Ojos grandes
En el trayecto hacia la estancia del
gobernador Rosas, Escalante me sorprendió con la noticia de que mi
tío Lorenzo Pardo le había contestado la carta. «Y ten por seguro,
– me leyó el general-, que estaré en Córdoba dentro de algunas
semanas para conocer a mi sobrina y para estrecharte en un abrazo».
Aunque no quería mostrarle “sensiblería barata” (término con el que
Escalante solía describir las emociones manifiestas) no logré
controlarme, y lágrimas de felicidad me recorrieron las mejillas.
También lloraba de tristeza porque me había puesto a pensar en mi
madre.
«Tu tío es un hombre muy rico ahora,
Blanca», me contó Escalante, mientras me tomaba entre sus brazos y
me besaba la coronilla, dulce y comprensivamente, tanto que me
desconcertó. «Es un comerciante próspero de Lima». En el viaje
hasta “El Pino”, Escalante hizo despliegue de un carácter suave y
benevolente que no había mostrado en los primeros meses de
matrimonio. Me leyó a Francesco Petrarca, su poeta favorito, y
saltaba del Canzoniere a los Trionfi con una avidez de niño frente
a un dulce que me hizo apreciarlo con otros ojos. «Petrarca
escribió estos poemas en honor de Laura de Noves, su amada y musa.
Laura era el paradigma de la belleza en la época del Renacimiento:
ojos negros, piel blanca, cabello rubio». Se quedó meditativo.
«Tendremos una hija, – habló un momento después-, y se llamará
Laura. Me darás una hija, Blanca, una niña con tu belleza y
delicadeza; ella y tú serán mis tesoros más
preciados.»
En la estancia “El Pino” nos recibió el
capataz, don Isasmendiz, que tenía orden del gobernador Rosas de
atender a su “amigo” (ése era el apelativo para Escalante en la
esquela) a cuerpo de rey. El general Escalante se encontraba más
allá de la lucha entre unitarios y federales. Él, que había
combatido a los godos y que compartía la gloria por la liberación
de América del Sur, aseguraba que no se rebajaría a tomar parte en
una escaramuza de incivilizados. A Rosas, sin embargo, corazón y
alma de esa “escaramuza de incivilizados”, el general le tenía
aprecio, quizá porque Rosas lo veneraba por ser amigo íntimo del
general San Martín.
La mujer del capataz Isasmendiz, Rosa del
Carmen, me informó que las carretas habían llegado esa mañana y que
María Pancha había acomodado lo necesario en mi habitación. «Tendrá
que perdonar la señora, – dijo, sin mirarme a la cara-, pero aquí
hay solamente una pieza con cama matrimonial: la del patroncito, y
a ésa no la usa naides sino él. Usté y el general Escalante tendrán
que dormir en piezas separadas», indicó, mientras caminábamos hacia
los interiores de la casa.
Fueron tres días magníficos en el campo
de Rosas. María Pancha y yo, con Rosa del Carmen como cicerone, nos
aventuramos por los alrededores y, aunque sabía que a Escalante no
le habría gustado, permití que Rosa del Carmen nos mostrase el
lugar donde los peones marcaban el ganado, esquilaban ovejas y
domaban caballos. La actividad era frenética y se notaba que aquél
era un establecimiento próspero. Escalante pasaba la mayor parte
del día montado a caballo junto a Isasmendiz; resultaba obvio que
la visita se debía exclusivamente a un acuerdo de compra o venta de
ganado, pero como el general no me hacía partícipe de sus planes,
yo no me atrevía a preguntar. Pocas cosas lo fastidiaban tanto como
que se averiguase acerca de sus asuntos.
La segunda noche en el campo de Rosas, un
incidente me dejó desasosegada y sólo pude volver a conciliar el
sueño cuando el sol despuntó. A la madrugada, me despertaron los
golpes del reloj de la sala; abrí los ojos sin sobresalto, pero
enseguida me atemoricé al percibir que había alguien en la
recámara. «¿Es usted, José Vicente?», pregunté, y me incorporé en
la cama. La escena resultaba escalofriante, porque la persona que
merodeaba se movía tan sigilosamente que no la escuchaba sino que
la percibía a través del juego de luces y sombras cuando se
deslizaba a la luz de la luna; en realidad, parecía que flotaba. A
la mañana siguiente, al comentar el episodio con Rosa del Carmen,
me dijo con imperturbable seriedad que sin lugar a dudas se había
tratado de alguna alma en pena, que existían muchas en esa casona
vieja llena de recuerdos.
Finiquitados los asuntos que interesaban
a Escalante, debíamos proseguir la marcha hacia Córdoba. La visita
a la estancia “El Pino” había sido un éxito para mi esposo, pues
continuaba de buen talante. Al despedirnos, don Isasmendiz y Rosa
del Carmen nos regalaron una canasta colmada de conservas, dulce de
leche, quesos y una pata de chancho que el propio Isasmendiz sabía
curar con humo y especias. «Para que no les falte con qué engañar
el estómago», expresó el buen hombre, mientras le entregaba la
canasta a mi esposo. «La próxima posta, Cabeza de Tigre, está a
varias leguas, y van a llegar muy tarde esta noche»,
informó.
Partimos. El último tramo del periplo
(que Escalante aseguraba completar en cuatro jornadas) se
presentaba eterno y fastidioso. El calor era lo peor. Yo trataba de
cerrar los ojos y dormir, de olvidarme de que me hallaba en un
compartimiento pequeño e incómodo, que me alejaba de mi ciudad y de
mis afectos para empezar una nueva vida en otro lugar, con gente
extraña y al lado de un esposo al que, más que amar,
temía.
De tanto intentarlo, debo de haberme
quedado dormida. Me despertó la orden del mayoral que detenía los
caballos. Escalante se apresuró a descorrer el visillo y preguntó
de mal modo qué diantres ocurría. Aparecieron los rostros del
mayoral y del postillón. «El campo está en movimiento, patrón»,
dijo el primero, y el segundo agregó: «Hemos avistao una tropilla
de gamos y una bandada de avestruces juyendo en dirección al sur;
los pájaros también andan exaltaos, general.» Escalante, que había
estado leyendo, se quitó los lentes con un ademán de fastidio y
cerró el libro con furia. Paseó la mirada encendida por los
semblantes de sus sirvientes, que aguardaban indicaciones.
«Enganchen la remuda al coche y aten los caballos cansados a la
sopanda; en caso de ser necesario, cortan la reata para que no sea
un lastre. Alisten sus trabucos», añadió, y cerró la ventanilla sin
aguardar a que sus hombres se retiraran. Cumplido el mandato,
reemprendimos la marcha.
El buen humor de mi esposo se había
esfumado. Yo permanecía, aunque quieta y silente, embargada de
angustia, porque no era difícil barruntar que algo grave estaba
ocurriendo. Luego de controlar que las pistolas estuvieran cargadas
y prontas, Escalante se mantuvo alerta al paisaje. Tenía el gesto
grave, y por primera vez lo noté inseguro y temeroso. Nuestras
miradas se cruzaron, y Escalante se apiadó de mí. «No estés tan
intranquila, Blanca; quizá se trate de un grupo de hombres arreando
caballos o de una cuadrilla de soldados», y me apretó la mano más
bien torpemente. La suya estaba fría y sudada.«¿Y qué si no es un
grupo de hombres arreando o una cuadrilla de soldados?», quise
preguntar, pero no me animé.
Escalante divisó una columna de polvo que
se levantaba desde el nordeste y, a los gritos, le ordenó al
postillón que se subiera al toldo y distinguiera de qué se trataba.
«¡Indios!», informó el hombre para agregar un momento después:
«¡Son pocos, general, y vienen arreando caballos!». Escalante sacó
medio cuerpo por la ventanilla para dar órdenes a sus hombres. Yo
me acurruqué en el rincón opuesto y saqué mi rosario, que comencé a
desgranar como autómata sin prestar atención al diálogo frenético
que se había entablado entre el general y sus sirvientes. Los
indios se aproximaban a una velocidad impensable. Nunca olvidaré
los alaridos que lanzaban, que, en el desquicio, se mezclaban con
el traqueteo del coche, los comentarios vociferados del mayoral y
del postillón, las indicaciones de Escalante y mis Padrenuestros y
Avemarias rezados en voz cada vez más alta.
Escalante me tomó por el hombro y, sin
decir palabra, me arrojó al piso de la volanta, a sus pies.
Inmediatamente comenzaron los disparos, los de los trabucos y los
de los revólveres. Yo había dejado de rezar y lloraba
histéricamente. Lo que más me desasosegaba era el gesto de mi
esposo, que, siempre seguro y altanero, ahora lucía medroso e
impotente.
Los indios nos rodearon, y el mayoral
detuvo la volanta tan abruptamente que Escalante terminó sobre mí.
Enseguida se irguió para cargar las armas y reabrir el fuego. Yo
cerraba los ojos y me apretaba los oídos; no quería ver, no quería
escuchar, sólo quería despertar de esa pesadilla. En un momento
debió resultarle evidente al general que estábamos perdidos, porque
detuvo los disparos, me contempló desde arriba y me apuntó con el
arma, dispuesto a matarme antes que saberme cautiva de los indios.
Yo lo miré sin entender. Escalante descerrajó un tiro y un golpe
seco me dejó a oscuras.
