16

Frente al megastore Virgin espera una limusina. Nos rodea un inmenso carnaval, los gorilas impiden el paso a la gente que, ingenuamente, pretendía entrar en el establecimiento. Atormentado, vomito dos veces junto a la limusina mientras Bobby enciende un cigarrillo.

—Vámonos ya, Victor —dice Bentley con tono grave—. Mueve el culo.

—¿Y te lo meto en la cara? —pregunto con voz ronca.

—Muy gracioso —responde Bentley con tono cansino—. Anda, sé buen chico. Muévete de una vez.

—Eres un imbécil —contesto mientras me incorporo.

Bertrand me observa desde la acera. Yo le miro con rabia y de pronto echo a correr hacia él con el puño en ristre. No me sirve de nada: Bobby me da alcance y me sujeta. Bertrand sonríe satisfecho, a escasos pasos de mí. Luego se aleja con aire displicente, mascullando unas palabrotas en francés que no comprendo.

15

En la limusina que nos conduce de regreso a la casa voy sentado entre Bentley y Bobby.

—Chloe Byrnes —dice Bobby—. Qué… interesante.

Apoyo la cabeza en las rodillas y respiro hondo, procurando dominar las náuseas.

—Me gusta Chloe Byrnes —prosigue Bobby—. No teme aceptar su sensualidad —murmura—. Un cuerpo extraordinario. —Pausa—. Muy… atractiva —comenta con una carcajada siniestra.

—Si le pones la mano encima, Bobby, te juro que te mato. Te lo juro por Dios —digo, articulando con claridad las palabras.

—¡Un desafío! —exclama Bentley entre risitas.

—Calla, maricón —le espeto.

—Mira quién habla —replica Bentley—. Según se cuenta…

—Chicos, chicos —nos reprende Bobby, riéndose también.

—¿Me has oído, Bobby? —pregunto.

Bobby sigue riéndose y de pronto me estruja el muslo y responde en tono áspero:

—No tienes ni la experiencia ni los huevos necesarios para formular una amenaza como ésa, Victor.

14

En mi dormitorio en la casa del octavo o decimosexto arrondissement, el insomnio es interrumpido de vez en cuando por un insoportable sueño formado por las siguientes imágenes: alguien me persigue por unos pasillos; la palabra «más allá» aparece reiteradamente; veo algo que vuela a través del ángulo superior del plano, emitiendo un sonido como un aleteo; me cepillo continuamente el pelo, tratando de hallar la forma idónea de crear un personaje. En mi sueño anulo citas excesivamente comprometedoras, bajo por escaleras tan estrechas que corro el riesgo de partirme la crisma, me veo siempre suspendido sobre una gran extensión de agua. En mi sueño me tropiezo constantemente con rostros que me miran con insistencia. Al despertarme, pienso: «No eres más que un tipo que se pasa la vida acechando en la oscuridad por si percibe un ruido sospechoso junto a su puerta o una sombra en el pasillo».

Abro la puerta. El director del equipo de rodaje francés espera. Parece nervioso y expectante. En la mano sostiene una cinta de vídeo. Lleva una parka supercara. Sin esperar a que yo le invite a pasar, entra en la habitación y cierra la puerta. Luego echa la llave.

—¿Qué quieres? —pregunto, y regreso a la cama.

—Reconozco que tú y yo apenas hemos hablado durante el rodaje —dice en tono de disculpa y sin el acento acostumbrado.

—Es que no tengo nada que decirte —replico.

—Lo comprendo —asiente el director—. Comprendo perfectamente tus motivos.

—De puta madre, pero me trae sin cuidado; tengo mis propios problemas —respondo con un bostezo—. ¿Qué hora es?

—Aún no ha anochecido —contesta el director.

Tomo dos Xanax de la mesita de noche y me las trago con un poco de Evian. Fulmino al tipo con la mirada.

—¿Qué es eso? —pregunto indicando la cinta que lleva en la mano—. ¿El copión?

—No exactamente.

De pronto caigo en algo.

—¿Sabe Bobby que estás aquí?

El director aparta la vista, nervioso.

—Es mejor que te marches —digo—. Si Bobby no sabe que estas aquí es mejor que te marches.

—No sé si debo mostrarte esto, Victor.

El director hace una breve pausa. Tras tomar una decisión, se dirige hacia el televisor de pantalla gigante que está empotrado en un armario de roble americano, situado frente a la cama en la que estoy acostado, tiritando.

—Pero en vista de los acontecimientos, creo que es necesario que veas esto.

—Eh, un momento —protesto—. No lo pongas…

—Creo que debes verlo, Victor.

—¿Por qué? —pregunto asustado—. ¿A santo de qué?

—No lo hago por ti —responde el director—. Lo hago por otra persona.

El director sopla sobre la cinta para eliminar unos trocitos de confeti y la introduce en el vídeo situado debajo del televisor.

—Creemos que es preciso pararle los pies a Bobby Hughes.

Yo me envuelvo en el edredón porque estoy helado, y emito unas nubecitas de vaho debido al frío que hace en la casa.

—Creo que es necesario aclararte ciertos puntos —continúa el director—. Para que… veas las cosas con más claridad. —Hace una pausa mientras comprueba algo en el vídeo—. De otro modo no terminaremos nunca de rodar esta película.

—No sé si tengo ánimos para ver eso.

—Es muy cortito —me tranquiliza el director—. Además aún conservas cierta capacidad de concentración. Lo he comprobado.

—Pero quizá me sienta confundido —contesto—. Quizá no logre…

—No me vengas con excusas —me interrumpe.

A continuación pulsa el botón de Play. Yo le indico que se siente en la cama junto a mí, porque estoy tan nervioso que necesito agarrarle la mano, aunque lleva guantes de cuero. Él accede.

La negrura de la pantalla da paso a unas imágenes de Bobby.

Bobby en el Boulevard du Montparnasse. Bobby sentado a una mesa en La Coupole. Bobby caminando por los Champs Elysées. Bobby tomando notas mientras espera que comience el pase de Vivienne Westwood, sentado en un gigantesco sótano en el Louvre. Bobby atravesando la Rue de Rivoli. Bobby atravesando el Quai des Celestins. Luego dobla por la Rue de l’Hôtel-de-Ville. Entra en la boca del metro de Pont Marie. Se sube a un tren y se agarra a la barra cuando el tren penetra lentamente en la estación de Sully-Morland. Un plano de Bobby a bordo de un vuelo de Air Inter de París a Marsella, leyendo un ejemplar de Le Figaro. Bobby montándose en un coche de alquiler en el aeropuerto de la Provenza.

—¿Qué es esto? ¿Un día en la vida de Bobby Hughes?

—Tú calla y sigue mirando la pantalla —replica el director.

—Deduzco que Bobby no sabe que has venido a mostrarme esta cinta.

Bobby se baja de un avión que acababa de aterrizar en el aeropuerto de Le Bourget.

Bobby camina por la Place des Voyages y entra en un restaurante llamado Benoît.

Bobby en el túnel de la Place de l’Alma, cerca de su extremo oriental, agachado junto a la mediana de hormigón que separa los carriles que conducen hacia el este y el oeste.

De golpe una escena que no recuerdo haber rodado. El café Flore. En este plano sólo aparezco yo, muy bronceado, vistiendo un conjunto blanco y con el pelo repeinado hacia atrás. Busco a una camarera.

—Este capuchino es una mierda, tío —murmuro—. No tiene espuma.

Sobre mi cabeza se ve un micro de brazo.

Una voz —la de Bobby— contesta:

—No hemos venido aquí por los capuchino, Victor.

—Quizá tú no, pero a mí me gustan con espuma.

Un plano de unas colegialas caminando en fila y cantando por la Rue Saint-Honoré. Tras unas interferencias, un primer plano de unos billetes de avión a Tel Aviv.

Bobby frente al Dschungel, un local en Berlín, llamando puta a una chica. Tras él aparece un famoso jugador de rugby.

Bobby frente a una sinagoga judía en Estambul.

Bobby luciendo el casquete judío. Bobby rezando en hebreo.

Bobby en la embajada saudí en Bangkok.

Bobby saliendo de un bungalow en Trípoli y pasando frente a una destartalada antena de radio, con una sofisticada Nikon colgada del cuello. Le sigue un grupo de hombres que luce unos pañuelos en la cabeza y lleva unas carteras Samsonite.

De música de fondo se oye a alguien entonando una canción de amor en árabe.

Bobby se monta en un viejo Mercedes 450SEL. Una furgoneta Toyota con cristales blindados sigue al Mercedes en su viaje hacia un sombrío e inmenso desierto.

La cámara enfoca a un bulldozer que excava un hoyo gigantesco.

Más interferencias.

Luego se ve un Citroën negro que circula por la Route Nationale, en el sur de Normandía, y atraviesa una aldea llamada Male.

La cámara de mano tiembla un poco mientras sigue a Bobby a través de un escenario que parece un anuncio de Ralph Lauren: un paisaje de un verde intenso, un cielo gris plomizo. Bobby va insólitamente bien arreglado, con un blazer de lana negro, un jersey también negro de cuello vuelto, unas botas Gucci, el peinado impecable. En la mano sostiene una botella de Evian. Avanza por un caminito.

En éstas aparecen dos mastines. Los animales se apresuran a saludar a Bobby cuando éste se acerca a un edificio que parece un establo reformado. Bobby pasa bajo un arco y luego frente a la furgoneta de una empresa de cátering. El establo reformado es de piedra caliza y troncos elegantemente dispuestos. Al aproximarse a la entrada Bobby se vuelve hacia la cámara y sonríe, diciendo algo que el espectador no logra captar mientras señala un antiguo comedero de pájaros que cuelga junto a la puerta principal. Bobby llama a la puerta. Se agacha para acariciar a los mastines. Son unos perros muy fotogénicos y pacíficos. De pronto los dos animales alzan la cabeza y echan a correr hacia la persona que se encuentra detrás de la cámara.

La puerta se abre y en el umbral aparece una figura que saluda a Bobby estrechándole la mano. Al percatarse de la cámara, la señala con gesto de enojo e invita a Bobby a pasar.

Entonces aparece con toda claridad el rostro de F. Fred Palakon, que mira a ambos lados antes de cerrar la puerta.

El director se inclina hacia mí, me suelta la mano y rebobina la cinta hasta el momento en que aparece el rostro de F. Fred Palakon entre las sombras del establo reformado.

De nuevo, F. Fred Palakon estrecha la mano de Bobby.

De nuevo, F. Fred Palakon gesticula hacia la cámara.

El director pulsa la tecla Pause en el aparato del vídeo, y congela la imagen en el preciso momento en que Palakon se percata de la presencia de la cámara, y parece mirar directamente al dormitorio que ocupo en la casa situada en el octavo o decimosexto arrondissement.

—Sé que esto resulta bastante inquietante —comenta el director.

Yo retrocedo hacia el otro lado de la cama, alucinado, apretujándome contra la pared, sintiendo que me hundo.

—¿Sabes qué significa esto? —añade el director.

Rompo a llorar.

—Voy a morir, me matarán…

—Victor…

—No, no, no —gimo, revolcándome sobre la cama.

—En cualquier caso —dice el director, al tiempo que extrae la cinta del vídeo—, no es ninguna fantasía.

Permanezco tendido en la cama, inmóvil, cubriéndome el rostro con las manos.

—¿Pero esto qué es? —le pregunto sin dejar de gemir—. ¿Un castigo?

—No —contesta el director antes de salir de la habitación—. Una orden.

13

Una hora más tarde reparo vagamente en que me estoy lavando los dientes en la ducha. Me seco como puedo —la toalla se me cae de las manos una y otra vez— y me visto. Aturdido, riendo histéricamente en la penumbra de mi dormitorio, empiezo a concebir un plan.

12

Bajo despacio la escalera hacia el cuarto de estar, con el rostro contraído en un rictus de terror, temblando inconteniblemente. Un cámara, apoyado en la enorme Panaflex que ocupa la mitad del vestíbulo, se bebe un café aguado con aire de resignación. El director está sentado en la silla del director y contempla una consola de vídeo mientras prepara una escena en la que yo no aparezco. Los técnicos, relajados, charlan entre sí con ademanes desenvueltos. «No tiene mayor importancia», oigo decir a uno de ellos.

Yo me juro que ésta será la última vez que vea a esta gente.

Bentley se ha pasado toda la mañana preparándose para aparecer en House of Style: Dubail, de la MTV y en estos momentos se halla frente a un espejo en un rincón del cuarto de estar mientras una estilista le seca el pelo y Bentley, gritando para hacerse oír, explica al entrevistador:

—Se trata de una cocina esencialmente moderna, pero con un aire de bistrot clásico.

El entrevistador quiere hablar sobre lo último en maquillaje de ojos y qué país tiene los soldados más sexys.

—¡Qué divino! ¿Puedo tomar un pretzel? —suelta de pronto el periodista.

Me seco una lágrima con el dedo; siento el corazón en un puño, como si estuviera a punto de estallar. Saludo con la mano a Bentley, para que no se ofenda. El entrevistador le susurra algo al oído mientras me mira con insistencia y Bentley murmura:

—¡Ya lo he hecho!

Tras lo cual ambos se echan a reír a carcajadas y chocan la palma de la mano derecha.

Jamie está tumbada en un sofá, con una máscara rosa sobre la cara, recuperándose de un aborto que le practicaron ayer tarde, con una resaca de órdago tras haber asistido anoche a la inauguración de un Planet Hollywood. Está hablando por el móvil con gesto hosco. Sobre su pecho reposa un libro, el horóscopo de los acuario. Tiene un aspecto horroroso, parece como si alguien la hubiera arrojado de un quinto piso. Oprime una flor sobre sus labios, con los dedos manchados de tinta de periódico. Cuando paso frente a ella, Jamie alza la mano en un gesto cansino y musita:

—Chiss, es mi agente.

Un cámara se agacha junto al sofá, captando el rostro inexpresivo de Jamie en súper 8. Bobby está sentado delante del ordenador vestido con unos tejanos de Helmut Lang, una cazadora de la misma firma y una camiseta verde musgo de Comme des Garçons. En la pantalla del ordenador aparecen las palabras AL BORDE DE LA DESTRUCCIÓN. Yo pienso automáticamente ¿a quién se refieren?, jamás he oído hablar de ese grupo. Bobby, en uno de sus estados de ánimo «mínimamente tolerante», me pregunta:

—¿Adónde vas?

—A ver a Chloe —respondo con brusquedad mientras me dirijo a la cocina. No sin esfuerzo consigo abrir la puerta del frigorífico y echar un vistazo al interior, afanándome en mostrarme relajado, un momento delicadísimo. En éstas estalla un relámpago seguido por truenos, tal como indica el guión.

Bobby medita sobre lo que acabo de decirle.

—¿Acaso tratas de salvarla? —pregunta—. ¿O de rescatarte a ti mismo? —Bobby hace una pausa—. Ésa no es la solución —dice, tras lo cual añade con tono afable—: ¿O sí?

—Quiero asegurarme de que está bien.

—Creo que te has confundido —replica Bobby—. Ésa es otra película.

—¿Tienes algún problema? —pregunto cuando regreso al cuarto de estar.

—No —contesta Bobby—, pero no me creo que sólo pretendas ir a ver a Chloe. Seguro que es un pretexto.

—Joder, ¿es que tengo que pedirte permiso para ir a visitar a mi ex novia? —pregunto—. Mira: es muy sencillo…

—Oye, no me hables en ese tono —me espeta Bobby.

—… de entender, Bobby. Voy a ver a Chloe. Ciao.

El rostro de Bobby experimenta un cambio sutil que da paso a una expresión de aburrimiento, casi como si se fiara de mí.

