19
Dentro de la casa situada en el octavo o decimosexto arrondissement reverbera la preocupación por las consecuencias de la muerte de Bruce; debido a ello no me dan ningún encargo y todos están tan distraídos que yo consigo largarme tan campante. Interminables conversaciones sobre cambios en los créditos del filme, recortes de presupuesto, el alquiler de una grúa de veinticinco metros de altura, la fecha del estreno, un productor en Los Angeles que está de los nervios debido a las modificaciones en el guión. Antes de marcharme ruedo una escena con Tammy sobre las reacciones de nuestros personajes tras la muerte de Bruce (un accidente de moto, un camión cargado con sandías, Atenas, una curva mal calculada), pero dado que Tammy es incapaz de articular una frase y menos aún realizar el más simple movimiento, pronuncio mi parlamento de pie en un pasillo mientras una ayudante de producción recita la parte de Tammy de un modo infinitamente más convincente que ella (supongo que luego insertarán unos planos de Tammy). Para el final de la escena, colocan una peluca en la cabeza de otra ayudante de producción y la gigantesca Panaflex enfoca mi rostro «triste pero esperanzado» mientras la ayudante de producción y yo nos abrazamos. Jamie finge pasar olímpicamente de mí, o a lo mejor es que no quiere reparar en mi presencia mientras permanece sentada delante del ordenador en el cuarto de estar —donde examina diagramas y descodifica e-mails con rostro impasible—, mientras yo paso ante ella sin dignarme mirarla siquiera. Fuera, el cielo está gris, nublado. Un bloque de apartamentos en el Quai de Béthune. Doblo la esquina en el Pont de Sully. Un Citroën negro está aparcado junto a la acera en la Rue Saint-Louise-en-l’Isle y al ver el coche me dirijo apresuradamente hacia él. Russell nos conduce hasta un bloque de apartamentos en la Avenue Verdier, en el distrito de Montrouge. Yo llevo una Walther automática del 25. He doblado las hojas impresas del archivo WINGS y me las he metido en el bolsillo de mi cazadora negra de Prada.
Ingiero una pastilla de Xanax que se me queda atravesada y chupo un Mentos para eliminar el sabor de la primera.
Russell y yo subimos apresuradamente tres tramos de escalera.
En el cuarto piso penetramos en un apartamento desprovisto de muebles excepto por seis sillas plegables blancas. Los muros están pintados de color escarlata y negro; en un rincón hay unas cajas apiladas formando elevadas columnas. Un pequeño televisor está conectado a un VCR que reposa sobre una caja. Unas lámparas situadas en diversos puntos del apartamento rompen de vez en cuando la oscuridad. Hace tanto frío que el suelo está cubierto de escarcha.
F. Fred Palakon está sentado en una de las sillas plegables blancas junto a dos de sus colaboradores, a los cuales me presenta como David Crater y Laurence Delta; todos van vestidos con trajes negros, todos son algo mayores que yo. Encienden unos cigarrillos, abren unas carpetas, nos ofrecen una taza de café Starbucks, que aceptamos y bebemos a sorbitos.
Me siento en una de las sillas plegables blancas, frente a ellos, y de golpe reparo en un japonés que está sentado en un rincón, en una silla plegable blanca junto a una ventana cubierta con unas cortinas de terciopelo. Es bastante mayor que los otros —más gordo, con un aire más apático—, pero resulta difícil precisar su edad. El japonés está reclinado hacia atrás, con el rostro en sombras, y no me quita ojo.
Russell no cesa de pasearse arriba y abajo de la habitación, hablando en voz baja por el móvil. Por fin lo cierra, se acerca a Palakon y murmura algo que disgusta a éste.
—¿Estás seguro? —pregunta Palakon.
Russell cierra los ojos y suspira mientras asiente con la cabeza.
—De acuerdo —dice Palakon—. En ese caso no disponemos de mucho tiempo.
Russell se coloca junto a la puerta, a mis espaldas; yo me vuelvo para asegurarme de que no piensa marcharse y dejarme ahí plantado.
—Le agradezco que haya venido, señor Ward —dice Palakon—. Veo que ha seguido las instrucciones al pie de la letra.
—Ya, bueno… de nada.
—Es preciso que seamos breves —prosigue Palakon—. No disponemos de mucho tiempo. Sólo quería presentarle a mis colaboradores —Palakon señala con la cabeza a Delta y a Crater— y mantener con usted una entrevista preliminar. Queremos que verifique unos datos, que mire unas fotografías; nada más.
—Un momento, un momento… ¿quiere decir que el problema no se ha resuelto? —pregunto con voz entrecortada.
—No, todavía no… —titubea Palakon—. He informado a David y a Laurence de lo que me refirió usted hace un par de días y vamos a buscar el medio de sacarle de esta… —Palakon no logra dar con la palabra. Yo espero a que concluya la frase—. De esta… situación.
—Vale, vale, muy bien —contesto nervioso; cruzo las piernas pero luego vuelvo a cambiar de postura—. ¿Unos datos? Vale. ¿Unas fotos? De acuerdo. Venga. Vamos a ello.
Una pausa.
—Esto, señor Ward —dice Palakon con cierta reticencia.
—¿Sí?
—¿Le importaría…? —Palakon carraspea—. ¿Le molestaría quitarse las gafas de sol?
Una pausa más larga, hasta que caigo en la cuenta.
—Ah, sí. Disculpe.
—Señor Ward —empieza a decir Palakon—, ¿cuánto tiempo lleva viviendo en esa casa?
—No… lo sé —respondo, tratando de hacer memoria—. ¿Desde que llegamos a París, quizá?
—¿En qué fecha? —pregunta Palakon—. Necesitamos la fecha exacta.
—Hace unas dos semanas… —Pausa—. O quizá sean cuatro.
Crater y Delta se miran.
—Vaya… en realidad no estoy seguro… En fin, soy un desastre para las fechas.
Trato de sonreír y los otros tuercen el gesto; es evidente que mi actuación no les impresiona lo más mínimo.
—Lo siento —murmuro—. Lo siento…
Una mosca revolotea por la habitación, emitiendo un intenso zumbido. Por más que intento relajarme no lo consigo.
—Queremos que especifique qué personas viven en la casa con usted —dice Palakon.
—Es un… equipo —respondo—. Forman un equipo.
Palakon, Delta y Crater me miran, perplejos.
—Sí. De acuerdo. —Cruzo y descruzo las piernas por enésima vez, sin dejar de tiritar—. Sí. La casa. Sí.
Palakon lee en voz alta una hoja de su carpeta:
—Jamie Fields, Bobby Hughes, Tammy Devol, Bentley Harrolds, Bruce Rhinebeck…
—Bruce Rhinebeck ha muerto —le interrumpo.
Un silencio profesional. Crater mira a Delta, y Delta, manteniendo la vista al frente, sin devolverle la mirada, asiente con un gesto.
—¿Puede confirmar ese dato? —pregunta Palakon.
—Sí, sí —murmuro—. Está muerto del todo.
Palakon da la vuelta a una hoja y anota algo.
—¿Y Bertrand Ripleis? ¿Vive también en la casa?
—¿Bertrand? —me extraño—. No, no vive en la casa. No.
—¿Está seguro? —insiste Palakon.
—Desde luego —respondo—. Segurísimo. Estudié en Camden con él, de modo que le conozco bien. Si viviera en la casa, le aseguro que yo lo sabría.
