11

Último viaje con Chloe a Los Ángeles: estancia en una clínica de desintoxicación célebre por su ignoto emplazamiento. Sólo estábamos al corriente del asunto uno de sus publicistas y yo. Moviendo varios hilos se había logrado que Chloe pasara a ocupar el primer puesto en la lista de espera y que se le adjudicara una celda relativamente lujosa: un bungalow privado de inspiración rústica que contaba con un salón de color daiquiri teñido de azul en el nivel inferior, una terraza con tumbonas imitación años setenta, y una gran bañera de mármol decorada con anguilas rosadas y montones de surtidores minijacuzzi. También tenía a su disposición una piscina cubierta, un gimnasio totalmente equipado y un centro de manualidades. Lo que no había era televisor: por eso tuve que grabarle All My Children en el vídeo del hotel cercano donde me hospedaba yo, en un pueblo levantado en pleno desierto. En el fondo, es lo mínimo que podía hacer. Chloe también tenía su propio caballo, de nombre Raisin.

Al principio, cada vez que iba a verla, me decía que aquello «no iba a servir de nada». Despotricaba de la comida «demasiado hipernutritiva» que servían en bandejas en la cafetería (a pesar de que tenían el mismo chef que en un hotel muy chic de Seattle), no le parecía bien tener que vaciarse ella misma los ceniceros, y contaba horrorizada que, en el tiempo que llevaba allí, había habido cuatro intentos de suicidio, y que un paciente adicto al Valium se había escapado por una ventana sin que el personal reparara en su ausencia hasta al cabo de tres días, cuando una enfermera leyó la noticia en el Star del lunes siguiente. También se quejaba de las constantes idas y venidas, y de las peleas en que se enzarzaban los pacientes entre sí —magnates con tendencias autodestructivas, chavales que esnifaban butano en sesiones de terapia de grupo, jefes de estudio que habían llegado a consumir casi quince gramos de cocaína enriquecida diarios y gente que no había mantenido contacto con el mundo real desde 1987—. Steven Tyler se le había insinuado frente a una máquina expendedora, Gary Oldman la había invitado a Malibu, Kelsey Grammer la había arrollado «sin querer» en una clase de estiramientos, y un especialista en biofeedback la había felicitado por sus piernas.

—Al menos no tienes límite de llamadas —intenté consolarla—. Venga, alegra esa cara.

—¿Sabes que Kurt Cobain también estuvo aquí? —me dijo en voz baja, pálida y aturdida.

Entonces, como pasa siempre, el tiempo empezó a apremiar. Su publicista le advirtió que la prensa sensacionalista difundía rumores sobre el caso y que Hard Copy le seguía la pista. Chloe tenía que usar un número de teléfono distinto cada día, y yo tuve que recordar a Pat Kingsley que Chloe dejaba cinco mil dólares mensuales de comisión en la PMK para que pusieran un poco de esfuerzo de su parte.

Al final Chloe acabó dándonse por vencida. A modo de despedida, el monitor de Chloe nos dijo: «Nosotros hacemos todo lo que está en nuestra mano, pero, por desgracia, no siempre tenemos éxito». Yo mismo acompañé a Chloe al coche, un Lexus dorado de alquiler. Salió cargada con una bolsa llena de tazas, camisetas y llaveros de recuerdo decorados con el lema del centro: «Paso a paso». En el jardín había un tipo con una guitarra sentado en el suelo rasgueando «I Can See Clearly Now». Mientras tanto, las palmeras se inclinaban amenazadoramente sobre nosotros y un corro de niños mexicanos bailaba junto a una enorme fuente de color azul. Aquel mes costó cincuenta mil dólares, aparte de mi suite en el desierto.

10

Salgo del apartamento de Lauren y me encuentro con una noche fría y húmeda y un SoHo totalmente colapsado por los rodajes. Sin bajar de la acera, empujo la Vespa por la calle Cuatro hasta la esquina de Broadway, donde me espera un semáforo en rojo.

No distingo el jeep negro hasta que el semáforo se pone verde (los coches no avanzan, resuenan los cláxones), y aun entonces finjo no haberlo descubierto y me sumo al tráfico que se dirige hacia el centro sin perder de vista el retrovisor del manillar. A poca velocidad, el jeep deja la calle Cuatro y dobla a la derecha como acabo de hacer yo. Como quien no quiere la cosa, voy cambiando de carril hasta alcanzar el otro lado de Broadway. Un enjambre de automóviles me ciega con el resplandor de sus faros mientras me abro paso entre ellos casi sin aliento para dejar al jeep atrapado en el atasco.

Paso de largo la calle Tres con la mirada puesta en Bleecker, por donde me desvío con un giro brusco a la derecha que me obliga a esquivar a los vehículos que vienen de frente y, finalmente, a subir a la acera, donde casi atropello a un grupo de chavales refugiados bajo el toldo del edificio de apartamentos Bleecker Court. Otro giro brusco, esta vez a la izquierda, me coloca en Mercer, que abandono abriéndome a la derecha al llegar a Houston. Cuando ya me creo libre de mis perseguidores, a punto estoy de chocar con el jeep negro, que está parado en la esquina. Aunque no puede tratarse del mismo jeep negro de antes, porque el que me esperaba en Houston con Wooster tiene matrícula SI-CO 2 y el que he dejado atrapado en Broadway llevaba matrícula SI-CO 1.

Este otro jeep se despega del bordillo en cuanto me ve pasar y retoma la persecución.

A la altura de West Broadway me abro a la izquierda, pero las obras y los rodajes han dejado las calles poco menos que impracticables.

Mientras avanzo a paso de tortuga hacia Prince Street, me doy cuenta de que el primer jeep ha logrado robarme la iniciativa no sé cómo y me está esperando en la esquina.

Un vistazo al retrovisor me permite localizar al segundo jeep a tres coches de distancia.

Hago pasar la Vespa entre dos limusinas aparcadas sobre el bordillo y reconozco el sonido que vomita a todo volumen el techo corredizo de una de ellas: Space Hog. Me bajo de la moto de un salto, me guardo las llaves y sigo a pie y sin prisas por West Broadway.

Los focos de los escaparates proyectan sobre la acera la sombra de mi perseguidor. Me paro en seco y me doy la vuelta rápidamente, pero ni veo a nadie ni, por otra parte, puedo librarme de esa especie de cosquilleo semieléctrico. Un figurante pasa junto a mí y pronuncia una frase ininteligible.

A mi espalda, alguien sale del jeep negro. Reconozco a Skeet Ulrich firmando autógrafos en la puerta de la nueva coctelería Babyland. Lleva unas Puma de ante, acaba de grabar un programa con Conan O’Brien, sale de una conferencia de prensa on-line, y no es seguro pero puede que haya conseguido el papel protagonista de la nueva película de Sam Raimi. Comparamos tatuajes y él me comenta que nunca ha sufrido una resaca como la que tuvo después de emborracharse conmigo en la fiesta que organizaron en Telluride los de Wilhelmina. Yo, mientras tanto, voy dando patadas al confeti que cubre la acera y espantando moscas con un crucifijo guatemalteco que me regaló Simon Rex cuando cumplí los veinticinco.

—Sí, hombre —dice Skeet mientras enciende un cigarrillo—. Estábamos con el campeón de thai-boxing.

—Uf, no sé. Estoy un poco espeso.

—Un tío rubio, con el pelo a lo rasta —insiste—. El que tenía una fábrica clandestina de éxtasis en el sótano.

—Me suena, pero… Es que estoy hecho polvo, tío —digo, y me vuelvo a otear el horizonte—. Oye, ¿y qué hacíamos…? O sea, ¿qué hacías tú en Telluride?

Skeet menciona una película en la que había participado.

—¿Qué personaje hacías tú? —pregunto, y le ofrezco un Mentos.

—El cadáver ocurrente.

—¿El que vivía en la cripta?

—No, el del aquelarre.

—¿El que enseñaba palabrotas a las brujas desde el caldero? Menudo papelón.

—Uno, que es profesional.

Un desconocido nos hace una foto y confunde a Skeet con Johnny Depp. Kate Spade pasa y saluda. Palpo el sombrero que me ha dado Lauren y que aún llevo en el bolsillo como para acordarme de algo. En éstas me vuelvo disimuladamente y veo que el tipo que ha salido del jeep en West Broadway está a tres portales de distancia, fingiendo interés por el escaparate de un nuevo centro de bronceado y piercing. No puedo contener la risa.

—¿Johnny Depp? —repite Skeet entre dientes—. ¿De qué va éste?

—Venga, tío, que parecéis hermanos gemelos. Da hasta miedo.

—Suerte que el tal Johnny es un monógamo empedernido…

—«El tal Johnny» es ligeramente más famoso que tú —me veo obligado a advertirle—. Cuidadito con lo que dices.

—¿Famoso? ¿Por qué? —replica Skeet—. ¿Sólo porque rechaza guiones comerciales?

—Estoy hecho polvo, tío.

—¿Aún trabajas de modelo? —me pregunta con aire sombrío.

Sometimes I wonder how I keep from going under.[43] —A la espalda de Skeet, en Prince, otro tipo se baja del jeep y avanza hacia mí lentamente.

—No te quejes, tío —dice Skeet antes de encender por segunda vez el mismo cigarrillo—, que estás en la cresta de la ola. Menudo modelo estás hecho.

—¿Sí? ¿Lo dices en serio?

—Con esa mata de pelo, esos labios carnosos y ese pedazo de cuerpo, ahora no me vengas con que te extraña.

El tipo del jeep sigue acercándose.

El otro, a mi espalda, está a dos tiendas de distancia.

—Muchas gracias, hombre —digo mirando a uno y otro lado—. Qué generoso.

—De nada —dice Skeet—. Tío, para ya de jadear, ¿no?

Propongo a Skeet que nos acerquemos a echar un vistazo al escaparate de la librería Rizzoli.

—Haz como que estás mirando.

Me vuelvo a ver.

—¿Mirando qué? —pregunta Skeet, desconcertado—. ¿Libros?

El tipo de Prince Street ha acelerado el paso.

El otro debe de estar como a dos metros de distancia.

Estoy tan concentrado en no apartar la vista del escaparate de Rizzoli que a duras penas oigo a Skeet.

—Tío, ¿pero qué haces? —Pausa—. ¿A eso lo llamas mirar?

De repente, sin darle tiempo de soltar más preguntas, cruzo West Broadway y echo a correr. Los dos tipos se lanzan en mi captura de inmediato, secundados por un tercero, también vestido de negro, que me encuentro de cara en el instante mismo en que piso Broome Street.

Cruzo West Broadway de nuevo, esquivo una limusina por los pelos, e intento volver sobre mis pasos perseguido de cerca por los tres tipos. La aparición imprevista de un cuarto gorila, que sale del nuevo restaurante de Harry Cipriani, me obliga a cruzar de nuevo West Broadway y a refugiarme en Portico, una tienda de muebles.

Los cuatro esbirros —jóvenes, guapotes y vestidos de negro— se reúnen en las escaleras que conducen a la tienda y se ponen a hablar entre ellos mientras yo me escondo detrás de un armario de hormigón con manchas blancas. A una mujer que me toma por uno de los dependientes, la ahuyento con un gesto y un chasquido de la lengua. Uno de los esbirros se saca un walkie-talkie del bolsillo de la chaqueta negra de cuero —momento en que me doy cuenta de que va armado— y murmura algo al micrófono. Escucha la respuesta, se vuelve hacia los otros tres, les transmite una orden que ellos acatan con un gesto de la cabeza, abre la puerta y entra en Portico tan campante.

Yo atravieso la tienda a toda prisa en busca de la puerta trasera, que da a Wooster Street.

A mi espalda, alguien grita: «¡Oye!».

Al salir estoy a punto de perder el equilibrio, pero consigo agarrarme a la barandilla y al final alcanzo la calle de un salto.

Sorteo el tráfico de Wooster y sigo a paso ligero hasta Comme des Garçons para recoger mi esmoquin.

Anuncio mi entrada con un portazo antes de dirigirme a toda prisa al piso de abajo, donde Carter ya me espera.

—¿Se puede saber qué coño le pasa a todo el mundo? —grito—. ¡Santo Dios!

—Los arreglos ya están listos —dice Carter—. Te ha quedado un esmoquin espectacular, con que tranquilízate. Además, Chloe ha dicho que le pasemos la…

—¡No lo digo por el esmoquin —digo sin resuello—, sino por los cabrones que me han estado persiguiendo por West Broadway!

Pausa.

—¿Presumes o te quejas?

—¡Lo que hay que aguantar! —protesto.

—Bueno, como has llegado hasta aquí, tendré que felicitarte por tu dominio de las artes marciales… querido ninja Donatello.

Jadeando, me pruebo el esmoquin deprisa y corriendo, y dejo que sea Carter quien llame a Sabra para pedirme un Town Car. Jotadé me llama al busca mientras Carter mariposea a mi alrededor y hace toda clase de aspavientos hasta convencerse al ciento por ciento de que la caída del esmoquin es impecable, cosa que exige que tanto él como Missy, la costurera, me manoseen con total impunidad.

Cuando llamo a Jotadé por el móvil, Beau se pone al teléfono y me pregunta por qué no estoy en mi apartamento contestando a las preguntas de House of Style. Se me había olvidado por completo la entrevista de la MTV. Según Beau, hay un grupo de «gente furibunda» en la puerta de mi casa, lo cual que me produce un escalofrío y, al mismo tiempo, me tranquiliza.

Me dejo puesto el esmoquin, meto la ropa que llevaba en una bolsa de Comme des Garçons, salgo de la tienda con los ojos clavados en Wooster y recorro la calle zigzagueando hasta alcanzar el Lincoln que me espera aparcado sobre el bordillo.

—¡Espera! —grita Carter—. ¡Que te dejas esto!

Acto seguido deposita el sombrero negro con su rosa roja en mis manos sudorosas.

9

Ya en mi apartamento, la reportera del Details chupa una piruleta narcótica con sabor a frambuesa mientras me observa indolente con la espalda apoyada en una columna. Hay cantidad de gente pululando por toda la casa, incluida una chica supermusculosa con un pendiente de pinza en la nariz que se dedica a aplicar geles de color kiwi, lavanda y granada a los focos. «Qué tal, Victor», dice el cámara con acento jamaicano. Su coleta debe de ser postiza porque esta tarde, cuando lo he visto en Bond Street, no la llevaba. Al parecer, tiene sangre chippewa. El director del espacio, Mutt, está consultando con un VJ de MTV News. De vez en cuando me sonríe y se frota las cicatrices que tiene en el brazo desde que le ocurrió un percance con la Harley.

—Perdona que os haya hecho esperar —le digo—. Me he perdido.

—¿Volviendo a tu propio barrio? —pregunta él.

—El centro lo ha ido absorbiendo poco a poco —explico, imitando el acento del cámara—, y claro, eso complica bastante las cosas.

Mutt me dedica otra media sonrisa. Hace un frío polar y yo estoy tendido sobre una montaña de almohadones de satén blanco que el equipo ha traído consigo. Un japonés filma el rodaje de la entrevista de la MTV mientras otro japonés realiza un reportaje fotográfico protagonizado por los miembros del equipo de vídeo. Sugiero posibles acompañamientos musicales para la versión definitiva de la entrevista: Supergrass, Menswear, Offspring, Phish, Liz Phair (Supernova), tal vez Pearl Jam o Rage Against the Machine, o incluso puede que Imperial Teen. Estoy tan embobado que no me doy cuenta de que Mutt se halla frente a mí hasta que chasquea los dedos dos veces en mis mismísimas narices. Mientras junto los labios y le guiño un ojo me pregunto qué opinión les merecerá a los demás mi palmito.

—Se me ha ocurrido que durante la entrevista podría fumarme un buen Cohiba —anuncio.

—¿Y no se te ha ocurrido también que parecerás un gilipollas integral?

—Oye, tú, ten en cuenta con quién estás hablando.

—Normas de la MTV: no se fuma. A los anunciantes no les gusta.

—En cambio, les parece bien que contagiéis el odio de Trent Reznor a millones de jóvenes desprevenidos. Muy mal. Fatal.

—Empecemos de una vez. Tengo ganas de irme.

—Esta tarde me han estado persiguiendo por el SoHo.

—Menos lobos, Victor. No eres «tan» famoso.

Llamo a Jotadé por el móvil.

—Jotadé, averigua quién me ha estado persiguiendo por el SoHo. —Y enseguida desconecto. Estoy en mi elemento. De ahí la sonrisa permanente y el grito a la chica musculosa con el pendiente de pinza en la nariz—: ¡Buen trasero, monada! Sólo le falta silbar.

—Me llamo David —replica—. No Monada.

—Caray, qué look andrógino tan logrado… —comento con un estremecimiento.

—¿Quién es este payaso? —pregunta.

—Uno de tantos —contesta Mutt—. Un don nadie, una promesa, una estrella, una vieja gloria. No necesariamente en ese orden.

Keep the vibe alive[44] —digo sin entusiasmo a nadie en particular. En éstas la maquilladora se pone a retocarme las patillas—. Vale ya —le espeto—. ¿Podría alguien traerme un Snapple? —pido luego en un tono menos agresivo. Y en ese preciso instante me doy cuenta de que falta algo fundamental: Cindy.

—Eh, eh; un momento… ¿Y Cindy?

—Cindy no hace la entrevista —dice Mutt—. Sólo la presenta con su tan imitado por más que inimitable estilo.

—Pues… para lo que sepas, me parece una putada considerable —protesto.

—¿Ah, sí?

—Si me hubieras dicho que Cindy no venía, no habría aceptado.

—Lo dudo.

—A todo esto, ¿se puede saber dónde coño está?

—En Beirut, inaugurando otro Planet Hollywood.

—Nunca me había sentido tan humillado.

—Te jodes.

—No… no tengo palabras —digo con los ojos llenos de lágrimas—. La verdad, Mutt, no me esperaba eso de ti.

—Ajá. —Mutt cierra los ojos, se acerca un visor a la oreja y dice—: Vale.

—Un momento, un… —Miro al VJ, que en este momento está hablando por el móvil frente a un Nan Goldin de gran formato que me regaló Chloe por Navidad—. ¿No irá a entrevistarme ese maricón? —pregunto horrorizado—. Maricón y pederasta, por si fuera poco.

—Victor, ¿en qué mundo vives? ¿En una especie de película para todos los públicos?