Parece imposible que logre salir de esta casa. Para animarme me digo: «Sólo es otra escena, otra etapa», como si se tratara de la letra de una canción que significa algo para mí.

—¿Crees que miento? —pregunto.

—No —responde Bobby—. Sólo pienso que no me cuentas toda la verdad.

—¿Y qué quieres que te diga? —pregunto en tono desafiante.

Bobby reflexiona unos momentos, tras lo cual se vuelve de nuevo hacia el ordenador.

—He decidido escuchar otra cosa.

—¿Y eso qué coño significa?

—¿Quieres que te lo traduzca? —replica Bobby—. Ponte las pilas. Haz tus deberes.

—Sólo pretendo mantener una conversación normal —contesto.

—Pues no lo consigues ni por asomo.

—No pienso dejarme influir por tu actitud negativa —respondo, apretando los dientes—. Hasta luego, tío.

El director me mira y mueve la cabeza para indicar que la toma es buena.

—Bien, necesitamos unas risas espontáneas de fondo —señala el entrevistador de House of Style.

Yo paso frente a Bentley mientras éste muestra un montón de revistas de cine de los años sesenta, un libro de fotografías de muñecas desmembradas y el nuevo tatuaje en forma de diablo que decora sus bíceps.

—Te echaremos de menos —dice Bentley, que parpadea con gesto coqueto.

Al salir compruebo que llueve. Veo a un hombre barbudo que pasea a su perro con aire preocupado. Ante mí pasa una joven sosteniendo un ramo de girasoles. Rompo de nuevo a llorar desconsoladamente. Paro a un taxi y me monto en él, tratando de no ponerme a gritar como un histérico. Experimento unos instantes de duda, pero lo achaco a la lluvia y al final digo al conductor:

—A la embajada de Estados Unidos.

11

He conseguido tranquilizarme lo suficiente para reducir al mínimo mi crisis de llanto y dominar mi jadeante respiración. Pero he ingerido tal cantidad de Xanax que el siguiente episodio aparece borroso y oscuro, si no lo veo totalmente negro es sólo por el terror que sigue atenazándome y que actúa a modo de luz de seguridad.

Deduzco que nos encontramos en la Avenue Gabriel cuando el taxi se detiene ante la embajada americana, supongo. Entrego al taxista los billetes que me quedan en la cartera, unos doscientos cincuenta o trescientos francos. Qué más da, me digo al apearme del taxi.

Soy vagamente consciente de que subo unos peldaños, paso frente al puesto de seguridad y penetro en el edificio. Al mirar a ambos lados veo a varios miembros de la policía urbana, una metralleta, una cámara de vigilancia, un guardia que responde sólo ligeramente y con recelo cuando paso ante él tan campante con una sonrisa en los labios.

Una vez en el vestíbulo paso por un detector de metales sin mayor contratiempo. Me acerco a una ventanilla de plexiglás.

Explico a la mujer que está sentada detrás de la ventanilla de plexiglás que deseo hablar con un funcionario de la embajada.

—Un oficial…

La mujer me pregunta en inglés si tengo cita con alguien.

—No.

La mujer me pregunta mi nombre.

—Victor Johnson —contesto.

Luego me pregunta cuál es el motivo de mi visita.

—Una bomba —le digo.

La mujer descuelga un auricular y dice unas palabras que no logro oír. Sigue hablando por teléfono, explicando algo que estoy demasiado aturdido para descifrar.

En éstas aparecen dos policías armados con metralletas que se sitúan junto a mí, sin pronunciar palabra, y aguardan en posición de firmes. Un joven de lo más corriente cuya cara me suena mucho, de aspecto vagamente europeo —no, vagamente no—, vestido con un traje gris de Prada y una elegante corbata verde, recorre a toda prisa un pasillo y se acerca a mi.

—¿En qué podemos ayudarle, señor Johnson? —pregunta el joven.

—¿No podríamos hablar en otro sitio? —me limito a contestar.

—¿De qué se trata? —inquiere en tono cauto.

—Conozco a las personas que colocaron la bomba en el Ritz. Sé dónde viven. Sé cómo se llaman. Sé quiénes son.

El funcionario me mira, sin saber qué responder.

—¿Ah, sí?

—Sí —contesto con aire solemne.

—¿Y qué? —pregunta el joven, expectante.

—Hicieron estallar el Instituto de Estudios Políticos —contesto—. Son también los responsables del atentado del café Flore. —Las palabras salen atropelladamente de mis labios—. Son los autores del atentado del metro de la semana pasada. —Pierdo cualquier atisbo de seguridad y rompo a llorar.

El funcionario no parece muy impresionado por mi relato. Por fin toma una decisión.

—Tenga la bondad de esperar aquí —señala.

El funcionario dice algo en francés a los guardias, quienes se ponen a sus órdenes y se relajan un poco, aunque se aproximan un poco más a mí.

—No —replico—, no quiero esperar aquí.

—Se lo ruego. Iré en busca de un funcionario de Seguridad para que hable con él —me explica el joven cortésmente.

—Deje que le acompañe —le suplico—. Quizá me estén siguiendo…

—Cálmese, señor Ward. Enseguida vuelvo —me asegura.

Y se marcha.

En éstas aparece un tercer guardia que con sus dos compañeros forma un triángulo, rodeándome. De golpe algo estalla en mi cerebro.

—Oiga —exclamo—. ¿Cómo sabe que me llamo Ward? Yo no he dado ese nombre. ¿Cómo sabe usted que me llamo Ward?

Pero el joven funcionario no es más que una mera silueta en el pasillo, y al cabo de unos instante desaparece incluso su sombra.

Los guardias avanzan unos pasos y me pongo a suspirar con frecuencia y de manera ostensible para transmitirles mi desazón; me invade un terror que no logro controlar, el hedor a mierda me asfixia y hago unos gestos que no significan nada para los guardias, cuyos semblantes impávidos no revelan la menor emoción. Movimiento, personas y sonidos empiezan a deslizarse hacia mí. Veo unas nuevas siluetas en el pasillo: otros dos guardias, el funcionario de antes y otra persona. A medida que las sombras se van aproximando, mi respiración se hace más audible; me paso las manos por la cara y me vuelvo para mirar a la mujer que está sentada detrás de la ventanilla de plexiglás, pero ha desaparecido. De pronto oigo una voz.

—¿Señor Ward?

Lentamente, aturdido, me vuelvo.

Ante mí aparece F. Fred Palakon, iluminado por la luz que está encendida al final del pasillo, detalle que dota a la escena de mayor dramatismo.

Yo trato de huir.

10

Una sala de interrogatorios. Hace un frío polar. En el techo hay un ventilador y todo está lleno de confeti, adherido a los muros, al suelo, a las sillas que ocupamos, diseminado sobre la mesa ante la que están sentados Palakon, David Crater; Laurence Delta, Russell y el japonés que vi en la Avenue Verdier. También está presente un inspector de la sección primera de la Prefectura de Policía, que no deja de tomar notas, y un tipo de la Interpol de Lyon. Su cara me suena mucho, pero por más que me devano los sesos no logro recordar dónde lo he visto antes. Para crear más ambiente alguien saca una cajetilla de tabaco.

—Usted no quería que yo localizara a Jamie Fields —espeto a Palakon sin poder contenerme—. Esto no tiene nada que ver con ella.

Palakon suspira.

—Señor Ward, lo cierto…

—Palakon —le interrumpo en tono de advertencia; el corazón me late aceleradamente—. Te juro por Dios que si no me explicas de qué va esto, no soltaré ni una palabra más.

—Señor Ward, se lo ruego…

—No, Palakon, joder —espeto. Me levanto y aparto la silla de una patada.

—Estamos aquí para ayudarle, señor Ward —responde éste en tono conciliador.

—¡Ya basta! —exclamo—. Explícame que coño está pasando. ¿Cómo es que tienes un despacho en la embajada? ¿Es que están todos metidos en este jodido lío?

Palakon mira a Crater, a Delta y al japonés, que observa la escena con expresión de enojo. Éste hace un gesto afirmativo con la cabeza.

—¿Qué es lo que quiere saber, Victor? —pregunta Palakon con calma y articulando cada palabra con mucho cuidado.

—¿Para quién trabajas? —pregunto.

Palakon medita la respuesta, pero no sabe qué decir.

—Vete a la puta mierda, Palakon.

Miro al inspector de la Interpol, que parece estar ahí simplemente para hacer acto de presencia, sin apenas prestar atención a lo que decimos. Pero esos pómulos, ese maxilar… Estoy seguro; yo he visto antes a este tipo.

—Trato de explicárselo de la forma más…

—Déjate de monsergas —grito—. Dime para quién trabajas.

—Soy un agente independiente, señor Ward.

—No pienso decir una palabra más hasta que me digas para quién trabajas.

Una larga pausa, durante la cual Delta emite un sonoro suspiro y hace una señal con la cabeza a Palakon.

—Venga, ¿para quién coño trabajas, eh? —insisto—. Porque Jamie Fields no tiene nada que ver en este asunto, ¿no es cierto?

—No… exactamente —responde Palakon.

—¡Ya estoy hasta los huevos de tantos rodeos, Palakon! —grito.

—Señor Ward… —empieza a decir Palakon, impacientándose.

—¡Que te den por el culo, Palakon! —grito—. ¿Para quién trabajas? —pregunto apoyando las manos en los bordes de la mesa y mirándole a los ojos—. ¡Dime de una puta vez para quién trabajas, hostia! —grito a voz en cuello, con el rostro contraído en un rictus de ira.

Palakon inspira y me mira con frialdad.

—Trabajo para su padre —responde. Hace una pausa, suspira y me mira fijamente—. Trabajo para su padre, señor Ward.

Palakon pronuncia esta frase con tal naturalidad, con tal franqueza, que su simple existencia abre una puerta y si alguien se asomara a ella me vería deslizándome sobre una carretera cubierta de nieve y luego descendiendo precipitadamente hasta estrellarme en la acera sin que nadie fuera capaz de remediarlo. Lo que eso significa es que la verdad equivale al caos y que esto es una regresión. Experimento una sensación física que me obliga a pasar olímpicamente de cuanto ocurre en esta habitación: de Russell, que se alisa el pelo con la mano; del japonés, que enciende otro cigarrillo; de la mosca que revolotea sobre mí. Estos hombres son unos terroristas sentados ante una mesa que de pronto se me antoja descomunal mientras se dedican a urdir planes, a tomar notas, a hacer conjeturas y a trazar itinerarios. En el gélido ambiente de la habitación comienza a formarse algo dirigido por mí, que se precipita sobre mí. Pero el rostro del inspector de Interpol lo interrumpe todo, me hace recordar una escena anterior, de la que emerge algo que contribuye a aclararme las ideas.

—¿Qué quieres decir? —pregunto.

—Su padre me contrató —contesta Palakon—. Él se puso en contacto conmigo.

Me alejo lentamente de la mesa, cubriéndome la boca con la mano, y me siento de nuevo en la silla que antes he apartado de una patada.

—Señor Ward —empieza a decir el japonés con un fuerte acento—. Su padre se retirará pronto del Senado estadounidense, ¿no es así?

—No… lo sé —respondo, mirándolo como alelado.

—Su padre presentará su candidatura para… —prosigue el japonés.

—¡Eh, un momento! —le interrumpo—. ¿Qué tiene esto que ver con lo que estamos hablando?

—Victor —interviene Palakon—, su padre…

Pero le interrumpe el japonés.

—Permítame decir algo, señor Palakon.

Palakon asiente un tanto perplejo.

—No nos han presentado —dice el japonés.

—¿Quién es usted? —pregunto.

El japonés duda unos instantes antes de responder.

—Y por motivos de seguridad, señor Johnson, es preferible dejar las cosas tal como están. Tanto usted como yo saldremos beneficiados.

—Joder —suelto.

—Señor Johnson, su padre va a retirarse del Senado estadounidense. —El japonés hace una pausa—. Desea ascender en su carrera, ¿no es así? —El japonés hace un gesto ambiguo con las manos y trata de sonreír con afabilidad, pero no lo consigue—. Quiere ocupar un cargo más importante. Va a anunciar su candidatura a…

—¡Joder, joder! —Mis protestas hacen que el japonés se interrumpa.

—Señor Ward —empieza a decir Crater—, cuando su padre se puso en contacto con nosotros, nos expresó su preocupación por… esa tendencia que muestra usted a…

—Lo que Crater trata de decir —interrumpe Palakon— es que no es usted precisamente un elemento desconocido.

—¿Un qué?

—En determinados ambientes, en ciertos círculos mediáticos, la gente le conoce —tercia Delta—. Es un blanco.

Palakon y Crater asienten levemente.

—Existen ciertos aspectos de su vida que según su padre impiden… —Delta hace una pausa—. Impiden que se concreten ciertas posibilidades.

—Mire, Victor —interviene Crater en tono afable—. Lo que desea su padre es que se tome unas vacaciones.

—¿Por qué? —pregunto secamente.

—Porque piensa que… que los numeritos que monta usted… —A Palakon le cuesta completar la frase. Echa un vistazo al expediente que reposa en la mesa, al tiempo que la habitación parece encogerse—. A su juicio son contraproducentes. —Palakon hace una pausa—. Que son… innecesarios. Teme que generen una mala publicidad —añade con delicadeza.

—A su padre le preocupaba que las cosas no resultaran según lo previsto —añade el japonés—. Temía que las perspectivas en New Hampshire se malbarataran debido a que usted…

—No es necesario tocar este tema todavía —le interrumpe Palakon.

—Por supuesto —asiente el japonés—. Tiene razón.

—Victor, su padre no quería que sufriera usted el menor daño —asegura Palakon—. Sólo pretendía que… en fin, que se tomara unas vacaciones. Quería que estuviera ocupado fuera de Estados Unidos. —Palakon se detiene—. Por eso acudió a nosotros. Comentamos la situación y llegamos a un acuerdo.

Reina un silencio vacío y amargo. Yo les miro, incapaz de asimilar esta información porque hay ciertos detalles que no puedo aceptar, y esa incapacidad va aumentando, y tengo la sensación de mirar a través de una ventana que están tapiando, y se hace de noche y ninguno de ellos está dispuesto a confesar quién es.

Nos deslizaremos por la superficie de las cosas.

Lo más importante es lo que no sabes.

La habitación se inclina, pero enseguida vuelve a enderezarse.

En la calle ha comenzado a tronar.

He superado el límite del temor. Me obligo a mirarlos. Trato de no derrumbarme. Trato de sentir algo, pero no puedo. Por más que lo intento, no puedo. Y ahora, en esta habitación, me doy cuenta de que ellos lo saben.

«La confusión y la impotencia no mueven necesariamente a una persona a pasar a la acción». Alguien del despacho de mi primer publicista me dijo eso hace tiempo. Ahora cobra vigencia y comprendo todo su significado.

—¿Por qué utilizaron a Jamie Fields como excusa? —pregunto.

—Indagamos en el pasado de usted —responde Palakon—. Entrevistamos a ciertas personas. Comentamos las posibilidades y finalmente tomamos las decisiones pertinentes.

—Pero no sabíamos que Jamie Fields conocía a Bobby Hughes —tercia Delta, rascándose el hoyuelo que tiene en la barbilla.

—Eso fue un error —reconoce Palakon con expresión contrita.

—Supusimos que Jamie había venido a Europa a rodar una película —interviene Delta—. Nada más.

—Y una mierda —protesto—. Eso es una puta mentira. Vosotros sabíais mucho más, joder.

—Señor Ward… —empieza a decir Palakon.

—Tú me pediste que trajera el sombrero y se lo entregara a Jamie Fields.

—Es cierto —admite Palakon—. Pero no teníamos ni idea de que andaba liada con Bobby Hughes. Ni siquiera conocíamos la existencia de Bobby Hughes hasta que… ya fue demasiado tarde.

