Fe Ciega
Laura recordó el guardapelo de oro que había recibido junto
al cuaderno y al ponchito, y lo tomó de su escarcela. Dos mechones:
«De aquellos obsequios aún conservo el guardapelo de oro, que
siempre llevo colgado al cuello, con los mechones de mis dos
hijos». Como ya era costumbre, Blanca Montes había saciado su
curiosidad, y, aunque la sorpresa la dejó boquiabierta, una tibieza
le reconfortaba el pecho. Llena de ansiedad, apenas se presentó
María Pancha en lo de Javier, Laura le dijo que Agustín había
pasado una noche tranquila y, sin darle tiempo a preguntar, le
plantó en beso en la mejilla y se marchó deprisa, sorda a las
súplicas de doña Generosa que la compelía a desayunar antes de
irse.
–¡Hasta luego, doña Generosa! ¡Gracias por todo! ¡Nos vemos
más tarde! – exclamó, mientras sacudía la mano y se alejaba a la
carrera hacia el lado del convento.
Una necesidad abrasadora de ver a Nahueltruz le hacía olvidar
el cansancio de una noche en vela y el hambre, y la conducía como
volando a los brazos de su amante. Frente a la tapia del convento
franciscano, se ató un nudo en el ruedo de la falda y se arremangó
la blusa. La pared de piedra llena de anfractuosidades y su
determinación la ayudaron a trepar los casi dos metros de muro y
arrojarse dentro sin meditar en posibles riesgos y peligros. Una
vez en suelo santo, deshizo el nudo de la falda, recompuso un poco
el peinado y se pellizcó las mejillas. «Debo de parecer un
espectro», se desanimó por un segundo, pero de inmediato marchó
hacia el establo sin volver a reparar en su
aspecto.
Laura entornó apenas la puerta y espió dentro. Nahueltruz,
que enrollaba el cabezal, saltó como una liebre al chirrido de los
goznes y empuñó su facón.
–¡Soy yo! – dijo Laura, con dientes
apretados.
–¿Qué haces aquí? – preguntó Guor de igual modo-. ¿Otra vez
aquí? ¿No te dije que es peligroso? Alguien podría
seguirte.
–Nadie me siguió -aseveró Laura, con voz
trémula.
–Nadie te siguió -repitió Guor con sorna, y recordó la visita
inopinada y desagradable de Loretana la noche anterior. Por eso
estaba empacando, porque el convento de San Francisco se había
vuelto un sitio peligroso. Si a Loretana, en su despecho de hembra
menospreciada, se le daba por soltar la lengua con el coronel
Racedo, lo tendría encima en un tris.
Laura le rodeó el cuello con los brazos y le apoyó la cabeza
sobre el pecho. Nahueltruz, que no había olvidado al doctor Julián
Riglos, se deshizo de su abrazo y la separó de su cuerpo. Laura lo
contempló asustada, porque sus ojos grises se habían vueltos
oscuros.
–¿Qué pasa?
–¿Qué pasa? Pasa que me enteré de que tienes un protector muy
solícito que dejó todo en la ciudad para acompañarte hasta aquí.
Doctor Julián Riglos, dicen que se llama. ¡Doctor! Claro, tenía que
ser doctor, no podía ser menos, y seguramente tendrá mucho dinero,
y el apellido suena rimbombante también, así que debe de ser de
abolengo, como el tuyo. Tu familia copetuda lo recibirá con honores
cada vez que te visita y te corteja, porque no me caben dudas de
que, como los otros, éste también cayó bajo tu encanto y baila al
son de tu melodía. Que ya supe que salió como chicotazo para
Córdoba a buscar a tu padre, porque se lo pediste. Lo habrás mirado
con tu carita de ángel, habrás llorado sobre su hombro, él te habrá
prestado su pañuelo.
–¡Nahueltruz! – se escandalizó Laura-. Julián Riglos es un
gran amigo de mi familia y mío. Hace años que nos conocemos, desde
que yo era una niña. Muy gentilmente, se ofreció para acompañarnos
a María Pancha y a mí hasta aquí porque nadie de mi familia lo
habría hecho. Yo quería estar junto a mi hermano -añadió luego de
una pausa-, y era capaz de hacer cualquier cosa para
lograrlo
–Riglos está enamorado de ti -apuntó Guor-. Ningún hombre se
habría comprometido de la forma en que él lo ha hecho acompañándote
a Río Cuarto y luego viajando a Córdoba sólo porque es tu
amigo.
–Una verdadera amistad alberga los sentimientos más nobles
-expresó Laura con decoro-. Yo tengo amigos por los cuales estaría
dispuesta a dar la vida
–¡Pero Riglos está enamorado de ti! ¡A él le importa un
comino la amistad!
–¡Nahueltruz! – se horrorizó Laura- ¿Qué diantres te sucede?
¿Por qué estás así conmigo?
–¡Pasa que estoy hasta aquí de tantos hombres, Laura! Primero
Racedo, después tu prometido Lahitte, ahora el tal Riglos. Estoy
cansado de escuchar que te acechan y que te desean cuando yo soy el
único que puede desearte y tenerte.
–Yo te amo, Nahueltruz -manifestó ella con serenidad-, pero
si mi amor no es suficiente para ganarme tu confianza y tu respeto,
creo que es mejor que nos despidamos aquí y ahora. Estoy convencida
de que el amor necesita de una fe ciega para ser
completo.
Laura se recogió el ruedo de la falda, dio media vuelta y
marchó hacia el portón del establo. Le temblaba la mandíbula y las
lágrimas le borroneaban la visión. «Es mejor que nos despidamos
aquí y ahora.» No podía creer lo que había dicho. Se despedía del
hombre que significaba todo para ella cuando momentos atrás había
corrido hasta el convento con el deseo de abrazarlo y pedirle que
la hiciera suya otra vez. En ese instante, en cambio, se marchaba
con el porte de una reina ofendida. Arrepentida y a punto de
voltear, Nahueltruz le rodeó la cintura y le pedió perdón con
vehemencia.
–No te vayas -imploró a continuación, y la obligó a darse
vuelta-. No vuelvas a decir que lo que hay entre nosotros se
termina. No me dejes -insistió con la cara de un niño asustado, y
Laura se puso en puntas de pie para acallarle los ruegos inútiles
con un beso porque ella ya había decidido que nunca se apartaría de
su lado.
–Laura, me estoy volviendo loco por tu culpa -confesó Guor, y
ella rió, divertida, le gustaba verlo desconcertado y
perdido.
–Quiero que me hagas el amor -le susurró, y lo tomó de la
mano y lo guió hasta el rincón donde había avistado un montículo de
forraje, allí se tendió y le dijo-: Yo soy tu mujer, Nahuel, y tú
eres mi único amor, y yo te doy mi palabra de que así será toda mi
vida.
Ella tenía poder sobre él; aunque joven, inexperta y un poco
ingenua todavía, Laura Escalante se había apropiado de su voluntad
y le regía el destino. Le habría satisfecho cualquier veleidad.
Como en ese momento, que recostada sobre la paja, le extendía la
mano y lo dejaba ciego de deseo con esos ojos negros y el brillo de
sus bucles de oro, y él sabía que tenía que irse, debía dejar el
convento, pronto, quizá su vida corría peligro y, sin embargo, cayó
de rodillas a su lado y le pasó la mano por el cuello y le
descorrió la blusa y le buscó los pechos. La cubrió con su cuerpo,
y con la rodilla se abrió paso entre sus piernas, mientras le
levantaba torpemente la falda y los visos y le bajaba los calzones
de encaje. Su boca, impetuosa, apremiante, descendió sobre la de
ella, y Laura la recibió con impaciencia. Nahueltruz ardía desde
las vísceras, carente de límites y escrúpulos en sus ansias por
poseerla. Laura lo dejó entrar y tomar posesión de lo que ella
misma quería que fuera sólo de él; le permitió saciar su furia y
sus celos, y también se permitió gozar de lo que él le brindaba con
maestría. Después, yacieron en silencio sobre el montículo de
heno.
–¿Nahueltruz? – se escuchó la inconfundible voz del padre
Marcos Donatti.
Laura y Guor, como palomas espantadas, se desenredaron y se
pusieron de pie. Nahueltruz se subió las perneras, se ajustó la
rastra y se mesó el cabello desgreñado. Laura, a una indicación de
Guor, se escondió en el compartimiento de la vaca lechera con el
lío de ropa entre las manos.
–Aquí estoy, padre -respondió Guor-. Pase
nomás.
Donatti empujó la puerta del establo con el cuerpo y se
escurrió dentro.
–Buenos días, Nahueltruz -saludó con cordialidad-. Como fray
Humberto dijo que hoy no te apareciste por el refectorio a
desayunar, te traigo este cacharro con mate cocido y este
criollo.
–Gracias, padre -masculló Guor, y extendió el brazo para
tomar el cacharro y la servilleta que envolvía el pan aún tibio-.
No me aparecí por el convento porque me estoy yendo. Estaba
terminando de acomodar mis cosas y ya tenía pensado darme una
vuelta por su despacho para comunicárselo.
–¿Te vas? – se sorprendió Donatti-. ¿Vuelves a Tierra
Adentro?
–No. Hasta que el padre Agustín esté fuera de peligro no me
muevo de la villa -replicó Guor, y Laura soltó el aire que
involuntariamente había retenido-. Me voy de aquí, del convento,
porque no quiero que tenga problemas por mi culpa con la milicia.
Este se ha vuelto un sitio peligroso. Blasco va y viene como Pancho
por su casa y temo que haya levantado sospechas. Usted sabe que no
puedo arriesgarme.
–Sí, comprendo -manifestó el franciscano-. Y dime,
Nahueltruz, ¿adónde piensas instalarte?
–Ya encontraré algún sitio; usted no se preocupe,
padre.
–¿Me harás saber adonde estás cuando te
instales?
–Mejor que nadie lo sepa, padre. No se ofenda, pero es para
no comprometerlo.
–¡La pucha con este Racedo y su odio!
Nahueltruz no hizo ningún comentario, y Donatti, que se había
presentado esa mañana con otro propósito, carraspeó y
dijo:
–Hoy se cumple un nuevo aniversario de la muerte de tu
madre.
–Lo sé.
