9
Atravieso a pie el parque de Washington Square, sosteniendo una cartera de piel de Kenneth Cole que contiene mis libros de derecho y una botella de agua Evian. Para hoy he elegido un estilo falsamente despreocupado: unos vaqueros de Tommy Hilfiger, un jersey de pelo de camello y un abrigo de paño de Burberrys. Avanzo procurando sortear la multitud de patinadores y los grupos de estudiantes japoneses de la escuela de cinematografía de la Universidad de Nueva York que ruedan películas en el parque. A través de un voluminoso radiocasete portátil suena una música trip-hop; otro emite la canción «New Kid in Town», de los Eagles. Yo sonrío. Mi busca no para de sonar. Me llama Chris Cuomo, y también Alison Poole, que me cae bastante bien y a quien voy a ver esta noche. En University me tropiezo con Deepak, mi nuevo gurú y consejero espiritual.
Deepak luce un traje de Donna Karan y unas gafas de sol Diesel y va fumando un puro.
—Partagas Perfecto —murmura con su característico acento hindú.
—Aaaah —murmuro yo a mi vez en tono de admiración.
Intercambiamos opiniones sobre un nuevo restaurante que está muy en boga (¡hay tantos!), la próxima sesión de fotos que voy a hacer para la revísta George, la mejoría que ha experimentado un amigo nuestro enfermo de sida, la curación de otro que tenía el hígado hecho polvo, el exorcismo de una mansión urbana situada en Gramercy Park, los espíritus malévolos que han sido expulsados del edificio por obra y gracia de unos ángeles.
—Es increíble, tío —comento—. Es genial.
—¿Ves ese banco? —pregunta Deepak.
—Sí —contesto.
—Crees que es un banco, pero no lo es —dice Deepak.
Yo sonrío con paciencia.
—El banco también eres tú —me aclara Deepak—. Tú, Victor, eres ese banco.
Deepak hace una leve reverencia.
—Reconozco que he cambiado —le digo—. Soy una persona distinta.
Deepak hace otra leve reverencia.
—Yo soy ese banco —me oigo decir.
—¿Ves esa paloma? —pregunta Deepak.
—Chico, tengo que irme pero ya —le interrumpo—. Te llamo más tarde.
—No le temas a la muerte, Victor —suelta Deepak a modo de despedida.
Asiento con la cabeza, distraído, sonriendo como un imbécil, hasta que me vuelvo y farfullo:
—Joder, pero si yo soy la muerte, Deepak.
Una joven muy guapa me sonríe desde debajo de una marquesina.
Es miércoles por la tarde y está oscureciendo.
8
Después de una sesión con Reed, mi preparador físico, me doy una ducha en el vestuario diseñado por Philippe Starck y cuando me hallo ante un espejo, con una toalla de Ralph Lauren anudada alrededor de la cintura, veo a Reed de pie detrás de mí, tan ufano él con una cazadora de cuero negra de Helmut Lang. Tras beber un trago de Evian me aplico un poco de exfoliante Clinique. Acabo de encontrarme con un modelo llamado Mark Vanderloo, que me ha soltado un rollazo sobre su vida que, la verdad, me la traía floja. A través del equipo estéreo del gimnasio suena una versión lounge de «Wichita Lineman». Alucinante.
—¿Qué ocurre? —le pregunto a Reed.
—Oye —replica éste con voz ronca.
—¿Qué? —pregunto volviéndome.
—Dale un abrazo a tu amigo Reed.
Una pausa para reflexionar y para secarme las manos en la toalla que llevo sujeta en tomo a la cintura.
—Pero hombre…
—Tú y yo hemos llegado muy lejos —dice Reed con voz entrecortada por la emoción—. Te parecerá raro, pero me impresiona ver todo lo que has conseguido.
—Jamás lo habría conseguido sin tu ayuda, Reed —contesto—. Mereces un regalo. Has logrado ponerme en forma.
—Y tu actitud es impecable —replica Reed.
—Se acabó el ir de copas hasta las tantas, apenas asisto a fiestas, me dedico a mis estudios de derecho en cuerpo y alma y mantengo una relación estable. —Me pongo una camiseta de Brooks Brothers—. He dejado de engañarme a mí mismo y leo a Dostoievski. Te lo debo todo a ti.
A Reed se le llenan los ojos de lágrimas.
—Y has dejado de fumar —observa.
—Pues sí.
—Y has reducido tu grasa corporal a un siete por ciento.
—En efecto.
—Victor: las personas como tú hacen que este trabajo merezca la pena —dice Reed tratando de reprimir su emoción—. Te lo digo en serio.
—Lo sé, tío —contesto, y le apoyo una mano sobre el hombro.
Reed me acompaña hasta la puerta del gimnasio, situado en la Quinta Avenida.
—¿Qué tal te va la dieta de manzana que te aconsejé? —pregunta.
—Perfecta —respondo, parando un taxi—. Mi novia dice que mi semen sabe más dulce.
—Fantástico. —Reed sonríe.
Me monto en el taxi.
Antes de cerrar la puerta, Reed se inclina hacia adelante, me tiende su mano tras una pausa, y dice:
—Siento mucho lo de Chloe.
