CAPÍTULO XVI.


Fe Ciega

Agustín tosió y se rebulló en la cama. Laura dejó el cuaderno de su tía Blanca Montes sobre la mesa y se aproximó. Agustín se había calmado y la respiración se le había vuelto silenciosa. Le enjugó la frente sudada y se la besó apenas porque no quería despertarlo. La luz de la bujía lanzaba tímidos destellos sobre el rostro pálido y consumido de su hermano, que parecía el de un niño. No había similitud alguna entre esas facciones delicadas y albas de Agustín Escalante y las cerriles y atezadas de Nahueltruz Guor, y, sin embargo, eran hermanos. Pertenecían a dos mundos enfrentados, donde el odio y la guerra eran moneda corriente; ellos, no obstante, se querían profundamente. Se respetaban también.


Laura recordó el guardapelo de oro que había recibido junto al cuaderno y al ponchito, y lo tomó de su escarcela. Dos mechones: «De aquellos obsequios aún conservo el guardapelo de oro, que siempre llevo colgado al cuello, con los mechones de mis dos hijos». Como ya era costumbre, Blanca Montes había saciado su curiosidad, y, aunque la sorpresa la dejó boquiabierta, una tibieza le reconfortaba el pecho. Llena de ansiedad, apenas se presentó María Pancha en lo de Javier, Laura le dijo que Agustín había pasado una noche tranquila y, sin darle tiempo a preguntar, le plantó en beso en la mejilla y se marchó deprisa, sorda a las súplicas de doña Generosa que la compelía a desayunar antes de irse.

–¡Hasta luego, doña Generosa! ¡Gracias por todo! ¡Nos vemos más tarde! – exclamó, mientras sacudía la mano y se alejaba a la carrera hacia el lado del convento.

Una necesidad abrasadora de ver a Nahueltruz le hacía olvidar el cansancio de una noche en vela y el hambre, y la conducía como volando a los brazos de su amante. Frente a la tapia del convento franciscano, se ató un nudo en el ruedo de la falda y se arremangó la blusa. La pared de piedra llena de anfractuosidades y su determinación la ayudaron a trepar los casi dos metros de muro y arrojarse dentro sin meditar en posibles riesgos y peligros. Una vez en suelo santo, deshizo el nudo de la falda, recompuso un poco el peinado y se pellizcó las mejillas. «Debo de parecer un espectro», se desanimó por un segundo, pero de inmediato marchó hacia el establo sin volver a reparar en su aspecto.

Laura entornó apenas la puerta y espió dentro. Nahueltruz, que enrollaba el cabezal, saltó como una liebre al chirrido de los goznes y empuñó su facón.

–¡Soy yo! – dijo Laura, con dientes apretados.

–¿Qué haces aquí? – preguntó Guor de igual modo-. ¿Otra vez aquí? ¿No te dije que es peligroso? Alguien podría seguirte.

–Nadie me siguió -aseveró Laura, con voz trémula.

–Nadie te siguió -repitió Guor con sorna, y recordó la visita inopinada y desagradable de Loretana la noche anterior. Por eso estaba empacando, porque el convento de San Francisco se había vuelto un sitio peligroso. Si a Loretana, en su despecho de hembra menospreciada, se le daba por soltar la lengua con el coronel Racedo, lo tendría encima en un tris.

Laura le rodeó el cuello con los brazos y le apoyó la cabeza sobre el pecho. Nahueltruz, que no había olvidado al doctor Julián Riglos, se deshizo de su abrazo y la separó de su cuerpo. Laura lo contempló asustada, porque sus ojos grises se habían vueltos oscuros.

–¿Qué pasa?

–¿Qué pasa? Pasa que me enteré de que tienes un protector muy solícito que dejó todo en la ciudad para acompañarte hasta aquí. Doctor Julián Riglos, dicen que se llama. ¡Doctor! Claro, tenía que ser doctor, no podía ser menos, y seguramente tendrá mucho dinero, y el apellido suena rimbombante también, así que debe de ser de abolengo, como el tuyo. Tu familia copetuda lo recibirá con honores cada vez que te visita y te corteja, porque no me caben dudas de que, como los otros, éste también cayó bajo tu encanto y baila al son de tu melodía. Que ya supe que salió como chicotazo para Córdoba a buscar a tu padre, porque se lo pediste. Lo habrás mirado con tu carita de ángel, habrás llorado sobre su hombro, él te habrá prestado su pañuelo.

–¡Nahueltruz! – se escandalizó Laura-. Julián Riglos es un gran amigo de mi familia y mío. Hace años que nos conocemos, desde que yo era una niña. Muy gentilmente, se ofreció para acompañarnos a María Pancha y a mí hasta aquí porque nadie de mi familia lo habría hecho. Yo quería estar junto a mi hermano -añadió luego de una pausa-, y era capaz de hacer cualquier cosa para lograrlo

–Riglos está enamorado de ti -apuntó Guor-. Ningún hombre se habría comprometido de la forma en que él lo ha hecho acompañándote a Río Cuarto y luego viajando a Córdoba sólo porque es tu amigo.

–Una verdadera amistad alberga los sentimientos más nobles -expresó Laura con decoro-. Yo tengo amigos por los cuales estaría dispuesta a dar la vida

–¡Pero Riglos está enamorado de ti! ¡A él le importa un comino la amistad!

–¡Nahueltruz! – se horrorizó Laura- ¿Qué diantres te sucede? ¿Por qué estás así conmigo?

–¡Pasa que estoy hasta aquí de tantos hombres, Laura! Primero Racedo, después tu prometido Lahitte, ahora el tal Riglos. Estoy cansado de escuchar que te acechan y que te desean cuando yo soy el único que puede desearte y tenerte.

–Yo te amo, Nahueltruz -manifestó ella con serenidad-, pero si mi amor no es suficiente para ganarme tu confianza y tu respeto, creo que es mejor que nos despidamos aquí y ahora. Estoy convencida de que el amor necesita de una fe ciega para ser completo.

Laura se recogió el ruedo de la falda, dio media vuelta y marchó hacia el portón del establo. Le temblaba la mandíbula y las lágrimas le borroneaban la visión. «Es mejor que nos despidamos aquí y ahora.» No podía creer lo que había dicho. Se despedía del hombre que significaba todo para ella cuando momentos atrás había corrido hasta el convento con el deseo de abrazarlo y pedirle que la hiciera suya otra vez. En ese instante, en cambio, se marchaba con el porte de una reina ofendida. Arrepentida y a punto de voltear, Nahueltruz le rodeó la cintura y le pedió perdón con vehemencia.

–No te vayas -imploró a continuación, y la obligó a darse vuelta-. No vuelvas a decir que lo que hay entre nosotros se termina. No me dejes -insistió con la cara de un niño asustado, y Laura se puso en puntas de pie para acallarle los ruegos inútiles con un beso porque ella ya había decidido que nunca se apartaría de su lado.

–Laura, me estoy volviendo loco por tu culpa -confesó Guor, y ella rió, divertida, le gustaba verlo desconcertado y perdido.

–Quiero que me hagas el amor -le susurró, y lo tomó de la mano y lo guió hasta el rincón donde había avistado un montículo de forraje, allí se tendió y le dijo-: Yo soy tu mujer, Nahuel, y tú eres mi único amor, y yo te doy mi palabra de que así será toda mi vida.

Ella tenía poder sobre él; aunque joven, inexperta y un poco ingenua todavía, Laura Escalante se había apropiado de su voluntad y le regía el destino. Le habría satisfecho cualquier veleidad. Como en ese momento, que recostada sobre la paja, le extendía la mano y lo dejaba ciego de deseo con esos ojos negros y el brillo de sus bucles de oro, y él sabía que tenía que irse, debía dejar el convento, pronto, quizá su vida corría peligro y, sin embargo, cayó de rodillas a su lado y le pasó la mano por el cuello y le descorrió la blusa y le buscó los pechos. La cubrió con su cuerpo, y con la rodilla se abrió paso entre sus piernas, mientras le levantaba torpemente la falda y los visos y le bajaba los calzones de encaje. Su boca, impetuosa, apremiante, descendió sobre la de ella, y Laura la recibió con impaciencia. Nahueltruz ardía desde las vísceras, carente de límites y escrúpulos en sus ansias por poseerla. Laura lo dejó entrar y tomar posesión de lo que ella misma quería que fuera sólo de él; le permitió saciar su furia y sus celos, y también se permitió gozar de lo que él le brindaba con maestría. Después, yacieron en silencio sobre el montículo de heno.

–¿Nahueltruz? – se escuchó la inconfundible voz del padre Marcos Donatti.

Laura y Guor, como palomas espantadas, se desenredaron y se pusieron de pie. Nahueltruz se subió las perneras, se ajustó la rastra y se mesó el cabello desgreñado. Laura, a una indicación de Guor, se escondió en el compartimiento de la vaca lechera con el lío de ropa entre las manos.

–Aquí estoy, padre -respondió Guor-. Pase nomás.

Donatti empujó la puerta del establo con el cuerpo y se escurrió dentro.

–Buenos días, Nahueltruz -saludó con cordialidad-. Como fray Humberto dijo que hoy no te apareciste por el refectorio a desayunar, te traigo este cacharro con mate cocido y este criollo.

–Gracias, padre -masculló Guor, y extendió el brazo para tomar el cacharro y la servilleta que envolvía el pan aún tibio-. No me aparecí por el convento porque me estoy yendo. Estaba terminando de acomodar mis cosas y ya tenía pensado darme una vuelta por su despacho para comunicárselo.

–¿Te vas? – se sorprendió Donatti-. ¿Vuelves a Tierra Adentro?

–No. Hasta que el padre Agustín esté fuera de peligro no me muevo de la villa -replicó Guor, y Laura soltó el aire que involuntariamente había retenido-. Me voy de aquí, del convento, porque no quiero que tenga problemas por mi culpa con la milicia. Este se ha vuelto un sitio peligroso. Blasco va y viene como Pancho por su casa y temo que haya levantado sospechas. Usted sabe que no puedo arriesgarme.

