14

Una calle de Notting Hill.

Un nuevo Gap, mi Starbucks y un McDonald’s; los tres en fila.

Una pareja sale del gimnasio Crunch con unas bolsas deportivas de Prada: por su aspecto se diría que han cargado las pilas. Pasan frente a unos BMW aparcados en una apretada hilera junto a la acera de Notting Hill, mientras a sus espaldas truena «Disco 2000», de Pulp, que brota del gimnasio.

Delante del Gap hay un grupo de adolescentes de caderas esbeltas, con el pelo largo y lacio, luciendo unas camisetas con eslóganes sarcásticos, comparando sus respectivas compras. Uno de ellos sostiene una edición de bolsillo del último libro de Irvine Welsh; se pasan un cigarrillo y en medio de la vacuidad general hacen un comentario desfavorable sobre una moto que baja rugiendo por la calle, reduce la marcha al llegar al semáforo y al final se para.

Un tipo igualito a Bono pasea un labrador negro y tira de la correa cuando el perro se precipita sobre unos restos de basura que quiere devorar, envueltos en Arch Deluxe.

Un hombre de negocios pasa junto al doble de Bono, frunciendo el ceño mientras examina la portada del Evening Standard sin soltar la pipa que lleva en la boca, y el doble de Bono pasa junto a una niñera, muy moderna ella, que empuja un cochecito para bebé de diseño, y la niñera pasa junto a dos estudiantes de bellas artes que comparten una bolsa de golosinas envueltas en papeles de colorines mientras observan a los maniquíes de los escaparates.

Un turista japonés graba con su videocámara unos pósters, a unas chicas que salen del Starbucks, al doble de Bono con su labrador negro, a la niñera moderna, que se detiene para echar un vistazo al bebé que transporta en el cochecito de diseño.

El tipo de la moto sigue parado ante el semáforo, esperando a que cambie el disco.

Pulp da paso a una siniestra música de Oasis. Todos dan la impresión de llevar Nikes y se mueven de modo un tanto forzado, poco natural, casi programado; en éstas abren sus paraguas porque el cielo sobre Notting Hill presenta un frío color gris Dior, lo cual presagia un inminente chubasco, o al menos eso es lo que les han dicho.

A lo largo de un espacio de tiempo bastante dilatado ocurre lo siguiente:

Jamie Fields aparece corriendo en la calle de Notting Hill, agitando frenéticamente los brazos y lanzando a voz en grito una serie de confusas advertencias; una expresión de angustia menoscaba (¿o intensifica?) la belleza de su rostro, tiznado con unas manchas parduscas.

Un taxi que circula lentamente por la calle de Notting Hill está a punto de atropellar a Jamie Fields, que se arroja chillando sobre el vehículo. El conductor, lógicamente aterrorizado, sube la ventanilla y se larga zumbando, sorteando de milagro al tipo de la moto, mientras el labrador negro se pone a ladrar como un poseso y los dos estudiantes de bellas artes se vuelven hacia la calzada y la niñera moderna empieza a empujar el cochecito en sentido contrario y tropieza con el hombre de negocios tan bruscamente que al tipo se le cae la pipa de la boca, y éste se vuelve, furioso, exclamando en silencio: «¿Qué coño…?». Ha llegado el momento: los edificios empiezan a saltar por los aires.

Primero el gimnasio Crunch, segundos más tarde el Gap, inmediatamente después el Starbucks y por último el McDonald’s se volatilizan. Cada una de las cuatro explosiones genera un gigantesco cúmulo de llamas y humo que se alza hacia el cielo grisáceo, y dado que las bombas han sido colocadas de forma que los edificios estallen hacia fuera, sobre las aceras, los cuerpos desaparecen engullidos por las llamas o vuelan a través de la calle como suspendidos de unos cables hasta empotrarse en los BMW que se hallan aparcados junto a la acera; la detonación succiona los paraguas que sostenían en la mano y éstos se deslizan por el cielo grisáceo, algunos de ellos envueltos en llamas, antes de aterrizar suavemente sobre las pilas de cascotes.

Se disparan los sistemas de alarma y el firmamento queda iluminado por un resplandor naranja, coloreado por dos pequeñas explosiones sucesivas; el suelo no cesa de vibrar; unas personas ocultas gritan órdenes aquí y allá. Por fin se hace el silencio, pero sólo durante unos quince segundos antes de que la gente empiece a chillar.

El grupo de adolescentes: incinerado. El hombre de negocios: reventado por la explosión del Starbucks.

Ni rastro del turista japonés, a excepción de su videocámara, que permanece incólume.

El motorista parado ante el semáforo: un esqueleto calcinado atrapado entre los hierros retorcidos de la moto, con la que forma una amalgama indescifrable.

La niñera moderna está muerta y el cochecito de diseño que empujaba parece haber sido aplastado por una mano descomunal.

El labrador negro ha sobrevivido, pero el doble de Bono ha desaparecido. Su mano —arrancada a la altura de la muñeca— todavía sujeta la correa del can, y éste, cubierto de cenizas y sangre, cagado de miedo, sale zumbando hacia una cámara tras la cual se encuentra su adiestrador.

Y en la calle de Notting Hill, Jamie Fields, aturdida, cae lentamente de rodillas, alza la vista hacia el firmamento grisáceo e inclina la cabeza con expresión de culpabilidad, sacudida por el horror y el dolor, mientras un extraño viento comienza a soplar y arrastra el humo, que tras disiparse revela montones de cascotes, restos humanos, productos de tocador de Gap, centenares de vasitos de plástico del Starbucks ennegrecidos, tarjetas de miembro del gimnasio Crunch fundidas, incluso máquinas de ejercicios —StairMasters, aparatos de remar, una bicicleta estática—, todo carbonizado.

Al principio la escena parece un absoluto desastre, pero al cabo de un rato la calle no resulta tan destruida, sólo vagamente deteriorada. Sólo dos BMW están destrozados —unos cadáveres cuelgan de los parabrisas—, y en los lugares donde yacen unos cuerpos desmembrados la sangre que los rodea parece artificial, como si alguien hubiera dejado caer en la acera unos barriles llenos de tomates aplastados y hubiera untado con ese mejunje los fragmentos humanos y los maniquíes que aún se sostienen en pie en los diezmados escaparates: la carne y la sangre de los estudiantes de pintura. Es un rojo demasiado intenso. En el futuro comprobaré que este color resulta más real de lo que pude haber imaginado al contemplar la escena en la calle de Notting Hill.

Si en estos momentos buscas a Jamie Fields, comprobarás que está riéndose a mandíbula batiente como si se hubiera quitado un peso de encima, aunque se halla rodeada de cabezas, piernas y brazos separados del tronco; claro que esas partes anatómicas son de gomaespuma y los del equipo de rodaje las recogen tan campantes. El director ha gritado «¡corten!» y alguien cubre a Jamie con una manta y le musita unas palabras al oído para tranquilizarla, aunque ella por lo visto se encuentra de primera y cuando inclina la cabeza estallan los aplausos, dominando la escena que acaba de desarrollarse en la calle de Notting Hill esta mañana de miércoles.

Después de las explosiones sopla un viento más insistente; los extras dejan que los técnicos de maquillaje les limpien la sangre de pega del rostro; un helicóptero sobrevuela la escena en silencio; un actor que se parece a Robert Carlyle estrecha la mano del director; los técnicos empiezan a desmontar los travelings y yo sigo a Jamie Fields hasta su caravana, donde una secretaria le entrega un móvil. Jamie se sienta en los escalones de la caravana y enciende un cigarrillo.

Mis impresiones inmediatas: más pálida de lo que yo recuerdo, unos pómulos que quitan el hipo —aunque tal vez más pronunciados que antes—, unos ojos tan azules que parece que lleve lentillas, el pelo rubio algo más corto y peinado hacia atrás, el cuerpo más definido, unos elegantes pantalones beige sobre unas piernas más musculadas, un simple top de terciopelo que cubre unos pechos claramente siliconados.

Una maquilladora le limpia con un disco de algodón húmedo las manchas del rostro, aplicadas estratégicamente en la frente y la barbilla, y Jamie, que está tratando de hablar por el móvil, le indica con un gruñido que se aleje. La chica esboza una sonrisa forzada y se larga con el rabo entre las piernas.

Me sitúo a una distancia prudencial y me apoyo airosamente en una caravana aparcada frente a la de Jamie, de modo que en cuanto alce los ojos me vea: sonriendo, con los brazos cruzados sobre el pecho, luciendo como un maestro mi atuendo informal de Prada, levemente despeinado, seguro de mí mismo pero sin dármelas de nada. Cuando Jamie levanta la vista, indicando con gesto irritado a otra maquilladora que la deje en paz, ni siquiera se da cuenta de mi presencia… ¡y eso que estoy a dos pasos! Me apresuro a quitarme las gafas de sol de Armani y saco del bolsillo un paquete de Mentos, más que nada para hacer algo con las manos.

—Eso ya me lo conozco de memoria —dice Jamie en tono irritado por el móvil, tras lo cual añade—: Sí, ver para creer. —Y prosigue—: No deberíamos estar hablando por el móvil. —Por último murmura—: Barbados. —En ese momento aprovecho para acercarme.

Jamie alza la vista y sin despedirse siquiera de su interlocutor cierra el móvil y se levanta tan apresuradamente que por poco se cae de los escalones de la caravana blanca que ostenta su nombre sobre la puerta. La expresión de su rostro indica: «Oh, oh. Coñazo a la vista por estribor».

—Eh, ¿qué tal? —la saludo abriendo los brazos, ladeando la cabeza y esbozando una juvenil sonrisa—. ¿Cómo van las cosas?

—¿Qué coño estás haciendo aquí? —gruñe Jamie.

—Pero tía…

—¡Hostia! ¿Qué estás haciendo aquí? —Jamie echa un vistazo alrededor, atemorizada—. ¿Es una broma o qué? ¡Joder!

—Oye, tranquila, tía —contesto, avanzando hacia ella. Jamie retrocede, agarrándose a la barandilla de la escalera para no tropezar—. No pasa nada, tranquila, mujer.

—No, de tranquila nada —me espeta Jamie—. Esto es una mierda. ¡Fuera, largo de aquí ahora mismo!

—Tía, un momento…

—¿Pero no deberías estar en Nueva York? —me interrumpe bruscamente—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Yo alargo la mano para calmarla.

—Pero tía, si tú…

Jamie me aparta el brazo de un manotazo y sube otro escalón.

—¡No me toques! —Luego pregunta—: ¿Qué hacías anoche en Annabel’s?

—Escucha…

—No, ya basta —replica ella, mirando asustada a algo situado a mis espaldas, lo cual hace que yo me vuelva unos instantes—. Lo digo en serio… vete, lárgate. No quiero que me vean aquí contigo.

—¿Por qué no lo hablamos en tu caravana? —le propongo con delicadeza—. Sí, entremos. —Pausa—. ¿Te apetece un Mentos?

Atónita, Jamie me aparta de nuevo la mano.

—Largo de aquí ahora mismo o llamo a Bobby, ¿vale?

—¿Bobby? —pregunto—. Pero tía…

—Se supone que debías estar en Nueva York. Coño ya, hostia, ¿es que no me has oído? ¡Lárgate de una puta vez!

Alzo las manos para demostrarle que no oculto nada y retrocedo unos pasos.

—Pero bueno, tía, no te pongas así —susurro—. Contrólate un poco, ¿no?

Jamie da media vuelta antes de meterse en la caravana, me mira con frialdad, da un portazo y cierra a cal y canto. Después, silencio.

Percibo un fuerte olor a caucho quemado, lo cual me provoca un ataque de tos que consigo aliviar con un par de Mentos. Le choriceo un Silk Cut a otra maquilladora, una chica monísima que se parece a Gina Gershon, y me acerco a unas personas que —supongo— no se han fijado en mí, hasta que echo a andar por Westbourne Grove, doblo por Chepstow Road, me detengo en una tienda fantástica llamada Oguri y al cabo de unos minutos veo a Elvis Costello salir de un urinario público estilo neo-déco, con un alicatado color turquesa, en la esquina de Colville Road.

13

Dolido en lo más hondo, tratando de formular un nuevo plan de juego para dejar de deambular como un imbécil, me acerco a varios quioscos en busca de un New York Post o un New York News para comprobar qué rumbo ha tomado mi vida en Manhattan, pero no encuentro prensa extranjera, sólo los típicos periodicuchos británicos con titulares tipo LIAM: EL HOMBRE DETRÁS DEL MITO o UN DÍA EN LA VIDA DE BIJOU PHILLIPS (un artículo en que puede que yo aparezca o no, según el día), o LAS VENTAS DE CHAMPÁN POR LAS NUBES MIENTRAS LONDRES APRENDE A DIVERTIRSE. Me paso por el Tower Records después de beberme un latte descafeinado bastante mediocre en uno de los muchos Starbucks que veo en las calles de Londres y me compro unas cintas para el Walkman (Fiona Apple, Thomas Ribiero, Tiger, Sparklehorse, Kenickie, la banda sonora de Mandela). Luego echo a andar entre la multitud de fanáticos de los patines en línea que pasan zumbando en busca de un parque.

Lo que está más in son los jugadores de rugby y en general el look de jugador de rugby total, junto con los volantes y el chifón, el patchwork neohippy y las cabezas rapadas; gracias a Liam y a Noel Gallagher, observo que las barbas están más de moda que cuando estuve aquí la última vez, lo cual hace que me palpe la cara constantemente, sintiéndome desnudo y vulnerable y tan perdido que por poco piso a dos cachorros pequineses y a un jugador de rugby neohippy con el que tropiezo en Bond Street. Se me ocurre llamar a Tamara, una chica bien con la que me enrollé cuando visitó Estados Unidos, pero en vez de ello me pongo a pensar en la forma de dar un giro positivo a la situación con Jamie Fields si F. Fred Palakon me llamara. Un viento tormentoso me desbarata el peinado y me meto apresuradamente en la tienda Paul Smith de Bond Street, donde adquiero una elegante gabardina azul marino. En todas partes suena «Missing» de los Everythirtg But the Girl, interrumpido de vez en cuando por música house, juntó con alguna que otra dosis de «Where It’s At», de Beck, etcétera.

Me doy cuenta de que me sigue un tipo parapetado tras unas descomunales gafas de sol negras que parece salido tal cual de un culebrón televisivo —guapo, con el mentón demasiado cincelado y una mata de pelo negro peinada hacia atrás—, algo así como un Christian Bale pero en cursi, sospechosamente indiferente con su abrigo de Prada, un aspecto de cretino integral y como de plástico.

Remordimiento: no tendría que haber rechazado el anuncio de Scotch.

Nota al margen: esta temporada muchos tíos llevan los ojos delineados.

En el Masako elijo una mesa situada al fondo, me siento en una silla tapizada de terciopelo y pido un plato de sushi que sabe a jamón. El tipo a lo Christian Bale ocupa una mesa para cuatro junto a la puerta del restaurante desierto, sonriendo con expresión ausente; en la silla junto a él reposa una cámara de vídeo. La monótona música que vomitan los altavoces del local no consigue animar a nadie.

Cuando me acerco a él sosteniendo una botella de San Pellegrino, el tipo paga la cuenta, bebe un último trago de sake frío y me sonríe como quien va sobrado.

—¿Quieres mi autógrafo? ¿Es eso? —pregunto. Luego añado en un tono más despreocupado y juvenil—: Oye, déjame en paz de una vez, no me sigas más. ¿Me has oído bien? —Una pausa. El tipo se levanta y echa a andar hacia la puerta—. Si no, te juro que te vaciaré toda esta botella de San Pellegrino en la cabeza, ¿captas?

El tipo responde con una expresión de «Y a mí qué».

Le observo mientras abandona el local y se dirige con paso decidido hacia un jeep azul, modelo Commando, que espera aparcado junto a la acera de enfrente, con los cristales tintados, por lo que no distingo el rostro del conductor. Mientras camino por las calles tomo nota de varios restaurantes tex-mex, del ambiente posapocalíptico y de mi pseudorrealidad, tras lo cual regreso a pie al Four Seasons, donde lo único que me apetece hacer es quitarme la camisa.

12

Frente al Four Seasons está el correspondiente grupo de paparazzi. Comparten unos cigarrillos y me observan distraídamente cuando me detengo y finjo que me registro los bolsillos en busca de la llave de mi habitación, mientras esperan que aparezca algún taxi o limusina de la que se apee un famoso, categoría en la que hoy no me incluyo. Dentro del hotel: Ralph Fiennes saluda a un productor de películas de unos veinte años a quien me consta que alguien que yo me sé ha puteado; Gabriel Byrne se dedica a hablar por el móvil, a dejarse entrevistar por People y a beber una enorme taza de café. Dicho de otro modo: lo de siempre, como siempre. La única nota de excepción: ningún mensaje de Palakon, cosa que no me produce el alivio que yo esperaba. Abro la puerta de mi suite, pongo la MTV y tras un chasquido metálico suena la música de los Everything But the Girl en la habitación, donde en este preciso instante hace un frío polar. Tiritando violentamente, recojo unas revistas de moda japonesas que yacen sobre la cama, me desplomo sobre ella y me tapo con el edredón. A continuación llamo a la cocina para que me suban un batido proteínico y para averiguar a qué hora cierra el gimnasio del hotel.

En éstas percibo un movimiento en la habitación y me vuelvo apresuradamente.

Jamie Fields: con las piernas apoyadas en el brazo de un sillón giratorio tapizado con un diseño floral, ataviada con un top de Prada ultraelegante, un pantalón negro elástico a lo disco, unos zapatos negros; con tacón de aguja y unas gafas de sol de Armani; su rostro aparece inmutable como una máscara, pero tras la sorpresa inicial balbuceo unas frases de disculpa y logro que se quite las gafas de sol. Lleva las uñas pintadas con laca Hard Candy color rojo escarlata.

Jamie repara en que me he fijado en el detalle.

—Ya sé, ya sé; es horroroso. —Suspira y enciende un cigarrillo—. Es para la película.

—¿Qué película? —pregunto.

—Las dos —responde encogiéndose de hombros y exhalando el humo del cigarrillo.

