indiferente a la lluvia torrencial, al viento embravecido y a los relámpagos.


Laura abrió los ojos y despertó serenamente de un sueño profundo y agradable. Junto a su cama distinguió la figura de un hombre repentinamente iluminada por el destello del relámpago. Era Nahueltruz Guor.

–Nahuel -dijo con voz clara, mientras se incorporaba.

–Mi madre me llamaba Nahuel -comentó el indio, y se puso de rodillas junto a la cabecera-. No tengas miedo. Quería verte dormir, necesitaba saber que estabas bien.

–Estás empapado -se preocupó Laura, y le pasó la mano por la frente y la mejilla.

Se echó encima la bata antes de abandonar la cama. Nahueltruz se puso de pie y la siguió con la vista mientras la muchacha encendía una vela y tomaba una pila de toallas del ropero.

–Ven -ordenó, y Guor se movió hacia ella con la mansedumbre y sumisión de un cordero-. Siéntate.

Lo ayudó a quitarse el poncho pesado de agua y la camiseta que se le adhería al torso; luego las botas de potro, el refajo y el chiripá, que estiró en los respaldos de las sillas para que se orearan. Lo envolvió en una toalla con aroma a alhucema. «Huele a ella», pensó Guor, y cerró los ojos y se entregó a las manos de Laura, que le secaron el pecho, los brazos y el rostro, con suavidad extrema, en silencio; había dejado de llover y sólo se percibía la respiración acompasada de ella y el roce de la toalla sobre la piel de él. Laura le soltó el pelo que llevaba atado en una coleta, se lo secó y le pasó los dedos para desenredarlo. Él también le acarició el cabello rodeándola con los brazos.

–No sabía que tu cabello fuera tan largo -dijo Guor, y la obligó a darse vuelta.

El cabello de Laura era tan largo que le cubría la espalda y le llegaba más abajo de la cintura. La vela lanzaba destellos flamígeros sobre los mechones dorados, confiriéndoles una tonalidad extraña, inverosímil. Laura se volvió para mirarlo y le rozó la mejilla con la punta de los dedos. Guor se puso de pie y se quitó la toalla de la espalda. Aunque le dio miedo, Laura dejó que la despojara de la bata y le acariciara los brazos desnudos. Lo miraba muy quieta y silenciosa. Guor se apartó de ella y cerró las puertaventanas.

–Laura -pronunció al regresar, y calló como impedido de seguir hablando.

La virginidad de Laura no era suficiente para contenerle los arrebatos de pasión que le provocaba la cercanía de Guor, y un temblor de placer le recorrió el cuerpo al escucharlo pronunciar su nombre con voz torturada. Amaba a ese hombre, lo sabía, lo amaba con el ímpetu que tanto había añorado amar. Amaba y era amada. Apoyó las manos sobre la cintura de Guor y, de puntas de pie, le besó los hombros, y el cuello, y el contorno de la mandíbula, y le buscó los labios, y él le respondió, se besaron, y fue un beso afiebrado, enardecido, Guor le aferraba la cara con las manos y le buscaba la profundidad de la boca, igual que un sediento bebe agua en un pozo del desierto. Se separaron, agitados, las expresiones alteradas. Nahueltruz le corrió las tirillas del camisón, que cayó al suelo, y se deshizo también de sus calzoncillos húmedos. Para Laura, ésa era la primera vez que se desnudaba frente a otra persona que no fuera María Pancha. La vergüenza y el pudor la acobardaron y se movió para recoger el camisón del suelo. Pero Guor la sujetó por el brazo y la obligó a incorporarse.

–Déjame que te vea -suplicó, y le retiró las manos.

Sus senos eran sorprendentemente grandes para su cuerpo más bien menudo, y lo llenaron de una apetencia difícil de gobernar. Laura Escalante le resultó perfecta, de una feminidad plena, exuberante, sin mezquindades. Sus manos contuvieron el peso de esos senos jóvenes y firmes y le acariciaron los pezones erectos. Ese contacto les provocó sensaciones intensas. Laura quedó apabullada. Nahueltruz, por su parte, experimentó la incontrolable necesidad de sentirse dentro de ella y, tomándola en brazos, la llevó a la cama. Se recostó a su lado y, sin tocarla, la besó delicadamente en los ojos, después en los pómulos y por fin sobre los labios, en un intento por devolverle la confianza y la seguridad. Laura respondía con timidez. Nahueltruz detuvo las caricias y se quedó mirándola, serio, abstraído.