–Sí, comprendo -manifestó el franciscano-. Y dime, Nahueltruz, ¿adónde piensas instalarte?

–Ya encontraré algún sitio; usted no se preocupe, padre.

–¿Me harás saber adonde estás cuando te instales?

–Mejor que nadie lo sepa, padre. No se ofenda, pero es para no comprometerlo.

–¡La pucha con este Racedo y su odio!

Nahueltruz no hizo ningún comentario, y Donatti, que se había presentado esa mañana con otro propósito, carraspeó y dijo:

–Hoy se cumple un nuevo aniversario de la muerte de tu madre.

–Lo sé.

–Me pregunto cómo estará tu padre.

–Siempre se pone melancólico. Usted ya sabe, él se culpa.

Donatti sacudió la cabeza, consternado, y chasqueó la lengua.

–Como sé que doña Carmen está por viajar a Leuvucó, le enviaré una carta. No sé si logre sacarlo del estado de tormento y pena, al menos lo intentaré.

–Hágalo, por favor -instó Guor-. Mi padre lo respeta y aprecia. Le va a hacer bien recibir algunas líneas suyas. Además, usted quiso mucho a mi madre, y mi madre lo quiso mucho a usted. Eso es importante para el cacique Mariano Rosas.

–Agustín me pidió ayer que hoy diga misa por el alma de vuestra madre; quiere que estés presente. Como él no puede, desea que tú estés rezando por ella.

–¡Ah, padre! Hace tantos años que no rezo. Hasta creo que me olvidé de cómo hacerlo -interpuso Nahueltruz.

–Pero el padre Agustín quiere que estés presente -alegó el franciscano con lo que le parecía un argumento más que sólido.

Nahueltruz Guor, por su parte, sólo podía pensar que Laura estaba escuchándolos.

–Está bien, está bien, padre, ahí estaré -condescendió con tal que Donatti acabara con el tema de Blanca Montes.

–Gracias, hijo. Esto es muy importante para Agustín, lo pondrá contento. La misa será dicha sólo para los miembros del convento y para ti, a las diez y media en la Capilla Menor.

El padre Marcos abandonó el establo y Laura salió de escondite. Encontró a Nahueltruz ensimismado, con la vista fija en el suelo. Se le acercó con sigilo y le puso una mano sobre el hombro, con cuidado para no sobresaltarlo.

–Ahora sabes que tu hermano Agustín y yo somos hijos de la misma madre -expresó sombriamente y sin darse vuelta.

–Sí, lo sé. Ambos son hijos de Blanca Montes.

Laura se le puso enfrente y le levantó el rostro con ambas manos.

–Ahora también sé de quién heredaste el gris de tus ojos que tanto me gusta, de nuestra bisabuela Pilarita. ¡Famosos sus ojos grises!

Laura no lucía sorprendida ni disgustada, por el contrario, se la veía contenta. La mirada desconcertada de Guor se volvió inquisidora, y Laura habló.

–Pocos días después de llegar a Río Cuarto, doña Carmen, la abuela de Blasco, me entregó un atado con tres cosas: un cuaderno forrado de cuero, un guardapelo de oro y un ponchito. Me dijo que pertenecían a una tal Uchaimañé y que Lucero le había pedido que se las alcanzara a mi hermano. En ese momento la salud de Agustín era tan delicada que no quise importunarlo con lo que pensé se trataba de un regalo de algún indio. Al abrir el cuaderno me topé con el nombre «Blanca Montes» al pie de la primera hoja y la palabra «Memorias» como título. Desde ese día y hasta hoy no he dejado de leer las memorias de la misteriosa Blanca Montes en cada oportunidad que he tenido. Y no fue hasta anoche que tu madre me confesó en sus páginas que tú eras su hijo, Nahueltruz Guor, Zorro Cazador de Tigres.

–No sé si a Agustín le gustará saber que te enteraste de que él y yo somos hijos de Blanca Montes.

–En mi familia siempre se ha pronunciado el nombre tu madre en voz baja, intercambiando miradas elocuentes; se ha ocultado su vida y su destino, y, sin embargo, de la forma más casual y sorprendente, yo me he enterado por labios, o debería decir por mano de la propia Blanca, de cosas que me han hecho tanto bien, Nahuel. Tu madre, después de años, me ha esclarecido misterios y dudas y me ha enseñado tantas cosas. Quisiera que estuviera viva y que me quisiera tanto como yo he aprendido a quererla a ella. Ahora la quiero más porque sé que es tu madre.

Nahueltruz sonrió. La frescura y la espontaneidad de Laura le hacían bien. Cuando la tenía cerca, se borraban las dudas y los tormentos, los viejos, que venía arrastrando desde hacía tiempo, y los nuevos, los que habían nacido junto con el amor que sentía por ella.

–Laura -musitó con voz quebrada, y la estrechó contra su cuerpo-. Sólo por querer tanto a sus dos hijos, Blanca Montes te adoraría.

–¿Por qué dejas el convento?

–Porque tú y Blasco han marcado un sendero de hormigas hasta aquí, y Racedo, atando cabos, puede sospechar que algo raro está sucediendo entre los franciscanos y venir a averiguar.

–Racedo no se dará cuenta de nada -interpuso Laura con marcada displicencia.

–No te confundas -la corrigió Guor-: Racedo puede ser muy torpe y zafio para cortejar a una mujer, pero es bien rápido y pícaro cuando de perseguir y cazar indios alzados se trata.

–¿Por qué perseguir y cazar indios? ¿No estamos en tiempos de paz?

–Nunca estamos en tiempos de paz los huincas y los ranqueles. Esto es una guerra, Laura, que sólo terminará el día que uno de los dos bandos quede destruido y aplastado en el campo de batalla.

Las agoreras palabras de Nahueltruz la dejaron triste y abrumada. Había algo de premonición en ellas, como si aquel día ya se hubiera fijado y que, de una u otra manera, tendría mucho que ver con ella. Dejaron el establo en silencio luego de comprobar que ni fray Humberto ni los oblatos estuviesen merodeando.

–¿Irás esta noche al hotel de doña Sabrina?

–Iré.

–Prométeme que nada malo te ocurrirá -suplicó Laura.

–Nada malo me ocurrirá -aseguró Nahueltruz.

Se besaron antes de despedirse. Guor regresó dentro para cinchar el caballo y terminar de acomodar sus pertenencias en las alforjas. Laura enfiló hacia el hotel. Había caminado un corto trecho cuando divisó al coronel Hilario Racedo y a su imperturbable adlátere, el teniente Carpio, ambos a caballo, que se dirigían evidentemente hacia el convento de San Francisco.

–¡Coronel Racedo! – llamó Laura con voz cristalina y afable, y agitó la mano.

–¡Qué grata sorpresa, señorita Escalante! – expresó el militar a modo de saludo, y se quitó el quepis.

–Buenos días, teniente Carpio -dijo Laura, y Carpio también se quitó la gorra e inclinó la cabeza, sin pronunciar palabra.

–¿Qué hace por aquí sola? – se interesó Racedo, mientras abandonaba la montura.

–Vengo del convento. Necesitaba ver al padre Marcos y como Blasco, usted sabe, coronel, él se ha convertido en mi chaperon últimamente, le decía, como Blasco no podía acompañarme, me aventuré sola. Quizás usted sería tan amable de escoltarme de regreso a lo de doña Sabrina.

–Nosotros también nos dirigíamos al convento para hablar con el padre Marcos -interpuso Racedo, desconcertado, ese trato afectuoso y abierto no era al que lo tenía acostumbrado la señorita Escalante.

–El padre Marcos no está -mintió Laura.

–Pues bien, en ese caso la acompañaré a lo de doña Sabrina. Regresaremos esta tarde, Carpio -anunció Racedo-. Vuelve nomás al fuerte que yo te alcanzo más tarde.

Carpio espoleó el caballo y se alejó al trote. Racedo asió las riendas del suyo y caminó junto a Laura, que enseguida tomó la palabra para espantar las intenciones del militar. Le contó de la salud de Agustín, de los avances en su recuperación, que hacía dos días que no tenía fiebre y que se alimentaba bastante bien, le mencionó la inminente llegada de su padre junto al doctor Riglos y aclaró que aguardaba con impaciencia ese momento porque hacía tiempo que no veía al general. Se hizo un silencio y, cuando Racedo, a punto de verter un comentario, se inclinó sobre ella, Laura se apartó y preguntó por su hija, la recientemente casada con un próspero comerciante de Lujan, y por su padre don Cecilio. El tema desembocó en la afición por la vida militar de la familia Racedo, y mencionó con evidente orgullo a su sobrino Eduardo, que seguía con éxito los pasos de su abuelo y de su tío. Se ufanó también de sus propios éxitos y le contó anécdotas de su vida como soldado casi todas relacionadas con indios.

–Y ésta -dijo, señalándose la cicatriz que le surcaba la mejilla izquierda-, se la debo al cacique Nahueltruz Guor, que me las va a pagar algún día ¡Como que hay un Dios ese salvaje roñoso me las va a pagar!

Llegaron a lo de doña Sabrina. Laura, excusándose en una noche de insomnio, se retiró a descansar luego de agradecer la escolta al coronel Racedo, que se quedó con las ganas de invitarla a cenar al fuerte esa noche en que los soldados, para festejar la paga, iban a asar una vaca con cuero. Laura se alejó por el corredor hacia el interior de la posada y el militar recostó su pesado cuerpo en la barra de la pulperia donde se dedicó a mascullar en contra de su pésima suerte, desahogándose en un vaso de ginebra que Loretana le sirvió de mala gana. Se notaba que para ella ése tampoco era un buen día.