7
Después de habernos desnudado mutuamente enloquecidos de pasión, me encuentro tumbado junto a Alison, succionándole los pechos con delicadeza. De vez en cuando la miro a los ojos mientras deslizo la lengua sobre sus pezones y le estrujo las tetas levemente. Ella suspira, satisfecha. Más tarde Alison reconoce que nunca ha fingido un orgasmo para complacerme. Estamos acostados en su cama. Los dos perros —el Señor y la Señora Chow— yacen arrebujados entre los pliegues de un edredón rosa a nuestros pies. Yo los acaricio. Alison me habla sobre Aerosmith mientras suena un cedé de Joni Mitchell a un volumen muy suave.
—Steven Tyler confesó hace poco que en su primer sueño erótico salía con Jane Fonda. —Alison emite un suspiro y da una calada a un porro que no le he oído encender—. ¿Qué te parece?
Yo sigo acariciando y rascando detrás de las orejas al Señor Chow, que tiene los ojos cerrados y parece sumido en un trance.
—Quiero tener un perro —murmuro—. Una mascota.
—Pero si odias a los perros —contesta. Alison—. ¿A qué viene ese antojo repentino? La única mascota qué has tenido en tu vida es el águila de Armani.
—Tienes razón, pero es que he cambiado.
—No sabes cuánto me alegró —responde Alison con sinceridad.
Una larga pausa. Los perros se acurrucan junto a mí.
—Tengo entendido que mañana vas a ver a Damien —comenta Alison.
—¿Te importa? —pregunto un poco tenso.
—¿Por qué vas a verle? —pregunta Alison.
—Voy a decirle… —Suspiro, me relajo—. Tengo que comunicarle que no puedo abrir el nuevo local con él. Los estudios me tienen ocupado todo el día.
Tomo el porro de manos de Alison y doy una calada.
—¿Te molesta que vea a Damien? —pregunto.
—No —responde Alison—. Ya le he perdonado. Y aunque no soporto a Lauren Hynde, comparada con la mayoría de lobas que se arriman a los tíos en esta ciudad me parece semiaceptable.
—No me digas —comento con una sonrisa.
—¿Sabías que Lauren es miembro del NOSA, el nuevo movimiento feminista? —pregunta Alison.
—¿Qué quiere decir NOSA?
—Son las siglas de «No Somos un Agujero» —suspira Alison—. Además, ten en cuenta que vamos al mismo acupunturista. Algunas cosas son inevitables.
—Supongo que sí —respondo suspirando a mi vez.
—También es miembro del PATEA —me informa Alison—, de modo que no puedo odiarla. Aunque se esté tirando a mi ex novio.
—¿Qué quiere decir PATEA? —pregunto intrigado.
—Partidarios del Tratamiento Etico a los Animales —contesta Alison dándome una cariñosa palmada en el trasero—. Pero Victor, deberías saberlo, hombre.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —pregunto—. ¿El tratamiento ético a… los animales?
—Es muy sencillo, Victor —contesta Alison—. Queremos un mundo donde los animales reciban el mismo trato que los seres humanos.
Yo me quedo mirándola, perplejo:
—¿Y no crees que es así? —pregunto.
—No, mientras sigamos matando a los animales de forma indiscriminada. No.
—Ya.
—El viernes organizan una reunión en casa de Asia de Cuba —dice Alison—. Asistirán Oliver Stone, Bill Maher, Alec Baldwin y Kim Basinger, Grace Slick, Noah Wyle y Mary Tyler Moore. Alicia Silverstone leerá un discurso que ha escrito Ellen DeGeneres. —Alison hace una pausa—. El DJ será Moby.
—Y todos llevarán pantalones de camuflaje, ¿no? —pregunto—. Y zapatos de plástico. Y hablarán sobre lo sabroso que es el sucedáneo de la carne.
—¿Qué quieres decir con eso? —me espeta Alison, que entorna los ojos en una expresión decididamente más agresiva.
—Nada.
—Si hubieras oído hablar de las trampas de animales, de cómo torturan a las crías de visones bebés y cómo quedan mutilados algunos conejos, por no hablar de los experimentos médicos que realizan con inocentes mapaches y linces, estarías más concienciado, Victor.
—Oye, tía, sí yo… —susurro.
—Es increíble; con lo que sufren esos pobres animalitos y tú tan tranquilo.
—De paso podrían salvar a los pollos.
—No tienen voz, Victor.
—Pero no dejan de ser pollos.
—Trata de ver el mundo a través de los ojos de un animal sometido a todo tipo de vejaciones —me espeta Alison.
—Pero tía, ¿es qué no te acuerdas? Oye, que yo he trabajado de modelo durante muchos años —replico—. Te juro que conozco muy bien la sensación.
—No seas tan frívolo —me reprocha Alison.
—También quieren proteger las frutas y hortalizas, ¿no? —pregunto, incorporándome en la cama.
—¿Te parece mal? De paso protegemos el ecosistema.
—Cariño, los melocotones no tienen madre.
—Pero tienen carne, Victor, y también piel.
—Creo que tienes una concepto de la realidad un tanto distorsionado.
—Los animales necesitan tanto amor y respeto como los seres humanos.
Medito unos instantes. Pienso en todas las cosas que he visto y he hecho, y luego reflexiono sobre lo que dice Alison.
—Creo que es preferible que no reciban el mismo trato que los humanos —respondo—. De hecho, creo que los animales tienen mucha más suerte que nosotros.
Vuelvo a tener una erección y me tumbo sobre ella.
Más tarde, Alison me hace una pregunta.
—¿Crees que Europa te ha cambiado, Victor?
—¿Por qué lo preguntas? —respondo adormilado.