–Me pregunto cómo estará tu padre.
–Siempre se pone melancólico. Usted ya sabe, él se
culpa.
Donatti sacudió la cabeza, consternado, y chasqueó la
lengua.
–Como sé que doña Carmen está por viajar a Leuvucó, le
enviaré una carta. No sé si logre sacarlo del estado de tormento y
pena, al menos lo intentaré.
–Hágalo, por favor -instó Guor-. Mi padre lo respeta y
aprecia. Le va a hacer bien recibir algunas líneas suyas. Además,
usted quiso mucho a mi madre, y mi madre lo quiso mucho a usted.
Eso es importante para el cacique Mariano Rosas.
–Agustín me pidió ayer que hoy diga misa por el alma de
vuestra madre; quiere que estés presente. Como él no puede, desea
que tú estés rezando por ella.
–¡Ah, padre! Hace tantos años que no rezo. Hasta creo que me
olvidé de cómo hacerlo -interpuso Nahueltruz.
–Pero el padre Agustín quiere que estés presente -alegó el
franciscano con lo que le parecía un argumento más que
sólido.
Nahueltruz Guor, por su parte, sólo podía pensar que Laura
estaba escuchándolos.
–Está bien, está bien, padre, ahí estaré -condescendió con
tal que Donatti acabara con el tema de Blanca
Montes.
–Gracias, hijo. Esto es muy importante para Agustín, lo
pondrá contento. La misa será dicha sólo para los miembros del
convento y para ti, a las diez y media en la Capilla
Menor.
El padre Marcos abandonó el establo y Laura salió de
escondite. Encontró a Nahueltruz ensimismado, con la vista fija en
el suelo. Se le acercó con sigilo y le puso una mano sobre el
hombro, con cuidado para no sobresaltarlo.
–Ahora sabes que tu hermano Agustín y yo somos hijos de la
misma madre -expresó sombriamente y sin darse
vuelta.
–Sí, lo sé. Ambos son hijos de Blanca
Montes.
Laura se le puso enfrente y le levantó el rostro con ambas
manos.
–Ahora también sé de quién heredaste el gris de tus ojos que
tanto me gusta, de nuestra bisabuela Pilarita. ¡Famosos sus ojos
grises!
Laura no lucía sorprendida ni disgustada, por el contrario,
se la veía contenta. La mirada desconcertada de Guor se volvió
inquisidora, y Laura habló.
–Pocos días después de llegar a Río Cuarto, doña Carmen, la
abuela de Blasco, me entregó un atado con tres cosas: un cuaderno
forrado de cuero, un guardapelo de oro y un ponchito. Me dijo que
pertenecían a una tal Uchaimañé y que Lucero le había pedido que se
las alcanzara a mi hermano. En ese momento la salud de Agustín era
tan delicada que no quise importunarlo con lo que pensé se trataba
de un regalo de algún indio. Al abrir el cuaderno me topé con el
nombre «Blanca Montes» al pie de la primera hoja y la palabra
«Memorias» como título. Desde ese día y hasta hoy no he dejado de
leer las memorias de la misteriosa Blanca Montes en cada
oportunidad que he tenido. Y no fue hasta anoche que tu madre me
confesó en sus páginas que tú eras su hijo, Nahueltruz Guor, Zorro
Cazador de Tigres.
–No sé si a Agustín le gustará saber que te enteraste de que
él y yo somos hijos de Blanca Montes.
–En mi familia siempre se ha pronunciado el nombre tu madre
en voz baja, intercambiando miradas elocuentes; se ha ocultado su
vida y su destino, y, sin embargo, de la forma más casual y
sorprendente, yo me he enterado por labios, o debería decir por
mano de la propia Blanca, de cosas que me han hecho tanto bien,
Nahuel. Tu madre, después de años, me ha esclarecido misterios y
dudas y me ha enseñado tantas cosas. Quisiera que estuviera viva y
que me quisiera tanto como yo he aprendido a quererla a ella. Ahora
la quiero más porque sé que es tu madre.
Nahueltruz sonrió. La frescura y la espontaneidad de Laura le
hacían bien. Cuando la tenía cerca, se borraban las dudas y los
tormentos, los viejos, que venía arrastrando desde hacía tiempo, y
los nuevos, los que habían nacido junto con el amor que sentía por
ella.
–Laura -musitó con voz quebrada, y la estrechó contra su
cuerpo-. Sólo por querer tanto a sus dos hijos, Blanca Montes te
adoraría.
–¿Por qué dejas el convento?
–Porque tú y Blasco han marcado un sendero de hormigas hasta
aquí, y Racedo, atando cabos, puede sospechar que algo raro está
sucediendo entre los franciscanos y venir a
averiguar.
–Racedo no se dará cuenta de nada -interpuso Laura con
marcada displicencia.
–No te confundas -la corrigió Guor-: Racedo puede ser muy
torpe y zafio para cortejar a una mujer, pero es bien rápido y
pícaro cuando de perseguir y cazar indios alzados se
trata.
–¿Por qué perseguir y cazar indios? ¿No estamos en tiempos de
paz?
–Nunca estamos en tiempos de paz los huincas y los ranqueles.
Esto es una guerra, Laura, que sólo terminará el día que uno de los
dos bandos quede destruido y aplastado en el campo de
batalla.
Las agoreras palabras de Nahueltruz la dejaron triste y
abrumada. Había algo de premonición en ellas, como si aquel día ya
se hubiera fijado y que, de una u otra manera, tendría mucho que
ver con ella. Dejaron el establo en silencio luego de comprobar que
ni fray Humberto ni los oblatos estuviesen
merodeando.
–¿Irás esta noche al hotel de doña Sabrina?
–Iré.
–Prométeme que nada malo te ocurrirá -suplicó
Laura.
–Nada malo me ocurrirá -aseguró Nahueltruz.
Se besaron antes de despedirse. Guor regresó dentro para
cinchar el caballo y terminar de acomodar sus pertenencias en las
alforjas. Laura enfiló hacia el hotel. Había caminado un corto
trecho cuando divisó al coronel Hilario Racedo y a su imperturbable
adlátere, el teniente Carpio, ambos a caballo, que se dirigían
evidentemente hacia el convento de San Francisco.
–¡Coronel Racedo! – llamó Laura con voz cristalina y afable,
y agitó la mano.
–¡Qué grata sorpresa, señorita Escalante! – expresó el
militar a modo de saludo, y se quitó el quepis.
–Buenos días, teniente Carpio -dijo Laura, y Carpio también
se quitó la gorra e inclinó la cabeza, sin pronunciar
palabra.
–¿Qué hace por aquí sola? – se interesó Racedo, mientras
abandonaba la montura.
–Vengo del convento. Necesitaba ver al padre Marcos y como
Blasco, usted sabe, coronel, él se ha convertido en mi chaperon últimamente, le decía, como Blasco no podía
acompañarme, me aventuré sola. Quizás usted sería tan amable de
escoltarme de regreso a lo de doña Sabrina.
–Nosotros también nos dirigíamos al convento para hablar con
el padre Marcos -interpuso Racedo, desconcertado, ese trato
afectuoso y abierto no era al que lo tenía acostumbrado la señorita
Escalante.
–El padre Marcos no está -mintió Laura.
–Pues bien, en ese caso la acompañaré a lo de doña Sabrina.
Regresaremos esta tarde, Carpio -anunció Racedo-. Vuelve nomás al
fuerte que yo te alcanzo más tarde.
Carpio espoleó el caballo y se alejó al trote. Racedo asió
las riendas del suyo y caminó junto a Laura, que enseguida tomó la
palabra para espantar las intenciones del militar. Le contó de la
salud de Agustín, de los avances en su recuperación, que hacía dos
días que no tenía fiebre y que se alimentaba bastante bien, le
mencionó la inminente llegada de su padre junto al doctor Riglos y
aclaró que aguardaba con impaciencia ese momento porque hacía
tiempo que no veía al general. Se hizo un silencio y, cuando
Racedo, a punto de verter un comentario, se inclinó sobre ella,
Laura se apartó y preguntó por su hija, la recientemente casada con
un próspero comerciante de Lujan, y por su padre don Cecilio. El
tema desembocó en la afición por la vida militar de la familia
Racedo, y mencionó con evidente orgullo a su sobrino Eduardo, que
seguía con éxito los pasos de su abuelo y de su tío. Se ufanó
también de sus propios éxitos y le contó anécdotas de su vida como
soldado casi todas relacionadas con indios.
–Y ésta -dijo, señalándose la cicatriz que le surcaba la
mejilla izquierda-, se la debo al cacique Nahueltruz Guor, que me
las va a pagar algún día ¡Como que hay un Dios ese salvaje roñoso
me las va a pagar!
Llegaron a lo de doña Sabrina. Laura, excusándose en una
noche de insomnio, se retiró a descansar luego de agradecer la
escolta al coronel Racedo, que se quedó con las ganas de invitarla
a cenar al fuerte esa noche en que los soldados, para festejar la
paga, iban a asar una vaca con cuero. Laura se alejó por el
corredor hacia el interior de la posada y el militar recostó su
pesado cuerpo en la barra de la pulperia donde se dedicó a
mascullar en contra de su pésima suerte, desahogándose en un vaso
de ginebra que Loretana le sirvió de mala gana. Se notaba que para
ella ése tampoco era un buen día.
Con el tiempo, los ojos de Nahueltruz
abandonaron el color ambiguo tan característico de los recién
nacidos, esa tonalidad indefinida entre el azul y el negro, y se
volvieron de un gris perla muy puro. Los ojos de los Laurey Luque,
eso era lo único que mi hijo había tomado de mí; por lo demás, era
la copia fiel de Mariano Rosas. Y supe que ese hijo mío sería alto
y corpulento como su padre y como su abuelo, don Juan Manuel, por
los pies largos que desentonaban con su cuerpecito. Gracias a mi
leche, Nahueltruz ganó peso enseguida y al año era un niño robusto,
más alto que lo normal. «¡Torito
bravo!», le decían, un gran halago entre
los ranqueles; en especial su abuelo Painé, que se lo subía al
hombro y lo paseaba con orgullo por el campamento como quien lleva
un santo en procesión.