Me despertaron las náuseas. Me incorporé
y vomité bilis, un sabor amargo que me quemó la garganta. Alguien
me extendió un trapo húmedo y un jarro con agua. Me limpié y
enjuagué la boca, y levanté la vista para observar en torno. Me
hallaba en una carreta protegida con hule, que reconocí como la de
Escalante; allí estaban mis baúles y los del general. «¿María
Pancha?», llamé con voz cavernosa, y el esfuerzo me arrancó
lágrimas. Me tendí nuevamente; me había mareado y las bascas
amenazaban con regresar.
Un hombre me colocó un trapo frío sobre
la frente y sonrió al presentarse: «Mi nombre es Miguelito, señora,
pa'lo que guste mandar». Mi desconcierto debe de haber resultado
palmario, pues el hombre agregó que no me preocupara, que él me
cuidaría. «¡Por fin despierta!», exclamó a continuación. «Estuvo
inconsciente cuatro días». Me llevé la mano a la frente y palpé una
costra. Me dolía la cabeza, me latían las sienes y me di cuenta de
que tenía fiebre. «La bala le rozó la frente, señora, – acotó
Miguelito-. Si no fuera por Mariano, usted estaría muerta. El
general Escalante casi la mata». Los comentarios de aquel hombre y
mis recuerdos me aturullaban. «¿Dónde estoy? ¿Quién es usted?
¿Dónde está María Pancha?», sollocé, y el hombre me pidió que no me
agitara. «Estamos a unos días de Leuvucó, en la selva del
Mamuel-Mapú», informó solícitamente, como si aquella perorata fuera
esclarecedora. Me ayudó a incorporarme y me dio de beber agua con
azúcar. «Mariano regresará dentro de poco. Él fue primero a Leuvucó
para saludar a su familia; luego vendrá por
nosotros».
Las últimas instancias del ataque a la
volanta aparecieron frente a mí: recordé los alaridos de los
indios, el gesto de Escalante, el sonido de las balas, el relincho
de los caballos, los gritos del mayoral y del postillón, y reviví
la espantosa sensación que me había aterido de miedo. Deseé estar
muerta.
Al día siguiente me sentí mejor; la
fiebre había remitido y la garganta no me lastimaba al hablar. Con
todo, me encontraba débil y mareada. Miguelito, mi guardián y
enfermero, se mantuvo junto a mí en la actitud de un servil lacayo.
Me alimentó, me dio de beber, me acomodó sobre el jergón y se
mostró solícito en responder a mis preguntas. Por él supe que,
antes de atacar la volanta, habían secuestrado las dos carretas y
cautivado a los sirvientes, pero que no habían hallado a mi esclava
negra. Supuse, entonces, que María Pancha había conseguido escapar
y esconderse antes de que los indios se abalanzaran sobre ellos. Me
desconsoló la idea de que María Pancha no sobreviviese a aquel
desierto verde, sin agua ni alimentos, sin un caballo ni un
baquiano que la guiase fuera del laberinto. Miguelito agregó
compungido que el postillón y el mayoral habían muerto, y que el
tal Mariano se había enfrentado al general Escalante. «¿Cómo es que
conoces el nombre de mi esposo?», quise saber, y Miguelito me
confió que él y el grupo de indios que nos habían asaltado eran
peones de la estancia “El Pino”. «Mariano la vio a usted la mañana
en que Rosa del Carmen la llevó dónde esquilábamos ovejas. “Esa
huinca va a ser mía”, nos dijo Marianito, refiriéndose a usted,
señora, y todos pensamos que bromeaba.»
Mi esposo asesinado, mi amiga del alma
vagabundeando por esas tierras olvidadas de Dios y yo en manos de
un salvaje que me había arrebatado del mundo real para satisfacer
un instinto animal. Comencé a llorar, y Miguelito dejó la carreta
cabizbajo.
Mi estado de ánimo y mi debilidad física
me hacían perder la conciencia y a menudo caía en una duermevela
plagada de pesadillas que no terminaban cuando abría los ojos. Una
tarde percibí una agitación inusual en torno a la carreta en la que
se distinguía la voz de Miguelito y la de otras gentes que hablaban
en una lengua desconocida, de pronunciación gutural; también se
escuchaban relinchos de caballos y el crepitar de una fogata. Me
asomé por un resquicio del hule; aunque atardeció y comenzaba a
oscurecer, reconocí a Miguelito, el único blanco, rodeado por un
grupo numeroso de indios. Me llamó la atención el que ponía la mano
sobre el hombro de Miguelito y le hablaba con circunspección.
Miguelito le sonreía y a su vez lo palmeaba en la espalda. Lo llamó
Mariano. Se trataba de un hombre tan alto como Escalante, pero
corpulento y macizo. Vestía pantalones, y el torso lo llevaba
desnudo; los músculos de los brazos y los pectorales me brindaron
una clara pauta de su fuerza física. El pelo, lacio, largo y negro,
lo usaba suelto sobre los hombros, con un tiento de cuero ajustado
en la frente. A esa distancia, me resultó imposible distinguirle
las facciones. Minutos más tarde, los indios montaron sus caballos
y se alejaron al galope. Después de apagar la fogata, Miguelito
trepó al pescante de la carreta y la puso en marcha. Era noche
cerrada cuando alcanzamos destino. Miguelito me ayudó a bajar de la
carreta y me condujo a una tienda.
«Mi nombre es Mariano Rosas», me dijo en
castellano el indio alto y corpulento, luego de que Miguelito me
dejó a solas con él en la tienda. Me explicó con parsimonia que me
hallaba en Leuvucó, la capital del Mamuel-Mapú, el País de los
Ranculches, donde su padre, el gran cacique general Painé Guor, era
la autoridad indiscutida. Yo lo contemplaba en silencio, perdida
toda capacidad de reacción. El miedo me atenazaba, y el desparpajo
del indio destruía mi resolución de mostrarme segura e
infranqueable. Estiró la mano y me acarició la frente donde me
había herido Escalante. Impulsada por la aversión, salté hacia
atrás y le grité que no se atreviera a ponerme un dedo encima. En
un instante que no viví, me aferró ambas muñecas con una mano y me
aseguró cerca del rostro: «Odiarás tu cuerpo, maldecirás haber
nacido hembra porque todo eso es lo que más deseo, y me saciaré
tantas veces como quiera. ¡También tu corazón me pertenecerá!». Me
arrancó la bata de cotilla, cortó con un cuchillo las cintas del
corsé, me arrojó al piso sobre unas pieles y me poseyó. Su fuerza,
cien veces superior a la mía, me dejó laxa e inerme bajo su cuerpo.
Lo escuché gemir y gozar, y alejé el rostro, asqueada. Por fin,
Mariano Rosas se apartó de mí y abandonó la tienda sin mirar el
despojo que había quedado en el suelo.
Grité hasta sentir la garganta
desgañotada y sabor de sangre en la boca. Grité de asco, de rabia,
de desesperanza. Me daba repulsión mi propio cuerpo porque había
enloquecido a ese salvaje, porque le había pertenecido en ese acto
bajo y abyecto. Quería lavarme, sumergirme en el agua y refregar mi
piel hasta volverla color carmesí. Pero no me animaba a moverme,
menos aún a trasponer el umbral de la tienda y pedir ayuda. ¿A
quién acudiría en el País de los Ranqueles? Permanecí entre las
pieles hecha un ovillo y lloré hasta quedarme
dormida.
Al día siguiente amanecí con los ojos
empastados de lagañas y un dolor en la garganta que me dificultaba
tragar. Aún me encontraba ovillada sobre las pieles, y fue una
ordalía estirar los miembros y ponerme de pie. Luego de restregarme
los ojos, advertí que había una india a mi lado; me contemplaba con
cara de pocos amigos, al tiempo que me ofrecía un plato con un
guiso humeante. Lo aparté de un sacudón y terminó en el piso. Le
ordené que se fuera, y la muchacha salió de la tienda vociferando
en esa lengua inextricable.
Había un vaso con agua, que bebí con
deleite y que calmó el ardor de mi garganta. Como pude, até las
tirillas del corsé y cerré la bata de cotilla para asomarme a la
enramada, una especie de galería delante del toldo con techumbre
plana hecha de maderos y cubierta con chalas de maíz para dar
sombra en esa tierra carente de grandes árboles. Había tiendas
diseminadas y algunos ranchos. Se destacaba un grupo de toldos,
dispuestos en semicírculo, que deduje serían los aduares del tal
Painé; el de mayor tamaño lucía, en el ingreso, cinco lanzas con
penachos de plumas coloradas y moharras de plata sobre las que
reverberaba el sol.
El paisaje era yermo, estéril y ondulado
a causa de las cadenas de dunas que se perdían en el horizonte.
Caldenes, chañares y espinillos constituían la vegetación, junto a
arbustos menores y gramilla. La actividad frenética de esas gentes
menguaba la tristeza del entorno: avisté varios hombres en un
potrero atiborrado de caballos de excelente estampa; algunos los
vareaban, otros los cepillaban; las mujeres limpiaban las enramadas
con escobas de biznagas y aplastaban la tierra salpicando agua y
zapateando; unos indiecitos arrastraban bolsas con deshechos y los
arrojaban a una hoguera, mientras otros acarreaban baldes de madera
con agua al interior de los toldos. En medio de aquel fervor
doméstico se notaba que nadie padecía lo que yo, y eso me hacía
sentir aun más sola.