—¿Cómo has entrado?

—Conozco a quien hay que conocer en el Four Seasons —contesta como sin darle importancia—. Saben quién soy y me dejan hacer lo que quiero. Ventajas del oficio, ya sabes cómo va eso.

Yo hago una pausa antes de preguntar:

—¿Vas a ponerte histérica otra vez?

—No, no. Oye, siento mucho lo de antes.

—¿A qué venía esa escenita?

—Es que te confundí con otro —farfulla Jamie—. Nada, olvídalo. Bueeeno…

—¿Que me confundiste con otro? Te lo juro, no sabes cómo duele eso.

—Sí, lo sé. —Jamie saca de una pequeña cartera de piel de Gucci un paquete envuelto para regalo—. Supuse que esto te consolaría.

Sorprendido, alargo el brazo y tomo la cajita.

—Son puros… Montecristos. —Jamie se levanta y se despereza—. Imagino que te siguen gustando los puros. —Da una calada al cigarrillo, hace una mueca y lo apaga en un cenicero—. No creo que los tiempos hayan cambiado mucho.

Luego, mientras da una vuelta por la habitación, ni impresionada ni aburrida, sólo curiosamente neutral, toca las cortinas y examina diversas chucherías mías que he colocado sobre el escritorio.

En éstas suena el teléfono. Cuando contesto no oigo a nadie al otro lado del hilo. Cuelgo lentamente el auricular.

—Joder, siempre igual —murmuro.

Jamie sigue moviéndose por la habitación, pasando la mano bajo los tableros de las mesas, inspeccionando una lámpara, luego otra, abriendo un ropero, echando un vistazo al espacio detrás del televisor —Beck montado en un burro, una Spice Girl jugando con un lazo—, tras lo cual toma el mando a distancia y al observar que se dispone a desmontarlo le pregunto:

—¿Por qué no te sientas?

—Me he tirado todo el día con el culo en una silla. —Jamie vuelve a desperezarse y adopta una postura más cómoda—. No puedo estarme quieta.

—Oye —empiezo a decir tímidamente—, ¿cómo me has encontrado?

—Sí, bueno… —Jamie se vuelve para mirarme—. ¿Y tú? ¿Cómo me encontraste a mí?

Pausa.

—Te toca a ti primero.

—Pedí a mi secretaria que telefoneara a los hoteles donde supuse que te hospedarías. —Jamie suspira y continúa—: El Connaught, el Stafford, Claridge’s, el Dorchester, el Berkeley, el Halcyon, y de pronto…, ¡bingo!, el Four Seasons.

Una larga pausa, durante la cual me limito a observarla estupefacto.

—¿Qué? —pregunta Jamie—. ¿Qué pasa?

—¿Y el Hempel? ¿Cómo no se te ocurrió llamar al Hempel? ¡Joder, tía!

En sus labios comienza a insinuarse una sonrisa, pero la reprime al darse cuenta de algo. Luego emite un gruñido y se deja caer de nuevo en el sillón giratorio.

—No hagas que vuelva a ponerme las gafas de sol, Victor.

El teléfono suena otra vez. Suspiro, alargo la mano hacia la mesilla de noche y descuelgo el auricular. Silencio, una serie de tonos espaciados de forma irregular, dos clics, interferencias, otro tono y silencio.

Observo a Jamie sentada en el sillón giratorio, jugando con sus gafas de sol con aire pensativo, con las piernas colgando sobre el brazo. Luego cuelgo lentamente el auricular.

—Pedí que me pasaran con la habitación de Victor Johnson pero de repente recordé que te habías cambiado el nombre. No sé, a lo mejor lo leí en alguna parte. Ahora te llamas Victor Ward. —Jamie se detiene y me ofrece una sonrisa toda coquetería—. ¿Por qué?

—Consulté con varios comités y me aseguraron que era una medida oportuna, que impulsaría mi carrera. —Me encojo de hombros—. Me ha hecho semifamoso.

—Lo que te hizo famoso fue un error —puntualiza Jamie.

—Un error que me ha ido genial.

—En realidad tienes que agradecérselo todo a un traje.

—Sí, claro, y a toneladas de encanto.

—¿Por qué me da la impresión de que fue tu padre quien te obligó a cambiar de nombre? —pregunta Jamie sonriendo de nuevo coqueta—. ¿Fue tu papá quien te lo pidió?

—Dejemos el tema.

—¡Vale, tío! —Jamie se levanta y vuelve a dejarse caer en el sillón, emitiendo un suspiro tras otro—. Oye, he venido para decirte que siento haberte dejado plantado, ejem, que espero que te diviertas en Inglaterra y, esto, que ya nos veremos dentro de otros ocho años.

—No irás a dejarme plantado otra vez —protesto, haciéndome el interesante y trasladándome al otro lado de la cama para estar más cerca de ella.

—Me he reformado.

—Eso está bien.

Pausa.

—Bueno, depende de tu definición de lo que está bien —puntualiza Jamie.

—¿Y qué tienes pensado? —pregunto fingiendo un suspiro de resignación—. ¿Qué vas a hacer? ¿Adónde vas a ir?

—Hoy ha sido el último día de rodaje —contesta Jamie—. La semana pasada terminamos en Pinewood las escenas de interiores. —Pausa—. De modo que estoy básicamente libre, libre, libre.

—Entonces me alegro de haberte pillado.

—¿Que me has pillado? —pregunta ella nerviosa y vagamente mosqueada—. ¿Por qué te alegras de haberme pillado, Victor?

En éstas suena su móvil. Jamie lo saca de un bolso Lulu Guinness en el que yo no había reparado hasta ahora y contesta.

—¿Sí?… —dice sin quitarme ojo—. Bien… De acuerdo… No, estoy en el Four Seasons… ¿Ésa es la consigna del día…? Pues a ello… Sí, suena delicioso… Vale… Más tarde. —Jamie cierra el móvil y me mira con aire distraído.

—¿Quién era? —pregunto, tiritando. Mi aliento forma unas nubecitas de vaho.

—No lo conoces —murmura ella, y con voz apenas audible añade—: Todavía.

Estoy tumbado de costado y deslizo las manos sobre el edredón de flores, procurando atraer la atención de Jamie. Llevo la camisa arremangada, pero no resulta excesivamente sugerente. Miro hacia abajo «con timidez» y luego alzo la vista hacia Jamie, que me observa con cara de cabreo. Luego se relaja y se despereza.

—Tengo que comer algo —comenta.

—¿Tienes hambre?

—Hambre es poco: estoy famélica.

—¿Llamamos al servicio de habitaciones? —propongo con voz grave, en un tono fingidamente malicioso.

Jamie se levanta como si algo le hubiera llamado la atención, se vuelve hacia el televisor y clava los ojos en el techo.

—Salgamos de aquí —murmura al cabo de unos instantes.

—¿Adónde te apetece ir?

—Vamos a cenar.

—¿Ahora? Si son las cinco —protesto—. Estará todo cerrado.

—Conozco un local que está abierto —murmura Jamie.

Observa insistentemente una esquina del techo. Se dirige hacia esa zona y alza la mano, pero luego se detiene como si de golpe hubiera reparado en algo. Se vuelve, trata de sonreír, pero no lo consigue. Por lo visto en la habitación hay algo que la tiene muy preocupada.

—No es más que un decorado —la tranquilizo—. No te preocupes.

11

Aunque Le Caprice no abre hasta las 6, Jamie consigue que entremos a las 5.30 tras una misteriosa llamada que hace desde el taxi que nos conduce a Arlington Square.

—Había quedado en cenar con Amanda Harlech, pero esto es más interesante —comenta Jamie, mientras se guarda el móvil en el bolso.

—Ése soy yo. Un eco del pasado.

Sentado a una mesa en Le Caprice, me doy cuenta de que Jamie Fields es tan guapa que hace que se disipe cualquier recuerdo residual que yo pudiera tener de Lauren Hynde. Después de tomar un martini y beber unas copas de vino blanco pedimos sopa de cangrejo y maíz y un plato de calamar a la plancha, y ambos nos relajamos para gozar del momento, sólo puntualmente interrumpido por unos gigantescos bostezos por parte de Jamie y una leve expresión de aburrimiento en esos ojos de un azul increíble. Pido otro martini y me asalta un pensamiento fugaz: «Esto está tirado».

—¿Qué has hecho después del rodaje? —pregunto.

—He ido a que me aplicaran el tratamiento rejuvenecedor del Himalaya en Aveda, en Harvey Nichols —contesta Jamie—. Lo necesitaba. Lo merecía.

—Total, oye.

—¿Qué estás haciendo en Londres, Victor? —pregunta—. ¿Cómo me has encontrado?

—Ha sido por pura casualidad —respondo.

—Ya —dice ella recelosa—. ¿Por qué has venido al rodaje esta mañana?

—Fui a dar una vuelta, a comprar un par de cosas en Nothing Hill, y de repente…

—Notting Hill, Victor —me corrige Jamie, indicando a un camarero que nos traiga más pan—. Se llama Notting Hill[56]. Continúa…

Yo la miro intentando transmitirle unas vibraciones; algunas se vuelven y me dan en las narices, pero otras alcanzan la diana.

—¿Oye? ¡Victor! —dice Jamie agitando la mano ante mi rostro…

—Sí, esto, ¿podrías repetir la pregunta? —contesto yo.

—¿Que cómo me has encontrado? —pregunta secamente.

—Pero si ya te lo he dicho: me enteré por casualidad… —contesto haciendo un gesto ambiguo con las manos, confiando en despejar sus dudas.

—Eso sería muy típico de ti, pero resulta que no cuela.

—Vale, de acuerdo. —Esbozo una sonrisa sexy a más no poder y me inclino hacia delante, tanteando el terreno—. Me encontré con una persona en una fiesta y…

—Victor —me interrumpe Jamie—, eres un auténtico guaperas. No es necesario que despliegues todo tu encanto conmigo, ¿vale? Ya sé de qué vas.

Mi sonrisa sexy se esfuma de golpe y bebo un trago del martini, tras lo cual me limpio los labios con la servilleta.

—Prosigue —insiste Jamie, con los brazos cruzados sobre el pecho, observándome fijamente.

—Esa persona que me encontré en una fiesta dijo algo… —contesto, hecho un lío, encogiéndome de hombros—. Me parece que fue en el Groucho Club. Creo que era una persona que había estudiado en Camden con nosotros…

—¿Lo crees?

—Yo llevaba un pedo descomunal…

—Joder, Victor. ¿Quién era esa persona?

—Espera…, lo siento, creo que fue alguien que me encontré en Brown’s…

—¡Por lo que más quieras! ¿Quién era esa persona?

Yo me inclino hacia ella, dedicándole otra sonrisa sexy y ronroneo:

—Me encanta verte tan interesada, nena.

—Suéltalo de una vez, Victor —insiste Jamie, cabreada.

—¿Quieres saber una cosa?

—A ver.

—Jamás revelo mis fuentes —musito en el restaurante desierto. Luego me repantigo en la silla, satisfecho.

Jamie se relaja y, para demostrar que acepta mi explicación, toma un poco de sopa y lame la cuchara con aire pensativo. Acto seguido se inclina sobre la mesa y murmura:

—Sabemos cómo hacerte hablar.

Yo me inclino hacia ella sonriendo de forma desenvuelta y contesto con voz sensual:

—No me cabe la menor duda.

Pero a Jamie no le hace gracia mi respuesta, sino que parece preocupada por otra cosa, aunque no sé si está relacionada conmigo. Ensimismada y pensativa, emite un suspiro y fija la vista en un punto situado a mis espaldas. Yo me vuelvo y contemplo unas fotografías de David Bailey que cuelgan en la pared.

—Tía, pareces hecha polvo.

—Si hubieras tenido que recitar todo el santo día unos diálogos como «cuando Farris consiga el cetro vuestro planeta quedará destruido» tú también estarías hecho polvo —contesta Jamie—. La película está financiada por japoneses. Con eso está todo dicho.

—La verdad es que estoy tan hecho polvo que no puedo con mi alma —digo para animarla—. Al menos eso me dijo una chica en cierta ocasión —añado como si me enorgulleciera de ello.

—¿Con quién sales ahora? —pregunta Jamie como si en realidad le importara un pito.

—Estoy harto de las relaciones serias «Te falta sensibilidad» por aquí, «sé más macho» por allá. ¡No te fastidia! —Pausa—. Ahora me dedico a acostarme con putas.

—A propósito… ¿qué ha sido de Chloe Byrnes? —inquiere Jamie—. ¿No la habrá palmado de una sobredosis? Aunque supongo que ya me habría enterado —añade encogiéndose de hombros.

—No, está bien —contesto, sin saber muy bien cómo salir del apuro. Al fin se me ocurre decir—: Estamos en un compás de espera. Nos hemos dado una especie de vacaciones.

—A ver si lo entiendo. ¿Quieres decir que te ha dejado plantado?

—No —respondo con paciencia—. Es que… ya sabes, toda relación tiene sus altibajos.

—Deduzco que éste es un momento bajo.

—Más o menos.

—Gracias por aclarármelo.

—De nada —contesto malhumorado.

—He oído decir que tiene problemillas con la heroína —comenta Jamie.

—No puedo confirmar ese rumor —contesto.

—¿Porque no es cierto? —pregunta Jamie sacando una cajetilla de tabaco.

—Oye, tía…

—No pasa nada —me explica Jamie con paciencia—. En Londres permiten filmar en los restaurantes.

—No, si no lo decía por eso.

—A ver si me aclaro: Chloe no ha muerto, ¿verdad?

—No, Jamie, no ha muerto —contesto ligeramente cabreado.

—Pues no es eso lo que he oído por ahí… —dice Jamie meneando la cabeza con falso aire apenado, y enseguida enciende el cigarrillo.

—Me importa una mierda lo que hayas oído por ahí.

—Bueno, bueno —exclama Jamie repantigándose en la silla, exhalando una bocanada de humo, con los brazos cruzados y observándome maravillada—. ¿Es posible que seas el Victor Johnson que conocí hace mil años, o es que por fin has conseguido centrarte?

—Sólo digo que Chloe…

—En realidad prefiero que no me hables de tu relación con Chloe Byrnes —me corta Jamie irritada, indicando a un camarero que se lleve un bol—. Ya me lo imagino. Fines de semana en South Beach, almuerzos con Andie MacDowell, largas charlas sobre si Chloe Byrnes alcanzará el estrellato de la moda, discusiones sobre el color amarillo, las jeringuillas que descubres en el bolso de Prada de Chloe Byrnes…

—Eh, alto ahí —replico—. Era un hábito más bien… nasal.

—Aaah —suelta Jamie con mala intención—. No me digas.

—También me importa una mierda lo que piense la gente —mascullo, inclinándome hacia atrás—. A estas alturas me la trae floja lo que piensen los demás.

Una pausa.

—No, si te estás adaptando de maravilla —comenta Jamie.

—Es que soy un genio, tía.

—¿Y qué hace este genio en Londres en lugar de estar en Nueva York? —pregunta Jamie—. Déjame adivinarlo: ha venido para documentarse sobre esa obra de teatro que siempre deseó escribir.

—Pues aunque no lo creas, te repito que soy un genio.

—No te hagas el listo —replica Jamie. Acto seguido la fatiga hace presa en ella y gime—: ¡Dios! Es como un flashback: he vuelto a los ochenta y estoy a punto de sufrir un ataque de ansiedad. —Jamie se abraza, tratando de dominar el temblor.

—Eso es bueno, encanto. No te resistas.

—No, Victor —responde Jamie meneando la cabeza—. Contrariamente a la opinión popular, no es nada bueno.

—¿Por qué?

—Porque hace que recuerde los años de instituto, y lo que es yo no tengo ningunas ganas de recordarlos.

—Pero tía, si lo pasaste fenomenal en Camden. Reconócelo. Y no me mires como si estuviera chalado.

—¿Que lo pasé fenomenal? —pregunta, estupefacta—. ¿No te acuerdas de Rupert Guest? ¿Qué tenía de fenomenal salir con ese tipo?

—Era un camello —respondo—. Ni siquiera estaba matriculado.

—¿No? —pregunta Jamie, confundida. Luego, como si de pronto recordara algo de carácter íntimo y horripilante, gime—: ¡Dios!

—A la que sí recuerdo es a Roxanne Forest —digo para tomarle el pelo—. Y los ratos que pasé con esa tía sueca… Katrina Svenson.

—No seas grosero —suspira Jamie. Luego decide seguirme el juego—. ¿Te acuerdas de David van Pelt? ¿Y de Mitchell Allen? ¡Qué gozada!

Una pausa considerable.

—En ese caso no eran amigos míos.

Reconozco la expresión que en estos momentos refleja el rostro de Jamie: de rechifla. Al cabo de unos momentos me suelta un nombre, pero yo fijo la vista en el suelo negro del restaurante, tratando de acordarme de David van Pelt y de Mitchell Allen. Ni por ésas. Le digo a Jamie que no he captado el nombre que acaba de mencionar y le pido que lo repita.

—Lauren Hynde —dice Jamie en un tono bastante raro—. ¿Te acuerdas de ella?

—Pues no, la verdad —respondo con desenvoltura.

—Tienes que acordarte de ella, Victor —insiste Jamie con un suspiro, desviando la mirada—. ¿Es posible que no te acuerdes de Lauren Hynde?

—Qué quieres que te diga, no me suena de nada —contesto sin inmutarme—. ¿Por qué lo preguntas?

—Me dejaste por ella.

Tras un largo silencio, que aprovecho para tratar de recordar esos hechos, concluyo diciendo:

—No, imposible.

—¡Por Dios, aquí hay algo que falla! —Jamie se revuelve en la silla, incómoda, como si tratara de levantarse y no pudiera.

—No, si la recuerdo —contesto mirando a Jamie a los ojos—. Pero también recuerdo que me salté un curso y cuando regresé en diciembre tú te habías largado…

—Yo también me salté un curso, Victor —replica.

—El caso es que… —Derrotado, sabiendo que tengo la batalla perdida, me limito a preguntar suavemente—: ¿Sigues cabreada?