Con el tiempo, los ojos de Nahueltruz abandonaron el color ambiguo tan característico de los recién nacidos, esa tonalidad indefinida entre el azul y el negro, y se volvieron de un gris perla muy puro. Los ojos de los Laurey Luque, eso era lo único que mi hijo había tomado de mí; por lo demás, era la copia fiel de Mariano Rosas. Y supe que ese hijo mío sería alto y corpulento como su padre y como su abuelo, don Juan Manuel, por los pies largos que desentonaban con su cuerpecito. Gracias a mi leche, Nahueltruz ganó peso enseguida y al año era un niño robusto, más alto que lo normal. «¡Torito bravo!», le decían, un gran halago entre los ranqueles; en especial su abuelo Painé, que se lo subía al hombro y lo paseaba con orgullo por el campamento como quien lleva un santo en procesión.

En tanto lo amamanté, Mariano Rosas mantuvo una respetuosa distancia entre su mujer y su hijo, que para él eran una sola cosa. Aunque excluido, se mostraba dócil y considerado, y acataba mis indicaciones como si proviniesen del Consejo de Loncos. Una tarde, ansioso por ver a Nahueltruz después de varios días de ausencia, entró en el toldo y marchó directo a su canuta para alzarlo. Que ni se le ocurriera, le espeté desde la otra habitación; que si quería tocar a mi hijo debía primero quitarse la mugre y el olor a caballo de días, y mientras así vociferaba, le iba entregando jabón de sosa, toalla y una muda de ropa. Mainela contemplaba con ojos desorbitados a la espera de la tormenta de furia que, estaba segura, desataría Mariano. Pero el señor Rosas no desató ninguna tormenta de furia; al contrario, tomó el jabón, la toalla y la muda de ropa y se dirigió hacia la laguna. A la hora regresó más limpio que una patena.

Ahora bien: cuando Nahueltruz comenzó a mostrar signos de humanidad, esto es, mantenerse erguido, gatear a velocidad impensable y, por fin, a caminar, su padre tomó posesión de él y lo manejó a antojo. «Para que se vaya acostumbrando», esgrimía, y lo colocaba en la montura delante de él. De nada valían mis protestas y enojos: Mariano Rosas estaba convencido de que Nahueltruz era más suyo que mío. «Así es entre nosotros, Uchaimañé», me consolaba Lucero. «Es por el bien del pichí (del pequeño), que aquí los hombres se pasan más tiempo de a caballo que con los pies en la tierra». No eran las palabras bien intencionadas de mi amiga las que me tranquilizaban, sino la certeza de que nadie dominaba mejor un caballo que Mariano Rosas.

Creo que Rosas quiere más a su picazo que a su madre. Entre él y su caballo, la relación va más allá del simple dúo bestia-amo. Mariano monta a Curí Nancú y se convierte en un centauro capaz de hacer cualquier cosa sobre el lomo del animal, que a su vez lo deja actuar libremente pues le tiene fe ciega. Curí Nancú percibe las intenciones de Mariano a través de sutiles señales: un apretón en los ijares, un tirón de rienda, un silbido más agudo, un silbido más grave, un cambio de postura sobre la albarda, y procede en consecuencia. Los ranqueles en general son hábiles jinetes, pero Mariano, reconocido por el propio Painé, que era habilísimo también, es de los mejores. En la cacería del avestruz, una de las hazañas más temerarias después de los malones, Mariano se destaca fácilmente en el grupo, provocando la furia y envidia de su hermano mayor, Calvaiú. Miguelito me explicó que se requiere muchísima destreza y habilidad para perseguir al avestruz y bolearla sin perder el equilibrio y caer entre los cascos del caballo. En estas correrías es común terminar con una pierna quebrada o un brazo dislocado. Desde pequeños, los ranqueles se entrenan en estas lides, donde adquieren la impetuosidad y el desprecio al peligro que tanto los caracteriza, cuando salen a maloquear. Están convencidos de que la caza forma a los buenos jinetes porque les enseña a montar rápidamente sobre la silla, a poner pie a tierra como el rayo, a lanzar el caballo a través de las dunas y guadales, a salvar las piedras, las madrigueras de vizcachas y los matorrales a la carrera, y a galopar sin detenerse aunque una parte de la montura se rompa o se caiga. En fin, se aprende a desestimar los accidentes.

A veces pienso que Mariano Rosas no le teme a nada. O se trata de un hombre de un valor extraordinario o de un inconsciente de capirote. Monta su caballo con la rapidez de una flecha, lo desmonta cuando el animal aún galopa a alta velocidad, se pone de pie sobre su lomo para atisbar el horizonte, se lanza a través de las irregularidades del terreno con una temeridad que quita el aliento; lo he visto montar en pelo o con la montura casi desguazada y mantener aun así la misma firmeza sobre Curí Nancú.

Los caballos de los ranqueles, por su parte, son distintos a los de los cristianos. Según Miguelito, la diferencia radica en la manera en que los indios los doman. Con sus técnicas, convierten a la bestia en un animal mansísimo y de una fortaleza increíble, que le permite cruzar un guadal, enterrado en el lodo hasta los ijares, con una ligereza que agotaría a los caballos de los cristianos apenas comenzada la travesía. He visto a Curí Nancú hacerlo en varias ocasiones: el animal se encabrita, se ladea, pero no cae, salta y empuja con denuedo, mientras Mariano lo guía con maestría y absoluto dominio, buscando las partes del pantano menos profundas y resbaladizas. Como parte de su amansamiento, los acostumbran a comer y a beber poco, y logran que el caballo resista hasta tres días sin agua ni forraje en el desierto.

Junto a ese padre temerario y prendido de las crines de Curí Nancú, crecía mi hijo Nahueltruz en absoluta libertad. En una tierra que sólo reconoce el horizonte como frontera, donde la gente vive en tiendas sin puertas, donde las órdenes del cacique general son acatadas si gustan a la mayoría, ¿cómo se suponía que le impondría límites a Nahueltruz? Era una batalla perdida antes de pelearla, de todos modos, me decía, no se trataba de educarlo para que se condujera en un salón de ciudad, él era parte de esos montes cerriles y por sus venas corría la sangre de los ranqueles.

Nahueltruz era un niño feliz. Querido y mimado por la familia y los amigos, conseguía lo que se proponía con una sonrisa o con un berrinche. Su cucu (abuela) le habría bajado la luna y el sol si se los hubiese pedido, y a nadie pasaba por alto que, así como Mariano era su hijo dilecto, Nahueltruz era el nieto que la cacica vieja más quería. Sus tíos lo malcriaban, en especial los menores, Epumer y Guenei. Resultaba sorprendente la adoración que Nahueltruz sentía por Epumer, uno de los ranqueles más feroces que conozco, en especial achumado, es decir, ebrio. Con Nahueltruz, sin embargo, Epumer revelaba una faceta dulce y tolerante, Nahueltruz lo seguía a sol y a sombra, lo imitaba y cumplía ciegamente sus mandatos. El cariño que ambos se profesan no ha menguado con el tiempo. Miguelito también siente debilidad por el hijo de su amigo Mariano Rosas, y, como él y Lucero sólo han tenido mujeres,chancletassegún su decir, Miguelito busca en Nahueltruz al varón que nunca tuvo. Loncomilla es de las preferidas de mi hijo, y Dorotea Bazán, que le prepara la algarroba pisada y dulce como a él le gusta, y también el coronel Baigoma, que cuando visita las tolderías de Leuvucó le trae regalos y lo halaga con cumplidos. «¡Ah, ese toro!», exclama, luego de haber loncoteado y simulado perder la pelea. Nada disfruta tanto Nahueltruz como ser reconocido por los miembros de su pueblo en especial por su padre y por su abuelo Painé. Con todo, el mejor amigo de Nahueltruz es su perro Gutiérrez, que soporta con estoicismo que le tire de la cola, de las orejas, que lo monte, que se le cuelgue del cuello y le bese el hocico, porque entiende que nadie lo quiere tanto como su pequeño amo Nahueltruz. No se separan durante el día y, a la noche, Gutiérrez duerme junto a su camastro.

De todos modos, cuando se lastimaba las rodillas, cuando tenía hambre o sueño, Nahueltruz sólo quería los brazos de su madre. Y ahí estaba yo, abandonada la mayor parte de la jornada, lista para recibirlo y sanarlo, alimentarlo o acunarlo. A mi adorado Nahuel, como me gusta llamarlo. Me halagaba que, a pesar del cariño de tanta gente y de la inclinación que mostraba por la compañía de su padre, Nahueltruz siguiera buscándome cuando algo no andaba bien; yo era su refugio, a quien él recurría en busca de consuelo o remedio. Me tenía confianza, se entregaba a mis brazos y yo lo apretujaba contra mi pecho y le besaba la cabecita de cabello endrino hasta que el llanto pasaba.

A los tres años, Nahueltruz era más alto que su primo Catrüeo y, aunque delgado, presentaba una contextura fuerte y bien formada; rara vez se enfermaba, lo que llevaba a la cacica vieja a ordenarles a las demás mujeres de la familia: «Vayan y vean cómo Uchaimañé cría a mi nieto pichí; vayan y vean para que a ustedes no se les mueran los suyos». Esta invitación de la cacica vieja implicaba un aumento de madres con niños enfermos que visitaban mi toldo a diario, como también un aumento del resentimiento de las machis ranqueles, en especial de Kchifán, que no me perdonaba que la hubiese excluido para el nacimiento del hijo de Mariano Rosas.

Una tarde, de visita en el toldo de la cacica vieja, me sorprendieron los nauseas y un mareo que terminó en desmayo. Recuperé la conciencia en la pieza de Mariana gracias a las sales que Lucero había ido a buscar a mi toldo y que me pasaba, por la nariz. Mariana había mandado a llamar a su hijo, que trabajaba en las sementeras. Irrumpió en el toldo con el gesto desencajado, sudado y agitado. «Nada, m 'hijo, nada», replicó con una sonrisa la cacica a las preguntas barbotadas de Mariano. «Que su ñuqué le va a dar otro pichí, eso pasa. Usté debería saberlo mejor que naides», agregó con mueca socarrona, a la que Mariano no prestó atención; se arrodilló junto a la yacija y me quitó el pelo de la frente. Nos miramos intensa y significativamente mientras el resto pululaba en torno. Una vez solos, Mariano bajó el rostro y me acarició los labios con los suyos, y yo me aferré a su cuello y él se internó en la profundidad de mi boca.