—Porque pareces distinto —dice Alison suavemente—. Contesta.
—Quizá sí —respondo tras una larga pausa.
—¿En qué sentido? —pregunta Alison.
—Soy menos… —Me detengo—. Soy menos… yo qué sé.
—¿Qué ocurrió en Europa, Victor?
—¿A qué te refieres? —pregunto, algo preocupado.
—¿Qué pasó allí? —insiste Alison.
Yo guardo silencio, meditando la respuesta mientras acaricio a los perros. Uno de ellos me lame la mano.
—¿Qué le pasó a Chloe? —murmura Alison.
6
Al llegar al Industria para una sesión de fotos que aparecerán en la revista George, alucino al comprobar la importancia que da la prensa al acontecimiento. Se trata de unas simples fotos de «antes y después». Antes: aparezco sosteniendo una cerveza Bas, luciendo un conjunto de Prada, una perilla falsa y una expresión grunge, con los ojos entornados. Después: aparezco sosteniendo un montón de libros de texto, vestido con un traje mil rayas de Brooks Brothers, con una botella de Coca-Cola Light en la mano izquierda y unas gafas con montura metálica de Oliver Peoples. LA TRANSFORMACIÓN DE VICTOR WARD (MEJOR DICHO, JOHNSON) reza el titular de la portada del número de enero. La sesión de fotos iba a realizarse en las afueras de St. Albans, en Washington —una escuela a la que asistí brevemente antes de que me expulsaran—, pero mi padre jodió el asunto. Muy típico de él. El Dalai Lama se pasa por el Industria; estrecho la mano de Chris Rock; y uno de los hijos de Harrison Ford —un redactor de George— pulula por ahí, junto con varias personas que dimitieron de la Administración Clinton. La MTV va a hacer un reportaje de la sesión de fotos para The week in Rock, y un presentador de la cadena me hace unas preguntas sobre el contrato millonario que ha firmado Impersonators con Dream Works y qué siento al no formar parte del grupo.
—Es más fácil estudiar derecho que formar parte de ese grupo —es la ingeniosa respuesta que se me ocurre.
Todo es muy Los ojos de Laura Mars, pero al mismo tiempo la gente se muestra hipócritamente respetuosa debido a lo que le ocurrió a Chloe. John F. Kennedy, Jr., que en realidad no es más que otro maravilloso cretino, me estrecha la mano y dice cosas como: «Soy un gran admirador de tu padre». «¿Ah, sí?», contesto, y aunque me muestro amable y divertido, sereno, se produce un momento de tensión cuando un tipo que estudió en Camden empieza a atosigarme a preguntas. Yo no logro identificarlo, pero respondo con la suficiente vaguedad para que no sospeche y al cabo de un rato el tío se da por vencido y se larga.
—¡Eh! —Un ayudante se acerca apresuradamente con un móvil—. Una persona quiere hablar contigo.
—¿Sí?
—Chelsea Clinton quiere saludarte —anuncia el ayudante, jadeando.
Yo tomo el móvil de sus manos.
—¿Eres tú? —pregunta Chelsea, a quien apenas consigo oír debido a las interferencias.
—Sí —respondo «tímidamente» y «sonrojándome».
Un momento Eureka resuelto con extraordinario tacto.
Me resulta un poco difícil relajarme cuando comienzo la sesión de fotos.
—No te preocupes, siempre resulta difícil mostrarte tal cual eres —dice el fotógrafo.
Yo esbozo una sonrisa secreta al tiempo que pienso en cosas secretas.
—¡Perfecto! —exclama el fotógrafo.
Los flashes continúan disparándose mientras aguanto la pose.
Al salir, una admiradora me entrega con mano temblorosa —es la emoción— una invitación para una fiesta que organiza Gap para el PATEA mañana por la noche, en el nuevo restaurante del hotel Morgan.
—No sé si podré acudir —informo a una supermodelo que pulula por ahí.
—Eres un tipo muy sociable —contesta la supermodelo. Hace poco leí que había roto con su novio, un ex modelo que dirige un nuevo local muy de moda llamado Ecch! Cuando me dirijo hacia la puerta sonríe, coqueteando conmigo.
—¿Cómo los sabes? —pregunto, coqueteando con ella.
—Eso se nota —contesta la supermodelo encogiéndose de hombros. Luego me invita a un juego de strip-póquer que han montado en casa de un tipo llamado Míster Ocio.
5
Hablo por teléfono con mi padre.
—¿Cuándo vienes? —me pregunta.
—Dentro de dos días —contesto—. Te llamaré.
—De acuerdo. Sí.
—¿Y ya está hecha la transferencia? —pregunto.
—Sí. Ya está.
Pausa.
—¿Te encuentras bien? —pregunto.
Pausa.
—Sí, sí. Estoy un poco… preocupado.
—Déjate de preocupaciones. Ahora lo que tienes que hacer es concentrarte —digo.
—Sí, sí, claro. Tienes razón.
—Cuando yo haya llegado, alguien se pondrá en contacto contigo y te lo comunicará.
Una larga pausa.
—¿Hola? —pregunto.
—No… no sé qué decir —responde mi padre, inspirando aire.
—Te noto tenso. No pierdas el control —le advierto.
—En realidad, no tenemos por qué vernos cuando estés aquí, ¿verdad?
—No —contesto—. Sólo si a ti te apetece. —Pausa—. ¿No quieres exhibirme ante alguna de tus amistades?
