CAPÍTULO XII.


Ojos grandes

Partimos en la madrugada del primer lunes de febrero en la volanta. Dos carretas con nuestro equipaje, algunos sirvientes y María Pancha habían dejado Buenos Aires horas antes. El general no había accedido a que María Pancha viajara con nosotros en el coche, como tampoco al deseo de que oyéramos la misa del buen viaje antes de partir. «¡Esas son puras supersticiones de gentes ignorantes, Blanca!», expresó con impaciencia el general, y cerró la discusión sin posibilidad a reclamos.


En el trayecto hacia la estancia del gobernador Rosas, Escalante me sorprendió con la noticia de que mi tío Lorenzo Pardo le había contestado la carta. «Y ten por seguro, – me leyó el general-, que estaré en Córdoba dentro de algunas semanas para conocer a mi sobrina y para estrecharte en un abrazo». Aunque no quería mostrarle “sensiblería barata” (término con el que Escalante solía describir las emociones manifiestas) no logré controlarme, y lágrimas de felicidad me recorrieron las mejillas. También lloraba de tristeza porque me había puesto a pensar en mi madre.

«Tu tío es un hombre muy rico ahora, Blanca», me contó Escalante, mientras me tomaba entre sus brazos y me besaba la coronilla, dulce y comprensivamente, tanto que me desconcertó. «Es un comerciante próspero de Lima». En el viaje hasta “El Pino”, Escalante hizo despliegue de un carácter suave y benevolente que no había mostrado en los primeros meses de matrimonio. Me leyó a Francesco Petrarca, su poeta favorito, y saltaba del Canzoniere a los Trionfi con una avidez de niño frente a un dulce que me hizo apreciarlo con otros ojos. «Petrarca escribió estos poemas en honor de Laura de Noves, su amada y musa. Laura era el paradigma de la belleza en la época del Renacimiento: ojos negros, piel blanca, cabello rubio». Se quedó meditativo. «Tendremos una hija, – habló un momento después-, y se llamará Laura. Me darás una hija, Blanca, una niña con tu belleza y delicadeza; ella y tú serán mis tesoros más preciados.»

En la estancia “El Pino” nos recibió el capataz, don Isasmendiz, que tenía orden del gobernador Rosas de atender a su “amigo” (ése era el apelativo para Escalante en la esquela) a cuerpo de rey. El general Escalante se encontraba más allá de la lucha entre unitarios y federales. Él, que había combatido a los godos y que compartía la gloria por la liberación de América del Sur, aseguraba que no se rebajaría a tomar parte en una escaramuza de incivilizados. A Rosas, sin embargo, corazón y alma de esa “escaramuza de incivilizados”, el general le tenía aprecio, quizá porque Rosas lo veneraba por ser amigo íntimo del general San Martín.

La mujer del capataz Isasmendiz, Rosa del Carmen, me informó que las carretas habían llegado esa mañana y que María Pancha había acomodado lo necesario en mi habitación. «Tendrá que perdonar la señora, – dijo, sin mirarme a la cara-, pero aquí hay solamente una pieza con cama matrimonial: la del patroncito, y a ésa no la usa naides sino él. Usté y el general Escalante tendrán que dormir en piezas separadas», indicó, mientras caminábamos hacia los interiores de la casa.

Fueron tres días magníficos en el campo de Rosas. María Pancha y yo, con Rosa del Carmen como cicerone, nos aventuramos por los alrededores y, aunque sabía que a Escalante no le habría gustado, permití que Rosa del Carmen nos mostrase el lugar donde los peones marcaban el ganado, esquilaban ovejas y domaban caballos. La actividad era frenética y se notaba que aquél era un establecimiento próspero. Escalante pasaba la mayor parte del día montado a caballo junto a Isasmendiz; resultaba obvio que la visita se debía exclusivamente a un acuerdo de compra o venta de ganado, pero como el general no me hacía partícipe de sus planes, yo no me atrevía a preguntar. Pocas cosas lo fastidiaban tanto como que se averiguase acerca de sus asuntos.

La segunda noche en el campo de Rosas, un incidente me dejó desasosegada y sólo pude volver a conciliar el sueño cuando el sol despuntó. A la madrugada, me despertaron los golpes del reloj de la sala; abrí los ojos sin sobresalto, pero enseguida me atemoricé al percibir que había alguien en la recámara. «¿Es usted, José Vicente?», pregunté, y me incorporé en la cama. La escena resultaba escalofriante, porque la persona que merodeaba se movía tan sigilosamente que no la escuchaba sino que la percibía a través del juego de luces y sombras cuando se deslizaba a la luz de la luna; en realidad, parecía que flotaba. A la mañana siguiente, al comentar el episodio con Rosa del Carmen, me dijo con imperturbable seriedad que sin lugar a dudas se había tratado de alguna alma en pena, que existían muchas en esa casona vieja llena de recuerdos.

Finiquitados los asuntos que interesaban a Escalante, debíamos proseguir la marcha hacia Córdoba. La visita a la estancia “El Pino” había sido un éxito para mi esposo, pues continuaba de buen talante. Al despedirnos, don Isasmendiz y Rosa del Carmen nos regalaron una canasta colmada de conservas, dulce de leche, quesos y una pata de chancho que el propio Isasmendiz sabía curar con humo y especias. «Para que no les falte con qué engañar el estómago», expresó el buen hombre, mientras le entregaba la canasta a mi esposo. «La próxima posta, Cabeza de Tigre, está a varias leguas, y van a llegar muy tarde esta noche», informó.

Partimos. El último tramo del periplo (que Escalante aseguraba completar en cuatro jornadas) se presentaba eterno y fastidioso. El calor era lo peor. Yo trataba de cerrar los ojos y dormir, de olvidarme de que me hallaba en un compartimiento pequeño e incómodo, que me alejaba de mi ciudad y de mis afectos para empezar una nueva vida en otro lugar, con gente extraña y al lado de un esposo al que, más que amar, temía.

De tanto intentarlo, debo de haberme quedado dormida. Me despertó la orden del mayoral que detenía los caballos. Escalante se apresuró a descorrer el visillo y preguntó de mal modo qué diantres ocurría. Aparecieron los rostros del mayoral y del postillón. «El campo está en movimiento, patrón», dijo el primero, y el segundo agregó: «Hemos avistao una tropilla de gamos y una bandada de avestruces juyendo en dirección al sur; los pájaros también andan exaltaos, general.» Escalante, que había estado leyendo, se quitó los lentes con un ademán de fastidio y cerró el libro con furia. Paseó la mirada encendida por los semblantes de sus sirvientes, que aguardaban indicaciones. «Enganchen la remuda al coche y aten los caballos cansados a la sopanda; en caso de ser necesario, cortan la reata para que no sea un lastre. Alisten sus trabucos», añadió, y cerró la ventanilla sin aguardar a que sus hombres se retiraran. Cumplido el mandato, reemprendimos la marcha.

El buen humor de mi esposo se había esfumado. Yo permanecía, aunque quieta y silente, embargada de angustia, porque no era difícil barruntar que algo grave estaba ocurriendo. Luego de controlar que las pistolas estuvieran cargadas y prontas, Escalante se mantuvo alerta al paisaje. Tenía el gesto grave, y por primera vez lo noté inseguro y temeroso. Nuestras miradas se cruzaron, y Escalante se apiadó de mí. «No estés tan intranquila, Blanca; quizá se trate de un grupo de hombres arreando caballos o de una cuadrilla de soldados», y me apretó la mano más bien torpemente. La suya estaba fría y sudada.«¿Y qué si no es un grupo de hombres arreando o una cuadrilla de soldados?», quise preguntar, pero no me animé.

Escalante divisó una columna de polvo que se levantaba desde el nordeste y, a los gritos, le ordenó al postillón que se subiera al toldo y distinguiera de qué se trataba. «¡Indios!», informó el hombre para agregar un momento después: «¡Son pocos, general, y vienen arreando caballos!». Escalante sacó medio cuerpo por la ventanilla para dar órdenes a sus hombres. Yo me acurruqué en el rincón opuesto y saqué mi rosario, que comencé a desgranar como autómata sin prestar atención al diálogo frenético que se había entablado entre el general y sus sirvientes. Los indios se aproximaban a una velocidad impensable. Nunca olvidaré los alaridos que lanzaban, que, en el desquicio, se mezclaban con el traqueteo del coche, los comentarios vociferados del mayoral y del postillón, las indicaciones de Escalante y mis Padrenuestros y Avemarias rezados en voz cada vez más alta.

Escalante me tomó por el hombro y, sin decir palabra, me arrojó al piso de la volanta, a sus pies. Inmediatamente comenzaron los disparos, los de los trabucos y los de los revólveres. Yo había dejado de rezar y lloraba histéricamente. Lo que más me desasosegaba era el gesto de mi esposo, que, siempre seguro y altanero, ahora lucía medroso e impotente.