—No quiero que me entreviste un tío que tiene fama de pederasta.

—Dime una cosa: ¿te has acostado alguna vez con un tío?

Tras considerar brevemente el estilo «el mundo está lleno de homosexuales» que se ha impuesto últimamente en la MTV, sonrío, medio asiento y digo:

—Puede. En cualquier caso —añado rápidamente—, ahora observo estrictamente el código heterosexual. —Cuento hasta diez—. Más que eso, devotamente.

—Avisaré a los medios de comunicación.

—Los medios eres tú, Mutt —me lamento—. Tú y ese pederasta de VJ.

—¿Y con una adolescente? ¿Te has acostado alguna vez con una adolescente? —me pregunta sin entusiasmo.

—¿Chica? —Pausa—. Puede.

—¿Entonces?

Frunzo el ceño para ayudarme a desentrañar el sentido de la pregunta.

—¿Entonces qué? —replico enojado al cabo de varios segundos—. ¿Estás insinuando algo? Porque, si es así, me parece que los demás no lo hemos captado.

En éstas se acerca el VJ, todo sonrisas y Versace.

—Sale con Chloe Byrnes —le dice Mutt—. No hay mucho más que contar.

—De puta madre —replica el VJ—. ¿Podemos sacar el tema?

—Por la cuenta que te trae —me adelanto a Mutt—. Y ni una palabra sobre mi padre.

—No tienes pelos en la lengua —constata el VJ—. Me gusta.

—Y a mí lo que me gustaría es que empezáramos de una vez.

MTV: ¿Qué se siente al ser el chico de moda del momento?

YO: La fama tiene un precio, pero el mundo real y yo seguimos siendo buenos amigos.

MTV: ¿Qué imagen crees que tienen los demás de ti?

YO: I’m a bad boy. I’m a legend.[45] Pero, en el fondo, la vida es una macrofiesta sin salas vip.

MTV (pausa, desconcierto): ¿No tiene tu nuevo local tres salas vip?

YO: Esto… corta. Corta ¡Que cortes!

El equipo forma una melé y atiende a mis instrucciones. Una vez aclarado que quiero hablar de mi relación personal con Robert Downey Jr., Jennifer Aniston, Matt Dillon, Madonna, Latouse LaTrek y Dodi Fayed, todo el mundo sonríe satisfecho. Siguen unas cuantas preguntas de volea y se me presenta una oportunidad de ser maleducado que, para estar a la moda, no puedo dejar escapar:

MTV: ¿Qué tal fue la experiencia de participar como actor invitado en Sensación de vivir?

YO: El típico cliché. Luke Perry parece un Nosferatu en miniatura, y Jason Priestley es como… no, sin el «como»: es una oruga.

MTV: ¿Te consideras un símbolo de una nueva generación de americanos?

YO: Bueno, digamos que represento a una parte bastante importante de la porción de pastel que corresponde a la nueva generación. Sí, puede que incluso sea un símbolo. —Pausa—. Pero desde luego, no una enseña. —Pausa más larga—. Al menos, de momento. —Otra pausa larga—. ¿Ya he dicho que soy capricornio? Y también estoy a favor de recuperar los incentivos necesarios para que esta generación se sienta más implicada en el tema de la ecología.

MTV: Eso es muy loable.

YO: No, lo tuyo sí que mola.

MTV: Cuando piensas en tu generación… ¿cómo te la imaginas?

YO: ¿En plan pesimista? Me imagino a doscientos tíos pasando de todo y bailando al ritmo de los C+C Music Factory vestidos como figurantes de El cuervo.

MTV: ¿Y qué te parece?

YO (sinceramente emocionado por el interés): Me estresa.

MTV: Oye, ¿y no crees que los ochenta ya están muy pasados? ¿No te parece que abrir un local como el que estás a punto de inaugurar es una vuelta a una época que la mayoría prefiere olvidar? ¿No temes que la opulencia provoque rechazo entre los jóvenes?

YO: Estamos hablando de un proyecto muy personal. —Pausa—. Por más comercial que pueda parecer… visto desde fuera. En el fondo… —De repente veo la salida perfecta—: Bueno, lo que he querido hacer es devolver algo a la comunidad. —Pausa—. Ser solidario. —Pausa—. ¿No?

MTV: ¿Qué opinas de la moda?

YO: No negaré que tenga algo que ver con la inseguridad, pero también me parece una buena manera de liberar la tensión.

MTV (pausa): No me digas.

YO: La moda me obsesiona. La sigo, la persigo… Siete días a la semana, veintiocho horas al día ¿Ya he dicho que soy capricornio? Para mí, ser el mejor en una sola cosa es contraproducente.

MTV (pausa larga, ligero desconcierto): Chloe Byrnes y tú lleváis juntos… ¿cuánto tiempo?

YO: Con Chloe el tiempo no cuenta. Chloe desafía el tiempo. Espero que tenga una larga carrera como modelo y como actriz. Es una chica fantástica. Además de mi mejor amiga.

(Risitas de la reportera del Details).

MTV: Se dice que…

YO: Conservar una relación no es nada fácil cuando se tiene un trabajo como el mío.

MTV: ¿Dónde os conocisteis?

YO: En una cena. Antes de una ceremonia de entrega de los Grammy.

MTV: ¿Y qué fue lo primero que le dijiste?

YO: Lo primero: «¿Qué tal, monada?», y luego que era —y sigo siendo— aspirante al título de modelo del año.

MTV (después de una pausa relativamente larga): Ya veo que esa noche estabas de lo más profundo…

YO: Tener éxito es quererse a uno mismo, y quien no esté de acuerdo que se joda.

MTV: ¿Cuántos años tienes?

YO: Veintipico.

MTV: No, en serio. ¿Cuántos?

YO: Veinte… y pico.

MTV: ¿Qué cosas molestan a Victor Ward?

YO: Que David Byrne le haya puesto a su nuevo álbum el nombre de un «té de Sri Lanka que se distribuye en Gran Bretaña». Lo oí no sé dónde y te juro que me puso a cien.

MTV (después de una carcajada de compromiso): No, me refiero a cosas que te molestan de verdad. Cosas que te enfurecen.

YO (pausa larga, reflexión): Hombre, últimamente, los DJ que desaparecen sin previo aviso, los camareros maleducados, algún que otro modelo cotilla, las cosas que se dicen por ahí acerca de los famosos…

MTV: Bueno, yo pensaba más bien en cosas como la guerra de Bosnia, la epidemia del sida o el terrorismo dentro de nuestras fronteras. ¿Qué opinas de la situación política actual?

YO (pausa larga, hilo de voz): ¿Patines con poca estabilidad? Dot com?

MTV: ¿Algo más?

YO (aliviado por una ocurrencia repentina): A mulatto, an albino, a mosquito, my libido.[46]

MTV (pausa larga): ¿Has entendido la pregunta?

YO: ¿Qué quieres decir?

MTV: ¿No te interesa lo que pasa en…?

YO (cabreado): A lo mejor eres tú el que no ha entendido la respuesta.

MTV: Ya. Bueno, déjalo.

YO: Siguiente pregunta.

MTV: Vale.

YO: Dispara.

MTV (pausa muy pero que muy larga): ¿Nunca has tenido ganas de desaparecer del mapa?

8

Sin tiempo de buscar las llaves porque ya llegamos tarde (lo que, por otra parte, quedará muy bien), salgo disparado hacia el apartamento de Chloe. Me abre la puerta. Lauren Hynde, y los dos guardamos silencio al vernos hasta que a mí se me ocurre decir «Estás… muy guapa». Ella, antes de dejarme entrar, me obsequia con una mueca de dolor o de modelo de Versace o de lo que sea. En la cocina me encuentro con una versión informal de Baxter Priestly (corte de pelo hortera y gafas Oakley incluidas) liándose un porro aderezado con Xanax. De fondo, imágenes del Sci-Fi Channel sin sonido y pop sofisticado amplificado por dos altavoces de diez mil dólares cada uno. Chloe, vestida con el modelito de Todd Oldham, está al lado de Baxter comiéndose un caramelo de menta y oyéndole decir cosas como: «Hoy he visto a un tío con unos abdominales increíbles». Trece botellas de agua mineral en diversas fases de consumo comparten mostrador de mármol con varios faxes que dicen «SÉ QUIÉN ERES Y LO QUE ESTÁS HACIENDO», y la docena de tulipanes blancos que se supone que yo mismo he enviado a Chloe están colocados en un jarrón de cristal enorme que le regaló una tal Susan Sontag.

—Veo que estás hecho un gran conversador, querido —mascullo, y aprovecho que me acerco a besar a Chloe para, de paso, dar a Baxter una palmadita en el hombro.

El susto lo saca de su letargo. Todos tienen que haberse dado cuenta de lo chic que voy, pero todavía no he oído ningún cumplido. Lauren ni siquiera se ha movido de la puerta. En éstas Chloe dice algo así como «La limusina lleva un rato esperando», a lo que yo respondo asintiendo con la cabeza y antes de entrar cabizbajo en nuestro dormitorio. Previamente, sin embargo, me aseguro de que Chloe se de cuenta de la cara de asco con que miro a Baxter mientras él sigue hablando.

Contenido de mi armario: vaqueros blancos, cinturones de piel, cazadora de cuero, botas camperas negras, un par de trajes negros de crepé de lana, una docena de camisas blancas, un jersey de cuello alto negro, varios pijamas de seda arrugados, y una película pornográfica de ambiente sofisticado protagonizada por gente como nosotros que ya he visto más de mil veces. Me agacho para observar de cerca unas sandalias Banana Republic que me compré en Barcelona y finjo haber perdido algo hasta que entra Chloe.

—¿A qué viene esto? —le pregunto—. ¿Y el blazer de los tres cierres?

—¿A qué viene el qué? —replica ella en guardia.

—¿No salía en un anuncio de Mr. Jenkins?

—Ya te dije que vendría.

—¿Cuánto crees que le habrá costado ese look contracorriente? —pregunto—. ¿Dos mil dólares? ¿Tres mil?

—Déjalo, anda. —Chloe está buscando unas gafas de sol que ponerse.

—Pues qué bien.

—Victor —dice—, ¿qué buscas?

—El fijador. —Dejo el armario y entro con Chloe en el cuarto de baño, donde procedo a embadurnarme el pelo con fijador peinándomelo hacia atrás. Suena el busca, pero no hago ni caso hasta que suena por segunda vez. Entonces me lavo las manos y veo que es Alison. Me pregunto cómo han podido llegar a complicarse tanto las cosas. Por suerte, contemplar mi perfil reflejado en el espejo me tranquiliza. Después unas cuantas inspiraciones, un par de segundos visualizando el fondo del mar, y hale, listo para salir.

—Me gusta el esmoquin —comenta Chloe desde la puerta del baño, mirándome—. ¿Quién era? —Pausa—. ¿De dónde llamaban?

—Del local. —Tardo unos segundos en reaccionar. Luego consulto el reloj y me acerco a la cama, donde vacío la bolsa de Comme des Garçons para que Chloe pueda mandar mi ropa a la tintorería junto con la suya. Sin querer, saco también el sombrero de Lauren, hecho un pingo.

—¿Qué es eso? —me parece oír.

—¡Anda, menuda plancha! —exclamo, y lo devuelvo a la bolsa. En otro tiempo mi imitación de Bullwinkle la habría hecho reír. Ahora está tan absorta en sus pensamientos que ni siquiera insiste en lo del sombrero.

—Quiero que salgamos adelante —vacila—. Como pareja, quiero decir.

I’m mad about you. —Me encojo de hombros—. You’re mad about me.[47] —Me vuelvo a encoger de hombros.

—Victor, por favor, no.

—¿No qué?

—Me alegro por ti —dice. Estamos cara a cara. Se la ve cansada, exhausta—. Me alegro mucho de que el local vaya a ser un éxito.

—Hoy tienes cara de viciosa —la reprendo—. Sólo nos faltaba el caramelito en la boca. —Paso junto a ella sin mirarla.

—¿Estás enfadado por lo de Baxter?

—¿Por ese soplagaitas? Lo que hay que oír. Oye, en este apartamento hace un frío que pela, ¿no?

—Victor, escúchame.

Me paro, suspiro y doy media vuelta.

—No quiero pasarme la noche disculpándome por el mal carácter de mi novio. ¿Entendido?

Yo me limito a mirar las musarañas o lo que supongo que es eso hasta que doy con la respuesta adecuada:

—Por regla general, no deberías esperar demasiado de nadie. —Y la beso en la mejilla.

—Acabo de maquillarme. No vas a hacerme llorar.

7

We’ll slide down the surface of things[48] El viejo tema de los U2 pone música al atasco de mil demonios en que nos hemos quedado atrapados a sólo dos manzanas del local. No sigo la conversación —aunque capto palabras sueltas como technobeat, impresionante, paisaje lunar, Semtex, nirvana, fotogénico; nombres de gente que conozco, como Jade Jagger, Iman, Andy García, Patsy Kensit, las Goo-Goo Dolls, Galliano; además de alusiones a temas que habitualmente me interesan, como Doc Martens, Chapel Hill, la serie Kids in the Hall, abducciones extraterrestres y camas elásticas— porque estoy demasiado ocupado jugueteando con un porro recién liado, mirando a través del techo corredero de la limusina y siguiendo los arabescos que dibujan los reflectores sobre las fachadas negras de los edificios que nos rodean. Desde el asiento que ocupo al lado de Chloe y frente a Baxter y a Lauren, sufro en silencio un ataque de desesperación a cámara lenta mientras trato de concentrarme en nuestro parsimonioso avance hacia el local. Chloe intenta que vayamos de la mano, y yo la complazco de vez en cuando y por espacio de pocos segundos: los que tardo en soltarla para encender uno de los cigarrillos de Baxter, para rebobinar la cinta de los U2 o simplemente para tocarme la frente; cualquier cosa con tal de no ver a Lauren y menos aún cómo separa ligeramente las piernas o contempla su rostro lánguido en el cristal ahumado de la ventanilla «Amarilla la limusina es…», canturrea Baxter entre carcajadas. «Amarilla es», lo acompaña Chloe con una risita nerviosa y una mirada que busca mi aprobación. Yo, sin embargo, dirijo el gesto correspondiente a Baxter, quien me paga con la misma moneda, y me echo a temblar. We’ll slide down the surface of things.

Lo primero que oigo antes de pisar la acera del local es el grito de «¡Acción!». Los U2 y su «Even Better Than The Real Thing» descienden sobre nosotros procedentes de lo alto mientras el chófer abre la puerta y sorprende a Baxter mirándose el pelo en la polvera de Chloe. Yo le arrojo el fajín de mi esmoquin y le digo:

—Enróllatelo a la cabeza y pon cara de atontado. Así darás el pego.

—Victor —empieza Chloe.

Un racha de viento helado castiga a los curiosos que esperan junto a las vallas de seguridad y hace que el confeti se despegue de la lujosa alfombra verde y lila y revolotee entre las piernas de los policías que controlan el acceso al local. Tras los cordones de terciopelo forman los tres irlandeses que Damien contrató, cada uno con su walkie-talkie y con una lista de invitados diferente. Los fotógrafos se agolpan a ambos lados de los cordones. La publicista jefe nos recibe con una cálida sonrisa hasta que repara en el vestido de Chloe, momento en que intenta detenernos para que no coincidamos con Alison, que luce el mismo modelo de Todd Oldham y está posando para los paparazzi con Damien —vestido con un esmoquin de Gucci— en la puerta del local. Pero la multitud también ha reconocido a Chloe y ya se oye un guirigay de voces que gritan su nombre. Damien tensa y destensa sin parar los músculos de la mandíbula, un gesto de inquietud poco habitual en él. Lauren me toma de la mano y, al volverme hacia Chloe, me doy cuenta de que ella ya está estrechando la de Baxter.

Damien se vuelve hacia nosotros al oír los gritos y me saluda con un gesto de la cabeza. Luego dedica una sonrisa resignada a Lauren, quien se limita a responder con un comentario indiferente en voz baja. Damien se fija en el vestido de Chloe y, al cabo de los dos segundos que tarda en ponderar el alcance de la catástrofe, pone un empeño loable en convertir su gesto de horror en una amplia sonrisa y arrastra a Alison hacia el interior del local haciendo caso omiso de los gritos de los fotógrafos y de las protestas de la modelo. Por suerte, el resplandor de los flashes ha impedido que Chloe llegara a ver el vestido de Alison. Una vez que estemos dentro tengo muy claro lo que tengo que hacer si no quiero que la noche acabe en desastre: bajar todas las luces.

Los fotógrafos reclaman a gritos nuestra atención a medida que nos acercamos a las escaleras, y nosotros les concedemos el tiempo necesario para inmortalizar nuestros rostros postizos: la sonrisa lánguida de Chloe, la sonrisa huraña de Baxter, la sonrisa de Lauren —su primera sonrisa sincera en lo que va de noche— y mi expresión calculadamente aturdida. Sobre la puerta, un cartel de la MTV advierte con grandes letras al estilo de los años setenta: «Este acto está siendo grabado en vídeo. El acceso al mismo supone la aceptación de la difusión por cable y otros medios de su nombre, voz e imagen». Pronto nos encontramos en el interior del local, pasamos por los detectores de metales, y Chloe me susurra al oído una frase inaudible. We’ll slide down the surface of things

«Even Better Than the Real Thing» nos perfora los tímpanos en cuanto pisamos la nave central, donde ya se han congregado varios centenares de personas. Alguien vuelve a gritar «¡Acción!», y un nuevo enjambre de fotógrafos se abalanza sobre Chloe, también asediada por varios equipos de televisión. Le suelto la mano y, sin hacer caso de famosos ni admiradores, dejo que el gentío me vaya empujando hacia una de las barras.

Lauren me sigue de cerca. Cuando el camarero me atiende, pido una copa de Veuve Clicquot para ella y un Glenlivet para mí. Pasamos unos segundos en silencio que yo aprovecho para admirar el juego de luces, obra de Patrick Woodroffe, que consigue sacar todo el partido de la tapicería de terciopelo negro. Lauren, mientras tanto, se sumerge en no sé qué pensamientos, apura la primera copa de champán y pide otra con un gesto. Cuando las miradas no me bastan, me acerco a ella, pronuncio su nombre, le acaricio la mejilla con los labios —un beso tan breve que sólo alguien colocado justo detrás de mí podría haberlo notado—, aspiro su perfume, cierro los ojos y vuelvo a abrirlos a la espera de su reacción.