Conmigo, Rosas sabía cuándo abandonar la traza de indio alzado y jugar el papel de amante devoto. De amante insaciable también, que con su lubricidad me había convertido en una mujer atrevida. Hacia tiempo que mis últimas barreras habían caído; el nacimiento de Nahueltruz había desfalcado los resquemores y recelos y terminado por enfrentarme a la verdad de que pertenecía y pertenecería el resto de mi vida a esos dos hombres, al padre y al hijo. Una noche, de las primeras que pasábamos juntos luego del parto, Mariano me dijo con malicia que él me acariciaba porque sabía que yo anhelaba ese placer que sólo él podía darme. Ni ofendida ni avergonzada, le confesé cuánto me gustaba que llegara la noche para que él me recorriera con sus manos, para que me poseyera, para que me diera placer y me hiciera temblar. Podía escucharme y verme confesándoselo, el alma me había abandonado el cuerpo y contemplaba inerte desde otro rincón de la tienda a esa mujer desfachatada. La que yacía con él y se le entregaba libremente en ese instante no era Blanca Montes, era esa otra, la famosa Uchaimañé, que sin miedo ni vergüenza le decía la verdad. Supongo que conseguí sorprenderlo, porque se quedó callado con los ojos oscurecidos fijos en los míos. No se burló de mí, tampoco me recordó la arrogante promesa de que algún día mi corazón le pertenecería. Luego de ese momento de desconcierto, me apretó contra su pecho, me besó la sien y susurró mi nombre.

Ramón Cabral, el platero, el que había hecho la ajorca que me regaló Pulqumay, había tenido una hija, la primera. Como su importancia crecía entre los caciques, Painé envió a su hijo Mariano como embajador para participar de los festejos y delmolfuintún, es decir, la ceremonia donde se sacrifican los animales con cuya sangre se pintan las lágrimas bajo los ojos del recién nacido.

Mariano quería que Nahueltruz y yo lo acompañásemos. Lucero y Mainela me ayudaron a empacar y emprendimos la marcha una madrugada de verano. Miguelito se quedaba a cargo de las sementeras y de los animales, con órdenes tan precisas y variadas que Mariano se las hizo repetir hasta último momento. Pocas semanas atrás Nahueltruz había cumplido cuatro años y su abuelo Parné le había regalado un bayo con crines y cola negras de alzada imponente que Mariano no había terminado de domar. Aunque berreó y pataleó, su padre no le permitió montarlo y debió contentarse con la montura de Curí Nancú. Debido a mi estado (iba por la tercera luna de gestación, según las mediciones de la cacica vieja), Rosas seleccionó para mí una jaca mansa y pequeña, donde me ayudó a colocarme con ambas piernas hacia el costado derecho. Cerraban la comitiva una mula atiborrada de atados y presentes, y Gutiérrez.

Apenas dejamos el silencioso campamento de Leuvucó, Mariano rompió el mutismo para informarme que la toldería del cacique Ramón se hallaba a siete leguas hacia el sur por el camino a los montes de Carrilobo «Quiero que conozcas la Laguna de los Loros, también conocida como la Verde. Está de paso a lo de Ramón.» Agregó a continuación, con el único objeto de atraer la atención de su hijo, que esa laguna era famosa por los tigres que la habitaban. A mí la palabra tigre me traía pésimos recuerdos y me llenaba de presagios nefastos; a Nahueltruz, en cambio, lo colmaba de excitación; la idea de que ayudaría a su padre a cazar una de esas bestias feroces lo mantuvo entretenido y parlanchín gran parte del recorrido, olvidada por completo la pataleta por lo de su bayo.

El paisaje más bien triste me hacía acordar de mi huida, de los días interminables en que vagabundeé por ese desierto inclemente, sola y aterrada, con mi fiel Gutiérrez por toda compañía. «¡Qué desatino!», exclamé para mis adentros al tomar plena conciencia de la empresa disparatada en la que me habían embarcado los celos de Nancumilla y mi desesperación. Sólo pensar que podría haber muerto devorada por un tigre me produjo un escalofrío no obstante el calor que se tornaba agobiante minuto a minuto.

Entre los médanos se suelen formar lagunas que los indios llaman loocó (agua de médano), que es cristalina y deliciosa; yo obligaba a Mariano a detener la marcha bastante seguido para mojar la cabecita de Nahueltruz y darle de beber aunque no tuviese deseos. Nahueltruz y Gutiérrez aprovechaban para corretear en la pastura que circundaba la cadena de dunas, mientras Mariano llenaba los chifles y revisaba las monturas y yo disponía sobre una manta las viandas que Mainela nos había preparado. A Nahueltruz le llamaban la atención las manadas de gamos y guanacos que huían hacia el sur, los tucutucu (unos roedores muy simpáticos) que se animaban a asomar la cabeza de sus madrigueras, las gallinas del monte o miloún, que cacareaban para alejarnos de sus nidos, y las chuñas también, parecidas a los pavos y que los ranqueles aprecian por su carne blanda y sabrosa. Nahueltruz se asustó cuando un gato salvaje, al que los indios llaman huiñá, asomó la cabeza a rayas grises entre los arbustos y fijó sus ojos brillantes en nosotros; maulló mostrando los dientes. Rosas lo espantó con sólo levantar la mano, mientras Nahueltruz se escondía en mi regazo. Gutiérrez se mantuvo ajeno por un buen rato entretenido con una mulita que intentaba beber de la loocó hasta que el hambre lo hizo regresar a nuestro lado y dejar en paz al pobre animal.

A medida que avanzábamos, el monte de espinillos, caldenes y algarrobos que se extendía a un costado, como una isla en medio de las cadenas de médanos, comenzó a despejarse y terminó por convertirse en un paisaje verde y voluptuoso que ceñía a una amplia laguna de agua transparente y dulce: la Trecán Lauquen, como la llaman los ranqueles, o de los Loros, por la preeminencia indiscutible de estas aves en el alboroto general. El cuadro era magnífico y me dejó boquiabierta. Los flamencos rosados, los cisnes de cuello negro y las cigüeñas dominaban el paisaje. Había cuervos y garzas también, y variedades de patos. Al advertir nuestra presencia, las aves levantaron vuelo y, espantadas, aumentaron el incesante bullicio. Resultaba un espectáculo verlas volar en bandadas, en especial cuando describían curvas hacia uno y otro lado con destreza y precisión de relojero. Por fin, al convencerse de que no les haríamos daño, regresaron al agua y a las orillas plagadas de carrizos, juncos y achiras, y, aunque las estridencias menguaron, nunca se extinguieron por completo.

Mariano disfrutaba de mi embelesamiento y, mientras yo contemplaba el paisaje, él me contemplaba a mí. Hasta que nuestros ojos se cruzaron, y le aseguré: «Este es el lugar más hermoso que he visto». El apenas si levantó las comisuras de los labios en una sonrisa circunspecta, y asintió. Me ayudó a desmontar y, cuando me tuvo encerrada en su abrazo de hierro, me buscó para el beso que ambos ansiábamos, un beso silencioso, pletórico de significado. Nos besamos hasta que Nahueltruz le tiró del chiripá y le pidió que le cazara un jaguar. Sentados sobre la marisma, admirábamos los alrededores. Nahueltruz y Gutiérrez, en cambio, se dedicaban a espantar las aves porque les gustaba verlas hacer piruetas. Con todo, debíamos proseguir la marcha. Resultaba arriesgado que nos pillara la noche cerca de la Verde, la preferida de los jaguares, los pumas, los gatos monteses y los zorros por la abundancia de aves y otros animales menores. Me explicó Mariano que los felinos prefieren la noche para llevar a cabo sus cacerías y que por esta razón la laguna se vuelve un lugar tenebroso a esas horas. Los ranqueles le tienen miedo a la Verde y tejen todo tipo de supersticiones y leyendas que alimentan el pavor de las nuevas generaciones. «Sólo se trata de animales tratando de conservarse», resolvió Mariano con su habitual racionalismo.

Avistaríamos las tolderías de Ramón en menos de dos horas. Aunque no me quejaba, me sentía desanimada por el cansancio; me dolían las asentaderas y los riñones y me costaba mantenerme despierta. Nahueltruz hacía rato que dormía sobre el pecho de su padre, que lo aprisionaba en un abrazo. Mariano no parecía cansado y continuaba erguido en la montura como si hubiésemos iniciado el periplo una hora atrás; atisbaba el entorno con aire vigilante. Se dio vuelta para mirarme, operación que repetía con frecuencia, y la mirada se le congeló en un punto indefinido detrás de mí. Noté que había perdido la calma, intranquilidad que de inmediato percibió Curí Nancú, que relinchó y cambió el paso. Nahueltruz se despertó y comenzó a llorar: quería venir conmigo. Mariano no le prestaba atención; había detenido el caballo por completo y mantenía la vista alerta en el horizonte. Apuré mi jaca y tomé a Nahueltruz de brazos de su padre.

Mariano desmontó y apoyó la oreja en el suelo. Luego, buscando la elevación de un médano, escudriñó hacia el norte haciéndose sombra con la mano. Aquel despliegue indicaba que algo se salía de lo normal. Los indios, al igual que los gauchos, desarrollan un sexto sentido en el desierto que les permite avizorar hechos que pasarían inadvertidos a cualquier otro mortal. La agudeza de la vista y del olfato de estas gentes es célebre; son capaces de asegurar, con bajísima posibilidad de error, qué tipo de objeto se mueve a distancias importantes. Las polvaredas les hablan, y ellos descifran si se trata de un simple remolino de viento, una manada de animales salvajes o un grupo de jinetes; en este caso, pueden desentrañar si vienen al galope o a paso más ligero. Incluso, son capaces de dilucidar si la montura está manca o si falta una herradura.