En tanto lo amamanté, Mariano Rosas
mantuvo una respetuosa distancia entre su mujer y su hijo, que para
él eran una sola cosa. Aunque excluido, se mostraba dócil y
considerado, y acataba mis indicaciones como si proviniesen del
Consejo de Loncos. Una tarde, ansioso por ver a Nahueltruz después
de varios días de ausencia, entró en el toldo y marchó directo a su
canuta para alzarlo. Que ni se le ocurriera, le espeté desde la
otra habitación; que si quería tocar a mi hijo debía primero
quitarse la mugre y el olor a caballo de días, y mientras así
vociferaba, le iba entregando jabón de sosa, toalla y una muda de
ropa. Mainela contemplaba con ojos desorbitados a la espera de la
tormenta de furia que, estaba segura, desataría Mariano. Pero el
señor Rosas no desató ninguna tormenta de furia; al contrario, tomó
el jabón, la toalla y la muda de ropa y se dirigió hacia la laguna.
A la hora regresó más limpio que una patena.
Ahora bien: cuando Nahueltruz comenzó a
mostrar signos de humanidad, esto es, mantenerse erguido, gatear a
velocidad impensable y, por fin, a caminar, su padre tomó posesión
de él y lo manejó a antojo. «Para que se
vaya acostumbrando», esgrimía, y lo
colocaba en la montura delante de él. De nada valían mis protestas
y enojos: Mariano Rosas estaba convencido de que Nahueltruz era más
suyo que mío. «Así es entre nosotros,
Uchaimañé», me consolaba Lucero.
«Es por el bien del pichí (del pequeño), que
aquí los hombres se pasan más tiempo de a caballo que con los pies
en la tierra». No eran las palabras bien
intencionadas de mi amiga las que me tranquilizaban, sino la
certeza de que nadie dominaba mejor un caballo que Mariano
Rosas.
Creo que Rosas quiere más a su picazo que
a su madre. Entre él y su caballo, la relación va más allá del
simple dúo bestia-amo. Mariano monta a Curí Nancú y se convierte en
un centauro capaz de hacer cualquier cosa sobre el lomo del animal,
que a su vez lo deja actuar libremente pues le tiene fe ciega. Curí
Nancú percibe las intenciones de Mariano a través de sutiles
señales: un apretón en los ijares, un tirón de rienda, un silbido
más agudo, un silbido más grave, un cambio de postura sobre la
albarda, y procede en consecuencia. Los ranqueles en general son
hábiles jinetes, pero Mariano, reconocido por el propio Painé, que
era habilísimo también, es de los mejores. En la cacería del
avestruz, una de las hazañas más temerarias después de los malones,
Mariano se destaca fácilmente en el grupo, provocando la furia y
envidia de su hermano mayor, Calvaiú. Miguelito me explicó que se
requiere muchísima destreza y habilidad para perseguir al avestruz
y bolearla sin perder el equilibrio y caer entre los cascos del
caballo. En estas correrías es común terminar con una pierna
quebrada o un brazo dislocado. Desde pequeños, los ranqueles se
entrenan en estas lides, donde adquieren la impetuosidad y el
desprecio al peligro que tanto los caracteriza, cuando salen a
maloquear. Están convencidos de que la caza forma a los buenos
jinetes porque les enseña a montar rápidamente sobre la silla, a
poner pie a tierra como el rayo, a lanzar el caballo a través de
las dunas y guadales, a salvar las piedras, las madrigueras de
vizcachas y los matorrales a la carrera, y a galopar sin detenerse
aunque una parte de la montura se rompa o se caiga. En fin, se
aprende a desestimar los accidentes.
A veces pienso que Mariano Rosas no le
teme a nada. O se trata de un hombre de un valor extraordinario o
de un inconsciente de capirote. Monta su caballo con la rapidez de
una flecha, lo desmonta cuando el animal aún galopa a alta
velocidad, se pone de pie sobre su lomo para atisbar el horizonte,
se lanza a través de las irregularidades del terreno con una
temeridad que quita el aliento; lo he visto montar en pelo o con la
montura casi desguazada y mantener aun así la misma firmeza sobre
Curí Nancú.
Los caballos de los ranqueles, por su
parte, son distintos a los de los cristianos. Según Miguelito, la
diferencia radica en la manera en que los indios los doman. Con sus
técnicas, convierten a la bestia en un animal mansísimo y de una
fortaleza increíble, que le permite cruzar un guadal, enterrado en
el lodo hasta los ijares, con una ligereza que agotaría a los
caballos de los cristianos apenas comenzada la travesía. He visto a
Curí Nancú hacerlo en varias ocasiones: el animal se encabrita, se
ladea, pero no cae, salta y empuja con denuedo, mientras Mariano lo
guía con maestría y absoluto dominio, buscando las partes del
pantano menos profundas y resbaladizas. Como parte de su
amansamiento, los acostumbran a comer y a beber poco, y logran que
el caballo resista hasta tres días sin agua ni forraje en el
desierto.
Junto a ese padre temerario y prendido de
las crines de Curí Nancú, crecía mi hijo Nahueltruz en absoluta
libertad. En una tierra que sólo reconoce el horizonte como
frontera, donde la gente vive en tiendas sin puertas, donde las
órdenes del cacique general son acatadas si gustan a la mayoría,
¿cómo se suponía que le impondría límites a Nahueltruz? Era una
batalla perdida antes de pelearla, de todos modos, me decía, no se
trataba de educarlo para que se condujera en un salón de ciudad, él
era parte de esos montes cerriles y por sus venas corría la sangre
de los ranqueles.
Nahueltruz era un niño feliz. Querido y
mimado por la familia y los amigos, conseguía lo que se proponía
con una sonrisa o con un berrinche. Su cucu (abuela) le habría
bajado la luna y el sol si se los hubiese pedido, y a nadie pasaba
por alto que, así como Mariano era su hijo dilecto, Nahueltruz era
el nieto que la cacica vieja más quería. Sus tíos lo malcriaban, en
especial los menores, Epumer y Guenei. Resultaba sorprendente la
adoración que Nahueltruz sentía por Epumer, uno de los ranqueles
más feroces que conozco, en especial achumado, es decir, ebrio. Con
Nahueltruz, sin embargo, Epumer revelaba una faceta dulce y
tolerante, Nahueltruz lo seguía a sol y a sombra, lo imitaba y
cumplía ciegamente sus mandatos. El cariño que ambos se profesan no
ha menguado con el tiempo. Miguelito también siente debilidad por
el hijo de su amigo Mariano Rosas, y, como él y Lucero sólo han
tenido mujeres, “chancletas” según su decir, Miguelito busca en Nahueltruz al varón
que nunca tuvo. Loncomilla es de las preferidas de mi hijo, y
Dorotea Bazán, que le prepara la algarroba pisada y dulce como a él
le gusta, y también el coronel Baigoma, que cuando visita las
tolderías de Leuvucó le trae regalos y lo halaga con cumplidos.
«¡Ah, ese toro!»,
exclama, luego de haber loncoteado y simulado perder la pelea. Nada
disfruta tanto Nahueltruz como ser reconocido por los miembros de
su pueblo en especial por su padre y por su abuelo Painé. Con todo,
el mejor amigo de Nahueltruz es su perro Gutiérrez, que soporta con
estoicismo que le tire de la cola, de las orejas, que lo monte, que
se le cuelgue del cuello y le bese el hocico, porque entiende que
nadie lo quiere tanto como su pequeño amo Nahueltruz. No se separan
durante el día y, a la noche, Gutiérrez duerme junto a su
camastro.
De todos modos, cuando se lastimaba las
rodillas, cuando tenía hambre o sueño, Nahueltruz sólo quería los
brazos de su madre. Y ahí estaba yo, abandonada la mayor parte de
la jornada, lista para recibirlo y sanarlo, alimentarlo o acunarlo.
A mi adorado Nahuel, como me gusta llamarlo. Me halagaba que, a
pesar del cariño de tanta gente y de la inclinación que mostraba
por la compañía de su padre, Nahueltruz siguiera buscándome cuando
algo no andaba bien; yo era su refugio, a quien él recurría en
busca de consuelo o remedio. Me tenía confianza, se entregaba a mis
brazos y yo lo apretujaba contra mi pecho y le besaba la cabecita
de cabello endrino hasta que el llanto pasaba.
A los tres años, Nahueltruz era más alto
que su primo Catrüeo y, aunque delgado, presentaba una contextura
fuerte y bien formada; rara vez se enfermaba, lo que llevaba a la
cacica vieja a ordenarles a las demás mujeres de la familia:
«Vayan y vean cómo Uchaimañé cría a mi nieto
pichí; vayan y vean para que a ustedes no se les mueran los
suyos». Esta invitación de la cacica vieja
implicaba un aumento de madres con niños enfermos que visitaban mi
toldo a diario, como también un aumento del resentimiento de las
machis ranqueles, en especial de Kchifán, que no me perdonaba que
la hubiese excluido para el nacimiento del hijo de Mariano
Rosas.
Una tarde, de visita en el toldo de la
cacica vieja, me sorprendieron los nauseas y un mareo que terminó
en desmayo. Recuperé la conciencia en la pieza de Mariana gracias a
las sales que Lucero había ido a buscar a mi toldo y que me pasaba,
por la nariz. Mariana había mandado a llamar a su hijo, que
trabajaba en las sementeras. Irrumpió en el toldo con el gesto
desencajado, sudado y agitado. «Nada, m
'hijo, nada», replicó con una sonrisa la
cacica a las preguntas barbotadas de Mariano. «Que su ñuqué le va a dar otro pichí, eso pasa. Usté
debería saberlo mejor que naides», agregó
con mueca socarrona, a la que Mariano no prestó atención; se
arrodilló junto a la yacija y me quitó el pelo de la frente. Nos
miramos intensa y significativamente mientras el resto pululaba en
torno. Una vez solos, Mariano bajó el rostro y me acarició los
labios con los suyos, y yo me aferré a su cuello y él se internó en
la profundidad de mi boca.