—Estaba con la moral por los suelos —responde Jamie entornando los ojos—. Tuve que largarme a Europa para olvidar al genio.

—¿Has vivido aquí desde entonces? —pregunto desconcertado—. Pero… no puede ser.

—Vivo en Nueva York, idiota —responde Jamie—. Y también trabajo en Nueva York.

—Entonces, ¿por qué no nos vemos nunca?

—Creo que la combinación de tu egocentrismo y mi temor a todo bicho viviente en Manhattan conspira contra nosotros.

—Eres una chica fuerte. No me creo que le temas a nadie.

—¿Conoces a Alison Poole? —pregunta Jamie.

—De ésa no quiero saber nada —murmuro tras un ligero carraspeo.

—Pues a mí me han contado…

—Oye, ¿cuándo me viste por última vez? —la interrumpo—. Es que el Klonopin que me estoy tomando me afecta la memoria.

—La semana pasada vi en el WWD unas fotos tuyas en los pases.

—¿Te refieres al pase de Todd Oldham? —pregunto—. ¿Conservas aún ese número?

—No, era el de Calvin Klein.

—Ah, sí —contesto distraído.

—Cuando te vi en un anuncio que hiciste para Gap hace un par de años comprendí que estaba perdida —comenta Jamie—. Era una foto estupenda en blanco y negro y decía «Hasta Victor Ward lleva dockers», o algo por el estilo. Daba la impresión de que lucías esos dockers con auténtico orgullo. Demoledor total.

—Me pregunto si… —empiezo a decir, pero no termino la frase—. No, nada.

—¿Quieres saber si acabamos odiándonos a muerte? ¿Como siempre supimos que acabaríamos? ¿Si acabé luciendo dockers a todas horas por culpa del anuncio de marras?

—No, si hicimos juntos un anuncio para CQ.

Se produce una larga pausa.

Jamie observa perpleja mi copa de martini semivacía.

—¿Cuántos te has bebido? —Otra pausa—. Chico, te aconsejo que dejes el Klonopin.

—Olvídalo. Reconozco que es una pregunta estúpida —contestó tratando de sonreír y meneando la cabeza—. Cambiemos de tema: ¿con quién te has acostado últimamente?

—Disfruto del arte de estar semisola —responde Jamie con un suspiro.

—Eso sí sería una novedad —le digo, apoyando el mentón en la palma de mi mano y mirándola fijamente—. Pero ya sé que estás mintiendo.

—¿Sobre qué?

—Sobre lo de estar sola.

—¿Y tú qué sabrás?

—Las chicas guapas como tú nunca estáis solas —afirmo con un falso aire de seguridad—. Además, te conozco Jamie. Te gustan demasiado los tíos.

Ella me mira, pasmada.

Luego estalla en carcajadas de puro histerismo y no deja de reír hasta que le pregunto:

—¿Ya tenías esos pómulos en Camden?

Jamie respira hondo un par de veces y apura mi martini.

—¿Qué quieres que te responda, Victor? —pregunta sonrojada y jadeando.

—Me dejaste patidifuso —murmuro, sin dejar de mirarla.

—¿Qué? —pregunta sorprendida, pero fingiendo no estarlo.

—Que me dejaste de una pieza, completamente impresionado.

—¿Cuándo?

—Cuando nos conocimos.

—¿Y?

—Y sigo en el mismo estado.

—Ya se te pasará —dice Jamie.

—Pero a que estás pensando algo… —digo, negándome a interrumpir nuestro contacto visual, sin atreverme a parpadear siquiera…

—Bueno, pues sí —confiesa ella, sonriendo.

—¿Y en qué piensas, dulce Jamie?

Tras una pausa y mirándome a los ojos, Jamie responde:

—Pienso que eres una persona potencialmente interesante a quien me gustaría volver a frecuentar.

—Siempre me has parecido una de las cincuenta mujeres más sensacionales del mundo.

—¿Te gustaría que volviéramos a salir, Victor? —pregunta Jamie, como retándome, bajando la vista y alzando de nuevo los ojos para observarme intensamente.

El tono de su voz y la expresión de su rostro al pronunciar estas palabras sugieren una experiencia de sexo total, lo cual me pone tan nervioso que al responder sólo atino a ruborizarme y tartamudear como una idiota.

—Esto, hum, no sé…

—No te escandalices —dice—. No te propongo que echemos un polvo. Sólo digo que podríamos… volver a salir.

—A estas alturas no me escandalizo por nada.

—Eso está bien, Victor —dice Jamie con una mirada escrutadora—. Eso está pero que muy bien.

El camarero nos retira los platos y nos sirve el postre, que Jamie y yo compartimos.

—¿En qué piensas? —me pregunta ella.

Tras una larga pausa, sin saber por dónde tirar, respondo:

—Estaba pensando: «No sé si seguirá metiéndose».

—¿Y? —pregunta Jamie en tono guasón.

—Y… «A lo mejor lleva algo de material encima».

Jamie me sigue el juego.

—Pues no. —Una breve pausa—. Pero sé dónde conseguir.

—¡Camarero! —digo, alzando la mano—. La cuenta.

Cuando nos traen la cuenta Jamie me mira atónita, como si no diera crédito a sus ojos.

—¿Pero vas a pagar tú? —pregunta—. ¡Santo cielo!

—Estoy forrado, tía. Tengo un pastón.

Al verme pagar la cuenta de la cena y dejar una generosa propina, Jamie murmura:

—A lo mejor es cierto que las cosas han cambiado.

10

Cuando comienza a sonar «Setting Sun» de los Chemical Brothers, Jamie y yo nos hallamos de nuevo en Notting Hill, en el almacén de un megamillonario de la industria, uno de los decorados más espectaculares de los que he visto hasta la fecha: una serie de almacenes ubicados en un gigantesco edificio. Es una fiesta para Gary Hume, aunque en realidad la han organizado en honor de Patsy y Liam. No resulta fácil entrar si no eres un personaje famoso como nosotros, pero Jamie ha conseguido que los de seguridad, unos tipos pertrechados con un sistema ultrasofisticado de auricular con micrófono incorporado, nos dejen pasar sin mayores problemas y atravesamos un arco plateado detrás de Kate Moss y Stella Tennant. Antes de penetrar en el almacén tengo la impresión de que vamos a asistir a «otro gigantesco montaje» preparado de cara a los medios, con las furgonetas de los equipos de televisión, las vallas, los fans que tratan de tocarnos, los nombres de famosos pintados en la espalda de las chupas, los jóvenes que nos contemplan con admiración pensando «queremos parecemos a ellos», pensando «queremos ser ellos». Cuando pregunto a Jamie la identidad del industrial megamillonario, me informa de que se dedica a financiar ciertas guerras y que es un alcohólico «encantador»; en ese momento nos topamos con Patsy Palmer y Martine McCutcheson y aseguramos a Nellie Hooper que nos encanta el nuevo remix de los Massive mientras Damon Albarn besa a Jamie en ambas mejillas.

En el interior del almacén: los inmensos espacios vacíos parecen cocinas de restaurantes con grandes ventanales empañados, hace un frío glacial debido a unas esculturas de hielo en forma de mamut que han colocado por ahí, en cada nivel toca un grupo distinto (en el sótano los Jon Spencer Blues Explosion), todo el mundo se pone en plan Gucci mientras bebe cerveza Tsingtao, pero al mismo tiempo es una velada estilo camiseta-de-Prada-deportiva, sin trampa ni cartón. Videocámaras por todas partes; Carmen Electra, vestida con un traje morado de Alaïa, baila con una de las esculturas de hielo; en ocasiones la fiesta es en blanco y negro, otras en colores chillones como los nuevos anuncios de Quicksilver, pero el ambiente opta básicamente por el antiestilo. Jamie y yo no dejamos de tiritar, como si estuviéramos metidos en un iceberg que flota frente a las costas de Noruega o algo así.

En el nivel donde nos hemos apalancado sobre un pequeño diván verde lima, debajo de una descomunal escalera y rodeados de flores blancas, suena un trip-hop melódico; en la penumbra relucen los números de un gigantesco reloj digital, proyectados desde el elevado techo; esnifamos un poco de coca, que Jamie ha conseguido sin mayores problemas, y como también ha conseguido birlar una licuadora Waring de una de las cocinas nos tomamos unos combinados de un color naranja intenso a base de tequila, y en un momento dado Jamie se cambia el vestido por un modelo negro de Jil Sander; unos paparazzi que no conoce ni Dios pretenden hacernos unas fotos, pero Jamie está cansada y yo estoy en mis horas bajas, de modo que los ahuyento gritando: «¡Dejadnos en paz, joder! ¿No veis que está cansada?»; de pronto aparece otro famoso que atrae su atención y cuando los paparazzi se lanzan tras él yo me quedo un poco mosqueado. La gente charla y murmura en las sombras. Jamie y yo nos encendemos mutuamente los cigarrillos.

—Gracias, Victor —dice Jamie, exhalando el humo—. No era preciso que te mostraras tan enérgico, pero me gusta sentirme protegida.

—Qué delgados y divinos están todos. —Me siento como si la coca se extendiera por todo mi cuerpo—. Y qué dentaduras, blancas como la nieve. Menudo cambio; no recordaba que Londres fuera así.

—Teniendo en cuenta que la mayoría de los presentes son americanos, no te preocupes por el tema de la memoria —responde Jamie.

—Y qué ambientazo, oye.

—Sabía que te gustaría —suspira ella.

—¿Y tú qué opinas del sitio? —pregunto, acercándome más a Jamie sobre el diván verde lima.

—Para mi gusto se parece demasiado a un nuevo hotel diseñado por Philippe Starck.

—¿Demasiado? A mí me parece multifuncional, pero dejemos el tema del interiorismo.

—¿Y de qué quieres hablar? —pregunta Jamie—. Que no sea de tu maravillosa persona.

—No, tía, lo que quiero es hablar de ti. —Pausa—. Mejor dicho, de nosotros. —Otra pausa—. Pero empecemos por ti. ¿Me pasas la coca?

Jamie me pasa el frasquito.

—Deja que adivine: quieres ser uno de esos tipos cuyas ex novias jamás lograron olvidarse de ellos, a que sí.

Me vuelvo hacia la pared, doy unas cuantas esnifadas y le muestro la nariz para que me dé el visto bueno. Jamie asiente con la cabeza, como indicando que todo está en orden, y yo le devuelvo el frasquito al tiempo que ella saluda con la mano a un tipo vestido con un traje de Prada de tres botones que está charlando con Oliver Payton mientras los dos sostienen unas pitones. El tipo del traje de Prada le devuelve el saludo un tanto pretenciosamente.

—¿Quién es ése? —pregunto.

—El de las piernas que salen en el nuevo anuncio de Tommy Hilfiger —responde Jamie.

—Qué ambientazo —repito.

—Te sientes genial y tienes un aspecto fenomenal, ¿verdad?

—Desde más arriba se llega más lejos —asiento.

—En este momento estoy viendo a Emily Lloyd que mantiene una envidiable compostura mientras devora un gigantesco camarón a la plancha —dice Jamie bostezando. Luego abre el frasquito y se vuelve—. Estoy hecha polvo.

—Mira, ahí está Lulu Guinness, la que hizo tu bolso —comento, totalmente puesto—. Y ahí está Jared Leto… en principio es el actor que me encarnará en la película que van a filmar sobre mi vida.

Jamie tuerce el gesto y se vuelve hacia mí, limpiándose la nariz y bebiendo un generoso trago del combinado de tequila.

—Convendría que alguien te diera un par de lecciones sobre las verdades de la vida, Victor.

—Sí, sí, tía; ya te vale —replico—. Pero creo que lo que a ti te pasa es que no logras asimilar mis vibraciones hipermasculinas.

—No te pases —me advierte Jamie.

—Oye, mira, si no has venido a divertirte, no me amargues la fiesta —contesto, acercándome hasta que nuestros muslos se rozan.

—Sí, ésa soy yo. —Jamie enciende un cigarrillo, sonriendo—. Doña Aguafiestas.

—¿Qué nos pasó en Camden, tía? —pregunto—. Por más que lo intento no logro recordarlo.

—En primer lugar creo recordar que dejamos bien claro que eras un idiota —responde Jamie, exhalando una bocanada de humo.

—Ajá, ajá, pero creo que ahora he conseguido hacerte cambiar de opinión…

—Y que tenías unos problemas de relación con las mujeres que dudo que hayas conseguido superar.

—Lo que hay que oír —contesto entre risas, inclinándome hacia ella y abriendo los brazos—. Pero si soy un tipo cojonudo. ¿Es que me ves algún defecto?

—¿Además de no saber cuál es tu sitio en el mundo? —pregunta Jamie—. ¿Y que te gustaba tirarte a unas tías que no conocías de nada?

—Oye, yo creía que la marchosa eras tú —le espeto—. Por otra parte, creo que yo, en fin, que he evolucionado.

—Yo te dejé a ti, Victor —afirma Jamie, aunque interpreto que lo hace sin mala intención, porque se acerca más a mí y me sonríe.

—Bueno, pero no lograste partirme el corazón —susurro, porque estamos muy cerca.

—Pero si tú no tienes de eso —murmura Jamie a su vez, acercándose más—. Aunque confieso que me parece una cualidad… bastante sexy.

Al observar su rostro me doy cuenta de que está más dispuesta de lo que había imaginado, pero como yo todavía no me encuentro de humor, me aparto un poco, haciéndome el interesante, observo a la gente y bebo un trago de combinado. Jaime se incorpora con aire pensativo, da un sorbito a su copa y deja que apoye en su muslo la mano con la que no sostengo el cigarrillo.

—Según los rumores, saliste huyendo de Estados Unidos —digo—. ¿Por qué?

—¿Los rumores? —pregunta Jamie, cruzando las piernas y obligándome a apartar la mano—. ¿Quién dice eso? —Pausa—. De modo que corren rumores…

—Eres una estrella —respondo encogiéndome de hombros—. Apareces continuamente en la prensa.

—Ni siquiera sabías que yo vivía en Nueva York —replica Jamie, con el ceño fruncido—. ¿De qué coño estás hablando? ¿Qué prensa?

—¿De modo que… no saliste huyendo del país? —pregunto tentativamente—. ¿Así que no has venido a ocultarte aquí?

—¿Que salí huyendo de Estados Unidos? ¿Que he venido a ocultarme aquí? Si es que no te enteras de nada, tío —me espeta Jamie—. ¿Tengo pinta de estar escondiéndome?

—Yo, esto, oí decir…

—Vine aquí para rodar una mierda de película de ciencia ficción —declara Jamie—. ¿Con quién has estado hablando? ¿Quién te ha contado esta patraña?

—He oído decir que tenías mal de amores —contesto encogiéndome de hombros—. Estoy muy bien relacionado, ¿sabes?

Jamie me mira fijamente y, al cabo de unos momentos, menea la cabeza y murmura:

—Cielo santo.

—¿Cuándo piensas regresar? —pregunto.

—¿Adónde? —inquiere ella a su vez—. ¿A donde vas tú? No, gracias.

—A USA, encanto…

—¿A USA? ¿Quién coño lo llama USA?

—Siempre se ha dicho así, USA —repito encogiéndome de hombros—. ¿Quieres venirte conmigo?

—¿Por qué te preocupa tanto lo que haga yo? —pregunta Jamie tras una larga pausa.

—No es que me preocupe —respondo, prestándole de nuevo atención y acercándome a ella—. Sólo me gustaría saber si piensas marcharte y, en tal caso, si podría acompañarte.

—No lo sé, Victor —dice Jamie, sin apartarse de mí—. No sé lo que voy a hacer. Ni siquiera sé qué hago en esta fiesta contigo.

—No me creo nada. Inténtalo de nuevo.

—¿Y por qué no me crees?

—Por la forma en que lo has dicho. —Me encojo de hombros, pero esta vez sin dejar de observarla fijamente.

Jamie también me observa. De pronto se estremece.

—Tengo el horrible presentimiento de que dentro de tres años acabarás presentando uno de esos programas nocturnos de la tele vestido con un esmoquin rosa.

—Estoy programado para durar, encanto —susurro con voz grave. Es el momento del beso—. Ven aquí y goza del sabor de mis labios.

Las luces parpadean y se amortiguan. Cuando empieza a sonar el estribillo de «Staring at the Sun» de los U2, Jamie inclina la cabeza para que mi boca acceda más fácilmente a la suya. A nuestro alrededor cae una lluvia de confeti y de pronto aparece Raquel Welch triscando en Hace un millón de años, proyectada en un gigantesco muro; y cuando, nuestros labios se unen, Jamie demuestra una insólita insistencia, a la que yo reacciono de inmediato, pero en éstas Tara Palmer-Tomkinson y el diseñador de sombreros Philip Treacey se detienen para saludarnos y cuando Jamie y yo nos separamos y nos ponemos a charlar con ellos Jamie pregunta a Tara dónde están los servicios y cuando se marchan juntas Jamie me guiña un ojo y yo no sólo experimento un flashback relativo a Camden, sino que me percato que voy a acostarme con ella y encima a embolsarme trescientos mil del ala. Nota a mí mismo: ¿por qué molestarse en seguir trabajando de modelo? Nuevo plan: recordar todas las chicas con quienes he salido y a quienes conviene localizar. Empiezo a confeccionar mentalmente una lista, preguntándome si el asunto interesaría a Palakon.

Observo a un grupo de japoneses sentados ante un pequeño televisor, fumándose unos puros y bebiendo bourbon mientras contemplan un vídeo de Friends. En éstas uno se percate de mi presencia y me mira insistentemente, cosa que me halaga, aunque finjo no darme cuenta. Como no estoy seguro de si Jamie se ha llevado la cocaína, me pongo a rebuscar en el enorme bolso de ante de Mark Cross que luce en esta escena mientras los Smashing Pumpkins empiezan a tocar «1979» a un volumen ensordecedor, pero la gente protesta y ellos lo sustituyen por un trip-hop melódico más suave.