Los indios nos rodearon, y el mayoral detuvo la volanta tan abruptamente que Escalante terminó sobre mí. Enseguida se irguió para cargar las armas y reabrir el fuego. Yo cerraba los ojos y me apretaba los oídos; no quería ver, no quería escuchar, sólo quería despertar de esa pesadilla. En un momento debió resultarle evidente al general que estábamos perdidos, porque detuvo los disparos, me contempló desde arriba y me apuntó con el arma, dispuesto a matarme antes que saberme cautiva de los indios. Yo lo miré sin entender. Escalante descerrajó un tiro y un golpe seco me dejó a oscuras.

Me despertaron las náuseas. Me incorporé y vomité bilis, un sabor amargo que me quemó la garganta. Alguien me extendió un trapo húmedo y un jarro con agua. Me limpié y enjuagué la boca, y levanté la vista para observar en torno. Me hallaba en una carreta protegida con hule, que reconocí como la de Escalante; allí estaban mis baúles y los del general. «¿María Pancha?», llamé con voz cavernosa, y el esfuerzo me arrancó lágrimas. Me tendí nuevamente; me había mareado y las bascas amenazaban con regresar.

Un hombre me colocó un trapo frío sobre la frente y sonrió al presentarse: «Mi nombre es Miguelito, señora, pa'lo que guste mandar». Mi desconcierto debe de haber resultado palmario, pues el hombre agregó que no me preocupara, que él me cuidaría. «¡Por fin despierta!», exclamó a continuación. «Estuvo inconsciente cuatro días». Me llevé la mano a la frente y palpé una costra. Me dolía la cabeza, me latían las sienes y me di cuenta de que tenía fiebre. «La bala le rozó la frente, señora, – acotó Miguelito-. Si no fuera por Mariano, usted estaría muerta. El general Escalante casi la mata». Los comentarios de aquel hombre y mis recuerdos me aturullaban. «¿Dónde estoy? ¿Quién es usted? ¿Dónde está María Pancha?», sollocé, y el hombre me pidió que no me agitara. «Estamos a unos días de Leuvucó, en la selva del Mamuel-Mapú», informó solícitamente, como si aquella perorata fuera esclarecedora. Me ayudó a incorporarme y me dio de beber agua con azúcar. «Mariano regresará dentro de poco. Él fue primero a Leuvucó para saludar a su familia; luego vendrá por nosotros».

Las últimas instancias del ataque a la volanta aparecieron frente a mí: recordé los alaridos de los indios, el gesto de Escalante, el sonido de las balas, el relincho de los caballos, los gritos del mayoral y del postillón, y reviví la espantosa sensación que me había aterido de miedo. Deseé estar muerta.

Al día siguiente me sentí mejor; la fiebre había remitido y la garganta no me lastimaba al hablar. Con todo, me encontraba débil y mareada. Miguelito, mi guardián y enfermero, se mantuvo junto a mí en la actitud de un servil lacayo. Me alimentó, me dio de beber, me acomodó sobre el jergón y se mostró solícito en responder a mis preguntas. Por él supe que, antes de atacar la volanta, habían secuestrado las dos carretas y cautivado a los sirvientes, pero que no habían hallado a mi esclava negra. Supuse, entonces, que María Pancha había conseguido escapar y esconderse antes de que los indios se abalanzaran sobre ellos. Me desconsoló la idea de que María Pancha no sobreviviese a aquel desierto verde, sin agua ni alimentos, sin un caballo ni un baquiano que la guiase fuera del laberinto. Miguelito agregó compungido que el postillón y el mayoral habían muerto, y que el tal Mariano se había enfrentado al general Escalante. «¿Cómo es que conoces el nombre de mi esposo?», quise saber, y Miguelito me confió que él y el grupo de indios que nos habían asaltado eran peones de la estancia “El Pino”. «Mariano la vio a usted la mañana en que Rosa del Carmen la llevó dónde esquilábamos ovejas. “Esa huinca va a ser mía”, nos dijo Marianito, refiriéndose a usted, señora, y todos pensamos que bromeaba.»

Mi esposo asesinado, mi amiga del alma vagabundeando por esas tierras olvidadas de Dios y yo en manos de un salvaje que me había arrebatado del mundo real para satisfacer un instinto animal. Comencé a llorar, y Miguelito dejó la carreta cabizbajo.

Mi estado de ánimo y mi debilidad física me hacían perder la conciencia y a menudo caía en una duermevela plagada de pesadillas que no terminaban cuando abría los ojos. Una tarde percibí una agitación inusual en torno a la carreta en la que se distinguía la voz de Miguelito y la de otras gentes que hablaban en una lengua desconocida, de pronunciación gutural; también se escuchaban relinchos de caballos y el crepitar de una fogata. Me asomé por un resquicio del hule; aunque atardeció y comenzaba a oscurecer, reconocí a Miguelito, el único blanco, rodeado por un grupo numeroso de indios. Me llamó la atención el que ponía la mano sobre el hombro de Miguelito y le hablaba con circunspección. Miguelito le sonreía y a su vez lo palmeaba en la espalda. Lo llamó Mariano. Se trataba de un hombre tan alto como Escalante, pero corpulento y macizo. Vestía pantalones, y el torso lo llevaba desnudo; los músculos de los brazos y los pectorales me brindaron una clara pauta de su fuerza física. El pelo, lacio, largo y negro, lo usaba suelto sobre los hombros, con un tiento de cuero ajustado en la frente. A esa distancia, me resultó imposible distinguirle las facciones. Minutos más tarde, los indios montaron sus caballos y se alejaron al galope. Después de apagar la fogata, Miguelito trepó al pescante de la carreta y la puso en marcha. Era noche cerrada cuando alcanzamos destino. Miguelito me ayudó a bajar de la carreta y me condujo a una tienda.

«Mi nombre es Mariano Rosas», me dijo en castellano el indio alto y corpulento, luego de que Miguelito me dejó a solas con él en la tienda. Me explicó con parsimonia que me hallaba en Leuvucó, la capital del Mamuel-Mapú, el País de los Ranculches, donde su padre, el gran cacique general Painé Guor, era la autoridad indiscutida. Yo lo contemplaba en silencio, perdida toda capacidad de reacción. El miedo me atenazaba, y el desparpajo del indio destruía mi resolución de mostrarme segura e infranqueable. Estiró la mano y me acarició la frente donde me había herido Escalante. Impulsada por la aversión, salté hacia atrás y le grité que no se atreviera a ponerme un dedo encima. En un instante que no viví, me aferró ambas muñecas con una mano y me aseguró cerca del rostro: «Odiarás tu cuerpo, maldecirás haber nacido hembra porque todo eso es lo que más deseo, y me saciaré tantas veces como quiera. ¡También tu corazón me pertenecerá!». Me arrancó la bata de cotilla, cortó con un cuchillo las cintas del corsé, me arrojó al piso sobre unas pieles y me poseyó. Su fuerza, cien veces superior a la mía, me dejó laxa e inerme bajo su cuerpo. Lo escuché gemir y gozar, y alejé el rostro, asqueada. Por fin, Mariano Rosas se apartó de mí y abandonó la tienda sin mirar el despojo que había quedado en el suelo.

Grité hasta sentir la garganta desgañotada y sabor de sangre en la boca. Grité de asco, de rabia, de desesperanza. Me daba repulsión mi propio cuerpo porque había enloquecido a ese salvaje, porque le había pertenecido en ese acto bajo y abyecto. Quería lavarme, sumergirme en el agua y refregar mi piel hasta volverla color carmesí. Pero no me animaba a moverme, menos aún a trasponer el umbral de la tienda y pedir ayuda. ¿A quién acudiría en el País de los Ranqueles? Permanecí entre las pieles hecha un ovillo y lloré hasta quedarme dormida.

Al día siguiente amanecí con los ojos empastados de lagañas y un dolor en la garganta que me dificultaba tragar. Aún me encontraba ovillada sobre las pieles, y fue una ordalía estirar los miembros y ponerme de pie. Luego de restregarme los ojos, advertí que había una india a mi lado; me contemplaba con cara de pocos amigos, al tiempo que me ofrecía un plato con un guiso humeante. Lo aparté de un sacudón y terminó en el piso. Le ordené que se fuera, y la muchacha salió de la tienda vociferando en esa lengua inextricable.

Había un vaso con agua, que bebí con deleite y que calmó el ardor de mi garganta. Como pude, até las tirillas del corsé y cerré la bata de cotilla para asomarme a la enramada, una especie de galería delante del toldo con techumbre plana hecha de maderos y cubierta con chalas de maíz para dar sombra en esa tierra carente de grandes árboles. Había tiendas diseminadas y algunos ranchos. Se destacaba un grupo de toldos, dispuestos en semicírculo, que deduje serían los aduares del tal Painé; el de mayor tamaño lucía, en el ingreso, cinco lanzas con penachos de plumas coloradas y moharras de plata sobre las que reverberaba el sol.

El paisaje era yermo, estéril y ondulado a causa de las cadenas de dunas que se perdían en el horizonte. Caldenes, chañares y espinillos constituían la vegetación, junto a arbustos menores y gramilla. La actividad frenética de esas gentes menguaba la tristeza del entorno: avisté varios hombres en un potrero atiborrado de caballos de excelente estampa; algunos los vareaban, otros los cepillaban; las mujeres limpiaban las enramadas con escobas de biznagas y aplastaban la tierra salpicando agua y zapateando; unos indiecitos arrastraban bolsas con deshechos y los arrojaban a una hoguera, mientras otros acarreaban baldes de madera con agua al interior de los toldos. En medio de aquel fervor doméstico se notaba que nadie padecía lo que yo, y eso me hacía sentir aun más sola.