—¿Sabe Bobby Hughes quiénes sois vosotros? —pregunto, recordando el vídeo que me mostró el director.

—Sí —responde Palakon—. No nos conoce personalmente, pero estamos bastante seguros de que sabe quiénes somos.

—¿Saben que tú me enviaste? ¿Que tú eres el motivo de que yo esté aquí? —pregunto.

—Eso parece —asiente Palakon—. Aunque no creemos que se lo dijera Jamie Fields.

—¿Desde cuándo lo saben Bobby y los demás?

—Quizá desde que nos conocimos usted y yo —responde Palakon—. Pero no estamos seguros.

—¿Y qué es lo que quieren?

Palakon inspira profundamente.

—Que fracasemos. Es evidente que están dispuestos a hacer lo que sea con tal de conseguirlo.

—¿Que fracaséis? ¿En qué? —preguntó—. ¿Quiénes son «ellos»?

—Es imposible responder a esa pregunta con exactitud —contesta Palakon—. En realidad, existen muchas respuestas. Pero está claro que han decidido utilizarle a usted, o mejor dicho, su presencia, en provecho propio.

—Señor Ward —dice Delta—, hace poco averiguamos que Jamie Fields está relacionada con una facción de tendencia contraria a la del grupo de Bobby Hughes. Cuando lo averiguamos comentamos la posibilidad de que ello influyera en la situación, en su situación. Decidimos que la posibilidad de que surgiera un problema provocado por esa relación —con respecto a que usted resultara lastimado— era remota. Y en el caso de que usted corriera peligro estábamos dispuestos a intervenir rápidamente para alejarlo de esa situación.

—En aquellos primeros momentos Jamie Fields no mantenía un trato estrecho con Bobby Hughes —añade Delta—. Estábamos convencidos de que usted estaba a salvo.

—Jamie Fields trabaja para una organización de contraespionaje que se ha infiltrado en la organización del señor Hughes —me explica Palakon—. Cuando le enviamos a usted aquí, no teníamos ni idea de lo que ocurría. No averiguamos la realidad de la situación hasta que usted desapareció de Londres —Palakon hace una pausa—. Hasta que fue demasiado tarde.

—Pero ellos se conocen desde hace tiempo —objeto—. Jamie me dijo que conoció a Bobby hace muchos años, que estuvieron saliendo juntos mucho tiempo.

—Se conocieron hace tiempo, sí, ese punto está confirmado —asiente Palakon—. Pero Bobby Hughes conoce a mucha gente, y no todos acaban trabajando para él. No todos son reclutados por su organización.

Pausa.

—¿Y el sombrero que me pediste que trajera? —pregunto.

Palakon suspira.

—El sombrero que le pedí que trajera iba destinado al grupo para el que trabaja Jamie Fields.

Una larga pausa indica que esa es la respuesta definitiva a mi pregunta.

—¿De modo que… Jamie Fields trabaja para Bobby Hughes?

—No señor Ward —contesta Palakon—. Jamie Fields trabaja para el Gobierno de Estados Unidos.

—¿Qué había en el sombrero? —pregunto.

Suspiros, carraspeos, miradas cargadas de significado por parte de los presentes. Palakon observa a Crater, quien asiente con un gesto. Cuando estoy a punto de recordar dónde he visto al inspector de Interpol, Russell enciende un cigarrillo y se me va de la cabeza. No me consuela saber que Jamie no trabaja para Bobby, porque no lo creo.

—En las costuras del sombrero ocultamos el prototipo de un nuevo explosivo plástico —contesta Palakon.

Sus palabras me dejan helado. Siento un escalofrío que me recorre el cuerpo como una gigantesca ola, las venas se me congelan. Me revuelvo en la silla, incapaz de quedarme quieto.

—No sabíamos si era detectable —prosigue Palakon—. Necesitábamos que alguien trajera el sombrero a Europa, alguien que no levantara sospechas.

—Pero cuando usted se embarcó en el Queen Elizabeth II, Victor, alguien se fue de la lengua —tercia Crater—. No sabemos cómo ocurrió.

—No… acabo de entenderlo —atino a decir.

—Yo me comprometí ante su padre a sacarlo a usted del país, y ya ve que cumplí lo convenido —dice Palakon—. También me comprometí a otra cosa —Palakon hace una pausa—. Yo debía… un favor a otra persona. —Otra pausa—. Me comprometí a entregar a esa persona el prototipo del Remform. Pero ambas cosas —el hecho de que usted se trasladara a Europa y la entrega del explosivo plástico— no estaban relacionadas. Su padre no sabía nada de ello. Esto fue un error por mi parte, lo admito y asumo la responsabilidad. Pero el asunto apremiaba, las cosas se habían precipitado y yo necesitaba hallar inmediatamente a un mensajero. Usted era el candidato ideal.

—¿Qué es exactamente el Remform? —pregunto.

—Un explosivo plástico prácticamente imposible de detectar —responde Palakon—. De nada sirven detectores de metales, aparatos de rayos X, detectores de microelementos, detectores de emanaciones por captura electrónica, marcaje, perros policía… —Palakon se encoge de hombros—. Es de una eficacia extraordinaria.

—¿Qué uso pensabais darle al Remform? —pregunto.

—Eso no hace al caso. No es preciso que lo sepa, Victor, pero le aseguro que no iba destinado a Bobby Hughes, todo lo contrario. Cayó en manos equivocadas —Palakon se detiene con aire grave—. Creí que usted estaría a salvo, pero me equivoqué. Lo lamento. Ahora sabemos que el Remform fue sustraído mientras viajaba usted a bordo del Queen Elizabeth II. Le juro que no comprendimos la situación hasta que nos reunimos la semana pasada en el hotel.

—No sabíamos nada de esto hasta que Palakon se puso en contacto con usted la semana pasada —repite Delta.

—No comprendí dónde se encontraba el Remform hasta que usted me lo dijo —afirma Palakon.

—¿Por qué no ponen a Jamie al corriente de la situación? —pregunto.

—Eso sería muy peligroso para ella —objeta Palakon—. Si tratáramos de ponernos en contacto con ella y los otros lo descubrieran, habríamos desperdiciado tiempo y esfuerzos. No podemos arriesgamos.

—¿Y mi padre? ¿Lo sabe él? —pregunto.

—No.

Me he quedado bloqueado, incapaz de articular una frase.

—El caso es que Bobby Hughes tiene el Remform y está claro que piensa fabricarlo y utilizarlo —prosigue Palakon—. Eso no debió de haber sucedido jamás.

—Pero… —empiezo a decir.

—¿Sí?

—Pero tú conoces a Bobby Hughes —señalo.

—Perdone, pero sólo le conozco de oídas —replica Palakon.

—No, Palakon. Le conoces personalmente.

—¿Pero de qué está hablando, señor Ward?

—¡Yo mismo te vi en una cinta de vídeo, estrechando la mano de Bobby Hughes, cabrón! —grito—. ¡Te vi saludar con un apretón de manos a ese hijo de la gran puta! ¡No me digas que no lo conoces!

—No entiendo a qué se refiere, señor Ward —contesta Palakon—, pero jamás he visto a Bobby Hughes en persona.

—¡Mientes! —vocifero—. ¿Por qué mientes, Palakon? Yo vi esa cinta. Vi cómo le estrechabas la mano —insisto. Me levanto de un salto y avanzo hacia él.

Palakon traga saliva y se apresura a aclarar.

—Señor Ward, como sin duda ya sabe, existen técnicas muy sofisticadas para manipular fotografías y cintas de vídeo. —Palakon hace una pausa—. Lo que vio usted probablemente era una trampa: unos efectos especiales, un trozo de película manipulada digitalmente. Ignoro con qué fin se la mostraron, pero le aseguro que yo no conocía a Bobby Hughes antes de…

—¡Y dale! —grito—. ¡No me vengas con esas idioteces, hombre! —El torrente de adrenalina que circula por mis venas hace que me ponga a temblar violentamente.

—Creo que usted también ha sido una víctima de este juego, señor Ward —añade Palakon.

—¿Pretende decir que ya no podemos creer nada de lo que nos muestran? —pregunto—. ¿Que todo está manipulado? ¿Que todo es mentira? ¿Que todo el mundo acabará tragándose este cuento?

—Pues sí —responde Palakon.

—Entonces, ¿cuál es la verdad? —grito.

—Ninguna, Victor —responde Palakon—. Existen distintas verdades.

—¿Qué ocurrirá con nosotros?

—Cambiaremos —contesta Palakon, encogiéndose de hombros—. Nos adaptaremos.

—¿A qué? ¿Para mejor o peor?

—No sé si esos términos siguen teniendo vigencia.

—¿A qué te refieres? —grito.

—A nadie le importa ya lo de «mejor» o «peor» —responde Palakon—. Todo ha cambiado.

Alguien carraspea mientras noto que por mis mejillas ruedan unos gruesos lagrimones.

—Cálmese, nos ha sido de gran ayuda —murmura Crater.

—¿En qué sentido? —pregunto entre sollozos.

—Gracias a los datos que había en las hojas que facilitó a Palakon, creemos que Bobby Hughes va a utilizar el Remform para organizar un atentado esta semana —explica Crater—. Un atentado que ahora estamos en disposición de evitar.

Yo vuelvo el rostro y mascullo unas palabras ininteligibles.

—Creemos que esos datos están relacionados con un atentado previsto para el viernes —dice Palakon sin inmutarse—. La fecha es el 15 de noviembre. Creemos que «1985» es una errata, que el 8 es un 0.

—¿Qué les hace suponer eso?

—Creemos que 1985 es en realidad 1905 —responde Crater—. Según la jerga militar, significa las 7.05 de la tarde.

—¿Y qué? —murmuro.

—El viernes, 15 de noviembre, a las 7.05 de la tarde, despega un vuelo de la TWA del aeropuerto Charles de Gaulle —contesta Palakon.

—¿Y qué? —pregunto—. Imagino que despegarán muchos vuelos en esa fecha y hacia esa hora.

—El número de vuelo es el 511 —aclara Palakon.

9

Me dicen que conserve la calma.

Me dicen que se pondrán en contacto conmigo mañana.

Me dicen que regrese a la casa del octavo o decimosexto arrondissement y siga mi vida como si nada hubiera ocurrido.

Me dicen que con el tiempo me incorporarán a un programa de protección a las víctimas. (Me dicen esto después de que yo me haya desplomado en el suelo y haya empezado a sollozar como un histérico).

Me recomiendan de nuevo que conserve la calma.

Dispuesto a confiar en ellos, de pronto se me enciende una lucecita: el inspector de la Interpol es el actor que encarnó al empleado de la oficina de seguridad a bordo del Queen Elizabeth II.

—Nos pondremos en contacto con usted, señor Ward —me aseguran.

—Le vigilaremos —prometen.

—Lo sé —respondo por decir algo.

Como ya no me queda Xanax y ha comenzado a llover, me dirijo al Hotel Costes, donde espero en el bar fingiendo un aire pensativo, bebiendo té, fumando unos Camel Lights de una cajetilla que alguien se ha dejado en la mesa contigua, hasta que aparece Chloe acompañada de una célebre bailarina de ballet, de una conocida ex drogadicta que acaba de salir de una clínica de rehabilitación y de las gemelas Aphex. Se detienen para conversar animadamente con Griffin Dunne, que está junto al mostrador de recepción. Luego todas ellas, salvo Chloe, se alejan como sumidas en un trance y yo me acerco a Chloe mientras ella lee los mensajes que le han dejado. La abrazo, dirigiendo amedrentadas miradas a diestro y siniestro, y la beso en los labios. Tengo la sensación de volver a formar parte de su vida. Ambos nos echamos a llorar. El conserje aparta discretamente la vista.

Ya me siento más tranquilo, pero en éstas reparo en un equipo de rodaje que ha seguido a Chloe hasta el vestíbulo del hotel. La cámara empieza a girar alrededor de nosotros y nos piden que volvamos a «hacerlo» una vez más. Alguien grita «acción». Alguien grita «corten». Yo dejo de llorar y Chloe y yo volvemos a «hacerlo».

8

Por la tarde unas nubes plateadas se deslizan por el cielo mientras llueve sobre un París en el que impera el gris plomizo. Hoy ha habido dos pases, uno en la Conciergerie y el otro en los jardines del museo Rodin. Chloe ha cobrado una millonada en francos suizos. Abundaban los agoreros, las pasarelas parecían más largas, los paparazzi parecían más numerosos y frenéticos, las modelos se habían adornado con huesos, cráneos de aves, dientes humanos, vestidos manchados de sangre; empuñaban pistolas de agua fluorescentes; en la sala se oían comentarios serios o ridículos; todo era alucinante o superficial.

Hemos pedido al servicio de habitación que nos suban café, que Chloe no prueba, una botella de vino tinto, de la que bebe sólo una copa, y un paquete de tabaco, pero no le apetece fumar. Transcurre una hora, y luego otra. La suite está hasta los topes de ramos de flores enviados por varios diseñadores, de unas formas y colores tan llamativos que durante los ratos muertos en la conversación nos concentramos en ellos. Una paloma se ha aposentado en el alféizar de la ventana y ha empezado a zurear. Al principio no cesamos de repetir: «Qué más da», improvisando, como si ocultáramos unos secretos que no deseamos revelar, pero luego debemos ceñirnos al guión y le como el chocho y hago que Chloe se corra repetidas veces. Luego me tumbo de costado y empiezo a meter y sacar la polla en su boca, arqueando la espalda en cada movimiento. Chloe me sujeta por el culo y no me relajo hasta haber eyaculado dos veces, con el rostro oprimido contra su coño. Más tarde Chloe rompe a llorar y dice que no se fía de mí, que todo es imposible. Yo recorro la habitación en busca de otra caja de kleenex para que se suene y ella se levanta varias veces para lavarse la cara y luego volvemos a follar. Chloe apoya la cabeza en la almohada. «Cuéntame», dice «Posiblemente», dice. «Te creo más que capaz de ello», dice. Miramos la MTV con el sonido bajado y de golpe Chloe dice que tengo que afeitarme y yo le contesto que me estoy dejando crecer la barba; luego, con una sonrisa forzada, le explico que es para ocultar mi identidad. Ella cree que hablo en serio y cuando dice «No lo hagas» siento como si de golpe se hubiera arreglado todo, como si la esperanza hubiera renacido en mí y vislumbrara un futuro.

Después de tratar de conciliar el sueño sin conseguirlo porque no dejo de recordar cómo he llegado a esta situación, me vuelvo de costado sobre el lecho que ocupo junto a Chloe y tomo su rostro en mis manos.

—Suponía que marchándome lo resolvería todo —digo—. Estaba hecho un lío, no sabía qué hacer, ¿entiendes?

Chloe sonríe con tristeza.

—Tenía que organizar mis prioridades, aclarar mis ideas —murmuro.

—¿Por qué?

Yo suspiro.

—Porque el camino que había tomado… —me interrumpo; siento un nudo en la garganta.

—¿Sí? —musita Chloe—. Porque el camino que habías tomado…

Inspiro una bocanada de aire, desarmado.

—No conducía a ninguna parte.

—¿Necesitabas aclarar las ideas?

—Sí.

—Por eso viniste a París.

—Sí.

—En Nueva York hay parques, Victor —responde Chloe—. Pudiste haber ido a una biblioteca, o dar un paseo. —Sin pretenderlo, Chloe revela más de lo que suponía. Me despabilo un poco.

—Antes de marcharme tuve la impresión de que tú y Baxter…

—Pues no —me corta ella.

No añade más.

—Podías estar mintiéndome, ¿no? —pregunto con voz temblorosa.

