28
En la ducha del baño que comparten Jamie y Bobby éste admira el fantástico bronceado que hemos adquirido hoy en el yate, la profunda blancura de la piel que cubría mi bañador, las marcas blancas del biquini de Jamie, la palidez casi iridiscente en la penumbra del baño. El agua del enorme teléfono cromado de la ducha cae como un torrente sobre nuestras pollas, que están erguidas a más no poder; Bobby juguetea con su pene, tieso y gordo, debajo del cual cuelgan las pelotas, y los músculos de sus hombros se contraen mientras se acaricia sin quitarme ojo. Ambos nos miramos a los ojos.
—Menuda polla, tío —dice Bobby con voz ronca.
Yo me la miro mientras sigo masturbándome, contemplando mis musculosas piernas…
En la ducha Bobby me deja que sobe a Jamie mientras él introduce la cabeza entre sus piernas. Jamie dobla las rodillas un par de veces, pero Bobby la sostiene con un brazo mientras oprime la cara sobre su coño; ella arquea la espalda, restregándose sobre Bobby, que mientras le lame el chocho me agarra la polla y comienza a enjabonármela. De pronto empieza a chupármela y se me pone tan dura que la noto palpitar. Bobby se saca mi verga de la boca y la observa, apretujándola; luego desliza la lengua sobre el prepucio, la levanta por la punta y empieza a lamerla con unos movimientos rápidos y precisos alrededor del glande, mientras Jamie gime: «Oh, sí, hazlo», y se masturba en la penumbra del baño. Bobby se mete mi polla en la boca, hasta el fondo, y comienza a chuparla con avidez mientras permanece agachado, sin dejar de juguetear con su pene. Observo la marcada curva de sus muslos mientras se instala cómodamente; luego ladeo la cabeza para que el chorro de agua caiga sobre mi pecho. Cuando bajo la vista compruebo que Bobby me observa fijamente, sonriendo; tiene el pelo pegado a la frente y el color rosa pálido de la lengua contrasta con el moreno de su rostro. Bobby me indica que me vuelva y enseguida me separa las nalgas me introduce la lengua; al cabo de unos momentos retira la lengua y empieza a follarme con el dedo, lo que hace que mi polla se mueva de forma espasmódica e incontrolable. Me arrodillo y empiezo a lamerle el chocho a Jamie, separándole los labios de la vulva con los dedos; mientras ella me agarra el pelo yo la apoyo contra la pared de la ducha. Bobby continúa arrodillado a mis espaldas, sin dejar de follarme con el dedo mientras con la otra mano me acaricia los abdominales, tensos y duros Yo sigo comiéndole el coño a Jamie, deslizando la lengua desde el clítoris hasta su ano; luego, tras colocar unas de sus piernas sobre mi hombro, le succiono el clítoris mientras le meto dos y luego tres dedos. A continuación le hinco la lengua en el culo varias veces mientras sigo toqueteándole el clítoris. Cuando me incorporo, Bobby me saca el dedo, y al mismo tiempo hago que Jamie se vuelva. Me acuclillo tras ella, le separo las nalgas, menudas y firmes, y empiezo a meterle y a sacarle la lengua en el culo; luego se la introduzco hasta el fondo y la mantengo allí mientras le froto el clítoris hasta que se corre…
Después de secarnos nos trasladamos al dormitorio de Jamie y Bobby. Nos detenemos junto al gigantesco lecho, desprovisto de sábanas. Todas las luces de la habitación están encendidas para que no nos perdamos detalle. Jamie empieza a chuparme la polla mientras Bobby se dirige hacia un cajón para sacar un frasco de loción; al agacharse sus nalgas se separan mostrando el agujero del culo. Cuando da media vuelta observo que tiene la polla tiesa. Entre tanto Jamie empieza a toquetearse el chocho, metiendo y sacando un dedo de la vagina y acariciándose el clítoris; luego me acerca ese dedo a la boca y yo lo chupo. Jamie vuelve a meterse el dedo en la vagina y me lo ofrece; yo lo chupo de nuevo y noto su sabor salado. Luego tomo su rostro y lo acerco al mío; mientras la beso deslizo mis manos hasta su culo, luego le acaricio la cintura y los pechos, deslizo las palmas sobre sus pequeños pezones hasta que se le ponen duros, mientras ella no cesa de temblar, de gemir. A continuación la tiendo sobre la cama, me arrodillo junto a ella y le olisqueo los dedos y aspiro profundamente el olor a sexo. Observo unas gotas de agua sobre su pubis mientras respiro levemente sobre ella; le acaricio los labios de la vulva con un dedo, un toque muy suave sin llegar a separárselos. Luego le meto un dedo en el chocho y jugueteo con el clítoris, que adquiere un tono más intenso. Jamie permanece tumbada boca arriba, con los ojos cerrados, mientras yo le lamo el clítoris; luego la levanto por las caderas y le separo los labios de la vulva hasta observar la carne rosada de su vagina.
Le beso las tetas, succionando con fuerza los pezones mientras le estrujo los pechos; luego me deslizo hacia abajo y le paso la lengua por la raja del culo; Jamie alza las piernas, y las separa para ofrecerme su clítoris hinchado, rojo; al principio apenas lo rozo, evitándolo deliberadamente, haciendo que Jamie se agite con movimientos frenéticos para buscar el contacto con mi lengua gimiendo; cuando empiezo a lamerla su clítoris se agranda y se pone más tieso. Le estrujo la parte posterior de las piernas y el interior de los muslos mientras sigo follándola con la lengua; luego le levanto de nuevo las caderas y comienzo a chuparle el culo. Bobby se inclina sobre nosotros pata observar cómo meto y saco la lengua por el ano de Jamie mientras él me acaricia la polla.
—Estás empapada —murmuro, y sigo follándola con la lengua.
Luego le introduzco un dedo en la vagina y Jamie empieza a mover las caderas en sentido rotatorio mientras yo le succiono los labios y el clítoris, con lo cual vuelve a correrse.
De pronto Jamie se levanta y abraza a Bobby. Éste la toma por la barbilla con su manaza, obligándola a levantar la cara, y ambos se besan con pasión, entrelazando sus rosadas lenguas. Jamie agarra la polla de Bobby y la estruja. Bobby se tiende a mi lado, con la cabeza junto a mis pies y la verga ante mis narices; Jamie se arrodilla junto al lecho y empieza a lamer la polla de Bobby sin dejar de mirarme a los ojos. Mientras Bobby me lame los pies, gimiendo de gusto, Jamie desliza su boca hacia arriba y luego hacia abajo, devorando la polla de Bobby hasta los huevos mientras éste levanta las caderas. Jamie se sube a la cama, se coloca sobre la polla de Bobby y luego se sienta lentamente sobre ella, mirándome fijamente mientras Bobby hunde de nuevo la picha en su coño; luego Jamie se retira un poco y se restrega sobre el glande hasta meterse de nuevo toda la polla en el chocho; tras unos instantes se detiene, dejando que su coño se adapte, y de pronto empieza a restregarse de nuevo sobre la polla de Bobby, primero con suavidad y luego con más ímpetu. Bobby gime de placer mientras la folla. De pronto todos los músculos del cuerpo de Jamie se contraen mientras ella trata de contener el orgasmo, pero pierde el control y grita: «Fóllame, fóllame». En el otro extremo de la habitación suena una señal electrónica, pero no prestamos atención…
Me arrodillo delante de Bobby y él me pide que le levante el pene y le huela las pelotas. Me aparta un poco la cabeza y me introduce la polla en la boca hasta el fondo, haciendo que me atragante y empiece a boquear, pero Bobby me sujeta la cabeza hasta que los músculos de mi garganta se relajan; sigue metiendo y sacando el pene de mi boca; luego se retira un poco hasta que mis labios apenas rozan el glande, para enseguida meterme la polla hasta la garganta, hasta que mi labio superior queda sepultado en su pubis y la nariz aplastada contra su abdomen duro y musculoso, sintiendo sus pelotas contra mi barbilla. Al levantar la vista compruebo que tiene la cabeza echada hacia atrás; sólo veo la punta de su mentón destacando sobre los músculos tensos de su cuello. Deslizo una mano sobre sus músculos abdominales, desde el pecho hasta la base del estómago, mientras con la otra le acaricio el culo. Sigo chupándole el pene, deslizando mis labios sobre mi propia saliva y el líquido que rezuma su polla, succionándosela hasta la raíz con unos movimientos lentos y regulares, hundiendo la nariz en su sudoroso pubis, y Bobby comienza a meter y sacar su polla en mi boca más rápidamente…
Luego se tumba boca arriba y me arrastra con él para colocarme de forma que pueda chuparme la verga mientras yo hago lo mismo con la suya, moviendo la cabeza arriba y abajo mientras me succiona el pene con fuerza, llenándome de babas, moviendo las caderas en sentido rotatorio al ritmo que yo muevo las mías. Acto seguido Bobby se coloca boca abajo, apoyado sobre una rodilla; sus pelotas descansan debajo de la raja del culo. Jamie le separa las nalgas y yo, jadeando, me inclinó sobre él y le beso el culo y le meto la lengua en el ano. Bobby responde alzando las caderas hasta quedar a gatas. Empiezo a mover la lengua y siento que el ano se relaja y contrae suavemente. Jamie se coloca en la cabecera del lecho y se abre de piernas ante Bobby al tiempo que lo sujeta por la cabeza. Él trata de alcanzarle el chocho pero no lo consigue porque Jamie está sentada. Entonces Bobby se inclina hacia atrás arrastrando a Jamie consigo hasta que ésta queda tendida de espaldas, con las piernas levantadas y separadas ante el rostro de Bobby, y él comienza a devorarle el chocho hasta que la obliga a volverse y a apoyarse sobre las manos y las rodillas, y entonces le chupa el coño por detrás al tiempo que gime de placer entre sus piernas. Yo unto el ano de Bobby con la loción que trajo a la cama…
En éstas Jamie se inclina sobre mí y empieza a chuparme la polla, cubriéndola de saliva. A continuación me pongo de rodillas y tras apartar a Jamie, introduzco los dedos de una mano en el ano de Bobby para dilatárselo mientras con la otra me unto la loción en el pene. Luego le introduzco suavemente la punta del glande en el culo, le sujeto por las caderas, y empiezo a follarlo con furia sintiendo cómo mi vientre choca con sus nalgas cada vez que le hundo la picha hasta el fondo, mientras Jamie me agarra, tirando de mí hacia atrás después de cada acometida. Al deslizar la mano hacia abajo compruebo que Bobby se está acariciando la polla, que está dura y tiesa debido a la intensa excitación. Yo le sujeto la mano y la muevo rítmicamente al tiempo que le follo por el culo, resollando con tal violencia que temo que el corazón me estalle en el pecho…
—Tranquilo, tranquilo —oigo murmurar a Bobby—. No te corras todavía.