Un perro, que descansaba a mi costado de la enramada, me había estado observando con ojos lánguidos y bonachones. Se levantó y estiró las patas antes de entrar en el toldo. A pesar de su alzada y tamaño (más parecía ternero que perro) no me causó pánico, trasijado y débil como estaba; tenía la piel opaca y el lomo llagado, donde las moscas hacían un festín. Lo seguí intrigada. El pobre animal olía la comida desparramada en el interior del toldo, gañía y me lanzaba vistazos suplicantes. Recogí el guiso con la cuchara y lo devolví al plato, que coloqué bajo el hocico reseco del perro. Tenía tanta hambre que lo devoró en tres lengüetazos. «Veo que a ti tampoco te tratan bien», dije, y le acaricié la cabeza. El perro me lamió la mano antes de echarse a dormir en un rincón de la tienda.

Como no deseaba llamar la atención, permanecí en el toldo; aquello que por fuera resultaba precario e inestable, contaba en su interior con una sólida estructura de madera y cueros bien curtidos, cosidos con lo que parecía la tripa reseca de algún animal; eso me dio la pauta de que estas gentes no eran nómadas: la tienda tenía todo el aspecto de haber sido construida para permanecer en el mismo sitio al menos por un buen tiempo. Se trataba de un espacio pequeño, sólo contaba con dos compartimientos bien diferenciados y aislado uno de otro, con piso de tierra pisoteada tan dura y plana como el mazarí de un solado. En el primer compartimiento había pasado la noche sobre las pieles; en el segundo, que hacía de recámara, descubrí un catre increíblemente cómodo. Me recosté, exhausta mental y físicamente, y mientras imaginaba la mejor manera de escapar, me quedé dormida.

Me despertó horas más tarde el bisbiseo de varias mujeres que me circundaban; entre ellas reconocí a la que me había ofrecido el guiso. Me tocaba un mechón de pelo, que para aquel entonces llevaba suelto, enredado y sucio. Una mujer mayor me acarició la mejilla con una mano sarmentosa y reseca, otra tanteó el tafetán de mi falda, y así todas se animaron a manosear alguna parte de mí. Me incorporé ciega de furia y las eché con cajas destempladas. Ellas se abalanzaron sobre mí y a la rastra me sacaron fuera. En la pelea, tragué polvo, se me rompió aun más el vestido, perdí un chapín y me ligué un mamporro que me hizo sangrar la nariz. No tenía voz para gritar, y me limitaba a sacudir piernas y brazos, a repartir trompazos y puntapiés a mansalva. Hasta que apareció Miguelito, y me quitó el enjambre de encima.

A mi paso hacia el toldo asistida por mi ángel guardián, las mujeres me gritaban e intentaban golpearme, pero Miguelito levantaba el brazo en son de amenaza y las espantaba como a palomas. Niños y niñas marchaban a nuestro lado y me observaban como si yo fuera una criatura de otro mundo. Los más ancianos también me miraban y comentaban con flema, cada uno con una pipa larga y blanca que les colgaba de los labios. «Las chinas no querían hacerle daño, señora», terció Miguelito, mientras me ayudaba a regresar al catre. «Querían llevarla a la laguna para lavarla y ponerla bonita para Mariano, que está al llegar». Que no me tocaran, que se mantuvieran lejos, que las odiaba, que me daban asco, que no soportaba su olor, que Mariano se podía ir al demonio. Cansada, débil y triste, me largué a llorar como una magdalena, mientras Miguelito, en silencio y con gesto serio, me limpiaba la sangre de la nariz y el polvo del rostro.

Más tarde pensé: «No me vendría nada mal un baño». Apestaba, ¿cuántos días habían transcurrido desde el último baño decente? Debía de tener la traza de una orate. El perro, que durante la pelea había perdido la pachorra para ladrar y propinar tarascones a las indias, ahora yacía a los pies del catre, y cada tanto gimoteaba como solidarizándose con las amarguras de su nueva ama. «Veo que se ha ganado un amigo muy prontito», dijo una voz de mujer en castellano. «Ven, Gutiérrez, que te traje unos huesos», y el perro se levantó y, meneando la cola, fue donde la joven morena y bonita.

Me dijo que se llamaba Lucero y que era la hija del gran cacique Yanquetruz y de Dorotea Bazán, una cristiana oriunda de Comodoro Várela, San Luis, que había sido cautivada a la edad de trece años. «Yo sé que no estás loca como dicen, pero sí muy lastimada. No tienes que temer, yo estoy contigo ahora». Me llevó en su jaca hasta la laguna de Leuvucó, a unas doscientas varas del asentamiento, donde me desnudó con extrema delicadeza, me bañó y lavó el pelo, que luego desenredó y dejó suelto. El agua era dulce y transparente, y fue un placer sentirme fresca y limpia de nuevo. «Ponte esto. Es mi mejor pilquen», y sacó del morral un pedazo de paño fino de color bermellón, que me enroscó en torno al cuerpo y ató detrás de mi cuello.

Sobrevino el crepúsculo, y un aire fresco, que olía a campo, me secaba el cabello. Permanecíamos calladas. Lucero juntaba barro de la marisma, un barro compacto, de color plomizo, con el que formaba panes que luego guardaba en un talego. «Será para moldear vasijas y otros chirimbolos», pensé, incapaz de romper el silencio. Se escuchaba el agua de la laguna que corría entre los carrizos y las espadañas, el trinar de los pájaros y el chirrido de grillos y otros insectos nocturnos. Y el ruido de mis tripas, que causó risa a Lucero. «Anda, vamos, mi madre ya debe de haber preparado algo para comer», y me tomó de la mano y me ayudó a ponerme de pie.

«¿Qué va a ser de mí, Lucero?», quise saber con la voz quebrada y lágrimas suspendidas en los ojos. En medio de aquel lugar silente y yermo me había puesto a recordar lo linda que era mi ciudad, cuánto quería a mi gente, a mi negra María Pancha, a tía Carolita y sobre todo a Escalante, a quien repentinamente añoraba con desesperación. Me dije: «No volveré a verlo jamás». Caí de rodillas y por primera vez lloré a mi esposo muerto. Demasiado débil para llorar, me recosté sobre el regazo de Lucero, que me mesó el cabello y me susurró palabras de consuelo hasta que recobré la calma. «Algún día amarás a mi tierra y a mi gente», vaticinó la muchacha.

La madre de Lucero, Dorotea Bazán, era una mujer más joven de lo que aparentaba; aquellos parajes tórridos en verano y gélidos en invierno, le habían cuarteado la piel, que ya no era blanca, y la vida dura y afanosa de Tierra Adentro le había encorvado la espalda y deformado las manos. Le faltaban algunos dientes. Me di cuenta de que no era culta, quizá hasta analfabeta, pero sí dueña del candor propio de la gente de campo, esa mezcla de sabiduría, inocencia y mesura que me apaciguó el alma inquieta. Cuando le pregunté cómo había logrado habituarse a los salvajes, me respondió sin ofenderse: «Ni tan salvajes. Verá, m'hija, uno se termina acostumbrando a cualquier cosa en esta santa vida», y me pasmó al contarme que, años atrás, un piquete de soldados la había rescatado del cautiverio, pero ella, con dos hijos del cacique Yanquetruzpor aquel entonces, le pidió al capitán que la regresara al Imperio Ranquel. «De todos modos, – agregó, con gran aceptación del fatalismo-, ¿quién me querría en la civilización si yo era la mujer de un indio?»

Miguelito me fue a buscar a lo de la viuda del cacique Yanquetruz para acompañarme de regreso al toldo, donde me topé con Mariano Rosas. Me miró de arriba abajo, evidentemente complacido con el pilquen rojo que llevaba. A pesar de que el miedo me dominaba, yo también lo miré de arriba abajo, y, gracias a la luz de una lámpara de cebo, advertí que se había bañado (tenía el pelo húmedo y no apestaba a grajo y a caballo como la noche anterior) y que vestía ropas de gaucho bastante finas. Evité que nuestros ojos se encontraran y, al comenzar a sentir vulnerabilidad e incomodidad, me agaché para colocar los restos de la comida en el plato de Gutiérrez, mi fiel amigo.

«Usted es un desfachatado, señor», expresé, aferrada al pescuezo del perro. «¡Mire que presentarse así como así después de lo que me hizo anoche!». La verdad es que no sabía qué decir; ese hombre me había hecho tanto daño, lo odiaba tanto, tenía tantas cosas atragantadas para reclamarle que la situación me desbordaba y no atinaba a actuar. Se me cruzó por la mente arrojarle el cebo de la lámpara y quemarlo vivo, arrebatarle el facón e hincárselo en el vientre, morderlo, arrancarle los ojos, todo tipo de crueldades para compensar la rabia y el resentimiento que me carcomían el alma. «Y después, ¿qué, Blanca?», me dije.