—¿Por qué iba a molestarme en mentirte? —Chloe alarga la mano y toma un ejemplar del guión que reposa en la mesita de noche.

—No pasa nada —digo—. Olvídalo.

—Victor. —Chloe suspira.

—Estaba muy preocupado por ti.

—¿Por qué?

—Creí que habías vuelto a tomar drogas —contesto—. Me pareció ver algo en tu baño, en Nueva York… Vi a ese tipo, a ese tal Tristan que siempre anda metido en el ajo, en el vestíbulo de tu casa y… ¡Dios! Perdí los estribos.

—Victor…

—No, en serio, aquella mañana, después de la inauguración…

—Sólo fue aquella noche, Victor —dice Chloe, acariciándome la mejilla—. Te lo aseguro.

—Me llevé un susto de muerte…

—No, no, escúchame —dice Chloe—. Compré un poco de droga para el fin de semana. Eso es todo. Me puse a gusto y el resto lo tiré.

—Deja eso, tía, por favor —digo indicando el guión que sostiene enrollado en la mano.

Más tarde.

—Había muchas cosas que eras incapaz de hacer, unas cosas relativamente sencillas —dice Chloe—. Siempre tenía la impresión de que me gastabas bromas, aunque en el fondo sabía que no era así. Pero qué quieres que te diga; me daba esa impresión. Me parecía como si fuera un huésped en tu vida, como un nombre más en una lista.

—Nena…

—Al principio te portaste muy bien conmigo, Victor —continúa Chloe—. Pero luego cambiaste. —Hace una pausa—. Empezaste a tratarme como si fuera una mierda.

Yo me echo a llorar con el rostro hundido en la almohada.

—Pero ahora estoy muy centrado, nena —respondo, alzando por fin la cabeza.

—¿Pero qué dices? Estás hecho un lío. Me asusta verte en este estado —replica Chloe.

—Es que… tengo mucho miedo —sollozo—. Tengo miedo de volver a perderte… Quiero que comprendas que… quiero que se arreglen las cosas entre nosotros…

La tristeza acentúa sus rasgos, como si tratara de concentrarse en algo.

—No podemos dar marcha atrás, Victor —comenta Chloe—. Es imposible.

—Yo quiero retroceder —insisto.

—Un traje muy elegante —comenta Chloe—. Marrón: el tono de moda. El corte de pelo te sienta divinamente. Sólo te preocupa que la gente piense que eres famoso, guapo y genial, que estás cachas… o lo que sea —Chloe suspira de nuevo y clava la vista en el techo—. Ése no es precisamente un indicio de inteligencia, Victor. Éste es un mal planeta.

—Tienes toda la razón, tía, estaba demasiado obsesionado con mi aspecto. Lo reconozco.

—Como de costumbre, te arrepientes cuando ya es demasiado tarde —observa Chloe, y se encoge de hombros.

Yo rompo a llorar de nuevo.

—¿Por qué? —pregunta Chloe, que me apoya la mano en el hombro—. ¿Por qué? —repite.

—Es que no encuentro nada… que me llene —respondo con voz entrecortada.

—Cariño…

—¿Por qué no me olvidaste?

—Porque estaba enamorada. Te quería —contesta Chloe.

Cierro los ojos. La oigo pasar las páginas del guión. Chloe inspira y recita la siguiente frase («cálidamente, con afecto»):

—Porque sigo enamorada de ti.

Yo aparto el rostro y me apresuro a secarme las lágrimas.

—Tengo que contarte tantas cosas…

—Pues adelante, te escucho —responde Chloe.

Los ojos vuelven a llenárseme de lágrimas, pero esta vez quiero que Chloe las vea.

—Victor, cariño, no llores o vas a hacer que yo también me eche a llorar.

—Las cosas no son… como aparentan…

—Cálmate, amor, no pasa nada.

—Te equivocas, han pasado muchas cosas…

—Venga, Victor…

—Pero no lograrán quitarme de en medio tan fácilmente —suelto de sopetón antes de estallar de nuevo en llanto.

Cierro los ojos. Chloe cambia de postura y sigue pasando las páginas del guión, haciendo unas pausas e intercalando unas frases que no figuran en el diálogo. Tengo la nariz taponada y por más que carraspeo siento un nudo en la garganta.

—No sigas, tía. Déjalo.

Chloe suspira y deja caer el guión en el suelo, junto a la cama. Luego me toma la cara entre sus manos y me obliga a abrir los ojos.

—Victor.

—¿Qué?

—Victor.

—Te escucho.

—Estoy embarazada —dice por fin Chloe.

Un problema. Las cosas se complican. Nos hemos saltado una etapa. Me he saltado una lección, hemos retrocedido, nos hemos perdido en un valle, un lugar donde siempre es enero, donde el aire es fresco y yo saco una Coca-Cola de un cubo de hielo. Las palabras «estoy embarazada» me suenan ásperas, pero de un modo impreciso. Me encuentro en el centro de la habitación, aplastado por esa información y lo que exige de mí. Trato de articular una frase, formular una promesa, asegurarle que no voy a abandonarla. ¿Te has enterado?, pregunta ella. Siempre has recibido más de lo que dabas, me digo. Trato de aplazar el próximo instante pero ella me mira a los ojos, impacientándose.

—Sí, es tuyo —anuncia.

Estoy tan pasmado que no atino a articular palabra.

—¿Pero puedes permitírtelo en estos momentos? —pregunto por fin con voz atiplada.

—Gano un buen dinero —responde Chloe señalando la suite con la mano—. Puedo retirarme. Ése no es el problema.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—Lo que vas a hacer tú —responde suavemente—, el papel que vas a desempeñar en este asunto.

—¿Cómo sabes que… es mío? —pregunto.

Chloe suspira.

—Porque desde que rompimos sólo me he acostado contigo —contesta con una risotada.

—¿Qué quieres decir? —pregunto—. ¿Y Baxter?

—Yo no me he acostado con Baxter Priestley, nunca —grita Chloe.

—Vale, vale.

—Joder, Victor —protesta Chloe, volviéndose.

—¿Qué pasa?

—Hace cuatro semanas. ¿Te acuerdas del día que nos vimos?

—Sí, y qué —contesto tratando de recordar qué ocurrió hace cuatro semanas.

Silencio.

—¿Recuerdas el día en que me llamaste? —pregunta Chloe—. Era domingo, yo acababa de regresar de Canyon Ranch. Me reuní contigo en el Jerry’s, ¿te acuerdas? En el SoHo. Nos sentamos a una mesa al fondo. Me dijiste que pensabas matricularte en la Universidad de Nueva York. —Chloe se detiene y me mira abriendo mucho los ojos—. Luego regresamos a mi casa… —Chloe aparta la cara y añade—: Hicimos el amor y luego te marchaste. —Otra pausa—. Aquella noche me dijiste que tenías una cena con Viggo Mortensen, Jude Law y uno de los productores de Línea mortal II. Sean MacPherson estaba en la ciudad con Gina y a mí no me apetecía ir, aunque de todos modos tampoco me habías invitado, y no volviste a llamarme… Esa semana leí que habías cenado en el Diablo’s, creo que fue en la columna de Buddy Seagull, y que tú y Damien habíais hecho las paces. Un buen día me topé con Edgar Cameron y me dijo que te había visto en el Balthazar y que después habíais ido todos al Cheetah y… No volviste a llamarme… Da lo mismo, olvídalo. Es agua pasada, ¿no, Victor?

Hace cuatro semanas yo me había embarcado en un crucero.

Hace cuatro semanas vi sangre en aquel barco, un charco de sangre detrás de un váter en el camarote de una pobre chica.

Hace cuatro semanas asistí a una fiesta en Londres, en Notting Hill.

Hace cuatro semanas me encontré con Bobby Hughes. Jamie Fields me abrazó para tranquilizarme mientras yo chillaba como un poseo en el pasillo de un sótano.

Hace cuatro semanas yo no estaba en Nueva York.

Hace cuatro semanas se presentó un impostor en el apartamento de Chloe.

Hace cuatro semanas, aquel domingo, él la desnudó.

No digo nada. Mi estómago no cesa de regurgitar chorros de ácido y me echó a temblar de puro pánico.

—Oye —digo.

—¿Sí?

—Tengo que irme —respondo vistiéndome.

—¿Qué? —pregunta Chloe, incorporándose en la cama.

—Voy a recoger mis cosas —contesto, intentando controlar la voz—. Me largo de esa casa. Me mudo aquí.

—Victor —empieza a decir Chloe, pero luego se detiene—. No sé qué decirte.

—Da lo mismo. Me quedaré aquí contigo.

Chloe sonríe con tristeza y me tiende una mano.

—¿En serio?

—Sí —contesto—. Estoy completamente decidido.

—De acuerdo —asiente Chloe.

Me siento en la cama y la abrazo. La beso en los labios, le acaricio la cara.

—Volveré dentro de una hora —le prometo.

—Vale —responde Chloe—. ¿Quieres que te acompañe?

—No. Espérame aquí. Será sólo un momento.

Al llegar a la puerta cambio de parecer y me vuelvo.

—A menos que… quieras acompañarme.

—¿Cuánto vas a tardar? —pregunta Chloe, que ha vuelto a tomar el guión y le echa una ojeada.

—Una hora. Probablemente menos. Unos cuarenta minutos.

—En realidad debería quedarme aquí —observa Chloe.

—¿Por qué?

—Porque voy a rodar una escena.

—¿Y yo qué debo hacer? —pregunto.

—Creo… —Chloe echa un vistazo al guión, levanta la cabeza y responde—: Me parece que debes marcharte.

—¿Y luego?

—¿Y luego? —pregunta Chloe con una sonrisa.

—Sí.

—Pues vuelves aquí.

7

No es necesario que pulse el código para desactivar el sistema de alarma en la casa del octavo o decimosexto arrondissement. La puerta del patio se abre con sólo empujarla.

Tras cruzar rápidamente el patio, saco mis llaves del bolsillo de la chaqueta de Prada que llevo puesta, pero no las necesito porque la puerta principal también está abierta. Es por la tarde, pero aún no ha oscurecido; un lejano tronar interrumpe de vez en cuando el aullido del viento.

Al entrar en la casa me asalta un mal presentimiento.

Descuelgo el teléfono que hay a la entrada y me acerco el auricular a la oreja. La línea está cortada. Avanzo hacia el cuarto de estar.

—¿Hola? ¿Hay alguien? —grito—. Soy yo… Victor.

Soy consciente de lo silenciosa y oscura que está la casa. Tiendo la mano para encender una luz, pero nada, ni por ésas.

La casa apesta a mierda, un hedor húmedo y fétido que me obliga a respirar por la boca. Me detengo ante la puerta del cuarto de estar, armándome de valor, pero al entrar compruebo que está vacío.

—¿Bobby? —grito—. ¿Estás ahí? ¡Eo! ¿Dónde estás? —Luego añado en voz baja—: Mamón.

Observo que hay docenas de móviles diseminados por toda la casa, sobre las mesas, debajo de las sillas, amontonados en el suelo, muchos de ellos destrozados, con la antena arrancada Algunos de ellos tienen batería, pero no consigo línea con el exterior. Entonces

you are the sort of person who doesn’t see well in the dark[63]

entro en la cocina, que está a oscuras. Abro el frigorífico y el congelador. Su luz ilumina una parte de la cocina desierta. Saco del congelador un envase, que se había tumbado y bebo un trago de una botella semivacía de Stoli, que apenas saboreo. El viento sigue rugiendo en el exterior.

En un cajón junto al fregadero encuentro una linterna y cuando me dispongo a mirar en otro cajón noto algo que pasa rápidamente junto a mi.

Una imagen en el espejo con marco dorado que cuelga sobre la encimera: mi expresión grave. Suelto una risita nerviosa y me llevo la mano a la frente, dejándola ahí hasta que logro calmarme lo suficiente para hallar la Walther del 25 que escondí la semana pasada en otro cajón.

A la luz de la linterna observo que la puerta del microondas está abierta y que el interior está manchado con un emplaste marrón y reseco de ramas, piedras y hojas. Luego reparo en los dibujos rupestres.

El techo, los muros, todo está lleno de gigantescos espacios blancos decorados con toscas figuras de búfalos, caballos, dragones y lo que parece una serpiente.

—No pierdas la calma —me digo.

En éstas, por los altavoces instalados en toda la casa, empieza a sonar un cedé a todo volumen, sofocando el rumor del viento que se oye en la calle: una cascada, varios sonidos difíciles de identificar, la guitarra de Paul Weller, el grupo Oasis y la voz de Liam Gallagher atacando los primeros compases de «Champagne Supernova». La música retumba a través de la oscuridad de la casa.

—Me cago en su puta madre —mascullo, a punto de perder los estribos. El haz amarillo ilumina las paredes y va oscilando a medida que avanzo a través de la casa.

where were you while we were getting hi-i-i-igh?[64]

El hedor a mierda me provoca náuseas. Mientras sostengo la linterna con una mano, con la otra, con la que sujeto la pistola, me tapo la nariz y la boca.

in the champagne supernova in the skyyyyyy[65]

Me agacho para recoger otro móvil del suelo. Extiendo la antena, abro el teléfono. No hay señal de cobertura.

Echo a andar por un pasillo y enfoco el haz de la linterna por el hueco de la escalera circular, entornando los párpados para ver con mayor nitidez unas vagas formas de estrellas que aparecen por todas partes.

Pero me doy cuenta de que se trata de unos pentagramas dibujados con pintura roja en los muros, el techo y en la escalera que da acceso al segundo piso.

Siento un movimiento a mis espaldas en la oscuridad.

Me vuelvo rápidamente.

Nada.

Subo la escalera a toda prisa. Cada cinco peldaños me detengo y me vuelvo para iluminar con la linterna la oscuridad que se extiende a mis pies.

in a champagne supernova, in a champagne supernova in the sk-k-yyyyyy[66]

Cuando llego a lo alto de la escalera vacilo unos instantes y luego echo a andar por el pasillo arrimado a la pared, tanteándola en busca del interruptor.

Doblo otra esquina y —salvo los pentagramas y los móviles que aparecen esparcidos por doquier— el decorado aparece inmaculado, intacto; todo está en su sitio, la mar de ordenadito.

Me dirijo hacia el dormitorio que he ocupado; mi sombra se desliza sobre la puerta cuando me acerco a ella. Tras dudar unos momentos agarro la manecilla de la puerta al tiempo que me digo «No la abras».

Después me guardo la pistola en el bolsillo y tomo la linterna con la otra mano. Busco el interruptor de la luz, pero no lo encuentro.

Enfoco la linterna hacia el otro extremo de la habitación.

Abro un cajón, pero está vacío. Abro otro, también vacío. Toda mi ropa ha desaparecido. El pasaporte que yo había ocultado debajo del colchón también se ha desvanecido.

En el baño compruebo que han retirado mis objetos de aseo.

Sobre el espejo han dibujado un gigantesco pentagrama rojo.

where were you while we were hi-i-i-i-i-i-ighhh

Me dirijo hacia el armario sintiendo que el corazón me late con violencia.

Se han llevado toda mi ropa.

En su lugar han pegado en las paredes del pequeño vestidor unas polaroids en las que aparecemos Sam Ho y yo, desnudos, sudorosos, en pleno éxtasis sexual.

En medio de este collage destaca una fotografía más grande.

En ella se me ve clavando un cuchillo de cocina en el pecho de Sam Ho, sonriendo, con los ojos rojos por culpa del flash, mirando a la cámara e indicando con mi expresión «¿Te gusta?, ¿estás satisfecho?».

Retrocedo y cierro el vestidor de un portazo. En la puerta observo otro pentagrama gigantesco, negro y cubierto de churretones de pintura.