Bobby me agarra el pene y me ayuda a introducirlo en el chocho de Jamie. Yo la penetro mientras le levanto las piernas sujetándola por los muslos, luego empiezo a chuparle las tetas mientras la sigo follando; su coño me succiona la polla mientras ella se agita respondiendo a mis movimientos y gime como una posesa. Yo embisto con más fuerza y emito unas exclamaciones de placer. Jamie tiene el rostro arrebolado y no cesa de gemir; de pronto me aparto y la obligo a tumbarse boca abajo, le dilato el culo con el pulgar y el índice de una mano y mientras la follo por delante con el índice de la otra Bobby me unta más loción en el pene. Sujeto a Jamie por las caderas mientras muevo las mías en sentido rotatorio e introduzco mi verga, tiesa y dura, en su recto; noto cómo se dilata, y sin esperar a que se relajen los músculos me pongo a follarla con violencia. Bobby se inclina sobre nosotros para observar mi polla que penetra y sale del ano de Jamie mientras contrae y relaja el esfínter; luego Bobby se coloca en la cabecera de la cama, desliza las caderas hacia adelante y separa las piernas para que Jamie le chupe el culo mientras él se masturba. Yo agarro las tetas de Jamie con una mano y se las estrujo, luego deslizo la mano sobre su vientre hasta encontrarle el clítoris y empiezo a frotarlo con dos dedos; luego la follo con un dedo mientras ella sigue devorándole el ano a Bobby, chupándole de vez en cuando la polla…
Jamie se pone en pie sobre la cama y se sitúa sobre Bobby a la altura de las caderas. Se inclina hacia adelante, agarra su polla con una mano y la introduce en su vagina; luego se tumba sobre él, aplastando las tetas sobre su pecho; Bobby las agarra con ambas manos y le chupa los pezones. Yo estoy arrodillado entre las piernas de ellos dos; separo las nalgas de Jamie y paso un dedo alrededor de su ano, que está dilatado debido a la presión ejercida por la enorme polla de Bobby, que la ha penetrado por detrás. Me siento sobre los talones, observando cómo mi picha se mueve espasmódicamente, y al separarle aún más las nalgas Jamie levanta las caderas haciendo que el pene de Bobby se deslice hacia fuera hasta que sólo la punta del glande le roza los labios de la vulva. Yo la penetro sin mayores dificultades por detrás. Jamie se mete en el coño la verga de Bobby mientras yo la follo con suavidad por el culo. La polla de Bobby se eleva al tiempo que la mía se desliza hacia afuera; ambos sentimos cómo se contraen los músculos vaginales de Jamie durante su convulsivo orgasmo…
—Levántate —me ordena Bobby.
Mientras alzo las caderas él coloca una toalla debajo de mi trasero. Palpo los contornos de su pecho, le deslizo la mano por la raja del culo. Él me separa las piernas mientras se inclina sobre mí y me besa en la boca; tiene los labios húmedos e hinchados. Luego me introduce dos dedos en el ano y empieza a moverlos. Ambos estamos completamente empapados de sudor. Yo apoyo la cabeza en el regazo de Jamie mientras ella me murmura al oído y me acaricia la verga.
—Enséñame esa polla, Victor —dice Bobby—. Sigue acariciándola, así. Separa las piernas. Más arriba. Enséñame el culo.
Bobby me levanta las piernas y las separa, inspeccionando esa área.
—Qué agujero tan mono, qué rosadito. ¿Quieres que te dé por el culo?
Miro a Bobby, preparándome para el momento en que me penetre, pero él permanece impasible. No sé si me ha metido dos o tres dedos en el culo. De pronto empieza a mover la mano con gestos circulares para hincar los dedos hasta el fondo.
—Más suave —gimo.
Con la otra mano Bobby me estruja las tetillas hasta hacerme daño. Tengo la cabeza en el sobaco de Jamie y me esfuerzo en no correrme todavía.
—Espera —digo levantando la cabeza—. ¿Tienes un condón?
—¿Qué? —pregunta Bobby—. ¡Estás idiota, o qué!
—Vale —contesto, y me tumbo de nuevo.
—¿Quieres que te folle, o no? —pregunta Bobby.
—Sí, sí.
—¿Quieres que te meta toda la polla? —insiste Bobby, mientras me levanta las piernas y las apoya sobre sus hombros.
—Si, sí, fóllame.
Jamie observa mientras Bobby hunde su larga y gruesa polla en mi ano y empieza a bombear con furia, sacando el pene casi por completo y metiéndomelo de nuevo, una y otra vez, rozándome la próstata con la picha. Yo le miro y grito de gusto, observando la forma en que sus abdominales se tensan con cada movimiento, al igual que los músculos de sus brazos, debido al esfuerzo.
Bobby frunce el ceño y su rostro —generalmente impasible— muestra una fugaz expresión de placer.
—Métesela toda, más fuerte —exclama Jamie.
Bobby me mete y saca la picha por el culo con furia; ambos gemimos de gusto a medida que aumenta la intensidad. De pronto suelto un grito y comienzo a moverme de forma espasmódica, incontrolable, hasta que eyaculo, derramando mi semen sobre mis hombros y mi pecho, mientras Bobby sigue follándome y noto que mi ano se contrae alrededor de su polla.
—Eso es, córrete… —gime Bobby, eyaculando también, y luego se desploma sobre mí.
27
Más tarde, de nuevo en la ducha, solo, debajo del chorro de agua, me palpo con delicadeza el ano, que está dilatado, sensible y untuoso debido a la loción y al semen de Bobby, la carne lacerada. Tras salir de la ducha me seco y evito contemplarme en el gigantesco espejo del baño, pues temo lo que veré en él. Miro en el estante en busca de un peine, desodorante, aspirinas. Abro el botiquín, pero esta vacío. Rebusco en los cajones: un reloj Breitling, dos sortijas Cartier (una con un citrino engarzado, la otra con una amatista), unas gafas de sol decoradas con brillantitos, un frasco de colonia llamada Ambush, loción hidratante Sisheido. En otro cajón: docenas de lápices de labios Chanel, un ejemplar de la revista Harper’s Bazaar con una foto de Tammy en la portada, unas rosas secas y —en una bolsa de plástico transparente guardada en el último cajón del baño que comparten Jamie y Bobby— un enorme sombrero negro, doblado.
Dudo unos instantes antes de sacar la bolsa del cajón, porque mi instinto me aconseja que no lo haga.
Sostengo la bolsa ante mi rostro, evitando mirarla.
El zumbido de una mosca revoloteando alrededor de mi cabeza hace que mire la bolsa.
La bolsa contiene el sombrero que me dio Lauren Hynde en Nueva York.
El sombrero que Palakon me dijo que llevara conmigo en el Queen Elizabeth II.
Le han arrancado la tira interior.
En el lugar donde estaba la pequeña rosa roja hay un agujero de gran tamaño.
En un lado del sombrero hay adherido unos pedacitos de confeti rosa y verde.
Me repugna tocar la bolsa. Trago saliva varias veces involuntariamente y la deposito de nuevo en el cajón inferior, que cierro despacio. Todo esto es un sueño, una película que se repite una y otra vez, tranquilizándome, pero en el fondo de mi mente oigo una risa sofocada y siniestra que proviene de una tumba, murmurando, acusándome de algo.
Desnudo y sin soltar la toalla, me dirijo al dormitorio donde Jamie y Bobby duermen profundamente en una postura de lo más airosa, sobre la sábana empapada con nuestro sudor, aunque la habitación está helada.
La habitación es una trampa. Nadie formulará nunca la pregunta sobre el sombrero. La pregunta sobre el sombrero es una gigantesca montaña negra y la habitación es una trampa. En la portada de una revista aparece una foto de tu rostro inexpresivo, sobre una gélida mesilla descansa una pistola. En esta habitación hace un frío polar y esta habitación es una trampa.
Sobre el hombro de Bobby observo un tatuaje, negro y desvaído, en el que no había reparado antes.
Un flashback del barco, un plano iluminado por potentes focos.
El olor del mar, una tarde de octubre, el Atlántico navegando lentamente, medianoche, me reúno con Marina frente al club Lido, tiene la voz ronca por haber llorado, las máquinas de humo, la silueta de Marina inclinándose sobre un cajón, qué tímida parecía de pie junto a la barandilla de cubierta, con qué decisión se movía por mi camarote, la parka con capucha.
El cabello le ocultaba el rostro. La parka con capucha.
El tatuaje, negro y desvaído, en el omóplato derecho.
Este tatuaje no existía la tarde en que nos conocimos.
Aquella noche no viste en ningún momento el rostro de Marina.
«Tienes que ir a Londres», murmuró una voz.
Aquella noche no tocaste su cuerpo.
Sabes que algo incompleto se te está revelando.
Una parada imprevista durante la travesía.
Alguien sube a bordo del barco.
Una chica a quien no lograste salvar estaba condenada. Todo está muy claro, pero tienes que seguir descifrando el enigma. «Lo más importante es lo que no sabes». Eso es lo que te dijo el director.
Me visto y salgo de la casa.
Al volverme le veo de pie ante la ventana del dormitorio. Observándome. Con un dedo sobre los labios. Diciendo:
—Chiss.
26
Como el servicio de metro no comienza hasta las 5.30, camino a través de la niebla matutina, sin rumbo y dando traspiés, hasta que los temporizadores automáticos hacen que se apaguen las farolas y los locales nocturnos cierran. Una figura, un espectro, pasa junto a mí y me dirige una sonrisa venenosa; a través de la niebla diviso las siluetas de los rascacielos de cristal y hormigón, que van cambiando de forma continuamente.
Sin pensar, me dirijo hacia la torre Eiffel, a través del Parc del Champ de Mars, cruzo el Sena por el Pont d’Iéna y paso frente al Palais de Chaillot. Una paloma surge de entre la niebla y deja un remolino tras sí. De improviso veo al doble de Christian Bale apoyado en un Citroën negro.
—¿Victor? —pregunta, impasible, relajado. Luce una chaqueta negra de punto, unas botas hasta el tobillo y un abrigo de Prada.
Me acerco a él en silencio; las calles están sembradas de confeti, la niebla nos envuelve.
—Una persona desea hablar contigo —dice sin más.
Yo hago un gesto afirmativo y sin que el otro tenga que emplear la fuerza me monto en el Citroën y me tumbo en el asiento trasero. Pero cuando el coche arranca me siento con las piernas encogidas, emitiendo unos ruiditos que parecen gemidos, a veces sollozando. El tipo dice que procure controlarme. Comenta con delicadeza no sé qué sobre una oportunidad en mi destino. Pero yo no le hago ni caso; le escucho con la atención que dedicaría a un ladrillo, un árbol, un montón de arena. Por fin se me ocurre preguntarle estúpidamente:
—¿Sabes quién soy?
Por la radio suena una música que encaja a la perfección en la situación en la que me encuentro en estos momentos, algo así como «Don’t Fear the Reaper» o «I’m a Believer».[62]
Un hotel en la Avenue Kléber.
Sigo al doble de Christian Bale por un pasillo repleto de fotografías de estrellas en su mayoría difuntas. Tengo tanto sueño que casi me fallan las piernas. Las luces parpadean elegantemente y al llegar al final del pasillo nos detenemos ante una puerta cubierta con una fina capa de escarcha.