En aquel instante caigo en la cuenta de que probablemente no lo sabría, que no es fácil saber si Bertrand Ripleis vive con nosotros en la casa del octavo o decimosexto arrondissement porque es una casa enorme que siempre está cambiando de aspecto y a la que añaden continuamente nuevas habitaciones.
Palakon se inclina hacia mí y me entrega una fotografía.
—¿Es éste Bertrand Ripleis? —pregunta.
Podría ser la foto de un anuncio de Armani tomada por Herb Ritts: un desierto, el atractivo rostro de Bertrand mirando a la cámara con displicencia, con las mandíbulas tensas y los labios fruncidos en un mohín muy seductor, luciendo unas gafas de sol pequeñas para poner de relieve la perfección de su hermoso cráneo. Pero no: en realidad se está apeando de una furgoneta, sin percatarse de que le fotografían de lejos con un teleobjetivo, armado con una metralleta Skorpios y luciendo una camiseta de Tommy Hilfiger.
—Sí, es él —respondo en tono inexpresivo, y devuelvo la foto a Palakon—. Pero no vive en la casa.
—¿Alguno de los ocupantes de la casa tiene tratos con Bertrand Ripleis? —inquiere Crater.
—Sí —respondo—. Creo que todos ellos.
—No —tercia Palakon—. Usted no tiene tratos con él, ¿no es cierto señor Ward?
—Ah —contesto—. Claro, yo no.
Palakon toma nota. Un largo silencio. Más notas.
Yo miro al japonés, que me observa impávido.
Palakon se inclina y me entrega otra fotografía, que al mirarla me produce un escalofrío.
Es un primer plano de Sam Ho y en la parte inferior aparecen escritas unas palabras en alguna lengua asiática.
—¿Reronoce a esa persona? —pregunta Palakon.
—Sí, es Sam Ho —contesto y enseguida rompo a llorar. Inclino la cabeza y clavo la vista en mis pies sin dejar de sollozar histéricamente, boqueando.
Oigo el murmullo de papeles, un sonido extraño provocado por mi intempestiva reacción.
Respiro hondo y trato de recuperar el control.
—Bruce Rhinebeck y Bobby Hughes lo mataron en Londres después de torturarlo, hace un mes —declaró. Luego prorrumpo de nuevo en sollozos.
Después de un minuto como mínimo, por fin consigo reprimir el llanto. Trago saliva y carraspeo. Russell me ofrece un kleenex.
—Lo siento —digo. Me sueno la nariz.
—Créame, señor Ward, no nos gusta verle tan trastornado —dice Palakon—. ¿Se siente bien? ¿Puede continuar?
—Sí, sí, estoy bien —respondo; carraspeo un poco más y me seco las mejillas.
Palakon se inclina hacia mí y me pasa otra foto.
Sam Ho aparece de pie en una playa, que parece South Beach, acompañado de Mariah Carey y Dave Grohl, escuchando con atención algo que les cuenta K. D. Lang. Al fondo se ven unas personas instalando focos, sosteniendo platos de comida, con talante sosegado, hablando por sus móviles.
—Sí, ése también es él —digo, sonándome de nuevo la nariz.
Crater, Delta y Palakon intercambian unas miradas cargadas de significado, tras lo cual vuelven a fijar la vista en mí.
Mientras observo al japonés Palakon dice:
—Esta foto de Sam Ho fue tomada en Miami. —Hace una pausa.
—¿Ah, sí? —pregunto.
—La semana pasada —declara Palakon.
Tratando de disimular mi sorpresa, me recobro rápidamente de la impresión causada por las palabras «la semana pasada» y respondo con frialdad:
—Entonces no puede ser él. No es Sam Ho.
Delta se vuelve para observar al japonés.
Crater se inclina hacia Palakon y con el bolígrafo señala algo dentro de la carpeta que sostiene éste sobre las rodillas.
Palakon asiente con aire enojado.
Yo me echo a temblar.
—Son unos maestros manipulando fotografías —digo—. Ayer vi a Bentley Harrolds en plena faena. Lo hacen continuamente…
—Señor Ward, estas fotografías han sido examinadas por un laboratorio muy competente y no han sido manipuladas en modo alguno.
—¿Cómo lo sabe? —le espeto.
—Tenemos los negativos —responde Palakon secamente.
Pausa.
—¿No pueden manipularse los negativos? —pregunto.
—Los negativos no fueron manipulados, señor Ward.
—Pero en ese caso…, ¿quién demonios es ese tipo? —pregunto. Me revuelvo en la silla y me estrujo las manos, luego las separo tras no pocos esfuerzos—. Un momento, un momentito…
—¿Sí, señor Ward? —pregunta Palakon.
—No me estarán gastando una broma… —Escruto la habitación en busca de indicios de focos, alguna prueba oculta que demuestre que antes ha estado aquí un equipo de rodaje o que en estos momentos se encuentra en el apartamento contiguo, filmando a través de unos orificios practicados estratégicamente en los muros de color escarlata y negro.
—¿A qué se refiere, señor Ward? —pregunta Palakon.
—Quiero decir. ¿Esto es una película? —pregunto, sin dejar de revolverme en la silla—. ¿Nos están filmando?
—No, señor Ward —contesta Palakon sin perder la calma—. Esto no es una película; no le están filmando.
Crater y Delta me miran fijamente, como alelados. La realidad es que no entienden nada.
El japonés se inclina hacia adelante, pero no el tiempo suficiente para que yo vea su rostro con detalle.
—Pero… yo… —Miro de nuevo la foto de Sam Ho—. Yo no… —Respiro con dificultad y como el aire en la habitación es tan frío y enrarecido, los pulmones me escuecen—. Ellos…, escuchen, ellos… Creo que utilizan dobles. No sé cómo lo hacen pero utilizan dobles. Ése no es Sam Ho; es otra persona… Quiero decir… Creo que utilizan dobles, Palakon.
—Palakon —tercia Crater en tono admonitorio.
Palakon me mira, perplejo.
Busco en mi bolsillo otra pastilla de Xanax y cambio de postura para evitar que se me duerman los brazos y las piernas. Dejo que Russell encienda el cigarrillo que me ha ofrecido alguien, pero tiene un sabor raro y lo lanzo al suelo. El cigarrillo aterriza sobre un charco de hielo fundido.
Delta toma su taza de Starbucks.
Me entregan otra foto.
Marina Gibson. Un sencillo primer plano, reproducido sobre una copia de ocho por diez bastante mala.
—Es la chica que conocí a bordo del Queen Elizabeth II —digo—. ¿Dónde está? ¿Qué le ha ocurrido? ¿Cuándo tomaron esa foto? —Luego, conteniendo mi nerviosismo, pregunto—: ¿Está bien?
Palakon hace una breve pausa antes de responder.
—Creemos que ha muerto.
—¿Cómo? —pregunto con voz entrecortada—. ¿Cómo lo saben?
—Señor Johnson —contesta Crater, inclinándose hacia mí—, creemos que enviaron a esa mujer para advertirle.
—Un momento —exclamo, incapaz de seguir sosteniendo la foto—. ¿Que la enviaron para advertirme? ¿Sobre qué? Un momento, joder…
—Eso es lo que tratamos de averiguar, señor Johnson —responde Delta.