Conmigo, Rosas sabía cuándo abandonar la
traza de indio alzado y jugar el papel de amante devoto. De amante
insaciable también, que con su lubricidad me había convertido en
una mujer atrevida. Hacia tiempo que mis últimas barreras habían
caído; el nacimiento de Nahueltruz había desfalcado los resquemores
y recelos y terminado por enfrentarme a la verdad de que pertenecía
y pertenecería el resto de mi vida a esos dos hombres, al padre y
al hijo. Una noche, de las primeras que pasábamos juntos luego del
parto, Mariano me dijo con malicia que él me acariciaba porque
sabía que yo anhelaba ese placer que sólo él podía darme. Ni
ofendida ni avergonzada, le confesé cuánto me gustaba que llegara
la noche para que él me recorriera con sus manos, para que me
poseyera, para que me diera placer y me hiciera temblar. Podía
escucharme y verme confesándoselo, el alma me había abandonado el
cuerpo y contemplaba inerte desde otro rincón de la tienda a esa
mujer desfachatada. La que yacía con él y se le entregaba
libremente en ese instante no era Blanca Montes, era esa otra, la
famosa Uchaimañé, que sin miedo ni vergüenza le decía la verdad.
Supongo que conseguí sorprenderlo, porque se quedó callado con los
ojos oscurecidos fijos en los míos. No se burló de mí, tampoco me
recordó la arrogante promesa de que algún día mi corazón le
pertenecería. Luego de ese momento de desconcierto, me apretó
contra su pecho, me besó la sien y susurró mi
nombre.
Ramón Cabral, el platero, el que había
hecho la ajorca que me regaló Pulqumay, había tenido una hija, la
primera. Como su importancia crecía entre los caciques, Painé envió
a su hijo Mariano como embajador para participar de los festejos y
del “molfuintún”,
es decir, la ceremonia donde se sacrifican los animales con cuya
sangre se pintan las lágrimas bajo los ojos del recién
nacido.
Mariano quería que Nahueltruz y yo lo
acompañásemos. Lucero y Mainela me ayudaron a empacar y emprendimos
la marcha una madrugada de verano. Miguelito se quedaba a cargo de
las sementeras y de los animales, con órdenes tan precisas y
variadas que Mariano se las hizo repetir hasta último momento.
Pocas semanas atrás Nahueltruz había cumplido cuatro años y su
abuelo Parné le había regalado un bayo con crines y cola negras de
alzada imponente que Mariano no había terminado de domar. Aunque
berreó y pataleó, su padre no le permitió montarlo y debió
contentarse con la montura de Curí Nancú. Debido a mi estado (iba
por la tercera luna de gestación, según las mediciones de la cacica
vieja), Rosas seleccionó para mí una jaca mansa y pequeña, donde me
ayudó a colocarme con ambas piernas hacia el costado derecho.
Cerraban la comitiva una mula atiborrada de atados y presentes, y
Gutiérrez.
Apenas dejamos el silencioso campamento
de Leuvucó, Mariano rompió el mutismo para informarme que la
toldería del cacique Ramón se hallaba a siete leguas hacia el sur
por el camino a los montes de Carrilobo «Quiero que conozcas la Laguna de los Loros, también
conocida como la Verde. Está de paso a lo de Ramón.» Agregó a continuación, con el único objeto de atraer la
atención de su hijo, que esa laguna era famosa por los tigres que
la habitaban. A mí la palabra tigre me traía pésimos recuerdos y me
llenaba de presagios nefastos; a Nahueltruz, en cambio, lo colmaba
de excitación; la idea de que ayudaría a su padre a cazar una de
esas bestias feroces lo mantuvo entretenido y parlanchín gran parte
del recorrido, olvidada por completo la pataleta por lo de su
bayo.
El paisaje más bien triste me hacía
acordar de mi huida, de los días interminables en que vagabundeé
por ese desierto inclemente, sola y aterrada, con mi fiel Gutiérrez
por toda compañía. «¡Qué
desatino!», exclamé para mis adentros al
tomar plena conciencia de la empresa disparatada en la que me
habían embarcado los celos de Nancumilla y mi desesperación. Sólo
pensar que podría haber muerto devorada por un tigre me produjo un
escalofrío no obstante el calor que se tornaba agobiante minuto a
minuto.
Entre los médanos se suelen formar
lagunas que los indios llaman loocó (agua de médano), que es
cristalina y deliciosa; yo obligaba a Mariano a detener la marcha
bastante seguido para mojar la cabecita de Nahueltruz y darle de
beber aunque no tuviese deseos. Nahueltruz y Gutiérrez aprovechaban
para corretear en la pastura que circundaba la cadena de dunas,
mientras Mariano llenaba los chifles y revisaba las monturas y yo
disponía sobre una manta las viandas que Mainela nos había
preparado. A Nahueltruz le llamaban la atención las manadas de
gamos y guanacos que huían hacia el sur, los tucutucu (unos
roedores muy simpáticos) que se animaban a asomar la cabeza de sus
madrigueras, las gallinas del monte o miloún, que cacareaban para
alejarnos de sus nidos, y las chuñas también, parecidas a los pavos
y que los ranqueles aprecian por su carne blanda y sabrosa.
Nahueltruz se asustó cuando un gato salvaje, al que los indios
llaman huiñá, asomó la cabeza a rayas grises entre los arbustos y
fijó sus ojos brillantes en nosotros; maulló mostrando los dientes.
Rosas lo espantó con sólo levantar la mano, mientras Nahueltruz se
escondía en mi regazo. Gutiérrez se mantuvo ajeno por un buen rato
entretenido con una mulita que intentaba beber de la loocó hasta
que el hambre lo hizo regresar a nuestro lado y dejar en paz al
pobre animal.
A medida que avanzábamos, el monte de
espinillos, caldenes y algarrobos que se extendía a un costado,
como una isla en medio de las cadenas de médanos, comenzó a
despejarse y terminó por convertirse en un paisaje verde y
voluptuoso que ceñía a una amplia laguna de agua transparente y
dulce: la Trecán Lauquen, como la llaman los ranqueles, o de los
Loros, por la preeminencia indiscutible de estas aves en el
alboroto general. El cuadro era magnífico y me dejó boquiabierta.
Los flamencos rosados, los cisnes de cuello negro y las cigüeñas
dominaban el paisaje. Había cuervos y garzas también, y variedades
de patos. Al advertir nuestra presencia, las aves levantaron vuelo
y, espantadas, aumentaron el incesante bullicio. Resultaba un
espectáculo verlas volar en bandadas, en especial cuando describían
curvas hacia uno y otro lado con destreza y precisión de relojero.
Por fin, al convencerse de que no les haríamos daño, regresaron al
agua y a las orillas plagadas de carrizos, juncos y achiras, y,
aunque las estridencias menguaron, nunca se extinguieron por
completo.
Mariano disfrutaba de mi embelesamiento
y, mientras yo contemplaba el paisaje, él me contemplaba a mí.
Hasta que nuestros ojos se cruzaron, y le aseguré: «Este es el lugar más hermoso que he visto». El apenas si levantó las comisuras de los labios en
una sonrisa circunspecta, y asintió. Me ayudó a desmontar y, cuando
me tuvo encerrada en su abrazo de hierro, me buscó para el beso que
ambos ansiábamos, un beso silencioso, pletórico de significado. Nos
besamos hasta que Nahueltruz le tiró del chiripá y le pidió que le
cazara un jaguar. Sentados sobre la marisma, admirábamos los
alrededores. Nahueltruz y Gutiérrez, en cambio, se dedicaban a
espantar las aves porque les gustaba verlas hacer piruetas. Con
todo, debíamos proseguir la marcha. Resultaba arriesgado que nos
pillara la noche cerca de la Verde, la preferida de los jaguares,
los pumas, los gatos monteses y los zorros por la abundancia de
aves y otros animales menores. Me explicó Mariano que los felinos
prefieren la noche para llevar a cabo sus cacerías y que por esta
razón la laguna se vuelve un lugar tenebroso a esas horas. Los
ranqueles le tienen miedo a la Verde y tejen todo tipo de
supersticiones y leyendas que alimentan el pavor de las nuevas
generaciones. «Sólo se trata de animales
tratando de conservarse», resolvió Mariano
con su habitual racionalismo.
Avistaríamos las tolderías de Ramón en
menos de dos horas. Aunque no me quejaba, me sentía desanimada por
el cansancio; me dolían las asentaderas y los riñones y me costaba
mantenerme despierta. Nahueltruz hacía rato que dormía sobre el
pecho de su padre, que lo aprisionaba en un abrazo. Mariano no
parecía cansado y continuaba erguido en la montura como si
hubiésemos iniciado el periplo una hora atrás; atisbaba el entorno
con aire vigilante. Se dio vuelta para mirarme, operación que
repetía con frecuencia, y la mirada se le congeló en un punto
indefinido detrás de mí. Noté que había perdido la calma,
intranquilidad que de inmediato percibió Curí Nancú, que relinchó y
cambió el paso. Nahueltruz se despertó y comenzó a llorar: quería
venir conmigo. Mariano no le prestaba atención; había detenido el
caballo por completo y mantenía la vista alerta en el horizonte.
Apuré mi jaca y tomé a Nahueltruz de brazos de su
padre.
Mariano desmontó y apoyó la oreja en el
suelo. Luego, buscando la elevación de un médano, escudriñó hacia
el norte haciéndose sombra con la mano. Aquel despliegue indicaba
que algo se salía de lo normal. Los indios, al igual que los
gauchos, desarrollan un sexto sentido en el desierto que les
permite avizorar hechos que pasarían inadvertidos a cualquier otro
mortal. La agudeza de la vista y del olfato de estas gentes es
célebre; son capaces de asegurar, con bajísima posibilidad de
error, qué tipo de objeto se mueve a distancias importantes. Las
polvaredas les hablan, y ellos descifran si se trata de un simple
remolino de viento, una manada de animales salvajes o un grupo de
jinetes; en este caso, pueden desentrañar si vienen al galope o a
paso más ligero. Incluso, son capaces de dilucidar si la montura
está manca o si falta una herradura.
Como Mariano no lograba determinar si el
objeto se movía o estaba fijo, tomó su facón por el mango, se lo
colocó perpendicularmente sobre el tabique de la nariz y lo usó
como punto de referencia. Así estuvo un buen rato hasta que montó
el caballo con gesto agorero. «Un grupo de
jinetes se acerca al galope. No han de ser más de diez, pero vienen
que parece que los trae el diablo.» Aduje
que se trataría de otra comitiva que se dirigía a lo de Ramón.