Calculo que Jamie puede haber guardado la coca en el bolso después de meterla en: un billetero de piel de serpiente de Gucci, una pluma estilográfica en miniatura Mont Blanc, una agenda Asprey, unas gafas de sol Calvin Klein, un móvil Nokia 9000, un lápiz de labios Nars, un atomizador Calvin Klein y un lector portátil de cedés Sony ICD-50 que me quedo mirando sin saber qué hacer hasta que me indican que pulse el botón Play, y cuando lo hago oigo mi propia voz resonando en el comedor vacío de Le Caprice:

«—Esto, hum, no sé…

»—No te escandalices —dice—. No te propongo que echemos un polvo. Sólo digo que podríamos… volver a salir.

»—A estes alturas no me escandalizo por nada.

»—Eso está bien, Victor —dice Jamie con una mirada escrutadora—. Eso está pero que muy bien».

Oigo una voz por encima de mi cabeza proveniente de alguien que está asomado a la barandilla luciendo un esmoquin de Gucci, alguien exquisitamente atractivo y de mi edad, un tipo que podría ser o no ser Bentley Harrolds, el modelo, con una curda de aquí te espero, sosteniendo precariamente en una mano un tanto torpe una copa llena hasta el borde de un líquido transparente.

—Qué movida —se lamenta—. Qué show.

Me apresuro a apagar el reproductor de cedés portátil y a guardarlo de nuevo en el bolso de Jamie, tras lo cual alzo la vista para mirar a Bentley y le dedico una sonrisa tan sexy que el tipo abre los ojos como platos y me contempla con expresión cachonda, rojo como un tomate. Asomado a la balaustrada, balbucea:

—La primera impresión es la que cuenta, y la tuya no puede decirse que sea vulgar.

—Y tú eres Bentley Harrolds —respondo. Luego, señalando la copa, pregunto—: ¿Qué estás bebiendo?

—Esto… —Bentley se mira la mano y a mí, bizqueando debido a la intensa concentración—. Un Bacardi helado. —Luego añade sin quitarme ojo de encima—: Visto así de frente estás como Dios.

—Eso dicen —contesto.

Bentley baja la escalera y se planta ante mí con la cara congestionada. No puede evitar oscilar adelante y atrás.

—Te pareces a Brad Pitt —observa—. Después de haber peleado con un enorme… y peludo… oso. —Pausa—. Y eso me pone a cien.

—Dame un minuto para calmarme.

—A propósito, ¿qué hacías registrando el bolso de Jamie Fields? —pregunta Bentley, tratando de sentarse, pero yo me deslizo de un extremo a otro del diván, impidiéndoselo. Bentley suspira y se da por vencido.

—¿No prefieres que te cuente mi agotadora sesión de esta mañana en el gimnasio del Four Seasons?

Se produce una larga pausa mientras Bentley reflexiona, tratando de enfocar la vista.

—¡Ay, que me desmayo…! —Bentley traga saliva.

—No serías el primero.

El japonés sigue pegándose unos lingotazos de bourbon sin quitarme ojo de encima. Le da un codazo a otro japonés, pero éste no le hace caso y sigue contemplando Friends mientras devora una terrina de helado Häagen-Dazs sabor Chocolate Midnight Cookies. Tras no pocos esfuerzos, Bentley logra sentarse junto a mí en el diván verde lima, y se concentra en mi anatomía: brazos, pecho y piernas.

—La verdad, no me costaría nada caer en tus brazos, Victor —acaba confesando.

—Sabía que me reconocerías.

—Es que eres único —suelta Bentley en plan guasón.

—Estoy de acuerdo.

Silencio momentáneo.

—¿Puedo preguntarte una cosa, Victor?

—Dispara.

—Ésa es una sugerencia más bien peligrosa —me advierte Bentley gravemente, ladeando la cabeza.

—Quiero decir que prosigas —le aclaro.

Bentley carraspea un poco.

—¿Todavía sales con Stephen Dorff? —me pregunta, ya en serio.

Jamie aparece en el preciso instante en que a mí me da un ataque de tos tan bestia que por poco vomito el ponche de tequila.

—En la planta sexta están disputando un partido de croquet y en la quinta han organizado un concurso para ver quién luce los complementos más elegantes —dice. Se sienta entre los dos y da un beso a Bentley en la mejilla.

—Hola, guapa —dice Bentley, que le devuelve el beso.

—¿Qué te pasa? Estás en las últimas, tío —observa Jamie—. ¿Qué le ha ocurrido? ¿Qué le has hecho, Bentley?

Moi? —contesta Bentley con extrañeza—. Sólo le he hecho una pregunta un poquito personal. Desde luego, la respuesta me ha satisfecho inmensamente.

—Aún no he contestado a tu pregunta —protesto con voz ronca, limpiándome la boca.

—Pues sé bueno y dale una respuesta a tu amigo, Bentley, cariñito —dice Bentley.

Yo me encojo de hombros y decido seguirle el juego, aunque en realidad tengo los pelos de punta.

—Tal vez sí, tal vez no.

Bentley lo encaja con serenidad. Luego, totalmente en serio, con los ojos cerrados como en un arrebato de dolor y deseo, pregunta:

—¿Quieres venirte a vivir conmigo?

—Sería total —respondo, recobrando la compostura—. Pero verás… —Miro a Jamie, a quien por lo visto el asunto no le viene ni le va—. En este momento estoy comprometido.

Otra pausa por parte de Bentley, que aprovecha para apurar el resto del ron y poner en orden sus ideas.

—¿Y no podría… mirar?

—Pues no.

—Victor estaba registrando tu bolso, Jamie —dice Bentley, que de pronto parece haber recuperado la sobriedad y me señala con el dedo.

—Sólo quería la coca —me apresuro a justificarme.

—Pero cómo es posible, Victor —dice Jamie, metiendo la mano en un bolsillo de la chaqueta—. Toma. No es necesario que vayas hurgando en mis cosas.

Por suerte el enfado le dura sólo una fracción de segundo, hasta que ve a Iris Palmer y a Honor Fraser, a quienes saluda con la mano, mientras Bentley inclina la cabeza y levanta la copa vacía.

—Iris está guapísima —murmura Jamie.

—¿Cómo os conocisteis el señor Ward y tú? —pregunta Bentley, inclinándose hacia nosotros—. Prometo ser buen chico y dejarlo en paz. Es que he estado coqueteando toda la noche con Harry Nuttall y de pronto me fijé en Robbie, pero todo es tan insoportablemente árido… —En éstas echa un vistazo a la parroquia y exclama—: ¡Dios! ¿Quién ha invitado a Zandra Rhodes?

—Estudiamos juntos en Camden —explica Jamie—. La única diferencia es que yo llegue a graduarme. —Luego se vuelve hacia mí y pregunta—: ¿No?

—Ah, sí, recuerdo que me lo contó Bobby —interviene Bentley.

—¿Quién es Bobby? —pregunto, tratando de captar la atención de Jamie.

De pronto Bentley finge echar un vistazo a su alrededor abriendo los ojos de forma desmesurada, como si estuviera «muy ocupado» examinando a la gente.

El japonés sigue observándome de una forma tan extraña que empiezo a ponerme nervioso. Deduzco que Jamie también se ha dado cuenta, porque en ese momento se inclina hacia mi, privando al japonés de mi visión, y me besa suavemente en los labios. Quizá sea ésa la respuesta a la pregunta sobre Bobby. Mientras contemplo el rostro de Jamie —cuya expresión dice básicamente «ataca ya»—. Bentley carraspea teatralmente y Jamie se aparta casi avergonzada; yo me quedo mirando de nuevo al japonés.

—¿Qué te parece Londres, Victor? —pregunta Bentley con la sutileza de un cuervo.

—Veo que la falsa beatlemanía ha mordido el polvo.

—Qué forma tan sutil y elegante de expresarlo.

—Hey, Joaquin, tío —grito, saludando a Joaquin Phoenix con la mano. Va vestido con un traje marrón de Prada y lleva el pelo peinado hacia atrás. Me estrecha la mano y, al reconocer a Jamie, le da un beso en la mejilla. A Bentley lo saluda con una breve inclinación de cabeza.

—¿Cómo te va, hombre? —pregunto—. Qué montaje, ¿no?

—Es un ambiente muy… agradable —contesta Joaquin, echando un breve vistazo a la gente que está a sus espaldas.

—Sí —digo—. ¿Qué estás haciendo en Londres?

Joaquín se queda cortado y finge no haber oído la pregunta.

—¿Cómo dices?

—¿Qué estás haciendo en Londres? —repito, mirándole a la cara.

—Pero, Victor, hombre… —responde Joaquin—. ¿No te acuerdas? Pero si estuvimos hablando del tema anoche: estoy filmando una película dirigida por John Hughes en Hampstead.

—Ah, sí, sí, es verdad.

—¿Os visteis anoche? —pregunta Bentley, de repente muy interesado en mis meteduras de pata.

—Pues sí, en Annabel’s —suspira Joaquin rascándose la patillas—. Era una fiesta en honor de Jarvis Cocker organizada por Catrina Skepper. —A continuación bebe un trago de Tsingtao.

—Chico, esto del jet-lagg te deja hecho polvo —alego, forzando una sonrisa—. Fue una fiesta estupenda.

—Si, estuvo bastante bien —responde Joaquin.

Sólo se queda unos momentos porque Iris Palmer y Bella Freud aparecen de pronto y se lo llevan casi en volandas. Bentley enciende otro cigarrillo para Jamie, que me mira fijamente y de forma un tanto extraña, como si tratara de descifrar algo. Yo sigo el juego ladeando la cabeza, asumiendo una expresión de perplejidad, sonriendo como un imbécil, jugueteando con el cigarrillo que Bentley insiste en tratar de encender, y encogiéndome de hombros.

—Ese labio leporino de Joaquin me vuelve loco —comenta Bentley en tono afectado.

—¿Por qué le dijiste que anoche estuviste en Annabel’s? —pregunta Jamie.

—Porque es cierto —respondo—. Estuve charlando un rato con Jarvis y luego apareció Joaquin y, bueno, me puse a charlar con él y… Estábamos rodeados de payasos, de gente que no paraba de hacer gansadas, ¿sabes?

Jamie asiente y da una calada al cigarrillo.

—Pero tú no estuviste allí, Victor —afirma.

—Ah, ¿no? ¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque yo sí fui a esa fiesta —replica.

Una larga pausa, durante la cual finjo sentirme ofendido.

—¿Y ni siquiera te dignaste saludarme? ¡Joder, tía!

—No te saludé, Victor, porque tú no estabas allí —puntualiza Jamie—. De lo contrario me acordaría.

—Pues Joaquín asegura que me vio allí —insisto, alzando los brazos y encogiéndome de hombros, confiando en que ese gesto baste como respuesta—. A lo mejor no coincidimos.

A todo esto, Bentley se dedica a extraer rosas blancas de unos jarrones metálicos y, tras aspirar su aroma, se las prende en la solapa mientras escudriña la habitación y observa a los extras que pasan ante nosotros. Jamie no me quita ojo de encima mientras yo muevo la cabeza al son de la música, tratando de serenarme.

—¿Qué haces en Londres, Victor? —pregunta Jamie de sopetón.

—Ya ves, divertirme sin parar —contesto. Me echo sobre ella y la beso de nuevo en la boca, esta vez más intensamente, con lengua. Jamie me devuelve el beso, pero enseguida se separa cuando nota la presencia de una sombra junto a nosotros.

—En la planta sexta actúa Kula Shaker —anuncia una voz.

Al levantar la vista me encuentro con una pareja. Los dos son guapos de verdad, y sonríen a Jamie como si la hubieran pillado haciendo algo malo. La chica luce un vestido transparente de Yohji Yamamoto y me parece reconocerla como Tammy, una modelo de Kentucky, que va agarrada de la mano de Bruce Rhinebeck, un modelo también muy atractivo que luce un traje muy entallado y reluciente de Gucci y una chupa de Dolce & Gabbana. Bruce ofrece automáticamente a Jamie el porro que él y la chica comparten.

—Dicen que el DJ de la azotea es Laurent Garnier —comenta Bruce—. Qué pasada, ¿no?

—Os presento a Victor Ward —dice Jamie.

—Genial —responde Bruce de forma bastante educada—. Otro expatriado.

—Tienes una bonitas cejas, colega —comento a Bruce.

—Gracias —contesta—. Son mías.

—Oye, nosotros nos vamos, que esto es un rollazo —dice Tammy.

—¿Qué estás bebiendo? —pregunta Jamie, arrebatándole a Tammy la copa—. ¿Puedo probarlo?

—Es ron, tónica y zumo de lima —responde Tammy—. La bebida de la década, según dicen.

—¿La bebida de la década? —Bentley hace una mueca—. Qué horror. ¿Quién habrá sido el cretino que le puso ese nombre?

—Fue Stella McCartney —contesta Tammy.

—Ah, qué chica tan estupenda —se apresura a decir Bentley, incorporándose—. Quiero a Stella con locura… Déjame tomar un sorbito. —Después de probar la bebida se relame los labios y exclama—: ¡Delicioso! Stella tiene razón: es la bebida de la década. Informa a los medios, Jamie. Que alguien vaya en busca de un publicista.

—Me he pasado casi todo el día en las oficinas de Elite Premier —Tammy bosteza apoyada en Bruce—. Luego almorcé en Chelsea.

—¿Dónde? —inquiere Bentley, al tiempo que examina una rosa blanca.

—En el Aubergine —suspira Tammy—. Pasé unas dos horas en el Vent y luego me tomé unas copas en el Sugar Club antes de venir aquí. ¡Qué día!

—Yo tuve una sesión de fotos para el anuncio de Craig McDean. —Bruce toma el porro que le devuelve Jamie—. Luego acompañé al representante de las Spice Girls a firmar un contrato megabestial y cené temprano en el Oxo Tower con Nick Knight, Rachel Whitehead y Danny Boyle.

—Eres todo un personaje. —Jamie sonríe.

—Básicamente soy un creador de tendencias —responde Bruce sonriendo también.

—Un genio total —explica Tammy a Jamie.

—Y tú eres la tendencia de otoño más interesante —dice Bentley a Tammy.

—Un auténtico fenómeno —afirma Bruce, apretando la mano de Tammy.

—¿Qué es esto? —pregunto—. ¿La noche del chic eterno?

—Parece como si todo el mundo se dirigiera a alguna parte, pero no es así —comenta Tammy echando un vistazo a su alrededor.

—Pues a mí me da la impresión de que esto ya es historia —replica Bruce, al tiempo que mata el porro.

Como han vuelto a poner el vídeo de Friends, el japonés consigue atraer la atención de sus colegas y éstos se vuelven hacia mi. El japonés gesticula como un poseso y trato de recordar qué anuncios de los que he rodado han aparecido en Japón, pero no me viene ninguno a la cabeza. Al percatarse de mi nerviosismo, Bruce se vuelve para observar a los japoneses y Tammy y Jamie le imitan. Tammy hace un gesto casi imperceptible con la cabeza y Bruce propone:

—Creo que ha llegado el momento de largarse.

Jamie se inclina hacia mí y murmura:

—¿Te vienes con nosotros?

—¿Adónde vais? —pregunto mientras Jamie me ayuda a levantarme. Tammy y Bruce alzan a Bentley del diván verde lima. Bentley apenas se sostiene en pie y, después de conseguir que mantenga mínimamente el equilibrio, le conducen escaleras abajo.

—Vamos a nuestra casa.

—¿Qué es nuestra casa?

—Un lugar donde vivimos todos juntos —contesta Jamie—. ¿Captas?

—¿Por qué no regresas conmigo al Four Seasons?

—Tú haz lo que te dé la gana, Victor. —Jamie se acerca y me besa con tal ardor que doy un paso atrás, choco con un jarrón lleno de rosas blancas y sin querer meto la cabeza entre las flores. Los pétalos me rozan las mejillas, el cuero cabelludo y el cuello.

—Me alegro de que estés aquí —ronronea Jamie antes de conducirme escaleras abajo, hacia el Jaguar de Bruce—. A salvo —añade suavemente.

—Eres muy persuasiva —murmuro con voz ronca.

9

Bruce conduce a toda pastilla pero con maestría por las calles de Londres; Tammy, sentada junto a él, enciende otro porro; los dos nos observan de vez en cuando por el retrovisor. Pese al aire acondicionado, las ventanillas están empañadas. Yo voy sentado entre Bentley y Jamie, que se me abraza en la oscuridad del asiento trasero mientras la canción «One and One», de Robert Miles, suena a todo volumen. La beso en la boca con pasión, deseándola como jamás la había deseado en Camden, al tiempo que procuro frenar los avances de Bentley, que se dedica a quitarme pedacitos de confeti de la chaqueta Versace; cada vez que le aparto la mano, el muy pelmazo emite un gemido de protesta. Jamie me toquetea la polla, que está tiesa y me roza el muslo, y yo tengo que cambiar de postura cada dos por tres, hasta que le sujeto la mano, la guio y hago que me la frote con más energía; y cuando estoy totalmente perdido en las actividades de Jamie, Bentley me introduce la mano en el bolsillo y al encontrar algo duro comienza a restregarlo emitiendo ruiditos de placer, pero enseguida se da cuenta de que es el paquete de Mentos y suelta un sonoro gemido de protesta.

Bruce pega un golpe de volante y cambia de dirección porque las calles que dan a Trafalgar Square están cerradas debido a una amenaza de bomba. A través de los altavoces suena «Rock Off» de Primal Scream, sofocando cualquier otro posible sonido. El Jaguar toma una curva a una velocidad de vértigo; las ventanillas están bajadas y el aire penetra en el vehículo. Cada vez que Jamie me toca me pongo a cien, cachondo perdido. En éstas Jamie se quita los zapatos, coloca las piernas sobre mis muslos y apoya los pies en el regazo de Bentley, mientras las luces de la ciudad parpadean a nuestro alrededor.

—Qué guapo eres —musita Jamie cuando me inclino para besarla en la boca con el rostro congestionado.