Como Mariano no lograba determinar si el objeto se movía o estaba fijo, tomó su facón por el mango, se lo colocó perpendicularmente sobre el tabique de la nariz y lo usó como punto de referencia. Así estuvo un buen rato hasta que montó el caballo con gesto agorero. «Un grupo de jinetes se acerca al galope. No han de ser más de diez, pero vienen que parece que los trae el diablo.» Aduje que se trataría de otra comitiva que se dirigía a lo de Ramón. «¿Por este camino?, – desconfió él-. Vinimos por aquí porque yo quería que conocieras la Verde, pero nadie tomaría esta rastrillada cuando hay una más directa y menos peligrosa; esta zona, además de estar atestada de tigres, es muy guadalosa.» Colocó a Nahueltruz nuevamente delante de él y lo sujeto con el brazo; luego, me habló con firmeza: «Vamos a galopar las leguas que quedan; los caballos han descansado y tienen que aguantar». Se me formó un nudo en la garganta. Mi jaca era muy inferior a Cun Nancú, que parecía volar, como si los cascos apenas rozasen el suelo. Mariano lo sofrenaba causando la furia del picazo, que había esperado todo el día para desplegar sus talentos de corredor. Menos de una hora más tarde hasta yo advertí que los jinetes eran indios y que nos perseguían. Mariano había ubicado su caballo detrás de mí y lo sujetaba para que no superara a mi yegua, pero eso nos hacía perder un tiempo precioso. Los jinetes no daban tregua, los teníamos tan cerca que podíamos distinguirles los rostros, y resultaba obvio que no se aproximaban en son de paz, pues sacudían las lanzas sobre sus cabezas y profundizaban la algazara.

«¡Adelántese con Nahueltruz, póngalo a resguardo y vuelva por mí!», le grité a Mariano. «¡Nunca!», replicó, tajante. Todo sucedió rápidamente; pareció un sueño, mejor dicho, una pesadilla. El quejido de Mariano y el alarido de Nahueltruz me alcanzaron como un latigazo. Frené la yegua y volteé: Mariano yacía en el suelo con una lanza incrustada a la altura del omóplato derecho; Nahueltruz, a su lado, también inconsciente a causa de una herida en la cabeza de la que manaba mucha sangre. Curí Nancú relinchaba, piafaba y olfateaba a su amo, mientras Gutiérrez ladraba enfurecido y lanzaba tarascones a los cascos del enemigo. El espectáculo era sórdido e inverosímil. Quise arrojarme de la montura y correr hacia Mariano y Nahueltruz, pero una fuerza poderosa e invisible me ató de pies y manos y me dejó en un trance que ni siquiera me permitió caer en la cuenta de que varios jinetes me rodeaban y de que uno me sacaba de la montura y me sentaba delante de él con la misma facilidad con que habría recogido una flor del camino.

Mi hijo y Mariano estaban inmóviles, como sin vida. Aunque mis ojos no se apartaban de ellos, la imagen escalofriante de sus cuerpos ensangrentados se volvía pequeña y lejana. Hasta que comprendí que era yo la que me alejaba, que alguien, en realidad, me separaba de ellos. Un temblor me sacudió el cuerpo y un grito angustioso me llenó la boca y los oídos. Pataleé, golpeé y mordí a quien, con zunchos de hierro, me aprisionaba y no me permitía socorrerlos. Recuerdo cuando caí del caballo, cuando mi mejilla dio contra la rastrillada, y el gusto a polvo en mi boca; recuerdo también con claridad los cascos inquietos de un caballo cerca de mi rostro, lo último que vi. Luego, oscuro. Nada.

Estaban desgarrándome la carne, me abrían el vientre, podía sentir el frío de las dagas que me sajaban. Inexplicablemente mantenía los ojos apretados y me mordía el labio inferior como si se tratara de un deber moral soportar semejante ordalía. Pero el dolor me venció; grité y me incorporé. Estaba sola. En una cama. En una habitación. Se abrió la única puerta y dos hombres se apresuraron hasta la cabecera. Los contemplé con azoro y confusión; ellos, a su vez, me miraban como si aguardasen que dijera algo definitivo e importante. No pude hablar; un nuevo ramalazo de dolor me obligó a apretarme el bajo vientre: los filos que me destrozaban las entrañas no estaban fuera de mí sino dentro. Me ayudaron a recostarme y me dieron a beber un cordial que, enseguida supe, contenía una fuerte dosis de láudano. El padecimiento cedía poco a poco, los párpados se me volvían pesados y me celaban los ojos. Sólo deseaba dormir.

Al regresar de los efectos del narcótico percibí un patente aroma a lavanda. ¿A quién se le ocurría usar colonia a la lavanda en estas tierras? No a Mariano. Lo llamé con voz ronca, y abrí los ojos. Me había acordado del ataque, de la lanza en la espalda de Mariano, de mi hijo herido junto al cuerpo exangüe de su padre, de Gutiérrez que ladraba y de Curí Nancú que piafaba y relinchaba; de mí también me había acordado, atontada, entumecida sobre la jaca. Y de la caída y de la oscuridad.

Miré en torno: los dos hombres de nuevo, uno evidentemente rondaba los sesenta años; el otro era joven, no más de veinticinco. Tenían mirada gentil, rasgos de ciudad y ropas poco acordes para Tierra Adentro. Hacía tanto que no veía una levita elegante, un plastrón de seda y un hombre con el pelo prolijamente atusado y peinado con fijador. Hacía tanto que no veía a un hombre que usara colonia a la lavanda. «¿Mariano?», repetí, a la espera de que emergiera de la parte más oscura de la recámara y tomara la mano que le extendía. Pero uno de los hombres, el mayor, me la aferró en cambio.

«¿Dónde estoy?», balbuceé al caer en la cuenta de que aquello no era un toldo, que estaba bien lejos del Rancul-Mapú y que Mariano no se encontraba en la habitación. Habló el hombre que me sujetaba: «Soy Lorenzo Pardo, hermano de Lora, tu madre; soy tu tío Lorenzo, Blanca». Aquella confesión me produjo el efecto de un cachetazo, pero luego de la impresión, insistí: «¿Dónde estoy?». El hombre más joven, que dijo llamarse doctor Alonso Javier, me explicó: «Se encuentra en la villa del Río Cuarto, al sur de la provincia de Córdoba. Está en mi casa», agregó, con aspecto de muchacho tímido. «¿Y Mariano? ¿Y Nahuel?», inquirí con angustia, y los hombres se echaron miradas significativas, llenas de pesar. Habían muerto, entonces. El vacío que me envolvió me dejó sin aire y en silencio. Apreté los ojos y los puños, me mordí los labios, pegué las rodillas contra el pecho y permití que aquella pena me estragara el alma. Lloré hasta que los pocos arrestos con que contaba se extinguieron y quedé laxa y tranquila.

Para mí, el tiempo en lo del doctor Alonso Javier se sucedía sin días ni noches, un lento transcurrir que carecía de sentido. Mis adorados Mariano y Nahuel habían muerto, ¿cómo se suponía que viviría sin ellos? ¿Por qué el Señor no me había llevado a mí también en vez de dejarme sola y aterrorizada? Tan sola, porque ni siquiera el hijo que llevaba en el vientre existía; él también se había escurrido de mi vida como agua entre los dedos. Su pérdida me había dejado débil y macilenta, me había quitado la última esperanza, pues de Mariano ya nada me quedaba. Me sumí en el silencio y la melancolía; dejé de comer, de higienizarme y no quería salir de la habitación ni recibir a nadie. El doctor Javier se alarmaba y su esposa Generosa me reprochaba, pero las amenazas no conseguían sacarme del letargo mórbido en el que me había dejado caer y del que no tenía intenciones de salir.

Tío Lorenzo entró una mañana en la habitación y, de un tirón, corrió las cortinas y abrió las ventanas. Arrastró una silla hasta la cabecera y tomó asiento. «Te voy a contar mi historia», dijo, pero no habló enseguida sino que apartó la vista y se mantuvo caviloso, en la actitud de quien busca las palabras precisas. «Cuando uno es joven tiene mucho vigor y salud, pero poco juicio, – manifestó-. La sabiduría viene con los años, cuando ya es tarde y no se pueden remediar los errores que llenaron de desdicha nuestra vida y la de nuestros seres queridos». Enseguida me recordó sus días como soldado en el Ejército del Norte bajo las órdenes del general Belgrano, cuando defender a la Patria del avance español era lo más importante para los hombres que amaban la independencia. Luego vinieron tiempos de anarquía y de luchas por intereses de los caudillos provinciales en contra de los de las autoridades porteñas. «¡Si los argentinos hubiéramos sabido ponernos de acuerdo desde el vamos!», se lamentó. Desertó del ejército, convencido de que jamás levantaría el fusil para descargarlo contra otro argentino. Él sólo luchaba por la libertad. Vagó sin rumbo durante meses hasta que llegó a Jujuy y se unió a las guerrillas que llevaban adelante Martín Miguel de Güemes y sus gauchos. En 1821, el general Güemes murió en combate en Salta y la fuerza que movía a ese grupo de gauchos incultos y feroces se diluyó rápidamente.

La noticia de que el general José de San Martín había hecho su entrada triunfal en Lima alcanzó el norte argentino semanas más tarde. Varios de los que habían luchado con Güemes marcharon al Perú para ofrecerse al general San Martín y proseguir con la expulsión de los godos. A Lorenzo Pardo lo pusieron bajo las órdenes de un joven teniente que, se decía, era bravo como pocos en el campo de acción y un genio sobre los mapas a la hora de diseñar la estrategia de las batallas; era el hombre de confianza de San Martín y se llamaba José Vicente Escalante. «Le decíamos el cordobés», comentó con evidente nostalgia, «aunque jamás nos dirigíamos a él en esos términos; lo llamábamosteniente coronel Escalante. Era de temer Escalante, sí que lo era; duro, altanero e inmisericorde, pero justo, valiente y, por sobre todo, inteligente». Antes de Pichincha, Escalante ya había notado el empuje y viga/ de ese porteño, Lorenzo Pardo, que aseguraba haber peleado en el Ejército del Norte y codo a codo con el gaucho Güemes. Luego de Pichincha, Escalante lo admiró y respetó y, con el tiempo, llegó la amistad. «Todos decían que el cordobés era vanidoso», evocó tío Lorenzo, «pero yo sabía bien que no: ese aire de soberano que tanto lo caracterizaba no era vanidad sino orgullo. Sí, orgullo, porque el general Escalante tiene con qué; además, es bien generoso cuando de reconocer virtudes ajenas se trata.»