Palakon se inclina hacia el vídeo y pulsa el botón Play. Unas imágenes tomadas con una cámara doméstica, de una calidad sorprendente. Es el Queen Elizabeth II. Durante unos instantes, la actriz que hace el papel de Lorrie Wallace se apoya en la barandilla, muy modosita ella, con la cabeza ladeada, contemplando el océano y sonriendo a la persona que se halla detrás de la cámara.
Las imágenes pasan a un plano de Marina yaciendo en una tumbona, luciendo un pantalón pirata con estampado de leopardo, un top de gasa y unas gigantescas gafas de sol con montura de carey que le tapan la mitad de la cara.
—Es ella —afirmo—. Es la chica que conocí en el barco. ¿Cómo consiguieron esta cinta? Es la chica con la que pensaba ir a París.
Palakon hace una pausa, fingiendo que consulta sus papeles, y por fin responde en tono apesadumbrado:
—Creemos que ha muerto.
—Como le decía, señor Johnson —interviene Crater, inclinándose hacia mí en un gesto un tanto agresivo—, creemos que enviaron a Marina Cannon para advertirle…
—Eh, eh, un momento —le interrumpo—. Se llamaba Gibson.
—No, se llamaba Cannon —afirma Delta—. Se llamaba Marina Cannon.
—Pero bueno, un momento —digo—. ¿Quién la envió? ¿Dé qué tenía que advertirme?
—Eso es precisamente lo que tratamos de averiguar —repite Palakon en un tono que sugiere que está teniendo una paciencia infinita conmigo.
—Creemos que el responsable fue la persona que quería impedir que se pusiera usted en contacto con Jamie Fields, y por ende con Bobby Hughes, cuando llegara a Londres —me explica Crater—. Creemos que la enviaron para que le distrajera. Como alternativa.
—¿Como alternativa? —pregunto—. ¿Y se puede saber qué coño significa eso?
—Señor Ward… —empieza a decir Palakon.
—Jamie me dijo que la conoce —suelto de repente—. ¿Por qué iba a querer Marina impedir que me pusiera en contacto con ella, si las dos se conocen?
—¿Le dijo Jamie Fields cómo la conoció? ¿Y en qué circunstancias se produjo el encuentro? —inquiere Palakon—. ¿Le dijo Jamie Fields qué tipo de relación mantenían?
—No… —murmuro—. No.
—¿No se le ocurrió preguntárselo? —exclaman Crater y Delta al unísono.
—Pues no, la verdad —respondo aturdido—. No. Lo siento, pero no…
—Palakon —dice Russell a mis espaldas.
—Sí, sí —contesta Palakon.
En la pantalla del televisor aparecen unas imágenes de la cubierta del barco; cada vez que Marina mira hacia la cámara, ésta enfoca acto seguido a Lorrie Wallace. Pero en un momento dado la cámara se detiene en Marina, que la observa casi con actitud desafiante.
—¿Dónde consiguió este vídeo? —pregunto.
—No es un vídeo original —contesta Delta—. Es una copia.
—¿Y a mí qué me importa? Eso no contesta mi pregunta —protesto, tensando las mandíbulas.
—No importa cómo lo conseguimos —replica Delta.
—Ya, lo grabaron los Wallace —comento, observando la pantalla del televisor—. Quítenlo.
—¿Los Wallace? —pregunta uno de los presentes.
—Sí —contesto—, los Wallace. Un matrimonio inglés. No recuerdo a qué se dedican, aunque en algún momento me lo dijeron. Creo que ella tenía unos restaurantes o no sé qué. Da lo mismo. Quítenlo, no quiero verlo.
—¿Cómo los conoció? —pregunta Palakon, pulsando un botón para cambiar del vídeo a la televisión.
—No lo sé. Estaban en el barco. Se presentaron ellos mismos. Cenamos juntos —respondo con voz plañidera, restregándome la cara—. Dijeron que conocían a mi padre…
Entre los tres hombres sentados ante mí se produce una conexión automática y casi audible.
—Mierda —exclama Delta.
—Joder, joder, joder —murmura Crater inmediatamente.
Palakon asiente con la cabeza en un gesto involuntario, abriendo un poco la boca para asimilar mejor el bombazo que acabo de soltar.
Delta escribe apresuradamente algo en los papeles que sostiene sobre las rodillas.
—Joder, joder, joder —sigue murmurando Crater.
El japonés enciende un cigarrillo; la llama de la cerilla ilumina brevemente su rostro. Por su expresión deduzco que está molesto.
—¿Palakon? —dice Russell a mis espaldas.
Palakon alza la vista, sobresaltado.
Yo me vuelvo.
Russell da unos golpecitos en su reloj. Palakon asiente irritado.
—¿No le hizo ninguna pregunta Marina Cannon? —inquiere Delta, que se inclina hacia mí.
—Mierda —farfullo—. Y yo qué sé. ¿Qué tipo de pregunta?
—¿No le preguntó si…? —empieza a decir Crater.
De pronto me acuerdo de una cosa e interrumpo a Crater para responder.
—Me preguntó si alguien me había pedido que llevara un objeto a Inglaterra.
«Su precipitada marcha del Queen’s Grill, la llamada urgente que hizo más tarde. Yo estaba borracho y mirándome al espejo en mi camarote, sonriendo como un idiota. El baño lleno de sangre. ¿Qué otra persona, aparte de Bobby Hughes, sabía que ella estaba a bordo de ese barco? Y tú te dirigías a otro país. El tatuaje negro y desvaído de su hombro».
Me limpio el sudor de la frente; siento como si la habitación empezara a dar vueltas, pero enseguida recobro el control.
—¿Qué clase de objeto? —pregunta Palakon.
Me devano los sesos, tratando de dar con la respuesta.
—Creo que se refería… —Alzo la vista y miro a Palakon—. Bueno, pues al sombrero.
Todos se apresuran a tomar nota de mi respuesta. Aguardan a que yo continúe, a que les facilite más detalles, pero como no puedo, Palakon interviene para preguntar:
—Pero el sombrero desapareció del barco, ¿no es así?
Yo asiento lentamente.
—Pero es posible… Creo que… es posible que ella se lo llevara y… se lo diera a alguien.
—No —murmura Delta—. Según nuestras fuentes no fue así.
—¿Sus fuentes? —pregunto—. ¿Y quién coño son sus fuentes?
—Señor Ward —empieza a decir Palakon—. Se lo explicaremos más adelante, de modo que le ruego…
—¿Qué coño había en ese sombrero? —le corto bruscamente—. ¿Por qué me pidieron que lo trajera? ¿Por qué lo encontré hecho una piltrafa? ¿Qué había en ese dichoso sombrero?
—Señor Ward, Victor, le prometo que durante nuestra próxima entrevista se lo explicaré todo —asegura Palakon—. Pero ahora no tenemos tiempo…
—¿Qué quiere decir? —le espeto, aterrorizado—. ¿Que tiene asuntos más importantes que atender? ¡Joder, Palakon! No tengo ni puta idea de lo que está pasando y…
—Queremos mostrarle otras fotografías —me interrumpe. Palakon, entregándome tres copias de ocho por diez.