Un perro, que descansaba a mi costado de
la enramada, me había estado observando con ojos lánguidos y
bonachones. Se levantó y estiró las patas antes de entrar en el
toldo. A pesar de su alzada y tamaño (más parecía ternero que
perro) no me causó pánico, trasijado y débil como estaba; tenía la
piel opaca y el lomo llagado, donde las moscas hacían un festín. Lo
seguí intrigada. El pobre animal olía la comida desparramada en el
interior del toldo, gañía y me lanzaba vistazos suplicantes. Recogí
el guiso con la cuchara y lo devolví al plato, que coloqué bajo el
hocico reseco del perro. Tenía tanta hambre que lo devoró en tres
lengüetazos. «Veo que a ti tampoco te tratan bien», dije, y le
acaricié la cabeza. El perro me lamió la mano antes de echarse a
dormir en un rincón de la tienda.
Como no deseaba llamar la atención,
permanecí en el toldo; aquello que por fuera resultaba precario e
inestable, contaba en su interior con una sólida estructura de
madera y cueros bien curtidos, cosidos con lo que parecía la tripa
reseca de algún animal; eso me dio la pauta de que estas gentes no
eran nómadas: la tienda tenía todo el aspecto de haber sido
construida para permanecer en el mismo sitio al menos por un buen
tiempo. Se trataba de un espacio pequeño, sólo contaba con dos
compartimientos bien diferenciados y aislado uno de otro, con piso
de tierra pisoteada tan dura y plana como el mazarí de un solado.
En el primer compartimiento había pasado la noche sobre las pieles;
en el segundo, que hacía de recámara, descubrí un catre
increíblemente cómodo. Me recosté, exhausta mental y físicamente, y
mientras imaginaba la mejor manera de escapar, me quedé
dormida.
Me despertó horas más tarde el bisbiseo
de varias mujeres que me circundaban; entre ellas reconocí a la que
me había ofrecido el guiso. Me tocaba un mechón de pelo, que para
aquel entonces llevaba suelto, enredado y sucio. Una mujer mayor me
acarició la mejilla con una mano sarmentosa y reseca, otra tanteó
el tafetán de mi falda, y así todas se animaron a manosear alguna
parte de mí. Me incorporé ciega de furia y las eché con cajas
destempladas. Ellas se abalanzaron sobre mí y a la rastra me
sacaron fuera. En la pelea, tragué polvo, se me rompió aun más el
vestido, perdí un chapín y me ligué un mamporro que me hizo sangrar
la nariz. No tenía voz para gritar, y me limitaba a sacudir piernas
y brazos, a repartir trompazos y puntapiés a mansalva. Hasta que
apareció Miguelito, y me quitó el enjambre de
encima.
A mi paso hacia el toldo asistida por mi
ángel guardián, las mujeres me gritaban e intentaban golpearme,
pero Miguelito levantaba el brazo en son de amenaza y las espantaba
como a palomas. Niños y niñas marchaban a nuestro lado y me
observaban como si yo fuera una criatura de otro mundo. Los más
ancianos también me miraban y comentaban con flema, cada uno con
una pipa larga y blanca que les colgaba de los labios. «Las chinas
no querían hacerle daño, señora», terció Miguelito, mientras me
ayudaba a regresar al catre. «Querían llevarla a la laguna para
lavarla y ponerla bonita para Mariano, que está al llegar». Que no
me tocaran, que se mantuvieran lejos, que las odiaba, que me daban
asco, que no soportaba su olor, que Mariano se podía ir al demonio.
Cansada, débil y triste, me largué a llorar como una magdalena,
mientras Miguelito, en silencio y con gesto serio, me limpiaba la
sangre de la nariz y el polvo del rostro.
Más tarde pensé: «No me vendría nada mal
un baño». Apestaba, ¿cuántos días habían transcurrido desde el
último baño decente? Debía de tener la traza de una orate. El
perro, que durante la pelea había perdido la pachorra para ladrar y
propinar tarascones a las indias, ahora yacía a los pies del catre,
y cada tanto gimoteaba como solidarizándose con las amarguras de su
nueva ama. «Veo que se ha ganado un amigo muy prontito», dijo una
voz de mujer en castellano. «Ven, Gutiérrez, que te traje unos
huesos», y el perro se levantó y, meneando la cola, fue donde la
joven morena y bonita.
Me dijo que se llamaba Lucero y que era
la hija del gran cacique Yanquetruz y de Dorotea Bazán, una
cristiana oriunda de Comodoro Várela, San Luis, que había sido
cautivada a la edad de trece años. «Yo sé que no estás loca como
dicen, pero sí muy lastimada. No tienes que temer, yo estoy contigo
ahora». Me llevó en su jaca hasta la laguna de Leuvucó, a unas
doscientas varas del asentamiento, donde me desnudó con extrema
delicadeza, me bañó y lavó el pelo, que luego desenredó y dejó
suelto. El agua era dulce y transparente, y fue un placer sentirme
fresca y limpia de nuevo. «Ponte esto. Es mi mejor pilquen», y sacó
del morral un pedazo de paño fino de color bermellón, que me
enroscó en torno al cuerpo y ató detrás de mi
cuello.
Sobrevino el crepúsculo, y un aire
fresco, que olía a campo, me secaba el cabello. Permanecíamos
calladas. Lucero juntaba barro de la marisma, un barro compacto, de
color plomizo, con el que formaba panes que luego guardaba en un
talego. «Será para moldear vasijas y otros chirimbolos», pensé,
incapaz de romper el silencio. Se escuchaba el agua de la laguna
que corría entre los carrizos y las espadañas, el trinar de los
pájaros y el chirrido de grillos y otros insectos nocturnos. Y el
ruido de mis tripas, que causó risa a Lucero. «Anda, vamos, mi
madre ya debe de haber preparado algo para comer», y me tomó de la
mano y me ayudó a ponerme de pie.
«¿Qué va a ser de mí, Lucero?», quise
saber con la voz quebrada y lágrimas suspendidas en los ojos. En
medio de aquel lugar silente y yermo me había puesto a recordar lo
linda que era mi ciudad, cuánto quería a mi gente, a mi negra María
Pancha, a tía Carolita y sobre todo a Escalante, a quien
repentinamente añoraba con desesperación. Me dije: «No volveré a
verlo jamás». Caí de rodillas y por primera vez lloré a mi esposo
muerto. Demasiado débil para llorar, me recosté sobre el regazo de
Lucero, que me mesó el cabello y me susurró palabras de consuelo
hasta que recobré la calma. «Algún día amarás a mi tierra y a mi
gente», vaticinó la muchacha.
La madre de Lucero, Dorotea Bazán, era
una mujer más joven de lo que aparentaba; aquellos parajes tórridos
en verano y gélidos en invierno, le habían cuarteado la piel, que
ya no era blanca, y la vida dura y afanosa de Tierra Adentro le
había encorvado la espalda y deformado las manos. Le faltaban
algunos dientes. Me di cuenta de que no era culta, quizá hasta
analfabeta, pero sí dueña del candor propio de la gente de campo,
esa mezcla de sabiduría, inocencia y mesura que me apaciguó el alma
inquieta. Cuando le pregunté cómo había logrado habituarse a los
salvajes, me respondió sin ofenderse: «Ni tan salvajes. Verá,
m'hija, uno se termina acostumbrando a cualquier cosa en esta santa
vida», y me pasmó al contarme que, años atrás, un piquete de
soldados la había rescatado del cautiverio, pero ella, con dos
hijos del cacique Yanquetruzpor aquel entonces, le pidió al capitán
que la regresara al Imperio Ranquel. «De todos modos, – agregó, con
gran aceptación del fatalismo-, ¿quién me querría en la
civilización si yo era la mujer de un indio?»
Miguelito me fue a buscar a lo de la
viuda del cacique Yanquetruz para acompañarme de regreso al toldo,
donde me topé con Mariano Rosas. Me miró de arriba abajo,
evidentemente complacido con el pilquen rojo que llevaba. A pesar
de que el miedo me dominaba, yo también lo miré de arriba abajo, y,
gracias a la luz de una lámpara de cebo, advertí que se había
bañado (tenía el pelo húmedo y no apestaba a grajo y a caballo como
la noche anterior) y que vestía ropas de gaucho bastante finas.
Evité que nuestros ojos se encontraran y, al comenzar a sentir
vulnerabilidad e incomodidad, me agaché para colocar los restos de
la comida en el plato de Gutiérrez, mi fiel
amigo.
«Usted es un desfachatado, señor»,
expresé, aferrada al pescuezo del perro. «¡Mire que presentarse así
como así después de lo que me hizo anoche!». La verdad es que no
sabía qué decir; ese hombre me había hecho tanto daño, lo odiaba
tanto, tenía tantas cosas atragantadas para reclamarle que la
situación me desbordaba y no atinaba a actuar. Se me cruzó por la
mente arrojarle el cebo de la lámpara y quemarlo vivo, arrebatarle
el facón e hincárselo en el vientre, morderlo, arrancarle los ojos,
todo tipo de crueldades para compensar la rabia y el resentimiento
que me carcomían el alma. «Y después, ¿qué, Blanca?», me
dije.