Lauren sujeta la copa con tanta fuerza que la sangre no le llega a los nudillos y temo que pueda hacer añicos el cristal. Me doy la vuelta para saber quién es el destinatario de su mirada hostil y, al ver de quién se trata, el sobresalto es tal que, de no haberlo sostenido con las dos manos, se me habría caído el vaso al suelo.

Alison apura un martini Stoli y pide otro sin mirar siquiera al camarero, dando por sentado que voy a besarla.

Yo excuso mi vacilación con una sonrisa y la beso en la mejilla, pero ella no aparta los ojos de Lauren, como si yo fuera invisible, cosa que esta noche, tal vez por primera en vez en mi vida, no me importaría lo más mínimo. Harry Connick Jr., Bruce Hulee y Patrick Kelly se abren paso entre los invitados a empellones. Dirijo la vista hacia el fondo de la sala y luego al suelo.

—¿Te… pido otro Stoli? —pregunto a Alison.

—Estoy a punto de efectuar mi entrada en el sistema stolar —anuncia Alison sin perder de vista a Lauren. Yo me apoyo disimuladamente en la barra para interponerme entre las dos.

—Bienvenida al estado de relajación —digo «jovialmente»—. Disfruta de tu… estancia.

—Imbécil —masculla Alison con un gesto desesperado antes de arrancar el martini de las manos del camarero y bebérselo de un solo trago. Luego carraspea un poco, me levanta el brazo y utiliza la manga de mi esmoquin como servilleta.

—Alison… —empiezo, aunque no sé exactamente qué decir.

—Gracias, Victor —me ataja con excesiva amabilidad.

—De nada.

Un golpecito en el hombro hace que dé la espalda a Alison y me acerque a Lauren, que, en un tono de voz muy dulce, me pregunta:

—¿Qué es lo que tanto te gusta de esa zorra?

—Cambiemos de tema, ¿te parece?

—Lo que hay que aguantar. Calzonazos —dice, y se ríe.

Justo en ese momento veo acercarse a Ione Skye y a Adam Horowitz, una aparición providencial que no pienso desperdiciar.

—Eh —saludo con los brazos abiertos—. ¿Qué hay?

—Miau… —maúlla Ione mientras me ofrece una mejilla.

—Permitidme que bese el cielo[49] —digo.

Alison hace una mueca de asco a mi espalda.

El centro de la sala se ha convertido en un surtidor de flashes, con resultados parecidos a los que provocaría una avería en la luz estroboscópica. Ione y Adam se pierden entre la multitud inquieta mientras yo me dedico básicamente a buscar un cenicero para el cigarrillo que acabo de encender, mientras Lauren y Alison siguen intercambiando miradas de odio. Damien se despega de Penelope Ann Miller en cuanto me ve, pero a los pocos pasos repara en mis acompañantes, se para en seco y está en un tris de atropellar a un enano de lo más genial que alguien se ha traído. Aterrorizado, articulo la palabra «ven» sin llegar a pronunciarla.

Damien busca a Lauren con mirada lastimera, pero los flashes lo obligan a parpadear continuamente. Cuando por fin la multitud lo lleva hasta donde yo estoy, me estrecha la mano con excesiva formalidad y evita por todos los medios rozar siquiera a cualquiera de las dos mujeres, quienes, por cierto, hacen caso omiso de su llegada. A su espalda veo a Chloe y a Baxter contestando preguntas delante de varias cámaras de televisión, y también veo pasar a Christy Turlington, John Woo, Sara Gilbert y Charles Barkley.

—Tenemos que hablar —dice Damien a un palmo de mi cara—. Es cuestión de vida o muerte.

—No me parece que éste sea el momento más… adecuado —objeto escogiendo las palabras con cuidado.

—Por una vez, puede que tengas razón —concede, y trata de sonreír sin desfruncir el ceño y de saludar a Lauren y a Alison al mismo tiempo.

—Me llevo a Lauren —digo—. Voy a presentársela al equipo de Entertainment Tonight.

—Tengo que hablar contigo ahora mismo —insiste Damien.

De repente veo que se abre paso entre los invitados hasta llegar a Baxter, al que aleja sin contemplaciones de Chloe y de un equipo de la MTV. Luego le susurra algo al oído, justo cuando los U2 dan paso a los Dream Warriors y su «My Definition of a Boombastic Jazz Style». Lauren y Alison han encendido sendos cigarrillos y se dedican a echarse mutuamente el humo. Baxter hace un gesto afirmativo con la cabeza y deja que Damien lo deje acorralado —sin hacer gala de una gran sutileza, por desgracia— entre las dos, en el espacio de barra que yo mismo ocupaba hasta hace un momento.

—¿Quién es éste? —pregunta Alison sin el menor interés.

—Es Baxter Priestly, cielo —contesta Damien—. Quiere saludarte y desearte suerte.

—Sí, me suena —dice ella aburrida mientras sus labios se preparan para formar la palabra «otro» frente al camarero.

—Sale en el programa de Darren Star —prosigo—. Y toca con los Hey That’s My Shoe.

—¿Qué personaje interpretas? —pregunta algo más animada.

—El Chiflado —responde Lauren con la mirada fija en el camarero.

—El Chiflado, eso es —repito mientras Damien utiliza mi cuerpo como ariete para abrirse paso entre el gentío a través de la sala y de las escaleras que conducen al primer piso. Una vez solos me indica una barandilla con vistas a la fiesta. Encendemos sendos cigarrillos. Veinte mesas esperan la llegada de los invitados a la cena mientras un grupo de camareros especialmente guaperas empiezan a encender las velas. Como dicta la moda, en los monitores de televisión no se ven más que interferencias.

—Mierda —exclama Damien, y da una calada profunda—. Sólo me faltaba esto.

—Tienen que encender las velas para la cena —le explico ingenuamente, tratando de disculpar a los camareros.

Damien me da un cachete en la oreja.

—Mierda —repite—. ¿Qué hacen Chloe y Alison con el mismo vestido?

—Parecen idénticos, es verdad. Pero si te fijas bien…

Damien me empuja hacia la barandilla y señala hacia abajo.

—A ver, explícamelo otra vez.

—Nada, que, según parece, es un modelo que se va a llevar mucho esta…

Damien espera el final de la frase con los ojos muy abiertos.

—¿Sí? —dice.

—… temporada —acabo con un hilo de voz.

Damien se pasa la mano por la cara y se asoma para estar seguro de que Alison y Chloe aún no se han visto. Alison está flirteando con Baxter y Chloe sigue contestando preguntas sobre el nivel de excelencia de la velada mientras los diferentes equipos de televisión rivalizan por obtener los mejores ángulos. Damien me pregunta entre dientes por el sombrero que ha visto en casa de Lauren, y yo invento excusas como «A Oribe no le ha gustado», pero él sigue preguntando por el maldito sombrero, y, de entre todos los invitados, Lauren ha tenido que ponerse a hablar precisamente con Chris O’Donnell. Damien apura un vaso grande de whisky y lo deja sobre la barandilla con una mano temblorosa. Estoy agotado y muerto de miedo.

—Damien, tratemos de pasarlo lo mejor…

—Ya no puedo más —dice—. Paso.

—¿De qué? ¿De pasártelo bien? —pregunto—. Eso ni en broma. —Y, tras un largo silencio, añado—: No sé qué más puedo decirte. —Y, tras un silencio aún más largo, concluyo—: Esta noche tienes un aspecto estupendo.

—Paso de ella —me corrige—. De Alison. Ya no puedo más.

Vuelvo los ojos hacia la multitud y, sin querer, reparo en la expresión con que Lauren mira a Chris O’Donnell mientras éste intenta ligársela entre trago y trago de Grolsch, dejándola jugar seductoramente con la etiqueta mojada. Hay modelos por todas partes.

—Si es que ya no deberías haber… —me oigo decir a mí mismo mientras pienso que, al menos, las reseñas serán favorables.

Damien se vuelve hacia mí y yo evito su mirada hasta que me espeta:

—¿De dónde crees que ha salido el dinero para pagar todo esto?

—¿Qué? —pregunto incrédulo, con la frente y la nuca repentinamente empapadas de sudor.

—¿Quién crees que ha financiado el proyecto? —suspira.

Pausa larga.

—Un colectivo de… dentistas de… ¿Brentwood? —pregunto con los ojos entornados mientras me seco la frente—. Tú. ¿No has sido tú?

—Ha sido ella —puntualiza levantando la voz—. Todo el dinero ha salido de su bolsillo.

—No… —Me interrumpo.

Damien me mira a la espera de que complete la frase:

—No sé qué quieres que te diga.

—¿Has oído lo que te he dicho?

We’ll slide down the surface of things

—Han encontrado a Mica —dice.

—¿Quién? —pregunto con la mirada perdida, como un autómata.

—La policía, Victor —contesta Damien—. La policía ha encontrado a Mica.

—A buenas horas —me quejo, no recuperado del todo de la impresión—. ¿No te parece? Que se vaya con la música a otra parte. Sin pasar por la casilla de Salida y sin cobrar dos millones de dólares. Junior lo está haciendo pero que muy bien. Además, Mica no acababa de…

—Victor, está muerta —explica—. La han encontrado en el barrio de Hell’s Kitchen, en un contenedor. Alguien la golpeó con un martillo y la… ¡Dios! —Damien respira hondo, corresponde al saludo de Elizabeth Berkley y Craig Bierko, y se tapa la boca con una mano antes de seguir—: la evisceró.

Procuro tomarme la noticia con grandes dosis de tranquilidad.

—¿Se tomó una sobredosis? —pregunto.

—No, Victor —me explica Damien—. La evisceraron.

—Qué horror —digo llevándome una mano a la cabeza—. ¿Qué significa «eviscerar»?

—Significa que no tuvo lo que se dice una muerte plácida.

—Sí, bueno, eso nunca se sabe, ¿no?

—Cuando a uno lo estrangulan con sus propios intestinos, sí.

—Ya, claro. Claro.

—Todo lo que acabo de decirte, off the record, naturalmente…

En estos momentos veo al pie de la barandilla a Debi Mazar y a Sophie B. Hawkins, que está con Ethan Hawke y Matthew Barney. Un fotógrafo nos descubre en nuestra atalaya y dispara tres, cuatro, ocho veces seguidas sin darme tiempo ni a colocarme bien la corbata.

—Nadie lo sabe todavía —continúa Damien con un suspiro y el segundo cigarrillo entre los dedos—. Es mejor así. Que sean felices hasta mañana.

—Tienes razón —asiento—. Déjalo de mi cuenta.

—Y, por lo que más quieras —se despide—, intenta mantener a Alison y Lauren alejadas la una de la otra. A ver si entre todos lo conseguimos.

—Tranquilo. Déjalo de mi cuenta.

We’ll slide down the surface of things

Vuelvo a la fiesta cuando oigo que alguien grita mi nombre, y Carmen, una rica heredera brasileña, me agarra del brazo al pie de las escaleras. Lauren, que ya no está con Chris O’Donnell, me mira desde el otro extremo de la sala. Baxter sigue haciendo todo lo posible por entretener a Alison, pero sin demasiado éxito, a juzgar por los gestos de aburrimiento de ella.

—Victor, acabo de ver La Bella y la Bestia y me ha encantado. ¡En-can-ta-do! —dice Carmen a voz en cuello, haciendo aspavientos y con los ojos abiertos de par en par.

—Oye, eso está muy bien —digo con tono preocupado—, pero te convendría tranquilizarte un poco.

Alison da una bofetada cariñosa a Baxter y se aleja de la barra en dirección al centro de la sala, de donde proceden la mayoría de los flashes. Como era de esperar, Chloe está hablando con Chris O’Donnell.

—Victor, ¿me has oído? —insiste Carmen, bloqueándome el paso—. Me ha encantado. Me han encantado los dos: la Bella y la Bestia «Be My Guest» y todo eso. ¡Qué maravilla!

—Hablando de maravillas, creo que te hace falta una copa. —Impaciente, chasqueo los dedos y, señalando a Carmen, digo—: Beau, tráele una caipirinha a esta chica.

Cuando logro hacer a Carmen a un lado, ya es demasiado tarde. Del brazo de Tarsem y Vivienne Westwood, me veo obligado a contemplar con impotencia que una Alison alegre y achispada avanza hacia Chloe, quien en estos momentos está siendo entrevistada junto con Chris O’Donnell por la MTV, sin dar crédito a sus ojos. Una vez tras ella, toma prestado sin permiso el encendedor de Sean Penn para cerciorarse, horrorizada, de que no se trata de una ilusión óptica. Chloe aprovecha un momento en que Bijoux ha retirado el micrófono y ha desviado la vista para volverse y saludar a Alison con un gesto de la mano y una sonrisa que, al ver la réplica de su vestido, se troca en una mueca de horror. Enseguida entorna los ojos y se acerca un poco para ver mejor —Chris O’Donnell disimula, por suerte—, pero otra pregunta de Bijoux la obliga a mirar de nuevo a la cámara y tratar de formular una respuesta que, en su desconcierto, se queda en un gesto de indiferencia.

Lauren, que está a mi lado con un vaso lleno a rebosar de algo que espero vivamente que no sea vodka, me atenaza una nalga con la mano libre sin pronunciar una sola palabra. Alison interrumpe momentáneamente su avance hacia nosotros para aligerar la bandeja de un camarero que se le pone a tiro y beberse medio martini de un solo trago.

—¿Qué tal la terapia anti Xanax? —pregunto a un famosillo.

—La terapia de Xanax, querrás decir.

—Eso, eso. La terapia de Xanax.

—Fue lo que me recomendó el médico de mi madre para dejar la marihuana cuando… Pero tío, si no me estás escuchando.

—Dime, dime. Oye, te veo muy bien, ¿eh?

Alison se me acerca, me lame la mejilla y, a una distancia increíblemente corta, posa sus labios sobre los míos e intenta por todos los medios meterme la lengua en la boca. Yo aprieto la mandíbula y sigo el hilo de la conversación del tipo del Xanax, sustituyendo mis réplicas por los gestos oportunos. Alison termina por renunciar a su propósito, retrocede y sonríe complacida al ver que me ha dejado la boca y el mentón perdidos de vodka y babas. Flanqueado por Lauren y Alison, veo que Chloe ya ha acabado la entrevista y me busca entre el gentío mientras Chris O’Donnell sigue abrazado a su Grolsch. Opto por mirar hacia otro lado.

Alison vuelve al ataque y me toca el culo. Yo tenso los músculos para descorazonarla, pero sólo consigo que desplace la mano hasta rozar la de Lauren. La sorpresa la paraliza momentáneamente.

Pregunto a Juliette Lewis qué tal le va con su nuevo dálmata, Seymour, y ella contesta que «regulín» y pasa de largo.

Noto que Alison intenta desbancar a Lauren, pero ésta no se muestra dispuesta a ceder la nalga izquierda, y ni siquiera se inmuta cuando me vuelvo y, con los nervios, derramo el contenido de mi vaso sobre el puño del esmoquin Comme Des Garçons, porque está hablando con alguien de Nation of Islam y Trad Lords, sonriendo y asintiendo con la mandíbula apretada. Trad Lords se da cuenta de que algo pasa, me dice que le causé muy buena impresión cuando me vio sentado al lado de Dennis Rodman en el pase de Donna Karan, y se larga.

Una rubia exuberante se acerca acompañada de una joven con un tocado africano y de un tipo indio. La rubia me besa en la boca y se me queda mirando la cara con ojos soñadores hasta que carraspeo y hago ademán de saludar a sus amigos.

—Yanni —dice refiriéndose a la chica—. Y Pastel de Chocolate.

—¿Qué tal? ¿Yanni? —pregunto a la chica negra—. ¿Qué significa?

—Significa «vagina» —responde con una voz agudísima y una reverencia.

—Querida —digo, y reclamo la atención de Alison con el codo—, te presento a Pastel de Chocolate y a Yanni. Su nombre significa «vagina».

—Genial —comenta Alison con las manos en el pelo, borracha perdida—. Absolutamente genial. —En éstas me toma del brazo e intenta separarme de Lauren. Ésta, al ver acercarse a Chloe, me suelta la nalga y apura su bebida. Yo trato de mantener el equilibrio para poder hablar con Chloe, que acaba de hacer presa de mi otro brazo.

—Victor, ¿qué pretende Alison? —pregunta en voz alta—. ¿Qué hace con ese vestido?

—Ahora mismo voy y se lo…

—Victor, ¿por qué no querías que me pusiera este vestido? —insiste—. ¿Adónde vas, maldita sea?

—Quiero comprobar si hay motas, cariño —le digo mientras me encojo de hombros con impotencia, aprovechando que Alison aún no me los ha dislocado del todo—. De momento no he visto ninguna. Por suerte. Pero voy a echar un vistazo arriba…

—Espera —me retiene Chloe.

—Holá, ¿cómo está mi modeló favoguitá? —André Léon Tally y la tetuda Glorinda saludan a Chloe con besos increíblemente húmedos lanzados al aire. Ésta se ve obligada a soltarme para corresponder, y eso hace que me estrelle contra Alison, quien, sin cortarse un pelo, me arrastra con ella escaleras arriba.

We’ll slide down the surface of things

Alison entra en el lavabo, cierra de un portazo, echa el pestillo, se dirige hacia el inodoro, se remanga la falda, se baja las medias y se espatarra sobre la taza de porcelana blanca hablando sola y entre dientes.

—Oye, no deberíamos estar aquí —protesto andando de un lado a otro frente a ella—. No deberíamos estar aquí ninguno de los dos.

—¡Cielos! —masculla—. Esa tía lleva toda la noche mirándome mal. No puedo creer que la hayas traído tú. ¿Cómo demonios ha logrado convencerte? ¿Has visto cómo me ha mirado la primer a vez que nos hemos encontrado cara a cara? —Alison se limpia y, sin levantarse del inodoro, empieza a rebuscar en un bolso Prada—. La muy zorra le ha dicho a Chris O’Donnell que amaso millones fabricando y distribuyendo un producto sucedáneo de las grasas. Así, por todo el morro.

—Creo que vuestro encuentro puede calificarse de «lamentable».