Dentro, la habitación está iluminada por una luz difusa, y sentado ante una mesa, de espaldas a una enorme pantalla de televisión sobre la que aparecen las imágenes sin sonido de la Sky-TV, con las piernas cruzadas y fumando un cigarrillo, está F. Fred Palakon.
Yo finjo asombro.
—Hola, Victor —me saluda Palakon—. ¿Cómo va todo? —pregunta en tono amenazador—. ¿Me recuerda?
El doble de Christian Bale cierta la puerta y gira la llave en la cerradura.
Palakon señala el borde del lecho. Después de que yo me siente frente a él, vuelve a cruzar las piernas y me observa con cara de reproche. En la habitación del hotel hace un frío polar y me froto las manos para entrar en calor.
—Me he… perdido —confieso avergonzado.
—Bueno, en realidad no —contesta Palakon—. No lo que uno llamaría técnicamente «perdido», pero reconozco que su afirmación contiene parte de verdad.
Yo clavo la vista en la alfombra, observando los diseños que se revelan en ella, sin dejar de frotarme las manos para entrar en calor.
—Veo que frecuenta a una gente muy importante —comenta Palakon—. No me sorprende, tratándose de un joven tan moderno y atractivo como usted, solo en París. —Palakon pronuncia esa frase articulando cada palabra con tal aspereza que aparto la vista, turbado—. Está muy moreno.
—Palakon, yo…
—No diga nada, señor Ward —me advierte Palakon—. Aún no.
—No me llamó cuando estuve en Inglaterra —suelto de sopetón—. De qué se queja ahora.
—No lo hice porque me informaron de que no se hospedó en el Four Seasons —replica Palakon secamente—. ¿Cómo iba a llamarle si no tenía ni remota idea de dónde estaba?
—Pero eso… no es cierto —protesto, enderezándome—. ¿Quién se lo contó? ¿A qué se refiere, Palakon?
—Me refiero a que no hay constancia de que se hospedara en el Four Seasons —responde Palakon—. Si alguien trataba de localizarlo en el Four Seasons le informaban de que en el hotel no se hospedaba ningún señor llamado Victor Ward ni Victor Johnson. —Una gélida pausa—. ¿Qué ocurrió, Victor?
—Le aseguro que me alojé en el Four Seasons —insisto—. El chófer que me recogió en Southampton podrá confirmarlo.
—No, Victor —contesta Palakon—. El chófer le vio entrar en el hotel, pero no le vio inscribirse.
—Esto es un error —farfullo.
—Todo intento de localizarlo en el Four Seasons resultó infructuoso —dice Palakon, que me mira irritado—. Cuando por fin tratamos de ponernos en contacto directo con usted, para lo cual incluso llegamos a registrar el hotel, tampoco obtuvimos resultado alguno.
—Pregúnteselo a él —contesto señalando al doble de Christian Bale, que está de pie a mis espaldas—. No ha dejado de seguirme desde que llegué a Londres.
—No es cierto —replica Palakon—. Le perdió el rastro la noche en que acudió al Pylos, y no volvió a dar con usted hasta la otra noche, cuando lo vio en la ópera. —Pausa—. Con Jamie Fields.
Yo callo.
—Pero debido a las decisiones que usted ha tomado, el papel de este hombre ha adquirido mayor relieve.
—Palakon —empiezo a decir—, el dinero ya no me interesa. Sólo quiero largarme de aquí.
—Muy altruista por su parte, señor Ward, pero se comprometió a localizar a Jamie Fields en Londres y conducirla de regreso a Estados Unidos —puntualiza Palakon—. En ningún momento se habló de que visitara usted París. De modo que, a estas alturas, el dinero ya es lo de menos, ya lo ve.
—Vale, he venido a París, he venido a París, lo confieso… —mascullo, clavando la vista de nuevo en la alfombra.
—¿Qué hace usted…? —Palakon suspira, alza la vista hacia el techo, curvado y con alguna que otra mancha, y me mira ya francamente enojado—. ¿Qué está haciendo usted en París, señor Ward?
—Sí, he venido a París… —sigo murmurando.
—Señor Ward —me interrumpe Palakon—. Se lo ruego.
—¿Qué más sabe? —pregunto—. ¿Cómo me ha encontrado?
Palakon vuelve a suspirar, apaga el cigarrillo y desliza las manos sobre la chaqueta del traje, muy moderno y elegante.
—Como expresó su deseo viajar a París con esa chica que conoció en el barco, nosotros decidimos llevar a la práctica algunas teorías.
—¿Nosotros, Palakon? —pregunto nervioso.
—¿Le alarma la existencia de una tercera persona?
—¿Quién es… esa tercera persona?
—¿Cuál es la situación en estos momentos, señor Ward?
—La situación… la situación… —balbuceo. Incapaz de ofrecer una respuesta coherente, me rindo—. La situación se ha descontrolado.
—Mal asunto —responde Palakon tras reflexionar unos instantes—. ¿Existe algún medio de remediarla?
—¿Qué… quiere decir? —pregunto—. ¿Remediarla? Ya le he dicho que se ha descontrolado.
Palakon pasa la mano sobre la superficie de la mesa ante la que está sentado y, tras una larga pausa, pregunta:
—¿Cree que podrá solucionar esa situación?
—No lo sé —contesto. Soy vagamente consciente de que mientras permanezco sentado en el borde de la cama se me han dormido los pies y los brazos—. No estoy seguro.
—Veamos, ¿se fía ella de usted? —inquiere Palakon—. ¿Está dispuesta a marcharse? ¿Accederá a regresar a Estados Unidos? —Otra pausa—. ¿Está enamorada de usted?
—Hemos… mantenido relaciones íntimas —respondo por decir algo—. No estoy seguro de que…
—Enhorabuena —me corta Palakon—. Qué parejita tan encantadora. Conmovedor. —Palakon ladea la cabeza—. Y qué oportuno, por cierto.
—No creo que esté usted al corriente de la situación —le espeto, tragando saliva—. Creo que no estamos en la misma película.
—Saque a Jamie Fields de París —me ordena Palakon—. Llévela de regreso a Nueva York. Me tiene sin cuidado los medios que emplee. Prométale lo que sea, cásese con ella, secuéstrela, lo que sea.
Mi aliento forma unas nubecitas de vaho.
—Ella tiene un novio.
—Eso nunca ha sido un obstáculo para usted, señor Ward —contesta Palakon—. ¿De quién se trata? ¿Con quién sale? ¿Uno de los que viven en la casa? No será Bruce Rhinebeck. Y menos aún Bentley Harrolds.
—Es Bobby Hughes —respondo en tono inexpresivo.
—Ah, claro —asiente Palakon—. Me había olvidado de él.
—¿Cómo es posible? —pregunto, confundido.
—Según en qué planeta viva uno, le aseguro que no es tan difícil, Victor.
Un largo silencio.
—Existe un pequeño problema, Palakon.
—Si es pequeño no es un problema, señor Ward.
—Sí lo es —respondo con un hilo de voz.
—Limítese a llevar a Jamie Fields a Estados Unidos —dice Palakon—. Es cuanto le pedimos.
—Existe un pequeño problema —repito.
—Está agotando usted mi paciencia, señor Ward. ¿De qué se trata?
—Verá —contesto, y me inclino hacia adelante para que preste toda su atención a mis palabras. Sonrío casi sin querer, siento como una locomotora en el pecho y finalmente murmuro en voz alta—: Todos son unos asesinos.
Palakon suspira con aire resignado.
—Excusas, excusas. Vamos, señor Ward, me decepciona usted. No le tenía por un vago.
Con calma y articulando cada palabra, trato de exponerle todo lo ocurrido: el afán de los otros por memorizar planos, consignas, señales de alarma, horarios de vuelos, su maestría a la hora de desmontar, volver a montar y cargar una serie de metralletas ligeras —M16, Browning, Scorpion, RPG, Kalashnikov—, o de dar esquinazo a cualquiera que les siga. Le explico que en un solo día habían eliminado todos los datos almacenados en nuestro ordenador que les vinculaba con Libia. Le explico lo de los detallados planos de diversas embajadas norteamericanas e israelíes diseminados por la casa, que siempre guardan tres millones de dólares en metálico en un armario de la planta baja, junto al gimnasio; que a ciertas personas las conocemos sólo por su nombre en clave; que con frecuencia almuerzan en la casa unos tipos que actúan de intermediarios; que en la organización participa un montón de gente. Explico a Palakon cómo tramitan los pasaportes falsos, que luego queman y destruyen; que Bobby viaja con frecuencia a Belgrado y a Zagreb; que solicitan visados para trasladarse a Viena; que siempre hay consultas de última hora con terceras personas, sobre los viajes y las villas situadas en las afueras de numerosas ciudades. Le explico que siempre me presentan a algún joven palestino con «un pasado conflictivo» o a alguien que perdió parcialmente la vista debido a una carta-bomba israelí, a patriotas que se han alejado del buen camino, a gente que siempre aduce algún pretexto para negarse a negociar, a hombres superatractivos que alardean de mantener relaciones secretas con personajes importantes.
Le hablo sobre el atentado del Instituto de Estudios Políticos, el del café Flore, el del metro en el Pont Royal. Le hablo sobre un coche cargado con cincuenta kilos de explosivos que rodó por una colina de Lyons y fue a empotrarse en una comisaria, donde estalló y mató a ocho personas, cuatro de ellas niños, e hirió a cincuenta y seis. Le hablo sobre el atentado fallido del Louvre, sobre la vez en que Jamie Fields envenenó el agua de la piscina del Ritz, sobre las sutiles referencias a vuelos de la TWA que despegan del Charles de Gaulle, sobre los nuevos números de la Seguridad Social que inventaron, sobre las fotografías aéreas que tomaron de ciertas instalaciones, de las caóticas fiestas. Mientras hablo, estrujo el edredón entre las manos. Todo me parece delirante y de pronto recuerdo la consigna del movimiento separatista vasco que me mostró un día uno de los guionistas: «La acción une. Las palabras dividen».
Palakon me mira fijamente. Luego suspira, y sigue suspirando durante un buen rato.
—Suponiendo que yo le crea, señor Ward, la verdad no sé si creerle, ¿qué tiene todo esto que ver con…?
—Le aseguro que no me lo he inventado —protesto—. No soy tan buen actor.
—No digo que se lo haya inventado, Victor —responde Palakon, encogiéndose de hombros—. Pienso que tiene una imaginación más viva de lo que yo suponía. Quizás haya visto demasiadas películas, señor Ward.
De pronto caigo en un detalle que había olvidado, un detalle siniestro.
—El sombrero —digo—. Lo tienen ellos.
Palakon mira al tipo que es igualito a Christian Bale.
Luego me mira a mí.
—¿A qué se refiere? —pregunta Palakon.
—Ellos tienen el sombrero —respondo—. El sombrero que usted me pidió que trajera conmigo.
—¿Ah, sí? —pregunta Palakon, arrastrando las sílabas—. ¿A qué se refiere exactamente?
—Encontré el sombrero que me dio Lauren Hynde —contesto—. Estaba en el baño de Jamie y Bobby.
—Francamente, no lo entiendo —confiesa Palakon—. ¿Se lo dio usted?
—No.