«Lo que te hice anoche, – empezó él-, es
lo que cualquier hombre le hace a su mujer», y remarcó lo de “su
mujer”. Le espeté que yo no era “su” mujer, sino la del general
José Vicente Escalante, a quien él había asesinado a sangre fría
para complacer el instinto propio de un animal. «¿Quién te dijo que
yo maté al general Escalante? Hasta la última vez que lo vi estaba
herido, pero no muerto», y me aferró de la cintura para agregar con
una mueca furibunda: «No deberías preocuparte tanto por él; después
de todo, iba a matarte». «Mejor muerta que este infierno», le
solté. Nos mantuvimos en suspenso por segundos que parecieron
siglos hasta que Mariano Rosas me arrojó al suelo y abandonó el
toldo con Gutiérrez por detrás que le ladraba.
Escalante no había muerto. Vivía. Una
alegría inefable me colmó de esperanzas. El vendría a rescatarme.
No obstante, y en contra de mis buenos augurios, razoné que un
hombre herido, solo en medio de una tierra hostil, sin alimentos ni
agua, jamás subsistiría. Y, recordando las palabras de Dorotea
Bazán, me pregunté si mi esposo aún me querría después de haber
sido violada por un indio.
A pesar de todo, esa noche dormí profunda
y plácidamente. Era la primera vez en varios días que lo hacía
limpia y bien comida. A la mañana siguiente me despertó Gutiérrez,
que reclamaba su desayuno. Al abrir los ojos, me llevó un momento
entender adonde estaba. La voz de Miguelito, que me llamaba desde
la enramada, me salvó de caer en el desánimo. «Me gustaría tanto
recuperar mis cosas», le comenté a modo de saludo, mientras alisaba
el pilquen de Lucero, que parecía un fuelle.
Miguelito me traía el desayuno: un plato
de madera repleto de puchero, abundante en choclos y zapallo. Los
indios siempre comen carne, en las tres comidas diarias, no sólo de
vaca sino de yegua, potro, guanaco, avestruz, gamo y otros animales
más chicos, como vizcachas y piches, que cazan en el desierto;
supongo que por eso son fuertes y sanos; nunca conocí un caso de
tuberculosis, raquitismo o consunción, enfermedades que desvelaban
con frecuencia a mi padre y a tío Tito en Buenos Aires. Con todo,
la vista y el aroma del puchero a esa hora de la mañana me
despertaron ganas de vomitar. Miguelito salió del toldo y regresó
poco después con un chambao (especie de jarrito hecho de asta de
toro) con café humeante y bien dulce; envueltas en un trapito,
venían cuatro tortas fritas. Nos sentamos a desayunar en la
enramada. Que el puchero estuviera caliente no era obstáculo para
que Gutiérrez lo devorase haciendo toda clase de
ruidos.
Noté movimiento en el toldo de las lanzas
con plumas rojas, el que yo suponía del cacique. Las indias
entraban y salían llevando enseres de cocina, mientras los niños
barrían la enramada y acomodaban los asientos. «Esta noche están de
fiesta», comentó Miguelito, adivinando mi curiosidad. Le lancé un
vistazo como diciéndole: «¿Y a mí qué me importa?», que de
inmediato lamenté. Miguelito era, junto a Lucero, mi único amigo en
ese sitio cerril y extraño, y, aunque debería haberlo odiado
(después de todo él había formado parte del malón que me había
arrancado de mi mundo), no podía; era un hombre demasiado bueno.
«¿Fiesta?», pregunté, con mejor predisposición. Y esto dio pie para
que Miguelito me contase la historia de Mariano
Rosas.
Allá por 1834, una tribu al mando del
caciquillo Llanquelén se había escindido de la Confederación
Ranquel para ponerse bajo la protección del gobierno cristiano, que
lo ubicó, junto a su tribu, en la localidad de Rojas, provincia de
Buenos Aires. Painé Guor, sucesor de Yanquetruz, que desde hacía
poco ostentaba el título de cacique general, decidido a recuperar
las tierras y devolver a la buena senda a los renegados, organizó
junto a Pichuín (hijo del gran Yanquetruz y hermano mayor de
Lucero) un ataque a Rojas. Es costumbre de los indios cuando salen
a maloquear dejar un grupo de caballos de reserva al mando de
lanceros más jóvenes, a distancia prudente del sitio elegido para
asaltar; de esta forma cuentan con caballería fresca al momento de
la huida. Aquella vez, la del ataque a Llanquelén y a la localidad
de Rojas, no fue una excepción, y Painé dispuso que una manada de
mil trescientos caballos quedara al mando de su hijo de quince
años, Panguitruz, y de otros jóvenes a orillas de la laguna
Langheló, a varias leguas de Rojas. Entre estos jóvenes se
encontraba también el hijo mayor de Pichuín, Güichal, nieto de
Yanquetruz y amigo inseparable de Panguitruz
Guor.
Llanquelén, prevenido del ataque del
cacique Painé, no sólo advirtió a la localidad de Rojas del
inminente malón sino que salió tras las reservas que, de seguro, se
habrían aprestado para el momento de la fuga. Las halló a orillas
de la laguna Langheló, donde Panguitruz, Güichal y el resto de la
indiada se bañaban despreocupados. Los mil trescientos caballos y
el grupo de jóvenes fueron arreados y entregados a las autoridades
militares que los condujeron a la prisión de Santos Lugares. Meses
más tarde, las tierras de la tribu sediciosa fueron nuevamente
anexadas a la Confederación ranquelina y el cacique Llanquelén
juzgado por una asamblea de iguales en respeto a su jerarquía.
«¡Painé!», vociferó Llanquelén en las últimas instancias del
juicio, «¡No verás más a tu hijo Panguitruz porque se lo he
entregado a Rosas y se lo ha llevado a Santos Lugares!». Enfermo de
rabia y dolor, Painé desenvainó el facón y degolló al cacique
rebelde en medio de la asamblea. El cuerpo de Llanquelén aún se
contorsionaba en el piso cuando Painé se cubrió el rostro y, frente
a los demás caciques, caciquillos y capitanejos, lloró amargamente
la pérdida de su hijo Panguitruz, que si bien no era el
primogénito, todos lo sabían su dilecto.
El año de cautiverio en Santos Lugares
resultó un infierno para Panguitruz, Güichal y los demás
indiecitos. Los mantenían con grilletes, les daban de comer poco y
mal y los trataban como a bestias; dormían en el piso y hacían sus
necesidades en un balde que a veces los guardias se olvidaban de
vaciar. Al comenzar los primeros fríos, les arrojaron unas mantas
agujereadas y malolientes y, a pesar de que se acurrucaban para
darse calor unos a otros, el aire gélido nocturno les traspasaba
los miembros como cuchillos filosos. Uno de ellos murió de
pulmonía.
Consciente de las penurias que pasaría su
hijo, Painé hizo llegar un mensaje a Rosas: entre los indios que
desde hacía casi un año mantenía prisioneros en Santos Lugares se
hallaba el hijo de Painé Guor y de la cacica Mariana. Rosas, que
conocía a Painé de sus años mozos, de cuando era estanciero y debía
combatir el malón a diario, hizo comparecer al grupo de indios en
su nueva residencia de San Benito de Palermo. «¿Quién es el hijo de
Painé y de Mariana?», preguntó con voz estentórea y mueca
imperiosa, y Panguitruz, sin acoquinarse, dio un paso al frente y
lo miró de hito en hito. A Rosas le gustó ese muchacho, más alto y
mejor formado que el resto, que había heredado las facciones
delicadas de la madre y el cuerpo macizo y fibroso del padre.
También le gustó que no luciera medroso ni inseguro; por el
contrario, sus ojos azules brillaban de rabia y resentimiento, de
picardía y sagacidad.
Pasaron días muy agradables en San Benito
de Palermo, donde los trataron con deferencia y largueza. Rosas los
hizo bautizar, y él mismo fue el padrino de Panguitruz, a quien dio
su apellido e hizo llamar Mariano en honor de la madre, la cacica
Mariana, esa belleza mitad india mitad blanca que había conocido
quince años atrás. Días después, les ordenó subir a una carreta y
los mandó a su estancia “El Pino” con una nota para el capataz
Isasmendiz.
Mariano, Güichal y los demás indios
vivieron seis años en “El Pino”. Allí conocieron a Miguelito, que
trabajaba como peón para purgar la condena por haber combatido
entre las huestes del general unitario José María Paz. Según
Miguelito, que profesa por Mariano una admiración rayana en la
adoración, Mariano Rosas era el más despierto del grupo, y en poco
tiempo se hizo la fama de mejor domador de baguales; los más bravos
y feroces terminaban mansos y dóciles en sus manos; nadie piala,
yerra o esquila como él, y según el decir del propio Mariano,
después de Dios, a quien más quiere es a su padrino Juan Manuel,
que le enseñó todo lo que sabe.
La vida en “El Pino” no era fácil; debían
trabajar como negros para ganarse el salario, el hospedaje y la
comida, pero nunca les faltaron el respeto y los consideraban como
a iguales. Isasmendiz se había encariñado especialmente con el hijo
de Painé, quizá por pedido explícito del propio Rosas en un
principio, quizá porque Mariano resultó el más bravo de su peonada
tiempo después. Mariano también quería y respetaba a Isasmendiz y
vivía tranquilo en la estancia mientras aprendía algo nuevo cada
día, aprendizaje que atesoraba para cuando regresase a Tierra
Adentro.