«¿Por este camino?, – desconfió él-. Vinimos
por aquí porque yo quería que conocieras la Verde, pero nadie
tomaría esta rastrillada cuando hay una más directa y menos
peligrosa; esta zona, además de estar atestada de tigres, es muy
guadalosa.» Colocó a Nahueltruz nuevamente
delante de él y lo sujeto con el brazo; luego, me habló con
firmeza: «Vamos a galopar las leguas que
quedan; los caballos han descansado y tienen que
aguantar». Se me formó un nudo en la
garganta. Mi jaca era muy inferior a Cun Nancú, que parecía volar,
como si los cascos apenas rozasen el suelo. Mariano lo sofrenaba
causando la furia del picazo, que había esperado todo el día para
desplegar sus talentos de corredor. Menos de una hora más tarde
hasta yo advertí que los jinetes eran indios y que nos perseguían.
Mariano había ubicado su caballo detrás de mí y lo sujetaba para
que no superara a mi yegua, pero eso nos hacía perder un tiempo
precioso. Los jinetes no daban tregua, los teníamos tan cerca que
podíamos distinguirles los rostros, y resultaba obvio que no se
aproximaban en son de paz, pues sacudían las lanzas sobre sus
cabezas y profundizaban la algazara.
«¡Adelántese con
Nahueltruz, póngalo a resguardo y vuelva por mí!», le grité a Mariano. «¡Nunca!», replicó, tajante. Todo
sucedió rápidamente; pareció un sueño, mejor dicho, una pesadilla.
El quejido de Mariano y el alarido de Nahueltruz me alcanzaron como
un latigazo. Frené la yegua y volteé: Mariano yacía en el suelo con
una lanza incrustada a la altura del omóplato derecho; Nahueltruz,
a su lado, también inconsciente a causa de una herida en la cabeza
de la que manaba mucha sangre. Curí Nancú relinchaba, piafaba y
olfateaba a su amo, mientras Gutiérrez ladraba enfurecido y lanzaba
tarascones a los cascos del enemigo. El espectáculo era sórdido e
inverosímil. Quise arrojarme de la montura y correr hacia Mariano y
Nahueltruz, pero una fuerza poderosa e invisible me ató de pies y
manos y me dejó en un trance que ni siquiera me permitió caer en la
cuenta de que varios jinetes me rodeaban y de que uno me sacaba de
la montura y me sentaba delante de él con la misma facilidad con
que habría recogido una flor del camino.
Mi hijo y Mariano estaban inmóviles, como
sin vida. Aunque mis ojos no se apartaban de ellos, la imagen
escalofriante de sus cuerpos ensangrentados se volvía pequeña y
lejana. Hasta que comprendí que era yo la que me alejaba, que
alguien, en realidad, me separaba de ellos. Un temblor me sacudió
el cuerpo y un grito angustioso me llenó la boca y los oídos.
Pataleé, golpeé y mordí a quien, con zunchos de hierro, me
aprisionaba y no me permitía socorrerlos. Recuerdo cuando caí del
caballo, cuando mi mejilla dio contra la rastrillada, y el gusto a
polvo en mi boca; recuerdo también con claridad los cascos
inquietos de un caballo cerca de mi rostro, lo último que vi.
Luego, oscuro. Nada.
Estaban desgarrándome la carne, me abrían
el vientre, podía sentir el frío de las dagas que me sajaban.
Inexplicablemente mantenía los ojos apretados y me mordía el labio
inferior como si se tratara de un deber moral soportar semejante
ordalía. Pero el dolor me venció; grité y me incorporé. Estaba
sola. En una cama. En una habitación. Se abrió la única puerta y
dos hombres se apresuraron hasta la cabecera. Los contemplé con
azoro y confusión; ellos, a su vez, me miraban como si aguardasen
que dijera algo definitivo e importante. No pude hablar; un nuevo
ramalazo de dolor me obligó a apretarme el bajo vientre: los filos
que me destrozaban las entrañas no estaban fuera de mí sino dentro.
Me ayudaron a recostarme y me dieron a beber un cordial que,
enseguida supe, contenía una fuerte dosis de láudano. El
padecimiento cedía poco a poco, los párpados se me volvían pesados
y me celaban los ojos. Sólo deseaba dormir.
Al regresar de los efectos del narcótico
percibí un patente aroma a lavanda. ¿A quién se le ocurría usar
colonia a la lavanda en estas tierras? No a Mariano. Lo llamé con
voz ronca, y abrí los ojos. Me había acordado del ataque, de la
lanza en la espalda de Mariano, de mi hijo herido junto al cuerpo
exangüe de su padre, de Gutiérrez que ladraba y de Curí Nancú que
piafaba y relinchaba; de mí también me había acordado, atontada,
entumecida sobre la jaca. Y de la caída y de la
oscuridad.
Miré en torno: los dos hombres de nuevo,
uno evidentemente rondaba los sesenta años; el otro era joven, no
más de veinticinco. Tenían mirada gentil, rasgos de ciudad y ropas
poco acordes para Tierra Adentro. Hacía tanto que no veía una
levita elegante, un plastrón de seda y un hombre con el pelo
prolijamente atusado y peinado con fijador. Hacía tanto que no veía
a un hombre que usara colonia a la lavanda. «¿Mariano?», repetí, a la espera
de que emergiera de la parte más oscura de la recámara y tomara la
mano que le extendía. Pero uno de los hombres, el mayor, me la
aferró en cambio.
«¿Dónde
estoy?», balbuceé al caer en la cuenta de
que aquello no era un toldo, que estaba bien lejos del Rancul-Mapú
y que Mariano no se encontraba en la habitación. Habló el hombre
que me sujetaba: «Soy Lorenzo Pardo,
hermano de Lora, tu madre; soy tu tío Lorenzo, Blanca». Aquella confesión me produjo el efecto de un
cachetazo, pero luego de la impresión, insistí: «¿Dónde estoy?». El hombre más
joven, que dijo llamarse doctor Alonso Javier, me explicó:
«Se encuentra en la villa del Río Cuarto, al
sur de la provincia de Córdoba. Está en mi casa», agregó, con aspecto de muchacho tímido. «¿Y Mariano? ¿Y Nahuel?», inquirí
con angustia, y los hombres se echaron miradas significativas,
llenas de pesar. Habían muerto, entonces. El vacío que me envolvió
me dejó sin aire y en silencio. Apreté los ojos y los puños, me
mordí los labios, pegué las rodillas contra el pecho y permití que
aquella pena me estragara el alma. Lloré hasta que los pocos
arrestos con que contaba se extinguieron y quedé laxa y
tranquila.
Para mí, el tiempo en lo del doctor
Alonso Javier se sucedía sin días ni noches, un lento transcurrir
que carecía de sentido. Mis adorados Mariano y Nahuel habían
muerto, ¿cómo se suponía que viviría sin ellos? ¿Por qué el Señor
no me había llevado a mí también en vez de dejarme sola y
aterrorizada? Tan sola, porque ni siquiera el hijo que llevaba en
el vientre existía; él también se había escurrido de mi vida como
agua entre los dedos. Su pérdida me había dejado débil y macilenta,
me había quitado la última esperanza, pues de Mariano ya nada me
quedaba. Me sumí en el silencio y la melancolía; dejé de comer, de
higienizarme y no quería salir de la habitación ni recibir a nadie.
El doctor Javier se alarmaba y su esposa Generosa me reprochaba,
pero las amenazas no conseguían sacarme del letargo mórbido en el
que me había dejado caer y del que no tenía intenciones de
salir.
Tío Lorenzo entró una mañana en la
habitación y, de un tirón, corrió las cortinas y abrió las
ventanas. Arrastró una silla hasta la cabecera y tomó asiento.
«Te voy a contar mi historia», dijo, pero no habló enseguida sino que apartó la vista
y se mantuvo caviloso, en la actitud de quien busca las palabras
precisas. «Cuando uno es joven tiene mucho
vigor y salud, pero poco juicio, – manifestó-. La sabiduría viene
con los años, cuando ya es tarde y no se pueden remediar los
errores que llenaron de desdicha nuestra vida y la de nuestros
seres queridos». Enseguida me recordó sus
días como soldado en el Ejército del Norte bajo las órdenes del
general Belgrano, cuando defender a la Patria del avance español
era lo más importante para los hombres que amaban la independencia.
Luego vinieron tiempos de anarquía y de luchas por intereses de los
caudillos provinciales en contra de los de las autoridades
porteñas. «¡Si los argentinos hubiéramos
sabido ponernos de acuerdo desde el vamos!», se lamentó. Desertó del ejército, convencido de que
jamás levantaría el fusil para descargarlo contra otro argentino.
Él sólo luchaba por la libertad. Vagó sin rumbo durante meses hasta
que llegó a Jujuy y se unió a las guerrillas que llevaban adelante
Martín Miguel de Güemes y sus gauchos. En 1821, el general Güemes
murió en combate en Salta y la fuerza que movía a ese grupo de
gauchos incultos y feroces se diluyó
rápidamente.
La noticia de que el general José de San
Martín había hecho su entrada triunfal en Lima alcanzó el norte
argentino semanas más tarde. Varios de los que habían luchado con
Güemes marcharon al Perú para ofrecerse al general San Martín y
proseguir con la expulsión de los godos. A Lorenzo Pardo lo
pusieron bajo las órdenes de un joven teniente que, se decía, era
bravo como pocos en el campo de acción y un genio sobre los mapas a
la hora de diseñar la estrategia de las batallas; era el hombre de
confianza de San Martín y se llamaba José Vicente Escalante.
«Le decíamos el cordobés», comentó con evidente nostalgia, «aunque jamás nos dirigíamos a él en esos términos; lo
llamábamos “teniente coronel
Escalante”. Era de temer Escalante, sí que
lo era; duro, altanero e inmisericorde, pero justo, valiente y, por
sobre todo, inteligente». Antes de
Pichincha, Escalante ya había notado el empuje y viga/ de ese
porteño, Lorenzo Pardo, que aseguraba haber peleado en el Ejército
del Norte y codo a codo con el gaucho Güemes. Luego de Pichincha,
Escalante lo admiró y respetó y, con el tiempo, llegó la
amistad. «Todos decían que el cordobés era
vanidoso», evocó tío Lorenzo,
«pero yo sabía bien que no: ese aire de
soberano que tanto lo caracterizaba no era vanidad sino orgullo.