—El que va acabar en un estado lamentable vas a ser tú como continúes pasando de mí de esta manera —me replica mordaz mientras saca dos ampollas del bolso y se levanta—. Perdona. Ya no me acordaba de que no quieres que volvamos a vernos. De que quieres dejarlo. De que necesitas espacio. ¿Sabes una cosa? Eres un fracasado. —Alison intenta recuperar la compostura pero no lo consigue—. Tengo ganas de vomitar. Mira, a lo mejor te vomito encima. ¿Cómo te has atrevido a hacerme esto? ¡Y precisamente esta noche! —dice entre dientes antes de destapar una de las ampollas y esnifar una, dos, tres… hasta seis dosis de cocaína—. Mierda, ésta no es —exclama al ver de cerca el frasquito, y procede a destapar la otra y a esnifar cuatro dosis más—. Pero no creas que vas a salirte con la tuya. Ah no, eso sí que no Cielos. —Se lleva las manos a la cabeza y añade—: Creo que tengo drepanocitosis. —Luego echa la cabeza atrás y grita—: ¿Y se puede, saber qué coño hace tu novia… perdón, ex novia, con un vestido igual que el mío?

—¿Por qué lo preguntas? —contesto también a voz en cuello—. ¿Te molesta?

—Digamos que… —Alison sufre un ataque de tos que le deforma la cara, y tarda unos segundos en completar la frase entre grandes sollozos— lo he pasado tolerablemente fatal. —Dicho esto se recupera, me abofetea, me agarra de los hombros y grita—: ¡No vas a salirte con la tuya!

—¡Habla claro! —replico antes de arrebatarle una de las ampollas y servirme dos generosas dosis—. ¡Dime de una vez qué he hecho!

—Trae, que en ésta hay… otra cosa. —Alison me arrebata el frasquito y me lo cambia por el otro.

La droga surte un efecto inmediato y me empuja, en contra de mi voluntad, a besar a Alison en la nariz.

—¡Oh cielos! —se burla—. Me derrito de placer.

—Yo tampoco tengo palabras —farfullo, incapaz de despegar la boca de su nariz.

—Ese cambio de impresiones que hemos tenido antes no me ha sentado nada bien —gruñe después de arreglarse el pelo y limpiarse la nariz con un kleenex. Luego contempla mi expresión inocente en el espejo mientras esnifo otro par de dosis—. Victor, no empecemos. Por favor.

—¿Qué cambio de impresiones? —protesto—. ¿Cuándo?

—Hace cosa de una hora y media. Y no disimules. Ya sé que no trato con el tío más listo del mundo, pero incluso a ti es imposible que te haya pasado por alto.

Le devuelvo la ampolla, me limpio la nariz y entonces, con intención de tranquilizarla, le digo en voz baja:

—Cariño, no sé de qué me estás hablando.

—¡De eso me quejo, Victor! —grita—. ¡De que nunca sabes de qué estoy hablando!

—Cariño…

—¡Basta! —grita—. ¡Basta! ¡Cállate! —Y dándole la espalda al espejo—: No hace ni una hora y media, a la puerta de mi casa, me has dicho que lo nuestro se había terminado, que estás enamorado de Lauren Hynde y que piensas dejar a Chloe por ella ¿Te acuerdas ahora, so imbécil?

—Alto ahí —digo con las palmas en alto, gesto que Alison aprovecha para golpeármelas—. Con toda la coca que te has metido no me extraña que delires. Mira, cuando te hayas tranquilizado…

—¿Encima vas a tener el valor de decirme que me lo he inventado? —grita, y se abalanza sobre mí.

Yo la detengo, la miro fijamente a los ojos, y concedo:

—No digo que te lo hayas inventado. —Respiro hondo—. Lo que digo es que, en ese momento, ni yo tenía la cabeza despejada, ni tú tampoco.

—¡Pero cómo te atreves a negarlo! —grita—. O sea que, según tú, lo he soñado.

La miro fijamente.

—En una palabra: sí.

Alguien llama a la puerta del baño y provoca la ira de Alison. Yo la sujeto por los hombros y la obligo a mirarme.

—Alison, hace hora y media —digo, y consulto un reloj inexistente— yo estaba en mi apartamento con todo el equipo de House of Style, de manera que…

—¡Eras tú! —grita, y me aparta de un empujón—. Tú, en la puerta de mi casa, diciéndome que…

—¡Estás ida! —me defiendo—. Me largo. Y, ya que insistes, sí, hemos terminado. Hasta nunca.

—Si crees que cuando Damien se entere de que te has estado tirando a su novia te va a dejar abrir una sola puerta, ya no digamos otro local, es que vives aún más engañado de lo que creía.

Me vuelvo y le lanzo una mirada inquisitiva.

—No creas que con eso vas a intimidarme.

Abro la puerta.

Alison no se ha movido de donde estaba, y varias personas que esperaban fuera se abren paso hasta ella y, a pesar del desprecio que seguramente les inspira, forman un corro a su alrededor para saber por qué solloza y por qué tiene la cara hecha un asco.

—¡Eres un cero a la izquierda! —es lo último que me grita.

Doy un portazo al salir.

We’ll slide down the surface of things

Lauren está intercambiando recetas de bebidas inteligentes con Jason London y Elle Macpherson como si a alguien superfamoso no le hubiera explotado el pene al ingerir uno de esos combinados, según parece, por culpa de un «error» cometido durante la elaboración. La anécdota provoca una reacción general de espanto, aunque Lauren está más pendiente de lo que ocurre en el grupito que forman Damien y un harén compuesto, entre otras, por Demi Moore, Veronica Webb y Paulina Porizkova. Al oír que Elle me saluda con un beso en la mejilla y me felicita por mi barba incipiente, deja de mirar a Damien y se vuelve hacia mí con una frialdad digna de un androide. Yo me froto la nariz y me acerco a ella con ganas repentinas de abrazarla.

—¿Ya te has enterado? —me pregunta mientras enciende un cigarrillo.

—¿De qué? ¿De que necesito los servicios de un equipo de asesores especializados en situaciones de crisis? Sí.

—De que Giorgio Armani no va a poder venir porque le toca presentar Saturday Night Live y esta noche tiene ensayo.

—Pues qué bien —mascullo.

—¿Para qué quería verte Alison? ¿Para enseñarte la garra que le crece en el culo?

Un camarero me ofrece un martini.

—No.

—Venga, hombre —protesta—, procura estar a la altura.

Chloe está en el centro de la sala, hablando animadamente con Winona Ryder y con Billy Norwich. No muy lejos, Baxter Priestly saborea una copa de vino blanco. Hay tanta gente que es imposible que, desde donde están, Chloe y Damien se den cuenta de que Lauren y yo llevamos un rato de la mano. Lauren, en cambio, no pierde de vista a Damien, que está acariciando la tela del vestido negro de Veronica Webb y diciendo cosas como: «El vestido me encanta, pero es un pelín siniestro». El harén celebra la ocurrencia con risas. Cuando la mano de Veronica toca la de Damien, noto que la de Lauren atenaza la mía con más fuerza.

—Eso no llega ni a la categoría de flirteo —la tranquilizo—. No te sulfures, anda.

Mientras Lauren asiente despacio con la cabeza, Damien, martini en mano, grita: «¿Qué os parecería excitarme… literalmente?», y ellas se echan a reír a carcajadas para adularlo. El local bulle y los flashes se disparan por doquier.

—Ya sé que se te da muy bien interpretar la conducta de la gente —dice Lauren—. Tranquilo. —Y apura su bebida extralarga.

—¿Quieres que hablemos?

—¿De qué? —pregunta—. ¿De tu entereza ante la fatalidad?

—La próxima que sea sin alcohol. Hazme ese favor.

—¿Quieres a Chloe? —me pregunta.

Lo único que se me ocurre es:

—Esta noche vas de un Uma total.

En el transcurso de esta conversación, Damien ha abandonado a su harén y ha puesto rumbo a nuestro rincón. Lauren me suelta la mano en cuanto lo ve aparecer. Yo enciendo un cigarrillo. Alison se despide de Heather Locklear y Eddie Veder, se nos viene encima con cara de estar al borde del soponcio, se cuelga del brazo de Damien antes de que éste pueda dirigirle la palabra a Lauren y sin dignarse siquiera mirarme, y juguetea con el pelo de su prometido los pocos segundos que él tarda en apartarle la mano, más bien aterrado. Al fondo de la sala, el mago entretiene con una baraja a James Iha, Teti Hatcher, Liv Tyler, Kelly Slater y a otro individuo que, no se sabe por qué, va vestido de Willie Wonka. Yo trato de disimular mi desasosiego, pero me delatan mis puños cerrados y el sudor que me empapa la nuca y la frente.

—Bueno… —resuena la voz de Damien—. Bueno, bueno, bueno.

—Te vi en Bitch Troop[50] —espeta Alison a Lauren—. Estabas divina.

—Mierda —masculla Damien.

—Bonito vestido —se venga Lauren.

—¿Qué? —pregunta Alison, que no da crédito a sus oídos.

Lauren la mira a los ojos y, ayudándose con gestos y articulando muy despacio, insiste:

—Decía… que llevas un vestido muy bonito.

Mientras Damien sujeta a Alison, Beau y Jotadé se acercan a nuestro grupo en compañía de un surfista rubio vestido con pantalones de snowboard y una cazadora de piel sintética.

—Alison, Lauren —anuncio—, os presento a Beau y Jotadé, los protagonistas de Las homosexuales aventuras de Bill y Ted.

—Esto… va siendo hora de cenar —dice Jotadé como si no hubiera notado, por las vibraciones y el ruido de fondo, que Alison está a punto de explotar.

Alison se vuelve hacia Damien —de quien nadie diría, a juzgar por la expresión de su cara, que tiene los nervios de punta— y, con un gesto lleno de desdén, apaga su cigarrillo en el martini de su novio. Damien ahoga un grito y aparta los ojos de la copa.

—Qué bien —dice Damien—. Hora de cenar. Fantástico. Toma. —Damien entrega a Beau su copa de cóctel. Beau se la queda mirando fijamente, lo mismo que los demás, y finalmente opta por depositarla con cuidado sobre una mesa cercana.

—¡Ya lo creo! —exclamo con un entusiasmo excesivo, incapaz de apartar la vista de la colilla semisumergida—. ¿Y éste? —pregunto mientras estrecho la mano inerte del surfista.

—Se llama Plez —informa alguien.

—Hey, Plez —dice Damien sin perder de vista a Alison—. ¿Qué tal?

—Hace snowboard —nos informa Jotadé.

—Y ya ha ganado un campeonato mundial —añade Beau.

—Y además trabaja de mensajero en UPS —completa Jotadé.

—Cha-cha-cha —digo.

Se hace el silencio. Nadie se mueve.

—Cha… cha… cha… —repito.

—Bueno, ¿y qué te trae por Manhattan? —pregunta Damien a Plez sin perder de vista a Lauren.

—Acaba de llegar de España. Ha estado rodando un vídeo con Glam Hooker —dice Beau, y da al surfista unas palmaditas en la cabeza.

Plez se limita a encogerse de hombros y a decir que sí a todo con la cabeza. Tiene los ojos medio cerrados y apesta a marihuana.

—Qué pasada —asiento yo también.

—Es un mago de la tabla —dice Jotadé.

—Un auténtico «entendido» en la materia —añade Beau.

—Desde luego. Un auténtico «entendido» —rubrica Jotadé.

Chloe aparece de repente y toma mi mano en la suya. La tiene fría. Yo bajo la vista y me digo que alguien va a tener que darle duro a la aspiradora, y Lauren, mientras tanto, dedica a Baxter una sonrisa forzada. Vemos pasar de largo a Bridget Fonda y a Gerlinda Kostiff y, poco a poco, nos vamos dando cuenta de la gravedad de la situación.

—Bueno, pues… a comer. —Damien da una palmada, como si él mismo necesitara despertar de un sueño, y el sobresalto nos saca a todos de nuestros respectivos letargos. Alison está tan borracha y mira a Lauren con tanta inquina que los demás tenemos que controlarnos para no echar a correr.

—Te ha quedado muy… elegante —comento.

—Creo que deberíamos sentarnos a la mesa antes de que empiecen a llegar los castigados sin cena a las once —comenta, y se lleva a Alison del brazo.

Es la señal que anuncia que ha llegado el momento de subir al primer piso a cenar.

—El ambiente está un poco cargadito, ¿no? —me dice Jotadé al oído.

—Dentro de un par de horas hay una fiesta multitudinaria en el Club Lore —le espeto—. Habrá hierros de marcar. No te la pierdas.

—Victor —replica—, abre los ojos. Si es que te atreves…

We’ll slide down the surface of things.

Nadie se explica cómo han podido dar las once tan deprisa, aunque en realidad tampoco le importa demasiado a nadie. Se habla del bocadillo de cebolla y fieltro que Mark Vanderloo ingirió «sin darse cuenta» la otra noche mientras visionaba las polémicas cintas de Rob Lowe, que, por cierto, le parecieron «decepcionantes»; de los mejores locales de Nueva Zelanda; de las lesiones que alguien sufrió en un concierto de Metallica en Pismo Beach; de cómo Hurley Thompson desapareció de un rodaje en Phoenix (ahí tengo que morderme la lengua); de lo que hacen en realidad los luchadores de sumo; de una película infame que Jonathan acaba de rodar basada en una estrella de mar que uno de los productores había encontrado tras una valla en Nepal; del ménage a trois que alguien se montó con Paul Schrader y Bruce Wagner; de cómo escurrir la lechuga; de la pronunciación canónica de oh là là. Estoy sentado entre Lauren y Chloe, y en la misma mesa también están Baxter Priestly, Johnathon Schaech, Carolyn Murphy, Brandon Lee, Chandra North, Shalom Harlow, John Leguizamo, Kirsty Hume, Mark Vanderloo, JFK. Jr., Brad Pitt, Gwyneth Paltrow, Patsy Kensit, Noel Gallagher, Alicia Silverstone y alguien que, si no es Beck, se le parece mucho. Casi todo el mundo ha optado por trajes chaqueta carísimos. Hasta hace unas horas estaba molesto porque Chloe y yo no nos íbamos a sentar a la mesa con Damien (por dos razones: tenía que hablar con David Geffen y debía una disculpa a Calvin), pero ahora mismo, viendo a Alison casi encima de Damien liando un porro del tamaño de un carrete de fotos, los colocones que lleva la gente y los topetazos que provocan los continuos cambios de sitio aprovechando que se está sirviendo el capuchino, mientras todo se enfoca y se desenfoca alternativamente, la verdad es que casi doy gracias.

Tratando de encender un cigarrillo empapado de San Pellegrino me doy cuenta de que Woody Harrelson se ha arrodillado junto a Lauren y, en vista de que ella tiene mucho que contarle sobre la producción de cannabis, me vuelvo hacia Chloe e interrumpo con una palmadita en el hombro lo que sin duda debía de ser una interesantísima conversación con Baxter. Chloe me atiende con desgana, a punto de apurar otro cosmopolitan y con expresión desolada.

—¿Qué quieres? —dice.

—Oye… ¿qué pasa con Damien y Lauren? —le pregunto con mucha cautela.

—Me tienes tan harta que no sé ni qué decirte —me contesta—. Habla claro.

—¿Cuánto tiempo hace que sabes lo de Damien y la que tú llamas «tu mejor amiga»? —insisto sin levantar la voz ni perder de vista a Lauren y Woody.

—¿Por qué me lo pregunta el que yo llamo «mi novio» si, efectivamente, piensa que tengo un interés personal en el tema? —responde con un suspiro, y desvía la mirada.

—Cariño —susurro pacientemente—, están liados.

—¿De dónde has sacado eso? —pregunta—. ¿Dónde lo has leído? Dios, qué cansada estoy.

—¿De qué estás tan cansada? —pregunto sin perder la paciencia.

Chloe baja la vista hacia el plato donde flotan, medio derretidas, las bolas de su sorbete.

—Valiente ayuda —suspiro.

—¿Por qué me lo preguntas? ¿Qué esperas que te diga? ¿Qué quieres? ¿Tirártela a ella? ¿Tirártelo a él?

—Chiss… ¿A qué viene eso?

—Victor, deja ya de quejarte —dice, y, con un gesto de la mano, me da a entender que no quiere seguir hablando.

—Alison y Damien están prometidos. ¿Lo sabías?

—No me interesan las vidas de los demás —replica—. Y menos ahora. Esta noche menos que nunca. Bastantes problemas tenemos nosotros.

—Me parece que no te iría mal una caladita de ese porro trompetero que se está fumando Alison.

—¿Por qué? —reacciona de pronto—. ¿Por qué, Victor? ¿Por qué crees que me hace falta drogarme?

—Porque tengo el presentimiento de que estás a punto de volverme a sacar el tema de lo gorda y lo desorientada que te veías a los catorce años.

—¿Por qué me dijiste ayer que no me pusiera este vestido? —pregunta con los brazos cruzados sobre el pecho, como si se hubiera despertado de repente.

Cuento hasta tres.

—Porque no quería que… parecieras Pocahontas. Pero qué va, estás guapísima. —Echo un vistazo a mi alrededor, sonrío a Beck, jugueteo con un Marlboro, busco mi barra de Chap Stick y vuelvo a sonreír a Beck.

—No —niega, también con la cabeza—. A ti eso te da lo mismo. A ti sólo te importa lo que tiene que ver contigo.

—¿Y no tienes tú que ver conmigo?

—Sólo en apariencia. Y aun así, cada vez menos —contesta—. Sólo porque en esta película trabajamos juntos.

—Crees que lo sabes todo, ¿verdad?

—Desde luego, sé mucho más que tú —dice—. Todo el mundo sabe mucho más que tú. Y no tiene ninguna gracia.

—¿Tú también te has dejado la barra de labios en casa? —pregunto por si alguien la ha oído.

Se produce un silencio seguido de otra pregunta:

—¿Cómo sabías tú que Alison pensaba ponerse el mismo vestido que yo? Porque lo sabías, ¿verdad?

—Mira —digo semiexasperado—, tal como lo planteas es muy difícil…

—No, Victor —dice, y endereza la espalda—. Es muy simple. Si lo piensas, es muy muy simple.

—Eres muy pero que muy dura.

—No te imaginas lo harta que estoy de contemplar ese espacio vacío que tienes por cara.

—Alfonse… —Atraigo la atención de un camarero y le hago señas de servir más bebida—. Agua mineral para toda la mesa. Con gas.