A pesar de lo empeñado que estaba a causa
de los asuntos de la Confederación, Juan Manuel de Rosas se hacía
tiempo y viajaba a “El Pino”. Apenas llegado, mandaba a llamar a su
ahijado Mariano, que permanecía a su lado (incluso comía en su
mesa) hasta que el gobernador se marchaba. A Rosas le gustaba
jactarse de que no había desacertado con aquel zagal: aprendía con
facilidad y bien, y se mostraba ávido por conocer cosas nuevas.
Incluso, estaba afanado en aprender a leer y a
escribir.
Mariano tomó la decisión de regresar a
Tierra Adentro esa mañana en que me avistó junto a Rosa del Carmen
y a María Pancha mientras merodeábamos la zona donde esquilaban
ovejas. Había sido él el fantasma que se había escurrido en mi
cuarto, y también había sido él quien, un segundo antes de que
Escalante disparara su arma, lo había golpeado con las boleadoras,
obligándolo a desviar el disparo que me rasguñó la frente. Supe que
no contaría con Miguelito para escapar; a pesar de que me trataba
como a una reina, su mayor devoción era para Mariano, a quien decía
deberle la vida. «Nunca fui bueno domando cimarrones», explicó con
la vista baja, evidentemente avergonzado, «y la primera vez que lo
intenté casi muero si no es por Mariano, que me salvó el pellejo
sin conocerme mucho. Era arisco ese bagual, tenía el diablo en el
cuerpo. Me sacudió bien fiero hasta que me tiró, con tanta mala
fortuna que se me enganchó el pie en el cabestro y el caballo ora
me arrastraba ora me hacía flamear como estandarte. Aquello iba a
terminar mal, señora, o pisoteao por los cascos o desnucao. Los
peones no sabían qué hacer; yo, más desmayao que despierto, sólo
escuchaba gritos y comía tierra. Mariano, según me narraron
después, se trepó como gato montes a los adrales del potrero y,
cuando el caballo enfurecido estuvo a mano, se le tiró sobre el
lomo, así nomás, sin cabestro ni apero, que el cabestro lo tenía yo
enroscado en la pierna y el apero hacía rato que había terminado en
el barrial del potrero. Se le aferró a las crines y cortó el tiento
para liberarme. Güichal se metió al potrero y me arrastró fuera,
mientras Mariano saltaba y rebotaba sobre el lomo de ese demonio.
Al rato, el caballo terminó echando espuma y sangre por el hocico,
más manso que un ángel del Señor».
«¿Y la fiesta de esta noche?», insistí,
porque no quería que siguiera loando al hombre que yo aborrecía. La
fiesta la organizaba Painé para celebrar el regreso de su hijo
favorito a quien había creído perdido para siempre. El Consejo de
Loncos en pleno (lonco significa cabeza o cacique en araucano)
comparecería en pocas horas, y no faltarían los caciquillos y
capitanejos del imperio, que llegarían desde los cuatro puntos
cardinales. También estaban invitados los hermanos Juan y Felipe
Saáy el coronel Baigorria, caudillos unitarios que habían pedido
asilo a Painé mientras escapaban de la persecución encarnizada de
Rosas y de la Mazorca. Tenían sus ranchos en Trenel, algunas leguas
hacia el noreste de Leuvucó, cerca del monte del caldén y de la
lagunita del mismo nombre.
Se me ocurrió preguntar por primera vez
qué suerte habían corrido los sirvientes de mi esposo, los que
viajaban en las carretas junto a María Pancha, y Miguelito me
aseguró que se encontraban en excelentes condiciones sirviendo en
la toldería del cacique Pincén. Ellos también habían preguntado por
mí. Resultaba imperioso verlos, ellos sabrían decirme qué suerte
había corrido María Pancha. «Pincén también vendrá a la fiesta,
señora. Quizá traiga a su gente.»
Se acercó un indio que llamó “peni”
(hermano) a Miguelito. Cruzaron palabras en araucano, y Miguelito
me indicó que debía marcharse. Ahí me quedé, sola en la enramada,
sentada sobre un tocón, Gutiérrez a mis pies. La actividad del
asentamiento aumentaba minuto a minuto. Llegaban tropillas de
jinetes acarreando zurrones con maíz, trigo, zapallos, choclos y
legumbres, que entregaban a las chinas en la tienda principal;
también traían chifles desbordantes del fuerte pulcú, bebida que
obtienen al macerar la algarroba, y de la dulce y suave aloja.
Algunas niñas portaban sandías, melones y leña mientras conversaban
animadamente con un indio que traía en reata tres cabras; se las
entregó a una mujer, que desapareció con ellas detrás de la
toldería; al rato, llevaba partes despellejadas de los animales al
interior de la tienda grande. En el corral, un muchacho pialó y
enlazó a una vaca gorda; ya en el suelo, un mazazo en la testuz la
mató. Los hombres se apartaron de la vaca, dando paso a un grupo de
chinas que, con pericia extraordinaria, desolló y despostó al
animal, sin desperdiciar siquiera la sangre, que les gusta beber
aún caliente. Mataron tres más. La comilona en honor de Panguitruz
Guor o Mariano Rosas se perfilaba como un banquete digno de
Lúculo.
Aunque poco a poco me acostumbraba a la
visión circundante, aquél era otro mundo, tan ignoto y distinto al
mío como podría haberlo sido el de los selenitas. El País de los
Ranqueles ciertamente existía, pero yo no me hallaba preparada ni
dispuesta a aceptarlo. Para mí, la realidad se había tomado
inverosímil.
Se aproximaba al galope una decena de
indios; a la cabeza venía Mariano Rosas. Cabalgaba con maestría,
como sólo los hombres de la Pampa saben hacer, con ese dominio
total y absoluto de la bestia, y esa seguridad que les confiere el
porte de caballeros medievales sobre la albarda; a pie, en cambio,
son más bien torpes, caminan en forma desmañada, con la cabeza
hacia delante y las piernas arqueadas; es muy gracioso verlos
correr.
Mariano Rosas vestía una camisa blanca,
bombachas de pañete azul y botas de potro overas; el facón le
brillaba en la cintura; se había sujetado el pelo en una coleta a
la altura de la nuca, mientras un tiento con plumas blancas le
adornaba la frente. Dio un remesón, que imitó el resto de los
jinetes, y los caballos se clavaron en el sitio. Varias chinas se
aproximaron, sonrientes y parlanchínas; una de ellas, la que me
había llevado el guiso el día anterior y que había querido “ponerme
linda” a la fuerza, caminó con afectación evidente hasta la montura
de Mariano y le extendió un odre, del cual Mariano bebió con
fruición. Al devolvérselo, le dedicó una sonrisa franca y abierta,
y le dijo algo que la hizo sonrojar. Era la primera vez que lo veía
sonreír, y debí aceptar que sus dientes parecían de marfil en
contraste con su piel atezada.
De repente me miró sin sorprenderse, con
un mohín socarrón que me dio a entender que todo el tiempo había
sabido que yo lo contemplaba desde la enramada. A mí no me dedicó
una sonrisa; por el contrario, me clavó la mirada con soberbia; la
india, por su parte, me lanzaba vistazos con aire de furia. Di
media vuelta y regresé al interior del toldo, con Gutiérrez por
detrás. Me senté en el catre a aguardarlo, segura de que se
presentaría a reclamarme el desplante de la noche anterior. Cuando
por fin escuché pasos y acudí a la pieza contigua, me encontré con
Lucero. «Vamos a la laguna mi sobrina y yo, ¿nos acompañas?». En
una canasta, junto a otras prendas, Lucero llevaba mi vestido hecho
jirones para lavarlo. Su madre se había ofrecido a componerlo.
Loncomilla, la sobrina de Lucero, una niña de diez años que no
hablaba castellano, se limitaba a observarme de soslayo y a hablar
con su tía, evidentemente de mí.
Ya en la laguna, mientras Loncomilla
chapoteaba alejada, Lucero dijo: «Ahora estoy más tranquila por ti.
Las pucalcúes han hablado», y me refirió que un grupo de mujeres
(las pucalcúes o brujas) reunidas en aquelarre habían leído en el
porvenir de Panguitruz Guor que yo sería buena para él, que no era
el Hueza Huecubú (espíritu del mal) sino el Huenu Pillán (espíritu
del cielo) quien me había conducido hasta ese lugar; vaticinaron,
entre otras cosas, que yo obraría maravillas entre los ranculches.
Incluso una pucalcú había hecho una apología de mí al decir que,
por mi causa, Panguitruz había regresado; otra, sin embargo, se
había opuesto al oráculo al asegurar que mi espíritu lo
atormentaría la vida entera. Me dio risa, y Lucero se mostró
ofendida, por lo que de inmediato me recompuse. Agregó a
continuación que la fiesta no era sólo en honor de Mariano sino de
su sobrino Güichal y de los demás ranculches cautivados aquella
mañana cerca de Langheló. Güichal, amigo íntimo de Mariano, era
hijo del hermano mayor de Lucero, Pichuín, que había vivido
atormentado todos esos años al saber a su primogénito en manos de
los huincas. Loncomilla era la hermana menor de Güichal. Al
escuchar que la mencionábamos, la niña regresó a nado hasta la
orilla y se me plantó enfrente con una sonrisa cálida. Uchaimañé,
me llamó, que quiere decir ojos grandes.
Más tarde, luego de comer choclos fríos y
tortillas de maíz con arrope, ayudé a Lucero a lavar la ropa.