Cada vez que nos detenemos ante un semáforo suelto una retahíla de palabrotas. Bentley se pone a discutir con Bruce hasta que descubre una foto que alguien se dejó en el asiento trasero en la que aparece Matthew McConaughey retozando en un arroyo; Bentley la contempla arrobado, olvidándose de todo lo demás. Por fin Bruce enfila un camino asfaltado y se detiene ante una pequeña verja, que se abre automáticamente; al atravesarla una luz cegadora nos enfoca desde varios puntos del tejado de la casa negra que se alza ante nosotros. La luz se apaga lentamente y Bruce saca un mando a distancia, pulsa unos botones y cuando por fin vuelve a estar oscuro, todo se desvanece excepto las nubes en el firmamento.

8

Cruzo el umbral de la casa negra, precedido por Jamie, mientras Bentley, Bruce y Tammy nos dejan solos en un espacio oscuro para dirigirse a las habitaciones del piso superior. Jamie enciende unas velas y me ofrece una copa que huele a Sambuca; ambos ingerimos unos Xanax para sacudimos de encima los efectos de la coca antes de tomar un baño caliente en una habitación que huele a pintura fresca, donde Jamie enciende más velas y se quita el traje de Jil Sander y me ayuda a desnudarme, hasta que finalmente me arranca los calzoncillos Calvin Klein mientras yo permanezco tendido en el suelo del baño, delirando, sin parar de reír, agitando las piernas en el aire. Jamie está de pie junto a mí, iluminada por el resplandor de las velas que proyectan su alargada sombra sobre los muros y el techo; yo extiendo la mano para tocarle el culo y al cabo de unos instantes nos sumergimos en el agua.

Después del baño Jamie me tumba de un empujón en un lecho gigantesco. Estoy totalmente sereno, caliente a más no poder; suena una suave música de fondo, un cede de Tori Amos. Me tumbo de costado, contemplando maravillado a Jamie, le acaricio su escaso vello púbico, le introduzco los dedos en la vagina, canturreo al son de la música mientras dejo que ella me vaya chupando la lengua.

—Oye —susurra Jamie, apartándose un poco.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —pregunto.

Jamie no quiere follar y comienza a mamármela. Yo hago que se ponga mirando a los pies de la cama y le como el chocho, caliente y estrecho, empiezo a lamérselo con movimientos lentos, alcanzo el ano, introduzco la lengua en la vulva con movimientos rápidos y profundos, o pongo la lengua rígida y se la meto hasta el fondo, devorando y chupándole el coño; luego deslizo la punta de la lengua sobre el clítoris y ella se sienta sobre mi cara, moviéndose hacia arriba y hacia abajo mientras yo le masajeo los pezones, y Jamie se corre tocándose el clítoris con el dedo corazón, emitiendo gemidos de placer, y yo le lleno la mano de babas; cuando me corro yo, ella trata de inmovilizarme las caderas con el pecho para evitar que la golpee sin querer, me corro sobre su mano mientras ella me masturba, eyaculo interminablemente y con tal violencia que sepulto de nuevo la cara en su coño para sofocar los gritos que suelto sin querer en pleno orgasmo. Luego me dejo caer hacia atrás, con la barbilla, la boca y la nariz cubiertos del flujo de su vagina. Lo único que rompe el silencio es mi respiración entrecortada. El cedé que sonaba se ha parado; algunas velas se han consumido; noto que la cabeza me da vueltas.

—¿Te has corrido? —pregunta Jamie en la oscuridad.

—Sí —contesto resollando, sin poder reprimir una carcajada.

—Vale —dice Jamie.

El lecho cruje cuando se levanta. Me parece que sostiene algo con mucho cuidado, como si temiera dejarlo caer al suelo.

—Oye…

—Buenas noches, Victor.

Jamie se dirige a la puerta y la abre. Me llevo una mano a los ojos para que no me deslumbre la luz del pasillo, y cuando ella cierra la puerta estalla una oscuridad incontrolada y la cabeza sigue dándome vueltas y tengo la sensación de que me elevo hacia un lugar donde me espera alguien y oigo unas voces que me dicen: sigue, sigue.

7

Me despierta el sol que entra por la claraboya y pasa a través de unas vigas de acero modernísimas hasta derramarse sobre el lecho desde donde admiro los dibujos geométricos grabados en las modernísimas vigas de acero. Me incorporo despacito, preparado para lo peor, pero por lo visto he dormido tanto que ya se me ha pasado el resacón. Echo un vistazo a mi alrededor: una habitación decorada en gris ceniza, minimalista total; un enorme jarrón de acero que contiene tulipanes blancos; unos ceniceros metálicos guapísimos distribuidos por la habitación; una mesilla de acero sobre la que reposa un diminuto teléfono negro junto al número del próximo mes de Vanity Fair, en cuya portada aparece Tom Cruise; una pintura de Jennifer Bartlett colgada sobre el lecho. Abro una persiana de acero y contemplo lo que parece ser una calle londinense relativamente de moda, aunque no estoy seguro de su ubicación. Como en la habitación no hay ningún reloj, no tengo ni idea de qué hora es, pero por la forma en que las nubes se deslizan frente al sol a través de la claraboya calculo que es más de mediodía.

Llamo al Four Seasons y pregunto si hay algún mensaje para mí, y al averiguar que no hay ninguno experimento una leve sensación de pánico que espero controlar dándome una ducha en el baño contiguo al dormitorio, revestido de azulejos verde pálido y gris oscuro, y la bañera que Jamie y yo utilizamos anoche aparece vacía y rodeada de velas; consumidas; junto a las pilas de acero inoxidable del lavabo aparecen dispuestos unos artículos de tocador Kiehl. Me seco y me pongo un albornoz Ralph Lauren que encuentro colgado de un gancho antes de abrir la puerta despacio, porque no estoy seguro de lo que hallaré detrás de ella.

6

Me hallo en lo que parece el primer piso de una mansión urbana de dos plantas, de un estilo tan simple, funcional y abierto que resulta difícil ocultarse en algún sitio. Enfilo por un pasillo —al que dan varios dormitorios, un estudio, dos baños y numerosas hileras de estantes vacíos— y me dirijo hacia una escalera que me conducirá a la planta baja; en la decoración predomina el tono ceniza —el color de los sillones y los sofás y los edredones y los escritorios y los jarrones y las alfombras que cubren los suelos de roble claro—, con algunos toques en aqua, verde manzana y crema. Tras bajar una escalera, sujetándome a la fría barandilla de acero, llego a un inmenso espacio diáfano dividido en dos por una serie de columnas de acero; los suelos son de terrazo y las ventanas unos simples cubos de cristal opaco. En la zona del comedor unas sillas de Frank Gehry están colocadas alrededor de una gigantesca mesa de granito de Budeiri, bajo una lámpara que emite luz indirecta. Entro en una cocina en tonos salmón con unos estantes suspendidos de unos cables de acero; el frigorífico, un modelo antiguo, contiene yogures, diversos quesos, una lata de caviar sin abrir, Evian y media docena de focaccia, y en un armario veo unos paquetes de Captain Crunch y varias botellas de vino. Todo el lugar exhala un aire transitorio; hace tanto frío que me pongo a tiritar mientras observo un montón de teléfonos móviles sobre una mesa rosa monísima y pienso que todo esto es demasiado 1991.

Me dirijo hacia un gigantesco espacio situado en el centro de la casa, donde suenan los Counting Crows en un aparato estéreo, y al pasar junto a una columna de acero veo ante mí un descomunal sofá color pistacho y una enorme pantalla de televisión sin el sonido —Beavis y Butt-head sentados muy tiesos— junto a una máquina tragaperras desconectada, que se halla a su vez junto a un largo bar de granito bastante deteriorado sobre el que reposan dos tableros de backgammon. Me acerco por detrás a un tipo vestido con una camiseta USA Polo Sport y un holgado pantalón corto con las perneras excesivamente subidas, que está inclinado sobre un ordenador en cuya pantalla azul aparecen unos diagramas de aviones; sobre la mesa descansa una mochila de Hermes que contiene un ejemplar de un libro de Guy Debord y varios sobres sobre los que alguien ha garabateado unos ciempiés. El tipo se vuelve.

—Estoy helado —grita—. Tengo un frío de cojones.

Pasmado, me paro en seco y asiento con un gesto.

—Sí, hace un frío que pela.

El tipo mide aproximadamente un metro ochenta de estatura, tiene el cabello negro, corto y peinado hacia atrás; un bronceado tan natural que parece imposible disimular un cutis sonrosado, y al contemplar esos pómulos me digo de inmediato: «Vaya, pero si es Bobby Hughes». El tipo clava sus ojos de un tono verde oscuro en mí y sonríe mostrando una dentadura increíblemente blanca que pone de relieve su pronunciada mandíbula.

—Permíteme que me presente —dice, tendiéndome la mano. Tiene el brazo tan musculoso que ese simple movimiento revela su abultado bíceps—. Soy Bobby.

—Hola —contesto, estrechándole la mano—. Yo soy Victor.

—Perdona que esté tan sudado —se disculpa con una sonrisa—. Acabo de subir del gimnasio. Coño, qué frío hace aquí. No tengo ni puta idea de dónde está el termostato.

—¿Ah, sí? —suelto sin saber qué decir—. Vaya. —Pausa—. ¿Tenéis un gimnasio… aquí?

—Sí, en el sótano —responde Bobby haciendo un gesto con la cabeza.

—¿Ah, sí? —repito, tratando de mostrarme más desenvuelto—. Genial, oye.

—Se han ido todos a la tienda —dice Bobby, volviéndose hacia el ordenador y llevándose una Coca-Cola Light a los labios—. Tienes suerte de estar aquí, esta noche cocina Bruce. —Al cabo de unos momentos se vuelve hacia mí y pregunta—: ¿Quieres desayunar? En la cocina hay una bolsa de cruasanes y creo que queda un poco de zumo, si no se lo ha bebido Bentley.

Pausa.

—Ah, no, no. Estoy bien —contesto con aire distraído.

—¿Te apetece un bloody mary? —pregunta Bobby sonriendo—. ¿O un poco de Visine? Chico, tienes los ojos fatal.

—No, no… —Una pausa, una sonrisa tímida, suspiro de forma casi imperceptible—. Estoy bien.

—¿En serio? —pregunta Bobby.

—Sí, sí.

Después de ser expulsado de Yale el primer año por «conducta inapropiada», Bobby Hughes comenzó su carrera de modelo para Cerutti a los dieciocho años y se convirtió en una sensación de la noche a la mañana. Al poco tiempo pasó a ser el modelo favorito de Armani y firmó varios contratos millonarios; en realidad llegó a cobrar un pastón escandaloso para aquellos tiempos. Recuerdo el famoso anuncio de Hugo Boss donde Bobby se alejaba de la cámara dando saltos mortales mientras debajo aparecían unas letras rojas fosforescentes que decían: «¿Quién va a fijarse en eso?»; y el histórico anuncio para Calvin Klein en el que Bobby posaba en ropa interior, tosiendo y con expresión ausente, mientras una voz femenina susurraba: «Tu ego te lo agradecerá»; y en la época en que CQ publicaba modelos en la portada, el rostro de Bobby aparecía continuamente, impávido y seguro de sí. Hizo de guaperas en dos vídeos de Madonna, de «chico triste y perdido» en un clip de Belinda Carlisle, y apareció descamisado en muchos más porque poseía unos abdominales que quitaban el hipo mucho antes de que la gente reparara en el torso del modelo, una moda que probablemente impuso él. A lo largo de su carrera desfiló por innumerables pasarelas hasta conquistar el apodo de «Chico Diez». Apareció en la portada del último álbum de Smith, Unfortunately. Tenía un club de fans en Japón. La prensa le trataba bien, lo que siempre me hizo sospechar que, bajo su cultivada imagen de supermacho, Bobby Hughes era más listo que el hambre y poseía una personalidad «polifacética». Durante un tiempo, en los ochenta, fue el modelo masculino mejor pagado porque ofrecía los mejores rasgos, el aire más sofisticado, el cuerpo perfecto. Se vendieron millones de ejemplares de su calendario.

En el invierno de 1986 concedió una última entrevista a Esquire, donde dijo sin el menor resquemor: «Sé exactamente lo que quiero hacer y adónde me dirijo», tras lo cual dejó la escena de la moda neoyorquina más o menos desierta. Todo esto ocurrió antes de que yo iniciara mi vida en la ciudad, antes de que me hiciera semifamoso como Victor Ward, antes de que conociera a Chloe, antes de que mi mundo comenzara a adquirir forma y a expandirse. Luego fueron apareciendo de vez en cuando en algunas revistas de moda europeas unas fotos granulosas de Bobby Hughes asistiendo a una fiesta en una embajada en Milán, Bobby Hughes sorprendido por la lluvia en Wardour Street ataviado con una gabardina verde de Paul Smith, Bobby Hughes jugando a boley-playa en Cannes, o en el vestíbulo del Cap d’Antibes al amanecer vestido con esmoquin y sosteniendo un cigarrillo, Bobby Hughes dormido en un asiento de primera clase en el Concorde… Y puesto que había dejado de conceder entrevistas, la prensa del corazón se dedicaba a difundir rumores sobre su compromiso con Tiffani-Amber Thiessen, a insinuar que «por poco» había hecho que rompieran Liz Hurley y Hugh Grant, o a sugerir que había sido el causante de la separación de Emma Thompson y Kenneth Branagh. También se decía que conocía de primera mano el ambiente de ciertos locales sadomaso de Santa Monica. Aseguraban que iba a protagonizar la segunda parte de American Gigolo. Comentaban que se había gastado toda su fortuna montando restaurantes que habían fracasado, en los caballos, en cocaína, en un yate al que había puesto el nombre de Animal Boy. Aseguraban que iba a reanudar su carrera de modelo a una edad en que resultaba poco probable que decidiera hacerlo. Pero no llegó a hacerlo.

Y ahora lo tengo ante mis ojos, en carne y hueso, cuatro años mayor que yo, algo más alto que yo, tecleando en un ordenador, bebiendo Coca-Cola Light y luciendo unos calcetines deportivos blancos. Como no estoy acostumbrado a la compañía de tipos más guapos que Victor Ward, me resulta francamente incómodo, pero le escucho con más atención que a ningún otro hombre que he conocido por un hecho incuestionable: Bobby Hughes es demasiado atractivo para resistirse a él. Te cautiva casi sin pretenderlo.

—La verdad, me siento algo perdido —murmuro—. ¿Dónde… me encuentro exactamente?

—Oh. —Bobby alza la vista y me mira, parpadea un par de veces y por fin dice—: En Hampstead.

—¿Ah, sí? —contesto, aliviado—. Mi amigo Joaquin Phoenix, ya sabes, el hermano de River…

Bobby asiente sin dejar de observarme.

—Está rodando la última película de John Hughes en Hampstead —termino. De pronto me siento un poco ridículo ataviado con este albornoz—. Al menos eso creo —añado, para salir del mal trago.

—Genial —responde Bobby, volviéndose hacia el ordenador.

—Anoche estuve con él en una fiesta.

—¿Y qué tal fue? —pregunta Bobby—. Siento habérmela perdido.

—Pues fue una fiesta… —trato de explicarle poniéndome nervioso por momentos—. A ver si me acuerdo. Estaba por… bueno, fue en Notting Hill.

—Ya, claro —dice Bobby en tono despectivo, lo cual casi consigue calmarme.

—Sí, bueno… —Hecho un lío, me quedo mirándole arropado en el albornoz mientras él observa la pantalla del ordenador.

—Era en honor del pintor Gary Hume, ¿verdad? —inquiere Bobby.

—Sí —contesto—. Pero todos sabíamos que en realidad era para Patsy y Liam.

—Claro, claro —dice Bobby, pulsando tres teclas y haciendo que aparezcan en la pantalla más diagramas de aviones—. ¿Quién estaba ahí? ¿Había mucha gente del mundillo?

—Pues estaba Kate Moss y Stella Tennat e Iris Palmer y creo que Jared Leto y Carmen Electra y, esto, Damon Albarn y… Tomamos un combinado de ponche de naranja y… vaya, yo pillé un colocón monumental y… ah, sí, había muchas esculturas de hielo.

—Vaya.

—¿Cómo es que no fuiste? —pregunto, adoptando un registro en el que me siento más cómodo.

—Estaba en París.

—¿Para un anuncio?

—Por negocios —responde Bobby secamente.

—¿Relacionados con el trabajo de modelo?

—No, ya lo he dejado del todo —contesta Bobby, comprobando un dato en una agenda situada junto al ordenador—. He cerrado ese capítulo de mi vida.

—Sí, claro, te entiendo —digo por decir algo.

—¿Sí? —Bobby me mira por encima del hombro, sonriendo—. ¿De veras?

—Sí, sí, desde luego. —Me encojo de hombros—. Yo también estoy pensando en dejarlo.

—¿Qué estás haciendo en Londres, Victor? —me pregunta Bobby.

Off the record?

—¿Publicidad? ¿Un pase? —pregunta sonriendo de nuevo.

—No fastidies —contesto echándome a reír—. Ni hablar… Quiero dejarlo, independizarme.

—Es una vida, muy dura, ¿verdad?

—Joder si es dura.

—Potencialmente devastadora.

—He decidido frenar y darme un respiro.

—Muy inteligente por tu parte.

—¿Sí?

—Esta profesión te machaca. Conozco a muchos que han acabado hechos una ruina.

—Sí, yo también. Tienes toda la razón.

—Te lo juro, todo esto me pone enfermo. Me revuelve el estómago —afirma Bobby.

—Vaya… pues nadie lo diría. Estás mejor que nunca —observo confundido.

—¿Qué? —Bobby se mira, se da cuenta de mi torpeza y sonríe con simpatía—. Ah, gracias. Eres muy amable.

—¿Cuándo has llegado? —pregunto, iniciando el proceso de estrechar los lazos.

—Esta mañana —responde Bobby bostezando y desperezándose—. ¿Y tú?

—Hace un par de días.

—¿Saliste de Nueva York?

—Sí.

—¿Y qué se cuece por allí últimamente? —pregunta Bobby, concentrándose de nuevo en el monitor—. Hace siglos que no voy. Por lo que he leído en la prensa, me parece que no me sentiría a gusto. Ya ves, a lo mejor he madurado.

—Sí, sí, todo puro teatro —respondo—. Y además, todos esos niñatos idiotas… ¿sabes?