Dos personas vestidas con prendas veraniegas en una playa. Kilómetros de arena húmeda. A sus espaldas se extiende el mar. El sol derrama sobre la pareja una luz blanca, con una orla violácea. Su pelo revuelto indica que soplaba viento. El hombre se toma una copa servida en una cáscara de coco. Ella aspira el perfume de una guirlanda color violeta que cuelga en torno a su cuello. En otra foto (improbable) ella posa acariciando a un cisne. Detrás de ella se ve a Bobby Hughes con una sonrisa (aún más improbable) de lo más afable. En la última foto Bobby Hughes aparece arrodillado junto a la chica, ayudándola a cortar un tulipán.
La chica que aparece en las tres fotografías es Lauren Hynde.
Yo rompo a llorar de nuevo.
—Es… Lauren Hynde.
Tras una larga pausa, alguien pregunta:
—¿Cuándo vio a Lauren Hynde o habló por última vez con ella, Victor?
Yo no ceso de llorar, incapaz de serenarme.
—¿Victor? —pregunta Palakon.
—¿Qué hace ella con él? —gimo.
—Victor, la conoció en Camden, según tengo entendido —explica Palakon en voz baja a sus colegas, una puntualización que no viene a cuento. Yo asiento en silencio, incapaz de alzar la cabeza.
—¿Y después? —pregunta alguien—. ¿Cuándo vio por última vez a Lauren Hynde?
Sin dejar de sollozar, consigo decir:
—La vi el mes pasado, en Manhattan. Fue en un Tower Records.
En éstas empieza a sonar el móvil de Russell y el ruidito nos sobresalta a todos.
—De acuerdo —oigo decir a Russell.
Después de cerrar el móvil éste indica a Palakon que ya es hora.
—Debemos irnos —dice Russell—. Se hace tarde.
—Seguiremos en contacto, señor Johnson —dice Delta.
Mientras me seco la cara, introduzco la mano en el bolsillo de la chaqueta.
—Sí, ha sido una entrevista… muy esclarecedora —observa Crater, cosa que no se cree ni él.
—Tenga. —Haciendo caso omiso de Crater, que alarga la mano hacia mí, entrego a Palakon las hojas impresas con el archivo WINGS—. Encontré esto en el ordenador que hay en la casa. No sé qué significa.
—Gracias, Victor —dice en tono sincero, pero el tío se guarda las hojas en la carpeta sin mirarlas siquiera—. Quiero que se calme, Victor. Seguiremos en contacto. Quizá nos veamos mañana mismo…
—Pero desde la última vez que nos vimos, Palakon, han volado un hotel —me exaspero—. Y han asesinado al hijo del primer ministro francés.
—Señor Ward —contesta Palakon suavemente—, otras facciones se han atribuido el atentado del Ritz.
—¿Qué otras facciones? —grito—. Fueron ellos. Bruce Rhinebeck colocó una bomba en el Ritz. No hay otras facciones que valgan. La facción son ellos.
—Realmente, señor Ward…
—Me da la impresión de que mi seguridad le importa una puta mierda, Palakon —protesto, atragantándome.
—Eso no es cierto, señor Ward —replica Palakon, que se pone en pie. Yo hago otro tanto.
—¿Por qué me envió a Londres para que la localizara? ¿Por qué me encargó que localizara a Jamie Fields? —Cuando me dispongo a agarrar a Palakon por las solapas, Russell se apresura a impedírmelo.
—Se lo ruego, señor Ward —dice Palakon—. Ahora debe marcharse. Estaremos en contacto.
Yo me abrazo a Russell, quien me sujeta para evitar que me desplome.
—Ya nada me importa, Palakon. No existe nada en este mundo que me importe.
—Yo creo que sí, señor Ward.
—¿Por qué? —pregunto, desconcertado—. ¿Por qué cree eso?
—Porque si no le importara nada no estaría usted aquí.
Tardo unos momentos en asimilar su respuesta.
—Eh, Palakon —respondo, pasmado—. No he dicho que no estuviera cagado de miedo.
18
Russell baja precipitadamente la escalera del edificio situado en Avenue Verdier, salvando los peldaños de dos en dos. Yo le sigo dando traspiés, sujetándome a la balaustrada de mármol, que está recubierta por una capa de hielo tan espesa que me quema la mano. Una vez en la calle, alzo esa mano, resoplando, y suplico a Russell que frene la marcha.
—Imposible —contesta Russell—. Debemos largarnos ahora mismo.
—¿Por qué? —pregunto en vano, inclinándome hacia adelante y tratando de recuperar el resuello.
Me dejo arrastrar a toda velocidad hacia el Citroën negro, pero de pronto Russell se detiene y recobra la compostura.
Desorientado, enderezo la espalda. Russell me da un codazo disimuladamente.
Yo me vuelvo hacia él, confundido. Russell finge sonreír a alguien.
Jamie Fields avanza tambaleándose hacia nosotros, sosteniendo una bolsita de papel. Va sin maquillar, vestida con una sudadera, el pelo recogido en una coleta. Lleva unas gafas de sol de Gucci.
A sus espaldas veo al equipo de rodaje francés cargando el material en una furgoneta azul aparcada en doble fila en la avenida Verdier.
—¿Qué haces aquí? —pregunta Jamie, bajándose las gafas.
—Bueno, ya ves —digo por decir, gesticulando de forma ambigua.
—¿Qué pasa? —me pregunta Jamie, intrigada—. ¿Qué ocurre, Victor?
—No, nada, que pasaba por aquí —respondo vagamente, semiatontado—. Yo… esto, pasaba por aquí.
Pausa.
—¿Qué? —pregunta Jamie echándose a reír, como si no me hubiera oído—. ¿Que pasabas por aquí? Oye, ¿estás bien?
—Claro, tía, mejor imposible —contesto, gesticulando de forma ambigua—. Parece que va a llover, ¿no?
—Estás pálido —observa Jamie—. Parece como si hubieras estado llorando —agrega tocándome la cara. Yo me aparto casi sin darme cuenta.
—No, no —respondo—. Pero qué dices; no he estado llorando, es que he bostezado. Todo va estupendamente, perfecto.
—Ah —dice Jamie, tras lo cual se produce una larga pausa.
—¡Qué casualidad! —comento. Otra larga pausa.
—¿Pero qué estabas haciendo por aquí? —insiste Jamie.
—Pues nada, tía, ya te lo he dicho: pasaba por aquí con… —miro a Russell— mi amigo y… —Al cabo de unos segundos se me ocurre decir—: Me está dando clases de francés.
Jamie me observa en silencio.
—Como sabes, no hablo una palabra de francés. Así que… —Me encojo de hombros.
Jamie sigue observándome fijamente. Silencio.
—Ni-una-palabra —recalco un tanto forzadamente.
—Vale —responde Jamie, mirando a Russell—. Tu cara me suena, ¿no nos conocemos?
—No lo creo —contesta Russell—. Pero quizá sí.
—Jamie Fields —dice Jamie, extendiendo la mano.
—Christian Bale —contesta Russell, estrechándosela.
—Ya sabía yo que te conocía de algo —comenta ella—. Eres el actor.
—Pues sí —asiente Russell con un gesto un tanto infantil—. Yo también te he reconocido.
—Aquí todos somos famosos —intervengo un tanto absurdamente, forzando una sonrisa—. Qué gracia, ¿no?
—Me impresionó tu trabajo en Captar onda y Gente enrollada —dice Jamie sin doblez aparente.
—Gracias —contesta Russell sin dejar de asentir con la cabeza.
—Y también en Enganchado —continúa Jamie—. Estabas sensacional.