Loncomilla se alejó para juntar flores. «No confíes en Nancumilla»,
expresó Lucero con severidad. «Ella está enamorada de Mariano desde
hace mucho, desde antes que se lo llevara el huinca. No aceptes
nada de ella, en especial comida o bebida; puede contener oñapué,
veneno, – aclaró-, que te mataría lenta y dolorosamente».
Nancumilla, la que me había ofrecido el guiso el primer día, la que
poco antes le había alcanzado el odre a Mariano y recibido como
recompensa una sonrisa galante, tenía la firme intención de
convertirse en la esposa principal de Mariano Rosas. Era una
muchacha baja y carnosa, de largos y lacios cabellos negros que
invariablemente peinaba en dos trenzas. Sus facciones, aunque sin
duda ranqueles, resultaban armoniosas y agradables; por cierto, no
se destacaban sus ojos, demasiado sesgados, ni sus pómulos,
demasiado prominentes, ni el morro, muy abultado, pero en conjunto
sus rasgos le conferían un aire atractivo, el aspecto de una mujer
pasional y determinada.
Lucero me hablaba de las pucalcúes y de
sus oráculos, de Nancumilla y su eterno amor por Mariano Rosas, de
la fiesta en honor de su sobrino, y yo cavilaba: «¿Qué diantres me
interesa a mí? ¿Qué diablos tiene que ver conmigo, que pronto
regresaré al lado de mi esposo y de mi amiga María Pancha?». Sin
embargo, por respeto a la seriedad con que Lucero trataba esos
temas, yo la escuchaba sin aclararle que, en breve, desaparecería
para siempre de Tierra Adentro.
Al regresar de la laguna me encontré con
grandes cambios en mi tienda. Miguelito, apostado en la enramada,
dirigía las operaciones, mientras un desfile de mujeres y niños
acarreaba cosas desde la tienda principal. Mis baúles se hallaban
en el centro de la habitación, además de toda clase de trebejos
para cocinar, lámparas de cebo de potro, asientos forrados en piel
de carnero, una mesa pequeña y una trébedes ya instalada bajo el
hueco del mojinete donde hervía agua en una pava. En la parte
contigua habían quitado el catre pequeño y puesto uno más grande, y
una mujer armaba la cama. «Mainela será su sirvienta, señora
Blanca», anunció Miguelito desde la entrada, y la mujer interrumpió
su labor y se dio vuelta, sin levantar la vista. «Ella sirve en las
tolderías del caciquillo Pichuín, que se la cede a usted, señora»
y, como yo seguía muda, Miguelito añadió: «Vendrá todos los días
temprano por la mañana pa'ayudarla en lo que usté mande. Habla
castellano, como nosotros, porque es
cristiana.»
Más tarde, una vez desaparecidos
Miguelito y su tropa de ayudantes, y mientras Mainela acomodaba la
habitación delantera, me dediqué a estudiar las heridas de
Gutiérrez. En los baúles no faltaba ninguna de mis pertenencias,
aunque se notaba que los habían hurgado. Las llagas en el lomo del
que ya consideraba mi perro estaban decididamente infectadas; las
limpié con agua de Alibour y las curé con una solución yodada;
aunque gañía y temblaba, Gutiérrez se dejaba tocar. Resultaba
imperioso aislar las escaldaduras del contacto con las moscas, por
lo que las cubrí con la espesa y maloliente pomada de tío Tito.
«Mainela, por favor, todos los días le preparas comida a
Gutiérrez», y la mujer asintió con evidente
sorpresa.
Mainela estaba llena de bríos y trabajaba
de sol a sol con el vigor de una jovenzuela, lo que ya no era; le
gustaba conversar y, por su buena disposición y excelente humor,
entendí que era feliz en medio de lo que yo consideraba lo más
parecido al infierno. Debo confesar que su alegría me fastidiaba y
hasta envidiaba la manera en que había conseguido aceptar ese
destino nefando. De todos modos, era vano compararme con Mainela o
Dorotea Bazán, quienes, si bien cristianas, en sus lugares de
origen seguramente habían vivido una realidad no tan disímil a la
de Tierra Adentro; yo, en cambio, había departido con gentes de la
más refinada extracción, comido en las mesas de las grandes señoras
porteñas, bailado en los salones más refinados, vestido con encajes
de Bruselas y sedas francesas, vivido en una de las mansiones más
elegantes del barrio de la Merced, ¿cómo se suponía, entonces, que
llegaría a acostumbrarme a los ranqueles y a sus bárbaras
costumbres?
Mainela me sirvió mate cocido con azúcar
y tortas de maíz cocidas al rescoldo y, mientras colgaba talegos
repletos de utensilios para cocinar, me contó que llamaban
Gutiérrez al perro porque había pertenecido a un cautivo del mismo
nombre. Gutiérrez, el cautivo, se había fugado meses atrás. «Al
saber de su juida, las pucalcúes arrojaron cenizas al viento pa'que
lo envolviese la niebla, y así ha de haber sido nomá», agregó con
un suspiro, «porque, siendo buen baquiano, rumbeó pa´l sur en vez
del norte, pa'terminar muriéndose cerca de la laguna de los Loros,
donde lo encontraron unos indios de Pichuín. Y dende que Gutiérrez
se jue, naides presta atención a este pobre diablo, que como es
juerte y grandote ha resistió, que si no… Hasta que llegó usté,
doñita, y se lo apropió. Déjeme que le diga, doñita: usté ha tenío
suerte aquí, que la tienen como una reina, porque, pa'que sepa,
cuando un indio cautiva a una blanca la hace su sirvienta, y a
veces las pobres tienen que penar bien julero porque, además de
trabajar como negras, las chinas las tienen a mal traer. Pero con
usté es distinto porque parece ser que el Mariano anda bien tocao
por usté y hasta le ha dicho a su chau, digo, a su padre, el gran
Painé Guor, que la quiere pa'ñuqué a usté, quiero decir, pa'mujer
principal». Lancé una carcajada histérica, y Mainela se dio vuelta
súbitamente y me observó con escrúpulos.
Pasé la tarde tórrida en la habitación,
acomodando mis pertenencias que, ya sabía, perdería para siempre al
escapar. Gutiérrez dormía a mi lado, sin moscas que le revoloteasen
sobre las heridas. Primero revisé las joyas, de las que no faltaba
ninguna; tomé el guardapelo, regalo de la abuela Pilarita, al que
desde niña había considerado una especie de amuleto de la suerte, y
me lo eché al cuello. Inspeccioné las redomas y potiches, la
farmacopea de tío Tito y demás vademécumes, y los instrumentos que
aún conservaba de mi padre. Por fin, me dispuse a examinar los
vestidos. De nada me servirían las basquinas ni los parasoles ni
los guantes de cabritilla ni las pañoletas de encaje; usaría las
combinaciones y faldas más simples, los justillos y las blusas de
algodón; me quité los chapines de raso, completamente arruinados, y
me puse los botines de cuero que Escalante me había comprado antes
de partir hacia Córdoba. Me acordé de esa tarde en el bazar de
Nicolás Infiestas, y la nostalgia me hizo
llorar.
Había mucho movimiento en el campamento,
y cada grupo de indios que se unía a la celebración lo hacía
vociferando y gritando como si de chiflados se tratase. Por
prudencia, no me asomé a mirar; por aversión también: temía que el
espectáculo de esos salvajes me mortificara aun más. Prendí una
lámpara porque había comenzado a oscurecer; le temía a la noche, le
temía porque era el momento en el que él
vendría.
Se escucharon golpes de palmas en la
enramada y voces que repetían: «¡Mari-mari!», que es un saludo.
Mainela condujo a Lucero y a Loncomilla hasta la recámara. Me
traían el vestido limpio y remendado. Sin dudas Dorotea Bazán cosía
a las mil maravillas; había realizado un trabajo esmeradísimo; el
zurcido era prácticamente invisible, y había reemplazado las cintas
del corsé con delgados tientos de cuero. Tomé de entre mis prendas
un camisón especialmente adornado con broderie y vainicas, y le
pedí a Lucero que se lo entregara a su madre como muestra de mi
agradecimiento. Se quedó mirándome, evidentemente emocionada.
Loncomilla tomó el camisón y lo estudió con perplejidad. Luego, me
clavó esos ojos retintos y me dijo en su idioma: «Gracias,
Uchaimañé». Se despidieron con apuro: debían ayudar a servir la
mesa de Painé y sus convidados.
Al cabo se presentó Miguelito, muy
entusiasmado con los festejos; parecía disfrutarlo más que los
propios ranqueles. Medio enojada, le pregunté qué encontraba de
agradable en las saturnales de esos bárbaros. «El coronel Baigorria
acaba de llegar, señora», respondió con una sonrisa de niño. «El
coronel pertenecía al ejército del general Paz, y yo peleé bajo sus
órdenes como alférez. Cuando me acerqué a saludarlo, me reconoció
de inmediato.» A Miguelito lo acompañaban dos indios armados con
lanzas y cuchillos. «Mariano quiere que estos dos pasen la noche de
guardia aquí, en la enramada. Los indios son gentes buenas, señora
Blanca, pero cuando chupan, se les mete el diablo en el cuerpo, y
Mariano no quiere que naides la moleste.» Una mezcolanza de ideas
me alteró el gesto: por un lado, me hervía la sangre de coraje e
impotencia al saberme expuesta a la lascivia de esos
desnaturalizados culpa de Mariano Rosas; por el otro, me sentía
protegida y tenida en cuenta, algo que, en contra de mi voluntad,
me suavizaba la ira y me hacía sentir rara.