«Lo que te hice anoche, – empezó él-, es lo que cualquier hombre le hace a su mujer», y remarcó lo de “su mujer”. Le espeté que yo no era “su” mujer, sino la del general José Vicente Escalante, a quien él había asesinado a sangre fría para complacer el instinto propio de un animal. «¿Quién te dijo que yo maté al general Escalante? Hasta la última vez que lo vi estaba herido, pero no muerto», y me aferró de la cintura para agregar con una mueca furibunda: «No deberías preocuparte tanto por él; después de todo, iba a matarte». «Mejor muerta que este infierno», le solté. Nos mantuvimos en suspenso por segundos que parecieron siglos hasta que Mariano Rosas me arrojó al suelo y abandonó el toldo con Gutiérrez por detrás que le ladraba.

Escalante no había muerto. Vivía. Una alegría inefable me colmó de esperanzas. El vendría a rescatarme. No obstante, y en contra de mis buenos augurios, razoné que un hombre herido, solo en medio de una tierra hostil, sin alimentos ni agua, jamás subsistiría. Y, recordando las palabras de Dorotea Bazán, me pregunté si mi esposo aún me querría después de haber sido violada por un indio.

A pesar de todo, esa noche dormí profunda y plácidamente. Era la primera vez en varios días que lo hacía limpia y bien comida. A la mañana siguiente me despertó Gutiérrez, que reclamaba su desayuno. Al abrir los ojos, me llevó un momento entender adonde estaba. La voz de Miguelito, que me llamaba desde la enramada, me salvó de caer en el desánimo. «Me gustaría tanto recuperar mis cosas», le comenté a modo de saludo, mientras alisaba el pilquen de Lucero, que parecía un fuelle.

Miguelito me traía el desayuno: un plato de madera repleto de puchero, abundante en choclos y zapallo. Los indios siempre comen carne, en las tres comidas diarias, no sólo de vaca sino de yegua, potro, guanaco, avestruz, gamo y otros animales más chicos, como vizcachas y piches, que cazan en el desierto; supongo que por eso son fuertes y sanos; nunca conocí un caso de tuberculosis, raquitismo o consunción, enfermedades que desvelaban con frecuencia a mi padre y a tío Tito en Buenos Aires. Con todo, la vista y el aroma del puchero a esa hora de la mañana me despertaron ganas de vomitar. Miguelito salió del toldo y regresó poco después con un chambao (especie de jarrito hecho de asta de toro) con café humeante y bien dulce; envueltas en un trapito, venían cuatro tortas fritas. Nos sentamos a desayunar en la enramada. Que el puchero estuviera caliente no era obstáculo para que Gutiérrez lo devorase haciendo toda clase de ruidos.

Noté movimiento en el toldo de las lanzas con plumas rojas, el que yo suponía del cacique. Las indias entraban y salían llevando enseres de cocina, mientras los niños barrían la enramada y acomodaban los asientos. «Esta noche están de fiesta», comentó Miguelito, adivinando mi curiosidad. Le lancé un vistazo como diciéndole: «¿Y a mí qué me importa?», que de inmediato lamenté. Miguelito era, junto a Lucero, mi único amigo en ese sitio cerril y extraño, y, aunque debería haberlo odiado (después de todo él había formado parte del malón que me había arrancado de mi mundo), no podía; era un hombre demasiado bueno. «¿Fiesta?», pregunté, con mejor predisposición. Y esto dio pie para que Miguelito me contase la historia de Mariano Rosas.

Allá por 1834, una tribu al mando del caciquillo Llanquelén se había escindido de la Confederación Ranquel para ponerse bajo la protección del gobierno cristiano, que lo ubicó, junto a su tribu, en la localidad de Rojas, provincia de Buenos Aires. Painé Guor, sucesor de Yanquetruz, que desde hacía poco ostentaba el título de cacique general, decidido a recuperar las tierras y devolver a la buena senda a los renegados, organizó junto a Pichuín (hijo del gran Yanquetruz y hermano mayor de Lucero) un ataque a Rojas. Es costumbre de los indios cuando salen a maloquear dejar un grupo de caballos de reserva al mando de lanceros más jóvenes, a distancia prudente del sitio elegido para asaltar; de esta forma cuentan con caballería fresca al momento de la huida. Aquella vez, la del ataque a Llanquelén y a la localidad de Rojas, no fue una excepción, y Painé dispuso que una manada de mil trescientos caballos quedara al mando de su hijo de quince años, Panguitruz, y de otros jóvenes a orillas de la laguna Langheló, a varias leguas de Rojas. Entre estos jóvenes se encontraba también el hijo mayor de Pichuín, Güichal, nieto de Yanquetruz y amigo inseparable de Panguitruz Guor.

Llanquelén, prevenido del ataque del cacique Painé, no sólo advirtió a la localidad de Rojas del inminente malón sino que salió tras las reservas que, de seguro, se habrían aprestado para el momento de la fuga. Las halló a orillas de la laguna Langheló, donde Panguitruz, Güichal y el resto de la indiada se bañaban despreocupados. Los mil trescientos caballos y el grupo de jóvenes fueron arreados y entregados a las autoridades militares que los condujeron a la prisión de Santos Lugares. Meses más tarde, las tierras de la tribu sediciosa fueron nuevamente anexadas a la Confederación ranquelina y el cacique Llanquelén juzgado por una asamblea de iguales en respeto a su jerarquía. «¡Painé!», vociferó Llanquelén en las últimas instancias del juicio, «¡No verás más a tu hijo Panguitruz porque se lo he entregado a Rosas y se lo ha llevado a Santos Lugares!». Enfermo de rabia y dolor, Painé desenvainó el facón y degolló al cacique rebelde en medio de la asamblea. El cuerpo de Llanquelén aún se contorsionaba en el piso cuando Painé se cubrió el rostro y, frente a los demás caciques, caciquillos y capitanejos, lloró amargamente la pérdida de su hijo Panguitruz, que si bien no era el primogénito, todos lo sabían su dilecto.

El año de cautiverio en Santos Lugares resultó un infierno para Panguitruz, Güichal y los demás indiecitos. Los mantenían con grilletes, les daban de comer poco y mal y los trataban como a bestias; dormían en el piso y hacían sus necesidades en un balde que a veces los guardias se olvidaban de vaciar. Al comenzar los primeros fríos, les arrojaron unas mantas agujereadas y malolientes y, a pesar de que se acurrucaban para darse calor unos a otros, el aire gélido nocturno les traspasaba los miembros como cuchillos filosos. Uno de ellos murió de pulmonía.

Consciente de las penurias que pasaría su hijo, Painé hizo llegar un mensaje a Rosas: entre los indios que desde hacía casi un año mantenía prisioneros en Santos Lugares se hallaba el hijo de Painé Guor y de la cacica Mariana. Rosas, que conocía a Painé de sus años mozos, de cuando era estanciero y debía combatir el malón a diario, hizo comparecer al grupo de indios en su nueva residencia de San Benito de Palermo. «¿Quién es el hijo de Painé y de Mariana?», preguntó con voz estentórea y mueca imperiosa, y Panguitruz, sin acoquinarse, dio un paso al frente y lo miró de hito en hito. A Rosas le gustó ese muchacho, más alto y mejor formado que el resto, que había heredado las facciones delicadas de la madre y el cuerpo macizo y fibroso del padre. También le gustó que no luciera medroso ni inseguro; por el contrario, sus ojos azules brillaban de rabia y resentimiento, de picardía y sagacidad.

Pasaron días muy agradables en San Benito de Palermo, donde los trataron con deferencia y largueza. Rosas los hizo bautizar, y él mismo fue el padrino de Panguitruz, a quien dio su apellido e hizo llamar Mariano en honor de la madre, la cacica Mariana, esa belleza mitad india mitad blanca que había conocido quince años atrás. Días después, les ordenó subir a una carreta y los mandó a su estancia “El Pino” con una nota para el capataz Isasmendiz.

Mariano, Güichal y los demás indios vivieron seis años en “El Pino”. Allí conocieron a Miguelito, que trabajaba como peón para purgar la condena por haber combatido entre las huestes del general unitario José María Paz. Según Miguelito, que profesa por Mariano una admiración rayana en la adoración, Mariano Rosas era el más despierto del grupo, y en poco tiempo se hizo la fama de mejor domador de baguales; los más bravos y feroces terminaban mansos y dóciles en sus manos; nadie piala, yerra o esquila como él, y según el decir del propio Mariano, después de Dios, a quien más quiere es a su padrino Juan Manuel, que le enseñó todo lo que sabe.

La vida en “El Pino” no era fácil; debían trabajar como negros para ganarse el salario, el hospedaje y la comida, pero nunca les faltaron el respeto y los consideraban como a iguales. Isasmendiz se había encariñado especialmente con el hijo de Painé, quizá por pedido explícito del propio Rosas en un principio, quizá porque Mariano resultó el más bravo de su peonada tiempo después. Mariano también quería y respetaba a Isasmendiz y vivía tranquilo en la estancia mientras aprendía algo nuevo cada día, aprendizaje que atesoraba para cuando regresase a Tierra Adentro.