—Pero… —Palakon cambia de postura, nervioso. Por fin se endereza y me mira a los ojos. De pronto me invade una sensación de inquietud—: ¿Pero qué dice? ¿Cómo consiguieron el sombrero?
—No lo sé —respondo—. Desapareció de mi camarote del Queen Elizabeth II. Lo encontré precisamente hará menos de una hora en un cajón del baño.
Palakon se levanta y empieza a pasearse arriba y abajo por la habitación, enojado. No me cabe la menor duda de lo que significa su expresión: esto cambia las cosas.
El doble de Christian Bale se inclina hacia adelante con las manos apoyadas en las rodillas, respirando de forma profunda y acompasada.
De pronto todo parece desplazado, unas sutiles gradaciones desdibujan los bordes, pero es más intenso que eso.
—¿Por qué era tan importante el sombrero, Palakon? —pregunto lentamente.
Silencio.
—¿Por qué me dio Lauren Hynde el sombrero? ¿Por qué es tan importante ese sombrero? —insisto.
—¿Quién dice que sea importante? —replica Palakon, irritado, agobiado, sin dejar de pasearse de un lado a otro de la habitación.
—Tengo muchos defectos, Palakon —suspiro—, pero la estupidez no es uno de ellos. —Estoy tan asustado que empiezo a perder el control—. Necesito ayuda. Tiene que sacarme de aquí. A la mierda con el dinero. Me matarán. Lo digo en serio, Palakon. Me matarán. —Aterrorizado, doblado sobre la cama, imagino mi cadáver en una playa, la idea del guionista de un «toque exótico», sopla una leve brisa, es mediodía, una misteriosa figura se oculta en una cala—. ¿Pero qué coño estoy haciendo aquí? ¡Dios! ¿Qué coño hago aquí?
—Nadie le ha seguido —me tranquiliza Palakon—. Por favor, señor Ward, cálmese.
—No puedo —gimo, encogido sobre la cama, abrazándome—, no puedo, no puedo…
—¿Hay alguien que esté en situación de ayudarle, señor Ward? —pregunta Palakon—. ¿Alguien con quien pueda ponerse en contacto?
—No, no, no. Nadie.
—¿Y su familia? ¿Y sus padres? Quizá lleguemos a un acuerdo. Un acuerdo económico ¿Sabe su familia que está aquí?
—No —contesto, inspirando—. Mi madre ha muerto. Mi padre… no, mi padre tiene que mantenerse al margen.
Palakon se detiene bruscamente.
—¿Por qué? —pregunta—. Quizá si nos pusiéramos en contacto con su padre éste podría venir aquí y librarlo a usted de este lío…
—¿A qué lío se refiere? No puedo meter a mi padre en esto —sollozo—. No, no, es imposible…
—¿Por qué?
—Usted no lo comprendería —murmuro.
—Sólo trato de ayudarlo, señor Ward.
—No puedo, no puedo…
—¡Señor Ward! —exclama Palakon.
—¡Mi padre es un senador americano! —grito, mirándolo con rabia—. ¿Me ha entendido? Por eso no puedo implicarlo en este asunto. ¿Lo comprende ahora, joder?
Palakon me mira con el ceño fruncido, tratando de asimilar esta información. Visiblemente alarmado, cierra los ojos para concentrarse. Las olas lamen el cadáver que yace en la playa; al fondo se ven unos surfistas cabalgando sobre inmensas olas de color turquesa bajo un sol abrasador. Encima del horizonte, más allá de los surfistas, se ve una isla —rocas, un bosque, una vieja cantera de granito, el olor salobre— y en esa isla otra misteriosa figura se oculta en una cala. De pronto cae la noche.
—¿Su padre es Samuel Johnson? —pregunta Palakon.
—Sí —contesto, fulminádolo con la mirada—. ¿Acaso no lo sabía cuando se puso en contacto conmigo?
—No, no lo sabíamos —reconoce Palakon humildemente—. Pero ahora… —Hace una pausa y carraspea—. Claro, ahora lo entiendo todo.
—¡No, no lo entiende! —replico meneando la cabeza de un lado a otro, como un niño—. Nada, no entiende nada.
—No tiene que explicarme quién es su padre, Victor —dice Palakon—. Me parece que lo comprendo todo. —Hace otra pausa—. Y debido a ello, también veo que la situación es aún más… delicada.
Yo me echo a reír.
—¿Delicada? ¿Le parece que la situación es delicada? —Mis risas se transforman en sollozos.
—Nosotros podemos ayudarle, Victor. Creo…
—Estoy atrapado, atrapado, atrapado; me matarán…
—Señor Ward —me interrumpe Palakon, arrodillándose ante el borde de la cama sobre la que estoy sentado—, se lo ruego, podemos ayudarle pero…
Cuando trato de abrazarlo, él me aparta con suavidad.
—Escuche: debe comportarse como si nada hubiera ocurrido. Debe fingir que no sabe nada. Debe seguirles el juego hasta que se me ocurra la forma de resolver el problema.
—No, no, no…
Palakon hace una señal al doble Christian Bale. Unas manos me agarran por los hombros. Oigo unos murmullos.
—Tengo miedo, Palakon —confieso entre sollozos.
—No tema, señor Ward —responde el otro—. Sabemos quién es usted. Entre tanto, debo resolver unos asuntos. Nos pondremos en contacto con usted.
—Vaya con muchísimo cuidado —digo—. Han puesto cámaras y micrófonos ocultos por todas partes.
Los dos hombres me ayudan a incorporarme. Mientras me conducen hacia la puerta, trato de apoyarme en Palakon.
—Es preciso que se calme, señor Ward —dice Palakon—. Deje que Russell le conduzca de regreso y nos pondremos en contacto con usted dentro de un par de días, quizás antes. Pero sobre todo, cálmese. La situación ya es bastante complicada, lo último que nos conviene ahora es que pierda la serenidad.
—¿No podría quedarme aquí? —imploro, resistiéndome mientras me conducen hacia la puerta—. Por favor, se lo suplico: deje que me quede aquí.
—Necesito tener una visión global del asunto —responde Palakon—. En estos momento sólo tengo una perspectiva parcial y lo que necesito es una visión global.
—¿Qué ocurre, Palakon? —pregunto, sin fuerza ya para resistirme—. ¿Qué pasa?
—Que algo ha salido mal.
El asiento posterior del Citroën negro está cubierto de confeti. Tras un trayecto que se me antoja interminable, Russell me deja junto al Boulevard Saint-Marcel. Atravieso el Jardin des Plantes y cruzo el Sena El cielo matutino aparece blanco. Me digo a mí mismo: «No te muevas de la casa, duerme, manténte al margen, obsérvalo todo sin darle importancia, bebe whisky, disimula, acepta».
25
Me meto en una cabina en la Rue du Faubourg Saint-Honoré para llamar a Felix al Ritz. El teléfono de su habitación suena seis veces antes de que Felix responda. Estoy tan nervioso que no ceso de quitarme y ponerme las gafas de sol.
—¿Sí? —Felix atiende el teléfono con voz cansina.
—Hola, Felix —respondo—. Soy yo Victor.
—¿Sí? —pregunta Felix—. ¿Qué pasa? ¿Qué quieres?
—Tenemos que hablar.
Al otro lado de la calle observo a un tipo que me llama la atención; lleva un peinado muy raro, agita el periódico para alejar el humo de los tubos de escape y se ríe histéricamente. Al otro lado de la calle despunta el sol, pero de pronto decide no hacerlo.
—Ya estoy hasta las narices de todo esto —dice Felix—. Estoy hasta las narices de ti, Victor.
—Felix, por favor, no te cabrees precisamente ahora —le ruego—. He de explicarte algunas cosas. Tenemos que hablar.
—No me interesa, no pienso seguir escuchándote —replica Felix—. Todos estamos cansados de ti, Victor. Francamente, no creo que tengas nada que decir, salvo si se trata de algo referente a tu pelo, a tus ejercicios gimnásticos o a quién te vas a tirar la semana que viene.
(Bobby vuela a Roma y posteriormente a Amán, Jordania, con Alitalia. Su bolsa, que ha depositado sobre el asiento en primera clase, contiene carretes de cable eléctrico, unas pinzas muy delgadas, silicona, cuchillos de cocina, papel de aluminio, varios paquetes de Remform, martillos, una cámara de video, una docena de carpetas que contienen los diagramas de armas militares, misiles y tanques. En el avión Bobby lee un artículo en una revista de moda sobre el nuevo corte de pelo del presidente y lo que significa; memoriza las frases que debe pronunciar y coquetea con la azafata, que menciona de pasada que su canción favorita es «Imagine», de John Lennon. Con voz suave, Bobby la felicita por haber elegido la profesión de azafata. La chica le pregunta si le impresionó asistir al programa de Oprah Winfrey. Bobby recuerda una visita a la habitación 25 del Dreamland Motel. Planea una catástrofe. Mordisquea una galleta con aire contemplativo).
—Felix, ¿verdad que me preguntaste qué le había ocurrido a Sam Ho? —le pregunto—. ¿Recuerdas lo del otro equipo de rodaje? ¿El que vio Dimity ayer en el Louvre?
—Victor, cálmate un poco, joder —responde Felix—. Contrólate. Nada de eso importa ya.
—Pero qué dices, claro que importa, Felix.
—No —insiste el otro—. No importa nada.
—¿Por qué? —pregunto—. ¿Por qué no importa?
—Porque la película ha terminado —contesta Felix—. El rodaje ha concluido. Todo el mundo se marcha esta noche.
—Pero Felix…
—Te has comportado de un modo muy poco profesional, Victor.
(Jamie está atrapada en el tráfico, dando vueltas y más vueltas al Arco de Triunfo; luego baja por la Avenue de Wagram, dobla a la derecha hacia el Boulevard de Courcelles y se dirige a la Avenue de Clichy para encontrarse con Bertrand Ripleis. Jamie piensa que éste ha sido el día más largo del año y recuerda un árbol de Navidad en su infancia, aunque no fue el árbol lo que le impresionó, sino los adornos. También; recuerda el terror que le infundía el mar de niña: «Hay mucha agua», decía a sus padres. Rememora un día en los Hamptons, cuando tenía dieciocho años, un amanecer de verano; dentro de una semana comenzará sus estudios en Camden, piensa mientras contempla el Atlántico y escucha a sus espaldas los suaves ronquidos de un chico que conoció en el backstage de un concierto de los Who en el Nassau Coliseum; dos años más tarde se suicidará en Cambridge, atraído por una fuerza que no supo calibrar; pero ahora es fines de agosto y ella tiene sed y una enorme gaviota vuela describiendo círculos y el luto aún carece de importancia).
—Por lo que más quieras, Felix, tenemos que hablar. —Estoy tan alterado que jadeo y me vuelvo constantemente para comprobar si alguien está observándome.
—¡Entérate de una vez, idiota! —me espeta Felix—. La película ha terminado. No tienes que explicarme nada porque ya no importa. Toda explicación sobra.