Nada extraño ocurrió esa noche. Las
familias más encumbradas y los militares unitarios festejaron en
los aduares de Painé, mientras la chusma lo hacía repartida en el
campamento. Escuché voces, gritos y cantos hasta que el cansancio
me venció y me quedé dormida. Las bacanales en honor de Mariano,
Güichal y los demás indios duraron tres días y tres noches. Durante
ese tiempo vi a Mariano Rosas en contadas ocasiones, siempre de
lejos, tratando de no ser descubierta. Permanecía la mayor parte de
la jornada recluida en el toldo; contaba con la compañía de Mainela
y la ocasional de Lucero y Loncomilla; con ellas iba a la laguna a
primera hora, antes de la que la horda despertara. Todos los días,
Mariano enviaba a su heraldo para comprobar que todo se encontrase
en orden; Miguelito era más que solícito y servicial, traía comida,
dulces, y hasta vino tinto de Mendoza, que los indios aprecian como
los franceses el champán; me preguntaba una y otra vez si precisaba
algo, y hablaba en araucano con los guardias que rotaban
permanentemente. Sin quererlo, me encariñé mucho con
él.
La tarde del tercer día, Miguelito vino a
buscarme: Mariano me requería. Marchamos a pie, con Gutiérrez por
detrás, hasta una zona alejada de la toldería donde avisté una
multitud reunida en torno a un descampado. A medida que nos
aproximábamos, el murmullo cesaba y la gente se daba vuelta a
mirarme. Miguelito me abría paso, y yo caminaba con el porte de una
reina, indiferente al tumulto. En el centro del campo había más de
una decena de jinetes aprestando caballos y revisando unas mazas de
largas empuñaduras. «Van a jugar a la chueca», anunció Miguelito, y
agregó que se trataba de un deporte ecuestre en el cual dos equipos
de jinetes deben golpear con las mazas una bocha de madera, llamada
chueca, tratando de llevarla al campo contrario para marcar un
tanto. Entre los jinetes distinguí a Mariano Rosas, que llevaba el
torso desnudo (al igual que el resto de su equipo) y el cabello
tomado a la altura de la nuca. Conversaba animadamente y una
sonrisa franca le embellecía el gesto de hombre bravo, hasta que un
compañero le habló al oído, señalándome. Se dio vuelta sobre la
montura y me lanzó un vistazo serio, desprovisto de piedad; yo
también le sostuve la mirada, sin miedo, increíblemente segura. Me
sabía el centro de la atención y percibía el peso de varios pares
de ojos sobre mí, y, aunque me moría por estudiar las facciones de
esas gentes, me mantuve firme en mi sitio con la vista al frente
mientras acariciaba la cabeza de mi perro.
Esa tarde aprecié a mi raptor en toda su
magnificencia de jinete diestro y fuerte. Él y el caballo parecían
uno; Mariano hacía lo que le daba la gana sobre su animal, y en
varias ocasiones reprimí una exclamación de angustia al verlo más
cerca del suelo que de la montura. Cuando golpeaba la bocha se le
tensaban los músculos de los brazos como cuerdas de violín, y los
pectorales se le inflaban. Ni siquiera el resentimiento me impidió
admitir que se trataba del mejor jugador, y su equipo terminó
ganando gracias a varios tantos marcados por él. Al final del
partido, la gente rodeó el caballo de Mariano y lo vitoreó.
Ñancumilla le extendió una corona de flores, pero Mariano, en vez
de inclinar la cabeza para recibir el trofeo, la aferró por el
antebrazo y la encaramó en su montura como si se tratase de una
pluma, y la muchacha terminó coronándolo sentada delante de él. Me
incomodó aquella escena, y una rabia inexplicable me llenó la cara
de colores. «Vamos, Gutiérrez», dije, y me escabullí aprovechando
que nadie prestaba atención.
Cerca del toldo escuché los cascos de un
caballo que se aproximaba a la carrera. No volteé (sabía bien de
quién se trataba) y seguí caminando. El caballo de Mariano Rosas me
sobrepasó y dio un remesón a pocos pasos. Gutiérrez le ladró
ferozmente y el animal se encabritó. Mariano lo manejó con
destreza, hablándole en su lengua y sujetando las riendas con vigor
hasta tranquilizarlo. Me arrodillé junto a Gutiérrez y le abracé el
cuello; temía por él, pero Rosas ni siquiera lo miró; en cambio,
inquirió de mal modo: «¿Por qué te fuiste? No quiero que estés
sola; todos andan muy exaltados, y aquí, como en todas partes, hay
gente buena y gente mala. Cuando salgas del toldo, lo haces con
Lucero o con Miguelito.» Me lo quedé mirando, atraída por su voz;
me gustaba el acento que tenía al hablar castellano. Se me pasó por
la cabeza la absurda idea de que, noches atrás, había sido la mujer
de ese hombre tan ajeno y poco familiar. Íntimamente me halagó que
se hubiese olvidado de Ñancumilla y de los demás, y corrido detrás
de mí. Sin embargo, mi raciocinio batallaba contra la barbarie que
Mariano Rosas encarnaba y le pregunté con el modo y el tono de una
señora: «¿Cuándo me va a regresar con mi gente?». «¡Nunca!», fue la
respuesta, y, en un momento de insensatez, le grité que me
escaparía, que algún día desaparecería y que no volvería a verme,
que lo odiaba, que le deseaba la muerte. Mariano saltó del caballo
hecho un basilisco y me levantó en el aire. «Odíame cuanto quieras,
Blanca, pero no oses escapar». Se trató de un susurro mordaz cerca
de los labios, con sus ojos fijos en los míos. Me afectó que me
llamara por mi nombre, me afectó verlo tan enojado y al mismo
tiempo tan turbado; me afectaron su cercanía y su torso desnudo; me
afectaba ese maldito indio. «Esto no es la ciudad», prosiguió más
dueño de sí. «No conoces el desierto y sus secretos. Morirías si te
atrevieses a desafiarlo.» «Me escaparé para morir,
entonces.»
Mi tozudez y porfía lo sacaron de quicio.
Me cargó como saco de papas hasta el toldo, donde le ordenó a
Mainela en araucano que se mandara a mudar y que se llevara a
Gutiérrez o terminaría por degollarlo. Me plantó en medio de la
habitación; instintivamente me hice hacia atrás. Le temía hasta el
punto de no poder controlar mi cuerpo: me temblaban manos y
piernas, un sudor frío se escurría bajo mis brazos y entre mis
pechos, y habría jurado que Mariano Rosas escuchaba los latidos de
mi corazón. Estaba a su merced y él lo sabía; no sería
misericordioso ni contemplativo.
«¿Está loco para creer que puede tenerme
indefinidamente aquí?», exploté en un arrebato, y mi voz, quebrada
e insegura, me avergonzó. «¿Por qué me ha hecho usted esto?», exigí
saber, ya sin esconder las ganas de llorar. «Porque te quiero para
mí», fue la respuesta, y amagó con aproximarse. Mis manos dieron
con el cuchillo que Mainela usaba para trozar carne y me lo llevé
al cuello. «¡Me quitaré la vida antes de ser suya otra vez!», y
Mariano Rosas se congeló en el sitio.
Mi mente se puso en blanco; el miedo se
había desvanecido, tenía las manos firmes y el corazón había dejado
de latirme en la garganta. Contemplaba serenamente a mi enemigo de
ojos azules. Mariano Rosas se acercaba con el paso cauteloso de un
felino, y yo ni siquiera caía en la cuenta de eso; su mirada, fija
en la mía, me mantenía hechizada. Estiró el brazo con recelo y me
tomó por la muñeca para guiar mi mano hasta su cuello, donde me
obligó a apoyar la punta del cuchillo. «Si esto es lo que quieres,
hazlo», desafió.
Me di cuenta de que era incapaz de
matarlo, ni siquiera de odiarlo tanto. El cuchillo se me resbaló de
la mano y caí al suelo sollozando. Allí, a sus pies, le supliqué
que me dejara tranquila, que se apiadara de mí, que no me
lastimara. Él, indiferente, me levantó en brazos y me llevó a la
pieza contigua donde volvió a tomarme. Cuando terminó, agitado, la
carne y el corazón aún estremecidos, me aseguró: «Voy a hacer que
me quieras, puedo hacer que me quieras».
La necesidad insoslayable de ver a Nahueltruz llevó a Laura a
cerrar el cuaderno y devolverlo a la escarcela. Todo el tiempo
pensaba que el padre del hombre que amaba, del hombre al que le
había entregado su virginidad, era el salvaje que había ultrajado a
su tía Blanca Montes, la madre de su hermano Agustín. Se le
descompuso el ánimo al preguntarse qué había hecho. Las escenas de
la noche anterior le regresaban a la mente en forma desordenada, y
ella trataba de puntualizar alguna instancia en la que Guor hubiese
dado muestras de esa naturaleza montaraz que resultaba evidente en
su progenitor. Ahogó un sollozo y se cubrió la cara con las manos.
No desconfiaría de él, a quien amaba.