—Muchas gracias —responde Russell, que se sonroja y sonríe tal como indica el guión—. Eres muy amable. Te lo agradezco.
—Sí, en Enganchado estabas genial —murmura Jamie, mientras observa a Russell con aire pensativo.
Una larga pausa que aprovecho para observar a los técnicos franceses mientras recogen la cámara y la instalan en la parte posterior de la furgoneta. El director me saluda con la cabeza, pero yo me abstengo de devolverle el gesto. Del interior de la furgoneta brotan las notas de «Knowing Me, Knowing You», de ABBA, una canción que me recuerda algo. Entorno los ojos, devanándome los sesos. En éstas el director echa a andar hacia nosotros.
—¿Qué estás haciendo en París? —pregunta Jamie a Russell.
—Nada, pasearme por la ciudad —contesta Russell, echándole valor al asunto.
—¿Y dar clases de francés? —pregunta Jamie, que ríe un tanto cohibida.
—Eso es un favor personal —contesto, echándome también a reír—. Me debía un favor.
A nuestras espaldas, Palakon, Delta y Crater salen por la puerta principal del bloque de apartamentos —ataviados con unos abrigos y unas gafas de sol— sin el japonés. Pasan frente a nosotros y echan a andar manzana abajo, charlando entre sí.
Jamie sigue observando a Russell, por lo que apenas repara en ellos. Pero el director se detiene bruscamente al fijarse en Palakon cuando éste pasa ante él. Me mira y luego observa de nuevo a Palakon, visiblemente preocupado, tenso.
—Es un favor —dice Russell, poniéndose sus gafas de sol Diesel—. En estos momentos no tengo trabajo.
—Sí, en estos momentos no tiene trabajo —apostillo—. Espera un papel que le llene, que sea digno de su talento.
—Tengo que irme —dice Russell—. Te llamo más tarde, Victor. Encantado de conocerte, Jamie.
—Vale —responde Jamie, algo insegura—. Igualmente.
—Paz —dice Russell antes de marcharse—. Estaremos en contacto, Victor. Au revoir.
—Vale —balbuceo—. Bonjour, colega —añado—. Oui, monsieur.
Jamie se planta frente a mí, con los brazos cruzados. El equipo de rodaje francés aguarda junto a la furgoneta, con el motor en marcha. Por más que me esfuerzo, no logro controlar los latidos de mi corazón. El director echa de nuevo a andar hacia nosotros. Veo borroso, estoy mareado. En éstas se pone a llover.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunto tratando de controlar mi voz.
—He venido a recoger un medicamento para Tammy —contesta Jamie.
—Ajá. Porque está muy malita, ¿verdad?
—Sí, y muy disgustada —responde Jamie con frialdad.
—No me extraña.
Me paso la lengua por los labios. Siento un incómodo cosquilleo; el pánico me atenaza los músculos de las piernas, los brazos, la cara Jamie me observa fijamente. Una larga pausa. El director atraviesa la calle a la carrera y avanza hacia nosotros, hacia mí, con aire siniestro.
—Vamos a ver si me aclaro —dice Jamie.
—¿Qué?
—Estás tomando clases de francés.
—Ajá.
—¿Y tu profesor es Christian Bale?
—No, estamos liados —respondo secamente—. No me he atrevido a llevarlo a casa.
—Pues no me parece tan increíble.
—No, no; me da clases de francés —contesto—. Merci beaucoup, bon soir, je comprends, oui, mademoiselle, bonjour, mademoiselle…
—Vale, no insistas —masculla Jamie, dándose por vencida.
El director está a pocos pasos.
—Diles que se vayan —musito, poniéndome de nuevo las gafas de sol—. Por favor, diles que se larguen.
Jamie suspira y se dirige hacia el director, que está hablando por el móvil. Al verla acercarse, el director cierra el teléfono y la escucha con atención mientras se ajusta el pañuelo rojo que lleva alrededor del cuello. Lloro en silencio para mis adentros y cuando Jamie regresa junto a mí me pongo a tiritar.
—¿Te sientes bien? —pregunta.
Trato de decir algo, pero no logro articular palabra. Soy vagamente consciente de que se ha puesto a llover.
Me pregunta Jamie en el taxi que nos conduce de regreso a casa:
—¿Dónde te da las clases?
Me resulta imposible responder.
—¿Cómo os conocisteis Christian Bale y tú? —insiste ella.
El taxi avanza rápidamente entre el tráfico; la lluvia golpea las ventanillas. El ambiente en el interior del taxi está preñado de cosas invisibles. Me reclino en el asiento. Se me ha dormido un pie.
—Pero bueno, ¿es que te has quedado sordo? —pregunta Jamie.
—¿Qué llevas en esa bolsa? —pregunto, señalando el bulto blanco que Jamie sostiene en el regazo.
—El medicamento para Tammy —contesta.
—¿Metadona?
—Halcion.
—Espero que le hayas comprado una tonelada ¿Me das un poco?
—No —responde Jamie—. ¿Qué estabas haciendo con ese tipo?
—¿Cómo conociste a Marina Gibson? —pregunto de sopetón.
—¡Dios! —replica Jamie—. Otra vez con lo mismo.
—Jamie —le advierto—. Te lo ruego —añado, suavizando el tono.
—Y yo qué sé —contesta Jamie enojada—. La conocí en Nueva York, durante un pase. No lo recuerdo. A lo mejor fue en un local.
—No me lo creo —digo, echándome a reír.
—Vete a la mierda.
—¿Crees que todo esto era inevitable? —pregunto en voz baja.
—Eso son meras conjeturas —responde Jamie secamente.
—¿Hay más gente metida en esto?
Jamie suspira.
—Qué más da, eso no importa. —Pausa—. Ya lo sabes: cuanto mayor es el grupo, mayor es el peligro de que nos descubran.
—Eso quizá funcione en teoría.
—¿Has mirado el archivo? —pregunta Jamie.
—Sí —murmuro.
—Bien —responde ella, más relajada—. Ese Christian Bale me parece un tipo legal. Pero no cuela.
—¿Qué quieres decir? —pregunto, volviéndome hacia ella.
—No era el protagonista de Enganchado —contesta Jamie—. Christian Bale no trabajó en esa película.
Tras una pausa para ganar tiempo se me ocurre la siguiente respuesta:
—Quizá lo dijo… por no llevarte la contraria.
—No te canses —me espeta Jamie.
Frente a la casa del octavo o decimosexto arrondissement aparecen unos rayos de sol que empiezan a disolver las nubes, Jamie y yo abrimos la verja y avanzamos en silencio a través del patio. Tras la muerte de Bruce Rhinebeck la casa parece menos opresiva, más agradable, más vacía, pese a que la segunda unidad ha comenzado a instalar los focos y las cámaras. Bobby está sentado delante del ordenador mientras habla por el móvil, fumando un cigarrillo, tirando la ceniza en una lata de Coca-Cola Light; frente a él hay un montón de agendas; a través de los altavoces suena música lounge. Han traído una mesa de billar, han ido a recoger otro BMW y han encargado un nuevo papel para las paredes; esta noche dan otra fiesta no sé dónde.
—Está todo confirmado —informa Bobby.
Dentro de la casa hay una temperatura de seis grados. Dentro de la casa, el olor a mierda, turbio y denso, lo invade todo. Dentro de la casa bulle «una intensa actividad» y los técnicos se apresuran a encender las luces.