A pesar de lo empeñado que estaba a causa de los asuntos de la Confederación, Juan Manuel de Rosas se hacía tiempo y viajaba a “El Pino”. Apenas llegado, mandaba a llamar a su ahijado Mariano, que permanecía a su lado (incluso comía en su mesa) hasta que el gobernador se marchaba. A Rosas le gustaba jactarse de que no había desacertado con aquel zagal: aprendía con facilidad y bien, y se mostraba ávido por conocer cosas nuevas. Incluso, estaba afanado en aprender a leer y a escribir.

Mariano tomó la decisión de regresar a Tierra Adentro esa mañana en que me avistó junto a Rosa del Carmen y a María Pancha mientras merodeábamos la zona donde esquilaban ovejas. Había sido él el fantasma que se había escurrido en mi cuarto, y también había sido él quien, un segundo antes de que Escalante disparara su arma, lo había golpeado con las boleadoras, obligándolo a desviar el disparo que me rasguñó la frente. Supe que no contaría con Miguelito para escapar; a pesar de que me trataba como a una reina, su mayor devoción era para Mariano, a quien decía deberle la vida. «Nunca fui bueno domando cimarrones», explicó con la vista baja, evidentemente avergonzado, «y la primera vez que lo intenté casi muero si no es por Mariano, que me salvó el pellejo sin conocerme mucho. Era arisco ese bagual, tenía el diablo en el cuerpo. Me sacudió bien fiero hasta que me tiró, con tanta mala fortuna que se me enganchó el pie en el cabestro y el caballo ora me arrastraba ora me hacía flamear como estandarte. Aquello iba a terminar mal, señora, o pisoteao por los cascos o desnucao. Los peones no sabían qué hacer; yo, más desmayao que despierto, sólo escuchaba gritos y comía tierra. Mariano, según me narraron después, se trepó como gato montes a los adrales del potrero y, cuando el caballo enfurecido estuvo a mano, se le tiró sobre el lomo, así nomás, sin cabestro ni apero, que el cabestro lo tenía yo enroscado en la pierna y el apero hacía rato que había terminado en el barrial del potrero. Se le aferró a las crines y cortó el tiento para liberarme. Güichal se metió al potrero y me arrastró fuera, mientras Mariano saltaba y rebotaba sobre el lomo de ese demonio. Al rato, el caballo terminó echando espuma y sangre por el hocico, más manso que un ángel del Señor».

«¿Y la fiesta de esta noche?», insistí, porque no quería que siguiera loando al hombre que yo aborrecía. La fiesta la organizaba Painé para celebrar el regreso de su hijo favorito a quien había creído perdido para siempre. El Consejo de Loncos en pleno (lonco significa cabeza o cacique en araucano) comparecería en pocas horas, y no faltarían los caciquillos y capitanejos del imperio, que llegarían desde los cuatro puntos cardinales. También estaban invitados los hermanos Juan y Felipe Saáy el coronel Baigorria, caudillos unitarios que habían pedido asilo a Painé mientras escapaban de la persecución encarnizada de Rosas y de la Mazorca. Tenían sus ranchos en Trenel, algunas leguas hacia el noreste de Leuvucó, cerca del monte del caldén y de la lagunita del mismo nombre.

Se me ocurrió preguntar por primera vez qué suerte habían corrido los sirvientes de mi esposo, los que viajaban en las carretas junto a María Pancha, y Miguelito me aseguró que se encontraban en excelentes condiciones sirviendo en la toldería del cacique Pincén. Ellos también habían preguntado por mí. Resultaba imperioso verlos, ellos sabrían decirme qué suerte había corrido María Pancha. «Pincén también vendrá a la fiesta, señora. Quizá traiga a su gente.»

Se acercó un indio que llamó “peni” (hermano) a Miguelito. Cruzaron palabras en araucano, y Miguelito me indicó que debía marcharse. Ahí me quedé, sola en la enramada, sentada sobre un tocón, Gutiérrez a mis pies. La actividad del asentamiento aumentaba minuto a minuto. Llegaban tropillas de jinetes acarreando zurrones con maíz, trigo, zapallos, choclos y legumbres, que entregaban a las chinas en la tienda principal; también traían chifles desbordantes del fuerte pulcú, bebida que obtienen al macerar la algarroba, y de la dulce y suave aloja. Algunas niñas portaban sandías, melones y leña mientras conversaban animadamente con un indio que traía en reata tres cabras; se las entregó a una mujer, que desapareció con ellas detrás de la toldería; al rato, llevaba partes despellejadas de los animales al interior de la tienda grande. En el corral, un muchacho pialó y enlazó a una vaca gorda; ya en el suelo, un mazazo en la testuz la mató. Los hombres se apartaron de la vaca, dando paso a un grupo de chinas que, con pericia extraordinaria, desolló y despostó al animal, sin desperdiciar siquiera la sangre, que les gusta beber aún caliente. Mataron tres más. La comilona en honor de Panguitruz Guor o Mariano Rosas se perfilaba como un banquete digno de Lúculo.

Aunque poco a poco me acostumbraba a la visión circundante, aquél era otro mundo, tan ignoto y distinto al mío como podría haberlo sido el de los selenitas. El País de los Ranqueles ciertamente existía, pero yo no me hallaba preparada ni dispuesta a aceptarlo. Para mí, la realidad se había tomado inverosímil.

Se aproximaba al galope una decena de indios; a la cabeza venía Mariano Rosas. Cabalgaba con maestría, como sólo los hombres de la Pampa saben hacer, con ese dominio total y absoluto de la bestia, y esa seguridad que les confiere el porte de caballeros medievales sobre la albarda; a pie, en cambio, son más bien torpes, caminan en forma desmañada, con la cabeza hacia delante y las piernas arqueadas; es muy gracioso verlos correr.

Mariano Rosas vestía una camisa blanca, bombachas de pañete azul y botas de potro overas; el facón le brillaba en la cintura; se había sujetado el pelo en una coleta a la altura de la nuca, mientras un tiento con plumas blancas le adornaba la frente. Dio un remesón, que imitó el resto de los jinetes, y los caballos se clavaron en el sitio. Varias chinas se aproximaron, sonrientes y parlanchínas; una de ellas, la que me había llevado el guiso el día anterior y que había querido “ponerme linda” a la fuerza, caminó con afectación evidente hasta la montura de Mariano y le extendió un odre, del cual Mariano bebió con fruición. Al devolvérselo, le dedicó una sonrisa franca y abierta, y le dijo algo que la hizo sonrojar. Era la primera vez que lo veía sonreír, y debí aceptar que sus dientes parecían de marfil en contraste con su piel atezada.

De repente me miró sin sorprenderse, con un mohín socarrón que me dio a entender que todo el tiempo había sabido que yo lo contemplaba desde la enramada. A mí no me dedicó una sonrisa; por el contrario, me clavó la mirada con soberbia; la india, por su parte, me lanzaba vistazos con aire de furia. Di media vuelta y regresé al interior del toldo, con Gutiérrez por detrás. Me senté en el catre a aguardarlo, segura de que se presentaría a reclamarme el desplante de la noche anterior. Cuando por fin escuché pasos y acudí a la pieza contigua, me encontré con Lucero. «Vamos a la laguna mi sobrina y yo, ¿nos acompañas?». En una canasta, junto a otras prendas, Lucero llevaba mi vestido hecho jirones para lavarlo. Su madre se había ofrecido a componerlo. Loncomilla, la sobrina de Lucero, una niña de diez años que no hablaba castellano, se limitaba a observarme de soslayo y a hablar con su tía, evidentemente de mí.

Ya en la laguna, mientras Loncomilla chapoteaba alejada, Lucero dijo: «Ahora estoy más tranquila por ti. Las pucalcúes han hablado», y me refirió que un grupo de mujeres (las pucalcúes o brujas) reunidas en aquelarre habían leído en el porvenir de Panguitruz Guor que yo sería buena para él, que no era el Hueza Huecubú (espíritu del mal) sino el Huenu Pillán (espíritu del cielo) quien me había conducido hasta ese lugar; vaticinaron, entre otras cosas, que yo obraría maravillas entre los ranculches. Incluso una pucalcú había hecho una apología de mí al decir que, por mi causa, Panguitruz había regresado; otra, sin embargo, se había opuesto al oráculo al asegurar que mi espíritu lo atormentaría la vida entera. Me dio risa, y Lucero se mostró ofendida, por lo que de inmediato me recompuse. Agregó a continuación que la fiesta no era sólo en honor de Mariano sino de su sobrino Güichal y de los demás ranculches cautivados aquella mañana cerca de Langheló. Güichal, amigo íntimo de Mariano, era hijo del hermano mayor de Lucero, Pichuín, que había vivido atormentado todos esos años al saber a su primogénito en manos de los huincas. Loncomilla era la hermana menor de Güichal. Al escuchar que la mencionábamos, la niña regresó a nado hasta la orilla y se me plantó enfrente con una sonrisa cálida. Uchaimañé, me llamó, que quiere decir ojos grandes.