Me acercó a otra pared llena de pentagramas y luego enfoco el haz de la linterna hacia unas letras que parecen flotar a través del inmenso muro blanco sobre mi lecho. Achico los ojos, tratando de leer lo que dice, pasando el haz de luz sobre las letras hasta que consigo pronunciarlas en voz alta.

D eSA PaRECES

AQuí

Las palabras me causan un violento impacto. Me apoyo en la pared, asiendo la pistola con tanta fuerza que apenas noto su tacto, mientras la canción de Oasis alcanza su apoteosis y el interminable solo. Al salir precipitadamente de la habitación, mi sombra se proyecta sobre otro inmenso pentagrama rojo.

El cedé llega a su fin.

Silencio.

Al echar a andar por el pasillo las suelas de mis zapatos producen un ruido extraño y el eco de mis pasos reverbera en el silencio. De pronto un relámpago recorta mi silueta sobre un muro. Oigo el aullido del viento. Estoy helado. Paso frente a otro pentagrama.

De golpe se oyen con claridad unos sonidos en el silencio de la casa.

Unos gemidos.

Proceden del otro extremo del pasillo.

Empuñando la pistola con una mano extendida frente a mí, me dirijo hacia el lugar de donde provienen los lamentos.

El dormitorio de Bentley.

Veo otro gigantesco pentagrama pintado en la pared. El viento sopla con fuerza y en este preciso instante descarga un trueno. Me atenaza un temor vago, indefinible, inevitable. Me llevo la mano a la boca para aplacar un tic nervioso que me contrae el labio y entro en la habitación.

Oriento la linterna hacia el suelo de terrazo.

—Dios mío —murmuro.

Veo un bulto oscuro que yace en el centro de la estancia, hasta que lo ilumino con la linterna y compruebo que es Bentley.

Está tendido en el suelo, amordazado con un pañuelo negro sujeto con cinta adhesiva, con los brazos extendidos hacia atrás, amarrados a los postes de la cama por medio de unas cuerdas y cadenas delicadamente entrelazadas que le sujetan las muñecas. Tiene los tobillos atados con otras cuerdas y cadenas a las patas de una cómoda de roble americano.

Bentley me hace unas señas con la mirada.

Sobre cada uno de sus bíceps tiene adherido un artefacto conectado a un temporizador. En la oscuridad relucen unos números digitales rojos. Se ha iniciado la cuenta atrás.

Al acercarme a él, resbalando sobre unas placas de hielo, observo que tiene otro artilugio pegado al pecho. Me agacho junto a Bentley y después de dejar la linterna y la pistola en el suelo, le quito la mordaza Bentley empieza a resollar.

—Ayúdame, Victor —gime. Su voz se quiebra en el momento de pronunciar mi nombre. Luego se echa a llorar de alivio.

—Cálmate, ya ha pasado todo —le tranquilizo, aunque no consigo disimular que estoy cagado de miedo.

Las piernas apenas me sostienen mientras trato de quitarle el artefacto que tiene conectado al muslo derecho, sobre la rodilla.

—¿Qué le dijiste, qué le dijiste, qué le dijiste? —balbucea Bentley—. ¡Por lo que más quieras, Victor! ¿Qué le dijiste a Bobby?

—Nada te lo juro; no le dije nada —murmuro, orientando la linterna sobre el artefacto mientras trato de hallar el medio de quitárselo.

Pero me da miedo tocarlo.

—¿Quién te ha hecho esto? —pregunto.

—Bruce Rhinebeck —grita Bentley.

—Pero si Bruce ha muerto —replico, también gritando—. Murió en el atentado…

—Por favor, date prisa, Victor —gime Bentley con una voz que no parece la suya—. No quiero morir, no quiero morir —repite entre dientes. Luego empieza a emitir unos extraños y agudos chillidos.

—Chiss —murmuro.

El viento bate contra las ventanas. Por más que me devano los sesos, no tengo ni remota idea de cómo desprender el mecanismo que Bentley tiene sujeto al muslo. Respiro de forma entrecortada, con la boca abierta.

—Vamos allá —digo, agarrando el artefacto y tirando de él, pero nada; está sujeto firmemente.

En éstas oigo un ruido. Un clic.

Proviene del mecanismo adherido al brazo derecho de Bentley.

Bentley se tensa.

Silencio.

Luego oigo otro sonido: bip, bip, bip, bip.

Bentley me mira brevemente, como si yo le hubiera ofendido de alguna forma. Acto seguido abre los ojos desmesuradamente y empieza a flexionar los dedos, horrorizado.

Silencio.

Bentley rompe a llorar.

Otro clic seguido de un zumbido sordo.

—No me dejes morir —gime Bentley—. Por favor. No quiero morir Dios…

De golpe se da cuenta de lo que está a punto de suceder y comienza a gruñir, como si se anticipara.

Cuando el artilugio estalla, el ruido de la explosión queda amortiguado por la carne.

Un ruido denso, como si se desgarrara un cuerpo. Una lluvia de sangre.

El cuerpo de Bentley se convulsiona.

El brazo se desliza por el suelo; los dedos todavía se flexionan. Entonces Bentley suelta un grito desgarrador.

Del muñón que le cuelga del hombro brota un chorro de sangre como el agua que sale de una manguera, inundando el suelo de terrazo y deslizándose debajo de la cama.

Bentley abre la boca, pero en vez de soltar un grito se pone a boquear.

—¡No, no, no! —grito aterrorizado.

Esto es obra de los efectos especiales, me digo. Todo producto del maquillaje. Bentley es un maniquí, un objeto inanimado sacudido por las convulsiones, que no cesa de mover la cabeza de un lado a otro como si la tuviera descoyuntada, con los ojos desorbitados debido al dolor. Su voz se ha convertido en unos meros gorgojeos.

El acre olor de la pólvora invade la habitación.

Yo trato de no desvanecerme. Saco la pistola y la apoyo en la cuerda que sujeta el otro brazo de Bentley.

—Dispara —murmura éste—. Dispara.

Sostengo el cañón contra el amasijo de cuerdas y cadenas y aprieto el gatillo.

Nada.

Bentley no cesa de gemir, tratando de no perder el control.

Oprimo de nuevo el gatillo.

Nada.

La pistola no está cargada.

A la luz de la linterna, el rostro de Bentley presenta un color ceniciento, casi blanco, mientras la sangre no cesa de manar de la herida; tiene la boca abierta, como si no le quedaran fuerzas para cerrarla, y su respiración es un doloroso resuello.

Afanándome en dominar el temblor de mis manos, trato inútilmente de deshacer el nudo de cuerdas y cadenas. El viento sopla con fuerza, aullando sin parar.

Otro momento terrible.

Otro clic. Esta vez en la pierna izquierda de Bentley.

Silencio.

Bip, bip, bip, bip.

Entonces se oye de nuevo un zumbido sordo.

Bentley se da cuenta de lo que va a ocurrir y comienza a chillar como un poseso antes de que el artefacto estalle. Me meo encima y vuelvo la cabeza, gritando tan aterrorizado como él, cuando el mecanismo emite el fatídico estallido.

Un crujido siniestro.

El artefacto le arranca la pierna a la altura de la rodilla. Cuando vuelvo la cabeza, veo que su pierna se desliza por el suelo, choca con la pared y la cubre de sangre. Grito aterrorizado al tiempo que trato de dominar las náuseas.

Bentley pierde durante unos instantes el conocimiento debido al shock.

Yo cierro los ojos.

El artefacto sujeto a la otra piernas estalla.

—¡Mátame! —me suplica Bentley mientras se desangra con los ojos desorbitados, hinchados de dolor.

El corazón me late con violencia. Desesperado, trato de deshacer el nudo de la cuerda que sujeta el artilugio adherido al pecho de Bentley.

—¡Mátame! —repite éste una y otra vez.

El temporizador emite su característico zumbido.

Apoyo la Walther en la sien de Bentley y oprimo inútilmente el gatillo; pero la pistola no se dispara.

La explosión arranca el otro brazo de Bentley, manchando de sangre el muro sobre el lecho y otro pentagrama. La lengua le cuelga entre los labios y cuando empieza a agitarse espasmódicamente, sacudido por los estertores, se la amputa de un mordisco.

El artefacto que tiene sujeto al pecho comienza a emitir un zumbido sordo.

El estallido lo destroza.

De pronto su pecho se volatiliza.

Los intestinos salen disparados formando espirales. Un gigantesco chorro de sangre alcanza el techo. La habitación huele a casquería, un olor dulzón, rancio, espantoso. Como hace tanto frío, unas nubecitas de vaho se alzan sobre los charcos de sangre y los trozos de carne diseminados por el suelo. Tengo las piernas entumecidas por haber permanecido tanto rato acuclillado junto a Bentley. Me levanto y retrocedo tambaleándome. En la calle, el viento continúa aullando.

Mientras retrocedo hacia el pasillo, oigo el repulsivo sonido de los pedacitos de carne ensangrentados que se deslizan por las paredes. El rostro de Bentley sigue contrayéndose espasmódicamente, con la boca abierta, tendido en un reluciente charco de sangre que cubre todo el suelo. Salgo de la habitación sosteniendo la linterna con una mano; con la otra voy manchando de sangre todas las superficies a las que me agarro para sostenerme en pie.

6

Me precipito hacia el baño, resollando, sin alzar la cabeza, con los ojos fijos en el suelo mientras doblo la esquina del pasillo. Al mirarme en el espejo me da la impresión de que me han pintado la cara de rojo; tengo la pechera de la camisa empapada de sangre y cubierta de fragmentos de carne adheridos a la misma. Me quito la ropa sin dejar de chillar y me meto bajo la ducha, golpeándome el pecho y arrancándome los cabellos, con los ojos cerrados. De pronto pierdo el equilibrio y me caigo de bruces, chocando con la pared de azulejos, con las manos extendidas ante mí.

Encuentro unas ropas en la habitación de Bobby y me visto apresuradamente, sin alzar los ojos del suelo. Aturdido, canturreando suavemente y sin dejar de llorar, me ato los cordones de los náuticos Sperry que acabo de calzarme.

Corro por el pasillo del piso superior, evitando mirar dentro de la habitación de Bentley, sollozando sin parar. De pronto me percato de otro olor que invade la casa, más intenso que el pestazo a mierda que percibí antes.

Al cabo de unos momentos logro identificarlo.

Huele a palomitas de maíz.

5

Fuera ya ha oscurecido y el viento no cesa de aullar sobre el patio que atravieso a trompicones; la llovizna me humedece el rostro. El viento hace que se me peguen unos pedacitos de confeti en la cara y que se apilen junto a los muros como montoncitos de nieve formados por papelitos dorados, verdes y violetas. Reparo en unas bicicletas en las que no me había fijado nunca, tumbadas de costado, mientras las ruedas giran impulsadas por el viento. En un rincón distingo un bulto tendido en el suelo y me paro en seco, aterrorizado. Sobre el patio cae de pronto un denso silencio, que es una indicación para que me acerque al bulto.

Sobre la cabeza de Jamie aparece otro pentagrama garabateado con unas letras rojas que dicen:

DeSap Areces

AQuí

Junto a ella reposa una botella semivacía de Absolut. Jamie está medio incorporada, aturdida, apenas lúcida. Al tocarle la mejilla noto que está ardiendo; tiene el rostro abotargado. Me agacho junto a ella. Tiene los ojos cerrados y al abrirlos no manifiesta el menor interés, aunque parece haberme reconocido y ambos nos miramos con ojos inexpresivos, vidriosos. Jamie lleva un traje pantalón blanco de Gucci, con el cuello ligeramente salpicado de sangre, pero no veo ninguna herida porque alguien la ha envuelto por completo en un plástico.

—¿Estás… bien, Jamie? —pregunto con voz átona—. ¿Quieres que vaya a buscar ayuda?

Jamie suspira débilmente y dice algo que no logro entender.

—¿Qué? —pregunto—. No te oigo.

—Se supone que… deberías estar… en el hotel —musita de nuevo.

—Iré a buscar ayuda…

—No —murmura Jamie. Luego señala algo a mis espaldas. Yo me vuelvo, achicando los ojos. Es el colchón sobre el que asesinaron a Tammy Devol; está medio quemado, tirado en medio del patio; un amasijo negruzco salpicado de confeti blanco y plateado.

—Pediré una ambulancia —digo.

—No… no lo hagas, Victor —responde Jamie con un hilo de voz.

—Quiero ayudarte —insisto, esforzándome en adoptar un tono animado.

Jamie me agarra por las muñecas, con el rostro demacrado y tenso, los ojos entornados.

—No quiero que nadie me ayude.

—¿Qué ha pasado? —pregunto.

—Estoy totalmente… jodida —musita Jamie, sonriendo.

Luego se encoge de hombros y aparta la vista.

—Háblame, Jamie, cuéntame lo que ha ocurrido.

—Vi esa escena… cuando fuiste a la embajada —murmura—. Ellos… te mintieron, Victor. —Jamie no cesa de estremecerse; yo retiro unos pedacitos de confeti que se le han metido entre el cabello.

—¿Sobre qué me mintieron? —pregunto.

Estoy medio afónico de tanto gritar y la voz de Jamie es como la de un fantasma, hueca, la de alguien sumido en un profundo sueño. A nuestras espaldas se oye el fragor del viento.

—Palakon trabaja para los japoneses —dice Jamie de corrido, y crispa la cara en un rictus de dolor—. Pero también trabaja… para ellos…

Luego se pone a reír histéricamente, como una niña.

—¿Qué japoneses? —inquiero.

—Todo está relacionado… con los japoneses —contesta Jamie—. Todo lo compran con dinero de bancos japoneses y ellos… se encargan de suministrar todo el material. —Con voz lánguida, átona, Jamie empieza a enumerar una lista.

—Explosivos plásticos, detonadores, temporizadores…

—¿Porqué los japoneses, Jamie? —pregunto, acariciándole el rostro para tranquilizarla.

—Porque quieren que tu padre salga… elegido.

Pausa.

—¿Elegido? ¿En qué?

—Palakon también trabaja contra tu padre —musita Jamie—. ¿Me oyes…, Victor? —Luego emite una risita forzada—. Tu padre lo contrató… pero Palakon le ha traicionado.

Los aullidos del viento atraviesan el patio.

—También trabaja para la gente que no… —Jamie cambia de postura para aliviar el dolor que la martiriza—. Los que no quieren que tu padre salga elegido.

—Palakon me dijo que mi padre lo había contratado.

—Pero Palakon no tiene ninguna afinidad… —responde Jamie con voz cansada—. He visto la cinta de la escena en la embajada… Te mintió. Él conocía mi relación con Bobby antes de enviarte a Europa. Te mintió.

—¿Por qué me envió Palakon a Europa? —pregunto.

—Tu padre quería que te marcharas del país —contesta Jamie—. Palakon lo consiguió…, pero la gente que no quiere que tu padre salga elegido… también estaba en contacto con… Palakon y… tenía unos propósitos muy distintos. —Jamie emite un suspiro—. Una proposición…

—¿Qué clase de proposición? —pregunto alzando la voz para que Jamie me oiga.

—Un escenario… —Su voz se apaga. Tiene los ojos entornados, pero consigue esbozar un gesto ambiguo.

—¿Qué escenario, Jamie?

Jamie trata de recordar algo.

—Supongamos que tú cayeras en manos de cierta organización… y que esta información pudiera filtrarse a la prensa… ¿Cuánto dinero estaría dispuesto tu padre a pagar a Palakon… para que se encargara también de evitarlo? Como ves, Palakon tiene las espaldas bien cubiertas. Él lo organizó todo.

Le seco una lágrima que se desliza por su mejilla; el viento levanta una nube de confeti que revolotea a nuestro alrededor.

—¿Cómo? —pregunto.

—Ofreció… Palakon te ofreció a… Bobby. Hicieron un pacto.