Para Lorenzo Pardo significó otro revés la capitulación de San Martín a favor de Bolívar y su renuncia al Protectorado del Perú; reconoció que se había sentido defraudado. «Al general San Martín le habría correspondido la gloria de la liberación del Perú y no a ese calavera de Bolívar. ¡Pero qué sabemos nosotros, los ignorantes soldados! No entendemos nada de lo que cocinan arriba, así que no debemos juzgar.»

Lorenzo Pardo se retiró del ejército y, aunque el general Escalante le pidió que lo acompañara de regreso a Chile, decidió afincarse en Lima por cuestiones del corazón. Rosa María se llamaba la limeña, en honor de la santa patrona de la ciudad. «Y era tan hermosa como Santa Rosa», aseguró tío Lorenzo. Aunque hermosa como la santa, Rosa María no tenía un pelo de santa. Única hija de un rico hacendado español, hacía y deshacía a voluntad. Luego de la muerte de su madre se apoderó de las riendas de la casa, convirtiéndose en ama y señora indiscutida; criados, sirvientas, cocheros y hasta los empleados de la hacienda de su padre le obedecían sin hesitar. Dionisio Hidalgo y Costilla, su padre, un monárquico defensor de la corona española, de voz estruendosa y mal carácter, se ablandaba ante las veleidades de su hija y se volvía manso cuando Rosa María lo llamabapapitoy lo besaba en la frente. Con todo, jamás habría consentido en que su única hija y heredera desposara a un argentino muerto de hambre, sin abolengo ni pasado, que, para peor, había servido en el ejército de ese traidor licencioso, José de San Martín. No valdrían lospapitosni mil besos en la frente: Rosa María se uniría a algún joven español de familia aristocrática, como Francisco Eduardo Saavedra, nieto del duque de Rivas, que visitaba la casa desde hacía meses. Por cierto que a Rosa María no le faltaban pretendientes. Con sus ojos almendrados de color ámbar, su piel delicada que ella protegía del sol con afán y esa miríada de bucles castaños que le bañaban la espalda, no podían faltarle los admiradores; la dote era, por demás, otra gran virtud de la muchacha.

Pero Rosa María no desposaría a Francisco Eduardo Saavedra, nieto del duque de Rivas, ni a ningún otro; ella se casaría con Lorenzo Pardo porque una tarde de primavera, mientras la ciudad entera festejaba el triunfo de Pichincha, al verlo desfilar por las calles de Lima tan galante en su uniforme azul y montado en su alazán de soberbia estampa, se enamoró perdidamente de él. Acostumbrada a hacer su voluntad sin reflexionar, Rosa María corrió a casa de su padre, se levantó el ruedo del vestido y subió de dos en dos los escalones que la conducían a los altos. Desde allí aguardó con impaciencia a que pasara el soldado, mientras armaba un atado con su pañuelo de lino y encaje. Lo arrojó certeramente, y Lorenzo Pardo, sorprendido, acertó a atraparlo. Levantó la vista para recibir una fugaz visión de bucles cobrizos y tafetán amarillo que se perdían en las sombras del pórtico de la terraza.

El pañuelo contenía una miniatura con el retrato de una joven y una nota que rezaba: «Mañana a las doce del mediodía en el mercado». El perfume a jazmines del pañuelo hablaba de una mujer femenina y coqueta; la caligrafía pequeña, redonda y pareja denunciaba la mano de una persona cultivada y prolija; la miniatura, el rostro espléndido de una joven. Lorenzo Pardo sólo pudo barruntar que ese tesoro había caído en manos equivocadas. ¿Qué tenía él de atractivo para que una belleza como ésa le ofreciera su corazón? Al día siguiente, a las doce, pidió permiso al teniente coronel Escalante y se dirigió al mercado, un recinto amplio, ruidoso y sucio, atestado de pregoneros, criadas, niños esmirriados y mal vestidos, animales ytapadas, como se conocía a las limeñas que, apelando a una moda exclusiva de esa ciudad, se cubrían por completo con la saya y el reboso, ambas prendas en negro, para confundirse en el mercado con intenciones non sanctas.

Lorenzo imaginó que se trataba de un asunto desesperanzado: la joven no encontraría al verdadero destinatario del pañuelo y se marcharía sin prestar atención al hombre de uniforme azul que aguardaba junto al puesto de flores. Sin embargo, en contra de todo presagio, una tapada le tocó el brazo y le indicó que la siguiera. Dejaron atrás el tumulto y buscaron el cobijo de un callejón oscuro y poco transitado. Allí, la muchacha desveló apenas su cara. Rosa María no lamentó ni una vez el impulso que la llevó a arrojar esa nota tan descarada; tampoco se le cruzó por la mente que el soldado podría tomarla por una mujer ligera de cascos y aprovecharse. Ella se ufanaba de su intuición y sabía que el hombre que tenía enfrente era un caballero.

Lorenzo Pardo pensó: «Es aun más hermosa que en la miniatura», y, abstraído como estaba, no dijo palabra hasta que Rosa María lo despabiló al preguntarle el nombre. Lorenzo se aclaró la garganta, tomó del bolsillo el pañuelo, la nota y el pequeño retrato y se los devolvió mientras argüía: «Creo que esto llegó a mí por error». A Rosa María le causaron risa la timidez y la poca consideración de sí de aquel soldado. «Se equivoca, señor, – replicó-. Era toda mi intención que estas cosas lo alcanzaran a usted, – y agregó con hilaridad-: ¿No pondrá en tela de juicio que mi puntería es extremadamente certera?» Lorenzo rió más distendido y se presentó.

Volvieron a encontrarse al día siguiente, y al siguiente, y así hasta que una tarde en que caminaban por el paseo a orillas del Rimac, con la nana Elvira como chaperon algunos pasos detrás, Lorenzo tomó las manos de Rosa María y la contempló largamente, tratando de colegir por qué esa chiquilla mucho menor que él, indiscutiblemente hermosa e inteligente, con una fortuna como dote, había puesto los ojos en alguien como él. Enseguida dejó de lado los cuestionamientos vanos, demasiado feliz para opacar el encanto del momento. La acercó a su cuerpo y la besó. «Quiero casarme con usted», le susurró Rosa María, y él le prometió: «Será mi mujer aunque la vida se me vaya en ello», pues ya se imaginaba la hecatombe que sobrevendría cuando la familia de Rosa María se enterara.

Don Dionisio Hidalgo y Costilla perdió el color del rostro la noche que Rosa María se presentó en su despacho y le comunicó la decisión de contraer matrimonio con Lorenzo Pardo. Intentó disuadirla por las buenas y por las malas, sin éxito: su única hija era tan terca y voluntariosa como él. «La he consentido demasiado, siempre ha hecho lo que ha querido, le he dado todos los gustos. ¡Esos han sido mis grandes errores!», se lamentaba con su amigo el dominico Teodoro Sastre, que sugería el confinamiento de Rosa María en el convento del Gran Carmelo y una dieta a pan y agua durante un mes, porque no había que soslayar aquello de que la carne busca la carne; el ayuno le diluiría la sangre junto con las pasiones y los desatinos y le arreglaría los demás humores; el dominico hasta insinuó lo conveniente de una sangría. «¡Ah, las pasiones, Dionisio!», remataba el padre Teodoro. «Las pasiones, mi buen amigo, son la perdición de la humanidad. El terror es el único medio de contenerlas». Lo cierto era que al padre Teodoro Sastre siempre le había molestado el sentimiento extravagante e impropio que don Dionisio albergaba por su hija como también la libertad que le concedía; sin dudas, ésa era la oportunidad que Dios le presentaba en bandeja para enmendar un alma descarriada.

Ni el mes en el convento del Gran Carmelo ni los días que posteriormente pasó encerrada en su habitación bajo estricta vigilancia pudieron con el amor que Rosa María le profesaba a Lorenzo Pardo. Había sido un tiempo duro y de pruebas para ambos; no obstante, se aprestaban a seguir peleando; se amaban y además tenían a toda la servidumbre de su parte. Aunque Lorenzo creía que se trataba de una medida extrema a la cual debían apelar en última instancia, Rosa María se hallaba convencida de que debían fugarse. A don Dionisio no le resultó extraño que su hija le pidiera autorización para concurrir con su nana Elvira a la procesión por el día de San Juan que terminaba en la sierra, a las afueras de Lima, donde se celebraba también la floración del amancay. Según Hidalgo y Costilla, hacía tiempo que esa locura de desposar al soldado argentino había quedado atrás; su hija lucía juiciosa y tranquila, cierto que había perdido el esplendor y la espontaneidad que a él tanto le gustaban; ya no lo llamabapapitosinoseñory no había vuelto a sentarse sobre sus rodillas para hacerle cosquillas o besarlo en la frente. «Mejor así», se convencía don Dionisio, «una mujer tenida por extravagante y desequilibrada no hallará un buen hombre y será presa de cualquier calavera.» Finalmente, concedió el permiso, incluso con alegría: empezaba a preocuparlo el estado abúlico de Rosa María. El padre Teodoro no era de la misma opinión. «Aún es muy pronto para darle alas nuevamente», mascullaba, cuidando de ocultar la rabia. «¡Pero Padre Teodoro!», intentaba don Dionisio con lo que parecía una justificación más que plausible: «si Rosa María y su nana han asistido a la procesión de San Juan desde que mi hija aprendió a caminar.»