Más tarde, luego de comer choclos fríos y tortillas de maíz con arrope, ayudé a Lucero a lavar la ropa. Loncomilla se alejó para juntar flores. «No confíes en Nancumilla», expresó Lucero con severidad. «Ella está enamorada de Mariano desde hace mucho, desde antes que se lo llevara el huinca. No aceptes nada de ella, en especial comida o bebida; puede contener oñapué, veneno, – aclaró-, que te mataría lenta y dolorosamente». Nancumilla, la que me había ofrecido el guiso el primer día, la que poco antes le había alcanzado el odre a Mariano y recibido como recompensa una sonrisa galante, tenía la firme intención de convertirse en la esposa principal de Mariano Rosas. Era una muchacha baja y carnosa, de largos y lacios cabellos negros que invariablemente peinaba en dos trenzas. Sus facciones, aunque sin duda ranqueles, resultaban armoniosas y agradables; por cierto, no se destacaban sus ojos, demasiado sesgados, ni sus pómulos, demasiado prominentes, ni el morro, muy abultado, pero en conjunto sus rasgos le conferían un aire atractivo, el aspecto de una mujer pasional y determinada.

Lucero me hablaba de las pucalcúes y de sus oráculos, de Nancumilla y su eterno amor por Mariano Rosas, de la fiesta en honor de su sobrino, y yo cavilaba: «¿Qué diantres me interesa a mí? ¿Qué diablos tiene que ver conmigo, que pronto regresaré al lado de mi esposo y de mi amiga María Pancha?». Sin embargo, por respeto a la seriedad con que Lucero trataba esos temas, yo la escuchaba sin aclararle que, en breve, desaparecería para siempre de Tierra Adentro.

Al regresar de la laguna me encontré con grandes cambios en mi tienda. Miguelito, apostado en la enramada, dirigía las operaciones, mientras un desfile de mujeres y niños acarreaba cosas desde la tienda principal. Mis baúles se hallaban en el centro de la habitación, además de toda clase de trebejos para cocinar, lámparas de cebo de potro, asientos forrados en piel de carnero, una mesa pequeña y una trébedes ya instalada bajo el hueco del mojinete donde hervía agua en una pava. En la parte contigua habían quitado el catre pequeño y puesto uno más grande, y una mujer armaba la cama. «Mainela será su sirvienta, señora Blanca», anunció Miguelito desde la entrada, y la mujer interrumpió su labor y se dio vuelta, sin levantar la vista. «Ella sirve en las tolderías del caciquillo Pichuín, que se la cede a usted, señora» y, como yo seguía muda, Miguelito añadió: «Vendrá todos los días temprano por la mañana pa'ayudarla en lo que usté mande. Habla castellano, como nosotros, porque es cristiana.»

Más tarde, una vez desaparecidos Miguelito y su tropa de ayudantes, y mientras Mainela acomodaba la habitación delantera, me dediqué a estudiar las heridas de Gutiérrez. En los baúles no faltaba ninguna de mis pertenencias, aunque se notaba que los habían hurgado. Las llagas en el lomo del que ya consideraba mi perro estaban decididamente infectadas; las limpié con agua de Alibour y las curé con una solución yodada; aunque gañía y temblaba, Gutiérrez se dejaba tocar. Resultaba imperioso aislar las escaldaduras del contacto con las moscas, por lo que las cubrí con la espesa y maloliente pomada de tío Tito. «Mainela, por favor, todos los días le preparas comida a Gutiérrez», y la mujer asintió con evidente sorpresa.

Mainela estaba llena de bríos y trabajaba de sol a sol con el vigor de una jovenzuela, lo que ya no era; le gustaba conversar y, por su buena disposición y excelente humor, entendí que era feliz en medio de lo que yo consideraba lo más parecido al infierno. Debo confesar que su alegría me fastidiaba y hasta envidiaba la manera en que había conseguido aceptar ese destino nefando. De todos modos, era vano compararme con Mainela o Dorotea Bazán, quienes, si bien cristianas, en sus lugares de origen seguramente habían vivido una realidad no tan disímil a la de Tierra Adentro; yo, en cambio, había departido con gentes de la más refinada extracción, comido en las mesas de las grandes señoras porteñas, bailado en los salones más refinados, vestido con encajes de Bruselas y sedas francesas, vivido en una de las mansiones más elegantes del barrio de la Merced, ¿cómo se suponía, entonces, que llegaría a acostumbrarme a los ranqueles y a sus bárbaras costumbres?

Mainela me sirvió mate cocido con azúcar y tortas de maíz cocidas al rescoldo y, mientras colgaba talegos repletos de utensilios para cocinar, me contó que llamaban Gutiérrez al perro porque había pertenecido a un cautivo del mismo nombre. Gutiérrez, el cautivo, se había fugado meses atrás. «Al saber de su juida, las pucalcúes arrojaron cenizas al viento pa'que lo envolviese la niebla, y así ha de haber sido nomá», agregó con un suspiro, «porque, siendo buen baquiano, rumbeó pa´l sur en vez del norte, pa'terminar muriéndose cerca de la laguna de los Loros, donde lo encontraron unos indios de Pichuín. Y dende que Gutiérrez se jue, naides presta atención a este pobre diablo, que como es juerte y grandote ha resistió, que si no… Hasta que llegó usté, doñita, y se lo apropió. Déjeme que le diga, doñita: usté ha tenío suerte aquí, que la tienen como una reina, porque, pa'que sepa, cuando un indio cautiva a una blanca la hace su sirvienta, y a veces las pobres tienen que penar bien julero porque, además de trabajar como negras, las chinas las tienen a mal traer. Pero con usté es distinto porque parece ser que el Mariano anda bien tocao por usté y hasta le ha dicho a su chau, digo, a su padre, el gran Painé Guor, que la quiere pa'ñuqué a usté, quiero decir, pa'mujer principal». Lancé una carcajada histérica, y Mainela se dio vuelta súbitamente y me observó con escrúpulos.

Pasé la tarde tórrida en la habitación, acomodando mis pertenencias que, ya sabía, perdería para siempre al escapar. Gutiérrez dormía a mi lado, sin moscas que le revoloteasen sobre las heridas. Primero revisé las joyas, de las que no faltaba ninguna; tomé el guardapelo, regalo de la abuela Pilarita, al que desde niña había considerado una especie de amuleto de la suerte, y me lo eché al cuello. Inspeccioné las redomas y potiches, la farmacopea de tío Tito y demás vademécumes, y los instrumentos que aún conservaba de mi padre. Por fin, me dispuse a examinar los vestidos. De nada me servirían las basquinas ni los parasoles ni los guantes de cabritilla ni las pañoletas de encaje; usaría las combinaciones y faldas más simples, los justillos y las blusas de algodón; me quité los chapines de raso, completamente arruinados, y me puse los botines de cuero que Escalante me había comprado antes de partir hacia Córdoba. Me acordé de esa tarde en el bazar de Nicolás Infiestas, y la nostalgia me hizo llorar.

Había mucho movimiento en el campamento, y cada grupo de indios que se unía a la celebración lo hacía vociferando y gritando como si de chiflados se tratase. Por prudencia, no me asomé a mirar; por aversión también: temía que el espectáculo de esos salvajes me mortificara aun más. Prendí una lámpara porque había comenzado a oscurecer; le temía a la noche, le temía porque era el momento en el que él vendría.

Se escucharon golpes de palmas en la enramada y voces que repetían: «¡Mari-mari!», que es un saludo. Mainela condujo a Lucero y a Loncomilla hasta la recámara. Me traían el vestido limpio y remendado. Sin dudas Dorotea Bazán cosía a las mil maravillas; había realizado un trabajo esmeradísimo; el zurcido era prácticamente invisible, y había reemplazado las cintas del corsé con delgados tientos de cuero. Tomé de entre mis prendas un camisón especialmente adornado con broderie y vainicas, y le pedí a Lucero que se lo entregara a su madre como muestra de mi agradecimiento. Se quedó mirándome, evidentemente emocionada. Loncomilla tomó el camisón y lo estudió con perplejidad. Luego, me clavó esos ojos retintos y me dijo en su idioma: «Gracias, Uchaimañé». Se despidieron con apuro: debían ayudar a servir la mesa de Painé y sus convidados.

Al cabo se presentó Miguelito, muy entusiasmado con los festejos; parecía disfrutarlo más que los propios ranqueles. Medio enojada, le pregunté qué encontraba de agradable en las saturnales de esos bárbaros. «El coronel Baigorria acaba de llegar, señora», respondió con una sonrisa de niño. «El coronel pertenecía al ejército del general Paz, y yo peleé bajo sus órdenes como alférez. Cuando me acerqué a saludarlo, me reconoció de inmediato.» A Miguelito lo acompañaban dos indios armados con lanzas y cuchillos. «Mariano quiere que estos dos pasen la noche de guardia aquí, en la enramada. Los indios son gentes buenas, señora Blanca, pero cuando chupan, se les mete el diablo en el cuerpo, y Mariano no quiere que naides la moleste.» Una mezcolanza de ideas me alteró el gesto: por un lado, me hervía la sangre de coraje e impotencia al saberme expuesta a la lascivia de esos desnaturalizados culpa de Mariano Rosas; por el otro, me sentía protegida y tenida en cuenta, algo que, en contra de mi voluntad, me suavizaba la ira y me hacía sentir rara.