–Me pregunto si eres consciente de tu propia belleza -dijo-, si sabes lo que causas en los hombres, esta ansiedad que quema por dentro.

La besó provocativamente hasta percibir que Laura olvidaba sus temores y vergüenzas, y su cuerpo se entregaba a la pasión de él. Entonces, la penetró. Laura apretó los ojos y se aferró a sus hombros cuando un desgarro la paralizó. Guor se mecía sobre ella con ansiedad, explorándola, besándola, atravesándola sin misericordia, buscando cada vez más adentro. El dolor intenso, sin embargo, iba diluyéndose y ella se dejaba amar sin reservas, plena, dichosa, completa. Estaba entre los brazos del hombre que amaba. Confiaba en él.

Todo era nuevo para Laura y, sin embargo, intuía que aquella sensación que subía y subía, terminaría en una explosión. Nahueltruz hundió las manos en la almohada, levantó el torso y soltó un quejido ronco. Los músculos le temblaron como si una convulsión los sacudiera, y una mueca de placer que le transformó el rostro la llevó a pensar que él era el ser más hermoso que había conocido.

Nahueltruz se apartó, y Laura buscó casi con desesperación el cobijo de sus brazos para sentir el amparo del hombre al que acababa de entregarse. Guor la recibió y la besó en la sien, aún agitado. Fueron calmándose. Amoldaron el cuerpo de uno en el del otro, entreveraron piernas y brazos, sintieron respiraciones acompasadas en la piel, caricias de cabello sobre el pecho, y así, poco a poco, alcanzaron un sosiego que los acalló.

Nahueltruz se repetía que la mujer que descansaba sobre su pecho no era como las que solía frecuentar; se reprochaba que quizá le había hecho un daño irreparable tomándola, le había arrebatado en una noche de delirio lo más preciado de una mujer. Pero, ¿qué podía hacer si tenía la voluntad quebrada? Desde el momento en que puso los ojos sobre ella, el buen juicio y la paz lo abandonaron, y resistirla y escaparle se habían convertido en un suplicio. Terminó por someterse y, como un muchacho embriagado de deseo, la buscó para aplacar el fuego que lo abrasaba.

–¿Estás enojado conmigo? – se preocupó Laura, atribulada a causa del mutismo de Guor.

–No, no estoy enojado.

–¿No estuvo bien? ¿Estás desilusionado de mí?

–Laura, estoy enamorado de ti.

«Locamente enamorado de ti», habría agregado, pero el ánimo reflexivo lo llevó a decir:

–Y no sé qué sería mejor. Quizás habría sido mejor desilusionarme.

–Que me ames, eso es lo mejor.

Guor se colocó sobre Laura y le acarició el rostro. Su piel era tan suave y delicada, tan clara y diáfana en comparación con la suya.

–Yo soy un indio, Laura.

–Si eso es un problema para ti, haz de cuenta que yo también soy una india.

–Demasiado blanca para ser una india -aclaró Guor, sombríamente.

–Una india blanca, entonces.


Laura despertó con los rezongos de doña Sabrina que, como de costumbre, sermoneaba a Loretana en la cocina. Nahueltruz no estaba a su lado en la cama ni en la habitación, y su ropa había desaparecido de los respaldos de las sillas. Al moverse, percibió una molestia en la entrepierna y, al levantar la sábana, descubrió la mancha de sangre. «Ya soy mujer», pensó, desbordada por lo que aquello significaba. «La mujer del cacique Nahueltruz Guor».

Como todos los días, Loretana llamó a la puerta y entró sin aguardar respuesta. Encontró a Laura afanada en la escudilla, limpiando una mancha de sangre de la sábana con el jabón de tocador. Laura la miró turbada, y Loretana adquirió un aire altanero para arrimársele.

–El período me tomó por asalto durante la noche -balbuceó.

–Deje -expresó Loretana, más bien imperativamente-. A mí no me hace nada limpiar una mancha de sangre.

–De ninguna manera. Te daré la sábana a lavar una vez que la mancha haya desaparecido.

–¡Como quiera!