—Oye… —protesta mi padre.
—¡Mucho ojo! —le advierto.
Mi padre tarda cuarenta y tres segundos en recuperar la compostura.
—Me alegro de que vengas —dice por fin.
Pausa.
—Y yo me alegro de ir.
—¿De veras? —pregunta mi padre inspirando, con voz temblorosa.
—Todo sea por la causa.
—¿Es un sarcasmo?
—No. —Pausa—. Adivínalo. —Suspiro—. ¿Acaso te importa?
Pausa.
—Si necesitas algo…
—¿No te fías de mí? —pregunto.
—Creo que sí —contesta mi padre al cabo de mucho rato.
Yo sonrío.
—Estaremos en contacto.
—Adiós.
—Adiós.
4
Tengo una cita con Damien. Hemos quedado para tomarnos unas copas en el Independent, no lejos del local que íbamos a abrir el mes que viene en TriBeCa. Damien está fumando un puro y bebiendo una Stoli Kafya, que personalmente me parece una porquería. Luce una corbata de Gucci. Quiero liquidar este asunto cuanto antes. Suena una música folk-rock agridulce.
—¿Has visto esto? —pregunta Damien cuando me siento en un taburete junto a él.
—¿Qué?
Damien desliza un ejemplar del New York Post sobre el mostrador, abierto por la página seis. Chismorreos sobre las mujeres con las que ha estado liado Victor Johnson desde la desgraciada muerte de Chloe Byrnes en la habitación de un hotel de París. Peta Wilson. Una Spice Girl. Alyssa Milano. Garcelle Beauvais. Carmen Electra. Otra Spice Girl.
—Sólo apto para mayores de edad, ¿eh? —comenta Damien, dándome un codazo y arqueando las cejas.
Nos saludamos con un leve abrazo.
Yo me relajo y pido una Coca-Cola. Damien menea la cabeza y masculla: «Joder». Muestra cierta agresividad.
—Supongo que sabes por qué estoy aquí —digo.
—Victor, Victor, Victor. —Damien suspira, moviendo la cabeza.
Yo me detengo, confundido.
—Lo sabes, ¿no?
—Te perdono sinceramente —responde Damien con aire desenvuelto—. Ya lo sabes, hombre.
—Quiero abandonar el asunto —digo—. Soy mayor. Tengo que hacer algo de provecho en la vida.
—¿Qué tal van tus estudios de derecho? —inquiere Damien—. Al principio creí que sólo era un rumor. ¿Es verdad que estás estudiando para abogado?
—Sí —contesto con una sonrisa. Bebo un trago de Coca-Cola—. Es mucho trabajo, pero…
Damien me observa fijamente.
—¿Pero…?
—Pero me estoy adaptando —concluyo.
—Me alegro —dice Damien.
—¿Lo dices en serio? —pregunto—. ¿De veras?
—Victor —empieza a decir Damien, agarrándome el antebrazo.
—¿Qué? —pregunto tragando saliva, aunque en realidad no me da nada de miedo.
—La dicha humana es un tema que me preocupa profundamente.
—Caray.
—En serio, hombre —dice Damien, y toma un delicado sorbo de su copa de vodka.
—¿Amigos? —pregunto—. ¿No me odias por haberte dejado en la estacada?
Damien se encoge de hombros.
—Cuento con unos inversores japoneses. Todo se arreglará.
Sonrío para demostrar mi gratitud, pero como no quiero seguir hablando del asunto, cambio rápidamente de tema.
—¿Cómo está Lauren? —pregunto.
—Ay, ay, ay… —responde Damien.
—No, hombre, es una pregunta.
Damien me da un golpecito en el hombro.
—Lo sé, tío. Era una broma. No te lo tomes así.
—Vale. No pasa nada.
—Lauren está muy bien —asegura Damien—. Estupendamente.
Damien deja de sonreír y pide al barman que le sirva otra copa.
—¿Y Alison? ¿Cómo le van las cosas?
—Muy bien —contesto un tanto secamente—. Se dedica en cuerpo y alma al PATEA, esa organización de partidarios de un tratamiento ético para… no sé qué coño.
—Qué chica tan imprevisible —comenta Damien—. Tan, esto, escurridiza —añade—. Claro que la gente cambia…
Tras una breve pausa, pregunto:
—¿A qué te refieres?
—Tú mismo te has convertido en un tipo sano, deportista, estudioso.
—Te equivocas —contesto—. Eso es sólo la apariencia.
—¿Es que hay algo más? —pregunta Damien—. Era una broma —agrega en tono guasón.
—No se trata de presentarse a un concurso de trajes de baño, colega.
—¡Y yo que acabo de depilarme! —replica Damien, alzando los brazos en un gesto irónico.
—¿Amigos? —pregunto al cabo de unos momentos.
—Desde luego.
Observo a Damien con admiración.
—Voy a asistir al festival de rock de Fuji —me informa Damien cuando vuelvo a centrarme en la conversación—. Regresaré la semana que viene.
—¿Me llamarás?
—¿Tú qué crees?
No me molesto en responder.
—Oye, ¿quién es ese tal Míster Ocio, del que todo el mundo habla? —pregunta Damien.
3
Bill, un agente de la CAA, me llama para comunicarme que he «ganado» el papel de Ohman en la película Línea Mortal II. Estoy en mi nuevo apartamento, vestido con un traje serio de Prada, a punto de salir para asistir a una fiesta a la que no me apetece ir. Adopto un tono cínico que sé que a Bill le fascina.