—Aquella noche mataron a Sam Ho, Felix, lo asesinaron —suelto de sopetón—. Están rodando otra película. Una película de la que no sabes nada. Utilizan otro equipo de rodaje… Bruce Rhinebeck mató a Sam Ho…
—Victor —me interrumpe Felix suavemente—, Bruce Rhinebeck vino esta mañana para hablar con el director, con el guionista y conmigo, y nos explicó la… situación. —Una pausa—. En realidad nos explicó tu situación, para ser más concretos.
—¿Qué situación? ¿Mi situación? Yo no tengo una situación.
—Olvídalo, Victor —dice Felix, que ya está hasta el gorro—. Nos marchamos mañana. Regresamos a Nueva York. Todo ha terminado, Victor. Adiós.
—No te fíes de él, Felix —le advierto—. Miente. No sé lo que te dijo Bruce, pero seguro que miente como un bellaco.
—Por el amor de Dios, Victor —replica Felix, cansado.
De golpe me doy cuenta de que el acento de Felix ha desaparecido.
(Bruce sustituye el armazón de cartón que contiene una bolsa Gucci por unas piezas de plástico oscuro que ocultan los explosivos, los cuales se componen de unas tiras de color gris que no huelen a nada. En las tiras van adheridos unos alambres de níquel revestidos de oro. Bruce ha metido veinticinco kilos de explosivos, dispuestos uno junto a otro, unidos a un detonador. El detonador es activado por unas baterías AAA. De vez en cuando Bruce repasa el manual de instrucciones. Bentley está de pie detrás de él, con los brazos cruzados, observándolo en silencio, la parte posterior de su cabeza pensando en lo requeteguapo que es, pensando: si al menos le gustaran… Cuando Bruce se vuelve, Bentley disimula, se encoge de hombros y reprime un bostezo).
—Supongo que puedo decírtelo, ya que es evidente que Bruce no te cae bien, aunque a mí me parece encantador y pienso que debería haber sido el protagonista de la película —declara Felix con aire de superioridad—. Sabes de sobra que Bruce merecía ser la estrella de la película, Victor. Porque Bruce Rhinebeck es una estrella nata, Victor, por eso.
—Sí, ya lo sé, Felix, ya lo sé —contesto—. Bruce debía haber sido la estrella de la película.
—Bruce dice que ha tratado de ayudarte, Victor.
—¿Ayudarme a qué? —grito.
—Según él estás sometido a una tensión emocional muy fuerte, posiblemente debido a tu drogodependencia —Felix suspira—. También dice que eres propenso a sufrir alucinaciones y que no debemos creer nada de lo que digas.
—¡Joder, Felix! —grito—. Esos tipos son unos asesinos, coño. Son unos terroristas de mierda. —Al darme cuenta de que estoy gritando, me vuelvo para ver si hay alguien detrás de mi luego bajo la voz y añado—: Son unos terroristas de mierda.
—Bruce comentó que estás loco y que por más que el director y yo nos negáramos a aceptarlo eres un elemento peligroso. —Tras una breve pausa Felix agrega—: También nos advirtió de que les acusarías de ser terroristas.
—Se dedica a montar bombas, Felix —mascullo indignado a través del auricular—. Él es el loco, Felix. Todo es mentira.
—Bueno, cuelgo ya, Victor —responde Felix.
—Voy para allá, Felix.
—Te lo advierto: si vienes avisaré a la policía.
—Por favor, Felix. Por lo que más quieras.
Felix no responde.
—¿Felix? —gimo—. ¿Estás ahí?
Felix sigue callado.
—Bueno, quizá resultes útil —dice Felix por fin.
(En el Jardin du Luxembourg, el hijo del primer ministro está de nuevo bajo los efectos de una resaca —otra fiesta amenizada con cocaína, otro amanecer sin pegar ojo, otro cielo formado por ladrillos grises—, pero Tammy le besa para animarlo; en el mercadillo de ocasión de Porte de Vanves, mientras Tammy le apoya ambas manos sobre el pecho, él la atrae hacia sí con el brazo derecho; ella lleva puestas unas zapatillas. «¿Almas gemelas?», pregunta él. Tammy huele a limones y tiene un secreto, algo que desea mostrarle en la casa situada en el octavo o decimosexto arrondissement. «Tengo enemigos aquí», declara el joven, y compra una rosa para Tammy. «Descuida, Bruce se ha ido», responde ella. Pero él quiere hablar sobre un viaje que va a emprender en noviembre al sur de California. «Si’l vous plaît?», le ruega Tammy con los ojos resplandecientes. De regreso en la casa Tammy empuja la puerta tras él y cierra con llave, siguiendo las instrucciones que le han dado. Bentley prepara unas bebidas en la cocina y ofrece al hijo del primer ministro francés una copa de cóctel llena hasta el borde de un gimlet blancuzco; mientras el joven se bebe la copa presiente que hay alguien detrás de él y al volverse Bruce irrumpe en la habitación —tal como estaba previsto— gritando como un poseso y empuñando un martillo. Cuando el hijo del primer ministro se pone a chillar Tammy se vuelve, cierra los ojos y se tapa los oídos con las manos. El barullo que organizan en aquella habitación es increíble. Bentley vacía en silencio la jarra que contenía la bebida drogada en el fregadero y limpia la encimera con una bayeta color naranja).
Yo rompo a llorar de alivio.
—Claro que puedo ser útil —digo—, puedo seros de gran utilidad…
—Bruce se dejó una bolsa aquí. Se la olvidó.
—¿Qué? —pregunto, oprimiendo el auricular contra la oreja al tiempo que me enjugo la nariz con la manga de la americana—. ¿Qué has dicho?
—Se dejó una bolsa de Gucci —contesta Felix—. ¿Te importaría pasar a recogerla?
—Un momento, Felix… Tienes que desprenderte de esa bolsa —le advierto. La adrenalina que fluye por mi torrente sanguíneo me provoca náuseas—. No te acerques a esa bolsa.
—La dejaré en conserjería —responde Felix enojado—. No quiero volver a verte.
—¡Felix! —grito—. No te acerques a esa bolsa. Consigue que toda la gente del hotel sea evac…
—Y no trates de ponerte en contacto con nosotros —me interrumpe Felix, sin hacer ni puto caso de mis advertencias—. Hemos cerrado la oficina de producción en Nueva York.
—Felix, sal del hotel.
—Ha sido un placer trabajar contigo —responde Felix—. No te lo tomes al pie de la letra.
—¡Felix! —grito.
(Al otro lado de la Place Vendôme, veinte técnicos están situados en diversos puntos estratégicos mientras el director examina las tomas del día: Bruce Rhinebeck abandonando el hotel con un palillo entre los dientes, Bruce posando para los paparazzi, Bruce riendo alegremente, Bruce montando en una limusina con cristales blindados. A los miembros del equipo de rodaje francés les han entregado unos cascos para que se protejan del estallido cuando el equipo de demolición comience a detonar las bombas).
Salgo hacia el Ritz a toda pastilla.
(En una habitación de color rosa pálido, Felix cuelga el teléfono. La suite que ocupa se halla relativamente cerca del centro del hotel, lo que garantiza que la explosión causará el máximo número de daños estructurales.
La bolsa de Gucci reposa sobre la cama.
En la habitación hace tanto frío que el aliento de Felix forma unas nubecitas de vapor.
El cámara abre la cremallera de la bolsa.
Mira en el interior, perplejo.
La bolsa está llena de confeti rojo y negro.
Felix aparta el confeti.
Debajo asoma algo.
—No —dice Felix.
La bomba engulle a Felix y lo vaporiza al instante. Desaparece literalmente sin dejar rastro).
24
Un estruendo ensordecedor.
De inmediato, en el primer arrondissement, se produce un corte general de fluido eléctrico.
La detonación destroza el Ritz a partir del centro —prácticamente desde la fachada delantera hasta la posterior—, y va debilitando su estructura a medida que la pulsión se extiende a ambos lados del hotel.
Las ventanas vuelan hechas añicos.
Un gigantesco muro de hormigón y cristal se precipita sobre los turistas que se encuentran en la Place Vendôme.
Una bola de fuego cae sobre ellos.
Sobre París se alza un inmenso nubarrón de humo negro, de múltiples capas, irregular.
La onda expansiva levanta el Ritz y desplaza prácticamente todas las vigas maestras. El edificio comienza a deslizarse hacia la Place Vendôme y se desploma acompañado por dos rugidos sobrecogedores, sucesivos.
Se produce una lluvia de cascotes, los muros se agrietan y se derrumban y hay tanto polvo que parece como si una tempestad de arena se hubiera abatido sobre la Place Vendôme.
El sonido de cristal al hacerse añicos precede a los gritos.
Las calles que circundan el Ritz están sembradas de bloques de hormigón y es preciso trepar sobre ellos para acceder a la Place Vendôme, donde la gente corre despavorida, cubierta de sangre y gritando a través de sus móviles; las masas de humo ocultan el cielo. Toda la fachada del hotel ha quedado destruida, el viento agita unos pedazos de caucho de la techumbre y varios coches, en su mayoría BMW, aparecen envueltos en llamas. Dos limusinas yacen volcadas y el olor de alquitrán lo invade todo. Las calles y aceras han quedado totalmente calcinadas.
El cadáver de un japonés cuelga de la tercera planta, entre los pisos, goteando sangre, con un enorme trozo de vidrio clavado en el cuello; otro cadáver pende enmarañado con un montón de vigas de acero, su rostro petrificado en una expresión de angustia. Yo me abro camino a través de las pilas de cascotes por entre las cuales asoman brazos y piernas, muebles Luis XV, arañas de tres metros de altura, arcones antiguos. La gente avanza dando traspiés, algunos desnudos, tropezando con pedazos de yeso y material aislante. Paso junto a una chica que ha perdido medio rostro y tiene la mitad del cuerpo destrozado, cuya pierna yace empotrada en unos clavos y tornillos; otra mujer, con el cuerpo ennegrecido y retorciéndose de dolor, que ha perdido una mano, agoniza entre estertores; una japonesa cubierta con un traje de Chanel hecho jirones y ensangrentado se desploma ante mí, con la yugular y la carótida seccionadas por unos fragmentos de cristal, escupiendo sangre con cada aliento.
Al avanzar hacia un gigantesco bloque de hormigón que yace frente a la fachada del hotel, veo a cuatro hombres tratando de sacar a una mujer que ha quedado atrapada debajo del mismo; cuando tiran de su pierna ésta se desprende con toda facilidad del resto de su cuerpo, que aparece rodeado por unos pedazos de carne irreconocibles a través de los cuales asoman huesos. Un hombre con la nariz amputada por un fragmento de cristal y una adolescente que no cesa de llorar yacen juntos en un inmenso charco de sangre; la chica tiene los ojos quemados, arrancados de las órbitas. A medida que me aproximo a la entrada principal, el número de brazos y piernas que yacen desperdigados por doquier se multiplica; grandes pedazos de piel arrancados de sus correspondientes cuerpos por la explosión yacen aquí y allá, entre algún maniquí perdido que simula un cadáver.