Camino a lo del doctor Javier, el coronel Racedo le salió al paso. No iba solo: su ayudante y mano derecha, el teniente Carpio lo acompañaba. Se trataba de un muchacho de entre veinte y veinticinco años, con el rostro enjuto y cetrino, de contextura alta y desmañada. Evitaba mirar a las personas a los ojos y prácticamente no hablaba, saludaba con un movimiento de cabeza y se limitaba a asentir o a negar a las preguntas y comentarios.

–Por fin la encuentro -expresó Racedo, y se quitó el quepis.

–Buenos días, coronel -respondió Laura, y prosiguió su camino, con Blasco a la par.

–Anoche fui a buscarla a lo de doña Sabrina y no estaba; luego fui a lo del doctor Javier y me dijeron que ya se había marchado. ¡Qué desencuentro!

–Sí, desencuentro -balbuceó Blasco, y Laura le pellizcó el antebrazo.

–¿No tienes trabajo que hacer en el establo, tú? – se impacientó Racedo, y Blasco aminoró la marcha-. ¡No te quiero de vago, eh! Hace días que te veo dando vueltas por las calles sin nada que hacer. ¡Vamos! Vuelve al establo y ponte a trabajar.

–Está bien, anda nomás, Blasco -indicó Laura, y le echó un vistazo significativo.

El muchacho se alejó con la cabeza gacha y el paso cansino.

–¡Indio tenía que ser! – despotricó Racedo.

Se hizo un silencio. Laura caminaba como si a su lado no hubiese nadie; Racedo le seguía el tranco y, unos metros detrás, el teniente Carpio. Después de haber pasado la noche entre los brazos de un hombre como Guor, le resultaba intolerable la presencia de Racedo, insultantes sus avances y delirios; incontrolable la repulsión.

–¿Cómo sigue el padre Agustín? – simuló interesarse Racedo, a quien la hostilidad de Laura comenzaba a fastidiarlo.

–Mejor, gracias.

–¿Ha tenido noticias del doctor Riglos?

–Sí. Dios mediante, en una semana estará de regreso.

–Junto a su padre, supongo.

–Sí, junto a mi padre.

Racedo carraspeó y se arrimó, y Laura sintió un asco que no se molestó en ocultar: se apartó deliberadamente y puso el canasto que llevaba del lado del coronel.

–¿Pensó en mi propuesta?

–Anteanoche creo haber sido clara, coronel.

–Sin embargo -insistió el militar-, si meditara mi proposición, se daría cuenta de que es lo mejor para usted.

–¿Por qué? – quiso saber Laura, y se detuvo tan intempestivamente que hasta el teniente Carpio se sobresaltó.

–Bueno -vaciló Racedo-, usted misma me ha dicho que su viaje a Río Cuarto, en fin, no ha sido bien interpretado por su prometido… ni por sus parientes ni amigos. Supongo que el señor Lahitte no querrá mantener el compromiso y, en fin, yo pensé que…

–Sí, sí -se impacientó Laura-, sé muy bien lo que pensó, coronel Racedo, y ya le dije que le agradezco sus buenas intenciones, pero insisto: antes de tomar cualquier decisión definitiva, tengo que aclarar las cosas en Buenos Aires, con el señor Lahitte, por supuesto.

Laura emprendió nuevamente la marcha y Racedo se apresuró a seguirla. El resto del trayecto se hizo prácticamente en silencio, el militar farfullaba preguntas inocuas y Laura las contestaba con monosílabos.

En la casa del doctor Javier la aguardaban buenas noticias: Agustín había pasado gran parte de la noche sin fiebre; a eso de las tres de la mañana la calentura había comenzado a remitir, Agustín se había serenado y dormido plácidamente hasta las siete, cuando un ahogo lo despertó; con todo, el esputo había salido limpio, sin una gota de sangre. Laura lo encontró desayunando leche con miel y un trozo de pan con manteca y dulce de ciruelas que María Pancha le daba en trocitos. María Pancha también lucía bien esa mañana, las líneas del rostro se le habían suavizado y los ojos negros le brillaban de alegría. No obstante, el esfuerzo sobrehumano de esos días le había impreso una huella indeleble y parecía haber envejecido diez años. Hasta Agustín le insistió con que se marchara al hotel a descansar, y Laura tomó el tazón de leche y el trozo de pan y siguió alimentando a su hermano.