—¿Y a que vienen las constantes preguntas de Damien acerca de un sombrero? —pregunta—. ¿Habéis perdido todos el juicio?

Chloe contempla su reflejo en un espejo colgado al otro extremo de la sala mientras Brad Pitt y Gwyneth Paltrow se congratulan por el buen gusto de ella al escoger la laca de uñas. Poco a poco nos vamos aislando los unos de los otros. La única alternativa a las drogas parecen ser los habanos, así que yo también enciendo el mío. En algún lugar situado por encima de nuestras cabezas, los espíritus de River Phoenix, de Kurt Cobain y de mi madre nos miran sumidos en el más profundo aburrimiento.

—¿Sabes si Lauren y Baxter salen juntos? —pregunto con voz inocente, dándole a Chloe una última oportunidad de responder. Luego saludo con la cabeza a Brad y a Gwyneth, que ya se van.

—¿Sabes si Lauren y Baxter salen juntos? —repite Chloe—. Necesito una copa. Otro cosmopolitan y me marcho. —Dicho esto se vuelve hacia Baxter y pasa completamente de mí. Para superar el momento de apuro, hago unas cuantas poses con el cigarro y me vuelvo hacia Lauren, que parece más receptiva.

—No se la ve muy contenta —dice a propósito de Chloe.

—Es culpa mía —confieso—. Tú no te preocupes.

—Qué… rollo de gente, por favor.

—Alicia Silverstone no es un rollo. Ni Noel Gallagher. Ni JFK Jr…

—JFK Jr. ni siquiera ha venido, Victor.

—¿Quieres más postre?

—Supongo que todo es relativo —suspira, y se pone a hacer garabatos en una servilleta de cóctel usando esmalte de uñas Hard Candy de color violeta.

—¿Salís juntos Baxter Priestly y tú? —le pregunto por fin.

Lauren levanta la vista de la servilleta, sonríe para sus adentros y sigue dibujando.

—Corre el rumor de que eres tú quien sale con él —dice en voz baja.

—También corre el rumor de que Naomi Campbell es candidata al Nobel y nadie apuesta por ella —replico enojado.

Lauren estudia detenidamente a Alison mientras ésta consigue mantener la verticalidad en su pulso con el alcohol gracias al apoyo de Calvin Klein. Todos beben tequila Patrón, y en el centro del plato de Damien hay una botellita dorada medio vacía.

—Es como una tarántula —comenta Lauren en voz baja.

Alfonse sirve San Pellegrino en las copas nuevas que previamente ha repartido por toda la mesa.

—Cuando puedas, le traes otro D. Pepper Light —le digo señalando a Lauren.

—¿Por qué? —pregunta ella al oírme.

—Porque hay que hacer un esfuerzo de redefinición —digo—. Porque necesito que hagáis un esfuerzo de redefinición, y para eso os necesito sobrios. Por eso. Además…

En éstas noto que algo me sube por la nuca y me doy la vuelta para espantarlo, pero resulta que no es más que uno de los arreglos florales de Robert Isabell. Lauren me mira como si me hubiera vuelto loco y yo finjo estar mirando el punto en que las cejas de Mark Vanderloo no se juntan. Alguien dice: «¿Me pasas las patatas fritas?». Otra persona dice: «Eso no son patatas fritas». Me vuelvo de nuevo hacia Lauren, que sigue haciendo garabatos en la servilleta con los ojos entornados para mayor concentración. Distingo las letras W, Q, J y algo que podría ser una R. We’ll slide down the surface of things. Damien presenta sus disculpas a sus compañeros de mesa y se dirige hacia mí con un habano entre los dedos.

—Lauren… —empiezo.

—Estás colocado —dice en un tono que me parece amenazador.

—Lo estaba. Ahora ya no. Ahora ya no lo estoy. —Pausa—. Ese tono me ha parecido amenazador.

Cuento hasta tres mientras evalúo la situación.

—¿Tienes tú algo? —pregunto—. ¿Has traído?

Lauren niega con la cabeza, se inclina hacia mí y, siempre con la sonrisa en los labios, me da un apretujón cariñoso en los huevos, recoge su servilleta, me da un beso en la mejilla y susurra: «Aún sigo enamorada de ti». Luego se aleja con delicadeza sin hacer caso de Damien, que intenta en vano detenerla porque ella se aleja grácilmente sin hacer caso de él y con una expresión en la cara que significa: «No me toques».

Damien no sabe qué hacer. Masculla algo entre dientes, abre y cierra los ojos y, finalmente, ocupa la silla que Lauren ha dejado libre a mi lado. Ella, mientras tanto, se acerca a Timothy Hutton y lo saluda con excesiva confianza. Damien consume a toda prisa su habano sin poder apartar la vista de ellos. Yo aparto el humo con la mano y me arrellano en la silla sin molestarme en encender el mío.

Damien dice cosas como:

—¿No has tenido nunca ganas de esconderte debajo de una mesa y no volver a salir hasta al cabo de una semana?

—Yo llevo toda la noche empalmando un sobresalto con otro —admito—, y estoy hecho polvo.

—Creo que el local ha quedado muy bien —comenta él, y señala a su alrededor—. Lástima que la noche no haya ido mejor.

Todavía me lloran los ojos de resultas del apretujón de Lauren, pero a través de las lágrimas acierto a ver que está cerca de la silla que Damien ocupaba hasta hace un momento al lado de Alison, y de repente se me acelera el corazón, se me hace un nudo en la boca del estómago y noto un cosquilleo en las axilas. Lauren se contonea exageradamente y Alison sigue fumando como si no tuviera bastante con el colocón que lleva encima mientras charla animadamente con Ian Schrager y Kelly Klein. En éstas Damien vuelve los ojos en la misma dirección y ve que Lauren dice algo que provoca en Timothy Hutton una expresión de sorpresa y un ataque de tos. Uma sigue hablando con David Geffen. Con la mirada encendida, Lauren se lleva la servilleta a los labios y la besa hasta humedecerla. Alison comenta algo en voz baja a Kelly Klein y yo, conteniendo la respiración, contemplo cómo Lauren se separa un poco de Tim y da una palmada en la espalda de Alison con la mano en la que lleva la servilleta. La servilleta se le queda pegada y Damien ahoga un grito.

En letras mayúsculas de un color violeta nada discreto aparece escrita la palabra:

ZORRA.

Alison levanta la vista un momento y aparta a Lauren.

Chloe, que contempla la escena a mi lado, también da un respingo.

Damien sale disparado hacia su mesa.

Lauren suelta una carcajada y se aleja de Tim Hutton, que, además de haberse quedado con la palabra en la boca, acaba de reparar en la servilleta pegada a la espalda de Alison.

En éstas Alison se lleva la mano a la nuca y, antes de que Damien pueda hacer nada por evitarlo, palpa la servilleta, la despega de su espalda y se dispone a examinarla. De pronto abre los ojos de par en par y suelta un grito estremecedor.

Lauren se dirige a la salida del comedor. Alison la ve y le lanza una copa que se hace añicos contra la pared. No contenta con eso, se levanta y echa a correr tras ella, pero Lauren ya está subiendo las escaleras que conducen a una de las salas vip que aún permanecen cerradas.

Damien alcanza a Alison y la detiene. Durante el forcejeo, ella rompe a llorar y suelta la servilleta, que alguien recoge y conserva a modo de recuerdo. Yo ya estoy de pie y a punto de salir corriendo tras Lauren cuando Chloe me agarra del brazo.

—¿Adónde vas? —me pregunta.

—Voy a tratar de… arreglar este lío —contesto señalando con impotencia la puerta por la que Lauren acaba de desaparecer.

—Victor…

—Dime.

—Victor… —repite.

—Vuelvo dentro de nada. Veinte minutos —digo, y miro un reloj inexistente y otra vez a ella—. Menos. Diez.

—Victor…

—Cariño, necesita que le dé un poco el aire.

—¿En la sala vip? —pregunta—. ¿En la sala vip, Victor? ¿Va a darle mucho el aire en la sala vip?

—Vuelvo enseguida.

—Victor…

—¿Qué? —digo mientras intento zafarme de su presa.

—Victor…

—Es una emergencia —intento explicarle, e insisto en separarme de ella—. Habla con Baxter. Procurad que no llegue la sangre al río, que es lo mismo que voy a hacer yo.

—Me da lo mismo —dice entonces, y me suelta—. Me da lo mismo que vuelvas o que no. Ya no me importa ¿Lo entiendes?

Aturdido, contesto que sí con la cabeza y echo a correr.

—Victor…

We’ll slide down the surface of things

Encuentro a Lauren en la sala vip del último piso, la misma donde hace unas horas he estado entrevistando a posibles candidatos para DJ. Ahora sólo queda el barman, que está haciendo los últimos preparativos tras la barra de acero inoxidable. Es Holly quien me indica un mantel del que asoman los zapatos de tacón de Lauren, uno en su sitio, el otro colgando de un pie absolutamente apetecible. Sobre la mesa hay una botella llena de Stoli Cristall que desaparece al entrar en contacto con una mano misteriosa y vuelve a aparecer al cabo de breves instantes visiblemente diezmada. El zapato cae al suelo.

Indico al barman que nos deje solos. Holly se encoje de hombros y abandona la sala cerrando la puerta a sus espaldas. Suena de fondo una melodía agradable, puede que el «Linger» de The Cranberries. De camino hacia el reservado donde se ha tumbado Lauren paso junto a la mesa de billar de anticuario que ocupa el centro de la sala y acaricio el suave fieltro verde con las manos. Sólo las velas, la iluminación tenue y rabiosamente actual y los fríos destellos de la barra de acero quiebran la oscuridad hasta que uno de los focos de la calle atraviesa los cristales, recorre la sala, desaparece y vuelve a aparecer al cabo de pocos segundos inundándolo todo de luz metálica.

—Mi psiquiatra lleva una diadema —dice Lauren sin abandonar su refugio bajo el mantel estampado—. Se llama doctora Egan y lleva una diadema de diamantes.

Tardo un minuto en contestar.

—Qué triste.

Lauren sale como puede del reservado, se agarra al borde de la mesa para no perder el equilibrio, sacude la cabeza para despejarse y ejecuta, torpemente unos cuantos pasos de baile sobre el suelo de cemento en dirección a la mesa de billar. Tiendo la mano para tocar el collar de perlas que lleva alrededor del cuello y en el que no había reparado hasta ahora, e intento seguir el ritmo con ella.

—¿Qué haces, Victor? —me pregunta—. ¿Bailar? ¿Llamas a eso bailar?

—No. Temblar. Estoy temblando.

—Vaya por Dios. No tiembles, corazoncito.

—Creo que esta noche tengo motivos de sobra para temblar —digo con voz cansada—. Creo que los temblores de Corazoncito están más que justificados.

—No lo entiendo —se queja sin dejar de bailar—. Cuando te conocí eras un chico tan tierno, tan guapo, tan normal… —Pausa larga—. Tan tierno.

Tras un minuto de silencio, carraspeo.

—Perdona, pero dudo que yo haya sido nunca ninguna de esas cosas. —Reconsidero mis palabras—. Excepto guapo, claro.

Lauren deja de bailar, reflexiona un momento.

—No me extrañaría nada que ésa fuera la primera cosa sincera que has dicho en tu vida.

—Lo de antes… ¿iba en serio? —pregunto de nuevo a oscuras—. Lo que has dicho sobre nosotros. —Pausa—. Ya sabes.

Le paso la botella. Lauren empieza a beber, pero después cambia de opinión y deja el vodka sobre la mesa de billar. La luz de los focos ilumina su rostro unos instantes. Tiene los ojos cerrados, el ceño fruncido y la cabeza vuelta un poco hacia atrás.

Se tapa la boca con una mano, una mano que enseguida se convierte en un puño cerrado.

—¿Qué pasa? —Retiro la botella fría de la mesa de billar para que no deje un cerco en el fieltro—. ¿Ya no puedes más?

Lauren me da la razón y acerca su cara a la mía. El sonido de los cláxones de las limusinas atrapadas en los atascos y el clamor incesante de la multitud llegan intermitentemente a nuestros oídos mientras damos tumbos por la sala en un abrazo que Lauren interrumpe cuando le susurro al oído: «Deja a Damien». Entonces se da cuenta de lo excitado que estoy.

—No es tan fácil —objeta de espaldas a mí.

—Te entiendo perfectamente —digo sin alterarme—. La lujuria siempre está al acecho, ¿verdad?

—No, Victor, no eso. —Carraspea, rodea sin prisas la mesa de billar. Yo la sigo—. Ojalá fuera así de fácil.

—Tienes… aura de estrella —insisto.

Lauren atiende a mi súplica y corre a refugiarse entre mis brazos. Está temblando.

—¿No crees que todo pasa por alguna razón? —pregunta con la respiración agitada, abrazándose a mí con fuerza—. Tengo mucho miedo —dice—. Tengo miedo por ti.

—Basta de dudas —le susurro al oído, con la cara escondida entre sus cabellos, mientras la voy llevando poco a poco hacia la mesa de billar—. ¿Sí? —digo en voz baja, y la beso en la boca, y le acaricio el vientre.

Ella se resiste de palabra, pero yo ya le he remangado el vestido, incapaz de controlarme. No me importa quién pueda vernos ni quién pueda entrar por la puerta en este momento en que sólo existe el presente. Salvo el obstáculo de su ropa interior con un dedo que se aventura primero hasta acariciarle el vello y luego hasta el interior de un pasadizo que se va humedeciendo. La presión aumenta y un segundo dedo acude en auxilio del primero. Lauren se adhiere a mi cuerpo y no quiere despegar su boca de la mía, pero yo la obligo a hacerlo para contemplar la expresión de su cara. Instantes después está sentada en la mesa con las piernas abiertas y en alto, rodeándome el cuello con las manos para atraerme hacia sí y con la boca pegada de nuevo a la mía. De pronto me doy cuenta de que los únicos jadeos que se oyen son los míos y veo que retrocede y dirige la mirada a un punto desconocido a mi espalda. Me vuelvo y, en la oscuridad de la sala vip, adivino la silueta de un hombre a contraluz sobre la vista de Union Square.

Lauren se separa de mí a toda prisa.

—¿Damien? —digo.

La silueta se acerca.

—Damien, oye… —digo, y empiezo a andar hacia atrás.

La sombra levanta una mano en la que parece sostener un periódico enrollado.

—¿Damien? —repito una y otra vez.

El mismo haz de luz de antes vuelve a recorrer la sala a cámara lenta e ilumina brevemente el rostro de la sombra. Boquiabierto y desconcertado, veo que Hurley Thompson se abalanza sobre mí gritando: «¡Hijo de la gran puta!».

Su puño se abate sobre mi mandíbula sin darme tiempo a reaccionar. Mientras Lauren pide clemencia a gritos, yo logro protegerme la cara con los brazos, pero entonces Hurley cambia de táctica y empieza a castigarme el pecho y el estómago. Cuando por fin me desplomo sin aliento ni fuerzas para pedir ayuda, Hurley se agacha, me abofetea la cara con el periódico, me dice entre dientes al oído: «Sé lo que has hecho, cabrón. Sé lo que has dicho, imbécil de mierda». Luego se va, no sin antes propinarme un pisotón en la cara. Me incorporo como puedo y distingo la figura borrosa de Lauren junto a la puerta. Entonces veo que toca un interruptor y tengo que taparme los ojos para protegerme de la explosión de luz, y, cuando la llamo, no responde.

Las páginas desperdigadas a mi alrededor corresponden a la edición de mañana del News. En la que tengo más cerca, la que en estos momentos estoy manchando de sangre, está la columna de sociedad de Buddy Seagull encabezada por el titular HURLEY THOMPSON ABANDONA EL RODAJE DE SUN CITY III ENTRE RUMORES DE DROGADICCIÓN Y MALOS TRATOS y acompañada por una foto de Hurley y Sherry Gibson en «tiempos mejores». Cierra la columna el recuadro de la sección «¿Qué se traen entre manos?», que consiste en una foto con tanto grano que parece tomada con teleobjetivo en la que aparecen alguien que se supone que soy yo y Lauren Hynde dándose un beso en la boca con los ojos cerrados. El pie de foto informa en negrita de que se trata de «Victor Ward, el chico de moda, y la actriz Lauren Hynde, en actitud amorosa en un estreno». La sangre que me brota de las heridas de la cara sigue empapando el papel. Cuando por fin consigo levantarme, me acerco al espejo del bar e intento una cura de urgencia, pero después de tocarme la boca y peinarme con los dedos acabo con la frente llena de sangre. Entonces me limpio como puedo con una servilleta y bajo corriendo las escaleras.

We’ll slide down the surface of things

Los comensales han abandonado la primera planta y han sido sustituidos por otros invitados. Estiro el cuello buscando alguna cara familiar y en éstas aparece Jotadé y me lleva aparte.

—Suéltame —le digo en vano.

—Pero bueno, ¿qué te ha pasado en la cara? —me pregunta como si tal cosa, y me pasa una servilleta—. ¿Cómo te has manchado el esmoquin de sangre?

—Me he caído —contesto cabizbajo—, pero no es nada. Además, no es sangre. Es el lacito del sida.

Jotadé se estremece.

—Estamos al corriente de que Hurley Thompson acaba de vapulearte, con que no hace falta que…

—¿Dónde está Chloe? —pregunto, y estiro el cuello para intentar verla—. ¿Me oyes? ¿Dónde está Chloe?

Jotadé respira hondo.

—No sabría decirte.

—¡Jotadé, no empieces con ésas! —le advierto.

—Yo sólo sé que Hurley Thompson le ha dejado un periódico en el regazo y le ha contado no sé qué al oído mientras ponía la mano en remojo en una cubitera. Y entre lo que él le ha contado y lo que ella ha leído en el periódico, al final… se le ha desencajado la cara.

Miro a Jotadé con los ojos abiertos de par en par y me pregunto en qué momento de los diez últimos segundos le he agarrado los hombros.

—¿Qué más? —pregunto sudoroso y sin aliento.

—Pues nada, que Chloe se ha ido a toda prisa, Baxter Priesdy ha echado a correr tras ella, y Hurley Thompson se ha encendido un habano con cara de satisfacción.