—¿Gente aplaudiendo como loca a los supermodelos que desfilan por la pasarela? No, gracias.

—Tienes toda la razón.

—¿A qué te dedicas cuando estás allí?

—Más o menos a lo de siempre: trabajo de modelo. La semana pasada colaboré en la inauguración de un local. —Pausa—. Ah, y voy a hacer un papel en la segunda parte de Línea mortal.

—Joder, qué frío hace —protesta Bobby de nuevo, abrazándose—. ¿No tienes frío?

—Sí, un poco —admito.

Bobby sale de la habitación y desde alguna parte de la casa grita:

—¿Dónde está la puñetera estufa? —Luego pregunta—: ¿Quieres que encendamos el fuego?

Entre los cedés diseminados sobre los gigantescos altavoces hay algunos de Peter Gabriel, de John Hiatt, de alguien llamado Freedy Johnson y el último álbum de los Replacements. A través de los ventanales veo una pequeña terraza rodeada por un jardín repleto de tulipanes blancos; unos pajarillos se congregan sobre una fuente de acero, pero cuando se levanta el viento y las sombras comienzan a extenderse a través del césped deciden que no están a gusto y remontan el vuelo todos al mismo tiempo.

—¿Quién vive aquí? —pregunto cuando Bobby entra de nuevo en la habitación—. Ya sé que se trata de un decorado, pero está muy bien.

—A veces alquilo esta casa —responde Bobby, dirigiéndose hacia el ordenador y examinando la pantalla—. En estos momento la comparto con Tammy y Bruce, a quienes creo que ya conoces.

—Sí, son una gente muy legal.

—También están por aquí Bentley Harrolds, un amigo de toda la vida, y Jamie Fields, a quien… —Bobby se detiene, sin mirarme—. Bueno, me parece que os conocisteis en el instituto.

—Pues sí —asiento con un gesto—. Ella también es muy legal.

—Ya —dice Bobby con aire cansado, apagando el monitor y emitiendo un suspiro—. Somos todos de lo más legales.

Se me ocurre comentarle algo, pero no me atrevo. Al fin decido lanzarme:

—Oye, Bobby.

—¿Sí? —pregunta volviéndose de nuevo hacia mí.

—Sólo quería que supieras que, en fin, aunque suene cursi, tú fuiste… —respiro hondo y prosigo— una inspiración para mí y para muchos como yo, una influencia importante. Sólo quería que lo supieras. —Me detengo y aparto la vista, turbado, con los ojos llenos de lágrimas—. Espero que no te parezca una estupidez.

Silencio.

—No, no —responde Bobby al cabo de unos instantes—. Te lo agradezco, Victor —añade mirándome con afecto—. Me ha gustado mucho. Gracias.

Siento un alivio enorme a pesar del nudo en la garganta, y haciendo un esfuerzo, con voz entrecortada, atino a contestar.

—Vale.

En éstas suenan unas voces en el jardín. Una verja se abre y se cierra. Cuatro personas guapísimas, vestidas de negro, luciendo gafas de sol y portando unas bolsas del delicatessen de la esquina, atraviesan el jardín en penumbra y se dirigen hacia la casa. Bobby y yo las observamos a través de los ventanales.

—Bueno, por ahí vienen todos —comenta Bobby.

Saludo a Jamie con la mano mientras el grupo echa a andar hacia el ventanal tras el que me encuentro, pero nadie me devuelve el saludo. Bentley tuerce el gesto y lanza el cigarrillo con un papirotazo. Bruce, cargado con dos bolsas hasta los topes, empuja a Tammy en plan juguetón y la arroja del camino empedrado. Jamie avanza hacia nosotros, con la mirada al frente, impávida, mascando chicle.

—¿Es que no me ven? —pregunto.

—No, el cristal es de los que sólo permiten ver por un lado —me explica Bobby.

—Ah. Vaya, qué moderno.

Los cuatro entran en la cocina por la puerta trasera. Al cerrar la puerta suenan unos débiles bips electrónicos. Bobby y yo nos volvemos y les observamos mientras dejan las bolsas de comida sobre una amplia encimera de acero. Nos acercamos a ellos, tal como indica el guión. Jamie es la primera que repara en nuestra presencia y se quita las gafas de sol, sonriendo.

—Conque ya estás despierto —dice mientras avanza hacia nosotros.

Yo le devuelvo la sonrisa y al ver que se acerca a mí, deduzco que va a besarme, de modo que cierro los ojos y me alzo de puntillas, impaciente. Experimento una leve punzada de deseo que se va intensificando hasta hacerme perder el control. Pero no: Jamie pasa de largo y yo abro los ojos y me vuelvo.

Ella y Bobby se abrazan y se besan con ardor, de forma casi ruidosa. Jamie tarda un buen rato en percatarse de mi presencia, pero cuando trata de apartarse de Bobby éste la retiene con fuerza.

—¿Os conocéis? —es cuanto acierta a balbucir Jamie tras observar la expresión de mi rostro.

—Sí —contesto.

—Suéltame —exclama Jamie, que aparta a Bobby de un empujón—. Vamos, suéltame.

Pero Bobby no le hace ni caso y la sigue besando en la cara y en el cuello. Yo me quedo ahí plantado, mirándoles como un idiota, excitado y de repente completamente alerta.

—Creo que ha llegado el momento de tomarse una copa —propone Bentley con una mueca.

Tammy se acerca a mí.

—Nos hemos encontrado con Buffy. Acaba de regresar de una expedición al Everest en la que han muerto dos personas. Y encima Buffy perdió su móvil.

Como no tengo ni remota idea de a quién se dirige Tammy, asiento lentamente.

—Me muero de hambre —dice Bobby sin soltar a Jamie, que por lo visto ya se ha dado por vencida—. ¿A qué hora comemos? —pregunta—. Y por cierto, ¿qué hay para comer?

Enseguida susurra unas palabras al oído de Jamie y ella se echa a reír, le da unos golpecitos en los brazos y luego lo aparta agarrándolo por los bíceps.

—Estoy preparando brochetas —contesta Bruce desde la cocina—. Risotto e porcini, higos con prosciutto y ensalada de arugula al hinojo.

—Date prisa —grita Bobby, besuqueando a Jamie y estrechándola contra sí—. Estoy que no veo de hambre.

—¿Qué llevas debajo del albornoz, Victor? —pregunta Bentley observándome mientras sostiene en la mano una botella de Stoli—. Un momento… no me lo digas. No podría resistirlo. Por cierto —añade desde la cocina—, tengo tu ropa interior.

—Voy a darme un baño —dice Tammy parpadeando y clavando sus ojos grises en mí—. Caray, pues sí que tienes buena cara, a pesar de la juerga de anoche. —Frunce los labios y añade—: Aunque claro, son las cinco de la tarde.

—Tengo una buena dotación genética —respondo, encogiéndome de hombros.

—Y llevas un albornoz que te sienta de miedo —apostilla Tammy dirigiéndose hacia la escalera.

—Oye, aquí hace un frío horroroso —observa Bobby, soltando por fin a Jamie.

—Pues vístete —le espeta ella secamente, alejándose—. Y deja de hacer el burro.

—¡Oye! —exclama Bobby fingiéndose pasmado por la sorpresa, con la boca exageradamente abierta. Acto seguido echa a correr detrás de ella. Jamie suelta unos grititos de gozo y entra en la cocina a toda prisa. De pronto lo veo todo con una claridad meridiana y soy consciente de que llevo varios minutos plantado en el mismo lugar.

—Ándate con cuidado, Bobby —dice Bentley—, que Jamie tiene una pistola.

En éstas Jamie se dirige hacia mí, resollando. A sus espaldas veo a Bobby registrando las bolsas del delicatessen y charlando con Bruce. Bentley pide a uno de ellos que pruebe los martinis que ha preparado.

—¿Dónde está mi ropa? —pregunto a Jamie.

—En el armario —suspira ella—. En el dormitorio.

—Tú y Bobby formáis la pareja perfecta —observo.

Jamie contesta «lo siento» en silencio y se aleja.

Cuando Jamie pasa junto a él, Bobby le propina un cachete en el culo, como para asegurarse de que no se le escapa.

—Oye, ¿has vuelto a olvidarte de conectar las alarmas? —pregunta Bobby a alguien.

5

Al atardecer el equipo de rodaje obtiene unas imágenes de un cielo crepuscular fabuloso antes de que oscurezca por completo, mientras el interior de la casa se ilumina y los seis —Bentley, Tammy, Bruce, Jamie, Bobby y yo— nos repantigamos en las sillas Frank Gehry dispuestas en torno a la mesa de granito en la zona del comedor y yo me hago el tímido mientras dos cámaras giran a nuestro alrededor. Nos pasamos los platos y las botellas de vino y pese al factor Bobby Hughes, que puede impedir que me lleve trescientos mil dólares, me siento en paz y tolerante y dispuesto a lo que sea. Las continuas atenciones que me dispensan mis nuevos amigos hacen que pase por alto ciertos detalles, especialmente la forma en que Jamie abre los ojos como platos cuando me mira a mí o a Bobby, en ocasiones risueña, otras no tanto. Yo respondo a las preguntas que me hacen sobre Chloe —la concurrencia parece francamente impresionada por el hecho de que yo fuera su novio—, la portada de YouthQuake, la orquesta en que había tocado, mis ejercicios de gimnasia y las pastillas que tomo para desarrollar más músculos; a nadie se le ocurre preguntar «¿quién eres?» ni «¿de dónde eres?» ni «¿qué quieres?», preguntas que no vienen al caso porque todos parecen conocer las respuestas. Bentley menciona unos recortes de prensa que leyó sobre la inauguración del local la semana pasada, una noticia que ha recogido la prensa londinense, y promete enseñarme esos recortes más tarde, sin insinuar nada inconfesable.

Guiños, miradas de complicidad y bromitas entre nosotros y Felix y el director, pero no nos burlamos unos de otros porque en el fondo es una forma de vender nuestra imagen y al fin y al cabo estamos unidos porque «lo hemos logrado». Yo me esfuerzo en no mostrarme impresionado cuando la conversación gira en torno a nuestras respectivas relaciones con la prensa, dónde estábamos durante los ochenta y qué aspecto presentaremos en la pantalla. Tras felicitar a Bruce por su maravilloso risotto pasamos a comentar la bomba que hace unos días unos terroristas colocaron en un hotel de París, en el Boulevard Saint-Germain, mientras suena la suave música de fondo de «Achtung Baby», de U2, y nos preguntamos mutuamente si conocemos a alguien que resultara herido durante la última serie de terremotos registrados en Los Ángeles. La casa está más caldeada.

A ratos tengo la impresión de que ya estoy en Nueva York, en el Da Silvano, sentado a una de las mejores mesas, junto a la entrada, mientras un fotógrafo aguarda tiritando de frío en la Sexta Avenida a que apuremos nuestros espressos descafeinados y nuestras copas de Sambuca; Chloe paga la cuenta con un ademán cansino; Bobby también está presente. Ahora mismo, esta noche, Bobby se muestra más silencioso que los otros, pero parece bastante contento y satisfecho. Cada vez que yo le lleno la copa de vino con un excelente Barbaresco me da las gracias con un gesto de la cabeza y una sonrisa relajada, mirándome fijamente a los ojos; a veces un poco distraído por las luces, las cámaras y los técnicos que dan vueltas a nuestro alrededor. Comentamos las invitaciones que nos han hecho a varias fiestas, pero optamos por quedarnos en casa; porque estamos cansados. Bruce enciende un puro. Tammy y Jamie lían unos gigantescos porros. Todo el mundo va a la suya mientras yo retiro los platos.

En la cocina, Bobby me da un golpecito en el hombro.

—Oye, Victor, ¿puedes hacerme un favor? —pregunta.

—Pues claro, hombre —contesto secándome con el trapo de cocina más caro que he tenido nunca entre las manos—. Dalo por hecho.

—He quedado en encontrarme con un amigo que va a alojarse aquí este fin de semana —empieza a decir Bobby.

—¿Y?

—Tengo que recogerlo sobre las diez —responde Bobby, que se acerca y consulta su reloj—. Pero la verdad, estoy hecho polvo.

—Chico, tienes un aspecto estupendo aunque… —Ladeo la cabeza buscando en su rostro algún fallo, la más mínima imperfección—. Sí, pareces un poco cansado.

—Si pido que envíen un coche, ¿te importaría ir al Pylos…

—¿Al Pylos? Total, oye.

—… a recogerlo en mi lugar? —Bobby está tan cerca que siento aliento—. No sabes cuánto te lo agradecería, porque están todos para el arrastre —dice indicando con la cabeza a Tammy, Bruce, Bentley y Jamie, los cuales están situados detrás de las columnas de acero frente al gigantesco televisor, discutiendo sobre qué película van a ver—. ¿No te has fijado? Esta noche apenas han bebido —señala Bobby—. De modo que supongo que no te importará ir a recoger a mi amigo.

—Yo también estoy bastante cansado después de la juerga de anoche, pero…

—Sí, anoche —murmura Bobby. Por un momento parece estar en otro mundo.

—¿Dónde queda ese local? —me apresuro a preguntar, lo cual le obliga a regresar a la realidad.

—El chófer ya lo sabe —contesta Bobby—. Os esperará fuera con el coche. Dile al portero del Pylos que eres amigo mío. Encontrarás a Sam en la sala de los vip.

—¿No sería más sencillo incluir mi nombre en la lista de amigos tuyos?

—Ese lugar se ha puesto tan de moda que no consigues entrar aunque figures en la lista de amigos de un socio.

—¿Cómo identificaré a Sam? —pregunto.

—Es asiático y poca cosa. Se llama Sam Ho. No te preocupes, lo reconocerás en cuanto lo veas —me explica Bobby—. Es un poco… ¿cómo expresarlo? Teatral.

—Vale. —Me encojo de hombros, porque no entiendo de qué va la cosa—. ¿Quién es? —luego añado—: ¿Qué pasa? ¿Tenéis organizada alguna movida?

—No, no, Sam no se dedica a las drogas —contesta Bobby—. ¿No has oído hablar de Sam Ho? Es un modelo asiático muy famoso.

—¡No fastidies!

—Tranquilo —dice Bobby—, todo está controlado. Figura en el guión.

—Ya lo sé —respondo.

—Ten —dice Bobby, y me entrega un sobre en el que yo no había reparado que sostenía en la mano—. Dáselo a Sam. Él ya sabe de qué va. Nos veremos aquí más tarde.

—Vale, perfecto.

—De verdad, tío, no sabes qué favor me haces.

—No le des más vueltas —contesto—. Tenía ganas de pasarme por Pylos desde que abrió hace… cuatro semanas, ¿no?

—Lo mismo abre que vuelve a cerrar.

Bobby me acompaña hasta la calle en esta brumosa noche; junto a la acera me espera una limusina negra. Felix lo tiene todo dispuesto para la siguiente toma.

—Muchas gracias, Victor —dice Bobby mirándome a los ojos.

—De nada, hombre, será un placer.

—¿Podemos repetirlo? —pregunta el director—. Pon más énfasis en la palabra «será». Vamos a repetir la toma.

—Muchas gracias, Victor —dice Bobby mirándome a los ojos.

—De nada, hombre, será un placer.

—Eres el rey.

—No, tú eres el mejor.

—No, Victor, tú eres el rey.

—No puedo creer que Bobby Hughes me diga que soy el mejor —exclamo, deteniéndome para aspirar aire—. En serio, tío, tú eres el mejor.

Bobby me abraza y cuando se dispone a alejarse yo sigo abrazado a él, incapaz de contenerme.

El chófer me abre la puerta del asiento delantero y compruebo que es el mismo que me recogió en Southampton (una escena que han decidido eliminar). Es pelirrojo y parece un tipo legal.

—Oye, Victor —dice Bobby antes de que entre en la limusina.

—¿Qué?

—¿Hablas francés? —pregunta Bobby, una mera sombra en la penumbra junto a la casa.

Tardo treinta segundos en formar las palabras:

Un… petit peu.

—Estupendo —responde Bobby, metiéndose en la casa—. Nosotros tampoco.

La velada evoluciona hacia su conclusión lógica.

4

En el interior de la limusina que me conduce hacia Charing Cross Road suena «Wrong» de los Everything But the Girl mientras observó el pequeño sobre blanco que me ha dado Bobby para que se lo entregue a Sam Ho. Noto la forma de una llave envuelta en una nota, pero por respecto a Bobby ni siquiera me planteo abrir el sobre. Son las once de la noche y está lloviendo; la limusina dobla por un callejón donde veo un letrero que dice DANCETERIA seguido por una precaria flecha que indica la puerta trasera del Pylos. Alrededor del cordón de seguridad se agolpa un montón de gente con paraguas, y en el espacio libre veo al gorila de turno, ataviado con una camisa china de Casely Hayford, una peluca a lo María Antonieta y una chupa negra con las palabras ÁNGEL DEL INFIERNO bordadas sobre un corazón rojo, que grita: «¡No entra ni uno más!» a través de un megáfono, pero yo me apeo de la limusina, y me acerco a él.

—Soy un invitado de Bobby Hughes —digo cuando el gorila levanta el cordón de seguridad.

El tipo asiente, masculla algo a través del walkie-talkie y me conduce a toda prisa escaleras arriba. Junto a la puerta me topo con una jovencita con toda la pinta de ser modelo, que tiene perfectamente asimilado el código de la moda (un modelito de Vivienne Westwood de los setenta y una chaqueta de piel sintética). La chica me mira como si hubiera quedado perdidamente enamorada de mí y me conduce hacia la sala vip a través de habitaciones y pasillos iluminados con infrarrojos, donde alumnos de diseño de moda flipan mientras las parpadeantes luces proyectan unos dibujos caprichosos sobre los muros. El piso inferior es más húmedo; veo a unos grupos de adolescentes reunidos frente a pantallas de ordenadores y unos dílers vendiendo pastillas de Ecstasy. En éstas el suelo desciende y me encuentro sobre una pasarela de acero; a mis pies se extiende una gigantesca pista de baile repleta de una multitud monstruosa; pasamos frente a la cabina del DJ, provista de cuatro platos, donde un legendario DJ pincha ambient drum and bass —rítmico y ensordecedor— junto con su ayudante, un chico jamaicano que promete. La música que pinchan es transmitida esta noche por varias emisoras piratas en toda Inglaterra. Las salas que atravesamos parecen girar de forma incontrolada debido a las luces estroboscópicas que parpadean incesantemente. Cuando estoy a punto de perder el equilibrio, mi guía me señala la sala vip, custodiada por dos gorilas de dos por dos, pero cuando trato de trabar conversación con ella —«Este sitio se ha puesto muy de moda, ¿no?»— la chica da media vuelta mascullando: «Estoy ocupada», y me deja allí plantado.