Jamie traga saliva.

—Palakon había prometido a Bobby un nuevo rostro. Bobby quería un hombre… y Palakon te envió a ti. Todo encajaba. Tu padre quería que abandonaras el país… y Bobby necesitaba un nuevo rostro. Palakon unió ambos planes. —Jamie se pone a toser, vuelve a tragar saliva—. Al principio, cuando se enteró de tu identidad, Bobby se puso furioso… Sabía quién eras tú y quién era tu padre. No le gustó nada.

—Creí que Bobby era partidario de utilizar a gente famosa —observo—. Creí que las celebridades tenían una coartada automática.

—Tu padre… —responde Jamie moviendo la cabeza lentamente—. Era demasiado… Bobby desconfiaba. No las tenía todas consigo y… Bobby estaba convencido de que Palakon trabajaba para otra persona.

Silencio.

—¿Qué ocurrió, Jamie? —pregunto pausadamente.

—Bobby comprendió que… podía utilizarte en su propio provecho.

—¿En qué sentido, Jamie? —Siento una punzada de terror.

—Bobby se puso en contacto con tu…

—No, no, no —la interrumpo, sujetándola por los hombros.

—Bobby y tu padre…

—Eso es imposible, Jamie —replico cerrando los ojos.

—Tu padre y Bobby estaban en contacto, Victor.

—No… no…

Es como si todo se disipara, se alejara flotando a mis espaldas.

—Los japoneses se enfadaron con Bobby cuando él… hizo un pacto con tu padre —dice Jamie, y toma aire—. Querían que desaparecieras, que te largaras del país… pero tenían que protegerte.

—¿Por qué?

—Porque si Bobby filtraba a la prensa lo de… tus actividades terroristas, tus vínculos con nuestra organización… eso echaría por tierra las posibilidades de tu padre de ser elegido. —Jamie levanta la cabeza, haciendo una mueca de dolor—. Los japoneses… quieren que tu padre gane.

Otra ráfaga de viento sofoca la frase. Yo me inclino hacia ella, pero Jamie vuelve la cara. Acerco la oreja a sus labios.

—Palakon no sabía… lo que contenía el sombrero, Victor —dice Jamie—. Eso fue otra mentira.

—¿Entonces por qué me pidió que lo trajera?

—Bobby sabía lo del sombrero… Le indicó a Palakon… que te pidiera que lo trajeras contigo —responde Jamie—. Bobby necesitaba que alguien trajera el… Remform a Europa.

De pronto su voz se hace más suave, casi curiosa.

—Palakon no supo lo que contenía el sombrero hasta más tarde. Cuando lo averiguó… —Pero Jamie no termina la frase. Abre los ojos y vuelve a cerrarlos—. El Remform… era para mi.

—Oye, Jamie; por favor, mírame —murmuro—. ¿Cómo te metiste en esto? ¿Por qué me encargó Palakon que te localizara?

—Él sabía que yo… andaba liada con Bobby. Lo sabía desdé el principio, Victor…, ¿entiendes? Le pareció que eso sería una ventaja… que tú y yo nos hubiéramos conocido en Camden.

La vida de Jamie se va apagando poco apoco.

—Jamie, Jamie, óyeme —digo, tratando de acercar su rostro al mío—. ¿Quién era Marina Cannon?

Su rostro se contrae en un rictus de amargura.

—Embarcó en el crucero para advertirte, Victor… Se suponía qué debías acompañarla a París.

—¿Y qué pasó, Jamie?

—Bobby envió a unas personas… de Nueva York para que te vigilaran… Quería asegurarse de que no fueras a París. —Jamie empieza a sollozar suavemente.

—¿Te refieres a los Wallace? —pregunto—. ¿El matrimonio inglés?

—No lo sé… No sé cómo se llaman. Se pusieron en contactó con nosotros y…

—El barco se detuvo, Jamie.

—… Palakon quería que fueras a Londres.

—Se detuvo, Jamie. Dijeron que otro barco había enviado una señal de socorro.

—Lo sé, ya lo sé…

—El maldito barco se detuvo, Jamie. En medio del océano.

—Bobby no quería que fueras a París —Jamie sonríe cómo para sus adentros.

—¿Era Bobby? ¿Era Bobby quién subió a bordo aquélla noche?

—Victor…

—Vi el tatuaje —grito—. ¿Qué le Ocurrió a Marina?

—No lo sé —musita Jamie—. Me enteré después de que tú me lo contaras… aquella noche en el hotel. Cuando se lo pregunté a Bobby sé negó a responder. Sólo le interesaba el Remform.

—¿Qué más quería? —preguntó.

—Quería que tú… murieras.

Cierro los ojos y no los abro hasta al cabo de un rato.

—No lo sé… —dice Jamie—. A Bobby no le parecía prudente traerte aquí… Pero luego pensó que podía hacerte parecer culpable.

—¿Del asesinato de Sam Ho?

Jamie se limita a asentir.

—Después… se le ocurrieron otras ideas.

—¿Qué otras ideas?

—Oh, Victor… —Jamie suspira—. Todo fue un montaje. Incluso en Nueva York… la chica que murió… aquella DJ…

—¿Mica?

—La chica… con la que debías reunirte en el Fashion Café… La nueva DJ. ¿Te acuerdas?

Yo asiento como un autómata, aunque Jamie no me mira.

—La mataron la víspera… Vi el informe.

—¡Joder!

—Todo fue un montaje.

—¿Y tú, Jamie? ¿De parte de quién estás? —pregunto.

Ella sonríe y al hacerlo se le parte el labio superior, pero no sangra.

—¿Para quién trabajas?

—Qué más da.

—¿Para quién trabajas? —grito, sacudiéndola por los hombros.

—Trabajaba contra… Bobby —murmura Jamie—. Para hacer eso, tuve que… trabajar para él, Victor.

La suelto y me aparto un poco, jadeando.

—Yo trabajaba para el mismo grupo que Marina… Y también para el de Bobby… Además, estaba en tratos con Palakon… al igual que tú.

—Yo no trabajo para Palakon.

—Te equivocas. —Jamie traga saliva con dificultad—. Has estado trabajando para él desde que le conociste. —Tras estas palabras comienza a temblar.

—¿Qué tiene que ver Lauren Hynde en este asunto? —pregunto—. Mírame… ¿Está también implicada Lauren Hynde? Fue ella quién me dio el sombrero. He visto fotos de ella con Bobby.

Jamie se echa a reír, delirando.

—¿No recuerdas a Lauren Hynde, de la época de Camden? —pregunto—. Ella conoce a Bobby. Me dio el sombrero. —Acerco el rostro de Jamie al mío—. Eso también fue un montaje, ¿no es cierto?

—Ésa no era… Lauren Hynde —suspira Jamie.

—Pues claro que era Lauren Hynde.

—Ni siquiera… te has dado cuenta. —Jamie suspira de nuevo—. Esa chica no era Lauren…

—La conozco bien, Jamie —insisto—. Es la mejor amiga de Chloe. ¿De qué estás hablando?

—Era otra chica —afirma Jamie, emitiendo un suspiro tras otro.

—No es posible… —replico meneando la cabeza con energía.

—Lauren Hynde murió en diciembre de 1985… en un accidente de carretera cerca de Camden, en New Hampshire.

Jamie se inclina hacia mí y baja la voz, casi como si temiera que alguien la estuviera escuchando. Es una cáscara vacía, está muerta, pienso. En éstas aparece un objeto gigantesco e informe volando sobre nosotros en la oscuridad, suspendido sobre el patio, y oigo una voz que dice: «Todos lo estáis».

—Tengo que hablar con Bobby —digo—. ¿Dónde está?

—No, Victor, no…

—¿Dónde se ha metido, Jamie? Dímelo.

—Se ha marchado… —Jamie se detiene, jadeando, y levanta la cabeza exageradamente—. Ha ido… —Pero no termina la frase.

—¿Dónde está? —grito, sacudiéndola de nuevo por los hombros.

—Ha ido… al Hôtel Costes —responde Jamie sin fuerzas para seguir hablando—. Para ver… a Chloe.

Yo me levanto, gimiendo, y noto el viento que me golpea en la cara.

—Espera, Victor, no vayas… —dice Jamie sujetándome el brazo con fuerza, pero yo me aparto bruscamente.

—Victor…

—Me marcho. —El pánico invade cada célula de mi cuerpo—. ¿Qué quieres, Jamie?

Ella dice unas palabras que no logro captar.

—¿Qué has dicho? —pregunto, inclinándome sobre ella.

Jamie vuelve a farfullar una frase.

—No oigo lo que dices, Jamie —murmuro.

—Yo… no soy… Jamie Fields —es lo único que dice. Son sus últimas palabras antes de morir.

En aquel preciso instante, tal como indica el guión, un enorme enjambre de moscas irrumpe en el patio formando una gigantesca nube negra.

4

Regreso corriendo al hotel.

Atravieso apresuradamente la puerta giratoria pero disminuyo el paso mientras cruzo el vestíbulo en dirección a los ascensores.

Al llegar al piso donde está la habitación de Chloe echo a correr por el pasillo.

Golpeo la puerta con fuerza.

—¿Chloe? ¿Estás bien, Chloe? —grito con voz aguda, tanto que me parece afeminada—. Abre la puerta. Soy yo.

La puerta se abre y aparece Chloe, risueña, vestida con una bata blanca.

—Te has cambiado —comenta al reparar en la ropa de Bobby—. ¿Dónde están tus cosas?

Entro en la habitación como una tromba y me pongo a registrar la suite, acojonado, sin saber muy bien qué haría si me topara con Bobby.

—¿Ha estado alguien aquí? —pregunto, abriendo la puerta del baño.

—Cálmate, Victor —responde Chloe.

—¿Dónde se ha metido? —insisto. Abro el vestidor y cierro de un portazo—. ¿Quién ha estado aquí?

—Ha venido Bobby Hughes —responde Chloe, tiritando. Luego se sienta en una silla frente a una mesa donde estaba escribiendo algo en una voluminosa agenda. Cruza las piernas y me mira con expresión severa.

—¿Qué quería? —inquiero, tratando de calmarme.

—Hablar, eso es todo —contesta ella, encogiéndose de hombros—. Me preguntó dónde estabas…

—¿Qué dijo?

—Victor…

—¡Contéstame, joder! ¿Qué dijo exactamente?

—Quería hablar —responde Chloe, asustada—. Le apetecía tomarse una copa de champán. Trajo una botella. Dijo que era para hacer las paces contigo… Yo lo rechacé, y…

—¿No bebiste champán?

Una larga pausa.

—Sólo media copa —Chloe emite un suspiro—. Me pidió que te guardara el resto. Está allí, en el cubo de hielo.

—¿Y qué más? —pregunto, inspirando con fuerza. Siento una sensación de alivio tan intensa que se me nubla la vista.

—Nada. Dijo que quería celebrarlo, pero no precisó el qué. —Chloe hace una pausa significativa—. Dijo que lamentaba no haberte visto…

—Ya me lo imagino.

—Victor, él… —Chloe suspira de nuevo y tras cierto titubeo decide concluir la frase—. Está preocupado por ti.

—Me importa una puta mierda —contesto.

—He dicho que está preocupado por ti —exclama Chloe.

—¿Dónde está?

—Tuvo que marcharse —responde Chloe sin dejar de tiritar.

—¿Dónde?

—No lo sé, Victor. A una fiesta que daban no sé dónde.

—¿Qué fiesta? ¿Dónde? Es muy importante, Chloe.

—No sé, te digo que no lo sé —insiste ella—. Mira, tomamos un poco de champán, charlamos un ratito y luego se marchó a una fiesta. ¿Qué te pasa? Pareces asustado.

Silencio.

—¿Con quién vino? —pregunto.

—Con un amigo —responde Chloe—. Se perecía a Bruce Rhinebeck, pero no creo que fuera él.

Una larga pausa. Permanezco plantado en medio de la suite como un pasmarote, con los brazos colgando a ambos lados.

—¿Bruce Rhinebeck?

—Si, me chocó bastante. Se parecía a Bruce, pero había algo raro en él. Su pelo tenía un aspecto distinto. —Chloe tuerce el gesto y se frota el vientre—. Dijo que se llamaba Bruce, pero no mencionó su apellido. Vete a saber.

Sigo clavado en el suelo.

—Esto es increíble. —Suspiro.

«Bruce Rhinebeck está muerto».

—¿Qué es increíble? —pregunta Chloe.

«Bruce Rhinebeck estaba desactivando una bomba en un apartamento del Quai de Béthune y murió».

—Tía, no vas a creerme, pero ése no era Bruce Rhinebeck.

—Pues era clavadito a él —me espeta Chloe. Su respuesta resulta demasiado brusca y adopta un tono más suave—. No pasó nada más, ¿de acuerdo? Cálmate, Victor —añade, esbozando otra mueca.

Yo saco las maletas del armario ropero.

—¿Qué haces? —pregunta Chloe.

—Nos largamos de aquí —contesto, y arrojo las maletas de Gucci sobre la cama—. Ahora mismo.

—¿Pero a qué viene esto? —pregunta Chloe, irritada, cambiando, de postura.

—Nos largamos de París —contesto—. Regresamos a Nueva York.

—Mañana tengo unos pases…

—No me importa —grito—. Nos marchamos inmediatamente.

—Yo también estoy preocupada por ti, Victor —confiesa Chloe—. Siéntate un minuto. Quiero hablar contigo.

—Pues yo no tengo ganas de hablar —replico—. Sólo quiero largarme de aquí.

—Basta —estalla Chloe. Veo que se inclina hacia adelante y se frota de nuevo el vientre—. Siéntate.

—Chloe…

—Disculpa, voy un momento al baño —contesta—. Pero no hagas las maletas. Quiero hablar contigo.

—¿Qué pasa? —pregunto.

—No me encuentro bien —responde Chloe.

—¿Te ha sentado mal alguna comida? —preguntó, preocupado.

—No, sólo he tomado la media copa de champán.

Miro la botella de Cristal que está dentro del cubo de hielo, la copa vacía que reposa sobre la mesa.

Chloe sé levanta de la silla.

Pasa ante mí y se dirige al baño.

Tras observar la copa de champán unos segundos me acerco a ella. En el fondo de la copa hay unos gránulos.

Luego me fijo en otra cosa.

La silla que ocupaba Chloe está manchada de sangre.

Me quedo mirándola, perplejo.

—Chloe ——digo.

Ella se vuelve.

—¿Sí?

No quiero que note lo asustado que estoy, pero en ese momento descubre también la mancha.

Empieza a respirar agitadamente. Al bajar la vista comprueba que tiene toda la parte inferior de la bata empapada de sangre.

—Chloe… —repito.

Ella se dirige hacia el baño tambaleándose y se agarra a la puerta para no caer al suelo. Por sus piernas se deslizan unos hilos de sangre y cuándo Chloe se levanta la bata ambos observamos que tiene las bragas empapadas, completamente manchadas de rojo. Aterrorizada, Chloe se las quita y de pronto cae un chorro de sangré que forma un charco en el sueño del baño.

Chloe emite un sonido bronco mientras se dobla, sujetándose el vientre. Luego empieza a gritar. Con expresión de asombro y sujetándose aún el estómago, se pone a vomitar al tiempo que retrocede unos pasos y se desploma en el suelo del baño. Por entre sus piernas asoman unos fragmentos de tejido carnoso.

—¡Chloe! —grito.

Ella se arrastra por el suelo del baño, dejando un reguero de sangre.

Yo me tiro al suelo junto a ella mientras se desliza sobre las baldosas, jadeando, en dirección a la bañera.