Sí, orgullo, porque el general Escalante tiene con qué; además, es
bien generoso cuando de reconocer virtudes ajenas se
trata.»
Para Lorenzo Pardo significó otro revés
la capitulación de San Martín a favor de Bolívar y su renuncia al
Protectorado del Perú; reconoció que se había sentido
defraudado. «Al general San Martín le
habría correspondido la gloria de la liberación del Perú y no a ese
calavera de Bolívar. ¡Pero qué sabemos nosotros, los ignorantes
soldados! No entendemos nada de lo que cocinan arriba, así que no
debemos juzgar.»
Lorenzo Pardo se retiró del ejército y,
aunque el general Escalante le pidió que lo acompañara de regreso a
Chile, decidió afincarse en Lima por cuestiones del corazón. Rosa
María se llamaba la limeña, en honor de la santa patrona de la
ciudad. «Y era tan hermosa como Santa
Rosa», aseguró tío Lorenzo. Aunque hermosa
como la santa, Rosa María no tenía un pelo de santa. Única hija de
un rico hacendado español, hacía y deshacía a voluntad. Luego de la
muerte de su madre se apoderó de las riendas de la casa,
convirtiéndose en ama y señora indiscutida; criados, sirvientas,
cocheros y hasta los empleados de la hacienda de su padre le
obedecían sin hesitar. Dionisio Hidalgo y Costilla, su padre, un
monárquico defensor de la corona española, de voz estruendosa y mal
carácter, se ablandaba ante las veleidades de su hija y se volvía
manso cuando Rosa María lo llamaba “papito” y lo besaba en la
frente. Con todo, jamás habría consentido en que su única hija y
heredera desposara a un argentino muerto de hambre, sin abolengo ni
pasado, que, para peor, había servido en el ejército de ese traidor
licencioso, José de San Martín. No valdrían los “papitos” ni mil besos en la
frente: Rosa María se uniría a algún joven español de familia
aristocrática, como Francisco Eduardo Saavedra, nieto del duque de
Rivas, que visitaba la casa desde hacía meses. Por cierto que a
Rosa María no le faltaban pretendientes. Con sus ojos almendrados
de color ámbar, su piel delicada que ella protegía del sol con afán
y esa miríada de bucles castaños que le bañaban la espalda, no
podían faltarle los admiradores; la dote era, por demás, otra gran
virtud de la muchacha.
Pero Rosa María no desposaría a Francisco
Eduardo Saavedra, nieto del duque de Rivas, ni a ningún otro; ella
se casaría con Lorenzo Pardo porque una tarde de primavera,
mientras la ciudad entera festejaba el triunfo de Pichincha, al
verlo desfilar por las calles de Lima tan galante en su uniforme
azul y montado en su alazán de soberbia estampa, se enamoró
perdidamente de él. Acostumbrada a hacer su voluntad sin
reflexionar, Rosa María corrió a casa de su padre, se levantó el
ruedo del vestido y subió de dos en dos los escalones que la
conducían a los altos. Desde allí aguardó con impaciencia a que
pasara el soldado, mientras armaba un atado con su pañuelo de lino
y encaje. Lo arrojó certeramente, y Lorenzo Pardo, sorprendido,
acertó a atraparlo. Levantó la vista para recibir una fugaz visión
de bucles cobrizos y tafetán amarillo que se perdían en las sombras
del pórtico de la terraza.
El pañuelo contenía una miniatura con el
retrato de una joven y una nota que rezaba: «Mañana a las doce del mediodía en el
mercado». El perfume a jazmines del pañuelo
hablaba de una mujer femenina y coqueta; la caligrafía pequeña,
redonda y pareja denunciaba la mano de una persona cultivada y
prolija; la miniatura, el rostro espléndido de una joven. Lorenzo
Pardo sólo pudo barruntar que ese tesoro había caído en manos
equivocadas. ¿Qué tenía él de atractivo para que una belleza como
ésa le ofreciera su corazón? Al día siguiente, a las doce, pidió
permiso al teniente coronel Escalante y se dirigió al mercado, un
recinto amplio, ruidoso y sucio, atestado de pregoneros, criadas,
niños esmirriados y mal vestidos, animales y “tapadas”, como se conocía a las
limeñas que, apelando a una moda exclusiva de esa ciudad, se
cubrían por completo con la saya y el reboso, ambas prendas en
negro, para confundirse en el mercado con intenciones non
sanctas.
Lorenzo imaginó que se trataba de un
asunto desesperanzado: la joven no encontraría al verdadero
destinatario del pañuelo y se marcharía sin prestar atención al
hombre de uniforme azul que aguardaba junto al puesto de flores.
Sin embargo, en contra de todo presagio, una tapada le tocó el
brazo y le indicó que la siguiera. Dejaron atrás el tumulto y
buscaron el cobijo de un callejón oscuro y poco transitado. Allí,
la muchacha desveló apenas su cara. Rosa María no lamentó ni una
vez el impulso que la llevó a arrojar esa nota tan descarada;
tampoco se le cruzó por la mente que el soldado podría tomarla por
una mujer ligera de cascos y aprovecharse. Ella se ufanaba de su
intuición y sabía que el hombre que tenía enfrente era un
caballero.
Lorenzo Pardo pensó: «Es aun más hermosa que en la miniatura», y, abstraído como estaba, no dijo palabra hasta que
Rosa María lo despabiló al preguntarle el nombre. Lorenzo se aclaró
la garganta, tomó del bolsillo el pañuelo, la nota y el pequeño
retrato y se los devolvió mientras argüía: «Creo que esto llegó a mí por error». A Rosa María le causaron risa la timidez y la poca
consideración de sí de aquel soldado. «Se
equivoca, señor, – replicó-. Era toda mi intención que estas cosas
lo alcanzaran a usted, – y agregó con hilaridad-: ¿No pondrá en
tela de juicio que mi puntería es extremadamente certera?»
Lorenzo rió más distendido y se
presentó.
Volvieron a encontrarse al día siguiente,
y al siguiente, y así hasta que una tarde en que caminaban por el
paseo a orillas del Rimac, con la nana Elvira como chaperon algunos
pasos detrás, Lorenzo tomó las manos de Rosa María y la contempló
largamente, tratando de colegir por qué esa chiquilla mucho menor
que él, indiscutiblemente hermosa e inteligente, con una fortuna
como dote, había puesto los ojos en alguien como él. Enseguida dejó
de lado los cuestionamientos vanos, demasiado feliz para opacar el
encanto del momento. La acercó a su cuerpo y la besó.
«Quiero casarme con usted», le susurró Rosa María, y él le prometió:
«Será mi mujer aunque la vida se me vaya en
ello», pues ya se imaginaba la hecatombe
que sobrevendría cuando la familia de Rosa María se
enterara.
Don Dionisio Hidalgo y Costilla perdió el color del rostro la noche que Rosa
María se presentó en su despacho y le comunicó la decisión de
contraer matrimonio con Lorenzo Pardo. Intentó disuadirla por las
buenas y por las malas, sin éxito: su única hija era tan terca y
voluntariosa como él. «La he consentido
demasiado, siempre ha hecho lo que ha querido, le he dado todos los
gustos. ¡Esos han sido mis grandes errores!», se lamentaba con su amigo el dominico Teodoro Sastre,
que sugería el confinamiento de Rosa María en el convento del Gran
Carmelo y una dieta a pan y agua durante un mes, porque no había
que soslayar aquello de que la carne busca la carne; el ayuno le
diluiría la sangre junto con las pasiones y los desatinos y le
arreglaría los demás humores; el dominico hasta insinuó lo
conveniente de una sangría. «¡Ah, las
pasiones, Dionisio!», remataba el padre
Teodoro. «Las pasiones, mi buen amigo, son
la perdición de la humanidad. El terror es el único medio de
contenerlas». Lo cierto era que al padre
Teodoro Sastre siempre le había molestado el sentimiento
extravagante e impropio que don Dionisio albergaba por su hija como
también la libertad que le concedía; sin dudas, ésa era la
oportunidad que Dios le presentaba en bandeja para enmendar un alma
descarriada.
Ni el mes en el convento del Gran Carmelo
ni los días que posteriormente pasó encerrada en su habitación bajo
estricta vigilancia pudieron con el amor que Rosa María le
profesaba a Lorenzo Pardo. Había sido un tiempo duro y de pruebas
para ambos; no obstante, se aprestaban a seguir peleando; se amaban
y además tenían a toda la servidumbre de su parte. Aunque Lorenzo
creía que se trataba de una medida extrema a la cual debían apelar
en última instancia, Rosa María se hallaba convencida de que debían
fugarse. A don Dionisio no le resultó extraño que su hija le
pidiera autorización para concurrir con su nana Elvira a la
procesión por el día de San Juan que terminaba en la sierra, a las
afueras de Lima, donde se celebraba también la floración del
amancay. Según Hidalgo y Costilla, hacía tiempo que esa locura de
desposar al soldado argentino había quedado atrás; su hija lucía
juiciosa y tranquila, cierto que había perdido el esplendor y la
espontaneidad que a él tanto le gustaban; ya no lo llamaba
“papito” sino
“señor” y no había
vuelto a sentarse sobre sus rodillas para hacerle cosquillas o
besarlo en la frente. «Mejor
así», se convencía don Dionisio,
«una mujer tenida por extravagante y
desequilibrada no hallará un buen hombre y será presa de cualquier
calavera.» Finalmente, concedió el permiso,
incluso con alegría: empezaba a preocuparlo el estado abúlico de
Rosa María. El padre Teodoro no era de la misma opinión.
«Aún es muy pronto para darle alas
nuevamente», mascullaba, cuidando de
ocultar la rabia. «¡Pero Padre
Teodoro!», intentaba don Dionisio con lo
que parecía una justificación más que plausible: «si Rosa María y su nana han asistido a la procesión de
San Juan desde que mi hija aprendió a
caminar.»