Nada extraño ocurrió esa noche. Las familias más encumbradas y los militares unitarios festejaron en los aduares de Painé, mientras la chusma lo hacía repartida en el campamento. Escuché voces, gritos y cantos hasta que el cansancio me venció y me quedé dormida. Las bacanales en honor de Mariano, Güichal y los demás indios duraron tres días y tres noches. Durante ese tiempo vi a Mariano Rosas en contadas ocasiones, siempre de lejos, tratando de no ser descubierta. Permanecía la mayor parte de la jornada recluida en el toldo; contaba con la compañía de Mainela y la ocasional de Lucero y Loncomilla; con ellas iba a la laguna a primera hora, antes de la que la horda despertara. Todos los días, Mariano enviaba a su heraldo para comprobar que todo se encontrase en orden; Miguelito era más que solícito y servicial, traía comida, dulces, y hasta vino tinto de Mendoza, que los indios aprecian como los franceses el champán; me preguntaba una y otra vez si precisaba algo, y hablaba en araucano con los guardias que rotaban permanentemente. Sin quererlo, me encariñé mucho con él.

La tarde del tercer día, Miguelito vino a buscarme: Mariano me requería. Marchamos a pie, con Gutiérrez por detrás, hasta una zona alejada de la toldería donde avisté una multitud reunida en torno a un descampado. A medida que nos aproximábamos, el murmullo cesaba y la gente se daba vuelta a mirarme. Miguelito me abría paso, y yo caminaba con el porte de una reina, indiferente al tumulto. En el centro del campo había más de una decena de jinetes aprestando caballos y revisando unas mazas de largas empuñaduras. «Van a jugar a la chueca», anunció Miguelito, y agregó que se trataba de un deporte ecuestre en el cual dos equipos de jinetes deben golpear con las mazas una bocha de madera, llamada chueca, tratando de llevarla al campo contrario para marcar un tanto. Entre los jinetes distinguí a Mariano Rosas, que llevaba el torso desnudo (al igual que el resto de su equipo) y el cabello tomado a la altura de la nuca. Conversaba animadamente y una sonrisa franca le embellecía el gesto de hombre bravo, hasta que un compañero le habló al oído, señalándome. Se dio vuelta sobre la montura y me lanzó un vistazo serio, desprovisto de piedad; yo también le sostuve la mirada, sin miedo, increíblemente segura. Me sabía el centro de la atención y percibía el peso de varios pares de ojos sobre mí, y, aunque me moría por estudiar las facciones de esas gentes, me mantuve firme en mi sitio con la vista al frente mientras acariciaba la cabeza de mi perro.

Esa tarde aprecié a mi raptor en toda su magnificencia de jinete diestro y fuerte. Él y el caballo parecían uno; Mariano hacía lo que le daba la gana sobre su animal, y en varias ocasiones reprimí una exclamación de angustia al verlo más cerca del suelo que de la montura. Cuando golpeaba la bocha se le tensaban los músculos de los brazos como cuerdas de violín, y los pectorales se le inflaban. Ni siquiera el resentimiento me impidió admitir que se trataba del mejor jugador, y su equipo terminó ganando gracias a varios tantos marcados por él. Al final del partido, la gente rodeó el caballo de Mariano y lo vitoreó. Ñancumilla le extendió una corona de flores, pero Mariano, en vez de inclinar la cabeza para recibir el trofeo, la aferró por el antebrazo y la encaramó en su montura como si se tratase de una pluma, y la muchacha terminó coronándolo sentada delante de él. Me incomodó aquella escena, y una rabia inexplicable me llenó la cara de colores. «Vamos, Gutiérrez», dije, y me escabullí aprovechando que nadie prestaba atención.

Cerca del toldo escuché los cascos de un caballo que se aproximaba a la carrera. No volteé (sabía bien de quién se trataba) y seguí caminando. El caballo de Mariano Rosas me sobrepasó y dio un remesón a pocos pasos. Gutiérrez le ladró ferozmente y el animal se encabritó. Mariano lo manejó con destreza, hablándole en su lengua y sujetando las riendas con vigor hasta tranquilizarlo. Me arrodillé junto a Gutiérrez y le abracé el cuello; temía por él, pero Rosas ni siquiera lo miró; en cambio, inquirió de mal modo: «¿Por qué te fuiste? No quiero que estés sola; todos andan muy exaltados, y aquí, como en todas partes, hay gente buena y gente mala. Cuando salgas del toldo, lo haces con Lucero o con Miguelito.» Me lo quedé mirando, atraída por su voz; me gustaba el acento que tenía al hablar castellano. Se me pasó por la cabeza la absurda idea de que, noches atrás, había sido la mujer de ese hombre tan ajeno y poco familiar. Íntimamente me halagó que se hubiese olvidado de Ñancumilla y de los demás, y corrido detrás de mí. Sin embargo, mi raciocinio batallaba contra la barbarie que Mariano Rosas encarnaba y le pregunté con el modo y el tono de una señora: «¿Cuándo me va a regresar con mi gente?». «¡Nunca!», fue la respuesta, y, en un momento de insensatez, le grité que me escaparía, que algún día desaparecería y que no volvería a verme, que lo odiaba, que le deseaba la muerte. Mariano saltó del caballo hecho un basilisco y me levantó en el aire. «Odíame cuanto quieras, Blanca, pero no oses escapar». Se trató de un susurro mordaz cerca de los labios, con sus ojos fijos en los míos. Me afectó que me llamara por mi nombre, me afectó verlo tan enojado y al mismo tiempo tan turbado; me afectaron su cercanía y su torso desnudo; me afectaba ese maldito indio. «Esto no es la ciudad», prosiguió más dueño de sí. «No conoces el desierto y sus secretos. Morirías si te atrevieses a desafiarlo.» «Me escaparé para morir, entonces.»

Mi tozudez y porfía lo sacaron de quicio. Me cargó como saco de papas hasta el toldo, donde le ordenó a Mainela en araucano que se mandara a mudar y que se llevara a Gutiérrez o terminaría por degollarlo. Me plantó en medio de la habitación; instintivamente me hice hacia atrás. Le temía hasta el punto de no poder controlar mi cuerpo: me temblaban manos y piernas, un sudor frío se escurría bajo mis brazos y entre mis pechos, y habría jurado que Mariano Rosas escuchaba los latidos de mi corazón. Estaba a su merced y él lo sabía; no sería misericordioso ni contemplativo.

«¿Está loco para creer que puede tenerme indefinidamente aquí?», exploté en un arrebato, y mi voz, quebrada e insegura, me avergonzó. «¿Por qué me ha hecho usted esto?», exigí saber, ya sin esconder las ganas de llorar. «Porque te quiero para mí», fue la respuesta, y amagó con aproximarse. Mis manos dieron con el cuchillo que Mainela usaba para trozar carne y me lo llevé al cuello. «¡Me quitaré la vida antes de ser suya otra vez!», y Mariano Rosas se congeló en el sitio.

Mi mente se puso en blanco; el miedo se había desvanecido, tenía las manos firmes y el corazón había dejado de latirme en la garganta. Contemplaba serenamente a mi enemigo de ojos azules. Mariano Rosas se acercaba con el paso cauteloso de un felino, y yo ni siquiera caía en la cuenta de eso; su mirada, fija en la mía, me mantenía hechizada. Estiró el brazo con recelo y me tomó por la muñeca para guiar mi mano hasta su cuello, donde me obligó a apoyar la punta del cuchillo. «Si esto es lo que quieres, hazlo», desafió.

Me di cuenta de que era incapaz de matarlo, ni siquiera de odiarlo tanto. El cuchillo se me resbaló de la mano y caí al suelo sollozando. Allí, a sus pies, le supliqué que me dejara tranquila, que se apiadara de mí, que no me lastimara. Él, indiferente, me levantó en brazos y me llevó a la pieza contigua donde volvió a tomarme. Cuando terminó, agitado, la carne y el corazón aún estremecidos, me aseguró: «Voy a hacer que me quieras, puedo hacer que me quieras».


La necesidad insoslayable de ver a Nahueltruz llevó a Laura a cerrar el cuaderno y devolverlo a la escarcela. Todo el tiempo pensaba que el padre del hombre que amaba, del hombre al que le había entregado su virginidad, era el salvaje que había ultrajado a su tía Blanca Montes, la madre de su hermano Agustín. Se le descompuso el ánimo al preguntarse qué había hecho. Las escenas de la noche anterior le regresaban a la mente en forma desordenada, y ella trataba de puntualizar alguna instancia en la que Guor hubiese dado muestras de esa naturaleza montaraz que resultaba evidente en su progenitor. Ahogó un sollozo y se cubrió la cara con las manos. No desconfiaría de él, a quien amaba.