De entre sus piernas brota otro chorro de sangre, junto con un sonido siniestro, como si sus intestinos se estuvieran desgarrando. Chloe levanta una mano, chillando, y yo me apresuro a sostenerla. Siento las vibraciones de sus gritos a través de la piel, seguidos por otro sonido espeluznante.

Descuelgo el teléfono del baño y pulsó el botón cero.

—¡Por favor, socorro! —gritó—. Alguien se esta muriendo. Estoy en la habitación de Chloe Byrnes. Envíen una ambulancia. Sé está desangrando… Se muere…

Silencio.

—¿Señor Ward? —pregunta una voz al cabo de unos instantes.

—¡No, no, no!

—Subiremos enseguida, señor Ward.

La comunicación se corta.

Rompo a llorar y arrojo el teléfono al suelo.

Salgo corriendo del baño y descuelgo el teléfono de la mesita de noche, pero no tiene línea.

Oigo que Chloe me llama a gritos.

Desde el lugar donde me encuentro, todo el suelo del baño parece cubierto de sangre, como si algo en el interior de Chloe se hubiera licuado. La hemorragia persiste; la sangre es arenosa, granulosa. Una gruesa tira de carne cae al suelo mientras Chloe emite un grito desgarrador y se sujeta el vientre. Deshecho en llanto, la abrazo y trato de calmarla asegurándole que todo irá bien, pero ella comienza a chillar histéricamente, exhausta. Por entre sus piernas se desprende otra tira larga y retorcida de carne.

—¡Victor! ¡Victor! —grita Chloe como una posesa. Su piel presenta un color amarillento, sus gritos se licuifican, su boca se abre y cierra sin cesar.

En un intento de controlar la hemorragia, presiono una toalla contra su vulva, pero la tela queda empapada al cabo de unos instantes. Chloe emite unos jadeos roncos; luego comienza a defecar sonoramente, arqueando la espalda, mientras expulsa otro pedazo de carne, seguido por otro chorro de sangre que forma un charco en el suelo.

—¡Aguanta un poco, cariño! —grito con todas mis fuerzas. Tengo las manos manchadas de sangre.

De entre sus piernas brota otro estallido de sangre, caliente y viscosa Chloe me mira con los ojos desorbitados, tratando de inspirar una profunda bocanada de aire. Su cuerpo emite unos sonidos atroces. Chloe suelta otro grito desgarrador.

—Por favor, por favor, haz que pare —me suplica. Yo estoy llorando como un histérico y no puedo contenerme.

Chloe expulsa otro pedazo de carne, esta vez blanca y lechosa. Después de la siguiente punzada de dolor, Chloe ni siquiera consigue articular una palabra. Por fin se relaja y trata de sonreír, pero su boca se contrae en una mueca. Veo sus dientes cubiertos de sangre, todo la cavidad bucal presenta un color violáceo. Chloe murmura unas frases incoherentes mientras me sujeta con una mano y con la otra golpea el suelo del baño con movimientos espasmódicos. El baño apesta a sangre. Yo abrazo a Chloe con fuerza, la miro a los ojos y sollozo:

—Lo siento, nena, lo siento.

De pronto los ojos de Chloe reflejan una expresión de asombro, como si se diera cuenta de que su muerte es inminente. Me mira sin verme, incapaz de enfocar la vista, mientras emite unos sonidos inhumanos, como un animal herido. La siento desfallecer entre mis brazos. A los pocos instantes de morir, su rostro adquiere una palidez cadavérica y sus facciones se relajan. El mundo entero parece esfumarse ante mis ojos y me doy por vencido mientras de la vagina de Chloe sigue manando un líquido color lavanda.

Cierro los ojos y me tapo los oídos con las manos en el preciso momento en que unos técnicos del equipo irrumpen en la habitación.

3

Circulamos por una carretera. En una furgoneta de grandes dimensiones. Nos dirigimos al aeropuerto. El conductor es el mejor chico del equipo de rodaje francés. Me encuentro en un estado catatónico, tumbado en el suelo de la furgoneta, rodeado por cámaras y material por el estilo; las perneras de mi pantalón están manchadas con la sangre de Chloe. En ocasiones el paisaje que desfila ante las ventanillas de la furgoneta es negro, en otras un desierto, quizás en las afueras de Los Ángeles, y en otras es una pantalla mate, de color azul eléctrico o de una blancura deslumbrante. A veces la furgoneta se detiene, luego acelera. Esporádicamente los técnicos emiten órdenes a través de sus walkie-talkies.

El director está sentado en el asiento del acompañante, repasando el programa de rodaje. Sobre el tablero reposa una metralleta Uzi.

Durante el trayecto hacia el aeropuerto se produce un breve episodio.

Comienza con una advertencia del conductor, que está mirando preocupado por el retrovisor.

Un camión negro nos sigue por la autopista.

El primer ayudante de dirección y un electricista se agachan junto a las ventanillas traseras, empuñando unas Uzis. Apuntan.

El camión negro acelera y se inicia la persecución.

El ambiente dentro de la furgoneta parece estar cargado de radiactividad.

La furgoneta se sacude al ser alcanzada por unos disparos.

Los cañones de las Uzis que el primer ayudante de dirección y un electricista apuntan contra el camión negro —aún nos persigue— escupen unos minúsculos destellos de luz.

Cada vez que la furgoneta pega un acelerón me agarro a los objetos que tengo más a mano para mantener el equilibrio.

El parabrisas del camión negro estalla hecho añicos.

El camión se desvía hacia la derecha y choca con varios coches. El camión negro sale despedido de la calzada y vuelca. La furgoneta acelera y se aleja de la escena del siniestro.

Dos segundos más tarde se alza detrás de nosotros una inmensa bola de fuego.

Continúo tendido en el suelo, resollando, hasta que el jefe de decorados y un ayudante de producción me ayudan a incorporarme y quedo sentado frente al director. A través de la ventanilla veo de nuevo un desierto; no ceso de gemir.

La furgoneta dobla por una carretera secundaria.

El director saca una pistola del bolsillo interior de su chaqueta.

Yo me quedo contemplándola. Lo único que consigue sacarme de mi ensimismamiento es la frase que pronuncia el director:

—Sabemos dónde está Bobby Hughes.

De pronto me arrojo sobre la pistola para comprobar si está cargada, pero el ayudante de producción me contiene y me dice que me calme, mientras el director me arrebata el arma.

—Bobby Hughes quiere matarte —me informa el director.

El jefe de decorados me coloca la funda de un cuchillo en torno a la pantorrilla, e introduce una enorme navaja plateada con un mango negro. Luego me arregla la pernera del pantalón de Prada que llevo para ocultar la funda de la navaja.

El director me comunica que desean ver a Bobby Hughes muerto. Me preguntan si eso entra en lo «posible».

Yo asiento distraído y gimoteo ante semejante perspectiva. En éstas un penetrante olor a gasolina invade la furgoneta y el conductor frena bruscamente, con lo cual todos nos precipitamos hacia adelante.

—Hay que pararle los pies, Victor —me indica el director.

Después de guardarme la pistola en un bolsillo de la chaqueta, me apeo de la furgoneta seguido por el equipo de rodaje. Las cámaras filman la escena mientras nos dirigimos apresuradamente al aeropuerto. La banda sonora transmite el fragor del despegue de los aviones.

2

Los técnicos me indican que vaya hacia los servicios de caballeros, situados en la primera planta de la terminal. Echo a correr hacia la puerta, la abro de un violento empujón con el hombro derecho e irrumpo bruscamente en el baño. Los técnicos ya han instalado los focos, pero no para rodar la escena que suponía Bobby.

Bobby está de pie ante un lavabo, examinando su rostro en el espejo. Me lanzo sobre él como un rayo, gritando, empuñando la pistola en la mano.

Bobby se vuelve, me ve, ve al equipo de rodaje que sigue mis movimientos, esboza una mueca de asombro y exclama enfurecido:

—¡Cabrones! —Luego repite a pleno pulmón—: ¡Sois unos cabrones, hijos de puta!

Acto seguido saca una pistola, pero yo le pego un manotazo; el arma se escurre sobre las baldosas y va a parar debajo de un lavabo. Bobby se agacha instintivamente cuando me lanzo sobre él, tratando de arañarle el rostro y gritando.

Alarga la mano, me aporrea la cabeza y se precipita sobre mí con tanta fuerza que me lanza contra la pared. Yo me deslizo desmadejado hasta el suelo, entre toses.

Bobby retrocede, pero de pronto extiende el brazo y me agarra por el cuello.

Yo alzo el brazo y le asesto un puñetazo en toda la boca. Bobby retrocede tambaleándose y se parapeta tras un cubículo.

Yo me precipito sobre él y lo arrojo contra la pared. Le apoyo el cañón de la pistola entre los ojos y grito:

—¡Te mataré, cerdo!

Bobby trata de arrebatarme el arma de un manotazo.

Oprimo el gatillo. La bala queda alojada en la pared revestida de baldosas, detrás de Bobby, produciendo un enorme orificio. Disparo de nuevo, cuatro, cinco, seis veces, hasta haber vaciado el cargador. La pared ha quedado como un colador.

Bobby alza la cabeza, mira la pistola descargada que sostengo y luego mi rostro.

—¡Hijo puta! ¡Voy a matarte! —grita, y salta sobre mi.

Bobby me agarra por el cuello, y trata torpemente de inmovilizarme con una llave. Apoyo la mano con la que empuño la pistola sobre su nuez y empiezo a presionar. Pero Bobby inclina la cabeza hacia atrás y consigue escapar.

Yo trato de sujetarlo, esta vez con la otra mano y más estrechamente, y le asesto un puñetazo en la mandíbula. Bobby me suelta, rompiéndome la camisa, y se lanza sobre mí. Me aferra por los hombros y acerca mi rostro al suyo.

—Estás muerto —dice con voz ronca.

Es casi como si ejecutáramos un baile: chocamos, los dos antes de estrellarnos contra la pared. Estamos a punto de derribar a un cámara. Bobby y yo nos abrazamos hasta que mediante una rápida maniobra él consigue aplastarme la cara contra un espejo de cuerpo entero, una, dos veces, golpeándome la cabeza contra la luna hasta que el cristal se parte y yo caigo de rodillas, sintiendo que algo tibio se desliza por mi rostro.

Bobby retrocede y mira alrededor, en busca de su pistola.

Yo me incorporo, pestañeando porque la sangre me nubla la vista. Un electricista me arroja un cargador.

Yo lo atrapo al vuelo y arrojo a Bobby contra la puerta de un cubículo. Él trata de derribarme de un puñetazo, pero yo logro zafarme. Bobby salta sobre mí como si estuviéramos en un ring cubierto de barro, con el rostro deformado por una mueca, moviendo los brazos de forma descontrolada, tratando inútilmente de alcanzarme.

De pronto me golpea la cabeza contra un urinario; luego me agarra por el cuero cabelludo y me baja la cabeza al tiempo que me asesta un rodillazo en la frente, lo cual me deja totalmente fuera de combate. Acto seguido Bobby me arrastra a través del suelo de baldosas hasta donde yace su pistola, junto a la papelera.

—¡Quitadle la pistola! —grito a los técnicos del equipo mientras Bobby me arrastra por el suelo.

Desesperado, me agarro al picaporte de un cubículo.

Bobby suelta un gruñido, me sujeta por la cinturilla del pantalón de Prada que llevo y me obliga a levantarme con tal violencia que ambos acabamos rodando por el suelo.

Yo quedo sobre él. Luego me apoyo sobre una rodilla, me pongo en pie y corro a encerrarme en un cubículo con el propósito de cargar la pistola con los cartuchos que tan oportunamente me han entregado. Pero Bobby derriba la puerta, me obliga a salir, y me lanza contra un lavabo. Alzo el brazo para amortiguar la fuerza del impacto, pero me estrello contra el espejo, que queda hecho añicos. El cargador se cae de la pistola. Trato de quitarme a Bobby de encima, pero me araña la cara. Ambos rodamos de nuevo por el suelo. La pistola se me cae de la mano y se desliza sobre las gélidas baldosas. Trato de apoderarme del arma de Bobby, que está debajo del lavabo, pero Bobby me pisa la mano, lo cual me provoca un dolor tan intenso que me devuelve a la realidad.

Luego apoya la otra bota sobre mi sien y me la aplasta con saña. Yo le agarro el pie y se lo retuerzo hasta que Bobby pierde el equilibrio y cae de espaldas.

Me levanto tambaleándome y, después de haber recobrado el equilibrio, me apodero de su pistola.

Bobby se precipita sobre mí y me pega un cabezazo en el costado. Luego me asesta un feroz puñetazo en la sien que me pilla desprevenido. Se oye el crujir de huesos. Antes de darme tiempo a reaccionar, Bobby me aferra por el cuello con ambas manos y aprieta con fuerza.

Se sienta sobre mí, oprimiéndome la yugular, asfixiándome. Trato de obligarle a soltarme, pero me tiene inmovilizado.

El muy cerdo sonríe, mostrándome sus dientes manchados de sangre.

Desesperado, apoyo una mano sobre su mandíbula, tratando de quitármelo de encima.

Mientras Bobby me agarra del cuello con una mano, extiende la otra y me arrebata la pistola.

Me pongo a patalear, incapaz de librarme, y a golpear el suelo de baldosas con las manos.

Bobby empuña la pistola a la altura de mi pecho, apuntando hacia mi cara.

Yo trato de gritar mientras me debato frenéticamente.

Bobby oprime el gatillo.

Cierro los ojos.

Nada.

Bobby vuelve a apretar el gatillo.

Nada. Durante unos segundos ambos permanecemos inmóviles.

En éstas me incorporo, gritando, y derribo a Bobby de un puñetazo en el maxilar.

Bobby cae de espaldas, chorreando sangre por la nariz.

Sentado en el suelo, miro alrededor mío en busca de mi pistola y el nuevo cargador.

De pronto descubro ambas cosas debajo del lavabo.

Me arrastro hacia allí.

Bobby se levanta de un salto, se vuelve efectuando una rápida pirueta, saca unos cartuchos del bolsillo de su chaqueta y vuelve a cargar la pistola.

Recupero apresuradamente el cargador que está debajo del lavabo y lo introduzco en la pistola, tenso, cerrando los ojos.

Bobby dispara. La bala destroza el espejo que cuelga sobre mí.

Bobby dispara de nuevo, pero falla el tiro. El proyectil penetra en la pared a mis espaldas, Bobby sigue disparando mientras los azulejos estallan junto a mi rostro.

Yo me vuelvo rápidamente y le apunto.

—¡No! —grita Bobby, desplomándose en el suelo.

Presiono el gatillo y al mismo tiempo suelto un grito de rabia.

Nada.

La pistola de Bobby se ha encasquillado y me doy cuenta, demasiado tarde, de que he olvidado quitarle el seguro a la mía.

Bobby echa a correr hacia mí.

Suelto la pistola y, tendido en el suelo, me subo la pernera del pantalón.

Bobby arroja su pistola y se lanza hacia mí, aullando enloquecido.

Yo desenfundo la navaja.

Bobby ve el arma unos segundos antes de caer sobre mí y trata de esquivar la acometida.

Yo le clavo la navaja en el hombro hasta la empuñadura.

Bobby suelta un grito y se vuelve de costado.

Yo extraigo la navaja de su hombro, llorando, y al hundírsela en el cuello Bobby me mira con expresión de perplejidad, tensando los músculos del rostro.

Bobby se aparta; emite unos sonidos entrecortados mientras un grueso chorro de sangre brota de la herida en su cuello, que se hace más grande y profunda a medida que él va retrocediendo.

Las piernas no le sostienen y Bobby se lleva las manos al cuello, tratando de contener la hemorragia.

Yo comienzo a arrastrarme despacio hacia la pistola, alargando la mano hasta tocar el frío metal.