La alarma que me produce la noticia debe de notárseme en la cara, porque Jotadé me mira fijamente y susurra:

—Victor, por el amor de Dios…

—Es demasiado pronto para aventurar interpretaciones —lo interrumpo mientras me palpo el costado más castigado por los golpes de Hurley.

—No —me contradice—. Será pronto para ti. —Pausa—. Los demás lo tenemos muy claro.

—Como dice siempre Cindy Crawford…

—¿Y a quién coño le importa lo que diga o deje de decir Cindy Crawford? —grita—. ¡Pero de qué coño estás hablando!

Desconcertado, me lo quedo mirando un buen rato antes de apartarlo de mi camino. Las escaleras están llenas de invitados y fotógrafos que me ayudan a levantarme cada vez que tropiezo con uno de ellos. Cuando por fin llego a la planta baja, el aire está tan saturado de humo de tabaco y marihuana que no puedo respirar y tengo que abrirme paso a empellones. No veo bien, me molesta el volumen de la música —sobre todo en los acordes menores—, y el operador de Steadicam no logra mantenerme dentro de campo.

En la calle se ha formado tal hervidero de gente que resulta imposible distinguir ni una sola cara. La primera reacción de la multitud al verme salir es el silencio, pero pronto empiezan a gritar mi nombre y a exigir que les dejen entrar. Yo me mezclo con los exaltados y me abro paso entre ellos repitiendo tantas veces como hace falta «¿qué tal?», «permiso», «mil puntos por ese look» y «nada, nada, no pasa nada». Sorteado el laberinto de cuerpos, por fin encuentro lo que buscaba: Chloe. Baxter la sigue e intenta tranquilizarla, pero ella se lo quita de encima una y otra vez y se lanza contra los coches aparcados, indiferente al estrépito de las alarmas que se hacen eco de su furia. Yo contemplo la escena con la respiración entrecortada, muerto de miedo pero también de risa.

Intento adelantar a Baxter para alcanzar a Chloe, pero él me oye llegar, se revuelve, me agarra por las solapas y me empuja contra la pared. Mientras yo veo impotente alejarse a Chloe, Baxter sonríe y se une al ruido del tráfico con sus gritos: «¡Fuera de aquí, Victor! ¡Déjala en paz de una vez!». Cuando Chloe se vuelve y me fulmina con la mirada, su paladín —que es más fuerte de lo que jamás habría imaginado— no logra disimular por completo su satisfacción. Chloe llora desconsoladamente e, incluso con Baxter interponiéndose entre los dos, me doy cuenta de que el disgusto ha hecho mella en su rostro.

—¡No soy yo, amor mío! —grito—. ¡No soy…!

—¡Victor! —me amenaza Baxter—. ¡Ya basta!

—¡Es un montaje! —insisto.

Chloe me mira fijamente hasta que yo me doy por vencido y Baxter deja de forcejear. Un taxi aminora la marcha cuando pasa junto a nosotros. Baxter se acerca a Chloe a paso ligero y la ayuda a subir al coche sosteniéndola por el brazo. Ella me dedica una última mirada y luego se derrumba en el asiento, triste, vulnerable, ausente. Lo último que veo antes de que se haga el silencio es la sonrisa burlona de Baxter, a quien parece haber divertido sobremanera todo lo sucedido.

Los abucheos de unas chicas asomadas a las ventanillas de una limusina me hacen reaccionar. Regreso al local a la carrera. Tras las vallas, los guardias de seguridad rugen órdenes a sus walkie-talkies. Me abro paso entre el gentío hasta llegar, casi sin aliento, al pie de las escaleras, y allí los porteros me ayudan a acceder a la entrada y a dejar atrás los gritos de decepción de los menos afortunados junto con el vapor que se desprende de los focos y se extiende hasta cubrir la multitud. Momentos después me encuentro pasando de nuevo a través de los detectores de metales y subiendo los varios tramos de escalera que conducen al despacho de Damien. Al llegar al segundo piso tengo el tiempo justo de esconderme detrás de una columna.

Damien acompaña a Lauren hasta una escalera privada que les permitirá salir a la calle por la puerta de atrás. Ella respira agitadamente e incluso me parece más delgada que hace un rato. Damien le habla sin parar y, a juzgar por el gesto atormentado de ella, sin darle ocasión de procesar lo que está diciendo; luego abre la puerta, sale al exterior con Lauren y vuelve a cerrar.

Yo regreso a la planta baja a una velocidad alarmante e intento abrirme paso de nuevo entre los invitados. Hay demasiada gente circulando, las caras se desdibujan y quedan reducidas a un perfil, alguien me regala flores, otros hablan por teléfono móvil, todos fundidos en una única masa alcohólica en movimiento. Mientras tanto, yo atravieso la oscuridad absolutamente sobrio, indiferente a la gente que pasa junto a mí siempre en busca de otro lugar.

Una vez en la calle vuelvo a atravesar la marea humana procurando alejarme de todo aquel que grita mi nombre. Lauren y Damien suben a una limusina aparcada a lo que me parecen kilómetros de donde yo estoy. Aun así, grito: «¡Esperadme!». Luego sigo el coche con la mirada hasta verlo desaparecer en la niebla que cubre Union Square. Sólo el pequeño cataclismo que se está produciendo en mi interior en ese momento me ayuda a ver las cosas con mayor claridad.

Hace frío, todo parece descolorido y la noche desacelera de repente: el cielo se ha convertido en una imagen fija y borrosa. Me detengo un momento para comprobar si llevo encima algún cigarrillo y me vuelvo al oír que alguien me llama por ni nombre. Junto a una limusina aparcada en la esquina reconozco a Alison —sin asomo de compasión en su rostro— y, a sus pies, al Señor Chow y la Señora Chow. Los perros también se percatan de mi presencia y empiezan a tirar de las correas, a dar saltos y a morder el aire con la dentadura al descubierto. Yo me palpo el labio hinchado y la mejilla magullada como si fuera tonto. No se me ocurre qué otra cosa hacer.

Alison sonríe y suelta las correas.

6

El Florent: un restaurante barato del Meat-Packing District, de esos que abren las veinticuatro horas, lóbrego y angosto. Sentado en una de las primeras mesas, invadido por una sensación de suciedad, apuro la Coca-Cola que me he comprado de madrugada en no sé qué bar del East Village donde para colmo he perdido la pajarita. Tengo frente a mí un ejemplar del News abierto por la página correspondiente a la columna de Buddy Seagull, que leo por enésima vez a sabiendas de que no me dará ninguna pista de lo sucedido. A mi espalda, los técnicos instalan las luces de un rodaje que está a punto de empezar. A eso de las cuatro he intentado pasarme por casa, pero me lo ha desaconsejado la presencia de un joven muy guapo —de unos veinticinco o veintiséis años—, con un corte de pelo sospechosamente favorecedor, que fumaba con aire de llevar horas esperando. Sólo me ha faltado ver a otro tipo —un miembro del reparto con el que aún no había coincidido— montado en un jeep negro y hablando por teléfono para convencerme de que debía largarme. Bailey me trae otro frappuccino descafeinado. En el Florent hace un frío polar y, por más que soplo, cada vez que me despisto la mesa vuelve a aparecer cubierta de confeti. Lanzo sendas miradas recriminatorias al escenógrafo y a la script, que, lejos de dejarse intimidar por ellas, me las devuelven. Suena de fondo una música típica de restaurante, y los minutos me parecen horas.

—¿Qué tal, hombre? —pregunta Bailey—. ¿Cómo va eso?

—Eh, ¿qué cuentas? —digo con voz cansina.

—¿Te pasa algo? —insiste—. Te veo un poco fastidiado.

Sopeso el comentario antes de preguntar:

—¿Te ha perseguido alguna vez un chow-chow?

—No sé, tío. ¿Qué es eso?

—¿Un chow-chow? Un perro con el pelo suave y un humor de mil demonios —le explico—. Los usaban en China para vigilar los palacios y todo eso.

—A ver, ¿me ha perseguido alguna vez un chow-chow? —se pregunta Bailey, desconcertado—. Pues no, no recuerdo haber entrado nunca en un palacio chino… —dice con una mueca burlona.

Cuento hasta tres.

—Anda, tráeme un zumo y un bol de muesli, ¿vale?

—En serio que se te ve hecho polvo.

—Estaba pensando… Miami —digo, y lo miro con los ojos entornados.

—Sí, señor Sol, caracolas, art déco, Bacardi, olas rompiendo en la playa —expone con un gesto alusivo—, reportajes de moda y Victor Ward causando sensación. Me parece muy bien.

Contemplo el tráfico matutino que circula por la calle Catorce. Carraspeo.

—O tal vez Detroit…

—El mundo es una selva —dice Bailey—. Aquí y en todas partes. Lo que yo te diga.

—¿Me traes el zumo y el bol de muesli?

—Tienes que aprovechar ese potencial, tío.

—Gracias por el consejo, pero no has tenido en cuenta un detalle.

—¿Cuál?

—Que eres camarero.

Leo las líneas finales de un artículo dedicado a las últimas máscaras de pestañas aparecidas en el mercado (Añicos y Cucaracha son los colores de la temporada), a los lapices de labios más de moda (Congelación, Asfixia, Hematoma) y a las lacas de uñas con más glamur (Sano, Moho), y me siento sinceramente impresionado por los avances de la cosmética. A mi espalda, una chica ataviada con una pamela y un top bandeau escucha con los ojos muy abiertos a un tipo vestido con un traje hecho con piezas de armadura del siglo dieciséis que chasquea los dedos y farfulla: «Sí, hombre, éste…», y de pronto se acuerda del nombre que buscaba: «¡Ewan McGregor!». Después de eso ambos guardan silencio. El director se acerca a mi mesa y me dice: «Tienes que parecer más preocupado», la señal convenida que me advierte que ha llegado el momento de salir del Florent.

Una vez en la calle, la luz —en parte artificial— me descubre de nuevo la ciudad. Las aceras de la calle Catorce están vacías, sin figurantes, y, por encima del ruido de un lejano martillo hidráulico, oigo a alguien canturreando «The Sunny Side of the Street». Alguien me toca el hombro, pero, cuando me vuelvo a mirar, no veo a nadie. Un perro pasa de largo a la cañera. Lo llamo, se para, me mira y sigue corriendo. Suena de fondo el «Disarm» de los Smashing Pumpkins, que hace de puente entre esta secuencia y la siguiente: el local que iba a abrir en TriBeCa. Entro en campo sin reparar en la limusina negra que comparte plano conmigo desde el otro lado de la calle, cuatro travesías más allá.

5

Una puerta se cierra de golpe a mi espalda, dos pares de manos me agarran de los hombros y yo doy con mis huesos en una silla que se encuentra en un espacio iluminado por una desconcertante luz negra. Poco a poco, sombras y siluetas cobran identidad: primero los dos esbirros de Damien (incluido Duke pero no Digby, que fue sustituido después de la escena del desayuno de ayer) y Juan, el portero de tarde del edificio del Upper East Side donde vive Alison; después Damien, que aparece cuando encienden el resto de los focos, fumando un Partagas Perfecto y vestido con unos vaqueros muy ceñidos, una camiseta con estampado geométrico, una camisa con estampado galáctico, un abrigo largo de Armani y botas de motero. Cuando me estruja la cara, sus manos frías actúan como un analgésico hasta que se empeña en echarme la cabeza hacia atrás como si quisiera partirme el cuello. Por suerte, uno de los gorilas —puede que Duke— interviene y Damien me suelta y empieza a entonar una especie de sonsonete. Una de las esferas que colgaban sobre la pista de baile yace hecha añicos en un rincón entre montañas de confeti.

—Tienes unos modales infernales —digo cuando me suelta, tratando de mantener la compostura.

Pero Damien no me escucha; se limita a andar de un lado a otro y a entonar esa especie de sonsonete. Aquí dentro hace tanto frío que su aliento forma una nubecilla cada vez que expulsa el aire de los pulmones. Cuando por fin se acerca de nuevo a la silla y se inclina amenazadoramente sobre mí —a pesar de no ser muy alto—, el humo de su habano me irrita los ojos. Al cabo de unos segundos se cansa de contemplar mi expresión perpleja, sacude la cabeza en señal de desaprobación y retrocede unos pasos para seguir recorriendo la sala hasta haber tomado una decisión.

Sus esbirros y Juan me contemplan sin demostrar especial interés en mi persona, y yo sostengo sus miradas sin apenas desviar la vista. Están esperando a que Damien les indique cuándo deben empezar. Tenso los músculos, me preparo pata encajar los golpes y pienso: en la cara no, en cualquier sitio menos en la cara.

—¿Habéis leído el Post esta mañana? —pregunta a nadie en particular—. ¿Habéis visto ese titular que decía que Satanás se ha escapado del infierno?

Gestos y murmullos de asentimiento. Cierro los ojos.

—¿Sabes qué pienso cuando veo todo esto? —dice Damien, señalando a su alrededor—. ¿Quieres que te lo diga?

Niego con la cabeza sin querer hasta que me doy cuenta de mi error y digo que sí.

—Pues pienso: ¡Dios! El signo de los tiempos está a la espera.

No digo nada. Damien me escupe, me agarra la cara y me restriega la saliva por la nariz y las mejillas hasta que se me abre el corte que me hizo Hurley en el labio.

—¿Qué tal, Victor? —pregunta—. ¿Cómo te encuentras esta mañana?

—Un poco… raro —respondo, tratando de adivinar la respuesta correcta y echándome hacia atrás por si acaso—. Y bastante… patético.

—Un papel hecho a tu medida —se burla.

En estos momentos es un hombre furioso, violento, con las venas del cuello y de la frente a punto de estallar.

Me estruja la cara con tanta fuerza que sus manos ahogan mis gritos e incluso veo borroso. Cuando menos lo espero, sin embargo, me suelta y vuelve a deambular.

—¿Nunca se te ha ocurrido hacer examen de conciencia y decir: «Cuidado, que por ahí no vas bien»?

No contesto; bastante trabajo tengo con respirar.

—Supongo que no hará falta decirte que estás despedido.

Le doy a entender que no sin pronunciar ni una sola palabra. No imagino qué expresión debe de tener mi cara en este momento.

—¿Quién te has creído que eres? —pregunta aturdido—. ¿Una estrategia de venta? Te lo diré en pocas palabras: tu escala de valores no me convence.

Le doy la razón con un gesto. No estoy en condiciones de llevarle la contraria.

—En este negocio también existen el bien y el mal, Victor —continúa con la respiración agitada—. Y no sé por qué me da que tú eres incapaz de distinguirlos.

De repente, algo hace clic en mi interior.

—Ya vale, ¿no? —grito con la cabeza alta—. Lo que hay que aguantar…

A Damien no le molesta mi reacción: al contrario. Se lleva el habano a los labios y, mientras va dando vueltas a mi alrededor, va echando una calada tras otra en rápida sucesión. El extremo del habano se enciende y se apaga al compás.

—A veces hasta en el desierto hiela —declama con voz pretenciosa.

—Te escuchamos, oh gran sabio —digo con desdén—. Santo Dios, lo que hay que oír…

Damien me abofetea una vez, dos veces, tres. No recuerdo que el guión dijera nada de un tercer bofetón. Duke es el encargado de pararle los pies.

—Yo aparco donde me da la gana, Victor —gruñe Damien—. ¡Pero también pago las multas cuando hace falta!

Damien se desembaraza de Duke y me pellizca la mejilla en el punto exacto en que Hurley me propinó el primer puñetazo hasta que le suplico a gritos que me suelte e intento apartar su brazo de mi. Cuando por fin lo hace, vuelvo a derrumbarme sobre la silla, frotándome la cara con una mano.

—No… —Intento recobrar el aliento—. No entiendo… no entiendo qué ha pasado. —Es todo cuanto tengo tiempo de farfullar antes de romper a llorar.

Damien me abofetea otra vez.

—Eh, tú, mírame.

—No tienes pelos en la lengua. —Jadeo, deliro—. Eso es digno de admiración. —Abro la boca y respiro hondo—. ¿Voy a la cárcel, verdad? Voy directamente a la cárcel.

Damien suspira, me mira, se pasa una mano por la cara.

—Haces lo imposible por parecer un tipo especial —dice—, pero en el fondo eres de lo más vulgar. —Pausa—. Eres un fracasado. —Se encoje de hombros—. Un blanco fácil.

Trato de levantarme, pero Damien me obliga a sentarme de nuevo de un empujón.

—¿Te la has tirado? —pregunta de repente.

Se me hace muy difícil contestar porque no sé de quién está hablando.

—¿Te la has tirado? —insiste sin perder la calma.

—Me acojo a la Quinta Enmienda, o sea que no pienso declarar contra mí mismo —farfullo.

—¿Qué has dicho, mamón? —ruge.

Los dos gorilas se abalanzan sobre él para evitar que se líe a puñetazo limpio conmigo.

—¡La foto es un montaje! —grito—. ¡No lo parece, pero te juro que lo es! El de la foto no soy yo. La han retocado.

Damien se lleva la mano al bolsillo del abrigo de Armani y deja caer sobre mí un fajo de fotografías, una lluvia de papel que me obliga a encoger la cabeza. Una de las instantáneas aterriza boca arriba en mi regazo; el resto se esparce por el suelo. En todas aparecemos Lauren y yo haciendo el amor. En algunas se distingue incluso el brillo de nuestras lenguas entrelazadas.

—¿Qué…? ¿Qué son estas fotos? —pregunto.

—Quédatelas, de recuerdo.

—¿Qué son? —insisto.

—Los originales, imbécil —contesta Damien—. Los han mirado con lupa y no están retocados… imbécil.

Damien se dirige al otro extremo de la sala. Más tranquilo, cierra un maletín y consulta el reloj.

—Ni que decir tiene que no abrirás este local —me informa—. Los socios capitalistas ya han dado su opinión al respecto. Nos hemos ocupado de Bean y también hemos despedido a Jotadé. A causa de su desafortunada colaboración contigo, no le será posible volver a trabajar en Manhattan.

—Venga ya, tío —digo en voz baja—. Jotadé no ha hecho nada malo.

—Tiene sida —dice Damien mientras se calza un par de guantes de piel de color negro—. Así que, de todas maneras, no durará mucho.

Damien se da cuenta de que me he quedado petrificado.

—Es una enfermedad de la sangre —dice—. Una especie de virus. Seguro que has oído hablar del tema.

—Sí, claro —digo sin demasiado convencimiento.