Me sitúo detrás de Bobby, tratando de reprimir las lágrimas. En la pantalla del ordenador: diseños de un nuevo artilugio, un análisis de los componentes que integran el explosivo plástico Remform, una lista de futuros objetivos. Jamie está en la cocina, leyendo el folleto del medicamento que le ha traído a Tammy mientras saca una botella de Evian del frigorífico.
—¿Cómo está Tammy? —pregunta Jamie a Bobby.
—Mejor, por si te sirve de consuelo —responde éste.
Jamie pasa frente a mí sin mirarme siquiera y sube la escalera de caracol, abriéndose paso entre los miembros del equipo de rodaje mientras piensa que quizá debería compadecerse de mí, pero mi temor no la conmueve, es un sentimiento que sólo me concierne a mí, que ya no se lleva, totalmente démodé.
Toco a Bobby en el hombro porque necesito sentir el contacto con alguien.
Él se aparta de mí y murmura:
—No me toques. —Luego añade—: Eso ya no es posible.
Un largo silencio, que aprovecho para asimilar un par de cosillas.
—Estás muy delgado —observa Bobby—. ¿Hace mucho que no vas al gimnasio? Tienes una pinta enclenque, y estás pálido.
—Necesito dormir.
—Eso no es una explicación —replica Bobby—. Necesitas hacer unos ejercicios de motivación.
—No lo creo —respondo con voz entrecortada.
Pero es como si Bobby estuviera sumergido en una piscina, como si esta conversación se desarrollara debajo de una cascada. Bobby ni siquiera tiene por qué estar en esta habitación. No es más que una voz. Es como si yo estuviera hablando por teléfono con alguien, como si contemplara esta escena a través de un telescopio, como si la soñara. De pronto caigo en que ése es precisamente el quid de la cuestión.
Bobby se dirige en silencio hacia la cocina.
—La situación se está descontrolando —murmuro—. Y todo el mundo disimula.
—¿Qué es lo que se está descontrolando? —pregunta Bobby, dando media vuelta y dirigiéndose de nuevo hacia mí—. Yo creo que todo se va desarrollando según lo previsto.
Pausa.
—¿Según… lo previsto? —pregunto—. ¿A qué te refieres?
—A las cosas.
—Pero ¿qué cosas?
—Pues las cosas —responde Bobby encogiéndose de hombros—. Lo que está a punto de ocurrir.
Pausa.
—¿Y luego… qué?
—¿Y luego qué?
—Sí, ¿luego qué?
—¿Luego qué?
Yo asiento; por mis mejillas ruedan unos gruesos lagrimones.
—Bum —responde con expresión serena, y me da una palmadita en la cara. Tiene la mano helada.
Arriba, tal como indica el guión, Jamie se pone a gritar.
Pese a las sombras magistralmente creadas por la iluminación del baño que compartían Tammy Devol y Bruce Rhinebeck, enseguida observamos que el agua de la bañera está teñida de rojo; el rostro azulado de Tammy flota en la superficie, con los ojos abiertos y vidriosos. Se supone que debemos fijarnos en una botella de Amstel Light que reposa en el borde de la bañera y en los caprichosos dibujos que forma la sangre sobre los azulejos. Tammy se ha cortado las muñecas hasta el hueso, pero por si esto no «bastara», tiene también un profundo corte en el cuello.
(Pero tú sabes que es demasiado profundo, que ella no ha podido hacerse ese corte, aunque decides no decir nada porque sabes que ruedan unas escenas en las que tú no apareces y que existen otros guiones en los que tu personaje no figura y sabes que se trata de una trama muy profunda).
Y como huele tal como imaginé que olería una habitación cubierta de sangre y Jamie no cesa de gritar, me resulta difícil juntar las piezas, atar cabos, dar en la diana. No puedo menos que echarme a temblar, impresionado.
«Lo más importante es lo que no sabes».
Dos técnicos de atrezzo, cubiertos con unas máscaras antipolvo, se cuelan rápidamente entre nosotros y sacan a Tammy de la bañera. Tiene las muñecas y el cuello destrozados, como si hubieran reventado debido a una explosión; de su coño se desliza un enorme consolador color morado intenso, que se sumerge de nuevo en el agua sanguinolenta de la bañera. Yo clavo los ojos en el piercing que lleva en el ombligo.
Jamie retrocede espantada y cae en brazos de Bentley. Finge debatirse para salir huyendo, le abraza, se aparta de nuevo. Se tapa la boca con una mano. Tiene las mejillas arreboladas, como si le ardieran. Bobby y el director conversan en un rincón del dormitorio; ambos permanecen inmóviles y asienten de vez en cuando con la cabeza.
Jamie se aparta de Bentley y echa a correr como una loca hacia la habitación de Tammy, pero choca con otro técnico de atrezzo que también va protegido con una máscara antipolvo y que arrastra un colchón empapado de sangre por el pasillo para quemarlo en el patio.
Jamie contempla horrorizada el colchón manchado de sangre —la verdad que éste revela— mientras Bentley trata inútilmente de sujetarla. Jamie se arroja sobre el lecho de Tammy, arrastrando a Bentley consigo, se precipita sobre el guión que reposa en la mesita de noche y lo lanza contra Bobby y el director. Acto seguido comienza a pelearse con la almohada, un gesto que se me antoja un tanto absurdo. Sus gritos se intensifican, una variación de sus anteriores chillidos.
Bobby observa a Jamie, preocupado. La contempla sin mover un dedo, tratando de oír lo que le dice el director mientras Jamie se araña la cara, emite unos extraños gorjeos y se desgañita dando la paliza a quien esté dispuesta a escucharla.
Yo no consigo articular una frase, todos mis reflejos están bloqueados. Alargo dubitativamente una mano para sujetarme mientras las cámaras giran a nuestro alrededor, captando diversas reacciones.
Bobby propina un bofetón a Jamie mientras Bentley sigue sosteniéndola.
—¿No quedamos en que su muerte no iba a afectarnos? —pregunta Bobby.
Jamie emite unos ruidos que nadie es capaz de traducir.
—Quedamos en que su muerte no iba a afectarnos —dice Bobby—. ¿Vale? —Vuelve a abofetearla, esta vez más fuerte. Jamie lo mira atónita—. Esta reacción tuya es inútil. No nos conmueve lo más mínimo y es inútil. Acordamos que su muerte no debía afectamos.
Jamie asiente en silencio y cuando parece que ya empieza a calmarse, de pronto se pone histérica otra vez. Bentley suda lo suyo mientras trata de sujetarla, pero está tan nervioso que se le escapa una risita tonta.
—Nadie podía salvarla —razona frívolamente un miembro del equipo de rodaje.
Trato de dirigirme a la puerta con pasos airosos. Trato de despertarme momentáneamente alejándome de esta escena, volviéndome transparente, pero al mismo tiempo me doy cuenta de que el frasco de Halcion que compró Jamie no era para Tammy, sino para ella.