Por eso había elegido Rosa María el día
de San Juan, porque no levantaría sospechas. Después de tanto
tiempo de reclusión, de eludir a los invitados de su padre y de no
participar de bailes y tertulias, una salida con motivos religiosos
sería apreciada como natural y no provocaría una controversia. Rosa
María y su nana Elvira partieron muy temprano la mañana del 24 de
junio de 1824 a reunirse con el resto de la multitud en la avenida
de los Descalzos. La procesión de San Juan atraía no sólo a señoras
de familias decentes, a caballeros de alcurnia y a religiosos de
todas las órdenes sino a negros, mestizos, mulatos, zambos e
indios. Las gentes alcanzaban la pradera de los amancays en
carruajes suntuosos, carretas tiradas por bueyes, literas cargadas
por esclavos, a lomo de burro o simplemente a pie. El espectáculo,
tan atractivo por lo abigarrado, que siempre fascinaba a Rosa
María, pasó inadvertido en esa ocasión. Una vez alcanzada la
pradera de la colina, tampoco quedó azorada ante el panorama
magnífico de los amancays amarillos que cubrían el terreno por
completo, ni el del océano Pacífico hacia la izquierda, ni el del
puerto del Callao con sus cientos de mástiles, ni el de la
Cordillera de los Andes con sus picos eternamente nevados. Nana
Elvira y Rosa María sólo tenían ojos para escudriñar la ceja de la
colina por donde aparecería un coche de alquiler con dos caballos,
uno negro y otro blanco.
Apareció el coche y se vio una mano que
abría la portezuela; nana Elvira y Rosa María caminaron con mal
disimulada apatía y se precipitaron dentro. Luego llegó el
chasquido de la guasca sobre las ancas de los caballos y la orden
del cochero para comenzar la marcha. Rosa María sabía lo definitivo
de aquella decisión y, aunque por momentos había temido que las
fuerzas le flaquearan, en ese instante, al tener frente a ella a
Lorenzo Pardo, lloró y rió de alegría. La intuición le decía que
sería feliz.
Se casaron y vivieron en la ciudad de
Arequipa, al sur del Perú, antiguamente llamada Villa Hermosa,
ciertamente por la belleza natural del oasis en el que se enclava,
aunque lejos de la grandeza, la frivolidad y la riqueza de Lima.
Lorenzo Pardo trabajaba en una imprenta y, aunque con su salario
vivían dignamente, nana Elvira horneaba todos los días sus famosas
rosquillas y sus galletas de coco y las vendía en la plaza para que
su niña Rosa María contara con unos soles para darse algún
gusto.
«En un principio
temí que mi esposa, tan joven y llena de energía, se cansara de la
vida reposada de Arequipa, de la falta de dinero y de mí y quisiera
regresar junto a su padre», admitió tío
Lorenzo, avergonzado por la falta de confianza en Rosa María, pues
con el tiempo se dio cuenta de que sus temores no sólo eran
infundados sino injustos. Rosa María lucía satisfecha y reposada,
había recuperado la lozanía perdida durante el tiempo de reclusión
y de la dieta a pan y agua, jamás se quejaba y disfrutaba su vida
de ama de casa; había trabado amistad con algunas vecinas y con el
cura de la parroquia, el padre Gregorio Bravo Murillo, un joven
franciscano convencido de que amar al prójimo sin juzgarlo ni
condenarlo era lo que había venido a enseñarnos Cristo mil
ochocientos veinticuatro años atrás. Tiempo más tarde nació Lorenzo
Dionisio, el vivo retrato del padre, aunque con la frescura,
ínfulas y sagacidad de la madre, en opinión de nana Elvira. Lorenzo
Dionisio llenó de algarabía la casa y le hacía pensar bastante
seguido a Rosa María que ella jamás había imaginado que se pudiera
ser tan dichoso.
Poco tiempo después del cuarto cumpleaños
de Lorenzo Dionisio, don Dionisio Hidalgo y Costilla llamó a la
puerta de la casa que se suponía de su hija. El viaje desde Lima
había sido un fastidio, viejo y achacoso como estaba; con todo,
durante los segundos previos a que se abriera la puerta le pareció
que había rejuvenecido veinte años. Lo atendió nana Elvira, que se
llevó la mano a la boca para no gritar. «¿Quién es?», preguntó Rosa María
desde la cocina, y a don Dionisio le temblaron los labios y se le
entibiaron, los ojos. Lorenzo Dionisio apareció entre las polleras
de la nana y alternó su mirada curiosa entre el desconocido anciano
tan bien vestido y el carruaje imponente aparcado en la calle.
Luego se presentó Rosa María, que no sofrenó el grito de alegría y
se lanzó sin recato a los brazos de su padre, que ya se los había
extendido.
Don Dionisio insistió en que regresaran a
Lima, que se instalaran en su casa y que Lorenzo se encargara de la
hacienda y de los demás negocios. Esos años de soledad, sin su
adorada Rosa María, habían bastado para enseñarle que, a cualquier
costo, la quería a su lado. La familia Pardo y nana Elvira se
mudaron a la capital y constituyeron el centro de atención de los
salones aristocráticos por largo tiempo.
Rosa María había aceptado regresar a Lima
no porque extrañara el boato y el brillo en el que se había criado
sino porque encontraba a su padre envejecido y triste. La vida de
los Pardo en la gran capital no difería de la de Arequipa y pronto
resultó notorio para todo el mundo que sus costumbres eran
circunspectas, juiciosas y respetables. Incluso se asombraban de la
confianza que don Dionisio depositaba en su yerno, que en poco
tiempo se había revelado como un hombre de negocios, hábil,
trabajador y concienzudo. La hacienda y el comercio marítimo,
largamente postergados por Hidalgo y Costilla durante sus años de
pena, volvían a florecer a manos del una vez apodado “soldado muerto de hambre”. Don
Dionisio, sin problemas de empleados, embarques, compras y ventas a
cuestas, se dedicaba a malcriar a Lorenzo Dionisio y a Rosa María,
que iba a darle otro nieto. Se reprochaba los años de insensato
resentimiento y orgullo, de prejuicios y desaciertos; había roto su
amistad con el padre Teodoro Sastre, que se había marchado de lo de
Hidalgo y Costilla dando un portazo, acarreando con él la
oscuridad, el resentimiento y las dudas. Don Dionisio se paseaba
por los salones de la casa y el jardín, en otra época lúgubres,
ahora brillantes, pletóricos de vida, y sonreía y suspiraba
satisfecho; luego, desviaba la mirada hacia Lorenzo Dionisio, que
correteaba detrás de las palomas, y hacia Rosa María, que tejía con
su barriga apenas disimulada bajo el chal, y se decía que Dios
había sido con él más generoso que con ningún otro
mortal.
Por eso, cuando
en el verano de 1834 la viruela que asoló a Lima se llevó a Lorenzo
Dionisio y a su hija embarazada de siete meses, don Dionisio se
encerró en su estudio y se pegó un tiro. «Lo cierto es que el viejo
Hidalgo y Costilla se sentía culpable», me
aclaró tío Lorenzo «Ese día, antes de
quitarse la vida, me dijo que si él no hubiese sacado a Rosa María
y a Lorenzo Dionisio de Arequipa, estarían vivos». Lorenzo Pardo enterró a Rosa María y a Lorenzo Dionisio
en un camposanto, a su suegro lo enterró en el jardín de la
residencia Hidalgo y Costilla, pues, habiéndose quitado la vida, no
había sido admitido en ningún cementerio cristiano. Días después,
convocado por Lorenzo Pardo, llegó desde Arequipa el padre Gregorio
Bravo Murillo que consagró la sepultura de don Dionisio y dijo el
responso que ningún sacerdote limeño había querido decir. El padre
Gregorio permaneció en la residencia Hidalgo y Costilla durante
algún tiempo, quizá porque temía que Lorenzo Pardo optara por la
misma salida que su suegro.
Los escrúpulos del padre Gregorio no eran
vanos. Lorenzo Pardo había enterrado a sus tres seres queridos y se
había quedado solo en una mansión que antes le había parecido
hermosa y llena de luz y que ahora encerraba angustia y dolor. La
idea de descerrajarse un tiro en la sien le cruzó infinitas veces
por la cabeza, en ocasiones, muy tomado, se acercaba el cañón del
arma e intentaba apretar el gatillo. Pero no hallaba el valor para
hacerlo. Una noche, echado en el sofá de la sala, tras varias copas
de coñac, se dijo en un inusual arranque de optimismo
«No estoy solo, en Buenos Aires me esperan mi
abuela, mi madre y mi hermana»
Lorenzo Pardo llegó a Buenos Aires a
principios de 1836 luego de un viaje que duró poco mas de dos meses
y en el cual debió sortear toda clase de peligros y riesgos. Nadie
recordaría al soldado desertor Lorenzo Pardo, no obstante, por
seguridad, se daba a conocer como Lorenzo Hidalgo y Costilla. Luego
de registrarse en el mejor hotel que encontró frente a la Plaza de
la Victoria, marchó a la zona norte de la ciudad. Por fortuna, no
había llovido y los alrededores de la Plaza de Marte estaban secos
y transitables. Llamó a la puerta de la casa que había abandonado
tantos años atrás y lo atendió una mujer que aseguro no saber nada
de una familia Pardo. Lorenzo recordó a doña Tiburcia, la vecina de
enfrente. Doña Tiburcia había muerto, pero su hija Remedios, amiga
de la infancia de Lara Pardo, lo puso al tanto del destino azaroso
de su abuela, de su madre y de su hermana. Todas habían muerto.
Lorenzo escuchó en silencio, demasiado devastado para comentar o
seguir preguntando, demasiado cansado para llorar. «Lo peor de todo era la culpa»,
me aseguró tío Lorenzo. Él había abandonado a su suerte a las
mujeres de su familia para perseguir un sueño de libertad e
independencia que se había desvirtuado en luchas intestinas que
desangraban al país. Cuando todo parecía perdido, Remedios
añadió «Lara tuvo una hija. Si no ha
muerto, se llama Blanca Montes.»