Tras las cortinas hay una mala imitación de la sala de espera de un aeropuerto, aunque con unas luces blancas de discoteca y unos sofás tapizados de terciopelo color burdeos. En la pared negra han colocado un gigantesco póster que dice PROCREA en unas letras moradas espectrales; docenas de ejecutivos ingleses de casas discográficas vestidos con atuendos de Mad Max charlan con modelos holandesas cubiertas de tatuajes y varios directores delegados de Polygram comparten plátanos y unas bebidas psibertrónicas con editores de revistas, mientras la mitad de la movida inglesa hip-hop luce uniformes de alumnas de escuela y baila con agentes de modelos y fantasmas, extras, gente de la profesión y todo tipo de personal. Los paparazzi van a la caza de famosos y famosillos. En la sala vip hace un frío que pela y al respirar nuestro aliento forma unas nubecillas de vaho.

Yo pido una cerveza de Tasmania al barman de ojos saltones, que luce un esmoquin de terciopelo y trata de venderme descaradamente un canuto aderezado con Special K mientras me enciende el cigarrillo. Sobre el muro revestido de espejos, a mis espaldas, se proyectan unos dibujos fluorescentes en forma de espirales mientras Shirley Bassey; canta el tema de Goldfinger y en varios monitores de vídeo aparece una incesante serie de anuncios de Gap.

En el muro de espejos veo de pie junto a mí al tipo parecido a Christian Bale que me siguió ayer hasta Masako. Me vuelvo rápidamente y le dirijo la palabra, pero él parece molesto y hace ademán de alejarse, momento en que el director me lleva aparte y murmura:

—Sam Ho es asiático, idiota.

—Vale, ya lo sé —replico, alzando las manos—. Tranquilo.

—¿Entonces ése quién es? —pregunta el director señalando al tipo que se parece a Christian Bale.

—Creía que trabajaba en la película —contesto—. Pensaba que era del reparto.

—No lo había visto en mi vida —me espeta el director.

—Ya, bueno… es amigo mío —digo, saludándolo. El tipo que se parece a Christian Bale me mira como si me faltara un tornillo y sigue tomándose su cerveza.

—Mira —exclama el director—, allí está Sam Ho.

Un chico asiático bastante guapito, aproximadamente de mi edad, delgado, con el pelo rubio teñido y gafas de sol, sudoroso y canturreando, está apoyado en la barra del bar esperando a que le sirvan mientras se rasca continuamente la nariz con la mano en la que sostiene el dinero. Lleva una camiseta teñida, unos Levis 501 puestos del revés, una cazadora Puffer y unas botas Caterpillar. Al verle, suelto un suspiro de resignación y me dirijo hacia él. La primera vez que le miro Sam Ho se da cuenta y sonríe, pero en ese momento el barman pasa de largo sin hacerle caso y Sam suelta unos improperios. Luego se baja las gafas de sol y me mira enojado, como si yo tuviera la culpa. Yo aparto la vista, no sin antes observar que en el dorso de su mano lleva tatuada la palabra ESCLAVO.

—Vaya, ya era hora de que te dejaras ver —protesta Sam Ho con ademán teatral y un marcado acento.

—¿Eres Sam Ho? —pregunto—. ¿El modelo?

—Eres mono, pero un poco descerebrado —responde sin mirarme.

—Vaya —replico sin dejarme amedrentar—. ¿Qué te parece todo esto?

—Me encantaría vivir aquí —contesta Sam, con aire aburrido—. Y eso que esta noche ni siquiera está lleno.

—Ha cambiado la definición de la movida nocturna, ¿verdad?

—A ver si me cobras de una vez, chaval —grita Sam al camarero cuando éste vuelve a pasar de largo sosteniendo tres botellas de Absolut Citron.

—¿Qué pasa? —pregunto—. ¿Una especie de Fiesta del Fetiche?

—En este local, cada noche hay la Fiesta del Fetiche, querido —contesta Sam—. Pero bueno, ¿intentas ligar conmigo, o qué? —pregunta mirándome por el rabillo del ojo. Luego observa mi muñeca y añade—: Bonitas venas.

—Gracias, pero son mías —contesto—. Oye, si eres Sam Ho, tengo un mensaje para ti.

—¿En serio? —pregunta Sam mirándome con curiosidad—. ¿Eres un mensajero?

Dirty deeds and they’re done dirt cheap.[57]

—Anda, pero si te sabes la letra de AC/DC —comenta Sam con fingida dulzura—. ¿Y puede saberse quién me envía el mensaje?

—Bobby Hughes —contesto secamente.

De golpe Sam Ho se acerca tanto que yo me veo obligado a retroceder y por poco tropiezo con alguien a mis espaldas.

—¡Oye! —exclamo en tono de advertencia.

—¿Qué? —responde Sam, agarrándome del cuello de la camisa—. ¿Dónde está? ¿Ha venido contigo?

—¡Vas a romperme la camisa! —protesto, y le aparto con amabilidad las manos—. No, he venido yo solo.

—Lo siento, seas quien seas —dice Sam, retrocediendo unos pasos—. Eres un bomboncito, pero yo esperaba a Bobby Hughes. —Una pausa. Sam parece decepcionado y asustado. Luego pregunta—: Vosotros dos… no seréis pareja, ¿verdad?

—Mucho cuidadito con lo que dices, Sam —replico ofendido—. Tengo una excelente reputación y no, no somos pareja.

—¿Dónde está Bobby? —inquiere Sam.

—Toma —respondo al tiempo que le entrego el sobre—. Sólo he venido para darte esto y…

Pero Sam no me hace ni caso. Abre el sobre apresuradamente, saca la llave y entorna los párpados mientras lee la nota. Luego se echa a temblar con violencia mientras una beatífica sonrisa suaviza los ángulos de su rostro, dándole un aspecto menos amariconado, más sereno, no tan irritable. En pocos segundos parece haber madurado.

—¡Joder! —exclama Sam, perdido, estrechando la nota contra su pecho—. ¡Joder! ¡Qué hombre tan… esencial!

—Lo has dicho igualito que un fan —observo.

—Te invito a una copa —dice Sam—. A ver si acierto… ¿una cerveza de yuppie con una rodajita de lima?

—Me llamo Victor —contesto—. Victor Ward.

—Victor, eres la viva imagen de un chico con el que siempre quise darme un buen revolcón cuando estaba en el instituto. Por desgracia, nunca me atreví a decírselo. —Para calmarse, Sam enciende un Marlboro y exhala el humo con aire teatral.

—No me digas. —Suspiro—. ¡Lo que hay que oír!

—¿Estás en casa de Bobby? —pregunta con recelo.

—Sí —contesto, encogiéndome de hombros—. Es amigo mío.

—No: él es un dios; tú eres el amigo —me corrige Sam—. ¿Estáis en la casa de Charlotte Road?

—No, no; estamos en Hampstead.

—¿Hampstead? —Sam mira de nuevo la nota—. Pero si aquí dice que estáis en Charlotte Road.

—Bueno, es que yo sólo me hospedo en hoteles —le aclaro—. En realidad ni siquiera sé dónde estamos. —Tras una pausa aplasto la cerilla—. De todos modos, no es más que un decorado.

—Ya —dice Sam inspirando—. ¿Tienes coche? Dios mío, espero que la respuesta sea «sí», porque no me apetece ir en taxi.

—En realidad, hay un coche con un chófer esperándome fuera.

—Genial —responde Sam—. Pero primero tenemos que dar esquinazo a una gente.

—¿A quién? —pregunto echando un vistazo a mi alrededor.

—A esos tipos —responde Sam, señalando con la cabeza—. ¡No, no mires! Están ahí, debajo de ese arco. Les encanta jugar a perseguirme.

A pocos pasos de nosotros veo a unos tíos con pinta de gorilas vestidos con abrigos clónicos de Armani, los dos muy juntitos, pero sin dirigirse siquiera la palabra, bajo una luz azul que acentúa el perímetro de sus enormes cabezotas. Una variada muestra de adictos a la moda desfila ante ellos tratando de ligárselos, pero los gorilas permanecen impávidos, con los brazos cruzados sobre el pecho y sin perder de vista a Sam.

—¿Quiénes son?

—Fue idea de mi padre —responde Sam—. Ciertos aspectos de mi vida no acaban de convencerle.

—¿Les paga para que te sigan? —pregunto estupefacto—. ¡Joder, y yo creía que mi padre era un incordio!

—Les diré que tengo que ir al lavabo y luego… —Sam me da unos golpecitos en el pecho con los dedos—. ¡Caray, qué pectorales! Bueno, les diré que me voy a casa contigo. —Se guarda el sobre en el bolsillo—. Casi nunca quieren entrar en el lavabo de caballeros conmigo… por razones obvias. —Sam consulta su reloj y respira hondo—. Les diré, antes de desaparecer en la noche, que después de mear te llevaré conmigo a casa, bonita. ¿De acuerdo?

—Supongo que… bueno, vale —respondo haciendo una mueca.

—¿De qué color es el coche?

—Es una limusina negra —contesto, procurando no mirar a los gorilas—. Al volante verás a un tipo pelirrojo.

—Fabuloso —dice Sam—. Nos vemos fuera. Y apresúrate. Son grandotes, pero saben moverse.

—¿Estás seguro de que esto dará resultado?

—Tengo veintiséis años —contesta Sam—. Puedo hacer lo que me venga en gana. Hala, ábrete.

—Bueno.

—Cuidado al salir —me advierte Sam—. Uno de ellos suele llevar encima un frasco de ácido clorhídrico y gasta muy malas pulgas. —Tras una pausa Sam agrega—: Antes trabajaban en la embajada israelí.

—¿Qué local es ése?

Sam Ho deja de sonreír, más relajado, y me acaricia la cara con delicadeza.

—Lo tuyo sí que es estar de moda —murmura.

Empiezo a decirle «a mí me gusta frecuentar los locales de moda, pero soy un tipo tranquilo» cuando Sam Ho se acerca a los guardaespaldas, me señala y dice algo que hace que el Guardaespaldas 1 palidezca y luego ambos asienten de mala gana y Sam sale corriendo de la habitación y el Guardaespaldas 2 hace un gesto al 1 y sigue a Sam mientras el Guardaespaldas 1 me mira fijamente, y yo me vuelvo sin saber qué hacer, jugueteando con un Marlboro.

Miro al tipo clavadito a Christian Bale, que está solo en la barra, a pocos pasos de donde me encuentro.

—Oye, ¿no estamos en la misma película? —pregunto, acercándome a él.

En éstas, una chica que está sentada en uno de los sofás de terciopelo se pone a gritar como una posesa cuando empieza a sonar «Lust for Life» de Iggy Pop; salta sobre la plataforma, se arranca el modelito de Stussy que lleva puesto y la camiseta Adidas, y vestida sólo con el sujetador y unas botas Doc Martin empieza a brincar y a girar, en unos movimientos que podrían definirse como estilo braza; en aquel preciso momento el Guardaespaldas 1 mira a un ayudante de producción en el que yo no había reparado antes y me indica en voz baja:

—¡Pero vete ya de una vez!

Y yo salgo como disimulando de la sala vip mientras todos los extras se ponen a aplaudir.

3

En el callejón que hay junto al Pylos salto por encima del cordón de seguridad y aterrizo en medio de una multitud de entusiastas del hip-hop que esperan bajo la lluvia a entrar en el local. Tras abrirme paso entre el gentío me vuelvo para comprobar si me siguen los gorilas, pero creo que he logrado engañarlos disimulando que entraba en la cabina del DJ. Sam, que está sentado en la limusina, asoma la cabeza por la ventanilla y grita «¡eh! ¡eh!» mientras yo corro hacia el coche y grito «¡a toda leche!» al chófer. El vehículo abandona el callejón y dobla hacia Charing Cross Road seguido por un coro de bocinazos. Sam se precipita sobre el minibar, descorcha un botellín de champán y se lo toma directamente de la botella, apurándolo en menos de un minuto, mientras yo le observo con aire cansino.

—¡Pero venga, más deprisa! —grita Sam al chófer, al tiempo que trata de agarrarme de la mano.

En los momentos en que está más calmado, me enseña sus cristales, pide LSD, me muestra un folleto sobre armonizadores de ondas cerebrales, canta el tema de «Lust for Life» que suena a través de los altavoces situados en la parte trasera de la limusina. Tras apurar el champán abre una botella de Absolut y mientras empina el codo se pone a gritar «¡Soy un pastillero total!» asomando la cabeza por el techo corredizo del coche que circula a toda velocidad bajo la lluvia hacia la casa de Hamsptead.

—Voy a ver a Bobby, voy a ver a Bobby —canturrea, totalmente puesto, brincando sobre el asiento.

Yo enciendo un cigarrillo, tratando de asumir una expresión de reproche.

—¿Podrías hacer el favor de serenarte de una vez?

La limusina se detiene ante la casa, que está a oscuras, y cuando se abre la verja enfila por el camino asfaltado. De inmediato se encienden los focos del tejado, que nos deslumbran a través de las lunas tintadas de la limusina, y al cabo de unos instantes se desvanece.

Sam Ho abre la portezuela, salta del coche y avanza dando traspiés hacia la casa. En una de las ventanas del piso superior me parece ver una silueta que nos observa a través de una persiana, y luego se apaga la luz.

—Sam, tío, ten cuidado —le advierto—, que el sistema de alarma está conectado.

Pero Sam ya ha desaparecido. El cielo está despejado y lo único que se ve ahí arriba es una media luna.

El chófer abre la portezuela para que me apee de la limusina y de golpe me doy cuenta de que estoy hecho polvo. Tras bajarme del coche me desperezo y me quedo ahí plantado, evitando la casa y cuanto ocurra en su interior. Enciendo un cigarrillo.

—¿Nos sigue alguien? —pregunto al chófer.

—No.

—¿Estás seguro?

—La segunda unidad se encargó de despistarlos —responde el tipo.

—Hmmm. —Doy una calada al cigarrillo y lo tiro al suelo.

—¿Desea algo más? —pregunta el chófer.

—No —contesto tras considerar su oferta—, no lo creo.

—Buenas noches. —El chófer cierra la portezuela por la que acabo de apearme y se instala de nuevo en el asiento del conductor.

—Oye —digo.

El chófer se vuelve.

—¿Tú no conocerás por casualidad a un tipo llamado Fred Palakon?

El chófer se me queda mirando hasta que al final desvía la mirada para fijarla en otro objeto que al parecer le resulta más interesante.

—Ya —contesto mosqueado—. De acuerdo.

Abro la verja y ésta se cierra a mis espaldas automáticamente. Echo a andar por el jardín en sombras mientras oigo que suena «How the West Was Won», de los REM, en uno de los pisos superiores de la casa; las luces encendidas en algunas ventanas no revelan nada. La puerta de la cocina está entornada; entro, la cierro y se disparan los bips electrónicos de rigor mientras avanzo a tientas. Abajo no hay nadie, ni rastros del equipo de rodaje, todo está impecable. Saco una botella de Evian del frigorífico. En el gigantesco televisor aparecen unas imágenes sin sonido de La jungla 2: alerta roja. Luego aparecen los créditos y la cinta empieza a rebobinarse. Sacudo unos pedacitos de confeti del inmenso sofá color pistacho y me tumbo, esperando que aparezca alguien, echando de vez en cuando un vistazo hacia la escalera que conduce a los dormitorios, escuchando atentamente, pero sólo percibo el murmullo de la cinta al rebobinarse y las últimas notas de la canción de los REM. Imagino vagamente a Jamie y a Bobby juntos en la cama, quizás incluso con Sam Ho, y la verdad: me da rabia; pero enseguida se me pasa y no siento nada.

Tomo distraídamente un guión que yace sobre la mesa de centro y lo abro al azar por una página que describe una escena bastante rara: Bobby procura calmar a alguien, me da un Xanax, yo no paro de llorar, los otros se visten para asistir a una fiesta, todo ello con una línea de diálogo («¿Y si un día te conviertes en una persona distinta de la que eres?»). Se me cierran los ojos. Imagino que en estos momentos el director susurraría: «Duérmete».

2

Me despierto bruscamente de un breve sueñecito al oír que alguien dice suavemente «motor» (aunque cuando abro los ojos y miro alrededor compruebo que no hay nadie en el cuarto de estar), me levanto del sofá y descubro sin darle mayor importancia que el guión que estaba leyendo al quedarme traspuesto ha desaparecido. Tomo la botella de Evian, bebo un buen trago y me la llevo mientras deambulo por la casa. Alguien ha apagado las luces mientras yo dormía. En la cocina me quedo contemplando el frigorífico durante una eternidad, sin saber qué hacer, cuando de pronto oigo un ruido extraño —unos golpes sucesivos seguidos por un débil gemido— al tiempo que las luces de la cocina se amortiguan una, dos veces. Alzo la vista y digo en voz baja: «Hola». Luego vuelve a ocurrir.

Debido a la iluminación del plato observo una puerta enmarcada por un intenso resplandor, situada en un distribuidor contiguo a la cocina, en la que no había reparado hasta ahora. La parte superior está cubierta por un anuncio de Calvin Klein: Bobby Hughes en una playa, sin camiseta, bañador Speedos blanco, luciendo un bronceado y unos músculos increíbles, que mira a la cámara, te mira a ti, en lugar de prestar atención a una Cindy Crawford medio desnuda que tiene ante las narices. Me acerco y deslizo la mano sobre el cristal que cubre el póster. La puerta se abre lentamente y veo una escalera sembrada de confeti. Mi aliento forma unas nubecillas de vaho porque hace un frío que pela y empiezo a bajar la escalera hacia el sótano, sujetándome a la helada barandilla. Oigo otro golpe, unos extraños y lejanos gemidos; las luces vuelven a amortiguarse.