—Cuéntame qué más se cuece por ahí mientras me cepillo el pelo —digo.
—Estoy leyendo un guión sobre un chico judío que trata de celebrar su bar mitzvah bajo un régimen nazi represivo. Pero no acaba de convencerme.
—¿Qué opinas sobre el guión? —pregunto con un suspiro.
—¿Quieres saber mi opinión? Pues que el final es un churro. ¿Quieres sabes mi opinión? Que sueltan demasiados pedos.
Silencio mientras continúo cepillándome el pelo.
—Bueno, Victor —empieza a decir Bill taimadamente—, ¿qué te parece?
—¿El qué?
—Linea mortal II —grita Bill. Después de recobrar la compostura añade en voz baja—. Lo siento.
—Genial —respondo—. Total, tío.
—Ese nuevo look tuyo está dando excelentes resultados.
—La gente dice que me sienta de miedo.
—Supongo que estudiaste todos los vídeos de Madonna.
—Uno tras otro.
—Los años no pasan para ti, tío. Estás en plena forma.
—También me han comentado eso.
—Es que a la gente le encanta que uno se arrepienta, que se reforme —dice Bill.
Una breve pausa mientras me contemplo en el espejo.
—¿Es eso lo que he hecho, Bill? ¿Arrepentirme?
—Al menos has intentado cambiar —contesta Bill—. Y eso a la gente le gusta. Se llama reinventarse, ¿sabes? Una palabra muy útil.
—¿Qué tratas de decirme, Bill?
—Me ofrecen tantos papeles para ti que no doy abasto —responde Bill—. Y eso me gusta. Me siento orgulloso de representar a Victor Johnson.
Una pausa.
—Bill, no creo… —Me detengo buscando la forma de decírselo—. Yo no… Ése no soy yo.
—¿Qué quieres decir? ¿Con quién estoy hablando? —pregunta Bill nervioso. Luego, en voz baja, susurrante, añade—: No estaré hablando con Dagby, ¿verdad? —Casi le oigo estremecerse.
—¿Dagby? No, no. Bill, escucha, estoy estudiando para ser abogado y…
—Pero supongo que eso es un truco publicitario —dice Bill, al tiempo que suelta un bostezo—. ¿No?
Pausa.
—No, Bill, no es un truco publicitario.
—Para, por lo que más quieras, que me vas a partir el corazón. No vuelvas a darme esos sustos, ¿vale?
—Hablo en serio, Bill. Estoy estudiando derecho y no quiero hacer la película.
—Te han ofrecido el papel de un astronauta que contribuye a salvar el mundo en Cadetes del espacio, una película dirigida nada menos que por Will Smith. En Navidad van a sacar cuatro muñecos Hasbro, de esos articulados, y me aseguraré de que tengan los genitales intactos. —Tras un interminable ataque de tos, Bill añade con voz ronca—: ¿Me sigues?
—Todo eso suena demasiado comercial.
—¿Pero qué dices, tío? ¿No te has corrido de gusto con lo de los Cadetes del espacio? —pregunta Bill dándose unos golpecitos en los auriculares—. ¿Hola? ¿Con quién hablo? No serás Dagby, ¿verdad?
—¿Qué quieres que haga? —suspiro. Me miro fijamente para comprobar si tengo algún granito. Pero todo está bajo control: esta noche tengo el cutis perfecto.
—Podrías hacer el papel de un tipo apodado El Traidor a quien muelen a hostias en un aparcamiento en una peli titulada Golpe bajo. La dirige un italiano conocido como Vivvy, que acaba de salir de una clínica de rehabilitación. Claro que sólo recibirás veinte vales para un Burger King y ya puedes ir olvidándote de la fiesta del estreno. —Bill se detiene mientras asimilo esa información—. Todo depende de ti: de Victor Johnson.
—Déjame pensarlo —contesto—. Tengo que irme. Me han invitado a una fiesta.
—Oye, conmigo no te hagas el duro, ¿vale?
—No se trata de eso.
—Mira, no quisiera ofenderte, pero ten en cuenta que ese número de duro atormentado por la muerte de su novia (un toque genial, no lo niego) dentro de una semana estará pasado. —Bill hace una breve pausa—. Tienes que decidirlo ahora.
—Te llamaré más tarde, Bill —contesto, riéndome de sus ocurrencias.
—No me cuelgues, hombre —dice él riéndose también.
—Tengo que irme, Bill —insisto sin dejar de reír—. Requieren mi presencia en otro lugar.
2
La fiesta, organizada por ron Bacardi en un local del centro, tiene un propósito: recaudar fondos para los ciegos. Mis nuevos publicistas, Rogers y Cowan, me han exigido que asista a este montaje. Entre los vips: Bono, Kal Ruttenstein, Kevin Bacon, Demi Moore, Fiona Apple, Courtney Love, Claire Danes, Ed Burns, Jennifer Aniston y Tate Donovan, Shaquille O’Neal y un Tiger Woods insólitamente acicalado. Algunos parecen conocerme, otros no. Me bebo una Coca-Cola con un tipo llamado Ben Affleck mientras suena la música de Jamiroquai en un cavernoso local en el que todos nos sentimos perdidos. Gabé Doppelt acaba de presentarme a Bjork y me piden que pose con Giorgio Armani, que me abraza como si fuéramos íntimos de toda la vida y luce una camiseta, un jersey de cachemir y unos vaqueros de pana, todo en color azul marino, además de un descomunal reloj Jaeger-Le Coultre Reverso. Todos me dicen: «Pobre, qué mala pata lo de Chloe», como si me hubiera hecho una putada al morirse en aquel hotel de París. (La información que doy es «hemorragia masiva debido a la ingestión de una dosis mortal de mifepristone, conocido también como RU 486»). Mark Wahlberg, unos tragasables y la clásica cháchara sobre el malestar general; todo huele a caviar.