—He fichado a Baxter Priestly —me comunica antes de marcharse—. Se diría… —agacha la cabeza para dar con la expresión justa— hecho a propósito, ¿verdad?

Juan se encoge de hombros y sigue a Damien y a sus esbirros hasta la calle. Una vez solo, recojo una de las fotografías del suelo y le doy la vuelta con la esperanza de que el reverso esconda alguna pista. Nada. No puedo más. La cabeza me da vueltas.

—Mierda, mierda, mieeerda —digo mientras me acerco a un fregadero polvoriento situado cerca de donde habría estado el bar.

Espero a que el director grite «¡Corten!» en cualquier momento, pero, aparte de la limusina de Damien que se aleja de TriBeCa, sólo oigo los crujidos que provoco yo mismo al pisar los restos de la esfera hecha añicos, unos cascabeles que no figuraban en el guión y el zumbido de una mosca que estoy demasiado cansado para espantar.

4

Una cabina telefónica en Houston Street, a tres manzanas del apartamento de Lauren. Pasan varios figurantes, rígidos y mal dirigidos. Una limusina sigue su camino hacia Broadway. Mastico un Mentos.

—Hola, nena, soy yo —digo—. Necesito verte.

—Imposible —dice, y añade menos tajante—. ¿Quién es?

—Voy para allá.

—No me vas a encontrar.

—¿Por qué no?

—Dentro de una hora o así me voy a Miami con Damien —responde—. Estoy haciendo el equipaje.

—¿Qué hay de Alison? —pregunto—. ¿Qué pasa con su prometida? —insisto—. ¿Eh?

—La ha dejado. Por lo visto la tía quiere llevar el caso a los tribunales —comenta—. ¿No te parece increíble? A mí no, la verdad.

Mientras proceso toda esta información, el cámara me distrae dando vueltas alrededor de la cabina y se me olvida el diálogo. Decido improvisar y, para mi sorpresa, el director no me llama al orden.

—¿Y si…? ¿Y si quedamos cuando vuelvas? —pregunto tentativamente.

—A la vuelta me toca rodar exteriores —explica como si fuera la cosa más normal del mundo—. En Burbank.

—¿De qué película? —le pregunto, y me tapo los ojos con una mano.

—Me han dado el papel de genio chillón en Aladino y Roger Rabbit, la ultima de Disney con actores de carne y hueso. La dirigirá… ¿cómo se llama? Ah, ya, Cookie Pizarro. —Pausa—. En la CAA dicen que puede ser mi salto a la fama.

No sé qué más decir.

—Dale recuerdos a Cookie de mi parte. —Suspiro—. Oye, en serio. Voy para allá.

—No puede ser, cielo —dice con voz dulce.

—Eres imposible —protesto entre dientes—. Ven tú a verme a mí, entonces.

—¿Dónde estás?

—En una suite de lujo del SoHo Grand.

—Parece territorio neutral… pero no.

—Lauren… ¿qué hay de lo de anoche?

—¿Quieres que te dé mi opinión?

Sigue una pausa larga a la que estoy apunto de poner fin porque ya me acuerdo del diálogo cuando Lauren se me adelanta.

—Opino que no deberías esperar demasiado de la gente. Opino que estás acabado y que la culpa es tuya y de nadie más.

—Últimamente he estado sometido a una gran presión —me justifico tratando de aguantar el tipo—. Un tropezón lo tiene cualquiera.

—Tú no has tropezado, Victor —replica ella—. Tú te has caído con todo el equipo.

—¿Lo dices tan alegremente?

—Así es como se dicen las cosas cuando no te importan —dice—. Me extraña que te sorprenda precisamente a ti.

Cuento hasta tres.

—No me das muchos ánimos…

—Hablas como si te hubieras hecho un piercing en la lengua —dice aburrida.

—Tú, en cambio… irradias glamur incluso por teléfono —farfullo mientras introduzco otra moneda en la ranura.

—¿Sabes qué pasa, Victor? —dice—. Que vas por el mundo sin enterarte de nada, y eso no puede ser.

—Los de la foto no somos nosotros —reacciono de pronto—. No sé quién ni cómo… pero no somos…

—¿Estás seguro? —me interrumpe.

—¡Lauren! —protesto en mi tono más agudo de voz—. ¿Qué te pasa? Santo Dios, el mundo se viene abajo y tú me hablas como si…

—Estoy segura de que un día te despertarás y lo entenderás todo de repente —dice—. No pondría la mano al fuego, pero estoy casi segura de que, al final, acabarás entendiéndolo.

—Santo Dios, Lauren, lo dices como si fuera una sorpresa y no quisieras estropeármela.

—Victor… —Suspira—. Bueno, tengo que colgar.

—No soy yo, Lauren —insisto—. Puede que seas tú, pero desde luego no soy yo.

—Pues se te parece mucho. Además, el periódico dice que sí lo eres.

—¡Lauren! —grito asustado—. ¿Qué significa todo esto? ¿De dónde demonios ha salido esa foto?

—Victor —continúa Lauren sin perder la calma—, no volveremos a vernos. No volveremos a hablar. Esta relación ya es agua pasada.

—¡Cualquiera diría que acabas de completar una misión! —grito.

—Me confundes contigo —dice severa.

—Te lo pido por lo que más quieras —suplico al límite de mis fuerzas—. Déjame verte.

—Confía en mí —dice ella—. No te conviene verme.

—Por el amor de Dios, Lauren… ¡se hace las camisas a medida!

—Me trae sin cuidado —replica—. Esos detalles sólo te importan a ti. A nadie más se le ocurriría valorar a la gente por ese tipo de cosas.

Cuento hasta diez antes de seguir.

—Supongo que te habrás enterado de lo de Mica.

—No. ¿Qué? —pregunta sin el más mínimo interés.

—La han asesinado —digo mientras me limpio la nariz.

—Yo no lo llamaría un asesinato —me corrige con cautela.

Otra pausa larga.

—¿Ah, no? ¿Cómo lo llamarías, entonces? —pregunto.

—Una declaración de principios —contesta ella en tono solemne, dando a su respuesta un sentido más profundo del que soy capaz de captar.

—Lauren, por favor —susurro—. Lo que hay que oír.

Y cuelga.

La cámara deja de rodar el tiempo que tarda la maquilladora en aplicarme un par de lágrimas de glicerina. Tal como había hecho en los ensayos, cuelgo el auricular de manera que se me escape de la mano y se columpie unos segundos del cable. Luego lo recupero y, con cuidado, lo cuelgo de la horquilla y me la quedo mirando. La toma se da por buena y pasamos a rodar la secuencia siguiente.

3

Para mi sorpresa, Chloe indica al portero que me deje subir. Ahston, por órdenes del director, ya me ha puesto al corriente de la historia y estoy a punto para rodar la próxima escena, que, básicamente, tiene que ver con que Chloe se ha saltado los pases que tenía para hoy y se ha armado un follón de órdago. Hard Copy, Inside Edition, A Current Affair, Entertainment Tonight y Nightline llevan toda la mañana llamando, y por eso se ha decidido que Chloe vaya a pasar quince días al centro Canyon Ranch en compañía de Baxter Priesdy. El director, que ya está hasta las narices de mí, aprovecha el trayecto en ascensor para decirme que ponga cara de angustiado, y yo lo intento, pero a lo más que llego es a parecer ligeramente alicaído. Cuando vuelvo la vista hacia la cámara, el operador enfoca hacia arriba y me sigue a través de las puertas abiertas mientras yo penetro en la oscuridad del corredor que conduce al loft de Chloe.

Dentro del apartamento hace un frío polar, incluso con todas las luces encendidas. Las ventanas están sepultadas bajo grandes placas de hielo y también hay escarcha sobre los armarios de la cocina y la gran mesa baja de cristal, y charcos de agua en el suelo. El teléfono no para de hacer ruido, lo mismo que el televisor. Cuando entro en el dormitorio para apagarlo, están pasando el anuncio del programa de Patty Winters de esta tarde: la presentadora sostiene en brazos a un niño de cuatro años con graves malformaciones mientras suena de fondo «From a Distance» de Bette Midler. Se acaba el intermedio y aparece el personaje de una telecomedia diciendo a otro: «Qué desagradable». Me dirijo a cámara lenta hacia el baño, pero Chloe no está. La bañera está llena de espuma, y en el lavabo, al lado del artilugio que usa Chloe para blanquearse los dientes, hay dos envases vacíos de helado Ben & Jerry’s Chubby Hubby y un espejo de mano que me hace temer lo peor pero que no llego a ver de cerca porque en ese preciso instante, mientras el teléfono sigue sonando, oigo que Chloe entra en el dormitorio y doy media vuelta.

Lleva el móvil pegado a la oreja, está escuchando lo que sea que le cuenta su interlocutor, y parece más entera de lo que esperaba. Me ve, se dirige hacia la cama —donde reposa el juego de maletas Gucci que Tom Ford le envió como regalo de cumpleaños—, dice algo que no llego a oír al auricular y cuelga. Considero la posibilidad de abrir los brazos y decir: «¡Tachán!». En vez de eso, pregunto: «¿Quién era?». Cuando me doy cuenta de que el teléfono no es el suyo, añado: «Ese teléfono no es tuyo».

—Es de Baxter —explica—. Me lo ha dado. —Pausa—. Como al mío no me puedo poner…

—Cariño —digo—, ¿te encuentras bien? —Pienso en el espejo que acabo de ver en el cuarto de baño y me pregunto si había algo en él—. ¿No habrás vuelto a…? —No me atrevo a formular la pregunta completa.

Chloe tarda unos segundos —más de los previstos— en entender a qué me refiero, y sólo entonces responde: «No, Victor, no». No obstante, advierto en ella una especie de estremecimiento que me deja más bien inquieto.

El teléfono suena una y otra vez y Chloe saca un jersey tras otro del armario para irlos colocando en las maletas abiertas. Sus movimientos son lentos, pausados, concienzudos, como si respondieran a un plan preconcebido. Ni siquiera mi presencia parece distraerla de su objetivo. De pronto, sin embargo, se detiene, suspira y se vuelve hacia la enorme butaca blanca en que estoy arrellanado. En la pared de enfrente hay un espejo donde me veo reflejado, tembloroso pero no tan magullado como temía.

—¿Por qué? —me pregunta Chloe, mientras el teléfono sigue sonando a modo de recordatorio.

—¿Por qué qué?

—¿Por qué, Victor?

—Cariño… —digo con las manos en alto, apunto de darle una explicación—. Tú eres… Tú sabes… Tú me inspiras.

—Quiero una respuesta —exige ella sin perder la calma—, no una asociación de ideas. Explícame por qué.

Proceso sus palabras.

—Te entiendo, te entiendo.

—Si fueras capaz del más mínimo sentimiento… —me recrimina con un suspiro mientras regresa a su labor.

—Cariño, por favor…

—¿Por qué, Victor? —insiste.

—Cariño…

—No pienso llorar. Ya he llorado bastante esta noche —dice—. No pienso darte el gusto de verme llorar, conque ya puedes ir contestando sin miedo.

—Aún no… Aún no… —Suspiro y vuelvo a empezar—. Cariño, lo que ha pasado…

—Nunca respondes a lo que se te pregunta si puedes evitarlo, ¿verdad?

—Esto… —La miro desconcertado—. ¿Qué me habías preguntado?

Chloe coloca varias braguitas y camisetas en un rincón de la maleta grande. Luego enrolla el cable de un secador de pelo alrededor del mango y lo mete dentro de una bolsa más pequeña.

—Me ha llevado mucho tiempo estar a gusto conmigo misma —dice al pasar junto a la butaca—, y no estoy dispuesta a desandar lo andado por tu culpa.

—Pero si tú nunca te has gustado —objeto, y lo subrayo con un gesto de la cabeza—. En el fondo, nunca te has gustado —repito, y luego añado—: Cariño, haz el favor de no dar más vueltas.

Suena el móvil de Baxter, Chloe lo recoge de donde lo había dejado —encima de la cama— y escucha lo que le dicen sin apartar los ojos de mí hasta que me da la espalda y la oigo decir:

—Sí, sí, vale… Estaré lista, sí… Sólo tengo que ver a una persona… De acuerdo, gracias… ¿Hugh Grant y Elizabeth Hurley? De acuerdo, muy bien… No, no, estoy bien… Sí, está aquí… No, no, no, estoy bien, no hace falta… De verdad… Venga, hasta luego.

Chloe cuelga, se va derechita al cuarto de baño, entra y cierra la puerta. La oigo tirar dos veces de la cadena antes de volver a salir. Quiero preguntarle quién llamaba para obligarla a pronunciar su nombre, aunque sé de sobras quién era y, en el fondo, no me apetece nada oírla pronunciar su nombre.

—¿Y bien? —insiste—. ¿Vas a explicarme por qué ha pasado lo que ha pasado o no?

—Porque… —Trago saliva—. No es fácil de explicar, ¿sabes? Tú ya me… Sé lo que sé. Nada más. Soy… lo que soy —declaro con la esperanza de que sea una explicación válida.

—Lo que sabes no sirve para nada —replica ella—. Lo que sabes no sirve para nada.

—Santo Dios… —Suspiro.

—Fíjate en la vida que llevas, Victor. Así no vas a ninguna parte. Conoces a chicas que se llaman Vagina…

—Cariño, no se llama Vagina, se llama Yanni. Yo no tengo la culpa de que eso signifique «vagina».

—¿En cuántos reservados de cuántos locales nocturnos piensas sentarte en toda tu vida? —pregunta—. Cada vez que vamos al Bowery Bar, al Pravda, al Indochine o adonde sea no haces otra cosa que quejarte. —Una pausa para darme la ocasión de defenderme—. Pero sigues yendo cuatro veces a la semana.

—Cariño, estoy muy cansado.

—No, lo que estás es enfermo —dice, y se queda mirando el equipaje con los brazos en jarras—. Tienes el alma enferma.

—La culpa es… —Levanto la vista hacia ella, aturdido—. La culpa la tiene una cocaína un poco chunga que… —Suspiro y me doy por vencido—. En fin, no tiene importancia.

—Para ti nada la tiene.

—Oye, ¿qué pasa? ¿Por qué todo el mundo se mete conmigo últimamente?

—Porque te pasas el día tratando de impresionar a gente que te tiene impresionado a ti. Por eso.

—¿Y por qué iba a querer impresionar a gente que a mí ni me va ni me viene?

—Porque la gente a quien tratas de impresionar no se lo merece.

Proceso las últimas palabras de Chloe y luego carraspeo.

—En este momento estoy un poco… hecho un lío —me quejo.

—Vas detrás de gente que pasa olímpicamente de ti.

—Pero qué dices… —protesto—. Fingen que pasan olímpicamente, pero en el fondo…

Chloe me ataja con una mirada de total incredulidad.

—Victor, ¿has oído lo que acabas de decir?

Yo me limito a encogerme de hombros.

—Mira, ya sé que te resulta difícil aceptar los hechos, pero… ¿no va siendo hora? —Cierra la cremallera de una de las bolsas y se concentra, en la siguiente.

—Cariño, esta semana ha sido la más difícil de toda mi vida. —Respiro hondo—. Me da miedo…

—En qué mundo tan pequeño vives —se lamenta, y me desautoriza con un gesto de la mano.

—No, lo digo en serio. Yo también estoy harto de todo esto, cariño —aseguro, y me incorporo a pesar de que me cuesta respirar—. Estoy harto de ser simpático con gente que me odia o que… o que quiere verme muerto o que…

—¿En serio creías que ibas a salirte con la tuya? —me interrumpe.

Suspiro y espero un poco antes de preguntan.

—¿Y por qué no?

Chloe me mira fríamente.

—La gente hace cosas más difíciles —mascullo.

—Ya, pero es que por lo general la gente es más lista que tú —me espeta—. Por eso. Porque lo que sabes no sirve para nada y porque todo el mundo es más listo que tú.

—Oye, lo de la foto… No sé de dónde ha salido, pero no es verdad. Yo nunca…

—¿Tú nunca qué? —pregunta Chloe, mostrando gran interés.

—La foto —insisto—. No es verdad.

—Entonces, ¿nunca te has acostado con Lauren Hynde? ¿Nunca has intentado ligarte a Lauren Hynde? ¿Es eso?

Proceso la pregunta, la reconstruyo y, finalmente, digo:

—Lo que quiero decir es que…

Chloe se aleja.

—A lo mejor eres otra persona cuando yo no estoy. Quién sabe.

Gesticulo sin parar, intento explicarme, construir una frase.

—¿No has…? ¿No has hablado con Lauren? ¿No te lo ha explicado ella? —pregunto, esperanzado.

—No —contesta—. Y no es que me caiga mal, pero no quiero volver a verla nunca más. —Chloe consulta el reloj y farfulla una palabrota inaudible.

Me levanto como puedo de la butaca y me dirijo al cuarto de baño, donde Chloe está colocando frascos llenos de cremas, aceites y polvos varios en otra bolsa Gucci. Veo que el espejo que había sobre el lavabo ha desaparecido, pero distingo claramente una cuchilla y una cánula transparente junto a un frasco de perfume.

—¿Qué quieres? —pregunta de repente, mirándome—. ¿Por qué no te has largado ya?

—Porque… —Esbozo una sonrisa triste—. Porque eres… mi pareja ideal.

—Tu pareja ideal es un espejo.

—Tal vez… —Titubeo—. Tal vez si no esperaras tanto de mí, no te sentirías tan… decepcionada —admito por fin, y luego, al ver la imagen de Chloe reflejada en el espejo, añado—: No llores.

—Pero si no estoy llorando —replica, sorprendida—. Sólo es un bostezo.

Ya en el vestíbulo, camino de la calle, mientras arrastro los pies aturdido sobre el pavimento de mármol, veo a Tristan, un ex modelo reciclado en camello, hablando con Ashton. Tristan es una de esas personas que actúan como un imán y eso explica que, a pesar de no estar en mi mejor momento, reaccione a tiempo de saludarlo con un apretón de manos y consiga darle conversación (sin hablar de la columna de Buddy Seagull, las manchas de la camisa, la herida de la ceja ni ningún otro tema delicado), decirle lo mucho que me gusta su corte de pelo (y a él el mío) y recomendarle un par de películas extranjeras y un grupo nuevo de Nevada («el estado de moda», me asegura él).