Doña Generosa apareció en la habitación con el almuerzo del padre Agustín en una bandeja. Se acercó a la cabecera y sonrió satisfecha al comprobar que las sienes del franciscano seguían frescas. Notó que Laura se hallaba inquieta, caminaba de una punta a la otra, se restregaba las manos y un ceño le ocupaba el semblante.

–Si tienes alguna diligencia que hacer, querida -susurró la mujer-, yo puedo dar el almuerzo al padrecito cuando despierte.

Laura no quería abusar de la hospitalidad de doña Generosa ni recargarla con labores que no le correspondían; tampoco quería dejar solo a su hermano mientras María Pancha descansaba en el hotel. No obstante, aceptó el ofrecimiento, incapaz de controlar la ansiedad por ver a Nahueltruz. Salió a la calle y enseguida cayó en la cuenta de que no tenía idea adonde se hospedaba. Miró hacia uno y otro lado con la mano sobre la frente buscando a Blasco. Había mucho movimiento; pasaban carretas, buhoneros, pregoneros, hombres a caballo, mujeres con sus niños, pero ni rastro del muchacho. Enfiló rumbo al establo; allí lo encontró barriendo el forraje.

–¡Señorita Laura! – se sorprendió Blasco, no tanto por encontrarla allí sino por el mohín en su expresión-. ¿Algo le sucedió al padrecito Agustín?

–Nada, nada -se apresuró a aclarar-. Quiero que me lleves con el cacique Guor.

A Blasco le tomó unos segundos comprender cabalmente el pedido. Se quedó mirándola y, aunque dudó, no se animó a contradecirla y le pidió que lo acompañase. La guió por las calles de la villa para terminar frente al portón trasero del convento. Con la agilidad de una cabra, Blasco trepó la pared y se arrojó dentro. Un momento después, levantó la falleba y abrió el portón. Encontraron a Nahueltruz subido a una escalera, mientras reparaba el techo y otras partes del gallinero, donde la noche anterior se había metido una comadreja y matado a varias gallinas.

–¡Y tú sin escuchar ni pío! – se había irritado fray Humberto esa mañana, mientras Nahueltruz lo ayudaba a quitar los animales destrozados.

–La tormenta, fray Humberto -tentó Nahueltruz, que se hallaba entre los brazos de Laura en el momento en que la comadreja correteaba a las gallinas. Para contentar al fraile, le propuso reparar los huecos con madera y reforzar la estructura general del gallinero. En eso se ocupaba, cuando Laura y Blasco se deslizaron dentro del convento.

Laura y Blasco se quedaron contemplándolo a cierta distancia. Nahueltruz Guor martillaba. Tenía el torso desnudo, y los músculos revelaban el esfuerzo; acompañaba los golpes de martillo con el entrecejo fruncido, mueca que Laura encontró irresistiblemente atractiva. Nahueltruz levantó la vista.

–¿Por qué la trajiste? – se enfadó con Blasco.

–Yo le pedí -terció Laura.

Nahueltruz bajó la escalera y se acercó con mala cara, el martillo aún en su mano.

–Te volviste loco, Blasco. ¿Alguien los vio?

–Nadie nos vio, Nahueltruz -farfulló el niño, muy afectado.

–Ve a la cocina y pídele a fray Humberto que te convide con las bolas que acaba de freír.

Blasco salió corriendo, no tanto por las bolas de fray Humberto, que eran famosas, sino por escapar a la ira de Nahueltruz.

Sin abrir la boca, Guor marchó rumbo al establo y Laura lo siguió cabizbaja, cada vez más arrepentida de la noche anterior. Un cuestionamiento la atormentaba: ¿sería Guor del tipo que, una vez saciada la lujuria, desechan a la dama que con tanto afán cortejaron y persiguieron? La abuela Ignacia le advertía a menudo acerca de esa clase de cretinos. «El hombre valora a la mujer fácil tanto como a una flor marchita», era la moraleja de doña Ignacia, que jamás habría hecho aclaraciones tan innecesarias a sus hijas, pero, consciente de la naturaleza pasional y profana de su nieta, juzgaba que nada estaba de más. La aterrorizaba la idea de que alguno la embaucara. Bien decía el refrán: «Él fuego, ella estopa, viene el diablo y sopla». Laura, sin embargo, se negaba a aceptar que Guor fuera como esos señoritos frívolos e insensibles de ciudad.

Nahueltruz cerró la puerta del establo, que quedó a media luz. Laura seguía con la cabeza baja y apretaba las manos para que él no notara que le temblaban. La vergüenza y la humillación le habían arrebolado las mejillas, y agradeció que Guor no pudiera advertirlo en la lobreguez reinante.

–¿Qué se te cruzó por la cabeza al pedirle a Blasco que te trajese hasta aquí? – soltó Guor, y su voz tronó en los oídos de Laura.

–¿Es que no tenías deseos de verme? – masculló al borde del llanto.

–¡Deseos de verte! – se exasperó-. ¡Claro que tenía deseos de verte! – Y, como advirtió que Laura sollozaba, bajó los decibeles para repetir-: Por supuesto que tenía deseos de verte. Moría por verte.

La envolvió con sus brazos y le apoyó la cara sobre la coronilla. Laura le rodeó la cintura y le besó el pecho desnudo.

En realidad, Laura no tenía idea de cuánto la había echado de menos en esas pocas horas. Luego de abandonar furtivamente lo de doña Sabrina antes del canto de los gallos, había regresado al galope hacia el convento para evitar el gentío que pronto pulularía en las calles. El aire fresco le daba de lleno en la cara y le inflaba la camisa, y un bienestar desconocido le dibujaba una sonrisa involuntaria en los labios. Laura desnuda, su carne blanca y palpitante, era una imagen recurrente que lo obligaba a cerrar los ojos y le alteraba la respiración. La noche compartida había sido perfecta; atesoraba cada instante, cada gesto de Laura, cada sonrisa tímida, su desconcierto, su dolor, su inocencia y su anhelo de mujer. No se había tratado sólo de poseerla sino de protegerla, de pertenecerle, de ser uno. Y le preguntaba si no tenía deseos de verla.

–¡Tontita! Claro que tenía deseos de verte -repitió él, siguiendo el hilo de sus cavilaciones.

–Pensé que no, creí que después de anoche ya no me querrías.

Guor rió y la abrazó. Lo excitó tenerla otra vez a su merced. La apoyó contra la pared del establo y comenzó a acariciarla y a besarla.

–Sé que anoche sufriste, soy consciente de que te dolió y de que yo fui el único que disfrutó. La próxima vez será distinto, la próxima vez gozaremos juntos.

–Nahuel -susurró ella, a punto de rendirse, más allá de que sabía que era imperativo regresar a lo del doctor Javier, que estaba en un convento y que Blasco merodeaba.

Blasco los espiaba por el resquicio de la puerta del establo. En varias ocasiones había visto a los soldados y a los indios del fuerte besar a las cuarteleras; incluso había espiado una noche que Racedo llevó a Loretana al cuartel, y lo había impresionado el ímpetu con que le arremetía entre las piernas y cómo gruñía y le decía groserías. Él no era un nene de pecho; sabía de las cosas que los hombres grandes les hacían a las mujeres. Con todo, aquel beso entre Nahueltruz Guor y la señorita Laura lo dejó boquiabierto, no porque no se hubiese figurado que había algo entre ellos sino por la manera en que Guor tomaba a la señorita Laura y la estrechaba entre sus brazos, y por la manera en que la besaba y la miraba y volvía a besarla, con vehemencia, casi con desesperación, y le quitaba el cabello de la cara y la aferraba por la nuca y la apretaba contra él, y ella parecía tan pequeña y entregada a la fuerza y supremacía de Guor, y sin embargo tan feliz entre sus brazos. Lo impresionó la voz torturada de Guor que repetía el nombre de ella, y la de ella que lo llamaba «Nahuel». Por fin, lo pasmó la intemperancia de Nahueltruz cuando él lo conocía parco y mesurado. Un poco incómodo, se alejó hacia la zona del huerto.

–Tienes que ser cuidadosa cuando vengas a verme aquí -habló Guor-. Primero porque no quiero que el padre Marcos piense que abuso de su hospitalidad haciendo cosas que él no aprobaría. Segundo, debemos cuidarnos de Racedo, que te espía día y noche y podría seguirte. Se armaría la de San Quintín si llegase a descubrirme, y no quiero que el padre Marcos tenga problemas con la milicia por mi culpa.

Laura asintió y, a punto de preguntar por qué Racedo lo buscaba con tanto empeño, escucharon a Blasco que se acercaba canturreando. Laura se arregló el tocado, se alisó el mandil y se aclaró la garganta.

–Vamos, señorita Laura -dijo Blasco, simulando naturalidad-. Fray Humberto está al llegar.

Pero Guor, que conocía al muchacho como si se tratase de su hijo, se dio cuenta de que los había visto. Lo tomó por el hombro y lo alejó unos pasos.

–No viste ni escuchaste nada hoy aquí -ordenó Guor, y Blasco se apresuró a asentir-. Le harías un gran daño a ella. ¿Tengo tu palabra de honor?

–Sí, Nahueltruz -aseguró Blasco, y Guor sabía que no mentía.