Para mi tío, ese nombre, Blanca Montes,
significó la salvación por la que había regresado a Buenos
Aires. «Debía encontrarte, hallar a tu
padre, el doctor Leopoldo Montes, ofrecerles mi dinero, mi amistad,
mi protección, mi cariño. Ustedes eran mi única esperanza, mi única
familia», expresó con vehemencia, mientras
me aferraba la mano. Durante días se dedicó a descubrir nuestro
paradero, sus averiguaciones lo enfrentaron nuevamente con un
revés: el doctor Montes había muerto, la
suerte de su hija, aunque incierta, podía llegar a saberse entre
los parientes del difunto, que se domiciliaban en la calle de la
Santísima Trinidad, recientemente renombrada como de San Martín, en
el barrio de la Merced. Allí lo atendió una mestiza y le informó
que la señora de la casa sólo recibía los miércoles a partir de las
dieciséis horas. Lorenzo Pardo dejó su tarjeta personal a nombre de
Lorenzo Hidalgo y Costilla e indicó que regresaría el día y a la
hora indicados.
El miércoles siguiente le abrió la puerta
la misma mestiza y lo hizo pasar a una sala que lo dejó estupefacto
por lo suntuosa y bien decorada. Si bien Lorenzo Pardo se hallaba
habituado al boato y al refinamiento, reconoció que aquella casona
maciza y sobria por fuera encerraba un tesoro en arte y decoración.
Apreciaba un gobelino de exquisita manufactura cuando lo sorprendió
una voz femenina por detrás «¿En qué puedo
ayudarlo, señor…?», y, echando un vistazo a
la tarjeta personal de Lorenzo Pardo, agregó «Señor Hidalgo y Costilla». A
continuación se presentó mientras indicaba una silla al lado de la
bergére Ignacia de Mora y Aragón, dijo llamarse, esposa del señor
Francisco Montes. Lorenzo Pardo admiró la beldad que tenía enfrente
y de inmediato juzgo que se trataba de una mujer consciente de su
rango. Le agradeció que lo hubiese recibido y que le dispensara
parte de su tiempo, luego, sin mayores preámbulos, expresó
«Busco a Blanca Montes», y fue testigo del cambio que se operó en el semblante
de la señora Lorenzo le explicó que él era un pariente de la madre
de Blanca, que había regresado al país después de años de ausencia
y que deseaba encontrar a la única superviviente de su familia.
«Soy un hombre de recursos y quiero ofrecerle a
Blanca todo lo que dispongo».
«Señor Hidalgo y Costilla», dijo Ignacia, y se puso de pie. «Mi cuñado, el doctor Leopoldo Montes, desposó a su
pariente, Lara Pardo, en contra de la voluntad de mi suegro, el
señor Abelardo Montes, que Dios lo tenga en su Santa Gloria. Desde
aquel penoso incidente, la familia cortó todo vínculo con el doctor
Montes y no volvimos a saber de él. Hasta hace poco», agregó luego de una pausa, «que llegó a nosotros la penosa noticia de que había
fallecido de un ataque al corazón. De la niña que nació de esa
unión, sin embargo, no hemos sabido nada, como si la tierra, se la
hubiera tragado. Quizá se casó y se fue a vivir a otra
ciudad», dijo Ignacia.
«Tía Ignacia
conocía mi paradero, – manifesté-, ella misma me había mandado a
encerrar en el convento de Santa Catalina de Siena.» Aquel revés no desanimó a Lorenzo Pardo. Regresó a Lima,
luego de dejar a cargo de un importante notario porteño la búsqueda
de su única sobrina «Los informes del
notario llegaban esporádicamente y sin mayores avances, – prosiguió
tío Lorenzo-. Mis esperanzas languidecían y comenzaba a hacerme a
la idea de que jamás te encontraría. Hasta aquel magnifico día en
que recibí carta del general Escalante. ¡Imaginaras mi sorpresa y
mi alegría cuando me informó que era tu esposo! ¡Te había en
contrado!», exclamó, conmovido, y me besó
la mano. «No obstante, el destino parecía
oponerse a nuestro encuentro. En Córdoba, me aguardaban las peores
noticias: un grupo de indios te había cautivado. Tu esposo había
salvado la vida de milagro, al igual que tu criolla, María
Pancha.»
Después de cuatro años por fin sabía con
certeza que José Vicente Escalante y María Pancha vivían. Comencé a
llorar aferrada al cuello de tío Lorenzo. También lloraba por mi
hijito y por Mariano, y por mí, perdida sin ellos, y por miedo,
porque le temía al futuro, y al presente también, que se había
convertido en un infierno. «Que mi tío se
haga cargo de todo», pensé, aterrorizada de
enfrentar la vida sin Mariano.
Tío Lorenzo me apartó de su pecho y me
secó las lágrimas con ternura. «Quizá
cometí un gravísimo error en separarte de aquellas
gentes», admitió. «Quizá fui un egoísta, quizá me odies, quizá nunca logre
tu perdón. Pero tenía que encontrarte, Blanca, tenía que hacerlo.
Por Lara.» Tío Lorenzo tuvo intenciones de
dejarme reposar; ambos estábamos agotados física y espiritualmente;
no obstante, lo aferré par la muñeca y le rogué que continuara con
su relato. «¿Cómo hizo para
rescatarme?», me interesé, y tío Lorenzo
regresó a la silla y suspiró profundamente antes de
recomenzar.
Si bien el general Escalante le había
confesado a Lorenzo Pardo los hechos tal y como habían acontecido,
para el resto la historia era muy distinta: yo había muerto en un
asalto sufrido a manos de unos matreros camino a Córdoba; en el
lugar de mi tumba habían colocado una cruz hecha de ramas de
espinillo. Sólo María Pancha y Lorenzo Pardo conocían la
verdad. «Debes entenderlo, – bregaba mi
tío-, no es fácil para el general aceptar que los indios te
llevaron. Por eso, cuando le sugerí rescatarte, se opuso
férreamente». Guardé silencio, incapaz de
expresar con palabras el resentimiento que me inspiraba Escalante,
aunque no debería haberme sorprendido su actitud: después de todo,
había tratado de matarme cuando le resultó palmario que él y sus
hombres no contendrían el ataque de los
indios.
Lorenzo Pardo se embarcó solo en la
odisea que significaban mi búsqueda y rescate. Comenzó por
“El Pino”, donde,
sugirió María Pancha, le brindarían información valiosa. El Vía
Crucis de Lorenzo Pardo duró tres años en los cuales conoció todos
los fuertes de la frontera sur, hizo migas con muchos militares,
visitó las pequeñas poblaciones y las ciudades más importantes, se
interiorizó del problema del malón y aprendió los nombres,
costumbres y ubicaciones de las distintas tribus. Contrató a un
gaucho baquiano, dos lenguaraces y media docena de hombres hábiles
con las armas; se pasaba la mayor parte del tiempo viajando,
vivaqueando o alojado en pulperías paupérrimas, mientras perseguía
algún dato que lo condujera hasta mí. En Río Cuarto le dijeron que,
si quería saber acerca de los ranqueles, debía preguntar al dueño
de la tienda de abarrotes, Agustin Ricabarra, que los conocía como
la palma de su mano. Luego de esclarecerle la memoria con una
fuerte suma de dinero, Ricabarra fue el primero que le dio un dato
certero: sí, el cacique Mariano Rosas tenía una cautiva a la que
llamaban Uchaimañé, de alrededor de veinte años, de contextura más
bien menuda, con el cabello largo y negro. Él aseguraba que había
escuchado que a veces la llamaban Blanca.
Días más tarde, mientras Lorenzo Pardo
bebía con su gente en la pulpería del centro de Río Cuarto,
apareció un hombre joven de aspecto avieso e intimidante que se
aproximó a la mesa, se quitó el sombrero de felpa y preguntó:
«¿Quién es el huinca que busca a la cautiva de
Mariano Rosas?». Dijo llamarse Cristo y ser
hijo del cacique vorohueche Rondeao a quien Calfucurá había
degollado a traición para apoderarse de sus tierras. El indio
Cristo no pertenecía a ninguna tribu y vagaba por el desierto junto
al grupo de vorohueches que se resistía a aceptar al chileno
Calfucurá como el nuevo patrón de la zona del Salado. Preferían
morir antes que traicionar a sus abuelos, padres y tíos que habían
perecido a manos de “esa
serpiente”, como llamó a Calfucurá en
reiteradas ocasiones. «Yo no le debo
fedelidá a naides, – manifestó Cristo-, y si usté me paga lo que le
pido, le entrego a la cautiva de Mariano Rosas sana y
salva.»
Mis enemigos entre los ranqueles eran más
de los que suponía. Nancamilla, aunque exiliada en los toldos del
cacique Caiuqueo, continuaba alimentando su odio y planeando su
venganza; en tanto, Echifán, la famosa comadrona, y otras
importantes machis deseaban que yo desapareciera junto con mis
baúles llenos de pócimas mágicas que curaban males que ellas ni
siquiera sabían cómo llamar. Esa especie de sicario que era Cristo,
junto a su gente, se internaron en el desierto y supieron
aprovechar las circunstancias de manera tan hábil que hasta sabían
que Mariano Rosas, Nahueltruz y yo visitaríamos al cacique Ramón
Cabral por el camino que desemboca en la
Verde.
«Las noticias que
me llegaban acerca de tu situación eran alarmantes», expresó tío Lorenzo, a modo de justificación.
«Me aseguraban que te habían convertido en la
sirvienta de la mujer de un cacique que te maltrataba duramente;
que en una oportunidad habías tratado de escapar y, como castigo,
te habían despellejado las plantas de los pies; que no te
alimentaban bien y que en los crudos inviernos dormías al
descubierto. No podía soportarlo y le ordené al indio Cristo que te
rescatara. Si, hubiera sabido que en realidad eras feliz, que
tenías un hijo y que esperabas otro del mismo hombre habría
claudicado en mi búsqueda aunque la pena me hubiera lacerado el
corazón. Pero me mintieron, Blanca. En todos lados se cuecen
habas», sentenció, con la mirada baja. Se
notaba que le pesaba la conciencia y que necesitaba
desesperadamente mi perdón. «Ahora te he
infligido un daño irreparable, – retomó-. Por mi culpa han
muerto…». Se detuvo cuando la voz se le
hizo un hilo, y yo, que no tenía ánimos para consolarlo, me ovillé
entre las sábanas, le di la espalda y me puse a llorar.
«Después de todo, – pensé un rato después-,
¿qué puedo reprocharle a este buen hombre, el único que se preocupó
por mí?».