Un rollazo, aunque presentado de forma muy chic. La conversación gira inevitablemente en torno a los asesinos en serie, a las clínicas de rehabilitación, a la cantidad de chochos «supersecos» que circulan por el local en contraposición a los «secos» sin más y al comportamiento espectacularmente autodestructivo de una modelo descerebrada. Me siento tan incómodo que recurro a frases hechas como: «Soy un ciudadano respetuoso de la ley». El comentario relativo a «reemprender mis estudios» —que suelto cada vez que algún periodista me mete el micro delante de las narices— al cabo de un rato se me hace insoportable, de modo que me disculpo y pregunto dónde está el lavabo de caballeros.
En el cubículo junto al mío hay dos gays contrastando opiniones sobre cómo vivir en un universo absurdo mientras yo me tomo un respiro y compruebo si tengo mensajes en mi móvil. Al cabo de un rato los gays se marchan y el lavabo queda en silencio, lo que me permite escuchar los mensajes sin taparme el oído con la mano.
Comienzo a murmurar para mis adentros —el pesado de Damien, Alison, mi publicista, unos actores de una serie de televisión que no he visto nunca—, pero de pronto me detengo al darme cuenta de que no estoy solo.
Alguien anda por ahí, silbando.
Después de cerrar el móvil, ladeo la cabeza, porque la canción se me antoja conocida.
Atisbo con cautela por encima de la puerta del cubículo, pero no veo a nadie. El tipo sigue silbando. En éstas oigo una voz profunda y viril aunque con un toque espectral que se pone a canturrear, desafinando un poco: «On the… sunny side of the Street…».[67]
Abro la puerta del cubículo bruscamente, tanto que dejo caer el móvil al suelo.
Avanzo hacia los lavabos instalados debajo de un espejo de cuerpo entero para poder controlar todo el baño.
No hay nadie.
El baño está desierto.
Me lavo las manos, echo un vistazo a todos los cubículos y salgo para incorporarme de nuevo al mogollón.
1
Vuelvo al apartamento que mi padre me ha comprado en el Upper East Side. Los muros del cuarto de estar son azul y verde Nilo y las cortinas que cubren las ventanas que dan a la calle Setenta y dos son de tafetán de seda pintado a mano. Las mesitas de café son de época. En el vestíbulo hay un espejos biselados franceses. He colocado unas lámparas de Noguchi y situado unas mullidas poltronas en puntos estratégicos. Sobre un sofá reposan unos cojines de Paisley. En el techo he instalado un ventilador. Hay cuadros de Donald Baechler. Incluso dispongo de una biblioteca.
La cocina contiene unos toques modernos: suelo de mosaico de pizarra y mármol, un mural fotográfico en blanco y negro de un paisaje desértico, sobre el que vuela la maqueta de un avión.
Muebles de metal pertenecientes a la consulta de un médico. Las ventanas del comedor están cubiertas con cristales esmerilados. Unas sillas diseñadas por encargo rodean una mesa adquirida en una subasta en Christie’s.
Entro en el dormitorio para escuchar los mensajes, pues una luz parpadeante indica que han llamado más de cinco personas desde que me marché del local hace veinte minutos. En el dormitorio, un espejo de Chippendale, regalo de mi padre, cuelga sobre un lecho de nogal fabricado en Virginia en el siglo XIX, o eso creo.
He estado considerando la idea de comprarme un dálmata.
Gus Frerotte está en la ciudad. Han llamado Cameron Diaz y Matt Dillon. Cameron Diaz volvió a llamar más tarde. Matt Dillon también.
Enciendo la tele en el dormitorio. Ponen unos vídeos, como de costumbre. Elijo el canal metereológico.
Me desperezo, emitiendo un sonido de placer y alzando los brazos por encima de la cabeza.
Decido darme un baño.
Cuelgo con esmero la chaqueta de Prada que llevaba puesta. Pienso: es la última vez que me la pongo.
Me inclino sobre la bañera de porcelana blanca y abro los grifos para asegurarme de que el agua está bien caliente. Echo unas sales de baño Kiehl y remuevo un poco el agua con la mano para que se disuelvan.
He estado considerando la idea de comprarme un dálmata.
Me desperezo nuevamente.
De pronto me fijo en algo que está en el suelo del baño.
Me agacho.
Se trata de un pequeño círculo de papel. Oprimo el índice sobre él.
Me acerco el dedo al rostro.
Es un pedacito de confeti.
Lo miro durante un largo rato.
Una pequeña ola negra.
Que se precipita sobre mí.
Me pongo a silbar como si tal cosa y regreso al dormitorio.
Al entrar en el dormitorio observo que alguien ha desparramado un montón de confeti —rosa, blanco y gris— sobre la cama.
Me miro en el espejo Chippendale que cuelga sobre la cama, armándome de valor antes de inspeccionar la sombra que acecha detrás de un biombo del siglo XVIII situado en un rincón.
La sombra se mueve un poco.