Al llegar al sótano encuentro un pasillo desprovisto de todo elemento decorativo y avanzo atientas, rozando el frío muro de ladrillo, canturreando hush hush, keep it down now, voices carry[58]. Me acerco una puerta con otro póster de Calvin Klein, otra escena de playa, otra foto de Bobby exhibiendo muy ufano sus abdominales, junto a otra belleza a la que no hace ni caso, y al cabo de unos segundos me detengo e intento identificar los confusos sonidos que emite un disco a un volumen demasiado bajo. Veo una manecilla, que se supone que debo girar, y el suelo de cemento sembrado de confeti.

En este instante pienso vagamente en mi madre y en el concierto de George Michael al que asistí pocos días después de que ella falleciera, en la azaleas que crecían en la manzana donde vivíamos en Georgetown, en una fiesta en la que nadie lloraba, en el sombrero que me dio Lauren Hynde en Nueva York, en la minúscula rosa prendida en ese sombrero. Tomo otro trago de Evian y giro la manecilla, encogiéndome de hombros, las luces se amortiguan de nuevo.

«Lo más importante es lo que no sabes», dijo el director.

Percibo un movimiento a mis espaldas y me vuelvo justo cuando se abre la puerta.

Jamie se acerca a mí vestida con una sudadera, con el pelo recogido en una coleta, luciendo unos guantes de goma que le llegan a los codos.

Yo le sonrío.

—¡Victor! —grita Jamie—. No…

La puerta se abre de par en par.

Yo me vuelvo y echo un vistazo al interior de la habitación. No entiendo nada.

Jamie balbucea algo que no acierto a captar.

Los aparatos de gimnasia han sido colocados en los rincones de una habitación que parece insonorizada. Un maniquí de cera untado de aceite o vaselina yace tumbado de espaldas en una posición siniestra, sobre una mesa quirúrgica de acero, desnudo, con las piernas separadas y encadenado a unos estribos, con el escroto y el ano en primer plano y los brazos sujetos detrás de la cabeza, que está sostenida por una cuerda conectada a un gancho en el techo.

Junto a la mesa de acero hay una persona sentada en una silla giratoria, con el rostro oculto bajo un pasamontañas negro, gritando al maniquí unas instrucciones en un idioma que me suena a japonés.

Bruce está sentado cerca de la mesa, observa fijamente una caja metálica, de la que sobresalen dos palancas donde ha apoyado las manos.

Bentley Harrolds graba la escena con una cámara de vídeo que ha enfocado sobre el maniquí.

Yo sonrío, perplejo. Me asombra lo concentrado que parece Bentley y me impresiona lo siniestro y artificial que parece el maniquí de cera.

El tipo enmascarado con un pasamontañas negro sigue gritando en japonés. En ésas le hace una señal a Bruce.

Bruce asiente y oprime una palanca, lo cual provoca una serie de destellos. Mi vista se desplaza de inmediato de los cables conectados a la caja a los puntos donde están insertados, en unos cortes y heridas en los pezones, los dedos, los testículos y las orejas del maniquí.

El muñeco cobra vida, se contrae con movimientos grotescos en la gélida habitación, chilla, arquea el cuerpo una y otra vez, se alza de la mesa de acero; los tendones de su cuello parecen a punto de romperse y una espuma violácea brota del ano, en el que también tiene insertado un cable más largo y grueso. Las patas de la mesa están envueltas en unas toallas blancas empapadas de sangre y cubiertas de manchas negruzcas. A través del profundo corte en el vientre del maniquí asoma algo que parece un intestino.

Observo que ningún miembro del equipo de rodaje se encuentra presente.

Estupefacto, dejo caer la botella de Evian. El ruido llama la atención de Bentley, que mira.

—¡Lleváoslo de aquí! —grita Jamie a mis espaldas.

Sam Ho emite unos ruidos que yo jamás había oído emitir a nadie.

—Lo siento, lo siento, lo siento —grita el asiático entre esas arias de dolor.

La figura que está sentada junto a la mesa se desliza en la silla giratoria para alejarse del campo visual de la cámara y se quita el pasamontañas.

Sudoroso y extenuado, Bobby Hughes murmura —no estoy seguro de a quién— las palabras:

—Mátalo. —Y luego a Bentley—: Sigue grabando.

Bruce se levanta y le corta el pene a Sam Ho con un cuchillo pequeño y afilado. El asiático muere invocando a su madre, mientras la sangre sale de su cuerpo como un surtidor hasta que finalmente se acaba.

Alguien apaga las luces.

Yo trato de abandonar la habitación, pero Bobby me intercepta el paso. Cierro los ojos y repito «por favor, por favor» como una salmodia, respirando con dificultad. Estallo en sollozos. Alguien que quizá sea Jamie trata de abrazarme.

1

—Victor —dice Bobby—. Vamos, Victor… Venga, hombre, que no pasa nada. Levántate. Muy bien, eso es.

Estamos en uno de los dormitorios decorados en tono gris ceniza situado en el piso de arriba. Yo estoy tumbado en el suelo abrazado a las piernas de Bobby, sacudido por unas convulsiones, incapaz de controlar mis propios gemidos. Bobby me va dando pastillas de Xanax una tras otra y por un momento los espasmos cesan. Pero entonces corro al baño —mientras Bobby aguarda fuera con paciencia— y me pongo a vomitar hasta que lo único que arrojo son babas y saliva. Cuando termino me quedo tumbado en posición fetal, con el rostro sobre las baldosas, resollando, confiando en que Bobby me deje en paz. Pero no, se arrodilla a mi lado, musita mi nombre, trata de incorporarme; yo me aferró a él entre sollozos. Bobby me mete otra pastilla en la boca y me lleva de vuelta al dormitorio, donde me obliga a sentarme en la cama mientras se inclina sobre mí para tranquilizarme A todo esto, no sé cómo me encuentro sin camisa y me araño el pecho con tal violencia que hasta me sale sangre.

—Chiss —dice Bobby—, tranquilo, todo va bien, Victor.

—No —replico sin dejar de sollozar—. No es cierto, Bobby.

—Pues claro, Victor —contesta Bobby—. Todo va bien. Tú estás bien.

—Sí, vale, vale, tío.

—Bien, lo estás haciendo muy bien. Tú sigue respirando así. Muy bien, relájate.

—Vale, tío. Vale ya.

—Escucha —dice Bobby—. Hay algunas cosillas que deberías saber —añade entregándome un kleenex, que destrozo en cuanto lo toco con las manos.

—Quiero irme a casa —gimoteo con los ojos cerrados—. Lo único que quiero es irme a casa.

—Nooo, no puede ser —responde Bobby suavemente—. No puedes irte a casa, Victor. —Pausa—. Imposible.

—¿Por qué? —pregunto, como una criatura—. Por favor…

—Porque…

—Te juro por Dios que no se lo contaré a nadie, Bobby —digo, alzando la vista y mirándole, enjugándome los ojos con el kleenex destrozado, estremeciéndome de nuevo—. Te juro que no diré ni una palabra.

—Eso ya lo sé, Victor —responde Bobby con paciencia. Me doy cuenta de que su tono de voz ha variado ligeramente.

—De acuerdo, me iré, deja que me vaya —insisto, sonándome la nariz y rompiendo de nuevo a llorar.

—Victor —empieza a decir Bobby con delicadeza—, tú eres… oye, pero mírame, Victor.

Yo obedezco dócilmente.

—Muy bien, eso está mejor. Escúchame —dice Bobby, inspirando—. Tú eres la última persona que vio a Sam Ho vivo.

Bobby se detiene.

—¿Comprendes lo que te estoy diciendo? —pregunta.

Yo trato de asentir.

—Eres la última persona que vio a Sam Ho vivo, ¿lo entiendes?

—Sí, sí.

—Y cuando descubran el cadáver hallaran restos de semen tuyo, ¿sabes? —Bobby va asintiendo despacio mientras me lo explica todo, como si hablara con un crío con quien emplear infinita paciencia.

—¿Cómo? ¿Qué has dicho? —Siento como si una mano me estrujara el corazón y rompo de nuevo a llorar—. Eso no puede haber pasado, dime que no es cierto… —repito empujándolo, tratando de apartarlo.

—¿Pero es que no te acuerdas de lo que pasó la otra noche, Victor? —dice Bobby sujetándome con fuerza, apoyando la cabeza en mi hombro.

—¿Qué pasó? A ver, ¿qué coño pasó? —grito abrazándome a él, aspirando el olor de su cuello.

—Tú estabas en la cama con Jamie, ¿sí o no? —pregunta Bobby suavemente—. Pues ten en cuenta que eso no volverá a repetirse. —Pausa. Bobby me abraza más fuerte—. ¿Me has oído, Victor?

—Pero si no fue nada —sollozo en su oído, estremeciéndome—. Te juro que no pasó nada…

De pronto lo veo todo de nuevo. Mi escandaloso orgasmo, su intensidad, la forma en que me corrí sobre mis dedos, sobre mi vientre, sobre Jamie, que me limpió con sus manos, el sigilo con que salió de la habitación sosteniendo algo, como si temiera que se cayera, la forma en que me protegí los ojos de la luz del pasillo, la rapidez con que me sumí en un profundo sueño.

—¿Me has oído, Victor? —insiste Bobby, apartándose un poco—. ¿Lo entiendes? —Pausa—. ¿Está claro? ¿Comprendes que jamás volverá a ocurrir nada entre tú y Jamie?

—Me marcharé, te lo juro, no se lo diré a nadie…

—No, Victor, calla, escúchame —me ordena Bobby—. No puedes marcharte.

—¿Por qué? Deja que me vaya…

—No irás a ninguna parte, Victor.

—Pero yo quiero marcharme…

—Victor, escúchame bien. Sí tratas de largarte publicaremos unas fotos y un vídeo en los que apareces follando con el hijo del embajador…

—Pero yo no…

—Si te marchas enviaremos ese material…

—Te lo suplico, ayúdame…

—Eso trato de hacer, Victor.

—¿El hijo de un embajador? —pregunto con voz entrecortada—. ¿De qué coño estás hablando, Bobby?

—Sam Ho es el hijo del embajador de Corea —responde Bobby articulando cada palabra con sumo cuidado.

—¿Pero cómo…? Pero si yo… no hice nada con él.

—Vas a tener que aceptar muchas cosas, Victor —continúa Bobby—. ¿Entiendes?

Yo asiento como un autómata.

—No pongas esa cara de miedo, Victor —dice Bobby—. Si todo esto figuraba en el guión; no entiendo de qué te asombras.

—Pero… —Abro la boca pata replicar, pero en lugar de eso inclino la cabeza hacia adelante y me echo a llorar en silencio—. Joder, tengo miedo.

—Te necesitamos, Victor —dice Bobby, acariciándome los hombros para tranquilizarme—. Muchas personas temen avanzar, temen aventurarse en terreno desconocido. —Tras una pausa Bobby prosigue—: Todo el mundo teme el cambio, Victor. —Pausa—. Tú eres distinto, a ti eso no te da miedo.

—Pero yo… —suelto una exclamación involuntaria de protesta mientras trato de impedir que mi pavor se transforme en náuseas—. En realidad yo soy… una persona muy centrada, Bobby.

Bobby me mete otra pastillita blanca en la boca, que yo me apresuro a tragar.

—Tú nos caes bien, Victor —prosigue Bobby en tono tranquilizador—. Nos caes bien porque no tienes un proyecto vital. —Pausa—. En definitiva: no tienes respuestas.

Reprimo unas arcadas y me limpio la boca, estremeciéndome de nuevo.

En el exterior ya ha oscurecido y se perciben los murmullos nocturnos. Esta noche debemos asistir a varias fiestas y en los dormitorios del segundo piso el resto de los ocupantes de la casa se ducha, se viste, memoriza el guión. Hoy toca masaje, y Tammy y Jamie han acudido a una peluquería muy elegante que no tiene nombre ni número de teléfono. Hoy han ido de compras a Wild Oats, en Notting Hill, y han regresado con una caja de Evian y comida marroquí, que han depositado en la cocina decorada en tonos salmón. Hoy ha sonado a través de los altavoces de la casa la música de los Velvet Underground y han borrado numerosos archivos en el ordenador del cuarto de estar y han eliminado un montón de información contenida en unos disquetes. Hoy han limpiado el gimnasio, han esterilizado las toallas y han quemado y destruido varias prendas. Hoy Bentley Harrolds ha ido al Four Seasons con Jamie Fields para pagar mi cuenta, recoger mis cosas y dar una propina al conserje, pero no han dejado mis señas en recepción. Hoy han ultimado los detalles del viaje y han empezado a preparar el equipaje, pues mañana partimos hacia París. Aparte de esos detalles, se han desembarazado de un cadáver y han enviado un vídeo de su tortura a la dirección apropiada. Hoy el equipo de rodaje ha dejado un mensaje en el que se nos ordenaba que nos reuniéramos con ellos en una casa de Holland Park no más tarde que las 9 de esta noche.

Sobre un diván gris ceniza situado en un ángulo de la habitación reposa un austero traje negro de Armani, una camisa blanca de Comme des Garçon y un chaleco rojo de Prada. Bobby Hughes, calzado con zapatillas, sirve té de menta de una tetera negra de cerámica que deposita sobre una mesa cromada. Posteriormente se dirige al vestidor para elegir la corbata Versace que debo lucir esta noche.

Cuando nos abrazamos de nuevo, me susurra insistentemente al oído.

—¿Y si un día te conviertes en una persona distinta de la que eres? —pregunta inspirando aire.

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Primero nos tomamos unas copas de Stolis en el Quo Vadis del Soho para una gala benéfica europea de la MTV; luego nos presentamos en la fiesta de Holland Park en dos flamantes Jaguar XK8 rojos, que aparcamos formando unos conspicuos ángulos frente a la casa. Los asistentes no pudieron por menos que reparar en nosotros y empezaron a murmurar entre sí cuando los seis echamos a andar juntos hacia la casa; en aquel preciso momento comenzó a sonar «Je T’Aime», de Serge Gainsbourgh, y siguió sonando durante toda la velada. No había un centro discernible en la fiesta, sus anfitriones eran invisibles, los convidados aducían unos motivos de lo más peregrinos para explicar su presencia allí, y algunos incluso habían olvidado quién les había invitado, de modo que nadie sabía qué hacían allí. Las modelos de lencería de Emporio Armani se mezclaban con una multitud en la que figuraban Tim Roth, Seal, miembros de los Supergrass, Pippa Brooks, Fairuza Balk, Paul Weller, Tyson y alguien que se dedicaba a pasar unas enormes bandejas de osso buco. El jardín estaba lleno de rosas y junto a unos elevados setos unos niños vestidos con camisas safari de Tommy Hilfiger jugaban con una botella vacía de Stolichnaya, dándole patadas por el amplio y mullido césped; más allá imperaba la noche. En el interior de la casa flotaban aromas de estragón, flores de tabaco, bergamota y musgo de roble. «Posiblemente», farfullé a alguien.

Me arrellané en un sillón de cuero negro mientras Bobby, ataviado con un traje que había adquirido en Savile Row, seguía suministrándome Xanax. «Más vale que te vayas haciendo a la idea», murmuraba cada vez que se alejaba de mí. Yo me entretuve jugueteando con un coche de cerámica que había junto al sillón en el que me había apalancado, observando de vez en cuando un voluminoso tomo que yacía en el suelo titulado Decorar con azulejos. Había un acuario que contenía unos peces negros de gran tamaño que se me antojó esencial. Todo el mundo acababa de regresar de Los Ángeles y se dirigía a Reykjavik para pasar el fin de semana; algunos parecían preocupados por la suerte de la capa de ozono, mientras que a otros decididamente les traía al fresco. En un baño aluciné con una pastilla de jabón con unas iniciales grabadas que reposaba en una jabonera negra mientras me hallaba de pie ante el váter, sobre una mullida alfombra de lana, incapaz de orinar. Luego me dediqué a mordisquear lo que quedaba de mis uñas mientras Sophie Dahl me presentaba a Bruce y a Tammy antes de que éstos se fueran a bailar junto a los setos. Contemplé las gigantescas frondas de plátanos que crecían por doquier; me sobresaltaba por cualquier cosa, pero Sophie ni siquiera se percató.

Jamie Fields, a quien tuve casi siempre en mi campo visual, logró pasar de mí toda la noche. O se reía de algún chiste con Amber Valletta, o meneaba levemente la cabeza cada vez que le ofrecían una bandeja de entremeses de un restaurante en San Juan; también asentía a casi todo lo que le preguntaban Bentley se quedó pasmado al observar que un adolescente algo patoso pero bien educado que bebía pinot noir de una jarra de tamaño mediano caía rendido a mis pies en cuestión de segundos. Yo le dirigí una sonrisa lánguida mientras el chaval me sacudía unos pedacitos de confeti de la chaqueta Armani y repetía «total» como si la segunda sílaba contuviera doce aes. No fue hasta más tarde que me fijé en que el equipo de rodaje también estaba presente, incluyendo a Felix el cámara, aunque ninguno de ellos parecía preocupado. En éstas empezó a disiparse la niebla y deduje que probablemente no estaban al corriente de lo que le había ocurrido a Sam Ho, de la atroz muerte que había sufrido, de la forma en que había agitado la mano espasmódicamente, de que la palabra ESCLAVO que tenía tatuada se había visto borrosa debido a las violentas convulsiones que habían sacudido su cuerpo. Bobby, de punta en blanco, me entregó una servilleta para que me limpiara las babas, según dijo.

—No te quedes ahí pasmado —murmuró—. Vamos, muévete.

Alguien me entregó otra copa de champán y otra persona me encendió el cigarrillo que llevaba colgando de los labios desde hacía media hora. Ya apenas me atormentaba la idea de que quizá yo estuviera en lo cierto y ellos equivocados, porque había empezado a capitular.