Doña Generosa apareció en la habitación con el almuerzo del
padre Agustín en una bandeja. Se acercó a la cabecera y sonrió
satisfecha al comprobar que las sienes del franciscano seguían
frescas. Notó que Laura se hallaba inquieta, caminaba de una punta
a la otra, se restregaba las manos y un ceño le ocupaba el
semblante.
–Si tienes alguna diligencia que hacer, querida -susurró la
mujer-, yo puedo dar el almuerzo al padrecito cuando
despierte.
Laura no quería abusar de la hospitalidad de doña Generosa ni
recargarla con labores que no le correspondían; tampoco quería
dejar solo a su hermano mientras María Pancha descansaba en el
hotel. No obstante, aceptó el ofrecimiento, incapaz de controlar la
ansiedad por ver a Nahueltruz. Salió a la calle y enseguida cayó en
la cuenta de que no tenía idea adonde se hospedaba. Miró hacia uno
y otro lado con la mano sobre la frente buscando a Blasco. Había
mucho movimiento; pasaban carretas, buhoneros, pregoneros, hombres
a caballo, mujeres con sus niños, pero ni rastro del muchacho.
Enfiló rumbo al establo; allí lo encontró barriendo el
forraje.
–¡Señorita Laura! – se sorprendió Blasco, no tanto por
encontrarla allí sino por el mohín en su expresión-. ¿Algo le
sucedió al padrecito Agustín?
–Nada, nada -se apresuró a aclarar-. Quiero que me lleves con
el cacique Guor.
A Blasco le tomó unos segundos comprender cabalmente el
pedido. Se quedó mirándola y, aunque dudó, no se animó a
contradecirla y le pidió que lo acompañase. La guió por las calles
de la villa para terminar frente al portón trasero del convento.
Con la agilidad de una cabra, Blasco trepó la pared y se arrojó
dentro. Un momento después, levantó la falleba y abrió el portón.
Encontraron a Nahueltruz subido a una escalera, mientras reparaba
el techo y otras partes del gallinero, donde la noche anterior se
había metido una comadreja y matado a varias
gallinas.
–¡Y tú sin escuchar ni pío! – se había irritado fray Humberto
esa mañana, mientras Nahueltruz lo ayudaba a quitar los animales
destrozados.
–La tormenta, fray Humberto -tentó Nahueltruz, que se hallaba
entre los brazos de Laura en el momento en que la comadreja
correteaba a las gallinas. Para contentar al fraile, le propuso
reparar los huecos con madera y reforzar la estructura general del
gallinero. En eso se ocupaba, cuando Laura y Blasco se deslizaron
dentro del convento.
Laura y Blasco se quedaron contemplándolo a cierta distancia.
Nahueltruz Guor martillaba. Tenía el torso desnudo, y los músculos
revelaban el esfuerzo; acompañaba los golpes de martillo con el
entrecejo fruncido, mueca que Laura encontró irresistiblemente
atractiva. Nahueltruz levantó la vista.
–¿Por qué la trajiste? – se enfadó con
Blasco.
–Yo le pedí -terció Laura.
Nahueltruz bajó la escalera y se acercó con mala cara, el
martillo aún en su mano.
–Te volviste loco, Blasco. ¿Alguien los vio?
–Nadie nos vio, Nahueltruz -farfulló el niño, muy
afectado.
–Ve a la cocina y pídele a fray Humberto que te convide con
las bolas que acaba de freír.
Blasco salió corriendo, no tanto por las bolas de fray
Humberto, que eran famosas, sino por escapar a la ira de
Nahueltruz.
Sin abrir la boca, Guor marchó rumbo al establo y Laura lo
siguió cabizbaja, cada vez más arrepentida de la noche anterior. Un
cuestionamiento la atormentaba: ¿sería Guor del tipo que, una vez
saciada la lujuria, desechan a la dama que con tanto afán
cortejaron y persiguieron? La abuela Ignacia le advertía a menudo
acerca de esa clase de cretinos. «El hombre valora a la mujer fácil
tanto como a una flor marchita», era la moraleja de doña Ignacia,
que jamás habría hecho aclaraciones tan innecesarias a sus hijas,
pero, consciente de la naturaleza pasional y profana de su nieta,
juzgaba que nada estaba de más. La aterrorizaba la idea de que
alguno la embaucara. Bien decía el refrán: «Él fuego, ella estopa,
viene el diablo y sopla». Laura, sin embargo, se negaba a aceptar
que Guor fuera como esos señoritos frívolos e insensibles de
ciudad.
Nahueltruz cerró la puerta del establo, que quedó a media
luz. Laura seguía con la cabeza baja y apretaba las manos para que
él no notara que le temblaban. La vergüenza y la humillación le
habían arrebolado las mejillas, y agradeció que Guor no pudiera
advertirlo en la lobreguez reinante.
–¿Qué se te cruzó por la cabeza al pedirle a Blasco que te
trajese hasta aquí? – soltó Guor, y su voz tronó en los oídos de
Laura.
–¿Es que no tenías deseos de verme? – masculló al borde del
llanto.
–¡Deseos de verte! – se exasperó-. ¡Claro que tenía deseos de
verte! – Y, como advirtió que Laura sollozaba, bajó los decibeles
para repetir-: Por supuesto que tenía deseos de verte. Moría por
verte.
La envolvió con sus brazos y le apoyó la cara sobre la
coronilla. Laura le rodeó la cintura y le besó el pecho
desnudo.
En realidad, Laura no tenía idea de cuánto la había echado de
menos en esas pocas horas. Luego de abandonar furtivamente lo de
doña Sabrina antes del canto de los gallos, había regresado al
galope hacia el convento para evitar el gentío que pronto pulularía
en las calles. El aire fresco le daba de lleno en la cara y le
inflaba la camisa, y un bienestar desconocido le dibujaba una
sonrisa involuntaria en los labios. Laura desnuda, su carne blanca
y palpitante, era una imagen recurrente que lo obligaba a cerrar
los ojos y le alteraba la respiración. La noche compartida había
sido perfecta; atesoraba cada instante, cada gesto de Laura, cada
sonrisa tímida, su desconcierto, su dolor, su inocencia y su anhelo
de mujer. No se había tratado sólo de poseerla sino de protegerla,
de pertenecerle, de ser uno. Y le preguntaba si no tenía deseos de
verla.
–¡Tontita! Claro que tenía deseos de verte -repitió él,
siguiendo el hilo de sus cavilaciones.
–Pensé que no, creí que después de anoche ya no me
querrías.
Guor rió y la abrazó. Lo excitó tenerla otra vez a su merced.
La apoyó contra la pared del establo y comenzó a acariciarla y a
besarla.
–Sé que anoche sufriste, soy consciente de que te dolió y de
que yo fui el único que disfrutó. La próxima vez será distinto, la
próxima vez gozaremos juntos.
–Nahuel -susurró ella, a punto de rendirse, más allá de que
sabía que era imperativo regresar a lo del doctor Javier, que
estaba en un convento y que Blasco merodeaba.
Blasco los espiaba por el resquicio de la puerta del establo.
En varias ocasiones había visto a los soldados y a los indios del
fuerte besar a las cuarteleras; incluso había espiado una noche que
Racedo llevó a Loretana al cuartel, y lo había impresionado el
ímpetu con que le arremetía entre las piernas y cómo gruñía y le
decía groserías. Él no era un nene de pecho; sabía de las cosas que
los hombres grandes les hacían a las mujeres. Con todo, aquel beso
entre Nahueltruz Guor y la señorita Laura lo dejó boquiabierto, no
porque no se hubiese figurado que había algo entre ellos sino por
la manera en que Guor tomaba a la señorita Laura y la estrechaba
entre sus brazos, y por la manera en que la besaba y la miraba y
volvía a besarla, con vehemencia, casi con desesperación, y le
quitaba el cabello de la cara y la aferraba por la nuca y la
apretaba contra él, y ella parecía tan pequeña y entregada a la
fuerza y supremacía de Guor, y sin embargo tan feliz entre sus
brazos. Lo impresionó la voz torturada de Guor que repetía el
nombre de ella, y la de ella que lo llamaba «Nahuel». Por fin, lo
pasmó la intemperancia de Nahueltruz cuando él lo conocía parco y
mesurado. Un poco incómodo, se alejó hacia la zona del
huerto.
–Tienes que ser cuidadosa cuando vengas a verme aquí -habló
Guor-. Primero porque no quiero que el padre Marcos piense que
abuso de su hospitalidad haciendo cosas que él no aprobaría.
Segundo, debemos cuidarnos de Racedo, que te espía día y noche y
podría seguirte. Se armaría la de San Quintín si llegase a
descubrirme, y no quiero que el padre Marcos tenga problemas con la
milicia por mi culpa.
Laura asintió y, a punto de preguntar por qué Racedo lo
buscaba con tanto empeño, escucharon a Blasco que se acercaba
canturreando. Laura se arregló el tocado, se alisó el mandil y se
aclaró la garganta.
–Vamos, señorita Laura -dijo Blasco, simulando naturalidad-.
Fray Humberto está al llegar.
Pero Guor, que conocía al muchacho como si se tratase de su
hijo, se dio cuenta de que los había visto. Lo tomó por el hombro y
lo alejó unos pasos.
–No viste ni escuchaste nada hoy aquí -ordenó Guor, y Blasco
se apresuró a asentir-. Le harías un gran daño a ella. ¿Tengo tu
palabra de honor?
–Sí, Nahueltruz -aseguró Blasco, y Guor sabía que no
mentía.