Veo rostros desfigurados por profundos cortes, montones de ropa de alta costura, conductos de aire acondicionado, vigas, un corralito de niños y un bebé totalmente cubierto de sangre que yace sobre un montón de cascotes. Junto a mí se halla tendido el cadáver de un chiquillo que sangra por la boca; en un lado de la cabeza tiene un orificio por el que asoma parte de la masa encefálica. Los cadáveres de varios botones yacen entre revistas, maletas Louis Vuitton y cabezas separadas del tronco —una de ellas, de rasgos perfectamente cincelados, pertenece al amigo de un modelo que conocí en Nueva York—, muchas de ellas TC (lo que Bruce Rhinebeck denomina Totalmente Calcinados). Veo pasar junto a mí, aturdidos y dando traspiés, a: Polly Mellon, Claudia Schiffer, Jon Bon Jovi, Mary Wells Laurence, Steven Friedman, Bob Colacello, Marisa Berenson, Boy George, Mariah Carey.
La gente abre unos caminos entre los bloques de hormigón que impiden el acceso a la Place Vendôme. Los primeros en aparecer son los paparazzi, seguidos por los reporteros de la CNN y los equipos de la televisión local; por último llegan las ambulancias, los equipos de salvamento y unos furgones azules y negros que transportan a los policías del grupo antiterrorista, vestidos con chalecos antibalas y monos de paracaidista, empuñando armas automáticas. Comienzan a envolver a las víctimas en unas mantas. Centenares de palomas yacen muertas; algunas aves heridas tratan de remontar el vuelo. Posteriormente colocan unas etiquetas en los pies de los niños que yacen en el depósito de cadáveres improvisado. Los cuerpos serán identificados mediante marcas de nacimiento, dentaduras, cicatrices, tatuajes, joyas. En un hospital cercano a la Place Vendôme exponen unas listas con los nombres de los muertos y los heridos, junto con el parte médico sobre su estado; los equipos de salvamento que trabajan en las inmediaciones del Ritz prosiguen su tarea sin esperanzas de salvar a nadie.
23
Me siento en un teatro revival en el Boulevard des Italiens. Me dejo caer sobre un banco en la Place du Parvis. En cierto momento echo a andar sin rumbo a través de Pigalle. En otra ocasión cruzo el Sena en un sentido y en otro, una y otra vez. Echo a andar a través de Aux Trois Quartiers en el Boulevard de la Madeleine hasta que la imagen de mí mismo que observo en el espejo de un mostrador de Clinique me obliga a regresar apresuradamente a la casa situada en el octavo o decimosexto arrondissement.
Al entrar en la casa veo a Bentley sentado delante de un ordenador en el cuarto de estar, luciendo una camiseta de Gap y los auriculares de un Walkman. Está estudiando una imagen que aparece en la pantalla tomada desde distintos ángulos. Me escuece la garganta debido al humo que he inhalado y al pasar ante un espejo observo que tengo la cara cubierta de hollín, el pelo tieso y lleno de polvo, y los ojos amarillentos. Me acerco sigilosamente a Bentley por detrás, sin que él se dé cuenta.
En la pantalla del ordenador, en un dormitorio artesonado el actor que encarnó a Sam Ho yace tumbado boca arriba, desnudo, con las piernas levantadas y separadas; un tipo de aspecto vulgar y corriente, aproximadamente de mi edad, también desnudo, de perfil, se lo está follando. Bentley teclea sin apartar la vista de la pantalla, entrando y saliendo de la imagen. Al cabo de unos minutos el tipo vulgar y corriente que se está follando a Sam Ho adquiere una musculatura más definida, unos pectorales más marcados, la parte visible de su polla aparece más gruesa, el vello púbico más claro. El dormitorio artesonado se transforma en el dormitorio que ocupé en la casa de Hampstead: las elegantes vigas de acero, el cuadro de Jennifer Bartlett colgado sobre la cama, el jarrón lleno de gigantescos lirios blancos, los ceniceros cromados. Los ojos de Sam Ho, que aparecen rojos, son corregidos.
Me llevo una mano a la frente, un gesto que hace que Bentley se vuelva en su silla giratoria y se quite los auriculares.
—¿Dónde te habías metido? —me pregunta con aire de inocencia, pero no puede mantener esa fachada y sonríe.
—¿Qué estás haciendo? —pregunto, aturdido, desesperado.
—Me alegro de que hayas vuelto —responde Bentley—. Bobby me ha pedido que te enseñe una cosa.
—¿Qué estás haciendo? —repito.
—Se trata de un nuevo programa —contesta Bentley—. El Photo Soap de Kai para Windows 95. Mira, mira.
Pausa.
—¿Para qué sirve? —inquiero, tragando saliva.
—Permite mejorar las imágenes —responde Bentley con voz infantil.
—¿En qué sentido? —pregunto sin dejar de tiritar.
Bentley escanea de nuevo la foto de la escena de sexo mientras sigue tecleando; de vez en cuando consulta las páginas arrancadas de un manual de instrucciones que yacen sobre la mesa junto al ordenador. Al cabo de cinco minutos logra pegar mi cabeza —de perfil— sobre los hombros del tipo vulgar y corriente que se está follando a Sam Ho. Bentley sale de la imagen, satisfecho.
—Hay que tener bastante memoria en el disco duro —comenta Bentley volviéndose hacia mí—. Por no mencionar una buena dosis de paciencia.
—Eso está… muy bien —contesto porque Bentley no deja de mirarme sonriendo; pero al cabo de unos segundos siento unas náuseas que me obligan a guardar silencio.
Bentley pulsa una tecla. La fotografía desaparece. La pantalla está vacía. A continuación oprime otras dos teclas, el número de un archivo y una orden.
En la pantalla parece una serie de fotografías en rápida sucesión Sam Ho y Victor Ward en distintas posturas, desnudos, follando, un montaje fotográfico.
Bentley se inclina hacia atrás, satisfecho, con las manos en el cogote, una pose cinematográfica, aunque no hay ninguna cámara para captarla.
—¿Quieres ver otro archivo? —pregunta Bentley, pero en realidad no es una pregunta porque empieza a oprimir unas teclas de inmediato—. Veamos… ¿Cuál elegimos?
Un flash. Bentley teclea una orden. En la pantalla aparece una lista, cada entrada acompañada de una fecha y un número de archivo.
«VICTOR» Pase de CK
«VICTOR» Telluride c/S Ulrich
«VICTOR» Concierto de los Dogstar c/K Reeves
«VICTOR» Union Square c/L Hynde
«VICTOR» Miami, Orlando Drive
«VICTOR» Miami, el hall del Delano
«VICTOR» Serie Queen Elizabeth II
«VICTOR» Serie Sam Ho
«VICTOR» Pylos c/S Ho
«VICTOR» Sky Bar c/Rande Gerber
«VICTOR» Sesión de fotos GQ c/Fields, M Bergin
«VICTOR» Café Flore c/Brad, Eric, Dean
«VICTOR» Instituto de Estudios Políticos
«VICTOR» Nueva York, Balthazar
«VICTOR» Nueva York, Wallflowers
«VICTOR» Annabel’s c/J Phoenix
«VICTOR» Calle 80 y Park c/A Poole
«VICTOR» Hell’s Kitchen c/Mica, NYC
A medida que va apareciendo la lista en la pantalla es obvio que ésta ocupa numerosas páginas. Bentley se pone a teclear y me muestra más fotos. Realza los colores, ajusta el tono, confiere más nitidez a las imágenes o las suaviza. Engrosa los labios digitalmente, elimina pecas, coloca un hacha en la mano de alguien, un BMW se convierte en un Jaguar que se convierte en un Mercedes que se convierte en una escoba que se convierte en una rana que se convierte en una fregona que se convierte en un póster de Jenny McCarthy; modifica matrículas, esparce más sangre en la escena de un crimen, un pene sin circuncidar aparece de pronto circuncidado. Al tiempo que teclea y examina atentamente las imágenes, Bentley añade movimiento borroso (a una foto de «Victor» haciendo footing junto al Sena), o mayor nitidez (en un remoto desierto en el este de Irán se me ve estrechando la mano a unos árabes, luciendo gafas de sol y haciendo un mohín, y al fondo aparece una hilera de camiones), pone grano, elimina personas, inventa un nuevo mundo, todo ello sin el menor esfuerzo.
—Con esto puedes mover planetas —dice Bentley—. Transformar vidas. La fotografía sólo es el principio.
Una larga pausa.
—No pretendo herir tus sentimientos, pero… eres un hijo de la gran puta —digo en voz baja, mientras contemplo la pantalla del ordenador.
—Estabas ahí, ¿no? —pregunta Bentley—. Todo depende a quién se lo preguntes, y ni siquiera eso tiene importancia.
—No… —Pero se me olvida lo que iba a decir.
—Ven, que te enseñaré otra cosa —dice Bentley—. Pero antes date una ducha ¿Dónde te has metido? Estás hecho un asquito. A ver si lo adivino. ¿No te habrás dado un garbeo por la Place Vendôme?
En la ducha, respirando agitadamente, repaso los dos archivos más recientes que contienen mi nombre de aquella interminable lista.
«VICTOR» Washington DC c/Samuel Johnson (padre)
«VICTOR» Washington DC c/Sally Johnson (hermana)
22
Después de ducharme, bajo la escalera conducido a punta de pistola (método que a Bobby le pareció excesivo, absurdo, pero no así a Bruce Rhinebeck) hasta una habitación oculta dentro de una habitación en lo que deduzco que es el sótano de la casa situada en el octavo o decimosexto arrondissement. Allí es donde se dedican a envenenar lentamente al hijo del primer ministro francés, que está encadenado a una silla. Está desnudo, empapado en sudor; en un charco de sangre que se coagula en el suelo junto a él, flotan unos trocitos de confeti. Tiene el pecho casi totalmente negro, le faltan los pezones, y debido al veneno que Bruce le administra, apenas puede respirar. Le han arrancado cuatro dientes y unos alambres tiran brutalmente de su rostro, algunos de ellos insertados a través de los labios, de manera que da la impresión de estar sonriendo. Tiene otro alambre metido a través del vientre y aplicado en el hígado, al que someten a violentas descargas eléctricas. El actor se desvanece una y otra vez, le reaniman, vuelve a desvanecerse. Le suministran más veneno, seguido de una dosis de morfina, mientras Bentley graba la escena con una cámara de vídeo.
La habitación está invadida por un olor dulzón. Yo trato de no mirar una sierra de tortura que reposa sobre un baúl Louis Vuitton, pero en realidad en esa habitación no hay nada más que se pueda observar. Suena una música que proviene de una de estas dos emisoras de radio: NOVA o NRJ. Bruce formula a gritos unas preguntas al actor, en francés, de una lista de trescientas veinte, todas ellas impresas en una gruesa pila de papel de ordenador, muchas repetidas siguiendo un esquema específico, mientras Bobby contempla la escena desde una silla situada fuera de cámara, con expresión de disgusto. Bruce muestra al hijo del primer ministro francés unas fotografías, que el actor contempla desconcertado, sin saber qué responder.
—Pregúntale de nuevo desde la dos setenta y ocho hasta la dos noventa y uno —murmura Bobby—. Primero según el mismo orden. Luego repítelas siguiendo la secuencia C.