Por eso había elegido Rosa María el día de San Juan, porque no levantaría sospechas. Después de tanto tiempo de reclusión, de eludir a los invitados de su padre y de no participar de bailes y tertulias, una salida con motivos religiosos sería apreciada como natural y no provocaría una controversia. Rosa María y su nana Elvira partieron muy temprano la mañana del 24 de junio de 1824 a reunirse con el resto de la multitud en la avenida de los Descalzos. La procesión de San Juan atraía no sólo a señoras de familias decentes, a caballeros de alcurnia y a religiosos de todas las órdenes sino a negros, mestizos, mulatos, zambos e indios. Las gentes alcanzaban la pradera de los amancays en carruajes suntuosos, carretas tiradas por bueyes, literas cargadas por esclavos, a lomo de burro o simplemente a pie. El espectáculo, tan atractivo por lo abigarrado, que siempre fascinaba a Rosa María, pasó inadvertido en esa ocasión. Una vez alcanzada la pradera de la colina, tampoco quedó azorada ante el panorama magnífico de los amancays amarillos que cubrían el terreno por completo, ni el del océano Pacífico hacia la izquierda, ni el del puerto del Callao con sus cientos de mástiles, ni el de la Cordillera de los Andes con sus picos eternamente nevados. Nana Elvira y Rosa María sólo tenían ojos para escudriñar la ceja de la colina por donde aparecería un coche de alquiler con dos caballos, uno negro y otro blanco.

Apareció el coche y se vio una mano que abría la portezuela; nana Elvira y Rosa María caminaron con mal disimulada apatía y se precipitaron dentro. Luego llegó el chasquido de la guasca sobre las ancas de los caballos y la orden del cochero para comenzar la marcha. Rosa María sabía lo definitivo de aquella decisión y, aunque por momentos había temido que las fuerzas le flaquearan, en ese instante, al tener frente a ella a Lorenzo Pardo, lloró y rió de alegría. La intuición le decía que sería feliz.

Se casaron y vivieron en la ciudad de Arequipa, al sur del Perú, antiguamente llamada Villa Hermosa, ciertamente por la belleza natural del oasis en el que se enclava, aunque lejos de la grandeza, la frivolidad y la riqueza de Lima. Lorenzo Pardo trabajaba en una imprenta y, aunque con su salario vivían dignamente, nana Elvira horneaba todos los días sus famosas rosquillas y sus galletas de coco y las vendía en la plaza para que su niña Rosa María contara con unos soles para darse algún gusto.

«En un principio temí que mi esposa, tan joven y llena de energía, se cansara de la vida reposada de Arequipa, de la falta de dinero y de mí y quisiera regresar junto a su padre», admitió tío Lorenzo, avergonzado por la falta de confianza en Rosa María, pues con el tiempo se dio cuenta de que sus temores no sólo eran infundados sino injustos. Rosa María lucía satisfecha y reposada, había recuperado la lozanía perdida durante el tiempo de reclusión y de la dieta a pan y agua, jamás se quejaba y disfrutaba su vida de ama de casa; había trabado amistad con algunas vecinas y con el cura de la parroquia, el padre Gregorio Bravo Murillo, un joven franciscano convencido de que amar al prójimo sin juzgarlo ni condenarlo era lo que había venido a enseñarnos Cristo mil ochocientos veinticuatro años atrás. Tiempo más tarde nació Lorenzo Dionisio, el vivo retrato del padre, aunque con la frescura, ínfulas y sagacidad de la madre, en opinión de nana Elvira. Lorenzo Dionisio llenó de algarabía la casa y le hacía pensar bastante seguido a Rosa María que ella jamás había imaginado que se pudiera ser tan dichoso.

Poco tiempo después del cuarto cumpleaños de Lorenzo Dionisio, don Dionisio Hidalgo y Costilla llamó a la puerta de la casa que se suponía de su hija. El viaje desde Lima había sido un fastidio, viejo y achacoso como estaba; con todo, durante los segundos previos a que se abriera la puerta le pareció que había rejuvenecido veinte años. Lo atendió nana Elvira, que se llevó la mano a la boca para no gritar. «¿Quién es?», preguntó Rosa María desde la cocina, y a don Dionisio le temblaron los labios y se le entibiaron, los ojos. Lorenzo Dionisio apareció entre las polleras de la nana y alternó su mirada curiosa entre el desconocido anciano tan bien vestido y el carruaje imponente aparcado en la calle. Luego se presentó Rosa María, que no sofrenó el grito de alegría y se lanzó sin recato a los brazos de su padre, que ya se los había extendido.

Don Dionisio insistió en que regresaran a Lima, que se instalaran en su casa y que Lorenzo se encargara de la hacienda y de los demás negocios. Esos años de soledad, sin su adorada Rosa María, habían bastado para enseñarle que, a cualquier costo, la quería a su lado. La familia Pardo y nana Elvira se mudaron a la capital y constituyeron el centro de atención de los salones aristocráticos por largo tiempo.

Rosa María había aceptado regresar a Lima no porque extrañara el boato y el brillo en el que se había criado sino porque encontraba a su padre envejecido y triste. La vida de los Pardo en la gran capital no difería de la de Arequipa y pronto resultó notorio para todo el mundo que sus costumbres eran circunspectas, juiciosas y respetables. Incluso se asombraban de la confianza que don Dionisio depositaba en su yerno, que en poco tiempo se había revelado como un hombre de negocios, hábil, trabajador y concienzudo. La hacienda y el comercio marítimo, largamente postergados por Hidalgo y Costilla durante sus años de pena, volvían a florecer a manos del una vez apodadosoldado muerto de hambre. Don Dionisio, sin problemas de empleados, embarques, compras y ventas a cuestas, se dedicaba a malcriar a Lorenzo Dionisio y a Rosa María, que iba a darle otro nieto. Se reprochaba los años de insensato resentimiento y orgullo, de prejuicios y desaciertos; había roto su amistad con el padre Teodoro Sastre, que se había marchado de lo de Hidalgo y Costilla dando un portazo, acarreando con él la oscuridad, el resentimiento y las dudas. Don Dionisio se paseaba por los salones de la casa y el jardín, en otra época lúgubres, ahora brillantes, pletóricos de vida, y sonreía y suspiraba satisfecho; luego, desviaba la mirada hacia Lorenzo Dionisio, que correteaba detrás de las palomas, y hacia Rosa María, que tejía con su barriga apenas disimulada bajo el chal, y se decía que Dios había sido con él más generoso que con ningún otro mortal.

Por eso, cuando en el verano de 1834 la viruela que asoló a Lima se llevó a Lorenzo Dionisio y a su hija embarazada de siete meses, don Dionisio se encerró en su estudio y se pegó un tiro. «Lo cierto es que el viejo Hidalgo y Costilla se sentía culpable», me aclaró tío Lorenzo «Ese día, antes de quitarse la vida, me dijo que si él no hubiese sacado a Rosa María y a Lorenzo Dionisio de Arequipa, estarían vivos». Lorenzo Pardo enterró a Rosa María y a Lorenzo Dionisio en un camposanto, a su suegro lo enterró en el jardín de la residencia Hidalgo y Costilla, pues, habiéndose quitado la vida, no había sido admitido en ningún cementerio cristiano. Días después, convocado por Lorenzo Pardo, llegó desde Arequipa el padre Gregorio Bravo Murillo que consagró la sepultura de don Dionisio y dijo el responso que ningún sacerdote limeño había querido decir. El padre Gregorio permaneció en la residencia Hidalgo y Costilla durante algún tiempo, quizá porque temía que Lorenzo Pardo optara por la misma salida que su suegro.

Los escrúpulos del padre Gregorio no eran vanos. Lorenzo Pardo había enterrado a sus tres seres queridos y se había quedado solo en una mansión que antes le había parecido hermosa y llena de luz y que ahora encerraba angustia y dolor. La idea de descerrajarse un tiro en la sien le cruzó infinitas veces por la cabeza, en ocasiones, muy tomado, se acercaba el cañón del arma e intentaba apretar el gatillo. Pero no hallaba el valor para hacerlo. Una noche, echado en el sofá de la sala, tras varias copas de coñac, se dijo en un inusual arranque de optimismo «No estoy solo, en Buenos Aires me esperan mi abuela, mi madre y mi hermana»

Lorenzo Pardo llegó a Buenos Aires a principios de 1836 luego de un viaje que duró poco mas de dos meses y en el cual debió sortear toda clase de peligros y riesgos. Nadie recordaría al soldado desertor Lorenzo Pardo, no obstante, por seguridad, se daba a conocer como Lorenzo Hidalgo y Costilla. Luego de registrarse en el mejor hotel que encontró frente a la Plaza de la Victoria, marchó a la zona norte de la ciudad. Por fortuna, no había llovido y los alrededores de la Plaza de Marte estaban secos y transitables. Llamó a la puerta de la casa que había abandonado tantos años atrás y lo atendió una mujer que aseguro no saber nada de una familia Pardo. Lorenzo recordó a doña Tiburcia, la vecina de enfrente. Doña Tiburcia había muerto, pero su hija Remedios, amiga de la infancia de Lara Pardo, lo puso al tanto del destino azaroso de su abuela, de su madre y de su hermana. Todas habían muerto. Lorenzo escuchó en silencio, demasiado devastado para comentar o seguir preguntando, demasiado cansado para llorar. «Lo peor de todo era la culpa», me aseguró tío Lorenzo. Él había abandonado a su suerte a las mujeres de su familia para perseguir un sueño de libertad e independencia que se había desvirtuado en luchas intestinas que desangraban al país. Cuando todo parecía perdido, Remedios añadió «Lara tuvo una hija. Si no ha muerto, se llama Blanca Montes.»