Con una mueca de dolor, me incorporo hasta lograr sentarme en el suelo.

El equipo sigue filmando la escena; la cámara se acerca a Bobby mientras éste se desangra.

Aturdido de dolor, me levanto y apunto la pistola a su cabeza.

—Es demasiado tarde —murmura Bobby; la sangre brota de su cuello formando unos arcos al tiempo que él trata de sonreír—. Es demasiado tarde.

Me cercioro de que le he quitado el seguro a la pistola.

Disparo a bocajarro contra él y el impacto me hace retroceder unos pasos.

Luego me dirijo hacia la puerta con pasos inseguros. Al volverme compruebo que en el lugar dónde antes se hallaba la cabeza de Bobby ahora no hay sino un montón de fragmentos de huesos, masa encefálica y otros tejidos. El director me conduce hacia una oficina de producción que han montado en el vestíbulo de un hotel de cinco estrellas, porque quiere mostrarme algo en la videoconsola. Los técnicos chocan las palmas de las manos y sé disponen a recoger los bártulos.

Yo esbozo una mueca de dolor cuando el director me agarra del brazo.

—Descuida, no tienes ningún hueso roto —dice el director eufórico—. Sólo son unas pocas contusiones.

1

Estoy sentado en un sofá junto a una hilera de ventanas mientras el médico del equipo me venda los dedos y aplica alcohol para desinfectar las diversas herida. «Todos han muerto», murmuro para mis adentros. El monitor del vídeo muestra la escena en que yo aparezco sentado y el director se acomoda juntó a mí.

—Todos han muerto —repito con voz monótona—. Creó que Jamie Fields ha muerto.

—No saques conclusiones precipitadas —réplica el director sin apartar la vista de la videoconsola.

—Estaba envuelta en un plástico, agonizando —musito.

—Pero su muerte no ha sido en vano —afirma el director.

—¿No? —pregunto.

—Te puso al corriente de la situación —responde el director—. Ha salvado muchas vidas. Ha salvado todo un avión.

Como para recordármelo, el director me da las hojas impresas que saqué del ordenador en la casa del octavo o decimosexto arrondissement.

WINGS. 15 DE NOVIEMBRE. BAND ON THE RUN. 1985. 511.

—Observa esto, Victor —indica el director—. Falta pulir la escena y hay que eliminar algunos elementos, pero observa.

El director acerca la consola. En el monitor aparecen unas imágenes en blanco y negro rodadas con cámaras de mano, pero yo estoy distraído pensando en el mes que decidí dejarme crecer una perilla después de haber leído un artículo en la revista Young Guy, en la tarde en que estuve reflexionando durante horas la mejor forma de encasquetarme la gorra de un diseñador, en los numerosos cuerpos que rechacé porque la chica no tenía tetas, porque no estaba lo bastante «en forma», porque no tenía el cuerpo lo bastante «duro», porque era demasiado «vieja» o no lo bastante «famosa», en el día en que saludé con la mano a una modelo que me llamó desde la otra acera de la Primera Avenida y en todos los cedés que compré porqué unas estrellas de cine me habían confiado a altas horas de la madrugada, en salas reservadas a los vips, que eran unos grupos cojonudos. «No sabes lo que significa la palabra vergüenza», me dijo una chica con la que no me apetecía acostarme pero que era bastante mona «¿Y qué?», le espeté antes de entrar en un Gap y dejarla plantada en plena calle. Soy vagamente consciente de que se me ha dormido todo el cuerpo.

El monitor del vídeo muestra a unos soldados haciéndose con el control de un avión.

—¿Quiénes son? —pregunto haciendo un gesto ambiguo.

—Unos comandos franceses y algún que otro agente de la CIA —responde el director sin darle importancia.

—Ah —digo suavemente.

Delta y Crater descubren lo que creen que es una bomba en la cabina de primera clase y empiezan a desmontarla.

«… pero en realidad no se trata de una bomba, sino de un señuelo. Los agentes se han equivocado de avión, han colocado una bomba en un avión, pero no en éste, lo que han descubierto no es una bomba, porque esto es una película, y éstos son unos actores, y la bomba auténtica está en otro avión».

Los extras que encarnan a los pasajeros salen del avión y felicitan a los comandos y estrechan la mano de Delta y de Crater. Los paparazzi están apostados junto a la puerta de salida, tomando fotos de esos hombres que han salvado el avión. Cuando observo al fondo a Bertrand Ripleis haciendo el papel de uno de los comandos, empiezo a respirar agitadamente.

—No —digo, al percatarme de cierto detalle—. No, esto es un error.

—¿Qué quieres decir? —pregunta el director, distraído—. ¿Qué es un error?

Bertrand Ripleis sonríe directamente a la cámara, casi como si supiera que le estoy observando. Es como si se anticipara a la sorpresa que voy a llevarme y a las exclamaciones de protesta que emitiré.

«Sé quién eres y lo que estás haciendo».

—La bomba no está en ese avión —digo.

Miro la hoja del ordenador con los datos del archivo WINGS que sostengo arrugada en la mano.

BAND ON THE RUN

1985

511

—Es una canción… —digo.

—¿A qué te refieres? —pregunta el director.

—Es una canción, no un vuelo.

—¿Qué canción?

—Una canción que se titula «1985».

—¿Una canción? —pregunta el director, sin entender nada.

—En un álbum de los Wings titulado Band on the Run.

—¿Y qué? —inquiere el director, hecho un lío.

—No es un número de vuelo —respondo.

—¿Pero qué estás diciendo?

—Cinco-uno-uno.

—¿Cinco-uno-uno no es un número de vuelo? —pregunta el director—. Pero esto sí. —El director señala el monitor del vídeo—. Ése es el vuelo cinco-uno-uno.

—No —contesto—, es el tiempo que dura la canción. —Respiro hondo y exhalo el aire temblando—. Esa canción dura cinco minutos y once segundos. No es el numero de vuelo.

En otro cielo, otro avión alcanza la altitud de crucero.

0

Cae la noche sobre Francia, y en el cielo se forma una gigantesca sombra, un telón de fondo monstruoso, a medida que el 747 se aproxima a los cinco mil metros de altura y sigue ascendiendo para alcanzar la altura de crucero. La cámara enfoca un paquete enviado por correo aéreo que ostenta unas señas de Georgetown, y contiene un casete Toshiba. El aparato será activado cuando suenen las primeras notas del piano de la canción «1985» de Paul McCartney y los Wings (Band on the Run; Apple Records, 1975). La bomba estallará coincidiendo con la apoteosis de los platillos, cinco minutos y once segundos después de haberse iniciado la canción. El Toshiba lleva incorporado un temporizador en un microchip relativamente sencillo y unos cartuchos de Remform equivalentes a seiscientos gramos de explosivo plástico; el paquete ha sido colocado junto al revestimiento metálico del avión, a fin de que atraviese el fuselaje y debilite el armazón del aparato sin mayores dificultades. El 747 estallará en mil pedazos. En estos momentos la nave se desplaza a 560 kilómetros por hora y vuela a una altura de cuatro mil quinientos metros.

Un gran estruendo interrumpe la conversación del piloto en la cabina de mandos.

La detonación es seguida por unos siniestros crujidos que se suceden rápidamente.

El humo invade inmediatamente la cabina principal.

La parte delantera del 747 —incluyendo la cabina de mandos y la de primera clase— se desprende y se precipita hacia tierra mientras el resto del avión sigue volando, propulsado por los motores que siguen intactos. Toda una fila de asientos situada cerca del lugar de la explosión (sus ocupantes gritan como desesperados) desaparece.

La situación se prolonga durante unos treinta segundos, hasta que el avión empieza a deshacerse; un enorme pedazo de techo se volatiliza para mostrar acto seguido un amplio panorama del firmamento nocturno.

Con los motores funcionando todavía, el avión continúa volando hasta que cae mil metros.

El aire emite un sonido que recuerda el aullido de una sirena.

Botellas de bebidas, utensilios, comida y demás objetos de la cocina salen disparados hacia atrás e irrumpen en las cabinas preferente y turista.

La muerte se produce en oleadas.

Los pasajeros salen disparados hacia atrás, doblados sobre sí mismos, arrancados de sus asientos, sin dientes, ciegos; sus cuerpos arrojados por el aire hacia el techo para luego deslizarse hasta la parte trasera del avión, estrellándose contra otras personas que chillan angustiadas, mientras en la atestada cabina penetran unos fragmentos de aluminio desprendidos del fuselaje, que amputan las extremidades de los pasajeros. Todo está cubierto de sangre, la gente tiene la ropa empapada en sangre, la escupen por la boca, pestañean para eliminarla de sus ojos. De pronto un pedazo gigantesco de metal irrumpe en la cabina y le arranca el cuero cabelludo a una fila entera de pasajeros, mientras otra pieza metálica parte en dos la cabeza de una mujer joven, pero sin matarla en el acto.

Lo malo es que muchas personas no están preparadas para morir y comienzan a vomitar aterrorizadas cuando el avión desciende otros mil metros.

De repente se parte otra sección del avión.

Al cabo de unos momentos se produce otro estruendo mientras el aparato comienza a deshacerse rápidamente y la muerte se produce en oleadas.

Un pasajero se pone a girar como una peonza antes de ser absorbido por un remolino de aire que estrella su cuerpo contra el fuselaje y lo parte en dos, pero aun es capaz de tender las manos implorando ayuda antes de desaparecer gritando en el vacío. Otro joven no cesa de gritar «mamá, mamá, mamá», hasta que una parte del fuselaje que se ha desprendido lo clava en su asiento y lo parte por la mitad, pero el joven cae en un estado de shock y no fallecerá hasta que el avión se estrelle en un bosque y la muerte se produzca en oleadas.

En la cabina de clase preferente todo el mundo está empapado en sangre; un hombre tiene la cabeza envuelta en los intestinos de una mujer que estaba sentada dos filas delante de él; la gente no cesa de chillar y gemir de dolor.

Un chorro de combustible penetra en la cabina y empapa los cuerpos de los moribundos.

Una fila aparece cubierta con la sangre y las visceras de los pasajeros que ocupaban la fila inmediatamente anterior, cuyos cuerpos han quedado sajados en dos.

Otra fila de pasajeros es decapitada por un inmenso fragmento de aluminio; la sangre invade la cabina y se mezcla con el combustible. El combustible desencadena una certidumbre, obliga a los pasajeros a aceptar un hecho muy simple: que tienen que separarse de sus seres queridos —madres e hijos, hermanos y hermanas, maridos y esposas— y que la muerte se producirá de forma inminente e inevitable. Comprenden que no hay esperanza. Pero el hecho de asumir esta muerte atroz les lleva unos segundos, durante los cuales vuelan propulsados de un extremo al otro de la cabina gritando, vomitando y sollozando sin querer; sus cuerpos se retuercen como si fueran contorsionistas mientras se disponen a afrontar la muerte, agachando la cabeza.

—¿Por qué a mí? —se pregunta alguien inútilmente.

Una pierna atrapada en un amasijo de metal y alambres se agita frenéticamente en el aire mientras el avión sigue perdiendo altura.

De los tres graduados de Camden que viajan a bordo del 747 —Amanda Taylor (86), Stephanie Meyers (87) y Susan Goldman (86)— Amanda es la primera en morir cuando una viga que se desprende del techo del avión cae sobre ella. Su hijo se vuelve tendiendo sus bracitos hacia Amanda en el preciso momento en que un remolino de aire lo arranca de su asiento y hace que su cabeza se estrelle contra el compartimiento de equipaje de mano. Por fortuna muere en el acto.

Susan Goldman, que padece un cáncer de matriz, casi se alegra de morir, pero cambia de parecer al ser alcanzada por un chorro de combustible ardiendo.

El avión estalla en llamas y una gigantesca oleada de gente perece asfixiada por el humo, con la boca, la garganta y los pulmones abrasados.

Algunos, que permanecen conscientes, tardan un minuto en morir mientras el avión sigue perdiendo altura.

El aparato se estrella en un bosque situado a unos cien kilómetros de París. El suave sonido de unos cuerpos al reventar, desmembrados a causa del impacto.

Una gigantesca sección del fuselaje aterriza en el bosque, y debido a un sistema de emergencia secundario todas las luces del avión siguen parpadeando al tiempo que cae una fulgurante lluvia de cenizas.

Una larga pausa. Los cadáveres yacen amontonados. Algunos pasajeros —muy pocos— no presentan herida alguna, aunque tienen todos los huesos rotos. Algunos pasajeros han quedado reducidos a una tercera o cuarta parte de su tamaño normal. Un hombre ha quedado tan comprimido que parece una bolsa humana, una forma con la vaga silueta de una cabeza adherida a ella, el rostro aplastado y blanco como la nieve. Otros pasajeros han quedado mutilados por la metralla, algunos tan desfigurados que es imposible distinguir su sexo, todos ellos desnudos porque las ropas se les han desprendido durante la caída, algunos totalmente calcinados.

El escenario del siniestro está invadido por el hedor a podredumbre que emana de los pies, las piernas, los brazos y los torsos que asoman entre los restos humanos, los montones de intestinos y cráneos aplastados; las cabezas que están intactas muestran un grito de pavor petrificado. Y los árboles que no han ardido serán talados para rescatar de entre ellos las piezas del avión y los fragmentos humanos que los adornan, las tiras amarillentas de tejido adiposo que cuelgan de las ramas y que componen el macabro cuadro. Stephanie Meyers sigue sujeta a su asiento, con los ojos abrasados y colgando de sus cuencas. Y como el avión transportaba un cargamento de serpentinas doradas y confeti a Estados Unidos —concretamente dos toneladas—, millones de minúsculos papelitos de color púrpura, verde, rosa y naranja caen en cascada sobre la pila de cadáveres desmembrados.

El bosque se compone ahora de los siguientes elementos: miles de remaches de acero, la puerta intacta del avión, una serie de ventanillas, gigantescas piezas de material aislante, chalecos salvavidas, cables, asientos —con el cinturón de seguridad sujeto todavía— destrozados y cubiertos de sangre y vísceras; algunos de los respaldos calcinados muestran aún la silueta de los pasajeros grabada en ellos. Numerosos perros y gatos han muerto en sus respectivas jaulas.

Curiosamente, la mayoría de pasajeros de este vuelo tenía menos de treinta años, según se manifiesta por los restos de sus objetos personales: móviles, ordenadores portátiles, gafas de sol Ray-Ban, gorras de béisbol, patines en línea, cámaras de vídeo, guitarras, centenares de cedés, revistas de moda (entre ellas YouthQuake con una foto de Victor Ward en la portada), numerosos trajes de Calvin Klein, de Armani y de Ralph Lauren que cuelgan de las ramas de los árboles, un osito empapado en sangre, una Biblia, varios juegos Nintendo, rollos de papel higiénico, bolsas de viaje, anillos de compromiso, plumas, cinturones arrancados de la cintura de sus propietarios, bolsos de Prada sostenidos entre las manos crispadas de sus dueñas, cajas de calzoncillos de Calvin Klein y un montón de prendas de Gap manchadas de sangre y demás fluidos corporales. Todo apesta a combustible del aparato.

El único atisbo de vida: el viento que sopla sobre la escena del siniestro, la luna que se alza en un cielo tan oscuro que casi parece abstracto y la cascada de serpentinas y confeti que sigue cayendo sobre los restos humanos. El combustible del avión comienza a abrasar los árboles del bosque. En un gigantesco tablón de anuncios en el aeropuerto JFK de Nueva York aparece la palabra CANCELADO; y a la mañana siguiente, cuando el sol se alza suavemente sobre los equipos de limpieza, las campanas empiezan a doblar, los clarividentes de turno llaman a los medios de comunicación para ofrecer su asesoramiento y comienza a propagarse todo tipo de rumores.