17
Es medianoche y bebo Absolut en un vasito de plástico, vestido con un traje negro de Prada (demasiado elegante para la ocasión) y botas de Gucci; ingiero una pastilla tras otra de Xanax, sostengo un cigarrillo entre los dedos. Se trata de una fiesta en un nuevo y gigantesco megastore Virgin que, según dicen, Tommy Hilfiger ayuda a promocionar; han instalado un escenario, se supone que tocarán unos grupos, han colgado un cartel de Amnistía Internacional, se supone que se trata del enésimo concierto benéfico (aunque en estos momentos por los altavoces suena «Hazy Shade of Winter» de las Bangles); el ambiente está cargado de vibraciones negativas. Actúa la cantante más importante de Verve. Entre los presentes veo a dos miembros de los Blur luciendo unas deportivas antediluvianas, a Andre Agassi, a William Hurt, a tres de las Spice Girls y un montón de personas que pululan por el local sosteniendo unas guitarras, los primeros negros que he visto en Francia. Hay también un gran número de tipos de Hollywood (o pocos, según a quién se lo preguntes), bandejas de canapés de avestruz sobre galletitas, pinchos de zarigüeya, colas de langostinos envueltas en hojas de parra, enormes bandejas de tentáculos sobre un lecho de perejil, pero no puedo probar bocado. Busco un sofá de cuero en el que apalancarme porque no sé si los asistentes experimentan la indiferencia que aparentan o si están simplemente aburridos. Sea lo que fuere, es contagioso. Cuando no se dedican a chismorrear o espiar a los demás, ahuyentan las moscas. Yo me limito a decir «hola», a seguir el guión. Es una fiesta alarmante, todo el mundo es un monstruo. También es un espejo.
Aspiro una gigantesca bocanada de aire, dudando de la realidad de lo que veo.
Un poco apartada de la multitud, perfectamente iluminada, enfocada por las cámaras de los paparazzi, rodeada de playboys, con el pelo rubio bronce y peinado hacia atrás, hay una chica.
Chloe.
Los recuerdos me asaltan y me provocan un impacto físico que me desestabiliza. Me dirijo hacia ella a través de la multitud sintiendo el torrente de adrenalina que circula por mis venas, respirando de forma audible. Elle Macpherson me mira y se dispone a saludarme, pero al observar mi aspecto —el rostro contraído en una mueca de angustia, jadeando— decide fingir que no me ha visto.
En el preciso momento en que Elle se vuelve veo a Bertrand Ripleis en el otro extremo del local, avanzando hacia Chloe con los ojos clavados en ella como si fuera una diana.
Desesperado, empiezo a hacer unos movimientos extraños, como si nadara al estilo mariposa, para abrirme paso entre el gentío, pero el Virgin está tan atestado que es como trepar por una pendiente. Chloe parece hallarse a kilómetros de distancia.
Me asombra la rapidez con que Bertrand Ripleis se acerca a ella, sonriendo, ensayando un saludo, la forma de besarla.
—No, no y no —murmuro, avanzando a través de la multitud, mareado debido al ruido de fondo.
En éstas Bertrand se queda atrapado, primero por un camarero que sostiene una bandeja de canapés, a quien Bertand aparta de un violento empujón, y luego por una Isabelle Adjani insólitamente insistente que apenas le deja pronunciar palabra. Cuando Bertrand se vuelve y comprueba la distancia que he cubierto, se sacude de encima a Isabelle y se aproxima Chloe avanzando de lado.
Alargo la mano para dejarla caer sobre el hombro de Chloe, pero antes de mirarla —debido a la ansiedad que me consume— me vuelvo y veo que Bertrand se ha detenido y me observa impávido antes de emprender la retirada.
—Chloe —digo con voz ronca.
Ella se vuelve, dispuesta a sonreír a la persona que acaba de pronunciar su nombre, pero al verme parece confundida y no dice nada.
La gente se agolpa a nuestro alrededor. Yo me echo a llorar y abrazo a Chloe. Vagamente, me doy cuenta de que ella también me abraza.
—Creí que estabas en Nueva York —dice Chloe.
—No, no, —respondo—, estoy aquí. Llevo varios días aquí. ¿Por qué creías eso?
—¿Te encuentras bien, Victor? —pregunta Chloe, y se aparta un poco.
—Claro, claro, a las mil maravillas —respondo. Por más que trato de dominarme, al final me echo a llorar.
Arriba, a petición de Chloe, un relaciones públicas nos conduce hasta un banco en la zona reservada a los vips desde la cual se domina el cotarro. Chloe mastica un Nicorette, procurando que no se le corra el carmín. Se ha aplicado un poco de sombra dorada y marrón visón en las comisuras de los ojos. Yo le agarro la mano y se la estrujo, y a veces ella me la estruja a mí.
—¿Cómo van las cosas? —pregunta.
—Muy bien, perfecto. —Una pausa—. Bueno, regular. —Otra pausa—. Oye necesito ayuda —digo, tratando de sonreír.
—No será un problema de drogas… —comenta Chloe—. No nos habremos pasado…
—No, es que… —Fuerzo una sonrisa y le acaricio la mano—. Es que te he echado mucho de menos y me alegro de que estés aquí y lamento todo lo ocurrido —suelto de sopetón. De nuevo rompo a llorar.
—Pero bueno, cálmate, ¿a qué viene esta crisis emocional?
No puedo ni hablar. La cabeza me resbala entre las manos y sigo sollozando con amargura.
—¿Pero qué te ocurre, Victor? —pregunta Chloe.
Aspiro una gigantesca bocanada de aire, pero no me sirve de nada, porque no consigo reprimir el llanto.
—¿Qué pasa, Victor? —pregunta Chloe—. ¿Necesitas dinero? ¿Es eso?
Muevo la cabeza en sentido negativo, incapaz de articular palabra.
—¿Te has metido en un lío?
—No, no, tía. No es nada de eso —contesto, enjugándome la cara.
—Me asustas, Victor.
—Es que éste es mi peor traje —respondo, tratando de reír—. Me vistió la sastra. El director insistió en que me lo pusiera, pero me sienta como un tiro.
—Estás muy elegante —dice Chloe—. Tienes cara de cansado, pero estás muy elegante. —Tras una pausa añade—: Te echaba de menos.
—Cariño…
—Aunque te parezca una estupidez, yo también te añoraba.
—Oye…
—La semana pasada te dejé una docena de mensajes en el constestador de Nueva York —dice Chloe—. Supongo que no los has recibido.
—No —respondo, carraspeando y sorbiéndome los mocos—. No he recibido nada.
—Victor…
—¿Sales con alguien? —pregunto con voz temblorosa pero sin perder la esperanza—. ¿Has venido con alguien?
—Por favor, no me hagas preguntas indiscretas. ¿De acuerdo?
—Venga, mujer, dímelo.
—Qué pesado eres, Victor —protesta Chloe, apartándose—. Ya hemos hablado de eso. No salgo con nadie.
—¿Qué ha pasado con Baxter? —pregunto, rompiendo a toser.
—¿Baxter Priestley? Victor…
—Si, Baxter —respondo. Me seco la cara con el dorso de la mano, y luego me limpio la mano en los pantalones.
—Nada. ¿Por qué? —Chloe se detiene sin dejar de mascar, visiblemente alerta—. Me preocupas, Victor.
—Creí que Baxter trabajaba también en esa película —insisto—. Creí que le habían dado un papel importante.
—Decidieron eliminar su personaje —responde Chloe—. Aunque todo eso a ti ni te va ni te viene.
—De verdad, no sabes cuánto me alegro de verte, tía.
—Estás temblando —observa Chloe—. No paras de temblar.
—Es que… tengo frío —contesto—. ¿Y qué te trae por aquí?