Yo aguardo. Me resulta de lo más sospechoso.
Me acerco a la cama.
Sin dejar de silbar me inclino sobre la mesita de noche y, riendo, finjo afanarme en deshacer los lazos de los zapatos que me quito sin mayores dificultades; luego saco del cajón una Walther del 25 provista de silenciador.
Regreso descalzo al baño.
Empiezo a contar en voz baja. Cinco, cuatro, tres…
De pronto cambio de dirección y me dirijo hacia el biombo, empuñando la pistola.
Calculo la altura de la cabeza y aprieto el gatillo. Dos veces.
Un quejido sofocado. El sonido de un chorro de sangre al salpicar el muro.
Una figura vestida de negro, con la mitad del rostro destrozado, se desploma de bruces sobre el biombo; en su mano derecha, enguantada, sostiene una pistola pequeña.
Cuando me dispongo a inclinarme sobre él para quitarle la pistola de la mano, un movimiento a mis espaldas hace que me vuelva apresuradamente.
Otra figura vestida de negro, que empuña un enorme cuchillo, salta sobre mí desde la cama.
Yo me agacho al instante.
La primera bala pasa casi rozándole y se aloja en el espejo de Chippendale, quebrándolo en mil pedazos.
En el momento en que la figura cae sobre mí, la segunda bala le alcanza en el rostro y lo derriba de espaldas.
La figura permanece tendida en el suelo, agitando las piernas de forma convulsiva. Me levanto tambaleándome y le descerrajo dos tiros en el pecho. La figura se queda inmóvil.
—Mierda, mierda, mierda —exclamo. Agarro el móvil y marco un número que sólo recuerdo a medias.
Al tercer intento oigo una señal de transmisión.
Pulso un código, casi jadeando.
—Vamos, vamos.
Otra señal. Otro código.
—Es DAN —digo a través del teléfono.
Espero unos instantes.
—Sí. —Escucho—. Sí.
Doy las señas. Anuncio unas palabras: «Código 50».
Cuelgo. Cierro los grifos de la bañera y deprisa y corriendo meto cuatro cosas imprescindibles en la bolsa de viaje.
Me marcho antes de que lleguen las mujeres de la limpieza.
Paso la noche en el hotel Carlyle.
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La noche siguiente me reúno con Eva para cenar en un restaurante japonés que está muy de moda situado cerca del SoHo, en la nueva y glamurosa zona de Houston Street. Eva se ha sentado a una mesa en el comedor principal, que está atestado; bebe té verde y me espera con resignación; sobre la mesa, junto a su muñeca, reposa un ejemplar del New York Observer (donde publican un artículo muy favorable sobre mi padre, aunque en realidad trata sobre el nuevo Victor Johnson y todas las cosas que ha aprendido). El maitre me conduce hacia la mesa; dejándose llevar por su entusiasmo, me estrecha la mano, me ofrece sus condolencias y me asegura que tengo mejor aspecto que nunca. Yo le doy las gracias con toda naturalidad y me siento junto a Eva. Los dos nos sonreímos. Recuerdo que debo besarla. Recuerdo que debo hacer todo lo que se supone que hace un hombre al reunirse con su novia, porque somos el blanco de todas las miradas, porque precisamente por esto hemos reservado esta mesa, porque precisamente por esto hemos quedado citados aquí.
Pido un sake muy frío y comento a Eva que me han dado el papel en Línea mortal II. Ella responde que se alegra por mi.
—¿Dónde está tu amiguito esta noche? —pregunto sonriendo.
—Una cierta persona ha tenido que ausentarse —contesta Eva con evasivas.
—¿Dónde está? —insisto para hacerla rabiar.
—Ha ido al festival de rock de Fuji —contesta Eva, entornando los ojos y bebiendo un sorbo de su té verde.
—Un amigo mío también ha ido a ese festival.
—A lo mejor han ido juntos.
—Quién sabe.
—Sí, quién sabe —repite Eva, mirando la carta.
—O sea, que no lo sabes —insisto.
—Exacto.
—Estás guapísima.
Eva no dice nada.
—¿Me has oído? —pregunto.
—Me gusta tu traje —responde ella sin alzar la vista.
—¿A qué viene esta actitud? —pregunto.
—La prensa se ocupa mucho de ti estos días —comenta Eva al tiempo que señala el ejemplar del Observer—. Vayas adonde vayas, te sigue una nube de paparazzi.
—No todo se reduce a gafas de sol y autógrafos, nena.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Qué gente tan ridícula, ¿no te parece? —pregunto, señalando al personal que nos rodea.
—No sé —contesta Eva—. Esta sencillez resulta muy agradable. Es como volver a la escuela.
—¿En qué sentido?
—Pues que cuando te rodeas de imbéciles, en comparación tú pareces inteligente —responde Eva—. Al menos ésa fue mi experiencia en el instituto.
—Where where you while we were getting high? —murmuro para mis adentros, procurando rehuir la mirada de los otros comensales.
—¿Cómo dices?
—Disculpa, estaba distraído —contesto, carraspeando un poco.
—Sin nosotros todo esto es pura basura —afirma Eva.
Pruebo el edamame.
—A propósito —dice Eva—, ¿cómo está Alison Poole?
—Tengo la impresión de que voy a destrozarle el corazón.
—Tengo la impresión de que eres un experto en eso —replica Eva.
—No para de hacerme preguntas sobre Chloe Byrnes —murmuro.