Bobby ordena a Bruce que reduzca la tensión de los alambres que desgarran la boca del actor y que le administre otra dosis de morfina.
Yo me apoyo contra la pared, aturdido. La pierna se me ha dormido debido al rato que llevo en esta postura. Bentley tiene la cara empapada en sudor mientras sigue grabando la escena; Bobby está preocupado por los ángulos de los planos, pero Bentley le asegura que la cabeza de Bruce no aparece en ningún momento. El hijo del primer ministro francés, momentáneamente lúcido, empieza a soltar obscenidades. La exasperación de Bruce es palpable. Bruce se toma un respiro, se enjuga la frente con una toalla de Calvin Klein y bebe un trago de Beck tibia, sin espuma. Bobby enciende un cigarrillo e indica a Bruce que arranque otro diente al actor; luego cruza los brazos, con el ceño fruncido, y se dedica a contemplar el techo.
—Retrocede a la sección cuatro, hazle las preguntas siguiendo la secuencia B.
Pero no obtienen ningún resultado. El actor no sabe nada. Se ha aprendido otro guión. No le está dando a Bobby lo que éste desea. No encaja en el papel. Todo ha terminado. Bobby ordena a Bruce que vierta ácido sobre las manos del actor. El rostro del hijo del primer ministro francés se contrae en una mueca de dolor mientras me mira, llorando inútilmente. Luego le cortan la pierna con la sierra.
21
El actor que encama al hijo del primer ministro francés no tarda en comprender, en el sótano de la casa del octavo o decimosexto arrondissement, que da lo mismo la vida que uno lleve. Se encontraba en la Riviera italiana, conduciendo un Mercedes descapotable, en un casino de Montecarlo, en Aspen, en una soleada terraza salpicada de nieve, y una chica que acababa de ganar la medalla de plata en la Olimpiada de las Modelos se alza de puntillas para besarlo con avidez. Estaba frente a un local en Nueva York llamado Spy, huyendo en una noche brumosa. Se reunía con cómicos negros de renombre, se apeaba de limusinas. Estaba subido en una montaña rusa, hablando por el móvil, junto a una chica drogada que espía su conversación. Estaba en pijama observando a su madre mientras ésta se tomaba un martini, a través de la ventana se percibía el destello de los relámpagos, y él acababa de poner sus iniciales en el dibujo de un oso polar que había hecho para ella. Le daba patadas a un balón a través de un gigantesco prado. Notaba la mirada de su padre fija en él. Habitaba en un palacio. La oscuridad, matizada, se curva hacia él, luminosa y danzante. Todo era tan arbitrario: promesas, dolor, deseo, gloria, aceptación. Oyó el sonido del obturador al dispararse una cámara, un bulto se precipitó sobre él, una figura cubierta con una capucha, y al caer sobre él, el actor vio la cabeza de un monstruo con el rostro de una mosca.
20
Asistimos a una cena en un apartamento situado en la Rue Paul Valéry, entre la Avenue Foch y la Victor Hugo. Reina un ambiente más bien sosegado porque una parte de las estrellas que estaban invitadas saltó hecha pedazos durante el atentado perpetrado ayer en el Ritz. La gente se consuela yendo de compras, lo cual es comprensible, aunque a decir verdad dedica un entusiasmo un tanto excesivo al hecho de adquirir meras baratijas. Esta noche la decoración consiste sólo en flores silvestres y lirios blancos; sólo están presentes el director de la oficina parisiense de W, Donna Karan, Aerin Lauder, Inès de la Fressange y Christian Louboutin, que se queja de que el otro día no le saludé, y puede que sea cierto pero a estas alturas me la trae floja. Sólo Annette Bening y Michael Stipe, con una peluca roja. Sólo Tammy, serena y con los ojos vidriosos debido a la heroína, con los labios hinchados por las inyecciones de colágeno, con la boca untada con bálsamo de cera de abejas, deslizándose a través de la sala, deteniéndose para escuchar a Kate Winslet, a Jean Reno, a Polly Walker, a Jacques Grange. Sólo el olor a mierda que flota en el ambiente; sus emanaciones se extienden por doquier. Sólo otra conversación con un elegante sádico obsesionado con las técnicas de origami. Sólo un manco que agita su muñón al tiempo que murmura eufórico: «¡Me han dicho que vendrá Natasha!». Sólo unas personas muy bronceadas que acaban de regresar del Ariel Sands Beach Club en las Bermudas, algunas de las cuales parecen haber mudado de piel. Sólo yo, que establezco unas relaciones basadas en el temor, que tengo vértigo, que me bebo un woo-woo.
El móvil de Bobby suena y él abandona la habitación, fumándose tranquilamente un puro que sostiene en la misma mano que sujeta el móvil, mientras con la otra se tapa la oreja para aislarse del barullo que reina en la habitación, Jamie aprovecha la ocasión y se acerca a mí.
—Ése está en el paraíso capilar —comenta señalando a Dominique Sirop. Jamie luce una minifalda que la hace parecer más esbelta y unos zapatos de mil quinientos dólares—. Esta noche estás guapísimo —añade, mordisqueando una galleta italiana.
—Desde más alto se llega más lejos —respondo.
—Tomo nota.
—Ya sé que no lo harás, pero fingiré que te creo.
—No, en serio —dice Jamie, ahuyentando a una mosca—. Estás muy elegante. Tienes un aspecto fantástico.
—¿Qué quieres? —pregunto, retrocediendo ante su abyecta presencia.
Detrás de ella veo entrar a Bobby apresuradamente en la habitación. Se detiene a hablar con nuestra anfitriona, sosteniéndole ambas manos, con expresión grave; nuestra anfitriona asiente afablemente a las mentiras que Bobby le está soltando en esos momentos. Lo cierto es que está un poco disgustada porque la gente se ha puesto a bailar en el hall, pero decide echarle valor al asunto.
En éstas Bobby se fija en Jamie y echa a andar hacia nosotros a través de la multitud, aunque se detiene cada dos por tres para saludar o despedirse de alguien.
—Ésa es una pregunta capciosa —contesta Jamie con frialdad.
—¿Sabes cuántas personas murieron ayer en el Ritz? —pregunto.
—No he llevado la cuenta —responde Jamie, y enseguida añade—: No seas tan morboso.
—Ése era Bertrand —dice Bobby a nadie en particular—. Me largo.
—Pareces cabreado —observa Jamie pausadamente—. ¿Qué ha ocurrido?
—Te lo contaré más tarde, en casa —responde Bobby. Toma la copa de champán que sostiene Jamie y se bebe la mitad del contenido.
—¿Por qué te marchas, Bobby? —pregunta Jamie discretamente—. ¿Adónde vas?
—Es que tengo una vida social más ajetreada que la tuya —contesta Bobby para quitársela de encima.
—Pero qué bestia —le espeta Jamie, sonriendo—. Eres un cafre.
—Quédate a cenar —dice Bobby consultando su reloj—. Y luego vete a casa. Regresaré a las once.
Bobby besa a Jamie en la boca tratando de aparentar serenidad, pero apenas consigue disimular su terror. Yo aparto la vista, pero se ha dado cuenta de que le estaba observando.
—¡Qué pasa! ¿Tengo monos en la cara? —dice irritado—. Estaré de vuelta en casa a las once. Puede que antes.
De camino hacia la puerta, Bobby se para detrás de Tammy, que escucha arrobada a un díler llamado Kaiser mientras se balancea de un lado a otro. Desde el otro lado de la habitación Bobby dice a Jamie moviendo tan sólo los labios: «Vigílala». Jamie asiente con un gesto.
—¿Se ha marchado Bobby? —pregunta Jamie.
—Esta, noche estás en excelente forma —espeto mirándola con rabia—. ¿Sabes cuántas personas murieron ayer en el Ritz?
—Te lo ruego, Victor —dice ella en tono sincero, afanándose en sonreír por si alguien nos observa. Pero los miembros del equipo de rodaje francés están agrupados alrededor de unas plañideras que no cesan de reír en un rincón del cavernoso cuarto de estar.
Se oye el zumbido de las licuadoras, en la chimenea chisporrotea el fuego y los móviles no dejan de sonar.
—Ayer mataron también al hijo del primer ministro francés —digo con calma a fin de recalcar mis palabras—. Le cortaron la pierna con una sierra. Vi cómo murió. ¿Cómo has sido capaz de ponerte ese vestido? —le espeto, contemplándola con repugnancia.
—¿Se ha marchado Bobby? Dime si se ha ido o no.
—Sí —contesto asqueado—. Ya se ha ido.
Jamie se relaja.
—Tengo que decirte una cosa, Victor —dice atisbando por encima de mi hombro y hacia los lados.
—¿Qué? —pregunto—. Que de repente has crecido.
—No es eso —contesta Jamie pacientemente—. Tú y yo… No podemos seguir viéndonos.
—¿Ah, no? ¿Por qué? —pregunto echando una ojeada alrededor de la habitación.
—Es demasiado peligroso.
—¡No me digas! —exclamo con tono de guasa—. Ésa sí que es buena.
—En serio, de verdad.
—No quiero seguir hablando contigo.
—La situación se ha descontrolado —dice Jamie.
Yo me echo a reír a carcajadas hasta que un espasmo de temor hace que los ojos me lagrimeen y mi rostro se crispe en una mueca de angustia.
—¿Eso es todo? —pregunto entre toses y lágrimas, sorbiéndome los mocos—. ¿Se ha descontrolado? —Mi voz suena aflautada, casi afeminada.
—Victor…
—No observas la reglas del juego —replico. Siento una opresión en el pecho—. No te atienes al guión.
—Aquí no hay reglas que valgan, Victor —protesta Jamie. Tras una pausa repite—: Es demasiado peligroso.
—Siento una falta de progreso —respondo—. Tengo la sensación de que todos vivimos metidos en una caja.
—Supongo que ahora ya vas conociendo mejor a Bobby —dice Jamie—. Así es más fácil calibrar el factor del miedo, ¿verdad?
Una larga pausa.
—Supongo que sí —contesto sin mirar a Jamie.
—¿Pero seguirás… cerca de mí?
—Supongo que sí —repito—. Ya ves, qué tranquilizador.
—No te acerques a Bertrand Ripleis.
—¿Por qué?
—Te odia.
—Eso explica que siempre me mire con cara de pocos amigos.
—Hablo en serio —insiste Jamie con tono casi implorante—. Aún te tiene rencor —añade, tratando de sonreír al tiempo que saluda a alguien—. Desde los tiempos de Camden.
—¿A santo de qué? —pregunto con una mezcla de enojo y temor.
—Estaba enamorado de Lauren Hynde —responde Jamie—. Según él te portaste con ella como un cabrón. —Una pausa—. Tómatelo en serio. —Otra pausa—. Ándate con cuidado.
—¿Es una broma o algún chiste francés?
—No te acerques a él —me advierte Jamie—. No le provoques.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Estamos… incomunicados —responde Jamie, encogiéndose de hombros.
Una pausa.
—¿Cuál es el grado de seguridad? —pregunto.
—¿Siempre y cuando no te acerques a él?
Yo asiento.
Por la mejilla de Jamie se desliza una minúscula lágrima, cambia de parecer y se evapora, mientras ella trata de sonreír.