Antes de salir a la calle, al pisar el primer escalón, me doy la vuelta y veo que Tristan entra en el ascensor. Me dan ganas de preguntarle a qué piso va y comprarle un par de gramos, pero entonces sumo dos y dos y me da un ataque de pánico. Tristan me ve en el portal y me saluda con la mano justo antes de que se cierren las puertas del ascensor. Una imagen escalofriante cruza mi imaginación: Chloe en una ambulancia, otro centro de desintoxicación en algún rincón perdido del desierto, otra serie de intentos fallidos de suicidio seguidos por un último intento no fallido.

—¡No! —grito, y trato de llegar al ascensor, pero varios miembros del equipo me retienen por la fuerza—. ¿Por qué, por qué, por qué? —repito—. Esto no estaba en el guión… —protesto, y finalmente me desplomo. Uno de los técnicos me ayuda a sentarme en los escalones mientras yo sigo gritando—. No lo entendéis, no lo entendéis…

De repente veo al director arrodillado a mi lado, diciendo amablemente a dos miembros del equipo que hagan el favor de soltarme y tratando de tranquilizarme:

—Ya está, ya está… Chiss…

Tiemblo tantísimo que el director tiene que sujetarme la cara con las manos para poder hablar conmigo.

Lo que me dice puede resumirse en una única pregunta:

—¿De verdad quieres volver a subir?

Sigo estremeciéndome de tal manera que me resulta imposible articular una respuesta.

—¿De verdad quieres volver a subir? —repite—. ¿Te parece que eso es lo que haría el personaje?

Tengo el pulso tan acelerado que me cuesta respirar. Poco a poco, me voy quedando solo.

Al cabo de lo que me parecen varias horas, el impulso de regresar al apartamento empieza a remitir (en el fondo, era de esperar) y me levanto. Por encima del ruido de las obras y del tráfico sigo oyendo cascabeles. Alguien de vestuario me cepilla la chaqueta mientras bajo los últimos escalones que me separan de la acera y del sedán negro que me llevará de vuelta a mi apartamento, donde mi punto de vista por lo que respecta a este proyecto ganará, si no en claridad, al menos sí en perspectiva.

2

Delante de mi portal me encuentro a la reportera del Details jugando al tejo. Lleva un mono de color verde lima, chaqueta de cuero blanco, playeras con plataforma y trenzas sujetas con pasadores de plástico. Está marcando un número en su teléfono móvil, y la laca marrón que lleva en las uñas está pidiendo a gritos un repaso. Paso a su lado sin decirle nada, con cuidado de no tropezar con los restos de mi Vespa, que yace hecha un amasijo de hierros junto a la basura. Llevo puestas las gafas de sol y un cigarrillo colgando del labio.

—Eh, ¿no teníamos una cita esta mañana? —dice, y desconecta el teléfono.

Me pongo a buscar las llaves sin dignarme siquiera contestar.

—Bueno, de todas formas han cancelado el reportaje.

—¿Y has venido a decírmelo en persona? —Por fin encuentro las llaves—. Qué impresión.

—¿No te importa? —pregunta.

Suspiro y me quito las gafas.

—¿Qué opinión te habías formado de mí?

La reportera agacha la cabeza en un gesto que no deja lugar a dudas, examina la acera, entorna los ojos y, al final, vuelve a mirarme.

—Me habías parecido prácticamente inescrutable —contesta fingiendo un acento británico.

—Tú, en cambio, me habías parecido un batiburrillo de banalidades —replico con el mismo acento postizo.

Abro la puerta y entro. La reportera se encoge de hombros y se va.

Al llegar a la puerta me encuentro con una notificación de desahucio. La arranco, y me vuelvo hacia el director.

—Lo que hay que aguantar —digo con los ojos casi en blanco.

En cuanto pongo los pies en el interior de mi apartamento el teléfono empieza a sonar. Me desplomo rendido sobre mi butaca-puf, descuelgo el auricular y bostezo.

—Victor al habla. ¿Qué hay?

—Soy Palakon —anuncia una voz decidida.

—Me pillas en un mal momento, Palakon. Si…

—Encima de la mesa de la cocina encontrará un sobre de papel marrón —me interrumpe—. Ábralo.

Me vuelvo hacia la mesa de la cocina y, efectivamente, veo un sobre.

—Muy bien —digo—. Ya estoy abriendo el sobre de marras.

—Señor Johnson —dice Palakon enfurruñado—, levántese y vaya a buscar el sobre, por favor.

—Caramba —exclamo impresionado.

—Quiero que se lleve ese sobre a Londres cuando vaya a buscar a Jamie Fields —dice Palakon—. Le he reservado un camarote de primera clase en el Queen Elizabeth II, que zarpará del puerto de Nueva York a las cuatro de esta tarde. Los pasajes están en el sobre que encontrará en la mesa de su cocina junto con…

—Espera, espera —lo interrumpo—. Un momento.

—¿Sí? —pregunta Palakon muy educadamente.

Tardo un buen rato en asimilar toda esta información.

—Ya puestos, ¿por qué no me compraban un pasaje para el Concorde, joder?

—Le he reservado un camarote de primera clase en el Queen Elizabeth II —repite Palakon sin inmutarse—, que zarpará del puerto de Nueva York a las cuatro de esta tarde. A la una y media pasará un coche a recogerle. Los pasajes están en el sobre, junto con diez mil dólares en efectivo en concepto de… gastos.

—¿Tengo que guardar los comprobantes?

—No. No se preocupe por eso.

—Genial.

—Volveré a ponerme en contacto con usted una vez que haya embarcado. Y no olvide llevar consigo el sobre. Es muy importante.

—¿Por qué? —pregunto.

—Porque contiene todo lo que puede hacerle falta.

—Es un sobre muy bonito —comento.

—Gracias.

—Palakon, ¿cómo has sabido que podría irme hoy mismo?

—Después de leer el News —dice—, era fácil suponerlo.

—Oye…

—Ah, otra cosa —dice Palakon antes de colgar—. Llévese también el sombrero.

Cuento hasta tres antes de preguntar:

—¿Qué sombrero?

—Lo sabe de sobra.

Y cuelga.

1

—Tienes aptitudes —dijo Jamie.

Estábamos holgazaneando en un flashback de la época de Camden, sentados en una mesa del local estudiantil compartiendo un Molson, con las gafas de sol puestas, los ojos vidriosos y una naranja pelada —pero, por lo demás, intacta— entre los dos. Ya habíamos leído el horóscopo, y yo llevaba una camiseta que decía NULLA DIES SINE RAYA, y estaba esperando el momento de poder sacar mi ropa de la secadora. Jamie olía una orquídea tailandesa que le había enviado un admirador secreto y, cuando se cansaba, jugueteaba con un lápiz, y viceversa. Oíamos heavy-metal de fondo —Whitesnake o Glass Tiger—, pero no sabíamos de dónde salía y nos estaba volviendo locos. El tipo que le pasaba el material a Jamie no volvería hasta el martes siguiente, de modo que ciertos acontecimientos nos dejaban de lo más fríos, y el cielo se iba ensombreciendo.

Estábamos holgazaneando en el local estudiantil, y habíamos estado hablando de lo superficial que era todo el mundo, al tiempo que pasábamos revista a todos los personajes superficiales con los que nos habíamos enrollado, y entonces Jamie vio a alguien que le caía fatal o que se había acostado con ella (ambos casos solían pertenecer a la misma categoría) y me dio un beso en la boca sin darme tiempo siquiera a decir: «Eh, ¿qué pasa?». El chaval en cuestión, Mitchell, pasó de largo. A Jamie no le bastaba con llevar dos semanas follando conmigo: también quería que el resto del mundo lo supiera.

—Menuda paliza me he dado esta noche —comenté mientras me desperezaba con un bostezo.

—Total —dijo ella.

—A ver si nos cortamos el pelo —dije en voz baja a un chaval con coleta que pasaba por allí.

Jamie se fijó en un empleado de mantenimiento que en aquel momento estaba podando un rosal y se relamió con expresión traviesa.

Tenía las uñas muy largas, y siempre las llevaba pintadas con esmalte de color blanco. Le gustaba empezar las frases con las palabras: «En contra de lo que se suele creer…», y no soportaba que los chicos llevaran gorras de béisbol, aunque ella sí podía llevarlas cuando consideraba que su pelo no estaba a la altura de las circunstancias o cuando la resaca le impedía lavárselo. Sus otras fobias en materia de hombres eran más o menos las que cabía esperar: que hablaran como raperos, que llevaran los eslips —una modalidad de ropa interior que ya de por sí aborrecía— manchados de semen o de orina, que fueran mal afeitados, que dejaran chupetones y que llevaran libros a la vista («Ni que esto fuera Yale, por favor»). No era una maniática de los condones, pero sabía —gracias a no sé qué acuerdo con una enfermera lesbiana del servicio médico que bebía los vientos por ella— qué alumnos tenían herpes, o sea que no había ningún problema. Shakespeare la «ponía de los nervios».

Cada vez que yo le decía que no me interesaba meterme en una relación sería ella me miraba como si me hubiera vuelto loco, como si de todos modos fuera incapaz de mantenerla. Le decía que su compañera de habitación era muy guapa y luego le soltaba monólogos interminables sobre mis ex novias, sobre todas las animadoras con las que me había acostado y sobre una prima a la que había metido mano en una fiesta en Virginia Beach. O, sino, me ponía a presumir de la cantidad de dinero que tenía mi familia, e incluso entonces, para conservar su atención, tenía que exagerar las cifras, a pesar de que ella sabía perfectamente quién era mi padre porque lo había visto en la CNN. Me perdonaba mis muchos defectos porque «al menos era guapo».

Al principio se mostró tan distante y hermética que tuve ganas de saber más de ella. Envidiaba su vacuidad, que me parecía el polo opuesto a la indefensión, el deterioro, el deseo, el sufrimiento y la vergüenza. Pero Jamie nunca estaba contenta con nada, y en cuestión de días nuestra relación alcanzó un punto en que a ella ya no le importábamos ni yo ni mis pensamientos o deseos. Yo intentaba hacerla reaccionar en la cama, me esforzaba lo indecible porque alcanzara el orgasmo, e invertía tanta energía en conseguirlo que, mientras retozábamos en el suelo sobre un colchón, rodeados de los libros que ella había robado en la biblioteca y del par de revistas pornográficas que yo había comprado y que los dos habíamos utilizado para masturbarnos, a menudo la oía gritar, empapada en sudor y con la cara congestionada. La llamaban a todas horas: cuando no la llamaba su gestor, era su terapeuta, y, cuando no la llamaba ninguno de los dos, era una prima suya que se había perdido en Ibiza. Manteníamos tristes conversaciones sobre lo mucho que ella odiaba a su madre y lo mucho que le habría gustado que ya hubiera muerto, como la mía. Yo fingía interés y la trataba con consideración porque sabía que su primer novio había muerto en un accidente de circulación cuando volvía de ponerle los cuernos con otra en un refugio de montaña de Brattleboro. «Era tan raro que prefiero no hablar del tema», me decía al cabo de una hora o de setenta minutos de monólogo, o a veces incluso de ochenta.

Una limusina aparcó junto a una de las residencias. Un grupo de novatos tomaban el sol bajo el cielo plomizo tendidos sobre un colchón propiedad de Booth House, una residencia adyacente al local estudiantil. Alguien acababa de poner la espita a un barril y todo el mundo iba en aquella dirección. El viento arrastraba las hojas secas y hacía que Jamie y yo nos fijáramos en lo desnudas que iban quedado las ramas. El televisor de pantalla gigante colocado sobre la chimenea emitía imágenes de la MTV. Un VJ acababa de presentar un vídeo, pero no se oía nada, y las imágenes no tardaron mucho en convertirse en interferencias. La gente había venido a pasar el rato, a esperar la hora del almuerzo o la de su siguiente clase. Alguien se sentó a nuestro lado y empezó a grabar la conversación. A mi espalda, una tercera persona explicaba a una cuarta cómo funcionaba una cámara de vídeo. Jamie miraba el cartel gigante que colgaba de una columna innecesaria levantada en el centro de la sala y que prohibía hacer fotografías. Yo acababa de reparar en un maniquí abandonado que yacía desnudo y de costado en las escaleras que conducían a los comedores.

—¿Tienes suelto? —le pregunté.

—No te pases, guapito —me advirtió ella después de bajarse las gafas y echar un vistazo a la sala.

Yo me quité las gafas y me puse a contemplar mi imagen reflejada en los cristales ahumados.

Jamie chasqueó los dedos.

—¡Eh! A este paso sólo te va a faltar masticar con la boca abierta y lamerte los dedos después de comer.

—No pienso llevarte a ningún sitio caro —le dije.

—¡Qué culo! —comentó ella a propósito de un chico brasileño que aún no se había tirado (no lo haría hasta una semana más tarde), vestido con la camiseta sin mangas de un gimnasio y unos vaqueros rotos, y que atravesó la sala haciendo botar un balón de fútbol con la rodilla y comiéndose un bagel.

Yo le di la razón para provocarla.

—Serás marica —replicó ella con un bostezo antes de apurar el Molson.

—Lleva sandalias con calcetines —critiqué—. Y aún se pone el anillo de cuando aprobó el bachillerato.

—A ti también te conviene dar un paso hacia la madurez, querido.

—Yo no llevo la cazadora de ningún club universitario.

—En contra de lo que se suele creer, eso no basta para tildar a alguien de malo.

—¿Malo? —repetí con fingido horror—. ¿Cuando están de moda los pósters de luz negra? ¿Cuando están de moda los bongos?

—Eres un pervertido —me dijo alegre—. Tienes aptitudes.

Sean Bateman, a quien Jamie ya se había tirado, se unió a nuestro pequeño grupo con su sonrisa distraída y su costumbre de asentir a todo, aunque no viniera a cuento. Se preguntó en voz alta si alguno de nosotros tenía marihuana y dijo no sé qué de que habían detenido a Rupert en Albany la noche anterior o aquella misma mañana. Luego se sacó una cerveza del bolsillo de la chaqueta que acababa de quitarse y se la pasó a Jamie, que la abrió con los dientes. Mientras yo me fijaba en lo atractivos que resultaban los antebrazos del tal Bateman, alguien rasgueaba una melodía triste de Led Zeppelin —creo que «Thank You»— y dejaba de entrar luz por la ventana.

—Todos los chicos creen que es una espía —me susurró Sean al oído.

Yo asentí con la cabeza y sonreí.

Jamie no me quitaba ojo.

—¿Qué? —pregunté aturdido.

—Eres transparente —me dijo Jamie delante de Sean.

—Pero bueno, ¿qué pasa? —le pregunté yo preocupado y perplejo.

—Tienes aptitudes —dijo Jamie con una sonrisa—. No cabe duda.

0

La cámara toma una lenta panorámica de mi apartamento con «Stumbeline» de los Smashing Pumpkins de fondo: un ventilador industrial antiguo, un acuario vacío, flores secas, un candelabro, una bicicleta, una cocina hecha a medida con piedra de distintos tonos, un frigorífico con la puerta transparente, un robot de cocina con restos de fruta del último batido y un juego de copas de martini. En el cuarto de baño hay un póster de Diana Rigg caracterizada para su personaje de Los vengadores y velas de Agnès B. En el dormitorio, un edredón sobre el correspondiente futón tallado a mano en un bosque japonés y un cartel original de La dolce vita que Chloe me regaló una vez por mi cumpleaños. En el armario del mismo dormitorio, un traje negro de Paul Smith, un jersey negro de cuello vuelto, vaqueros, camisas blancas, camisetas, un jersey de punto calado, unos Hush Puppies de un color llamativo y un par de botas negras. Sobre mi mesa, vales de consumiciones gratis, un Cohiba en su funda de celofán, un cedé de Clash —Sandinista!— precintado, un talón para la organización Save the Rainforest devuelto por falta de fondos, el almanaque de la alta sociedad del año pasado, una bolsa de tripis, un botellín medio vacío de Snapple, un paquete de Mentos, un anuncio arrancado de una revista en que Tyson presta su imagen a un nuevo protector labial —en el dragón que lleva tatuado en el bíceps hay una inscripción en chino que significa «no te fíes de nadie»—, y un fax bastante maltrecho que, en este preciso instante, está imprimiendo lo siguiente:

nie Marais, Christopher Lambert, Tommy Lee, Lauren Hutton, Claire Daines, Patty Hearst, Richard Greico, Pino Luongo, Steffi Graf, Michael J. Fox, Billy Crudup, Marc Jacobs, Marc Audibet, los Butthole Surfers, George Clinton, Henry Rollins, Nike, Kim Beal, Beavis y Butt-head, Anita Hill, Jeff Koons, Nicole Kidman, Howard Stem, Jim Show, Mark Romanek, Stussy, Whit Stillman, Isabella Rossellini, Christian Francis Roth, Vanessa Williams, Larry Clark, Rob Morrow, Robin Wright, Jennifer Connelly, RuPaul, Chelsea Clinton, Penelope Spheeris, Glenn Close, Mandie Erickson, Mark Kostabi, René Russo, Yasmen, Robert Rodríguez, Doctor Dre, Craig Kallman, Rosie Perez, Campion Platt, Jane Pratt, Natasha Richardson, Scott Wolf, Yohji Yamamoto, L7, Donna Tartt, Spike Jonze, Sara Gilbert, Sam Bayer, Margaret Cho, Steve Albini, Kevin Smith, Jim Rome, Rick Rubin, Gary Panter, Mark Morris, Betsey Johnson, Angela Janklow, Shannen Doherty, Molly Ringwald, O. J. Simpson, Michael DeLuca, Laura Dem, René Chun, la tribu de los Brady, Toni Braxton, Shabba Ranks, las hermanas Miller, Jim Carrey, Robin Givens, Bruno Bevilacqua di Santangelo, Huckleberry Finn, Bill Murr

Estoy a punto de leerlo por cuarta vez, con las mejillas cubiertas de lágrimas, cuando oigo ruido al otro lado de la puerta. Alguien introduce una llave en la cerradura y abre la puerta del apartamento desde fuera. El actor que interpreta al encargado de mantenimiento del edificio —«un joven muy atractivo»— asoma la cabeza, me ve tirado en un sillón-puf bajo un póster enmarcado del álbum Pleased to Meet Me[51] de The Replacements, se aturulla y acaba disculpándose por haber metido la pata.

—Me había parecido oír voces —dice—. Me había parecido oír voces.