Para mi tío, ese nombre, Blanca Montes, significó la salvación por la que había regresado a Buenos Aires. «Debía encontrarte, hallar a tu padre, el doctor Leopoldo Montes, ofrecerles mi dinero, mi amistad, mi protección, mi cariño. Ustedes eran mi única esperanza, mi única familia», expresó con vehemencia, mientras me aferraba la mano. Durante días se dedicó a descubrir nuestro paradero, sus averiguaciones lo enfrentaron nuevamente con un revés: el doctor Montes había muerto, la suerte de su hija, aunque incierta, podía llegar a saberse entre los parientes del difunto, que se domiciliaban en la calle de la Santísima Trinidad, recientemente renombrada como de San Martín, en el barrio de la Merced. Allí lo atendió una mestiza y le informó que la señora de la casa sólo recibía los miércoles a partir de las dieciséis horas. Lorenzo Pardo dejó su tarjeta personal a nombre de Lorenzo Hidalgo y Costilla e indicó que regresaría el día y a la hora indicados.

El miércoles siguiente le abrió la puerta la misma mestiza y lo hizo pasar a una sala que lo dejó estupefacto por lo suntuosa y bien decorada. Si bien Lorenzo Pardo se hallaba habituado al boato y al refinamiento, reconoció que aquella casona maciza y sobria por fuera encerraba un tesoro en arte y decoración. Apreciaba un gobelino de exquisita manufactura cuando lo sorprendió una voz femenina por detrás «¿En qué puedo ayudarlo, señor…?», y, echando un vistazo a la tarjeta personal de Lorenzo Pardo, agregó «Señor Hidalgo y Costilla». A continuación se presentó mientras indicaba una silla al lado de la bergére Ignacia de Mora y Aragón, dijo llamarse, esposa del señor Francisco Montes. Lorenzo Pardo admiró la beldad que tenía enfrente y de inmediato juzgo que se trataba de una mujer consciente de su rango. Le agradeció que lo hubiese recibido y que le dispensara parte de su tiempo, luego, sin mayores preámbulos, expresó «Busco a Blanca Montes», y fue testigo del cambio que se operó en el semblante de la señora Lorenzo le explicó que él era un pariente de la madre de Blanca, que había regresado al país después de años de ausencia y que deseaba encontrar a la única superviviente de su familia. «Soy un hombre de recursos y quiero ofrecerle a Blanca todo lo que dispongo». «Señor Hidalgo y Costilla», dijo Ignacia, y se puso de pie. «Mi cuñado, el doctor Leopoldo Montes, desposó a su pariente, Lara Pardo, en contra de la voluntad de mi suegro, el señor Abelardo Montes, que Dios lo tenga en su Santa Gloria. Desde aquel penoso incidente, la familia cortó todo vínculo con el doctor Montes y no volvimos a saber de él. Hasta hace poco», agregó luego de una pausa, «que llegó a nosotros la penosa noticia de que había fallecido de un ataque al corazón. De la niña que nació de esa unión, sin embargo, no hemos sabido nada, como si la tierra, se la hubiera tragado. Quizá se casó y se fue a vivir a otra ciudad», dijo Ignacia.

«Tía Ignacia conocía mi paradero, – manifesté-, ella misma me había mandado a encerrar en el convento de Santa Catalina de Siena.» Aquel revés no desanimó a Lorenzo Pardo. Regresó a Lima, luego de dejar a cargo de un importante notario porteño la búsqueda de su única sobrina «Los informes del notario llegaban esporádicamente y sin mayores avances, – prosiguió tío Lorenzo-. Mis esperanzas languidecían y comenzaba a hacerme a la idea de que jamás te encontraría. Hasta aquel magnifico día en que recibí carta del general Escalante. ¡Imaginaras mi sorpresa y mi alegría cuando me informó que era tu esposo! ¡Te había en contrado!», exclamó, conmovido, y me besó la mano. «No obstante, el destino parecía oponerse a nuestro encuentro. En Córdoba, me aguardaban las peores noticias: un grupo de indios te había cautivado. Tu esposo había salvado la vida de milagro, al igual que tu criolla, María Pancha.»

Después de cuatro años por fin sabía con certeza que José Vicente Escalante y María Pancha vivían. Comencé a llorar aferrada al cuello de tío Lorenzo. También lloraba por mi hijito y por Mariano, y por mí, perdida sin ellos, y por miedo, porque le temía al futuro, y al presente también, que se había convertido en un infierno. «Que mi tío se haga cargo de todo», pensé, aterrorizada de enfrentar la vida sin Mariano.

Tío Lorenzo me apartó de su pecho y me secó las lágrimas con ternura. «Quizá cometí un gravísimo error en separarte de aquellas gentes», admitió. «Quizá fui un egoísta, quizá me odies, quizá nunca logre tu perdón. Pero tenía que encontrarte, Blanca, tenía que hacerlo. Por Lara.» Tío Lorenzo tuvo intenciones de dejarme reposar; ambos estábamos agotados física y espiritualmente; no obstante, lo aferré par la muñeca y le rogué que continuara con su relato. «¿Cómo hizo para rescatarme?», me interesé, y tío Lorenzo regresó a la silla y suspiró profundamente antes de recomenzar.

Si bien el general Escalante le había confesado a Lorenzo Pardo los hechos tal y como habían acontecido, para el resto la historia era muy distinta: yo había muerto en un asalto sufrido a manos de unos matreros camino a Córdoba; en el lugar de mi tumba habían colocado una cruz hecha de ramas de espinillo. Sólo María Pancha y Lorenzo Pardo conocían la verdad. «Debes entenderlo, – bregaba mi tío-, no es fácil para el general aceptar que los indios te llevaron. Por eso, cuando le sugerí rescatarte, se opuso férreamente». Guardé silencio, incapaz de expresar con palabras el resentimiento que me inspiraba Escalante, aunque no debería haberme sorprendido su actitud: después de todo, había tratado de matarme cuando le resultó palmario que él y sus hombres no contendrían el ataque de los indios.

Lorenzo Pardo se embarcó solo en la odisea que significaban mi búsqueda y rescate. Comenzó porEl Pino, donde, sugirió María Pancha, le brindarían información valiosa. El Vía Crucis de Lorenzo Pardo duró tres años en los cuales conoció todos los fuertes de la frontera sur, hizo migas con muchos militares, visitó las pequeñas poblaciones y las ciudades más importantes, se interiorizó del problema del malón y aprendió los nombres, costumbres y ubicaciones de las distintas tribus. Contrató a un gaucho baquiano, dos lenguaraces y media docena de hombres hábiles con las armas; se pasaba la mayor parte del tiempo viajando, vivaqueando o alojado en pulperías paupérrimas, mientras perseguía algún dato que lo condujera hasta mí. En Río Cuarto le dijeron que, si quería saber acerca de los ranqueles, debía preguntar al dueño de la tienda de abarrotes, Agustin Ricabarra, que los conocía como la palma de su mano. Luego de esclarecerle la memoria con una fuerte suma de dinero, Ricabarra fue el primero que le dio un dato certero: sí, el cacique Mariano Rosas tenía una cautiva a la que llamaban Uchaimañé, de alrededor de veinte años, de contextura más bien menuda, con el cabello largo y negro. Él aseguraba que había escuchado que a veces la llamaban Blanca.

Días más tarde, mientras Lorenzo Pardo bebía con su gente en la pulpería del centro de Río Cuarto, apareció un hombre joven de aspecto avieso e intimidante que se aproximó a la mesa, se quitó el sombrero de felpa y preguntó: «¿Quién es el huinca que busca a la cautiva de Mariano Rosas?». Dijo llamarse Cristo y ser hijo del cacique vorohueche Rondeao a quien Calfucurá había degollado a traición para apoderarse de sus tierras. El indio Cristo no pertenecía a ninguna tribu y vagaba por el desierto junto al grupo de vorohueches que se resistía a aceptar al chileno Calfucurá como el nuevo patrón de la zona del Salado. Preferían morir antes que traicionar a sus abuelos, padres y tíos que habían perecido a manos deesa serpiente, como llamó a Calfucurá en reiteradas ocasiones. «Yo no le debo fedelidá a naides, – manifestó Cristo-, y si usté me paga lo que le pido, le entrego a la cautiva de Mariano Rosas sana y salva.»

Mis enemigos entre los ranqueles eran más de los que suponía. Nancamilla, aunque exiliada en los toldos del cacique Caiuqueo, continuaba alimentando su odio y planeando su venganza; en tanto, Echifán, la famosa comadrona, y otras importantes machis deseaban que yo desapareciera junto con mis baúles llenos de pócimas mágicas que curaban males que ellas ni siquiera sabían cómo llamar. Esa especie de sicario que era Cristo, junto a su gente, se internaron en el desierto y supieron aprovechar las circunstancias de manera tan hábil que hasta sabían que Mariano Rosas, Nahueltruz y yo visitaríamos al cacique Ramón Cabral por el camino que desemboca en la Verde.

«Las noticias que me llegaban acerca de tu situación eran alarmantes», expresó tío Lorenzo, a modo de justificación. «Me aseguraban que te habían convertido en la sirvienta de la mujer de un cacique que te maltrataba duramente; que en una oportunidad habías tratado de escapar y, como castigo, te habían despellejado las plantas de los pies; que no te alimentaban bien y que en los crudos inviernos dormías al descubierto. No podía soportarlo y le ordené al indio Cristo que te rescatara. Si, hubiera sabido que en realidad eras feliz, que tenías un hijo y que esperabas otro del mismo hombre habría claudicado en mi búsqueda aunque la pena me hubiera lacerado el corazón. Pero me mintieron, Blanca. En todos lados se cuecen habas», sentenció, con la mirada baja. Se notaba que le pesaba la conciencia y que necesitaba desesperadamente mi perdón. «Ahora te he infligido un daño irreparable, – retomó-. Por mi culpa han muerto…». Se detuvo cuando la voz se le hizo un hilo, y yo, que no tenía ánimos para consolarlo, me ovillé entre las sábanas, le di la espalda y me puse a llorar. «Después de todo, – pensé un rato después-, ¿qué puedo reprocharle a este buen hombre, el único que se preocupó por mí?».