—Medio —contesta.
—Me marcho —digo al cabo de unos momentos.
—Victor —Jamie me toca en el brazo antes de que me aleje.
—¿Qué pasa? —le contesto irritado—. Estoy echo polvo. Me marcho.
—Espera, Victor —dice Jamie.
Me detengo.
—En el ordenador, en la casa, hay un archivo —dice Jamie inspirando aire. Hace una pausa y saluda con la cabeza a un invitado—. El archivo se llama WINGS. —Pausa. Al volverse, añade—: Te aconsejo que le eches un vistazo.
—¿Por qué? —pregunto—. Ya nada me importa.
—Victor —empieza a decir Jamie—, creo que… sé quién era esa chica a la que conociste en el Queen Elizabeth II… —Jamie traga saliva, sin saber dónde mirar, tratando de controlarse sin conseguirlo—. La chica que desapareció del barco…
Yo la miro, impávido.
Cuando Jamie asimila mi reacción —el asco que me inspira— menea la cabeza y murmura:
—Da lo mismo, olvídalo.
—Me voy.
En el preciso instante en que echo a andar cae una lluvia de confeti.
Debido a la iluminación del apartamento, los extras tienen que andarse con cuidado para no tropezar con los cables eléctricos y el traveling situados en medio del cuarto de estar. En el vestíbulo, el primer ayudante de dirección del equipo francés me entrega la hoja de rodaje de mañana. Russell —el tipo que se parece a Christian Bale— lleva unas gafas de sol pequeñas y redondas, se está fumando un porro y compara tallas de calzado con Dermot Mulroney. Al cabo de unos segundos me doy cuenta de que están hablando por sus respectivos móviles, no entre sí. Russell finge reconocerme y grita «con voz de borracho»:
—¡Hola, Victor!
Yo fuerzo una sonrisa y le tiendo la mano.
—Eh, tío —dice Russell, apartándome la mano—. Hace meses que no nos vemos. —Me abraza con fuerza y mete algo en el bolsillo de mi chaqueta—. ¿Qué tal la fiesta? —pregunta, al tiempo que retrocede y me ofrece el porro. Yo declino su invitación con un gesto de la cabeza.
—Fantástica, total —respondo mordiéndome los labios—. Alucinante. Adiós. —Y me alejo.
—Genial —dice Russell dándome una palmada en la espalda y retomando su conversación por el móvil mientras Dermot Mulroney descorcha una botella de champán que sujeta entre las rodillas.
En el taxi que me conduce a la casa situada en el octavo o decimosexto arrondissement examino la tarjeta que Russell me ha metido en el bolsillo.
Una hora. Una fecha (mañana). Unas señas. Una esquina en la que debo detenerme. Indicaciones para llegar a esa esquina. Sugerencias sobre cómo debo comportarme. Todo ello en una letra minúscula que me esfuerzo en leer en el asiento trasero del taxi hasta que empiezo a sentir náuseas. Apoyo la cabeza en la ventanilla. El taxista pega un golpe de volante para evitar un vehículo que ha sufrido un pequeño accidente; veo unos policías patrullando pacientemente las calles armados con metralletas. Me duele la espalda. Irritado, busco una servilletita y empiezo a quitarme el maquillaje que me apliqué hace un rato.
Al llegar a la casa, después de pagar al taxista, pulso el código para desactivar la alarma. La puerta se abre con un clic.
Avanzo a través del patio.
El cuarto de estar está vacío, a excepción de los muebles que los técnicos franceses colocaron esta tarde junto a la pared para rodar la secuencia.
Sin quitarme el abrigo, me siento delante del ordenador. Está encendido. Pulso una tecla. Doy una orden.
Tecleo «Wings».
Una pausa.
En la pantalla aparece: WINGS MISIÓN 376.
Empiezan a aparecer unas letras. Empieza a revelarse un gráfico.
15 DE NOV.
BAND ON THE RUN
Debajo: 1985
A continuación: 511
Paso a otra página En la pantalla aparece un plano: una carretera, una ruta que conduce al aeropuerto Charles de Gaulle. Debajo de esto aparece el logo de Trans World Airlines.
TWA.
Nada más.
Comienzo a pulsar unas teclas para imprimir el archivo. Dos páginas.
No ocurre nada. Siento que la adrenalina circula por mis venas, respiro con dificultad. Entonces oigo cuatro bips en rápida sucesión.
Alguien ha entrado en el patio.
En éstas me doy cuenta de que la impresora no está conectada. Cuando la enciendo, emite un pequeño ruido seguido de un zumbido.
Pulso otra tecla: un flash.
Oigo voces fuera: Bobby y Bentley.
La página 1 de WINGS se imprime lentamente.
Oigo insertar unas llaves en las diversas cerraduras de la puerta de entrada.
La página 2 sigue a la página 1 del archivo WINGS, y queda encima.
Oigo abrirse unas puertas en el vestíbulo, unos pasos, unas voces.
Saco las dos hojas de la impresora, las oculto en el interior de mi chaqueta y apago el ordenador y la impresora. Acto seguido me siento en un sillón.
En éstas recuerdo que cuando entré el ordenador ya estaba conectado.
Me precipito hacia el ordenador, vuelvo a conectarlo y corro de nuevo a sentarme en el sillón.
Bobby y Bentley entran en el cuarto de estar, seguidos por varios miembros del equipo francés, entre los cuales se encuentran el director y el cámara.
Tengo la cabeza apoyada en las rodillas y el corazón me late con violencia.
Una voz —no estoy seguro de quién— pregunta:
—¿Qué haces aquí?
Yo guardo silencio. En la habitación hace un frío invernal.
—¿Victor? —pregunta Bobby—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Estoy mareado —contesto resollando. Alzo la vista y achico los ojos—. No me encuentro bien. —Una pausa—. Me he quedado sin Xanax.
Bentley mira a Bobby y, al pasar ante mí, murmura fríamente:
—No te jode.
Bobby mira al director; que me observa como si tratara de tomar una decisión. Por fin el director hace un gesto con la cabeza a Bobby.
Bobby se encoge de hombros, se deja caer en un sofá, se suelta el nudo de la corbata y se quita la chaqueta. El hombro de su camisa blanca de Comme des Garçons está manchado con unas gotas de sangre. Bobby emite un suspiro.
Bentley reaparece al cabo de unos momentos y ofrece a Bobby una copa.
—¿Qué ha pasado? —pregunto, más que nada para oír su voz—. ¿Por qué os fuisteis de la fiesta?
—Hubo un accidente —responde Bobby—. Ha ocurrido… un percance.
Bobby bebe un trago.
—¿Qué? —pregunto.
—Bruce Rhinebeck ha muerto —contesta Bobby, sin mirarme, llevándose de nuevo la copa a las labios con un pulso envidiable.
Bobby no espera a que le pregunte qué ocurrió, cosa que de todos modos yo no tenía la menor intención de hacer.
—Estaba desactivando una bomba en el apartamento del Quai de Béthune. —Bobby suspira, pero no entra en detalles—. Mala suerte.
Permanezco inmóvil tanto rato como me es posible sin volverme completamente loco. De pronto el director me indica que me levante, cosa que hago, temblando.
—Me voy… a acostar —digo. Luego levanto el dedo y añado—: Arriba.
Bobby se limita a observarme con indiferencia, sin decir nada.
—Estoy… hecho polvo. —Echo a andar hacia la escalera—. No me sostengo en pie.
—Victor —dice Bobby de pronto.
—¿Sí? —contesto, volviéndome, procurando relajar los músculos de mi rostro.
—¿Qué es eso? —pregunta Bobby.
De golpe me doy cuenta de que estoy cubierto por un sudor viscoso y mi estómago no cesa de regurguitar un chorro de ácido tras otro.
—¿Qué? —inquiero.
—Eso que asoma de tu bolsillo —contesta Bobby señalando mi chaqueta.
Yo bajo la vista con aire inocente.
—¿A qué te refieres?
Bobby se levanta del sofá y se dirige a mí tan rápidamente que está a punto de chocar conmigo. Acto seguido me arranca del bolsillo de la chaqueta el papel que tanto le ha intrigado.
Lo examina, por un lado y por otro, y luego me mira fijamente.
Me devuelve el papel con gesto adusto. Observo que tiene unas gotas de sudor en las sienes, en el caballete de la nariz, en la piel bajo los ojos. Esboza una sonrisa espeluznante: un rictus.
Temblando tomo la hoja con mano sudorosa.
—¿Qué es? —pregunto.
—Vete a la cama —responde Bobby, y da media vuelta.
Yo miro la hoja.
Es la información sobre la hoja de rodaje que me entregó el primer ayudante de dirección cuando me marché de la fiesta organizada en la Rue Paul Valéry.
—Siento mucho lo de Bruce —digo, pero me parece que no consigo engañarme ni a mí.
El piso de arriba. Estoy acostado, muerto de frío, con la puerta cerrada con llave. Devoro varías pastillas de Xanax, pero no logro conciliar el sueño. Empiezo a masturbarme una docena de veces, pero paro al darme cuenta de que no consigo nada con ello. Trato de no oír los gritos que suenan abajo colocándome los auriculares del Walkman, pero alguien del equipo de rodaje francés ha metido una cinta de noventa minutos en la que sólo suena «Heroes», de David Bowie, que se repite una y otra vez, sin solución de continuidad, otro crimen con su propia lógica. Me pongo a contar las muertes en las que no he participado: sellos de correo con toxina en la cola, páginas de libros untadas con sustancias químicas que al tocarlas la palmas al cabo de unas horas, trajes de Armani saturados con tal cantidad de veneno que la víctima que se lo pone lo absorbe a través de la piel antes de que concluya el día.
A las once Tammy entra por fin en la habitación, sosteniendo un ramo de lirios blancos. Tiene los brazos repletos de llagas, en su mayoría concentradas en un punto junto al codo. Jamie entra tras ella. He leído la escena y sé cómo debo representarla. Cuando comunican a Jamie que Bruce ha muerto ésta se limita a responder «Vaya». (Pero Jamie sabía lo que iba a ocurrirle a Bruce Rhinebeck, lo sabía ya en Londres, lo sabía cuando llegamos a París, lo sabía la primera tarde que jugó al tenis con Bruce, lo sabía desde el principio).
Cuando Bobby informa a Tammy ésta le mira con expresión vacua, perpleja. Acto seguido Jamie toma los lirios que sostiene Tammy, quien relaja la mano. «Mentiroso», murmura Tammy, y cuando consigue asimilar la débil sonrisa de Bobby repite: «Mentiroso». Tras éste se encuentran los miembros del equipo francés; la cámara filma la reacción de Tammy, que se siente desfallecer. En éstas comienza a gritar y a gemir como una posesa. Ni siquiera se molesta en preguntarse por qué apareció Bobby en su vida. Los otros le aconsejan que se acueste, que se olvide cuanto antes de Bruce, le explican que fue él quien asesinó al hijo del primer ministro francés, le dicen que debe dar gracias a Dios por haber salido indemne, mientras Bentley (por increíble que parezca) se pone a preparar una ensalada.