—Pues asuntos de trabajo —contesta ella, observándome de forma extraña.
—Ya —digo, y le tomo la mano de nuevo—. ¿Nada más?
—Voy a salir como narradora en un documental sobre la historia del salto de cama.
—Genial, tía.
—Sí —admite Chloe—. ¿Y tú? ¿Qué estás haciendo en París?
—Estoy, esto, estudiando el siguiente proyecto —respondo.
—Muy constructivo.
—Ya. Bueno, cualquiera sabe —contesto—. Aún no tengo ningún plan concreto.
A la entrada de la zona reservada a los vips, en lo alto de la escalera, Bobby está conversando con Bertrand, quien se inclina hacia Bobby al tiempo que señala insistentemente con el dedo hacia el lugar donde nos hallamos Chloe y yo. Parece muy enfadado. Bobby se limita a asentir con aire de «complicidad» y hace un gesto con la mano para calmarle, pero Bertrand la aparta de un manotazo. Bobby emite un suspiro de resignación y echa a andar hacia nosotros, seguido por Bentley, que aparece en ese preciso instante.
Tras no pocos esfuerzos consigo encender un cigarrillo. Exhalo el humo, esbozando una mueca, y le paso el cigarrillo a Chloe.
—He dejado de fumar —contesta ésta sonriendo. Luego toma el cigarrillo de mi mano y lo deja caer en una botella de cerveza—. Ni siquiera debería mascar esta porquería —añade con una mueca.
Bobby y Bentley se acercan a nosotros con aire desenvuelto pero decidido.
—No podemos hablar aquí —digo—. No puedo hablar aquí.
—La música está muy fuerte —replica Chloe.
—¿En qué hotel estás? —pregunto, inspirando.
—En el Costes. ¿Y tú?
—Yo… bueno, en casa de unos amigos.
—¿Quiénes son?
—Bobby Hughes —contesto, porque mentir no se me dan bien.
—¿Ah, sí? No sabía que lo conocías.
—Y Jamie Fields. Estudiamos juntos en Camden. Salen juntos. Bobby y Jamie son pareja.
—No tienes que darme explicaciones, Victor.
—No es eso —yo sigo dale que te pego—. Están juntos, y me propusieron que pasara unos días en su casa.
Una pausa deliberada.
—¿Tú no salías con ella? —pregunta Chloe.
—Sí, pero ahora está con Bobby Hughes.
—¿Cómo es Bobby? —pregunta Chloe, y enseguida añade—: Victor, hombre, cálmate, me estás poniendo de los nervios.
—Ya no salgo con Jamie Fields —digo—. No siento el menor interés por ella.
—No tienes que darme explicaciones, Victor —repite Chloe—. No estoy enfadada.
—Lo sé, lo sé. —Tengo los ojos llenos de lágrimas y no dejo de pestañear.
—Dame las señas —dice Chloe—. ¿Dónde vives?
Tengo tanto miedo de darle la dirección que me limito a mencionar el nombre de una calle del octavo arrondissement.
—Muy elegante —comenta Chloe. Luego añade un tanto perpleja—: ¿Hay gente que vive allí?
—Te llamaré, ¿de acuerdo?
En éstas Chloe levanta la cabeza y al fijarse en una persona que está detrás de mí sonríe, se pone en pie de un salto y exclama:
—¡Dios mío, pero si es Bentley!
—Chloe, cariño —exclama Bentley, bastante colocado, y la abraza con fuerza.
Chloe ríe de gozo, girando en brazos de Bentley, mientras Bobby espera en un discreto segundo plano y escucha pacientemente las frases de rigor que intercambian Chloe y Bentley. Yo me obligo a reparar en la presencia de Bobby mientras éste sigue observando a Chloe con ojos negros e impenetrables. Ella le sonríe y de pronto los fotógrafos comienzan a disparar sus cámaras; y en el preciso instante en que los cuatro nos levantamos, fingiendo no posar con desenvoltura para los paparazzi, Bobby se lleva la mano de Chloe a los labios.
—Qué galante —comenta Chloe, medio en serio y medio en broma.
Bobby le besa la mano y cuando me doy cuenta siento un impulso de partirle la cara tan incontrolable que tengo que hacer un esfuerzo para contenerme y acabo desplomándome en el banco, derrotado.
—Sentimos tener que llevarnos a Victor —dice Bobby al tiempo que esboza un gesto ambiguo hacia mí.
Lo cual me da pie a replicar:
—Me siento acorralado.
—No pasa nada —responde Chloe—. Mañana por la mañana tengo un pase.
—Vámonos, Victor —dice Bentley—. Andando.
—¿A santo de qué? —pregunto, negándome a levantarme del banco—. Pero si sólo son las doce.
—No, es más tarde —responde Bobby tras consultar su reloj.
—¿A santo de qué queréis que nos marchemos? —pregunto nuevamente.
—Tenemos una cena y se está haciendo tarde —explica Bobby a Chloe—. Además, ahora va a tocar un grupo que es una mierda. Es el momento ideal para hacer un mutis.
—Tenemos que celebrar tu llegada a París —dice Bentley, y le da un beso a Chloe—. Te lo prometo.
—Me alegro de verte, Bentley —responde Chloe. Luego añade dirigiéndose a Bobby—: Encantada de haberte conocido Bobby.
Bobby se sonroja, tal como exige el guión.
—Igualmente —responde Bobby, pero es una frase tan cargada de significado que me hecho a temblar sin poder remediarlo.
—Vamos —me dice Bentley—. Levántate.
—¿Por qué no os vais sin mí? —sugiero—. Es demasiado tarde para cenar.
—Poseo un metabolismo asombroso —replica Bobby—. Andando.
—¿Te apetece tomarte una copa conmigo? —pregunto a Chloe.
—Victor —tercia Bobby, visiblemente harto.
—Tengo que deshacer las maletas —responde Chloe, que ha captado al instante la reacción de Bobby—. El jet-lagg me ha dejado echa polvo. Mañana por la mañana tenemos una conferencia de prensa y a las doce tengo una sesión de fotos con Gilles Bensimon, de modo que… otro día, ¿vale?
—Cancelemos la cena —propongo a Bobby.
—Imposible —responde Bobby muy secamente—. Me muero de hambre.
—De verdad, Victor, no pasa nada —insiste Chloe—. Me marcho. Estoy molida. Fíjate, pero si he venido directamente del aeropuerto.
—¿Nos vemos mañana? —pregunto.
Una pausa. Por algún motivo Chloe mira a Bobby antes de responder.
—Claro. Llámame.
—De acuerdo. —Miro a Bobby, nervioso—. Te llamaré.
Chloe alarga la mano y me limpia una mancha de carmín en la mejilla. Luego me besa y desaparece.
Los tres nos quedamos mirándola mientras ella se aleja y es engullida por la multitud.
—Vamos, Victor —dice Bobby.
—No —contesto, sin levantarme del banco.
—No te hagas el remolón —interviene Bentley.
Bobby me tira de la manga en un gesto «cariñoso».
—Vamos. Es hora de retirarse.
Me levanto pausadamente, pero en realidad es Bobby quien me alza en volandas con un solo brazo. La escalera está resbaladiza porque todo el establecimiento está cubierto por una capa de hielo; sobre nosotros cae una siniestra lluvia de confeti dorado; todo está lleno de moscas.