Eva guarda silencio. Mientras bebe un trago de Stolichnaya Limonnaya yo pruebo el hijiki.
—¿Qué has hecho hoy? —pregunto antes de darme cuenta de que me trae al fresco lo que Eva haya hecho hoy, aunque para disimular le estrujo el muslo por debajo de la mesa.
—He tenido una sesión de fotos. He comido con los de Salt-n-Pepa. He evitado a ciertas personas. He hablado con otras a las que no quería evitar. —Eva inspira una bocanada de aire—. Ahora mismo mi vida es más sencilla de lo que nunca había imaginado que pudiera ser. —Suspira, pero sin tristeza—. Hay ciertas cosas a las que aún no me he acostumbrado, pero no me preocupa.
—Afirmativo. Información computada —digo imitando el tono mecánico de un robot.
Eva se ríe, pronuncia mi nombre, deja que le estruje el muslo con más fuerza.
Pero cuando aparto la vista todo me parece muy complicado. Apuro otra tacita de sake.
—Estás un poco distraído —comenta Eva.
—Anoche ocurrió algo —murmuro.
—¿Qué?
Yo se lo cuento todo en voz baja.
—Debemos andarnos con cuidado —dice Eva.
En éstas se acerca una pareja y oigo que alguien exclama:
—¡Victor! ¿Cómo estás, hombre?
Inspirando con fuerza, alzo la vista y esbozo una media sonrisa de circunstancias.
—Hola —les saludo.
Es una pareja de nuestra edad, ambos bastante atractivos. El hombre —a quien no reconozco— me estrecha la mano con energía, como diciendo «espero que te acuerdes de mí porque eres un tío legal». La joven que lo acompaña, que oscila de un lado a otro entre los apretujones del gentío que llena el local, saluda a Eva con la cabeza y ésta le devuelve el gesto.
—Corrine, te presento a Victor Ward —dice el hombre—. Disculpa —se apresura a rectificar—, quiero decir a Victor Johnson. Victor, te presento a Corrine.
—Encantado de conocerte —digo estrechando la mano de Corrine.
—Y ésta es Lauren Hynde —dice el hombre señalando a Eva, quien sonríe sin mover ni una pestaña.
—Hola, Lauren, creo que ya nos habíamos visto en alguna ocasión —dice Corrine—. ¿No nos conocimos en la fiesta benéfica organizada por Kevin Aucoin? ¿O fue en el Chelsea Piers? Nos presentó Alexander McQueen. La MTV te hizo una entrevista. O quizá fue en el preestreno de la película.
—Ah, sí, sí —responde Eva—. Tienes razón.
—Qué hay, Lauren —dice el hombre con excesiva timidez.
—Hola, Maxwell —responde Eva en un tono sexy pero discreto.
—¿Así que ya os conocíais? —pregunto mirando a Maxwell y a Eva.
—Lauren y yo coincidimos en un banquete organizado por la prensa —explica Maxwell—. Fue en el Four Seasons de Los Ángeles.
Eva y Maxwell sonríen con aire de complicidad. Yo siento náuseas.
—Un local que se ha puesto muy de moda, ¿no? —me pregunta Maxwell.
—¿Es una de esas preguntas de «verdadero o falso»? —contesto tras una breve pausa.
—Chico, estás en todas partes —observa Maxwell, como si quisiera prolongar la conversación.
—Ya, los quince minutos de gloria.
—Yo diría más bien una hora —contesta Maxwell, echándose a reír.
—Sentimos mucho lo de Chloe —interrumpe Corrine.
Yo asiento con expresión grave.
—¿Vais a asistir a la fiesta que dan en el Life? —pregunta Corrine.
—Desde luego, allí estaremos —respondo vagamente.
Corrine y Maxwell esperan junto a nuestra mesa mientras Eva y yo les miramos con frialdad hasta que por fin comprenden que no vamos a pedirles que se sienten con nosotros; luego se despiden. Maxwell me estrecha la mano de nuevo y desaparece entre la multitud congregada frente a la barra. La gente empieza a mirar a Corrine y a Maxwell de forma distinta, con admiración, porque se han detenido junto a nuestra mesa y han dado la impresión de que nos conocían.
—Dios, no reconozco a nadie —comento.
—Conviene que mires esos books que te dieron —contesta Eva—. Tienes que memorizar las caras.
—Tienes razón.
—Yo te haré preguntas —sugiere Eva—. Los estudiaremos juntos.
—De acuerdo.
—¿Qué hace Victor Ward? —pregunta Eva sonriendo.
—Contribuye a definir la década, nena —contesto sarcásticamente.
—La grandeza sólo se recompensa a posteriori —me advierte Eva.
—Pero tía, si esto ya es a posteriori.
Ambos soltamos una carcajada. Pero después guardo silencio, deprimido, incapaz de comunicarme con Eva. El restaurante está atestado y las cosas no están tan claras como deberían. La gente que nos ha saludado con la mano y ha hecho signos indicando que nos llamarán más tarde han visto cómo Corrine y Maxwell han roto el hielo y no tardarán en echársenos encima. Apuro otra tacita de sake.
—No te pongas tan triste —dice Eva—. Eres una estrella.
—¿No tienes frío aquí dentro? —pregunto.
—¿Qué pasa? Pareces deprimido.
—¿No tienes frío aquí dentro? —repito, al tiempo que ahuyento a una mosca.
—¿Cuándo te marchas a Washington? —pregunta Eva.
—Pronto.